Espacio y tiempo en el Martín Fierro por Mario Trajtenberg
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“Mientras hay tierra de sobra la historia no podía empezar. Cuando el espacio sobra ante el hombre reina aun la geografía que es prehistoria (Ortega y Gasset, Meditación del pueblo joven)
Para mí la tierra es chica Y pudiera ser mayor (81-2) Una vez conocí en una estancia de Tacuarembó a un payador octogenario. Éramos un grupo de gente de Montevideo, y el viejo quiso hacer gala de su habilidad y cantarnos algo. Empezó una historia, pero no la terminó porque era demasiado larga y porque pareció sentirse un poco disminuido ante nosotros, cosa que expresaba haciéndonos bromas y riéndose con una socarronería senil. La historia que nos cantó también tenía algo que ver con su orgullo. Era sobre un payador muy ladino, que un día le fue a cantar a San Pedro. Se plantó “en la tranquera del Cielo” —decía el viejo— y allí sostuvo con el celestial portero un diálogo que se me escapa. Recuerdo el detalle de la tranquera, porque en ese momento me pareció ver iluminada la conciencia del cantor criollo: contando las hazañas hiperbólicas de su colega nos impresionaba, afirmando de algún modo su superioridad, pero sin dejar de concebir enteramente el mundo imaginario en los términos de su mundo cotidiano (como los negros del África que conciben una Madona de ébano; como nosotros que variamos nuestra propia imagen del más allá cristiano según la moda y los estilos arquitectónicos). Espacio de la persona y de la raza Martín Fierro afirma un espacio personal, y además afirma que le pertenece. Cuando ese corazón ensanchado por el canto señorea la perspectiva total de su propio tiempo, señorea también un espacio. “Toda la tierra es cancha” para el cantor, que siente una especie de gran hogar en el universo entero, una comunión con la naturaleza que transfigura en desnudez esencial su miseria: Nací como nace el peje En el fondo de la mar, Naides me puede quitar Aquello que Dios me dio (85-8) Las exageraciones (“Ni la víbora me pica / Ni quema mi frente el Sol”) creo que señalan aquí también la presencia del gaucho genérico, aquél cuyo núcleo de experiencia Hernández trata de evocar mediante grandes imágenes de libertad: Mi gloria es vivir tan libre Como el pájaro del Cielo, No hago nido en este suelo Ande hay tanto que sufrir; Y naides me ha de seguir Cuando yo remuento el vuelo (91-6) Hernández, encerrado en el “fastidio de la vida del Hotel” como dice en el prólogo, consuela su tedio con la creación de ese personaje libre. Ha perseguido “un tipo que personificara el carácter de nuestros gauchos” y ha penetrado desde los primeros versos en un punto de vista, que es el que describe a Martín Fierro mejor de lo que podría hacerlo ninguna prosa novelesca. La situación de encierro agudiza el apego sentimental de Hernández al mundo en que vive el gaucho, y lo transforma en fuente de una intuición poética. La repetida comparación con el pájaro se parece a las otras imágenes animales que más tarde dará Fierro de sí mismo (el charabón, el peludo, el cerdo) y contribuye a expresar una comunión con la naturaleza, una pertenencia tan profunda al universo natural que toda otra comodidad se vuelve (por ahora) superflua: Yo hago en el trébol mi cama Y me cubren las estrellas (101-2) Observemos que esta visión del espacio viene llamada no por un espíritu contemplativo, sino por un determinado momento emocional. Remonta el vuelo el cantor porque en este mundo se sufre (como el espíritu que evoca Baudelaire en “Elévation”, aquél que comprende sin esfuerzo “el lenguaje de las flores y de las cosas mudas”); hace “pata ancha” en el mundo, y la tierra le resulta chica, porque la sociedad de los hombres lo persigue. Crea un espacio en función de su rebeldía y su arrogancia. La “tierra” cuyo dominio reclama el cantor es algo muy particular. No significa literalmente “la tierra”, y cuando Fierro declara “me he criao en estancia / Pero ya conozco el mundo” no pretende un conocimiento realmente ecuménico. Ese mundo tiene un sentido aproximado al del “siglo” de la patrística: es el conjunto de experiencia vital que está al alcance del gaucho, incapaz de concebir fronteras más amplias que las de su habitat. Su incapacidad para abstraer el espacio de los lugares corre pareja con su incapacidad para ver más allá de su tiempo personal. No busquemos en todo el “Martín Fierro” una sola mención de la distancia real que separa a dos puntos: el espacio no es espacio por sí sino espacio recorrido, vivido, espacio favorable u hostil. Los inmigrantes que conoce Fierro no vienen de un lugar concreto allende el mar: están aquí como débiles hombrecitos que sencillamente no corresponden al medio en que viven. En la xenofobia de Martín Fierro, más que un simple rencor, hay el desprecio del nativo por el extranjero que no está acostumbrado a estos pagos: “Si hay calor, ya no son gente, / Si yela, todos tiritan. . . / Cuando llueve se acoquinan” (907-8, 913). En la famosa sextina sobre la muerte de un gringuito en manos de los indios, el patetismo se enriquece con una bruma de lejanía mal definida, de tiempos anteriores y espacios ajenos que apenas se aluden: Había un gringuito cautivo Que siempre hablaba del barco. (853-4, II). Hasta cuando se olvida de la tesis inicial, Martín Fierro canta con ánimo polémico. En toda su caracterización del espacio se percibe la presencia dialéctica de otros espacios, otros lenguajes y otras gentes que José Hernández conoce muy bien. “El campo es del inorante, / El pueblo del hombre estruído” (II, 55-6), pero ese “inorante” tiene riquezas que los demás ignoran, y que son contrapuestas, reivindicándolas, a las riquezas del hombre “estruído”. Cuando dice “Yo hago en el trébol mi cama / Y me cubren las estrellas”, implica naturalmente que hay otras camas posibles y que el hombre tiene otros cobertores. Pero a nadie le pertenecen tanto las miserables riquezas del aire como al cantor. Esta reivindicación de los puros bienes naturales, que formaba parte del programa de José Hernández y de la idea del “buen salvaje” que persistía en el siglo XIX, se asocia a la permanente querella contra el “dotor” de la opresión. El campo es reclamado como propio, y se desarrolla en una sencilla simbología constante: pampa es libertad, y es bien originario. La idea de libertad obsesiona a todos los personajes del “Martín Fierro” menos el viejo Vizcacha, que ya ha aprendido que al cabo de mucho viajar se vuelve al mismo sitio. Cuando Fierro deserta del fortín, se desata esplendorosamente la sensación de libertad: Para mí el campo son flores Dende que libre me veo Donde me lleva el deseo Allí mis pasos dirijo — Y hasta en las sombras, de fijo Que adonde quiera rumbeo. (991-6) El sentido de la orientación peculiar de Martín Fierro describe su relación con el espacio vivido. Anda por el campo como otros andan por su casa; lo conoce, literalmente, como la palma de su mano. Las indicaciones de rumbo son siempre de este tipo: “Enderesé a la frontera” (380), “Volverme pa mi pago” (804), “Rumbiando para otro pago” (1314), “Para el desierto tiramos / En la pampa nos entramos” (200-1). No necesita dar más precisiones: la frontera, el desierto, el pago, son para él una topografía suficiente. A veces se abandona al puro instinto, y sabe que siempre terminará por llegar: Marchamos la noche entera Haciendo nuestro camino Sin más rumbo que el destino Que nos llevara ande quiera. (II, 1463-6)
Sin punto ni rumbo fijo En aquella inmensidá Entre tanta escuridá Anda el gaucho como duende (I, 1433-6) Otras ejercita un sentido elemental de la orientación, basado en indicios: Derecho ande el sol se esconde Tierra adentro hay que tirar, Algún día hemos de llegar. . . Después sabremos adonde. No hemos de perder el rumbo .. .El que es gaucho va ande apunta, Aunque inore ande se encuentra; Pa el lao en que el sol se dentra Dueblan los pastos la punta. (2208 y sigs.) O declara su dependencia de las guías naturales: Las estrellas son la guía Que el gaucho tiene en la pampa (1455-6) Fierro es consciente de esa capacidad suya, y la vive como un añadido a su comunión con el universo de los animales y el cielo abierto: Soy pa rumbiar como el cerdo Y pronto caí a mi pago (1001-2 )
Y lo mesmo que el peludo Enderesé pa mi cueva. (1007-8) Este sentido instintivo de la orientación se refiere a la relación de familiaridad y dominio que ejerce Martín Fierro con el espacio suyo, más allá de la petulancia que podía hacerlo reclamar un dominio de toda la tierra y el aire. Ya vimos qué tremenda podía ser la separación de sus lugares vitales cuando describía la detención del tiempo por obra del dolor y la lejanía luego de la muerte de Cruz. Espacio negativo Fierro suele vivir la pampa como un “cielo protector”, y éste es el que denominaré aspecto positivo de su relación con el espacio natal. Anda por el mundo sin más amparo que el cielo (1443); cuando es perseguido por sus fechorías, tiene buen cuidado de refugiarse bajo ese su cielo protector: Y no quería que en las casas Me rodeara la partida (1419-20) Pero frente a esta relación positiva con el espacio, hay otra antitética. La exaltación de los espacios abiertos corresponde sobre todo al personaje genérico que representa Martín Fierro: el gaucho enamorado de su libertad, nómade inquieto. Como persona, las aspiraciones de Fierro son distintas. No bien empieza el relato de su historia individual, aparecen imágenes de otro tipo: Sosegao vivía en mi rancho Como el pájaro en su nido (295-6) Obsérvese que reincide la figura del pájaro, pero esta vez con sentido opuesto: no se trata de su vuelo gozoso, sino de su tibio anidar. Más tarde dirá Fierro en la Vuelta (vv. 169-74) Es triste dejar sus pagos Y largarse a tierra ajena. El ideal íntimo es mucho menos grandioso, y aparece la idea de protección. Borges ha celebrado las estrofas “inagotablemente conmovedoras” en que Fierro se despide de los pagos familiares cuando llega a la Ultima Thule de la civilización: Y cuando la habían pasao, Una madrugada clara Le dijo Cruz que mirara Las últimas poblaciones; Y a Fierro dos lagrimones Le rodaron por la cara. (2293-8) Estos sentimientos de Fierro contradicen o iluminan su vocación mística de trashumancia. Le angustia saber “Que el gaucho que llaman vago / No puede tener querencia” (1315-6). En su alma parecen coexistir la vocación de libertad y la vocación de hogar, tal como coexisten impulsos genéricos de la raza e impulsos particulares. Parece como que hubiera un término medio necesario: como si la libertad precisara ciertos límites, y llevara en sí el castigo de su propio exceso. El mismo personaje que proclamaba “Para mí el campo son flores / Dende que libre me veo” es el que luego dirá, perdido en el desierto: Cuántas veces al cruzar En esa inmensa llanura, Al verse en tal desventura Y tan lejos de los suyos Se tira uno entre los yuyos A llorar con amargura. (II, 181-6) Esta nueva vivencia, además de ser más personal, es producto del tiempo: si la sensación gozosa de “espacio abierto” nos presentaba a un Martín Fierro arquetípico, figura intemporal de la poesía y de la raza, libre de gravedad, la vivencia de “espacio enemigo” se desarrolla junto con la anécdota y responde a una sensación más recoleta de vida y tiempo propio. Cuando Fierro ha matado ya a dos hombres, cuando ha asumido plenamente su existencia de gaucho matrero, conoce por fin esta verdad y la desarrolla en una lamentación por su suerte, en desoladas imágenes de desamparo: Que el gaucho que llaman vago No puede tener querencia. . . No tiene cueva ni nido Como si juera maldito. . . Dende chico se parece A arbolito que crece Desamparao en la loma. . . Y se cría viviendo al viento Como oveja sin trasquila...
Aunque tirite en invierno Naides lo ampara ni asila. . . Su casa es el pajonal, Su guarida es el desierto. (Ida, canto 8) El cantor sigue sintiéndose parte de la naturaleza. Pero no ya en una relación de dominio compartido sino como sujeción de víctima a las fuerzas ciegas, como repeluzno de los rigores naturales en la carne. Fierro, desamparado en el Fortín, se siente “charabón en el desierto” (794). Al preludiar la continuación de sus desgracias en la Vuelta, dirá que ... nos llevan los rigores Como el pampero a la arena. (II, 173-4) Un pampero irresistible galopa el aire y se lleva a los hombres y las cosas, mostrando la libertad en su aspecto de terrible desamparo: El viento de la desgracia Vuela las pajas del rancho. (II, 365-6) Entonces ya la libertad se convierte definitivamente en soledad. Es triste en medio del campo Pasarse noches enteras... Sin tener más compañía Que su soledá y las fieras. (1463-8) La vida le enseñará que los espacios en que se jactaba de hacer “pata ancha” son “infiernos”, y que “infierno por infierno / Prefiero el de la frontera.” (II, 1550). Ya el hombre no puede orientarse con su solo instinto animal, y la inmensidad, en vez de significar libertad, encierra positivamente una amenaza: Todo es cielo y horizonte En inmenso campo verde! ¡Pobre de aquél que se pierde O que su rumbo estravea! (II, 1491-4 ) Escarnecido y maltratado por lo que creía un paraíso, Fierro vuelve a la frontera, el infierno que prefiere. Entonces el lugar de donde había escapado (y que sigue siendo pura “tierra” sin demarcación geográfica) es por contraste un sitio deseable: “la tierra / en donde crece el Ombú. . . esta tierra bendita / Que ya no pisa el salvaje” (II, 1537-8). La muerte de Cruz, terrible muerte solitaria en el desierto (II, 936), le deja su marca a Fierro. Está solo, y ya no lo acompañan ni siquiera los bienes naturales. Entonces resuena el eco viril de las palabras con que Fierro saludaba su soledad de hombre, en la que la única compañía es la compañía fantasmal del destino: Vamos suerte —vamos juntos Dende que juntos nacimos— Y ya que juntos vivimos Sin podernos dividir... (1385-8) II Espacio y tiempo La lección de soledad que le da la vida a Martín Fierro no es sólo un invento poético en Hernández. Habíamos visto cómo el encierro del “Hotel” alimentaba compensatoriamente la intensa aspiración de libertad que Hernández vuelca en su alter ego payador. De igual manera Hernández persigue una determinada relación con su público, y la pone en labios de su cantor: Yo sé el corazón que tiene El que con gusto me escucha. (II, 71-2) El canto de Fierro no es un canto en abstracto, sino que precisa la ficción de una presencia concreta ante el público: un estar frente a frente, oirse, verse y hasta poder trenzarse en una payada. Ese público que lo rodea, dice Fierro, tiene un “corazón” que él conoce, y para ese corazón canta porque sabe que será escuchado y entendido. Lo mismo le ocurre a Hernández, y no se equivocaba. El Martín Fierro es un caso de popularidad poética único en América. Esa popularidad evidencia una comunicación sin precedentes con el público. Hernández hace que la poesía rompa los límites de su cenáculo, y se imponga a la atención de una audiencia que, incluso analfabeta, gasta horas de idolatría oyendo una y otra vez el relato de un semejante suyo que se perdió en el desierto y volvió a la frontera. Esa comunicación no es un hecho involuntario. En el prólogo de la Vuelta, Hernández ha hecho el voto de “ajustarse estrictamente a los usos y costumbres” de sus lectores, para que “su lectura no sea sino una continuación natural de su existencia”. Dicha intención se realiza en algo más que el uso de un lenguaje y una serie de imágenes familiares. Hernández rehuye el pintoresquismo, y su empeño es reproducir el universo espiritual de su público, o más bien glosarlo poéticamente. Así determina el milagroso cortocircuito de continuidad entre su inspiración y el espíritu de los lectores, mejor de esta manera casi inconsciente que en su cojitranca apología del saber gauchesco (prólogo de la Vuelta) o en los consejos de figurita que pone al final del Poema. Espacio y tiempo de la pampa son sobreentendidos comunes de aquel universo: sobre todo el espacio, que Hernández no necesita “pintar”. Hay poquísimas descripciones, y la única imagen más o menos pictórica del desierto (en los citados versos 1491 y sig's.) está referida a un problema concreto de orientación, y de ninguna manera a una actitud contemplativa, turística, como en otros poetas gauchescos. El espacio de la pampa viene inserto en el retrato poético del personaje, y acompaña sus alternativas emocionales : es un espacio de arrogancia o de soledad, de libertad o de nostalgia. Lo mismo puede decirse del tiempo: las grandes imágenes de libertad intemporal que hila Fierro al principio de su canto son contradictorias si pensamos que está cantando a la vuelta del desierto, castigado, triste y solo. Pero no lo son si pensamos que los humores de Fierro se ajustan más a la realidad evocada que a la realidad vivida en ese momento o a la miserable imagen lógica que podemos hacernos de esa realidad como sucesión irreversible de momentos. El tiempo es reversible, y la poesía y la música lo hacen recomenzar eternamente: cada vez que un lector lee “Aquí me pongo a cantar” el tiempo empieza de vuelta. El canto lo traslada a Fierro inmediatamente al punto de partida, ese momento genérico de pura libertad, anterior al tiempo de la vida, en que se estriba el relato de sus desgracias. Aquí está él, y un poeta qua con esa voz nos dice: Yo frente a ustedes, con ustedes, aquí; detrás de nosotros, la pampa. NOTA: Estas páginas forman parte de un trabajo en preparación. |
Mario Trajtenberg
Publicado, originalmente, en: Revista "Número" , julio - setiembre de 1963 2ª época Año I Nº 2
Link de la revista: https://anaforas.fic.edu.uy/jspui/handle/123456789/124
Gentileza de Biblioteca digital de autores uruguayos de Seminario Fundamentos Lingüísticos de la Comunicación Facultad de Información y Comunicación (Universidad de la República)
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