Solitaria respuesta a las invasiones inglesas

por Leopoldo Torre Nilsson

Esa noche no estaría solo en Londres, ni fumaría cigarrillos mentolados durante el entreacto de un teatro, apurando tazas de té servidas entre las butacas y jugos de limón y bombones de menta: desganado y gregario había aceptado la invitación a un party literario, de esos donde la palabra « screw » cabalga sobre el último libro de Bellow o el próximo film de Fellini, y los «drinks» no son demasiado buenos ni las mujeres demasiado hermosas. Esos donde todos nos miramos como enemigos, como si estuviéramos robándonos el uno al otro el puesto en algún Parnaso adornado con dólares, o publicidad, o la migaja frugal que sacia el ego.

El taxi se perdió un poco entre callejuelas que se iban acercando al Támesis, humanizándose al salir de Park Lane y encontrar de pronto gente que no va al teatro todas las noches. El chofer fue tan feliz como yo al dar con la casa. Me ayudó a controlar la dirección y a encontrar la perilla del timbre. Me sorprendió la vasta casona con un largo jardín a! frente y dando espaldas al río. Eso, de algún modo quería decir, conociéndola a Mary y a su no comprometida actividad erótica, que los escritores, en Londres, hacían dinero con sus libros. Titubeé ante plantas de raíces larguísimas y árboles de ramas bajas; me perdí a propósito, demorando mi entrada a la casa, añorando de pronto la soledad en los teatros y hasta la lechosa tiniebla de los pasillos del hotel, entre mucamos ofertando su ambigüedad, o viejos suspicaces oliendo el sexo clandestino en cada cartelito de «Se ruega no molestar».

No había llegado nadie. Mary miraba la televisión con sus dos hijos y cambió abruptamente de expresión al verme, ofreciéndome su boca seca, paspada, abultada de « rouge», para un beso formal. Los hijos me saludaron con cierta abulia hostil, preguntándose si yo sería el tipo que había acompañado a la madre borracha alguna noche de la semana pasada o el que la había llevado quince días a Niza el último verano. De pronto se animaron: Mary les había encargado cuidar los abrigos de los invitados y me entregaron el número uno con sonrisa que indicaba alguna incierta complicidad.

Cumplimenté la casa adecuadamente y adorné con virtuosos adjetivos el desvaído crecimiento de los chicos. Mary me tomó la mano, me urgió confidencias y acompañó mi inventada respuesta con un rápido inventario de amantes más o menos prestigiosos. Reímos un rato recordando un vago romance con un actor alemán y cierta persecución frenética y pretenciosamente erótica de un novelista norteamericano. En ese momento comenzó a entrar gente. Mary y yo nos habíamos visto mucho dos años atrás y siempre había sido así: apenas estábamos a punto de decirnos algo honesto o verdadero, llegaban amigos, mensajes imprevistos.

Fui presentado con prolija información a rostros de inmediata indiferencia. Me paseé solo un rato, sintiéndome demasiado alto y visible. Mary reiteraba a cada rato alguna presentación que las partes rechazábamos con sonrisas donde parecíamos decirnos: Siento no tener nada que decirte. De pronto me apartó de un grupo donde había conseguido despertar cierto interés reiterando mi «boutade» sobre el paralelo del matrimonio y el teléfono: Me había sentido por un momento, brillante, inventando en un idioma que no era el mío, alusiones fálicas, complacencias húmedas, imágenes de tortura y sadismo; aludiendo a teléfonos futuros, intrauterinos, estomacales, cuando de pronto, alguien que parecía estar escuchándome atentamente, retomó una pausa de mi relato hablando de algo enteramente diferente, algo que abofeteaba mi relato y dejaba a un chico llorando en la vereda.

—Mañana tenemos que vernos para hablar realmente —me repetía Mary con social complicidad.

—Mañana dejo Londres, tendríamos que hablar en Buenos Aires, tendría que ser en castellano, comiendo crlollitas y anchoas con Old Smuggler nacional. (Sé que Mary preferiría la grappa o el vino mendocino y las empanadas picantes que de golpe son hondamente dulces; sé que aprendería rápidamente a decir carajo y pendejo, porque dice mierda con ritmo de Boedo al Sur.)

—Nunca sé si sos cobarde o impotente. ¿Por qué no me llamaste antes?

Tenemos vidas y horarios complicados. Seguiremos jugando a la amistad muchos años más, algún día nos acostaremos en el banco de una estación o en el recoveco de un aeropuerto y el coito será « interruptus» por un changador o un chico con ganas de orinar.

Todo esto en inglés, con rebuscado y seguramente pasado de moda « slang ». Los extranjeros le « agarran el paso » a un país sólo al cabo de algunos años; antes repiten «slogans» inverosímilmente viejos, cuentan chistes del año anterior, usan palabras en desuso, contraen enfermedades fuera de estación, se apasionan por personas que ya ni excitarían a un presidiario.

—Si supiera que realmente querés acostarte conmigo, me olvidaría de este « party » sonso, sacaría a Benny de mi cama (antes era Jimmie el que dormía con ella; ahora Jimmie tiene doce años y preferirá masturbarse a solas y Benny será su compañero por un año más) y dormiríamos y haríamos el amor hasta la mañana.

—Te apuesto a que lo haríamos «fifty fifty » (en inglés suena mejor).

—Nunca duermo la primera noche, apenas unas horas por la mañana, después del desayuno.

Pero Mary ya está mirando en otra dirección y otro invitado, tan solitario como yo, necesita ser consolado. Mi gesto inquiriendo sobre la procedencia de un curioso muñeco medioeval ha quedado en el aire: Mary ya promete atardeceres o madrugadas al otro solitario que la oye menos escéptico que yo.

Examino el muñeco con repentina ansiedad. Me sorprende su auténtica antigüedad, los pesados rubíes entre pestañas rubias, las incrustaciones de nácar en las mejillas, las hebras doradas en el brocato del jubón, las uñas de madreperla. De pronto descubro que en la casa de Mary todo tiene la tendencia a ofrecer un pesado confort, la dimensión de nalgas anchas y abúlicas; sólo este muñeco renacentista exalta el lujo de una Florencia reprimida y lujuriosa, el anti «terre-á-terre » entre vastos divanes que improvisan el coito o la siesta.

Ahora soy invitado a jugar al cineasta ramoso, con el editor de un semanario de izquierda. El ya anticipa una desdeñosa cara de hombre que no va al cine, dispuesto pacientemente a escuchar como un «vedette » estúpido narra sus peripecias promocionales o sus diálogos con el último psicoanalista, y yo viro el timón en inmejorable estilo Dale Carnegie, hablando de la izquierdizacíón de América Latina, el último refugio de la ultraderecha no política sino económica, la verdadera, la última trágica y vil derecha que le queda al mundo.

—En pocos años —aseguro—, una minoría armada hasta los dientes protegerá con ametralladoras el cinco por ciento mensual que todavía rendirá el capital en Latinoamérica, a condición de enterrar en cajoncitos blancos el veinticinco por ciento de la mortalidad infantil.

Me descubre el juego, pero de algún modo secreto le resultó simpático. Me elogia inmoderadamente Brasil. Ha estado allí hace dos años. Bahía, Belo Horizonte, Matto Grosso, Brasilia, Recife, Rio. Todo le ha dejado una geografía tropical que seguramente le hace contrapunto dramático a cada una de sus mañanas lluviosas, con neblina que parece venir no de la atmósfera, sino de los propios huesos y que a veces me hace pensar sonsamente que los ingleses se hicieron imperialistas no para vender y comprar, sino para tener un sitio propio donde tomar sol.

—En cambio —sigue diciendo el editor—, también estuve en Buenos Aires (dice « Buenos Aires » con un tono remoto e impersonal y me doy cuenta de que no sabe que soy argentino). Nunca he visto un sitio más lóbrego, siniestro casi. Salí volando, tuve miedo de contagiarme.

Y continuó con el mismo tono:

—¿Usted es de San Pablo o de Rio?

De pronto me descubro conteniendo lágrimas y gritos, me oigo decir: « Pero hablamos y pensamos y vivimos y tenemos a Borges y a Martínez Estrada, y escuchamos a Alban Berg y a Schonberg y editamos más libros que toda Latinoamérica y España juntas y vendemos veinte mil ejemplares de Proust y tuvimos un Fidel Castro que se llamó Perón al que le faltó coraje y dignidad para hacer une verdadera revolución, y no mandamos tropas a Santo Domingo y tenemos novelistas y pintores y músicos y gente de ciencia y nuestras chicas toman la píldora y hacen el amor cuando se les da la gana.» Pero sólo, en cambio, he dicho lacónicamente:

—No, soy de Buenos Aires.

Quizá mi sobria y civilizada respuesta, postergando y desvalorizando argumentos previsibles, le haya convencido más que otra cosa, porque repentinamente ha perdido su tono abúlico y trata de convencer a la hermosa muchacha por la cual los dos hablábamos, de que Buenos Aires estaba preparada para ser la gran capital europea de América y que alguna fatalidad, quizás las guerras europeas o la ambición de una soberanía a destiempo. postergaron las cosas y todo quedó a medio hacer.

Yo pude agregar secamente:

Ustedes los ingleses, fracasaron queriendo colonizar Sud América. Mandaron barquitos de juguete con almirantes que eran un híbrido de filibusterismo y Rousseau y nos ayudaron a tomarle el gusto a una libertad condicionada por una economía precaria y semibárbara. Argentina no era Trinidad ni Jamaica y nosotros nos tomamos la ciudadanía en serio, aunque no supiéramos muy bien que hacer con ella, si canjearla por ferrocarriles y teléfonos o armar una plutocracia con almaceneros gallegos que tarde o temprano mandarían sus nietos a París a tirar manteca al techo y a hipotecar los cachitos de la bandera azul y blanca que nos quedaran libres. El positivismo inglés no tuvo sentido funcional en Sud América, lo perturbaron los románticos y los sobrevivientes de la Edad Media. Después quisieron tener factorías con fachadas ostentosas y carnicerías donde se pudiera jugar al bridge y mataderos con matarifes expertos en Sófocles y Rimbaud y cuando descubrieron que es más fácil criar pollos y que nosotros también queríamos una buena tajada de la nalga empezaron a desinteresarse. Yo no sé si nosotros los hemos echado a ustedes o si ustedes se han ido de puro aburridos. Tampoco sé muy bien por que yo soy yo y usted es usted, cosa que se estira a todos ustedes y todos nosotros. Pero la cosa es así y hay una diferencia y ustedes fueron los conquistadores y nosotros los conquistados, aunque las historias lo ignoren y los panteones de los piratas no aludan a los servicios prestados y ustedes hayan ganado o perdido algunos millones de libras esterlinas y nosotros hayamos recuperado unos ferrocarriles y teléfonos que cada vez andan peor.

Los dos nos excusamos ante la muchacha. Ella no ha oído nada, pero lo ha elegido a él y yo vuelvo a caminar solo entre grupos que ahora van tomando intimidad y animación, lo que paradójicamente me hace sentir menos abandonado, porque nadie tiene tiempo de descubrir mi soledad.

Balbuceo a alguien que no me escucha una excusa por mi necesidad de partir. Busco el teléfono y llamo al vacío uno o dos números que sé no contestarán (uno de ellos es el de mi propio cuarto en el hotel). En la cocina, la mucama prepara no sé si algún « souper froid » o la sopa de los chicos. Le pido que me llame un taxi. Después todo comienza a ser vertiginoso y casi excitante, como si disfrutara de alguna acción heroica y necesaria.

Saludo a Mary, rodeada por hombres bajos y elocuentes. Ella parece apenada por mi partida. Se apenará por cada uno de los que se van, preferiría tenerlos incrustados y anónimos en las paredes de su living. Le doy pretextos sólidos: trabajo, madrugón. Me deja ir, alcanzándome de nuevo la boca como una taza de café vacía y azucarada.

Ahora me veo saliendo. El taxi está frente a la casa como una liberación justiciera y a la vez victoriosa. Tengo el temor de que me vean. El muñeco florentino hace un enorme bulto bajo mi brazo izquierdo; pero sólo la mucama me ve partir y para sus ojos nosotros somos una mancha infamante que a veces, a las cansadas, le pellizca las nalgas o los senos.

Traspongo la puerta del jardín con alivio y me hundo en el asiento del taxi, dando el nombre de mi hotel. Veo alarmado que Mary ha salido corriendo al jardín, quizá para darme una versión más húmeda y caliente de su boca. Yo simulo no verla mientras el taxi se aleja y apenas la he perdido de vista, con el brazo levantado al vacío ofreciendo por las dudas un último saludo, toco el muñeco para ver si en la corrida no ha perdido los ojos o las manos y sintiéndolo entero, intacto y casi vivo, me oigo reír con una risa larga y desatada: la primera en ese viaje a Londres.

 

por Leopoldo Torre Nilsson

 

Publicado, originalmente, en: Mundo Nuevo Nº 3 setiembre 1966

Gentileza de Biblioteca digital de autores uruguayos de Seminario Fundamentos Lingüísticos de la Comunicación

Facultad de Información y Comunicación (Universidad de la República)

Link del texto: https://anaforas.fic.edu.uy/jspui/handle/123456789/3904

 

Editor de Letras Uruguay: Carlos Echinope Arce   

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