El alba aún no había ensayado sus primeras claridades
cuando Caperucita atravesó el parque de la avenida con su paso seguro de
siempre. Desde la parada del ómnibus en la acera opuesta, los ojos del
lobo habían adivinado la proximidad de Caperucita en cuanto su uniforme
y su gorrito hicieron un punto inconfundiblemente blanco en la
oscuridad. Los ojos del lobo vieron sus piernas ballerinianas atravesar
la avenida, y llegar casi a su lado, ignorándolo, para después volverse
de nalgas a él, dar unos pasos hasta situarse junto al tronco del
flamboyán próximo a la parada, pero un tanto alejado del resto de los
futuros pasajeros, y abrir un pequeño folleto a la claridad leve, recién
estrenada. La boca del lobo, toda secreción, dio unos pasos en la misma
dirección de Caperucita, mientras su mandíbula se adelantaba como
atisbando la proximidad de un ómnibus, que no le interesaba en absoluto.
Cuando estuvo junto a ella, el lobo se sintió invadido por la sensación
de frescura que comunicaba el discreto hálito perfumado que la envolvía,
y sintió la necesidad de llevar ambas manos a los bolsillos de su
pantalón de mezclilla. El lobo llevó la pierna izquierda a posición de
“en su lugar, descansen”, carraspeó con estrépito repetidamente
esperando anheloso que su mirada se encontrara con la de ella, que sólo
había abandonado la lectura del folleto para comprobar la banderola de
los pocos ómnibus que habían pasado. Entonces el lobo, sin sacar las
manos de los bolsillos, echó los hombros hacia atrás, se acercó más a
Caperucita, y apoyó el talón izquierdo sobre el tronco del flamboyán,
observándola con la misma actitud con que lo había hecho allá en el
bosque, muchos siglos atrás. El lobo autovaloró su salud a toda prueba,
sólo interrumpida por una ligera hepatitis de la que recién salía; sus
espaldas musculosas, sus bíceps ejercitados por el trabajo y, en un
tiempo, por ejercicios dirigidos; su pelado correcto, sus patillas
largas y bien delineadas… “No podrá soportar el magnetismo de mi mirada;
sé que soy irresistible, infalible, durísimo…” pensaba el lobo mientras
escrutaba el cuerpo de Caperucita pulgada a pulgada para volver después
al rosto, que revelada un interés inalterable en la lectura del folleto.
El lobo chasqueó la lengua y resopló con visible irritación, al tiempo
que estiraba la pierna que tenía flexionada sobre el flamboyán. Volvió
la cabeza en dirección opuesta a Caperucita y reparó entonces en la
presencia de un cincuentón muy próximo a ellos: generosa papada,
abundante adiposidad en el abdomen y tabaco recién estrenado.
-Compadre, ¿usted no se da cuenta de que me está echando todo el humo
del tabacón arriba? -le gritó el lobo con humor agrio.
-¿Quién, yo? -preguntó el cincuentón señalándose el pecho con el índice
de su mano derecha.
-¡Sí, sí!, ¡échate pa´llá! -volvió a gritar el lobo gesticulando.
-Mire, joven, por educación usted no debía…
-¡Aquí el problema no es de educación, chico, el problema es que yo soy
hombre, ¿me oíste?! ¡soy hombre! ¡Y te echas pa´llá!
El cincuentón se limitó a mirar al lobo con una expresión que hubiese
podido ser de lástima, y dirigió sus pasos, como cansado, en dirección
opuesta. Nadie dijo nada. Todos miraron al lobo que se había vuelto
nuevamente de espaldas al resto y de frente a Caperucita. Todos miraron
al lobo, excepto Caperucita, cuya apacible lectura no parecía haber sido
turbada por los aullidos del lobo momentos antes. El lobo volvió a
escrutarla. “Se hace la superinteresante, pero yo la voy a hacer
saltar”, pensaba.
La claridad seguía abriéndose paso a empellones por entre cúmulos
holgazanamente inamovibles que anunciaban una ambivalencia de lluvia y
cambio de temperatura. Tres ómnibus arribaron sucesivamente a la parada
y, tras ellos Caperucita vio acercarse al que esperaba. Cuando se abrió
la portezuela automática, el primer descanso de la escalerilla apareció
tan repleto de pasajeros que ella decidió esperar el próximo; no
obstante, tres hombres jóvenes lo abordaron, impidiendo el cierre de la
portezuela con sus cuerpos proyectados en racimo hacia afuera.
Caperucita retornó mecánicamente al amparo del flamboyán, miró su reloj
de pulsera y recomenzó la lectura del folleto por donde la había dejado.
Ahora sólo estaban en la parada Caperucita, el lobo y, muy allá, una
pareja de enamorados recién llegada. El lobo volvió a flexionar la
pierna izquierda apoyando el talón sobre la corteza del flamboyán y
reinició su regodeada observación. “Se hace la superinteresante, pero yo
la voy a hacer saltar”, pensaba, mientras recordaba los rostros de casi
una veintena de caperucitas, primero indiferentes, como ésta, y después
con expresiones de sorpresa, de miedo, de bochorno… la mayoría a punto
de las lágrimas púdicamente silenciosas para no atraer la atención… El
lobo conocía de memoria estas expresiones. Ya no podía seguir tolerando
la imperturbabilidad de Caperucita, las condiciones eran ahora propicias
y el lobo se decidió: con la pierna izquierda flexionada como la tenía,
al lobo le fue fácil extraer su miembro viril en estado de erección, sin
incurrir en ademanes delatores. Con la respiración sibilante el lobo
colocó su pene sobre el muslo flexionado y se lo observó, persuadiéndose
una vez más de que era el más grande y mejor proporcionado que jamás
hubiera ostentado hombre alguno. Seguro de sí, el lobo silbó a
Caperucita que continuaba leyendo a su lado.
-Pss, pss…
Caperucita volvió el rostro hacia él, y el lobo le señaló con mirada
libidinosa a su pene, al tiempo que contraía sus músculos eréctiles
logrando el automovimiento de su miembro viril. Caperucita observó la
operación, volvió momentáneamente la vista al folleto para hacer un
doblez en la página que estaba leyendo, y enseguida se dirigió al lobo
con la misma natural seriedad con que acostumbraba a tratar a sus
pacientes en el cuarto de curaciones del hospital.
-¡Qué chiquitico y qué aspecto tan enfermizo tiene! --le dijo Caperucita
en un tono muy bajo y continuó: ---Mire, yo soy enfermera de proctología
y le aseguro que cuando el hombre tiene el miembro así… ---Caperucita
acentuó el así mirando fijamente el miembro viril del lobo al tiempo que
torcía la boca con el mismo gesto de asco insuperable que ella ensayaba
cuando hace ya muchos años su abuelita intentaba darle una cucharada de
aceite de ricino.
-Así empiezan la gonorrea, la sífilis y el cáncer de la próstata; usted
debe ver al médico enseguida --argumentaba Caperucita en un tono muy
bajo y con absoluta serenidad, mientras veía cómo el miembro viril del
lobo se encogía rápidamente hasta perder por completo la erección, al
extremo de escurrirse, insignificante, dentro de la portañuela del lobo,
sin precisar su intervención.
El lobo, más que bajar, había dejado caer la pierna izquierda y de
pronto tuvo la sensación de que su desayuno --un buen pedazo de pan y
café caliente-- le había hecho daño; eructó violentamente y los deseos
de vomitar amenazaron con ser del todo irreprimibles. Tragó abundante
saliva. El lobo hubiera querido cruzar la avenida en dirección al parque
para no vomitar delante de la gente, pero sintió las piernas
acalambradas y no se atrevió a moverse; ni siquiera había podido sacar
las manos inútilmente ocultas en los bolsillos de su pantalón de
mezclilla. Giró torpemente sobre sí y apoyó el hombro contra el
flamboyán al tiempo que un estallido interno pareció volcar su estómago,
explayándose por la boca, por la nariz, y haciéndolo llorar. Ahora,
alejándose hacia el ómnibus cercano, oyó de nuevo la voz de Caperucita
recalcándole con absoluta convicción:
-No deje de ver al médico, las cosas a tiempo… --y subió al ómnibus.
Caperucita había aprendido mucho después de su primer encuentro con el
lobo, allá en el bosque, hace siglos. Ahora sabía obtener los mejores
resultados utilizando convenientemente los recursos de que disponía, que
aún no eran muchos.
“Es posible que tenga que seguir un tratamiento de psicoterapia por
impotencia”, pensó Caperucita, mientras buscaba el doblez que había
hecho en la página del folleto, sentada en uno de los asientos laterales
del ómnibus.
Josefina Toledo: Cuentos de fantasmas. Editorial Letras Cubanas, La
Habana, 1980. |