Si quiere apoyar a Letras- Uruguay, done por PayPal, gracias!! |
Acerca
del rol social de los escritores Héctor Tizón |
Como
alguna vez exageró Sartre, la literatura de una época es la época
dirigida por la literatura. Es demasiado conocida aquella anécdota
atribuida a Lenin cuando dijo que era imposible saber nada de la sociedad
francesa del siglo XIX sin haber leído a Balzac.
Y esto es así porque, aunque como escritores desechamos toda
servidumbre nacional, asumimos -lo queramos o no- la tarea que nos ha
impuesto la historia por vivir en un determinado tiempo y lugar, región o
nación. Y ese lugar será para el escritor su metáfora del mundo. En
realidad, considerada como un todo, como una visión total de la vida, la
literatura es siempre comprometida, porque de lo contrario se convertiría
en una actividad inútil. Si la frase escrita no resuena en todos los
niveles del hombre y la sociedad, no significa nada. Pero un escritor no es un soldado, ni un bufón, ni un consejero domesticado. Y aunque todos tememos que se nos tilde de cultores de l'art pour l'art, |
|
esto es un falso prejuicio porque el arte por el arte no
existe, a pesar de que escritores y poetas lleguemos a estar
desconcertados y dudemos de nuestro propio oficio.
No
pocas veces un escritor, llevado con entera buena fe a abrazar una causa
política, aceptó ponerse al servicio del poder; y en ese caso, sin
excepciones, la obra ha sido bastardeada y la literatura resultó
perdedora. Pero lo paradójico es que el poder desconfía, nunca recepta
el discurso literario, cuando no lo ignora olímpicamente.
Jamás la literatura se salva por su contenido político y, por añadidura,
el discurso político se convierte en mala literatura. Sin
embargo, hay ocasiones excepcionales como ocurre a mi juicio, en los días
que vivimos, en que nos sentimos representados por un gobierno, y la pasión
que nos había convertido en silentes rencorosos, o en parte litigante de
un pensamiento binario, cede; entonces experimentamos como una emancipación
sentimental, las ganas del diálogo regresan, y ello casi nos basta
porque, como decía Camus, el demócrata es modesto. La
tarea de un escritor no es la de cambiar la vida, sino reflejarla, fijarla
y no dejarla morir en el olvido, para que los demás la observen una y
otra vez, para que todos tengamos otra oportunidad, para que tengamos la
ilusión o la ilusoria chance de vivir otra vez. Para ser otros. El
ideal que todo escritor persigue es el de convertir su obra en una gran
metáfora del mundo y de la vida. Y hay momentos en que parece que esto se
ha logrado, que alguien lo ha hecho -Cervantes, Proust, Joyce, Faulkner- y
que nadie más podrá hacerlo mejor, y eso produce un colapso completo en
las formas; pero, poco a poco, los polvos de la explosión que provoca
tienden a aplacarse, y aparecen los que buscan frenéticamente otras
salidas o nuevas formas, estilos, maneras de narrar, puntos de vista
diferentes. Por
ejemplo, la narrativa oral, que era la de Jesús y sus discípulos, o la
de Homero (o los hombres que así llamamos), en la actualidad tiende a
desaparecer por obra de la alfabetización, o ha ido muriendo
paulatinamente con el transcurso de la escritura.
Hoy son escasos los que narran hablando, vamos perdiendo ese don;
incluso vamos perdiendo la noción del pasado. La oralidad y el pasado se
recluyen, para morir, en la honda provincia, ya que los medios masivos de
comunicación, sobre todo la TV, convierten en arcaico hasta lo real-real,
que parece pasado de moda, o inverosímil. Y
sin embargo, la provincia -no me refiero aquí sólo a aquellos lugares
alejados de lo urbano central, sino a un estado del sentimiento y la
memoria de cada individuo, que puede alojarse incluso de cierta manera, en
un barrio metropolitano es el verdadero mundo del artista. Que
nadie vea en lo que digo un repudio olímpico de la ciencia. Sería
insensato y extravagante, por anacrónico, estar en contra de la ciencia o
de la tecnología, pero sí de su afán imperial, de su pretensión de que
a través de ellas se explica la vida; porque sólo el arte hace
inteligible la aventura y los sueños del hombre, y nuestros sueños son
inagotables, no como postulaba Nizan, que sólo estaremos condenados a soñar
mientras no seamos completos y libres. El
fin, la finalidad, la ilusión de la literatura, no es explicar nada, sino
hacernos mejores, más dignos conmoviendo. Esto
no es el cometido de la ciencia. Newton ha explicado el arco iris; esto ha
sido útil, pero no creo que
haya conmovido a nadie. El arte no es una visión vicaria, sino la esencia
que es la mirada, y que a su vez penetramos con la mirada. Es también la
más comprometida propuesta del conocimiento. El punto de partida y la
resurrección de lo que está en el fondo, o más allá de lo meramente
aparencial. El
arte, la literatura, nada tienen que ver con la economía, la cartografía,
las estadísticas. No es oficio del poeta llevar los asientos contables de
los ejemplares de su obra vendidos. Tampoco el de convencer, ni siquiera
el de agradar. Por ello, el fenómeno del marketing es una verdadera
amenaza, y para resistir ese ominoso canto debemos esforzarnos como
Ulises. Un
político trabaja y se relaciona con la gente, se sirve de las multitudes
y recíprocamente. Un escritor trabaja con fantasmas; la novela no es más
que poner en escena a los fantasmas; el escritor -el artista- se engendra
a sí mismo, inventa las cifras de su origen, e incluso crea su
autobiografía, como una satisfacción enigmática. Si
acaso un artista se parece a alguien, es a Dios. Pero Dios
es una metáfora desmesurada. Mejor sería poner que el arte es el único
ámbito de Dios. La eternidad y un instante son semejantes o iguales; de
allí que Meister Eckhart decía: "El ojo con el que veo a Dios es el
mismo con el que Él puede verme". El
artista, el hombre olvidado que dedicó su vida a desvelar el tímpano de
Autun, intuía que debía crear lo que creaba para que estuviese allí
durante siglos. Su afán -su pasión- es igual o equivalente al de los
innominados artesanos que en Tilcara crean hoy, durante Semana Santa, las
imágenes del Calvario con pétalos y corolas, cuya vida será tan efímera
como las mismas flores. La
historia por definición lleva en sí la muerte. El arte, siendo más
inocente, es más ambicioso puesto que, siempre, es una propuesta de
eternidad, un loco, insensato, desafío a la nada. Por lo demás, como decía Chandler, todos los escritores estamos locos en alguna medida. La nuestra es una vida dura y solitaria en la que uno nunca está seguro de nada. He tratado de escribir desde donde vivo y esto, en un país en el cual ha tendido a imperar una metrópoli subcolonial, creo que es un intento válido y un consuelo. Cada escritor debe tener su propio cosmos, o su propia parcela, y allí se moverá como un pez en el agua, sin importarle que ésta sea lóbrega o cristalina. Lo que vale en todo caso es la cosmovisión a la cual un escritor nunca podrá renunciar sin desnaturalizarse, porque un escritor continuará escribiendo mientras sienta que tenía algo que decir, aun con las ilusiones perdidas, ya que ha apostado a una sola carta. En eso residen sus límites, pero también, quizá, su grandeza.
|
Boletín
Literario
Centro de literatura boliviana
Centro pedagógico y cultural Simón I. Patiño
Marzo,
2005
Año 3, número 6-7 Edición Especial
Ir a índice de ensayo |
Ir a índice de Tizón, Héctor |
Ir a página inicio |
Ir a índice de autores |