El señor Preble se libra de su esposa
James Thurber

EL SEÑOR PREBLE, procurador de Scarsdale, era un hombre de edad madura, bastante regordete. Tenía la costumbre de pedir a su dactilógrafa que saliese con él, cosa de risa. "¿Y si nos fuéramos los dos?", preguntaba cuando terminaba de dictar una carta. "De acuerdo", respondía ella. Un lunes por la tarde en que llovía a cántaros el señor Preble hizo la pregunta en un tono más serio que de costumbre.

—¿Y si nos fuéramos los dos? —preguntó el señor Preble.

—De acuerdo —contestó la dactilógrafa.

—Mi esposa se alegraría de librarse de mí —dijo.

—¿Estaría dispuesta a divorciarse? —preguntó la dactilógrafa.

—No lo creo.

La dactilógrafa se echó a reír.

—Sería necesario que se desembarazase de su esposa —dijo.

Esa noche, durante la comida, el señor Preble guardó silencio, contra su costumbre. Media hora después de haber tomado su café dijo, sin levantar los ojos del diario:

—¿Y si bajáramos al sótano?

—¿Para qué? —contestó su esposa, sin levantar los ojos de su libro.

—¡Qué sé yo! Ya no bajamos al sótano como antes.

—Por lo que yo recuerdo, nunca hemos bajado al sótano. Y podría vivir tranquila el resto de mi vida sin bajar al sótano.

El señor Preble guardó silencio durante varios minutos.

—¿Y si te dijera que lo deseo mucho? —preguntó luego.

—¿Pero qué te pasa? Hace frío en el sótano, y no tenemos absolutamente nada que hacer allí.

—Podríamos recoger trozos de carbón. Podríamos inventar un juego cualquiera con los trozos de carbón.

—No quiero. Además, estoy leyendo.

—Oíme —dijo el señor Preble, mientras se levantaba y se ponía a dar vueltas por la habitación—, ¿por qué te negás a bajar al sótano? Allí podrías leer igualmente bien, si es eso lo que te atormenta.

—No hay luz suficiente, y de ningún modo bajaré al sótano. Será mejor que hagas lo que te parezca.

—¡Qué terca sos! —exclamó el señor Preble, y dio una patada en la alfombra—. Las esposas de los otros bajan al sótano. ¿Por qué no querés hacer nunca lo que te pido? Vuelvo del estudio completamente cansado, ¡y vos no querés siquiera bajar al sótano conmigo! Por Dios, no está lejos, no es como si te pidiera que fueses al cine o a algún lugar parecido.

—No quiero ir al sótano, ¿está claro?

—¡Bueno, está bien, está bien! —dijo, y tomó otra vez su diario—. Sin embargo, me hubiera gustado que me dejases hablar. Tengo que decirte otra cosa a propósito del sótano. Es una especie de... es una sorpresa.

—¿Querés terminar de machacarme los oídos con esa historia? —pidió la señora Preble.

—Oíme —dijo el señor Preble levantándose de un salto—. Es mejor que te diga la verdad en vez de andar con vueltas. Quiero desembarazarme de vos para casarme con mi dactilógrafa. ¿Tenés algo que decir al respecto? Es algo de todos los días. El amor es una cosa incontrolable...

—No sé cuántas veces hemos discutido sobre eso. No voy a empezar de nuevo.

—Simplemente quería hacerte saber cómo están las cosas. Pero vos siempre tomas al pie de la letra lo que se te dice. ¡Dios mío! ¿En serio creías que tenía la intención de bajar al sótano y de inventar un juego idiota con trozos de carbón?

—No he creído eso ni un segundo. Desde el comienzo me di cuenta que querías que yo bajara al sótano para enterrarme allí.

—Ahora decís eso, después que te lo dije yo. Pero no se te hubiera ocurrido si yo no te lo hubiera dicho.

—No me lo dijiste; soy yo quien te lo hizo decir. Además, siempre sé de antemano lo que tenés en la cabeza.

—Nunca tenés la menor idea de lo que pienso.

—¿En serio? Mira, entendí que querías enterrarme en el sótano en el mismo instante en que llegaste esta noche.

Y la señora Preble fijó en su marido una mirada inflamada.

—Esa es una exageración pura y simple —dijo el señor Preble, muy contrariado—. No sabías nada de nada. En realidad, se me ocurrió la idea hace unos minutos.

—Tenías esa idea en el fondo de tu cabeza. Supongo que es esa secretaria tuya quien la fomentó.

—No sirve que te pongas en sarcástica. Ella no sabe nada de todo esto. No interviene para nada. Yo tenía la intención de decirle que habías salido para ver a unos amigos y que te habías caído por un precipicio. Lo que ella quiere es que me divorcie.

—Pero por favor, no me hagas reír. La verdad es que deseo que me entierres, pero nunca aceptaré el divorcio.

—¡Y ella lo sabe! Se lo he dicho. Quiero decir que... le he dicho que nunca querrás divorciarte.

—Tendrías que haberle dicho que querés enterrarme.

—Eso es falso —dijo el señor Preble con mucha dignidad—. Este asunto queda entre vos y yo. Tenía el propósito de no decirle una palabra a nadie.

—¡Por favor! Se lo dirías a todo el mundo. Es inútil que trates de engañarme. Te conozco.

El señor Preble aspiró varias veces su cigarro.

—Ojalá ya estuvieras enterrada y asunto arreglado —dijo.

—Pobre loco, ¿nunca pensaste en que te llevarían preso? Es lo que pasa siempre: te llevan preso. ¿Por qué no vas a acostarte en vez de armar tanto lío por nada?

—No voy a ir a acostarme. Voy a enterrarte en el sótano. La decisión está tomada. No sé cómo podría decírtelo más claro.

—Oíme —y la señora Preble tiró su libro al suelo—. ¿Te callarás de una vez si bajo al sótano? ¿Tendré al fin un poco de tranquilidad si bajo al sótano? ¿Me dejarás en paz si bajo al sótano?

—Sí, pero con esa actitud lo echas todo a perder.

—Por supuesto, por supuesto, lo echo todo a perder. Me interrumpís la lectura en la mitad de un capítulo. Nunca sabré cómo termina la novela, pero a vos no te importa nada, ¿no?

—¿Acaso fui yo quien te obligó a comenzar ese libro? —preguntó el señor Preble y abrió la puerta del sótano—. Vamos, vos primero.

—¡Brrr! —exclamó la señora Preble mientras comenzaba a bajar las escaleras—. ¡Qué frío hace ahí adentro! ¡Sólo a vos se te e puede ocurrir una idea así en esta época del a año! Otro marido hubiera enterrado a su mujer en verano.

—Estas cosas no se pueden hacer exactamente cuando uno quiere. Yo no me enamoré de esa muchacha hasta fines del otoño.

—Cualquiera que no fueras vos se las habría arreglado para enamorarse de ella mucho tiempo antes. Hace años que trabaja con vos. ¿Para qué dejar siempre que los otros hombres se adelanten? ¡Por Dios, qué sucio está esto! ¿Qué tenés en la mano?

—Estaba a punto de golpearte el cráneo con esta pala.

—¿En serio? Entonces quilate esa idea de la cabeza. ¿O es que querés dejar un indicio gigante en medio del sótano, para que el primer detective que asome la nariz lo descubra en un periquete? Hacéme el favor, andá a la calle y búscale un pedazo de hierro o algo así, algo que no sea tuyo.

—Está bien, pero no habrá pedazos de hierro en la calle. Las mujeres se imaginan que se encuentran pedazos de hierro en cualquier parte.

-Si buscas bien encontrarás uno. Y no demores mucho. Y que no se le ocurra entrar en la cigarrería. No voy a pasar toda la noche helándome en este sótano.

—Está bien —dijo el señor Preble—, me apuraré.

—¡Y cerrá bien la puerta! —le gritó ella cuando él salía—. ¿Dónde te educaron? ¿En una caballeriza? 

James Thurber
El País Cultural Nº 562
11 de agosto de 2000
 

Ir a índice de América

Ir a índice de Thurber, James

Ir a página inicio

Ir a mapa del sitio