Baudelaire o el
comediante papal
Charles Baudelaire - Foto Paul Nadar |
Escasamente conocido todavía hoy, Pobre Bélgica es un crispado cuaderno de apuntes que, con vistas a un futuro libro, Charles Baudelaire escribió durante los dos años que pasó en territorio belga, poco antes de su muerte. En traducción de Luis Echávarri revisada por Américo Cristófalo y Hugo Savino, autores también del ensayo introductorio y las abundantes notas, Losada lo publica por primera vez en español. En 1859, Baudelaire escribió en Mi corazón al desnudo: “De niño, quería ser unas veces Papa, pero papa militar; otras, comediante. Goces que me producían estas dos alucinaciones”. En sus escritos sobre Bélgica, hacia 1864, recopilados en la reciente edición de Losada, este estado alucinatorio tiende a ser literal y el poeta llevará a cabo una pequeña guerra de religión como comediante papal. Cuando la guerra de religión pasa a primer término sustituyendo a la política la consecuencia es el fascismo o el fundamentalismo. Pero aquí no se trata de ninguna cruzada sino de la aventura de un sujeto singular. Baudelaire descubre una modernidad acelerada y con ella la imposibilidad de alegorías: Bélgica asoma como futuro en bruto, menos como la tierra de los ciegos de Brueghel que como una sociedad de pájaros de ojos amputados. La caracterización de los pobres, las viejas y los niños, que en la mayoría de las culturas aparecen como incontaminados, constituye una de las conclusiones más terribles del libro, porque confirma que el otro no puede aparecer como prójimo: “La miseria, que en todos los países conmueve tan fácilmente el corazón del filósofo, no puede aquí más que inspirarle la repugnancia más irresistible... ¡tan marcada por la bajeza y el vicio incurable está la cara del pobre!... La infancia, linda en casi todas partes, es horrible, tiñosa, sarnosa, mugrienta y merdosa. La anciana misma, el ser sin sexo que en todas partes tiene el gran mérito de conmover la mente sin inmutar los sentidos, conserva aquí en su rostro toda la fealdad y toda la necedad con que fue marcada la niña en el vientre materno. No inspira, en consecuencia, cortesía, respeto ni ternura”. Ante el sopor belga, Baudelaire no puede generar una alegoría, desterrada, ridícula y sublime, de esta revelación, como lo había hecho en el poema “El cisne”, donde el ave-emblema que escapa de la jaula da lugar a un pasaje de la cautividad al exilio final. El poema trivializa magistralmente los emblemas clásicos y el lugar de lo adánico en la tierra, donde el cisne alude a la ciudad remodelada, es decir, destruida, a Victor Hugo u Ovidio, políticamente exilados, o al mismo poeta que asiste a la asincronía entre el spleen -la bilis negra de lo real- y el ideal cada vez más inalcanzable. Tampoco puede reencontrar las marcas enigmáticas del mal dosificadas por el tiempo de sus poemas “Los siete viejos” o “Las viejecitas”. El giro tout á coup -“de pronto surgió ante mí un anciano cuyos amarillentos harapos...”-, que anticipa para el paseante un encuentro imprevisible -con el cisne, con viejos o viejas, con la desconocida o el atardecer-, le está ahora vedado en su música, como si en Bruselas no hubiera posibilidad de resonancia y la parálisis hubiera alcanzado a la gramática. El crítico más influyente de la época, Sainte-Beuve, consideró a los Paraísos (1851) una obra de mayor envergadura que Las Flores del Mal (1857), a las que Baudelaire agrega poemas como “El Viaje” cuatro años después. Pero su libro sobre Bélgica ha sufrido algo peor que el desatino: la desaparición, que hizo que los lectores contemporáneos de Baudelaire -hablo de Verlaine o Mallarmé- no pudieran conocerlo. De la historia de sus ediciones dicen algo Cristófalo y Savino, que además agregan abundantes notas, las que de hecho constituyen un viaje por las referencias de Baudelaire, además de añadir poemas no traducidos sobre Bélgica. Ejemplos: cuando Baudelaire llama a Rubens “granuja vestido de raso”, las notas nos recuerdan el tratamiento elogioso que el pintor había recibido en el poema “Los faros”, o cuando se refiere a Namur se nos aclara que ahí existió una antigua sociedad, los pinzoneros, que ejercían la práctica de arrancarles los ojos a esos pájaros con el pretexto de que así cantaban mejor. Bélgica deshabillé -título original, que alude a un país sorprendido en paños menores- no fue escrito para ser editado en sentido contractual sino como réplica a la imposibilidad de publicar, que fue, además de dar conferencias y mantenerse lejos de los acreedores, el motivo de su viaje, y éste es un elemento importante en la rescisión del contrato social. Es diferente no sólo a su obra sino exterior a un siglo y constituye uno de los textos más contundentes por parte de quien leía Tartufo de Moliére como un panfleto. Después de Sainte-Beuve -que terminó siendo senador- hubo un Paul Valéry que leyó su obra como la aplicación de las teorías de Poe, y luego vinieron la torpeza surrealista y la voluntad sartreana de querer disolver el talento en cuestiones de conciencia, que influye en las interpretaciones a partir de los sesenta. Habría que hacer la historia de las lecturas de Baudelaire, que no pocas veces han coincidido con la apertura de un proceso. Hoy la orden del clero mediático es no pensar demasiado, no formular ningún problema intelectual; Mithos y Thanatos la emprenden contra Eros y Lo-gos, y lo de Sartre, en comparación, suena a osadía. Las lecturas de Georges Bataille y Walter Benjamin se han negado a darle una solución. Este último nos dice que no hay que tomar demasiado en serio el satanismo de Baudelaire. ¿Por qué no hacerlo? Leamos “Les Litanies de Satan”, donde el poeta le ruega al demonio que se apiade de él: “Pére adoptif de ceux qu’en sa noire colére/ Du paradis terrestre a chassés Dieu le Pére / Oh Satan, prends pieté de ma longue misére!”. El demonio en las letanías ya suena a evocación, como cosa del pasado: mi hipótesis es que el demonio murió de aburrimiento, acaso refugiado en una iglesia, por la devaluación de la mercancía alma que era su preciado objeto de caída y desvelo. O tal vez el demonio fue asesinado, como escribió Stevens, o fue un blanco entre otros de ese ejército que en El Porvenir de la Ciencia Renán anuncia que marcha invencible a la conquista de lo perfecto. Ese ejército del progreso no tiene en la Bruselas de Baudelaire, a diferencia de París, ninguna resistencia. El problema no es la muerte misma del demonio -que existió en tanto encamaba en los cuerpos- sino su resurrección no teológica: la que da lugar a ese puritanismo exacerbado que es el nazismo, y que derivó en el tópico de la banalidad del mal, comentado en el prólogo de Cristófalo y Savino: “El hombre del progreso convertido en difamador. El artista bien informado, el que sabe cotizar. La rabiosa religión de la lámpara de gas que recae en ilusión, en mito y que encima cree haber alcanzado la cima de lo antirreligioso”. Bélgica es una tierra donde no florecen las flores del mal. Está lejos de Jeanne Duval, la negra alcohólica, que siempre reaparece como obsesión única entre las otras mujeres, que no sólo engaña a Baudelaire y lo considera un fracasado sino que no valora su obra en lo más mínimo, haciendo eco con el director del diario que le corrige los versos y los académicos que le temen o se burlan de él. La poesía que considera verdadera es desechada en Francia y lo expresa a su amigo Leconte de L’Isle: “todos los elegiacos son canallas”. Tal vez pensaba en la vulgaridad de Jeanne cuando escribió: “La mujer es lo contrario del dandy. Por lo tanto, ella debe producirle horror. La mujer es natural, es decir, abominable”. Eso contrasta con cartas de amor a diversas musas que aparecen. En Bélgica, tampoco está Ancelle, “la llaga de mi vida”, el notario que retiene sus fondos y cuyas preguntas -“¿Quiere usted a su madre? ¿Cree usted en Dios? Hay un Dios, ¿no es verdad?”- le causan ataques de nervios. Está ante pequeños burgueses como Ancelle, que “conoce tanto de literatura como un elefante de bailar boleros”, pero en un estado terminal que hace imposible agredirlos. Sus peleas anteriores son imposibles en un país donde no tiene relevancia el principio de Arlequín, o de la uniformidad de Leibniz enunciado por el personaje de comedia: todo es como aquí en todas las cosas. Nada, comprueba Baudelaire, es como aquí, pero está en vías de serlo. Es un lugar de cultivo para el ideal humanitario de un Victor Hugo y el ocultismo de un Alan Kardec. Siempre ha sido así, hasta la New Age: cierto progresismo ha sido complementario de ocultistas y espiritistas. Este lugar tan de excepción por su necedad está a punto de convertirse en medida y esto -la idea de que el mundo será belga- es lo que fascina a Baudelaire hasta hacerlo retornar a Namur para terminar su libro. Ahí se vuelve afásico y sufre un ataque de apoplejía fatal. La sensibilidad de Baudelaire es antipuritana y antigótica. Lo advertimos en su repugnancia por Brujas (“Ciudad fantasma, ciudad momia, más o menos conservada. Huele a muerte, Edad Media, Ve-necia en negro, los espectros rutinarios y las tumbas”), en su recurrente caracterización de las iglesias, en la afirmación de lo jesuítico, especialmente en Amberes, ciudad que le encanta. En Sade la naturaleza no puede satisfacerse sino en su propia destrucción. Flaubert piensa que para destruirla hay previamente que exaltarla. En los cuadernos, Flaubert reconoce que Sade representa “la última palabra del catolicismo” en tanto responde al “espíritu de inquisición, al espíritu de tortura de la Iglesia de la Edad Media, el horror de la naturaleza, ¿han observado que no hay ni un animal ni un árbol en Sade? El goce y el horror de la naturaleza le parecen tan íntimamente ligados que uno supone fatalmente el otro”. En La leyenda de San Julián el hospitalario, Flaubert retoma la vena sádica de la leyenda medieval. Julián comprueba en su frenesí contra las cosas que ellas no pueden destruirse infinitamente cuando por error mata a su madre y a su padre, cumpliendo una profecía: el héroe de la crueldad tiene que destruirse a sí mismo y esto coincide con la santidad de un heroísmo premoderno que no distingue al protagonista de un sonámbulo que sin embargo anuncia un posterior malestar. El héroe premoderno se enfrenta a la ley o reconcilia con Dios, pero el héroe moderno se extravía en un laberinto de controles y de normas. Balzac ya compadecía a las mujeres que querían tejer sus historias amorosas. Esto le resulta imposible en una civilización que hace consignar la entrada y salida de carruajes, cuenta las cartas y pronto tendrá el país “catastrado hasta en su mínima parcela”. Es Benjamín, en su análisis del héroe moderno, quien examina la red de controles que se acentúa con la revolución y va coartando cada vez más la vida burguesa. Afirma que en los barrios proletarios hubo resistencia a que se numeraran las casas. Baudelaire -escribe Benjamín- se hallaba perjudicado como un criminal cualquiera por ese empeño. París ya no es la patria del fláneur y en pocos años tiene catorce direcciones: no trataba sólo de escapar de los acreedores. El vagabundeo acontece en el resguardo de la multitud donde nadie está del todo claro para el otro ni nadie es al mismo tiempo del todo impenetrable. Haussmann es el “urbanista” que termina con las barricadas: la arquitectura responde a la mirada del jefe de policía. La anchura de las calles establece el camino más corto entre los cuarteles y los barrios obreros. Benjamín se refiere a la experiencia belga de Baudelaire en las Iluminaciones-. “No hay escaparates en las tiendas. El callejeo, tan grato a los pueblos dotados de imaginación, es imposible en Bruselas. No hay nada que ver y los caminos son imposibles. Baudelaire amaba la soledad, pero la quería en la multitud”. En los Paraísos leemos la confesión siguiente: “Por regla general, los pocos individuos que me han resultado antipáticos en este mundo eran personas que tenían una posición económica próspera y gozaban de buena reputación. Por el contrario, recuerdo a todos los sinvergüenzas que he conocido, que no han sido pocos, con agrado y con ternura”. En Bruselas, lejos de los simpáticos personajes de la bohemia -su editor extravagante, Poulet-Malassis que termina más arruinado que él o el admirado aguafuertista Meryon al que intenta ayudar en vano-, tropieza con el perpetuo purgatorio de una decencia que es la fachada torpe de la impostura. A un belga -escribe- no puede ocurrírsele que el elogio de un hombre por otro sea desinteresado porque carece de la facultad de admirar. Tienen, en cambio, una profunda credulidad para la cual cualquier cosa puede ser objeto de culto. Nos habla de librepensadores que creen en los aparecidos, de los ejercicios de retórica militar que cuentan batallas imaginarias, del rey que echa al médico cuando lo alerta acerca de la muerte, de crímenes más atroces y estúpidos que en otras partes, mujeres que insultan si se les ofrecen flores, de su familiaridad y desprecio por el hombre célebre, de la venalidad de las costumbres electorales y lo barato que cuesta comprar bancas en la cámara de diputados a diferencia de otros países: “Esta gente sólo piensa en montón. Relatáis una anécdota cómica: ¡os miran con ojos tristes y aire afligido! Os burláis de ellos, ¡se sienten halagados y creen que los felicitan! Curiosidad por los asuntos ajenos. Goce con las desdichas del otro. Un obrero francés es un príncipe en comparación con un aristócrata belga. La pobreza es una gran deshonra. Barbarie de los juegos infantiles. Pájaros atados de una pata a un palo. No estar conforme es un gran delito. Nada de latín ni de griego. Nada de filosofía. Nada de poesía. Estudios profesionales. Educación para hacer ingenieros o banqueros”. Baudelaire se declara espía, parricida y pederasta. Por esa confesión, sus anfitriones concluyen que Wagner también debía de serlo. Detalla una cultura sordamente in-fantilizada, donde la renuencia a la muerte y el desconocimiento del crimen son signos de una progresiva imbecilidad: “Las personas que llaman a Booth criminal son las mismas que adoran a la Corday”. Arthur Power dijo que a Joyce le fascinaban los pubs que rodeaban la Christ Church porque le recordaban las “tabernas medievales en que se codean lo sagrado y lo obsceno”. Baudelaire, en cambio, se encuentra ante una arquitectura donde hay jarrones de flores en los frontones y caballos sobre los tejados: es lo que denomina estilo juguete. Son tiempos sombríos para el libertinaje. Reina la moral de las nuevas inquisiciones colectivas. Baudelaire se declara incompetente con las belgas. Es el gótico el que torna a las jóvenes y bellas en doncellas ya viejas. El mal en la tradición gótica es afantasmado, nunca hecho a sabiendas. Nada evoca a esa mujer, la prostituta de su poema “Alegoría” sobre el que giran todas Las flores del mal. Las citas que hace de la prensa belga permiten inferir a lo que se enfrenta: “Los hombres son solidarios, deben unirse en el gran principio de la mutualidad y rechazar cualquier idea extrahumana que no tiene fundamento en parte alguna. ¡Guerra a Dios! ¡El progreso consiste en eso!” De toda la política sólo entiendo una cosa: la revuelta”, escribió Flaubert, expresando en prosa lo que en Baudelaire, blandiendo un arma en una esquina de París, era grito: ¡abajo el general Au-pick! Ese espíritu de bohemia coexistía con lo que Marx llamaba conspiradores profesionales “que dedican su actividad a la conjura y viven de ella”. Nada de eso es posible en Bélgica: “Nunca he comprendido tan bien como al verla la necesidad absoluta de convicciones. Añadamos que cuando se les habla de revolución seriamente se espantan. Viejas doncellas virtuosas. Por mi parte, cuando consiento en ser republicano, hago el mal a sabiendas. ¡Sí! ¡Viva la Revolución! ¡Siempre a pesar de todo! ¡Pero no me engaño, nunca me engañé! Digo: ¡viva la Revolución! como diría ¡viva la destrucción!, ¡viva la expiación!, ¡viva el castigo!, ¡viva la Muerte! No sólo me alegraría de ser víctima, sino que no aborrecería ser verdugo, para sentir la Revolución de dos maneras!” Las convicciones son las que lo aproximan al dogma de la iglesia, a la encíclica de 1864 y al Syllabus de Pío Di, donde se condena al socialismo, al liberalismo y a los nuevos cultos. Baudelaire no es un reaccionario ultramontano, en el sentido de un Joseph de Maistre, sino un sujeto moderno y por lo tanto complejo. Como si el rechazo de esas nuevas devociones lo llevara a afirmarse en el dogma y eso tuviera que ver con la posibilidad misma del sujeto, incluso de la sonrisa: “La sonrisa es prácticamente imposible. Los músculos de sus rostros no son lo bastante flexibles para prestarse a ese movimiento suave”. Como demostración, aparecen en las citas los diarios belgas, los discursos parlamentarios, los entierros patéticos y desopilantes. Hay que detenerse en “La renegación de San Pedro”, poema donde se prueba que hay que renegar -o blasfemar- bien: el otro, Dios o el diablo, como diría Arlt, no dejan de responder a esa resonancia. En Bélgica la blasfemia, la invectiva y la invocación se vuelven tan super-fluas como el spleen o la poesía. En Bélgica el discurso del Bien -donde el mal es la diferencia, la singularidad, el arte- poco tiene que ver con la definición de Baudelaire del bien como un arte. La doxa belga no es ajena a un estado productor de ficción que reproduce el suicidio de las instituciones republicanas. Baudelaire no podrá ver con sus ojos la caída del Segundo Imperio tras la vergonzante capitulación francesa en Sedán en 1870. El affaire Dreyfus está en el horizonte. Leemos en el Brumario de Marx: “Cuando los puritanos se quejaban en el concilio de Constanza de la vida licenciosa de los Papas... tronaba contra ellos el cardenal Pierre d’Aille: sólo el diablo en persona puede salvar a la Iglesia católica y vosotros reclamáis ángeles”. La burguesía francesa no dice exactamente eso. Menos todavía Bélgica: un país donde la lucha de clases es sustituida por la de los lugares y donde la abdicación del individuo es total. No se trata de la clásica burguesía francesa a la que apuntan utopistas y conspiradores que de pronto se reflejan en el trapero o el poeta. No es descabellado argumentar que todo lo que va a acontecer en el siglo XX, desde las carnicerías de la primera guerra hasta los campos de concentración, sin olvidar la Cheka de Lenin y el genocidio de Mao en el Tíbet, la tortura refinada de los estados modernos, la inminencia mortífera de una lengua única, la postulación de seres correctamente genéticos, subyacen en germen en los hábitos de estos avanzados muertos-vi vientes. También que la aldea planetaria, con su lógica implícita -a mayor globalización, mayor segregación- está en la Bélgica de fines del siglo XIX en pequeña escala. La burguesía se presenta en un estado terminal que no tiene opositores que no sean su reflejo. Pobre Bélgica es el testamento de Baudelaire, un libro político que nos dice que la poesía es posible, sólo que su exigencia nace de la imposibilidad misma de la alegoría en una modernidad cuyas dos caras son la subjetivación y la racionalización, que Baudelaire, lejos de hallar una solución, vive en carne propia desde un lugar asocial. Algunos no pasarán por alto que en muchas frases del libro se puede sustituir belga por argentino sin forzar analogías. |
por Luis Thonis
Publicado, originalmente, en: Diario de Poesía Año 14. Nº 57. Abril 2001
Link del texto: https://ahira.com.ar/ejemplares/diario-de-poesia-n-57/
Gentileza de Archivo Histórico de Revistas Argentinas
Ahira. Archivo Histórico de Revistas Argentinas es un proyecto que agrupa a investigadores de letras, historia y ciencias de la comunicación,
que estudia la historia de las revistas argentinas en el siglo veinte
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Editor de Letras Uruguay: Carlos Echinope Arce
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