Pocas veces la vi tan movediza y alegre, digo movediza pues expresaba su estado de satisfacción con la vida con movimientos de aquí para allá, mostrando caudales de energía de vida insuflada desde su sonrisa: amplia y roja.
Esa mañana yo la seguía por la casa, por el patio, por el aire, tratando de pescar por qué mi mamá estaba tan, tan feliz. Sus pelos, con ondas largas y negras, se elevaban entre sus cortos y rápidos movimientos; recuerdo que fuimos al kiosco de la mano y fue ahí que la escuché decir profundamente alegre, aliviada:
-Se fue, vio doña Virginia se fue.
Le pregunté mientras cruzábamos la calle ya de vuelta para casa, quién se había ido; tarea inútil la mía pues otra característica de estos súbitos ataques de alegría era la imposibilidad de mi madre de dejar de moverse y de escuchar a la vez, parecía estar oyendo algo casi celestial que la hacía tremendamente feliz y nada ni nadie la iba a interrumpir.
Entramos a nuestro enorme pasillo amarillo, un remolino de vecinos la escucho a mi madre esta vez decir:
-Sí, sí cayó, el hijo de puta cayó- el murmullo que nos rodeaba cesó y un estado de confusión se instaló en mi fantasía.
Con nueve años recién cumplidos no podía comprender que tenía que hacer esta mala palabra en el medio de tanta felicidad. La miré mucho, casi le observé cada poro de su cutis envuelto en la Pons C, me perfumaban sus besos con ese olor; pero no, no podía desentrañar el motivo de tamaña alegría contra un hijo de puta, como lo llamaba mi mami.
Como yo era tan testadura como optimista continué preguntándole: sabía que no me escuchaba, que no me iba a responder; pero esa mañana sí que tenía asombros para todos; de pronto pronunció un nombre entre escobas, baldes y bolsas de compras de las vecinas que se fueron juntando para el patio de mis recuerdos:
-Cayó Onganía Doña Ángela, ¿Escuchó la radio?- su voz sonriente, rebotando entre las lajas de las paredes, todo un brillo que no me encandiló.
Avanzada ya la mañana, el sol de ese flamante otoño nos entibiaba, estuvimos solas bastante rato, ella escurría la ropa frente a la pileta y yo hacía dibujos con el agua aplastada en las baldosas; necesitaba respuestas y le pregunté:
-Onganía, quién es Onganía? ¿Qué hizo ma, qué hizo?- Con la felicidad hasta los dientes me contestó
-Ja! Una basura- yo no entendía, ella seguía sin responderme; arremetí con claridad:
-¿Qué hizo ma, qué hizo?, ¿Vos dijiste hijo de puta?
Su mirada se nubló con un velo de venganza cuando al fin escuché una respuesta:
-Se comía todo el queso- enmudeció hasta que terminó de colgar las sábanas.
Recuerdo que esa tarde, a la hora de la obligada siesta, mi mente fue asaltada: imaginaba ratas en la oscuridad comiendo, desmayando sonrisas, devorando pedazos de quesos, hormas de queso tan grandes y tan difíciles de comprar.
Por suerte me contestó y supe, lo juro para siempre, quiénes eran los hijos de puta.
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