Sabor a algarrobo |
El
día había amanecido soleado, Felipa sonríe porque celebra en su
interior la generosidad de la naturaleza. El Yanmana estaba comenzando, ella está sentada en la enramada con
otras dos compañeras. Están alegremente adornadas para la ocasión, por
primera vez ella vite una pollera más larga como las que llevan las
mujeres de la tribu. Con esta fiesta deja de ser niña. Las mujeres bailan
solas, cada una sosteniendo una caña larga, una tacuara con un mazo de
pezuñas de venado atada a la punta. Golpean éstos en la tierra, marcando
un sonido fuerte y discordante al compás de un canto. Las mujeres forman
un círculo y mantienen un paso regular al moverse. Una anciana en el
centro hace sonar su caña y coordina su paso a la de las demás, cantando
con ellas con una voz más alta. Realiza extraña contorsiones del cuerpo,
fingiendo arrancarse el cabello. Los varones también forman círculos,
cada uno sosteniendo un porongo lleno de semillas y conchas pequeñas, que
hacen sonar con un movimiento mecedor, uniforme, siempre cantando. Los niños
vestidos con plumas de ñandú, llevan máscaras que simulan a los malos
espíritus y corren uno detrás del otro; entrando y saliendo de la
muchedumbre, haciendo sonar los mazos de pezuñas y de vez en cuando
profiriendo gritos agudos y prolongados. Cuando se acercan a Felipa y sus
compañeras, las mujeres se alejan. Luego recuerda su unión con José,
durante la fiesta él simuló que la raptaba y se alejaron corriendo de la
aldea, perseguidos por un grupo de jóvenes varones que lograron
capturarlos. De regresó fingiendo
cansancio fueron mojados en agua para refrescarlos. Que les derramaran el
agua también los purificaba. Ella había tenido el privilegio de
participar de estas fiestas entre los lenguas porque conoció a otros jóvenes
mayores de veinticinco años que no habían oído hablar de ellas, en su
juventud. Generalmente
las fiestas se realizaban a la noche debido al calor excesivo, comenzaban
a la puesta del sol. Las vestimentas siempre armonizan con las sombras de
la noche y el evento se realza con la luz de las fogatas y de la luna.
Probablemente el misterio de la fiesta se perdería con la luminosidad del
día. La comida se limitaba a batatas y zapallo asados
en las brasas o algo
de carne de oveja y venado. Felipa recordaba los momentos felices de su infancia cuando se bañaba en el charco cercano a la aldea. De noche se sentaban alrededor del fuego y los adultos conversaban fumando hasta la madrugada, mientras escuchaba relatos de aventuras y tradiciones o discutiendo sobre acontecimientos durante la caza. Luego enterraban las cenizas para evitar que el alma de algún muerto, las encontrara porque al sentir frío y no poder calentarse, se enojaría mucho y desparramaría las cenizas por todas partes. Esto ocurría cuando el fuego apagado pertenecía a un pariente del fallecido. Pero, lo qué más le gustaba de niña era la fruta de algarrobo. Soñaba comer y comer hasta saciarse. El recuerdo de la muerte de su madre todavía está fresco en su memoria. Una noche, frente a la fogata, quizá alguien mencionó donde ella murió o alguna circunstancia relacionada con ella. Uno de los presentes soñó que tenía sed y fue hasta el pozo a buscar agua y la vio en la noche, al fantasma de la madre de Felipa. Se despertó aterrorizado y se lo comunicó a los demás. Un anciano con su porongo y su canto intentó ahuyentar al fantasma. La conciencia intranquila de aquel hombre fue el detonante de su temor. El estaba metido en líos de amores y pensaba abandonar a su familia, mediante el sueño su alma se puso a vagar fuera del cuerpo, mientras soñaba había sido sentenciado a un castigo por su proceder incorrecto, estaba en el borde de un monte, pudo escapar y temblando de miedo, corrió a la aldea y se despertó. Para recobrar la tranquilidad tuvo que reconocer su falta ante la comunidad. Todos creían que los espíritus viajeros de los paraguayos muertos en la guerra chaqueña estaban en los montes y que cuando se encontraban con los indígenas permanecían ocultos, susurrando para no llamar la atención y luego incorporarse en los que habían entrado al bosque. Los sueños juegan un papel importante en la etnia, ella lo aprendió desde muy pequeña. Hasta cierto punto gobiernan las acciones de las personas. Ella creía que mientras dormía, su alma se separaba de su cuerpo, y salía por su pecho. Los Kilyikhama rondan y buscan la oportunidad de entrar en el cuerpo, en ausencia del alma, por eso para los Lenguas, soñar es un viaje arriesgado para el alma porque mientras vaga puede perderse en la satisfacción de sus deseos en plena libertad. El cuerpo es solo un instrumento en manos del alma, los sueños son una declaración de la voluntad de su alma. Felipa siempre soñaba más en aquello que ocupaba su mente. Muchas veces sus sueños eran confesiones de variadas impresiones que se habían grabado en su mente en diferentes momentos. La
vida no había sido fácil, tuvo dos hijos con José, un niño y una niña.
La aldea fue dispersada y pararon en una estancia, las condiciones de
trabajo eran miserables, pero, entre permanecer entre los barrotes de la
misión de los extranjeros y esa alternativa; ésta última
resultaba más llevadera. José y el niño fueron devorados por un
jaguareté, durante una cacería. De allí no paró de rodar kilómetros,
con su hija Erenia. Permaneció unos cuantos años en la casa de un
matrimonio menonita, donde trabajaba hasta prácticamente desfallecer. La
niña se convirtió en mujer. A veces soñaba, que estaba ante el cuerpo de su madre fallecida, estaba frente al toldo cubierto con hojas de junco. De pronto llegan dos hombres que retiran las hojas y la cubren con una manta nativa. La voltean boca abajo y colocan un palo sobre su espalda; le atan las manos a la altura de la nuca y lo mismo a nivel de los talones. Luego cargan al cuerpo sobre sus hombros y en cortejo se dirigen a un monte cercano donde cavan una fosa, la desatan y colocan en posición sentada mirando al oeste. Alguien dice unas palabras y lo que se inició a la puesta del sol, culmina antes de que se extinga el rojo del crepúsculo. Luego los familiares son aislados del resto del poblado, lloran durante la noche y les derraman agua caliente para purificarlos. En señal de duelo les pintaban la cara de negro y les cortaban los cabellos. Al mes terminado el duelo, se asistía a una fiesta. El amanecer se filtraba gris por las cortinas de la ventana mientras María soñaba con un paisaje agreste y caluroso. Cuando se despertó permaneció tranquila en el lecho con los brazos bajo la nuca e hizo un recuento. Su padre vivía fascinado por la antropología y los pueblos primitivos. A veces, ella pensaba que él con agrado cambiaría su oficina en la universidad de Hieldelberg y se mudaría a una aldea de indígenas. Su madre presurosa dejaría su puesto de maestra jardinera para acompañarlo como en anteriores ocasiones. Pensó en Jhon, pero sin querer. No entendía su manera de ver la vida por partes como si fuera el producto de un lirismo puro. Sabía que la serenidad que impregnaba su existencia era una máscara que ocultaba la sombra que la rondaba y aparecía en sus sueños. Más que un sueño se trataba de una pesadilla que presagiaba despertares quizá desagradables. Sabía que se encontraba en el umbral de un mundo de tinieblas, temiendo y suplicando por ese despertar que le devolvería una parte escondida de su ser. Cuando miró a Jhon percibió que él se encontraba en el sendero y que en cualquier momento traspasaría la puerta que lo llevaría a su verdad, y comprobaría si seguía siendo un niño inmigrante colombiano o se había convertido en un europeo. Entonces, ¿Cuál era la suya? ¿Dónde se encontraban sus respuestas? Sentía
una insólita tristeza, una sensación de pérdida como si hubiera sido víctima
de un robo o una estafa. Lentamente la calma la envolvía como la luz de
la luna. Fue a visitar a John, una tarde a principios de enero. Habían
pasado las fiestas de fin de año. Particularmente no le gustaban las
celebraciones convencionales porque a veces le parecía que en esas
fechas, una estaba más sola que nunca. Caía una lluvia densa y oscura.
Echó una mirada en la calle desierta buscando un taxi. Nada ni nadie.
Caminó sin ganas de encontrarlo. Cuando llegó, él la estaba esperando.
Habló de sus sueños. Existen varios tipos de sueños – dijo: el que me
persigue es el de un elefante gigante que quiere castigarme. Entonces,
ella le contó su sueño repetitivo, donde se veía con la cara pintada de
negro y el cabello cortado; después se despertaba y
la estaba abrazando una anciana indígena, entre el polvo y
el sollozo. El la interrumpió para decir que no le interesaban los
sueños que no estaban
relacionados con él. Regresó
a su casa y se comió una barra de chocolate que era la medicina de
Roswita, su madre, para el mal humor. Buscó en el armario las fotos de la
familia. Cuando se comió el chocolate
la habitación en penumbras giró sobre ella. Tomó un cuaderno
donde escribía sus sueños y lo leyó. Encontró un párrafo donde había
escrito sobre una fruta desconocida, parecida a una vaina y de sabor
dulce. Cuando se lo comentó a su padre, recordó al algarrobo; los indígenas
del Chaco paraguayo, consumen su vaina resecada como harina; la cual
si está fermentada es utilizada para preparar una bebida alcohólica;
los niños indígenas y mennonitas de la zona la saborean en forma de
fruta. Quizá la haya visto antes en las fotografías o
en los apuntes de trabajo de su padre. Silencio de invierno,
silencio de sueño. El cuarto estaba frío, subió la calefacción y se
durmió. El sueño fue tibio y una anciana indígena la sujetaba. La
abrazaba. Decía con voz susurrante: eres dulce como el algarrobo. Desde hace un tiempo, se despierta en ella, por las noches una agitación, casi una nostalgia por las alegrías abandonadas. Día a día siente que avanza hacia una meta implícita que hasta ahora no se lo había confesado a nadie. Resplandece como un punto luminoso en el cielo y aparece en sus sueños como las plantas, los montes, los ríos con una esencia diferente perteneciente a otra tierra y presagiada en el aire que respiraba. Las sombras de la noche ocultan un mensaje ineluctable. Roswita conocía a Erenia y la llevó a su casa para que reposara. Un médico obstetra del hospital materno infantil donde seguía el control del embarazo le había propuesto que tuviera a su niña en un centro privado, donde el parto por cesárea le sería exonerado. Todo a cambio de que le dejara a su hija recién nacida para que una pareja que no podía tener hijos la criara. Ella aceptó porque sabía que si regresaba con su madre, con una niña recién nacida, se negaría a aceptarla de vuelta. Regresó sola, cinco días después de haber tenido a la una niña, la llevaron en auto hasta la Terminal donde abordó el ómnibus que la llevó hasta Filadelfia; previamente había embarcado como encomienda una cama que Roswita le había regalado. Después de un tiempo, la contrataron para trabajar en el hospital de una aldea menonita. El caso de Erenia no había sido el único, entre la década de los ochenta a los noventa, en los diarios aparecían denuncias de hechos similares e inclusive se mencionaba del tráfico de niños, los rumores aludían a redes que lucraban con las adopciones internacionales ilegales. En 1995, las irregularidades en la tramitación de la adopción internacional motivaron que periodistas y especialistas en derechos del niño iniciaran una investigación profunda sobre esa realidad y la difusión de la misma. Paraguay
había ratificado la Convención de los derechos del niño, sin embargo el
Código civil vigente en ese tiempo no protegía a los niños y niñas en
su derecho a vivir con una familia y a crecer en su comunidad. Felipa comenzó a sentir los achaques de salud, tosía intensamente y presentaba fiebre en las tardecitas. Como no tenía contacto con el chamán de su etnia no le quedó otra alternativa que consultar en el dispensario. Tomaba unas cosas pequeñas que le habían dado allí, pero, como sabía que la enfermedad estaba alojada en su columna vertebral, sabía que no sanaría mientras que el médico de la etnia no se lo sacara. Decían que tenía tuberculosis. Cada día que pasaba sus carnes se adelgazaban y perdía fuerzas. Los blancos temían que les contagiara y la enviaron finalmente al hospital de Yalve Sanga (laguna
del armadillo) donde pasó sus últimos días a la sombra de un arbolito,
en completa soledad. Miraba a lo lejos y muy bajo entonaba una canción
que había aprendido cuando niña. Se le mezclaba la imagen de su hija
Erenia que casi nunca la
visitaba con la de su nieta María, a quién no conoció. Parecía que
estaba soñando, pero solo hurgaba en sus vivencias. Quizá el trance en
el que se encontraba le mostraba el escenario de la muerte; como una
manera de ponerla en aviso, acerca de su proximidad; le hubiera gustado
ver a su hija y conocer a su nieta, aunque sabía que ellas estaban lejos.
Como ya no distinguía las distancias, no podía precisar la lejanía que
las separaba de ellas. María recorría los caminos polvorientos del Chaco paraguayo como si los conociera desde siempre. Ella dejó la fría Europa para confrontarse con las sombras de sus sueños. Ahora se interroga sobre sí misma: ¿Quién soy, dónde estoy, qué papel juego en la realidad y en relación a mis orígenes. ¿Cómo me relaciono con los demás y con lo mío? El cuerpo desnutrido de Felipa fue enterrado en el cementerio local. María parada ante su tumba encuentra sus respuestas al comprobar que la identidad es el pacto que una hace con sus creencias, con el entorno y con el colectivo donde se encuentra con sus idénticos; eso constituye un ejercicio de seguridad al pensar, actuar e imaginar para ser definitivamente aceptada y trascender dentro de la escala de reconocimiento que se haya una elaborado entre los idénticos. Su identidad se encuentra en la nación común y en el tiempo pasado idéntico donde los paradigmas se domestican como funcionales. Como esto no sucedió con ella, sufre del mal de raíces; no puede crecer y se queda atrás. Ahora piensa que la persona es como un árbol, que crece o muere porque no puede quedarse parada sin enraizarse. Cuando se busca la verdad, se conserva la fuerza y se pueden encontrar las raíces de la persona. Ella ha buscado su verdad y ese sendero la ha llevado a los umbrales del mundo de las sombras y está allí, parada entre el temor y la súplica, con el sabor del algarrobo en el alma. |
Lourdes Talavera
De
"Sabor a algarrobo"
Editorial "Felicita Cartonera Ñembyense"
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