Ladran los perros |
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“De las cosas inferiores siempre poco caso hicieron los celestes resplandores; y mueren porque nacieron todos los emperadores” Francisco de Quevedo |
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Los
perros ladran y sé que nada los detendrá hasta que arranquen a jirones la
carne de su presa. Las sombras están estáticas mientras mis pasos
resuenan sobre el pavimento de la calle lateral que me lleva a la plaza.
De pronto divisó a un grupo de personas, alguien se arrodilla en la acera
y los demás parecen socorrerlo. Lo sientan en un banco, mientras una
delgada mujer sostiene la mano del hombre. Los jóvenes le rodean. Me
acerco y un sollozo continuo se instala en mis oídos. Las campanas de la
Catedral han dado las nueve. Siento miedo, algo indescriptible corroe mis
entrañas, como un grueso temblor quebrantando mis piernas. Lo he
reconocido, su silueta familiar, desgarbada; sus ropas desaseadas y sus
ojos a punto de salirse de
sus órbitas. Pude correr entre la gente y abrazarlo, pero, preferí que
esos desconocidos lo confortarán. Impresionaba desvalido, vulnerable,
casi como un pequeño cachorro que ha perdido su dueño en un día
lluvioso. ¡Qué cruel extravío! Presentí el final cuando lo vi esa mañana.
Cómo describirlo, había pasado solo la tarde y lucía destruido. Seguía
llorando entrecortadamente, cuando la mujer le enjugó las lágrimas. Los
jóvenes dijeron algunas palabras de consuelo y él balbuceo que
diariamente lo visitaría para pedirle sus consejos. Nadie quiso
contrariarlo, menos todavía yo que no tenía el coraje suficiente,
para hablarle y llevarlo a la casa. Me acerqué a un árbol, me
recosté y lo dejamos marchar por la calle desierta en dirección a su
destino. No lo detuve ni me atreví a someterme al menosprecio de esa
gente; me había empezado a faltar el aliento y a dolerme el pecho. Lo veía
marcharse cuesta abajo. Ellos comenzaron a seguirlo, formaban un cortejo
que marchaba silencioso. Alguien palmoteó mi hombro, me sentí
desfallecer de dolor. De espaldas parecía sereno como si la tormenta
hubiese amainado en su interior. Me llamó la atención la polarización
de los afectos de ese un grupo reducido de personas. Exhalaban un anhelo
de sangre que se presentía en el aire. Era una especie de alucinación mía.
Un delirio persecutorio que me rondaba y se refería al entrenador de
perros. Me
agito interiormente porque lo dejé ir, no intenté detenerlo, ni siquiera
invitarlo a conversar o simplemente sentarme con él, en un banco
solitario. Lo conocí en casa de Victoria, durante una velada musical, me
dijeron que se dedicaba a organizar carreras de perros. Los adiestraba y
luego dejaba que los apostadores eligieran a sus favoritos. Era mal visto
en la ciudad, porque la sociedad protectora de animales lo consideraba una
persona despiadada; por lucrar de esa manera con las miserias humanas valiéndose
de los canes. Había conseguido un importante
capital, pero, no lo dejaban frecuentar la vida social de las familias de
bien. Prácticamente se convirtió en un ermitaño. La situación en nada
le molestaba y hasta parecía divertirle. Cuando la soledad le sobaba las
costillas, una buena ópera le rescataba del derrumbe. Algunos se
asombraban de su capacidad de reconocer las obras más famosas de ese género.
Fue por medio de la ópera que conoció al maestro. Nadie comprendía ni
podía explicarse la relación que se había establecido entre ellos. Diariamente,
el entrenador de los perros pasaba por su casa para la charla
acostumbrada. La visita se había convertido en un rito. Llegaba
puntualmente a las cuatro de la tarde, cuando la señora María acababa de
disponer la merienda. Eran infaltables el café con leche y las medialunas
sin relleno que el maestro, cultivaba como una secreta adicción. Ambos
estaban convencidos que tenían pocas cosas en común, pero, compartiendo
esas pequeñas cosas, estaban menos solos que consigo mismos. Luego del
reconfortante momento, se debatían en juegos de memoria, repasando los
listados de las obras que consideraban las más reconocidas, mientras
escuchaban algunos fragmentos de las versiones italianas. El comentó al
maestro que su padre había sido un conde, oriundo de Florencia, a quién
no conoció porque fue hijo de una madre soltera. Creció
en tierras cercanas a los esteros del Chaco Paraguayo, casi en las
fronteras brasileña y boliviana. Como su madre trabajaba en una estancia,
él fue internado en un hogar a cargo de unos religiosos italianos, donde
aprendió las letras y se aficionó por la ópera. Al maestro le sorprendió
su buen oído y fue otorgándole ciertos privilegios de representación,
negados a otros eruditos de la música. Él le daba consejos para el
manejo de sus ahorros y sobre todo le indicó el camino de una vejez
llevadera en medio del tumulto que ocasionaba su persona. Ladraban los
perros y era ensordecedor. Habrá se visto semejante espectáculo en toda
la ciudad, en el tiempo transcurrido desde el estro de los canes. A veces,
el maestro abandonaba su casa – santuario y en inaudito hecho asistía a
las carreras de su amigo. El escándalo hubiera sido menor, si un celoso
defensor de la moral no hubiese descubierto que apostaba a los canes. Nadie
pudo acreditar que el maestro haya disparado certeramente sobre el animal,
el que cayó muerto. Apostó a un perdedor y en un arranque de furia
desenfundó un arma que llevaba en la cintura, matando de un tiro al can.
Los perros sobresaltados se abalanzaron sobre el anciano, la baba empapó
sus ropas; nadie supo quien lo arrebató de las fauces de la
jauría. Un gentío enmudecido lo rodeo mientras llevaban al
maestro a un centro sanitario especializado. No se atrevió a avanzar ni a
hablar. El día anterior pensó que la jornada sería exitosa, aunque se
inquietó cuando los perros ladraron y ladraron hasta quedar prácticamente
roncos. Había revisado el patio, su demarcación y los límites del
cuadrilátero de la competencia; con parsimonia planificó a los
competidores y sus turnos. Si alguien le hubiese advertido sobre una
tragedia, se habría reído.
La
noticia se propagó como reguero
de polvo, el maestro falleció víctima de la agresión de los perros; lo
consideraban un infeliz, un resultado de los delirios musicales que
alimentaba, lo llamaban el loco de turno, en torno al
maestro. Por más que el maestro fuera un saco de huesos, él no
necesitó más para darse cuenta que al igual que su abuelo, los perros le
habían partido en dos, el cuerpo. Recordó a la señora María que no
contuvo el llanto y le gritó hasta quedarse afónica. Se aferró a sus
brazos y le clavó las uñas, diciéndole - ¿Así me lo entregas? El
levantó sus manos al vacío. Cada uno sentía según la intensidad de su
duelo. Ese entorno lo tomó desprevenido, lo turbó y desgarró su espíritu.
Quiso huir de sus propios sentimientos y preguntó adónde lo habían
llevado. El había infundido esperanzas o expectativas al maestro. Ya no
pudo más contener su llanto. Lloraba la muerte de un amigo. Los funerales
fueron pomposos, quizá hasta el maestro se revolvía en una especie de
estupor ante la grandiosidad del evento. Lo llevaron hacia una tumba, pero
no acompañaban a un muerto que se les adelantará en abandonar este mundo
sino que era alguien colocado en el pedestal de la gloria. El entrenador de perros cargaba con una doble pena, por un lado había perdido a su gran amigo y por el otro había sido de alguna manera responsable de los acontecimientos que propiciaron el desenlace. Trémulo, lloraba desconsoladamente y se hundía en la más penosa tristeza. Sabía en el fondo de su alma que su amigo había disfrutado en su compañía, hasta que se había lanzado al reto de apostar en las carreras; lo traicionó una hilacha de miseria humana, se abandonó a una leve ambición y se cegó ante una pequeña derrota. Lloraba sin consuelo cuando se encontró con los estudiantes de música en la calle. Seguía llorando cuando sintió el primer golpe, luego el pavor le entumeció las piernas; sus labios probaron el sabor salobre y tibio de la sangre. Los árboles de la plaza se le abalanzaron, los jóvenes gritaban y él no comprendía el significado de las palabras. Miró al firmamento y se dio cuenta que las nubes negras ensombrecían más la noche. Cayó en un leve sopor que luego fue vertiginoso. Lejos muy lejos, de eso, en el patio los perros ladran mientras que mis ojos secos, no miran nada. |
Lourdes Talavera
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