Joaquina |
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“Me hablas de cosas que solo tu madrugada conoce, de formas que solo tu sueño ha visto.” Jaime Sabines |
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Siempre
he sido acelerada y la enfermedad me agudizó las sensaciones, sobre todo
aquello que tiene relación con la audición. Frecuentemente oigo una voz
que me hace pedidos o charla conmigo de eventos que sucedieron en mi
entorno. No puedo precisar desde cuándo me visita esa voz masculina. Me
obsesionaba día y noche aunque no llegara a niveles de pasión. Me
encantaba, no me había hecho daño. Siempre fui amable con él. Ni con
mis palabras ni hechos le había dado señales de mala voluntad. Me decía
en ocasiones: Joaquina, cuéntame una historia. Me gusta cuando lo haces,
me pone contento. Siempre vendré junto a ti. Contigo se me escapan las
palabras y me quedo como el campo desierto cuando las palomas emprenden el
vuelo. Traeré agua fresca y la beberemos juntos. Me fascina tu linda
sonrisa. Sabiamente,
él encontraba las palabras correctas para cada encuentro. Le respondía
como podía, porque tenía que buscar las mías en el tiempo. Siento que
mis piernas giran sobre sus ejes. Me tiendo boca arriba, sobre la hierba
fresca y las estrellas me guiñan con sus reflejos. Quisiera romper los
muros de mi encierro. Grito, grito y grito sin que nadie me oiga. Sin
embargo, un conjunto de ecos me contesta. Estoy sola en la oscuridad,
como una extraña criatura que carga el dolor, la fatiga y las
inmensas ganas de liberarse de sus invisibles cadenas. El mar ruge cuando
las olas vienen a romperse contra las rocas. El desfiladero proyecta sus
sombras negras. Me siento empujada a sus brazos. Es su cumpleaños y no
estaré con él, porque no tengo ganas. Su silencio fue el verdugo de mi
amor. Vino a mí y mis brazos cansados de esperar no lo reconocieron. Su cólera
asombró a la noche. Las estrellas danzan con el ritmo ligero de la brisa.
La llovizna moja suavemente la hierba y mi corazón se alboroza con tanta
dulzura. Caminamos
y nuestros pasos dejan huellas en el camino, su mano en la mía, su risa
alborotando mis sensaciones, su audacia de sostener mi mirada; la osadía
de robarme un beso y siento que se trata de un
momento delicioso para ser vivido de a dos. Fue cerca de fin de año,
que me abordó con una
ansiedad excesiva porque la soledad lo estaba atormentando. Me llamó por
teléfono y me citó en una oficina. Cuando llegué se aferró a mi brazo
y me empujó al interior. No estaban las otras personas porque se trataba
de la hora del almuerzo. El les había dado órdenes muy claras de no
molestarlo bajo ninguna circunstancia. Eso había bastado para que
hubieran desaparecido inmediatamente. Me
miró y dijo: Joaquina, me estoy desquiciando. Tomó mis manos y se las
llevó sobre la criatura que abombaba lentamente. Sus manos alborotan mi
cabello y su voz gangosa repetía súplicas patéticas para mí. Joaquina,
Joaquina, gemía entrecortadamente. A través de la ventana abierta, dos
obreros de una construcción vecina disfrutaban del espectáculo. Con un
ademán inesperado me separé de él. Me miró ausente de sí mismo. Me
asusté. Su
rostro parecía
una máscara que gesticulaba grotescamente sobre el mío.
Ansiosamente pretendía un placer compartido en la modorra de la siesta.
Frenético y perverso en su
instinto de gozo y descubrimiento; su prisa se enmarcaba en un tiempo
ajeno al mío y diferente a la espera de mi anhelo. Todo había sido un
largo desatino de deseos; aquello era la muestra de un ligero desahogo. Mi
esperanza fue como uno de esos aguaceros del verano. La lluvia pasa y
sigue un calor espeso y húmedo.
El había entrado en mi mente, habiendo salido de sí mismo. Hubo un
tiempo en que creí que la lectura me llevaría hasta él. Las obras de
Quevedo, Shakespeare y Coleridge fueron recorridas por mi afán de hallar
la llave de mándala para ingresar a su mundo; intuía
algo que me revelaría acerca de la certeza, que
se encontraba en la
esencia ignorada. Me resistía fríamente a considerar su inexistencia;
para mí él vivía en un orden construido en base a la comodidad y la
rutina de los días. Existen
delirios que los locos modelan a su gusto. Una multitud de pesadillas, en
las madrugadas, se pasean en los sueños. El
sueño sufre una metamorfosis y adquiere sonidos de una orquesta en
una fiesta. La música lo invade todo y nadie logra descifrar las
palabras. Solo el conjunto de ecos, vociferando una historia inconclusa e
ingenua. Luego, regresa el silencio con vestiduras blancas e inmaculadas.
Regreso de sus brazos, con el sabor salobre de sus besos y me doy cuenta
de su ausencia. Él es un fantasma que me inspira un estremecimiento que
oscila entre la emoción y el disgusto. Cuando llega la aurora, guardo el
recuerdo de un viaje inconcluso y disperso. En ocasiones, me paso las
manos por la cara y busco espantarlo de mi piel. Pero, mis dedos lo traen
una y otra vez en una sincronía a la que ya me he acostumbrado. Con él,
nos comunicábamos en un lenguaje plagado de códigos, de la boca al
cuerpo. Le dije: me decepcionas. No comprendí que había blandido, con
toda la fuerza del universo, un puñal en su corazón. No alcancé a
dimensionar la magnitud del dolor en la maraña de sus sentimientos. Tarde
aprendí que sus palabras doloridas eran la cara de la vergüenza; porque
aunque se revolcara en mi sed, no
lograría saciarla ni suplicando, sencillamente porque no existía el
sendero que nos reuniera en el gozo del encuentro. Mis labios buscaron el
refugio de sus besos y me quedé en el umbral de la profundidad de su
blanca piel. Es delirante la voz que suplica: Joaquina, Joaquina,
Joaquina… No
lo volví a ver, aunque nos cruzábamos
cuando las circunstancias lo permitían; en una oportunidad, le obsequié
unos versos de un poema de Sabines que decían: “¿en qué lugar, en dónde,
a qué deshoras me dirás te amo? Esto es urgente porque la eternidad se
nos acaba.” No supe más de
él, un abismo como si fuera su madre nos separó. Presiento, que todos tenemos fantasmas que conviven con nosotros como bellas nostalgias, pero, también sucede que algunos se mantienen a una distancia, que se obstinan en preservar y nos llevan a creer que nada es más verdadero que lo imaginario. Como un sueño cercano a lo real, que se ata para volver a desatarse; y desvanecerse para volver a aparecer como si fuera nítido y concreto. Con temor y ruegos, creyó que me rechazó; sin que él lo buscara, más tarde comprendió que no hubo resistencia sino dolor. Cerré la puerta de mis deseos y desplegué mis tímidas defensas; ahora, me encuentro hundida en la almohada de mis divagaciones y en la noche me despiertan los ecos de sus súplicas, de esa patética siesta del pasado; en que lo dejé con una sangrante herida que todavía me lastima. |
Lourdes Talavera
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