En la sierra nieva en navidad
Lourdes Talavera

“Pero como había comido los granos de la granada, Perséfone,

 debería pasar los dos tercios del año con Deméter

 y  los restantes meses en el mundo subterráneo de Hades.”

 Himno a Deméter. Homero

Pareciera  como si fuera de noche, mis sentidos perciben sombras que me acorralan y quisiera correr; y regresar a mi casa, a Madrid. Mis pies lastimados claman descanso para luego proseguir. Un hombre me informa que necesitaré días para llegar a la capital, si voy caminando. Me recomienda tomar un taxi hasta la estación, y viajar en tren. Mi familia me espera, estoy segura. Daría el último suspiro para verlos y abrazarlos de nuevo. Lo imagino con una gran alegría mientras los pequeños copos de nieve van cubriendo mi abrigada gorra. No puedo explicarme como llegué hasta aquí, solamente recuerdo que salí de un  vagón, recorrí atajos sinuosos y me encontré frente a la cabaña. Mi madre amaba este paraje invernal, en cada navidad  nos deleitábamos con este obsequio de la naturaleza; cuando ella se convirtió en una persona  adulta mayor, optamos por dejarla, en una residencia de reposo y no volvió a este sitio que amaba.

 

En una ocasión se quedó sola en mi casa porque estaba aún convaleciente de un cuadro respiratorio; ella en ese entonces, era capaz todavía de manejarse sola  sin mayores contratiempos,  y como el nuevo conserje impresionaba un joven sensato, le encomendamos que se ocupara de algunas necesidades que mi madre pudiera  precisar en  lo que durara nuestra ausencia. Luego que regresamos mi hija,  en medio de risas, me comentó que  la abuela le había relatado una  historia de seducción donde fue la principal protagonista y el seducido resultó, nada menos que el muchacho. Contó además que confundió  navidad con semana santa. Me impresionó que haya trastocado aquél cuento de Juan José  Millás;  recordé que le gustaba mucho y la anécdota me hizo sospechar que mi madre era adicta a las fantasías eróticas. 

 

Cuando llegó el verano insistió en quedarse en mi casa, de nuevo sola; como la temporada estaba calurosa y todos ansiábamos estar tirados en la arena de la playa, la dejamos. Al regreso todo estaba normal. Sin embargo, mi lencería de ocasiones especiales no aparecía por ningún lugar y los cigarrillos negros de mi esposo habían desaparecido sin dejar huellas. Concluí que mi madre se había convertido en una fantasiosa, no presté  ninguna atención a sus comentarios y menos aún a las lagunas de su memoria. Un día cuando ya fue definitivamente tarde, la encontré utilizando la sal fina en lugar del azúcar porque se había olvidado de los sabores y no alcanzaba a diferenciarlos. Pretendí que podría tratarse de una nueva extravagancia de mi madre,  cuando ella oía la palabra navidad sonreía traviesa, pero, cuando nos cruzábamos  con el portero en los pasillos del edificio, lo trataba como a  un desconocido.

 

Las noticias médicas fueron poco alentadoras, pronto sus recuerdos irían  deteriorándose como asimismo sus funciones fisiológicas cerebrales. Optamos por darle la mejor calidad a sus momentos de lucidez. Se me ocurrió  organizar un recuento fotográfico de los acontecimientos más importantes de la familia en una carpeta. Mi madre recorría cada una de las páginas y a veces, esbozaba una sonrisa ante una fotografía en particular. Aunque tengo que reconocer que cada vez que se mencionaba la navidad, en su rostro aparecía una sonrisa. Intuyo que también a mi, me pasa lo mismo cuando oigo hablar a las personas sobre la sierra y la nieve, por una inconsciente razón sonrío.

 

A menudo, recuerdo a mi madre sumamente alegre, explicando aquello que le impresionó de su última lectura. Me gusta recordar mi infancia, llena de colores, con aromas de frutas frescas y la risa espontánea de los niños de mi entorno. Los juegos en la nieve, escalar las alturas, las meriendas en el campo y esas temporadas en la arena blanca cerca del mar. La frescura de la niñez y su tibio candor me reconfortan en los momentos difíciles. Con mis hermanos teníamos la costumbre  de rememorar aquellos hechos  que más nos divirtieron y  las picardías con que  amenizábamos las reuniones familiares. Mi padre falleció en un accidente de carretera y eso aceleró que mi madre se convirtiera en la sombra de ella misma; la abandonaron sus fuerzas y le resultaba difícil   mantenerse conectada en el espacio y el tiempo; esta situación se agudizó con los años y me obligó a tomar la decisión más dura de mi vida. Finalmente, ella quedó a cargo de una institución especializada donde la atendían  con eficiencia. Un ligero espasmo me corría los intestinos al pensar en ella. De alguna manera la había abandonado. En la despedida nos miramos largamente y me abrazó sin ternura. No me reconoció. Corría por mis mejillas unas lágrimas salobres y me pregunté cuál sería el motivo certero de mi estado de ánimo.

 

La visitaba de tanto en tanto, más que nada para mitigar mi remordimiento por internarla, debido a su afección; mis actividades laborales no me permitían tenerla en casa. Creo que para mis hijos fue un alivio que la abuela fuera cuidada por otros. La mantenían impecablemente aseada, la alimentaban y le administraban a horario sus medicinas. Toda esa comodidad tenía su costo, pero, la inversión era acertada. Ella se encontraba atendida correctamente y nosotros nos quedamos tranquilos. Nadie de la familia se ocupaba de limpiarle la baba, ni lavar sus orines. La decrepitud con su manto inclemente se encontraba lejos de nuestros ojos y nos confrontábamos con ella de manera cada vez más esporádica. Sin embargo algo, no me satisfacía de ese ordenamiento de nuestras vidas.

 

La soledad no es un dragón peligroso, sobre todo cuando se aprende a convivir con ella y una se permite recorrer sus paisajes interiores desapegadamente. Los hijos deben vivir sus proyectos personales y una tiene que seguir adelante porque la existencia está más allá  de los otros; de un cuerpo relajado, al lado de una, en la cama; o cenar con alguien en un restaurante. Perdí muy temprano a mi esposo y no me pareció importante rehacer una relación de pareja. Fue una elección mía. Tampoco he tenido la ventura de mi madre de danzar con melodías inventadas ni cometer los más disparatados desatinos como fumarme los cigarrillos de hachís, de mi nieto; ni usar las medias negras en red y las botas de mi nieta.

 

Siempre consideré que la naturaleza humana tiene su base en la libertad y la trascendencia. Se trata de un derecho natural de toda persona humana. Cuando mi madre superó los sesenta años, yo pensaba que sus intereses eróticos estaban fuera de lugar. Me negaba a aceptar su conducta y desvalorizaba su capacidad de simbolización, es decir la imaginación y el pensamiento. Ella era una persona en paz con su propia sexualidad. No quisiera aventurarme a la afirmación  de que ella como paliativo ante la certeza del derrumbe físico, había recurrido con sabiduría a sus humoradas  agridulces, para soslayar ese hecho irremediable. Aunque ahora la comprendo.    

 

Mi madre era una anciana coqueta, demasiado preocupada por los acontecimientos de la sociedad; no era dada a las obras de beneficencia, estaba acostumbrada a un círculo de amigos con  el que compartía eventos recreativos. Un día me confesó – Mi cuerpo bulle de pasión contenida. No esperes que te  brinde un recuento de las aventuras que tuve a modo  de sesiones fisiológicas y terapéuticas- No hice comentario alguno.

Para mí  había contado sólo el amor ¿y si me confundí y desaproveché toda mi existencia? Mi cuerpo amó con ternura y muchas veces sin pasión. No sé por qué  recuerdo estos aspectos tan diferentes entre nosotras, no vale la pena porque nos separa la eternidad. Quizá la estoy extrañando. Madre e hija juntas, en la sobrecogedora relación que se asemejaba a una ceremonia religiosa mediante cuyos misterios, ellas obtenían una razón para vivir con alegría y morir sin miedo a la muerte.  

 

Ignoro como llegué a la sierra, me olvidé en que sitio abordé el tren; estoy aquí saturada  de nostalgias. Mis pies errantes buscan un asidero fuerte que me devuelva retazos de mi vida, la sonrisa de mi madre, los juegos de mis hijos, el aroma de la comida recién hecha , despertar en mi lecho; disfrutar una taza de café y las sencillas tareas que conforman la rutina de los días. Estoy perdida en la caótica sucesión de los momentos; sin distinguir siquiera el color de mis ojos en el espejo, la textura de mi piel o la tierna silueta de mi nieto más pequeño. Esta sensación de extrañeza me asalta con mayor asiduidad, pareciera que fue instalándose  inadvertidamente; primero  no supe en donde había guardado las llaves; en otra oportunidad no sabía el nombre de mi hijo ni la dirección donde vivía. Intenté con notas que me guiarán dentro mi hogar, pero después no tomaba en cuenta que las escribí y la función que cumplían.

A veces,  me pierdo en las calles de mi barrio y no consigo regresar al punto de partida; no identifico la puerta de mi casa. Sin embargo, cuando oigo  decir a alguien  que en la sierra nieva, en  navidad, involuntariamente sonrío. 

Lourdes Talavera

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