El desalojo |
A Tobías |
Los
rayos perezosos del sol se colaban entre las ramas de los árboles, el
fresco del amanecer
era sumamente agradable. Ramón Brítez se acomodó
en el asiento del jeep mientras
el chofer conducía tranquilo. La espesura del pasto que alimentaba a las
vacas, a
la vera del camino, le trajo recuerdos de su infancia. La chacra fue el
espacio donde Trabajaban
denodadamente, el sudor se mezclaba con el polvo; y en la época de la
cosecha del algodón, desde el más pequeño al más anciano de la casa se
ataba una bolsa a
la cintura y colaboraba en la recolección de los blancos copos, que daban
una bonanza a
la escuálida economía familiar. Ramón
completó sus estudios en su comunidad y luego fue a vivir con su tío a
la capital; fue un alumno aventajado, por eso, logró ingresar a la
academia de policía y a la
facultad de derecho. Hoy, a cargo del destacamento norte, estaba
conceptuado como un respetable defensor de la ley, rasgo poco común
entre sus camaradas. Che
comí, ivaí la oikotava hina, chokokué
kuera imbareté hikuaí
koapé chero guará[2]
– le dice su Asiente con la cabeza y sigue ensimismado en sus pensamientos. La
lucha por la tierra es por la
vida. La explotación y la proletarización
de los campesinos
es una realidad en la sociedad actual, había oído concluir a alguien en
un análisis
sobre el tema, en la televisión. Ekirìrìna
nde bolche,[3]
había sentenciado Su
padre era un campesino que se identificaba con el trabajo y la tierra que
pisaba. Aquélla era para él
su seguridad personal y
familiar, allí se desarrollaba su relación Cuando
los invasores de predios se resistían a abandonar la tierra tomada, se le
asemejaba
a Ramón, una lucha contra la muerte, y por lo tanto a
pesar se revelaba a aceptar
la idea, eso representaba la defensa del derecho fundamental del hombre.
Aunque en su fuero interno, se resistía a la reflexión de que la reforma
agraria es una bandera y un movimiento concreto para el desarrollo de un
país agrícola. De
este modo discurrían sus pensamientos al filo de la impensada izquierda;
si eres hijo de
campesino, cómo renegar de tus orígenes, le reclamaba su conciencia. Su
madre siempre
comentaba el nacimiento de Ramón. La mayoría de las veces, se sentía
privilegiado. Solamente había algo que le desagradaba
y era integrar la comitiva judicial y efectivizar el abandono de
los asentamientos. Mirar cada rostro curtido por el sol le confrontaba con
el semblante cubierto de arrugas de su padre y hermanos mayores prematuramente
envejecidos. Los niños descalzos y sorbiéndose los mocos formaban parte
del paisaje en el invierno. Las mujeres con sus vientres abultados o
amamantando a los más pequeños le producían un sentimiento paradójico.
Creía que lo que ocurre sólo puede
venir de lo que se haya hecho, porque cada quien es responsable de lo que
se llama
destino; sin embargo, intuía un mundo distinto al que veía,
para aquellos desheredados en su patria. Su
casa no había sido eso, exactamente, sino un rancho culata
yobaí,[4]
fresco en el Su
madre se levantaba antes del
amanecer para tomar mate con su padre, y luego preparar
el desayuno. Siempre hacendosa, cuidaba de la huerta y del
gallinero; también se ocupaba de hacer quesos que luego los vendía en el
pueblo, y ayudaba para la compra de las provistas en el almacén de don
Dionisio. Él la ayudaba en
dichas tareas, y eran
momentos donde intercambiaban anécdotas; ella le contó por ejemplo,
por qué eligió llamarlo Ramón. La razón era simple y llana: su
madre había pedido la
intercesión del santo durante el parto.
Ha`é oñangarekó cherehé,[5]
decía convencida de su certeza. El
paraje estaba rebosante de cultivos; las plantaciones de mandioca, porotos
y maíz evidenciaban la
pujanza de la colonia. Sin embargo, los propietarios legítimos habían
Un
malestar aquejaba a Ramón; a su llegada al núcleo de la población,
percibió el humo que
se levantaba desde el techo del centro comunitario. Sintió un ligero escalofrío cuando
vio al fiscal acompañado de las fuerzas especiales. Para amedrentar a los
pobladores habían quemado su sitio de reunión. Los líderes deliberaban
y no pretendían acatar la orden judicial. Las mujeres y los niños
miraban con temor, sin la posibilidad de resistencia
ante lo que acontecía. El fiscal se mostraba implacable, instando a los
pobladores a juntar lo más imprescindible de sus cosas y abandonar, de
manera pacífica, la colonia y evitar enfrentamientos innecesarios. La
tierra es de quien la
trabaja. Ésta le Una
mujer que gritaba, rompió en llantos que luego parecieron alaridos. El
joven maestro pedía: ¡anike
pe pokó la mitâkueraré![6]
Era una exigencia para que se respetara a los niños. Las fuerzas de
represión blandían amenazantes sus garrotes y
armas, mientras Ramón se contenía para no expresar su descontento
e impotencia. Vio el desalojo de cada uno de los ranchos, y amontonarse a
la intemperie las escasas pertenencias de sus dueños. Le
habían comentado que en este asentamiento estaban afincadas más de
doscientas cincuenta familias, que al principio sortearon las horas con el
vacío de sus estómagos y la
inclemencia del clima, debido a la falta de alimentos y la precariedad de
su campamento. Cultivaron el suelo como alternativa de supervivencia. Ramón
tenía, delante de él, a los niños llorando sin consuelo y a sus madres
suplicando una tregua a la
violencia. Miró y vio, con ojos incrédulos, el cuadro de la desolación.
Por primera vez
en su vida, se calificó de sentimental; los años lo estaban ablandando. Recordó
a su madre amamantando a su hermanito, zurciendo sus ropas, dando de comer
a las
gallinas; ahora experimentaba un dolor interno. Había leído que la
nostalgia es una salida
a la angustia; estaba asfixiándose, y cerraba sus ojos a una realidad que
lo lastimaba. ¿Dónde quedaba en su vida la efímera felicidad? Lo
zarandeaba la dramática lucha de la posesión de la tierra como medio de
vida y comprendía a esos campesinos, que se resistían y
sobreponían a las persistentes amenazas de exterminio, en su afán
de no doblegarse a la condena de ser desempleados o proletarios en las
crecientes periferias Preso
de la ansiedad, se movía de un lado para otro, verificaba cada una de las
acciones porque
no toleraría el abuso de poder de sus hombres ni los desmanes de los
labriegos; deseaba a toda costa que no sucediera ningún desenlace
lamentable. Caminaba de aquí para
allá. De pronto, se acercó a uno de los ranchos; se asomó al umbral de
la puerta, y percibió
el aroma a cirio. En la pieza, divisó un pequeño altar donde resaltaba
la imagen de San Ramón, tallada en madera. Una mujer sentada en un rincón
tenía prendido a sus Cuando Ramón miró al suelo, descubrió una manta extendida y la placenta como una masa veteada en un charco de sangre. Ella
había parido sola a su hijo, en cuclillas; y con la llama de la vela había
cercenado el cordón
umbilical. A los cuarenta y dos años, sorprendido,
él comprendió la
magnitud Notas: [1]
Colación de media mañana que se ingiere antes de tomar la bebida
refrescante llamada tereré, infusión de agua fresca y yerba mate [2]
Para mí, aquí los campesinos están fuertes [3]
Cállese, bolche [4]
Rancho, casa precaria con techo de dos aguas [5]
Él cuida de mí (6) ¡No lastimen a los niños! |
Lourdes Talavera
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