El Tortoni y el Izmir dos cafés de estilos muy diferentes y a la vez tan porteños. |
Cada
ciudad tiene su propia historia y por ende sus típicos espacios para las
relaciones sociales y el desenvolvimiento del ocio. Los cafés, esos
particulares centros de reunión que reflejan la idiosincrasia de la
sociedad en los que han surgido, nacen acorde a las necesidades de su
gente. Una mirada sobre
Buenos Aires nos traslada al terreno de lo asombroso y fantástico desde
el origen mismo de su rica y fecunda historia. Fue fundada dos veces, como
para reafirmar los deseos de la corona española de levantar en estos
alejados parajes una ciudad con destino de grandeza. Pedro de Mendoza, en
nombre de los monarcas lo hizo por primera vez en 1536, pero el fracaso en
conseguir una población permanente no amedrentó a los reyes y mucho
menos a sus súbditos. El segundo y definitivo asentamiento quedó a cargo
de Juan de Garay, en Junio de 1580. Ese
pequeño caserío se transformaría en sólo treinta y siete años en la
Capital de la Gober-nación del Río de la Plata, dando un salto
cualitativo a partir de 1776 cuando por Real Cédula del rey Carlos III se
convierte en sede del Virreinato del Río de la Plata, cumpliendo también
con las expectativas de sus pobladores. (1) Desde que se reuniera
la sociedad colonial, en aquellos primeros rincones como el “Almacén
del Rey”, desde 1769 ubicado en la Recova Vieja, o
el “Café
de los Catalanes”, inaugurado en 1799, en las actuales calles
Pte. Perón y San Martín, pasó el tiempo obcecadamente. La Recova ya no
existe y fueron, por demás, sorprendentes y vertiginosos los caminos que
siguió la historia. La “Reina del
Plata” tuvo un espectacular crecimiento al convertirse en puerta de
acceso de importantísimas oleadas inmigratorias, entre fines del siglo
XIX y principios del XX, modificando su carácter predominantemente
hispano, pasando a ser el receptáculo de una profusa mezcla de culturas. El
café Tortoni y el café Izmir,
tan distintos en sus estilos, tienen en común el haber trascen- dido como
característicos lugares de encuentro de la ciudad. El primero, el más
antiguo y prestigioso en pie, abierto en 1858, y el segundo, sitio de
leyenda y reducto de inmigración oriental, poseen, además, un
interesante y poco conocido vínculo que se inicia hacia 1920. Por
entonces partió hacia la Argentina Rafael
Alejandro Alboher, hijo mayor de una familia judía-sefaradí, de
Esmirna (Izmir), Turquía. Esta antiquísima ciudad del Asia Menor,
fundada por los griegos, tuvo el fabuloso privilegio de ser uno de los
importantes puntos de contacto entre Oriente y Occidente. El fin del
Imperio Otomano, del que formaba parte, y los duros años que siguieron a
la Primera Guerra Mundial, tornaron caótica su situación, motivo por el
cual muchos de sus habitantes buscaron alejarse de la permanente
inestabilidad y constantes hambrunas. Todo era arriesgado y azaroso. La necesidad de sobrevivir hacía que los pequeños hijos ayudaran a sus mayores. En esos tiempos difíciles, en torno al Konac, la torre del Reloj que domina ampliamente la rambla sobre la Bahía de Izmir, recorrían las intrincadas callejuelas bíblicas de Esmirna Rafael Alejandro, lustrabotas y su hermano menor, Yaco, vendedor de velas. De las caravanas de carros que pasaban los muchachos solían “pinchar” algún atado de higos, recogían algunos del suelo, como un juego que, a la vez, les ayudaba a mitigar el hambre de la jornada. Unos años después, los dos hermanos a miles de kilómetros del Asia Menor, dejarían su apellido ligado a la historia de dos cafés muy diferentes y sin embargo tan porteños. Los
Alboher y el Tortoni Rafael
Alejandro, el joven de dieciocho años recién arribado al
país, se instala en Buenos Aires como otros de su estirpe, en una pensión
de la calle 25 de Mayo, cercana al puerto. En su documento de identidad,
las autoridades le cambian al apellido la
letra “H”
por la “G”, de acuerdo con la pronunciación, por lo que en
adelante se llamaría Alboger. Comienza a
trabajar como lustrabotas en el Tortoni,
este sería un dato menor, de no haber sido que, con el tiempo, fue mozo
y luego maître del famoso café
de Avenida de Mayo, al que estuvo ligado por casi dos décadas. El “Tortoni” lleva el nombre del famoso café parisino homónimo y fue inaugurado en 1858 por el francés Jean Touan. Hacia 1879 se lo vendió a su familiar y compatriota, Monsieur Celestino Curutchet (2) Este singular hombre, favorecedor de eventos culturales, era quien lo regenteaba hacia 1920, cuando ingresó a trabajar “el turco” Alboger, aunque en virtud de la avanzada edad del empresario (noventa y dos años), la dirección del local fue recayendo en sus hijos mayores: Mauricio y Pedro Alejo. En 1925 falleció Celestino y un año después se produjo la inesperada muerte de Mauricio, detrás del mostrador, hechos que influyeron para que la familia tomara la decisión de vender el café a la firma Rey Hnos. y Pego. Por una gestión de Rafael Alejandro, que ya era maître del Tortoni, comienza a trabajar allí su hermano menor Yaco. Tal como comentaba éste en una entrevista de 1975 a la Revista “Así”: El 26 de mayo de 1931, al otro día de llegar a la Argentina "entré a trabajar, por mediación de mi hermano, que hacía más de 9 años que cumplía tareas de mozo en el lugar... por supuesto que no entré de mozo, primero estuve en las tareas generales y después fui escalando posiciones”. Además recordaba que tenía que “moverse en medio de estas 150 mesas y 600 sillas" atendiendo a figuras de las letras, como Alfonsina Storni o Baldomero Fernández Moreno, artistas de la talla de “... Muiño, Arata, Alippi y Ratti”, o figuras políticas “... como el Coronel Perón que cuando estaba en la Secretaría de Trabajo y Previsión, paraba un rato a tomar un cafecito y seguía viaje” o el que fuera Vicepresidente de la Nación Elpidio González, un "buen habitué”. (3) La historia de los hermanos del Tortoni seguirá por diferentes senderos: el mayor, pasará a convertirse en dueño del Izmir y su hermano Yaco a ser uno de los accionistas de la empresa “Gran Café Tortoni SRL”, formada en 1956. Los Hnos Rey se retiran en 1943 de la conducción del negocio de Av. de Mayo 829, y en pocos años se producen varios cambios de dueño: González Alvarez (1943), Prieto, Devesa, Díaz y Cía. (1948), Eduardo García y E. Pérez. (1950), Estévez - Llanos y Cía. (1954). Si bien todos ellos intentaron la vigencia y rentabilidad del negocio, los constantes cambios de firmas y las crisis recurrentes provocaron la acumulación del pasivo y hasta cierto punto el decaimiento del movimiento cultural que fue característico hasta mediados de la década del 40. La nueva sociedad “Gran Café Tortoni SRL” inició su actividad el 1 de noviembre de 1956 como producto de la unión de esfuerzos de veinte personas que pensaron en devolverle al tradicional café el prestigio ganado por su historia. Además primó la idea de pensar en el largo plazo, reinstalando la alianza espacio - tiempo - cultura y promoviendo sus salones a tal fin. Los accionistas surgieron de dos grupos: antiguos mozos y un conjunto de empresarios, algunos de los cuales habían tenido experiencia en el rubro en importantes establecimientos gastronómicos. Varios de los mozos: Yaco Alboher, Benjamín Rodríguez, Raúl Cardozo y Joaquín Arias, siguieron en actividad, siendo a la vez accionistas, con el aporte de las indemnizaciones cobradas a la empresa saliente. Arias, de experiencia y buen trato, cumpliría en adelante la función de Encargado de Personal e integraría el grupo que estaba a cargo de la dirección, formado además por el catalán Pedro Anglada, quien le diera fama a “El Querandí”, de Perú y Moreno y los hermanos José y César Matti, ex-dueños de “El Ateneo”, de Sarmiento y Carlos Pellegrini, donde asistían conocidas figuras del teatro. Un joven de 23 años, Roberto Fanego, ingresó desde un comienzo a la sociedad como inversor y cumplía funciones en el puesto de cajero; su interés por las expresiones artísticas lo llevaría a ocuparse gradualmente de las relaciones públicas del café y su inteligente y eficaz tarea ayudaría a revitalizar las actividades culturales hasta nuestros días. Tránsito
del Tortoni al Izmir Por una pirueta del
destino Rafael Alejandro Alboger dejaría su puesto del Tortoni para constituirse, finalmente, en dueño del Café
Izmir, donde permanecería por veinticinco años al frente de
un lugar de antología, en la calle Gurruchaga 432, en el barrio de
Villa Crespo. El local, construido
hacia 1932, sobre la base de tres habitaciones de un inquilinato, fue
abierto a mediados de los años treinta como café, acreditando su
habilitación municipal desde 1937. Como consecuencia de un hecho
fortuito, Alboger tuvo que
hacerse cargo del comercio que llevaba el nombre de su ciudad natal, en
1940 (4),
tras un acuerdo con la propietaria del predio, la señora Estrada viuda de
Alvarez, que confió en él para regularizar la situación,
pues era el garante de un coterráneo que estaba al frente del
mismo y que había dejado de pagar los alquileres. El "izmirli",
con la experiencia acumulada en el célebre café Tortoni, encaraba confiado el nuevo emprendimiento. Se distanciaba
del ámbito en el que por años había asistido como observador
inadvertido de las tertulias de buena parte de la intelectualidad. Partía
dejando la esmerada atención de artistas, poetas, bohemios, personajes de
la alta sociedad o del mismísimo presidente de la Nación, Marcelo
Torcuato de Alvear, para tomar posesión de un sitio muy distinto,
verdadero enclave oriental, de muchedumbres mayoritariamente humildes y
cargadas de nostalgias por sus pueblos lejanos: El
Café Izmir.
El
Izmir y Marechal Alboger
sería el nexo histórico entre los dos cafés. En tiempos en que aún
atendía en el Tortoni uno de
los concurrentes era Leopoldo
Marechal. El importante hombre de letras, partícipe de "La Peña del Tortoni", inaugurada en mayo de 1926, a la
que asistía como parte de la generación martinfierrista (5), a la sazón,
había sido vecino de Villa Crespo y justamente el Izmir
sería uno de los escenarios elegidos para la trama de su famosa novela "Adán
Buenosayres". A través de sus páginas los lectores recibieron
algunas imágenes del singular café, aunque es menester
señalar que, más allá de su recreación en la ficción, el Café
Izmir era ya uno de los símbolos del barrio y sus alrededores, mucho
antes de que la novela se publicara en 1948 y se popularizara a mediados
de la década del sesenta. En
el texto de Marechal varias situaciones nos llevan a
“...
aquel recinto sobresaturado de anises y tabacos fuertes” donde “Junto
a la vidriera, un músico abstraído hería, como en sueños, el cordaje
de una cítara negra con incrustaciones de nácar.” (6) En
interesante diálogo, tres parroquianos, el judío Abraham, el musulmán
Abdalla y el cristiano Jabil, sentados en torno a
una de las mesas del Izmir,
defienden sus diferencias sobre el Mesías. Relato que señala la indudable coexistencia de habitués de
muy diferentes orígenes, procedentes de aldeas y ciudades cercanas al
Mediterráneo Oriental, sobre todo sefaradíes de habla castellana. El café funcionaba
en un barrio sorprendente, de múltiples realidades. Deambulaban musas,
poetas y juglares y, por supuesto, hasta el
tango echó raíces allí. ¿Qué magia inenarrable poseía Villa
Crespo? En “La
Batalla de José Luna” Marechal lo expresa así: "Entre las mil ciudades que abajo (en la tierra) perfuman el
éter con el humo de sus chimeneas existe una: se llama Buenos
Aires. ¿Es mejor o peor que
otras? Ni mejor ni peor. Sin embargo, los hombres han construido allí
un barrio inefable, que
responde al nombre de Villa Crespo."
(7) El
Izmir y Gurruchaga El
barrio de Villa Crespo se había convertido en los primeros años del
siglo XX en un verdadero crisol de razas, por lo que se ha podido definir
a la calle Gurruchaga, entre Camargo
y Triunvirato (Corrientes), donde estaba el café, como devenida en
“un colorido sainete de Vacarezza”. (8) Muy cerca del café
Izmir, a apenas tres cuadras, sobre la calle Serrano 148, se
encontraba un núcleo habitacional muy particular: las piezas en alquiler
en las que Alberto Vacarezza se había inspirado para escribir “El
Conventillo de la Paloma”, famoso sainete que tendría un
espectacular éxito en 1929. La obra reflejaba con genialidad los nuevos
prototipos porteños que fueron apareciendo con la llegada de la inmigración
y cuya impronta modificaría el paisaje de la ciudad. En los conventillos
e inquilinatos convivían el criollo,
el tano, el gallego, el ruso,
el turco, etc., y el barrio se fue caracterizando por la convivencia y
dinámica relación entre las diversas etnias. Gurruchaga fue la
calle que concentró la inmigración sefaradí, llegada, sobre todo, de
Turquía, (habla: "ladino"- castellano antiguo) y de Siria y Líbano (habla:
árabe), otros grupos de menor proporción arribaron de Palestina, Egipto,
Grecia, Bulgaria, Marruecos, España, Portugal y norte de Africa, que
hablaban tanto "ladino"
como español moderno. (9) “En
Gurruchaga al 400, a juzgar por los comentarios de vecinos de aquella época,
‘la gente se cruzaba de vereda de aquí a allá’ como si fuera
‘peatonal, una feria, un mercado persa’...
Los vendedores ambulantes ofrecían sus telas, ropa usada, plumeros
y los más diversos artículos que uno pueda imaginarse, aunque lo más
codiciado eran los manjares típicos, delicias paradisíacas para los
sefaradíes.” (10) Algunas de esas
exquisiteces tradicionales, que sonaban tan extrañas al oído del criollo
eran: reshas
(dulces en formas de ochos, con sésamo), mulupitas (redonda, tipo vainilla), sham malí (galletitas de
sémola con azúcar y media almendra cubierta con jalea), boyos (suerte de empanada
redonda de hojaldre: de acelga, queso o berenjena), burekitas
(pequeña empanada rellena de queso, huevo o berenjena,
cubiertas con sésamo), kadaif (postre con almíbar, relleno de nueces), baklavá
(masitas de nuez con jalea dulce), etc. (11) y los más conocidos
y menos elaborados huevos duros, almendras tostadas, semillitas saladas de
girasol o zapallo, castañas asadas, etc., etc. “En
este torbellino urbano cada oficio callejero agregaba su cuota de variedad
y así se cruzaban el zapatero remendón, con su caja de herramientas
apoyada en la espalda, con el fabricante de yogur casero que hacía
firuletes con su bandejón, apurando el reparto a su selecta clientela de
los inquilinatos; al mismo tiempo los carros de verduleros, meloneros o
cesteros pregonaban su mercancía arrimándose al cordón.”
(12) Características
del Café Izmir Allí se erguía el Izmir,
en el medio de Gurruchaga, en el corazón mismo de esa sugestiva y
pintoresca cuadra porteña que emulaba una calleja
de la Esmirna del siglo XIX. Oriente parecía haberse trasladado a
Buenos Aires. La simple planta rectangular del local, alargada hacia el
fondo y los dos amplios ventanales, separados por una doble puerta vaivén,
no evidenciaban para un transeúnte ocasional lo que en verdad
era y significaba el interior de
ese “Café
y Bar”, tal como lo definía la inscripción de la delicada
chapa enlozada azul y blanca, que se exhibía a la derecha de la entrada. Un
largo mostrador,
originariamente ubicado en el fondo, ocupaba todo el ancho del salón,
luego pasaría a estar casi a la entrada, a la derecha. Mesas
rectangulares de madera y sillas estilo vienés conformaban parte de su
mobiliario. Afiches de propaganda con dibujos de candorosas figuras
femeninas con talle de avispa - según la moda “divito”
impuesta en los años cuarenta - promocionaban gaseosas, bebidas alcohólicas
o un famoso analgésico. Un cuadro, pintado al óleo, representaba un
pequeño grupo de hombres sentados en semicírculo, sobre una
alfombra persa, compartiendo una gran pipa. Aquellas
paredes, con pequeños espejos romboidales, fueron pintadas, según
pasaron los años, de “blanco,
verde azulado o rojo ladrillo” (13) y
decoradas, además, con arabescos y dibujos con palmeras que simulaban
un oasis en el desierto. Imágenes de siluetas danzantes ocres y doradas
recordaban “Las mil y una noches”, agregando
al ambiente, sin duda, cierto grado de exotismo. Personalidad
del dueño Verdadera torre de
Babel, rica en relaciones multicolores, requería una personalidad
especial que mantuviera el equilibrio y la armonía del lugar. Rafael
Alejandro Alboger fue entonces el caballero que pudo recibir
cordialmente a ese aluvión oriental que deseaba encontrar un ámbito mágico
que le hiciera soñar y recordar su terruño. “...Alboger
dominaba todo... era una suerte de ‘caudillo’... o ‘sacerdote
laico’... un hombre que inspiraba respeto... simpático, muy simpático.
Demostraba haber vivido mucho; tenía lo que llamamos ‘estaño’, que
era el lugar donde en el café uno se apoya y se entera de todas las
cosas, las buenas y las malas; donde se daban consejos y se adquiría
experiencia. El había vivido”,
afirma el propietario del solar, Dr. Alvarez Estrada y coincidiendo con
estas sugerentes palabras Alejandro B. ratifica con cierta influencia
hollywoodense: “...
tenía un tipo de presencia, no sé cómo decirte, viste las películas
americanas que el dueño del bar o del
‘cabarute’
es un tipo ‘bien plantado’, así lo veía yo a este señor Alejandro
Alboger... Era un tipo que no se le iba a ir de las manos si había algún
despelote dentro de ese café.” Los
testimonios concuerdan en que el dueño del Izmir
tenía, además de carácter, un trato agradable y paternal. Anfitrión
predispuesto a la ayuda, cooperaba con varias entidades benéficas
existentes en el barrio, incluido el “Pro
- Hogar Policial de la Sección 27”. La buena relación con la
comisaría, le permitía cada tanto hacer alguna gestión para que las
autoridades agilizaran la libertad de algún demorado por la policía, en
tiempos en que los inmigrantes carecían de documentación totalmente en
regla o cuando eran penados por un hecho menor. Cabe destacar que,
incluso, algunos oficiales gustaban presenciar, en sus días francos, el
show de música y danza que se representaba en el local los fines de
semana, atraídos por un espectáculo artístico cuya estética era poco
común en Buenos Aires. Al
compás de las horas Convivían en el café
distintos tipos de personajes. Uno de ellos, que llegaba por la mañana,
cumplía con una misión social, tal vez sin saberlo: leía con gran
habilidad el diario al revés, mientras divertía con su don a los
parroquianos, a algunos de ellos, que no sabían leer, los ponía al tanto
de las últimas noticias. Pero también hay recuerdos que deslizan
cierto desdén o envidia por algún paisano que hacía notar su
prosperidad en el recinto: "... siempre caminaba con un
clavel en el ojal para espamento, un
tipo que se movía para todos lados y con el dedo siempre señalaba."
No obstante, era frecuente que alguien del pequeño grupo de mejor
posición social, por solidaridad o alarde, invitara una vuelta de anís o
café a las mesas. Muchos
de los asistentes eran hombres que vivían en los inquilinatos de los
alrededores y los casados solían tener varios hijos. Una actividad
laboral habitual era la compraventa de los más variados artículos, sobre
todo enseres hogareños: camas, mesas, sillas, veladores y aun ropa,
muchas veces usada. El negocio de saldos no le iba a la zaga. Salían muy
temprano a “timbrear” por
los barrios de la ciudad y pueblos de la provincia de Buenos Aires. Como
no era oportuno molestar en horas de la tarde, en tiempos en que era
costumbre dormir la siesta, regresaban al mediodía con el producto de su
labor a los locales especializados del ramo. Nos ilustra el testimonio de
una vecina: “...
no había televisión... no se iban a quedar con su esposa y cinco hijos a
mirarse las caras dentro de una habitación, se iban al café Izmir a
encontrarse con sus amigos de toda la vida”. Es
sabido que los sefaradíes siguieron hablando fielmente por generaciones
el "ladino" o “Djudezmo”,
aquel castellano antiguo que se llevaron de España, atesorado como la
mayor de sus riquezas y que, como en sagrado ritual, para cada situación
encontraban la sabiduría en sus “dichos
y refranes", muy importantes en su vida cotidiana, a tal
punto que uno de ellos, afirma: "El turco (sefaradí) no
tiene leyes, tiene refranes". Muchos de éstos nos ayudan a
entender el espíritu alegre y optimista que en las vicisitudes animó
tanto a los sefaradíes del siglo XV como a
los llegados a la Argentina en los primeros años del siglo XX, por
ejemplo
¡ Iá cumimos, iá bivimos y al
Dió bindizimos! Lugar casi exclusivo
para hombres, los tiempos del Izmir
estaban bien marcados. Las mañanas eran serenas. Las tardes dedicadas al
pasatiempo a través de las charlas y el juego. Las mayores
manifestaciones de euforia y regocijo ocurrían al caer el sol; las
comidas típicas regadas de licores espirituosos subían el voltaje en
tanto el ritmo de la música les evocaba sus distantes
pueblos de mar. Música
y Manjares Don
Alboger
tenía una importante colección de discos de pasta griegos y turcos. La música
se abría paso hasta la calle, entre el humo espeso del tabaco y el de la
cocción de los shishes (carne
picada o trozos de cordero o hígado asados al carbón en unos pinches metálicos)
servidos al plato o dentro de una pita - pan árabe - a modo de sandwich.
Era tradicional una “picada”
llamada “mezé“, compuesta
por una variedad de platitos típicos: queso blanco de cabra, aceitunas,
rabanitos, pepinos, huevo duro, etc., y el infaltable “rakí”,
anís, que muchas veces era convertido en un líquido de aspecto lechoso
debido al agregado de agua. El
juego de naipes, especialmente “loba”
o “pastra”, y el “table” (similar
al backgamon), eran parte del entretenimiento del lugar. Pero esos hombres
deliraban cuando tocaba la orquesta oriental: mandolín, laúd, kanún
(instrumento de cuerda ejecutado con plectros), pandereta, dumblek (tambor
pequeño), violín, etc. La llegada de los músicos y las bailarinas, en
horas de la noche, habitualmente los viernes y fines de semana, era todo
un acontecimiento barrial: “...
cerraban las ventanas pero tenía las cortinas... y siempre un gauchito
que las corría un poquito y se veía..." asegura Nicolás
D.. Muchos vecinos y "purretes"
(jóvenes) se agolpaban en la entrada para escuchar la música o "pispear"
(observar) y adentro, rememora Sergio S.,
"... no había lugar, era tipo
cancha de Atlanta... lleno hasta el fondo, era una cosa impresionante...
Me impactaba ver llegar al Izmir a los músicos que tenían un pequeño
‘tabladito’ en el medio... Y la mina (bailarina)
estaba vestida... con todo dorado con perlas, todas agarradas hasta acá,
el corpiño... se le veía el ‘pupi’ (señala el ombligo) y
con una bombacha de gasa y bailando descalza.” Así como preservaron
el castellano antiguo hablado en la España medieval, el agrado por la música
turca y por los “velos endemoniados de las odaliscas” fueron comunes en los
sefaradíes. Estas, entre otras costumbres, provenían del antiguo Imperio
Otomano, en el que habían vivido sus ancestros por más de cinco siglos,
luego de las expulsiones de la Península Ibérica a fines del siglo XV.
La tolerancia otomana permitió un trato respetuoso y la esperanza en el
futuro fue posible, lo que no era poco. Parte de esa cultura se incorporó
a sus tradiciones a través de muchas generaciones y, por lógica, se vio
acrecentada por la lejanía de sus países de origen. La “música
turca” era ciertamente popular y el baile coronaba un sutil efecto
de seducción. Perviven en el recuerdo famosas bailarinas: Madame
Jeannette, Flora, Madame Flash, Milí, las Livías y renombrados
bailarines como Abraham Sadrinas
que, al son de la danza, hacía equilibrio con una botella en su cabeza,
mientras golpeaba dos cucharas a modo de castañuelas. Elías
Bajar, aplaudido también por el excelso e intuitivo arte de sus
movimientos. No es de extrañar, entonces,
la gran expectativa con que eran aguardadas las memorables “nochadas”
del Izmir.
Trascendencia
del Izmir A este lugar
pintoresco llegaba gente de otros barrios: Flores, el Centro, La Boca,
Palermo e inclusive del interior y aún de la ciudad de Montevideo. Aunque
con una mayoritaria presencia sefaradí, no faltaban griegos, armenios y
de otras colectividades. “No había odios... en paz”, afirman
los testimonios. Si unos pocos vecinos observaban con algún reparo la
presencia de “músicos y odaliscas”,
es sugestivo y ampliamente revelador que los hijos de aquellos primeros
habitués
coincidan en que para sus padres "el
Izmir fue su segundo hogar por más de treinta años." o "Mi
papá iba siempre a ese café, estaban él... sus amigos... todos los que
vivían en esa cuadra y sus alrededores, todos paraban ahí a la tardecita
a tomar un café a charlar de algunas cosas que sucedían en su época...”.
Existe un sincero sentimiento de “orgullo” por ese café al que se lo consideraba, además,
una verdadera “institución... y secretaría informal de la comunidad”. (14) Muchos
de sus concurrentes completaban el número necesario para iniciar los
rezos en el Gran Templo Sefaradí, ubicado a la vuelta, sobre la calle Camargo
870. Es evidente el fuerte
sentido de pertenencia que experimentaban los que se agrupaban en el café, tal como lo sintetiza el siguiente testimonio: “El
Izmir era el más poderoso... el primero, el más frecuentado y el más
conocido... todos los turcos iban... Días de semana y fines de semana
también... Alboger tenía el café siempre lleno... En vez de ir al cine
se decía... me voy de Alboger, me siento ahí dos horas y
veo bailar... era el lugar para
encontrarse y hablar de todo” Emblemas
porteños Buenos
Aires, ciudad añeja e inmortal,
es también fruto de la diversidad que le otorga coherencia aun a sus
contradicciones. Urbe obstinada en su perpetua recreación, alberga, sin
embargo, espacios mitológicos, lugares fuera del tiempo, como puentes
tendidos entre lo pretérito y el porvenir. Los cafés se ubican allí, en
sitios que son endiosados y venerados, objetos de culto que guardan
un singular halo de misterio. La Gran
Aldea del siglo XIX, devenida en Gran
Metrópoli, que tal vez,
como toda gran ciudad, abunda en
indiferencia o frialdad, paradójicamente
anida ciertos ámbitos destinados al culto de la amistad y de la
nostalgia. Entre ellos se encuentran el Tortoni y el Izmir, parte
del patrimonio cultural de esta ciudad e incluidos entre los veintiún cafés
enumerados como “Emblemas Porteños”.
(15) Es
en esta inmensa y poética ciudad en la que el “curso
y recurso” de los acontecimientos tanto nos complace con la vigencia
indiscutible del Tortoni, Las Violetas, el Querandí o el Café de García, por
mencionar sólo algunos o con el sabor amargo por la desaparición de
otros grandes como El Café de los
Angelitos, El Molino o el Izmir que bajaron sus persianas por
diferentes avatares. La historia a la que suele definírsela como “el acontecer del hombre en el tiempo” y que parece ser impredecible, por suerte, nos deja algunas certezas. De lo que estamos seguros es que los nombres de Rafael Alejandro Alboger y Yaco Alboher, esos dos hermanos que alguna vez partieron con sus sueños de Izmir, han quedado sellados en la memoria de dos cafés históricos. Rafael Alejandro que pasó por el Tortoni y fue dueño del Izmir, hasta su fallecimiento, en 1965, logrando que su comercio fuera un reconocido referente oriental y Yaco, mozo y luego accionista del Tortoni; después de su muerte en 1998, el apellido permanece ligado al café a través de sus hijos, Víctor y Luis, que heredaron la relación contractual con la sociedad. Cierre
del Izmir e ingreso a la
Historia El
señor tiempo, inexorable, cumple su labor. El café Izmir, mantuvo las características mencionadas hasta fines de los años
60. Don Alboger falleció
inesperadamente el 29 de abril
de 1965, haciéndose cargo del local, transitoriamente, sus dos yernos, “Nusi”
y Alberto, hasta 1969, cuando la familia Rodríguez, asturiana, compró
el fondo de comercio. Por entonces habían quedado unos pocos “turcos”
y el espíritu oriental casi no existía. En los años siguientes sus
habitués fueron, en su mayoría, los
albañiles y empleados de las oficinas de la zona. Si hoy nos detuviéramos
frente al Café Izmir nos podría pasar como una medianoche a Adán
Buenosayres, que creyéndolo cerrado, se demoró unos instantes ante
sus persianas y pudo percibir el “...
olor del anís dulce y del tabaco”
y ” una canción asiática... salmodiada por cierta voz... sobre un
fondo musical de laúd o de cítara”. Acaso filosofemos como él
unos instantes sobre la vida y la muerte. Adán
“... se saca el chambergo, del
que caen dos o tres hojitas resecas y enjuga con su mano las gotas de la
lluvia que le corren por la cara. Luego reanuda su andar, calle
arriba." (16) Mientras,
nosotros imaginamos a Rafael
Alejandro Alboger esbozando su sonrisa nostálgica cuando evocamos al Izmir,
el que con absoluta justicia ha sido considerado “Café Notable” y “...
parte de la esencia porteña" (17) Cerró
sus puertas el 9 de octubre de 2000, cuando ya no era ni la sombra de lo
que había sido. Detrás de sus cortinas metálicas, hoy enmohecidas, ese Olimpo
rectangular, en ruinas, con sus paredes descascaradas y sin vida,
enmarcan un interior silencioso y oscuro que atesora, sin embargo,
historias de un tiempo pletórico de vida y energía. Aún parecen resonar
la música y las palmas que acompañan el ritmo y la danza de las bellas
odaliscas, las voces, los murmullos y las risas abriéndose paso a través
del espeso humo y los sueños y las utopías de aquellos días tan
distintos y lejanos. Nosotros nos convertimos hoy en custodios de la
memoria, en tanto duendes de otros tiempos merodean la calle Gurruchaga,
echan un vistazo dolorido al gastado mármol del umbral y, como esperando
un milagro, sacuden las persianas bajas del famoso y eterno “Café
Izmir”.
NOTAS 1)
CORDERO, HECTOR ADOLFO, COMO ERA
BUENOS AIRES. P 98. ED.PLUS
ULTRA.BS.AS.1980. 2) ARIAS, LAURA D. REVISTA
CUADERNOS DEL TORTONI Nº2 P 3. OCTUBRE DE 2000. 3) REVISTA ASI. AÑO XIII. Nº608. 30/05/1975. P 6. 4) DIRECCION GENERAL DE VERIFICACIONES Y HABILITACIONES. EXPEDIENTE :
188009 A 940. 5) MASTRONARDI, CARLOS. RECUERDO
AQUI... en CAFE TORTONI 1858 - 1988. BS.AS 1988.
P 15. 6) MARECHAL, LEOPOLDO. ADAN
BUENOSAYRES. BS.AS.1994.ED.PLANETA.P 91. 7) NOGUES, GERMINAL. BUENOS AIRES
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BS. AS. 1999. GOBIERNO DE LA CIUDAD DE
BUENOS AIRES. P 5. TESTIMONIOS ORALES: FAMILIARES Y AMIGOS DE RAFAEL ALBOGER.
VECINOS Y HABITUES DEL CAFÉ
IZMIR. PERSONAL DEL CAFE TORTONI. -MATERIAL
FOTOGRAFICO:
LAS FOTOS QUE ILUSTRAN ESTA NOTA Y QUE FIGURAN COMO ARCHIVO
CS PERTENECEN AL AUTOR DE LA MISMA. |
Carlos Szwarcer
Artículo publicado en la Revista “Cuadernos del Tortoni” Nº9 Bs. As. Abril de 2003 Pág. 1 a 9.
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