El reloj de esfera celeste Carlos Szwarcer |
Ese
domingo al mediodía la casa estaba de fiesta, se celebraba una importante
fecha familiar. Una enorme nube negra, que empalidecía todos los colores,
se corrió para dar paso al tibio sol de agosto que desde el ventanal se
derramó lentamente por el comedor. Mi abuelo, de traje oscuro, impecable,
y mi abuela, que lo miraba con sus intensos ojos negros, azabaches,
quedaron por unos instantes iluminados. Sonreían radiantes. El
tenía la mirada profunda y melancólica. Tan firme era su paso y elegante
su figura que parecía uno de esos actores maduros norteamericanos, como
un personaje salido de la pantalla del cine Rívoli [1]
.
Con el cuello duro de tanto aguzar la vista lo observé desde mis lozanos
seis años queriendo desentrañar esa marca diluida, especie de medialuna
delineada tenue y enigmática en su amplia frente. ¿Un golpe, un
accidente, una caída, una pedrada; quizás un estigma o una señal
divina? Esa huella del pasado que quería dilucidar y sobre la que jamás
me atreví a preguntarle… Muchas
veces escuché los lamentos:
“es
un esclavo de su trabajo”…
“… y… bueno… si queremos
estar bien tiene que sacrificarse”.
Y él siempre sentenciaba: “cuando me jubile tendré todo el tiempo…” Esta frase la
repetía cada vez que intentaba explicar sus llegadas tarde a cenas y
festividades religiosas, o su
ausencia en algunos cumpleaños. Pero
nada de eso me importaba en aquel momento; allí estaba él, junto a mi
abuela. Y acurrucado, desde mi asiento, ese mediodía no le saqué la
vista de encima. Su sobriedad era quebrada por un gracioso y melodioso
tono de voz articulando dichos
ancestrales o el refrán exacto
para el momento justo de la conversación. Algo nuevo me llamó la atención:
descubrí en su muñeca izquierda un moderno reloj de esfera celeste que
enseguida me fascinó. Esforcé la vista intentando descubrir qué era ese
diminuto elemento que giraba y giraba oficiando de segundero. Tal fue mi
concentración que mi abuelo se interesó en saber qué le pasaba a su
nieto mudo, patitieso y con cara de bodoque
extasiado. -
¿Qué miras?,
preguntó - Ah… ven aquí…
¿El reloj, no es cierto? - agregó
con voz firme, y una sonrisa que irradiaba satisfacción. Me
sentó sobre sus rodillas y le revelé lo que había despertado mi
curiosidad:
“el color, ese celeste azulado raro, abuelo… y el segundero”.
Ya de cerca observé que el mecanismo amarillo nacarado que rotaba rítmicamente
era una especie de ave con las alas extendidas. En
ese momento previo al almuerzo, en medio de ruidos de platos y copas que
se apoyaban sobre la mesa, me contó que el reloj se lo había comprado a
un marinero griego que llegó al café “con
un bogo de chucherías y cigarrillos importados” y que le gustó por
los números grandes que marcaban las horas, porque los veía bien, y
sobre todo el segundero. Llegaron los platos humeantes y me dijo: “ve a tu silla”. Y
con un guiño de ojo me prometió que después de comer me contaría algo
que nadie sabía. Apenas
terminamos de almorzar sembraron la mesa con platos dulces y mermelada de
arrope. Completaba el ritual el “café a la turca”, pero mi abuelo corrió la silla, se hizo del
pocillo, y tomándome de la mano me llevo al living. Se dejó caer muy
lentamente sobre el mullido sillón de pana ocre y fue entornando los
ojos. Quedamos en silencio y, cuando dio el primer sorbo al café, una
breve ráfaga de viento fresco, que irrumpió inesperadamente desde la
puerta entreabierta del patio, le hizo exclamar: “oj oj oj…”[2].
Siempre que se encontraba a gusto, feliz, lanzaba esa expresión que a mí,
inevitablemente, me hacía reír, y me devolvió una serena sonrisa
mientras me fui sentando en el apoyabrazos del sofá, expectante por lo
que me iba a contar. - Te
diré algo, pero
no le contarás nada de nada a
“dinguno” [3]
- dijo,
con gesto severo. Asentí
con un leve movimiento de cabeza, y aún más nervioso e intrigado con sus
próximas palabras. -
Mira
el ave que gira y gira aquí y que te hizo “pedrer la kalma”
– marcó con su dedo el reloj reluciente- ¿Sabés
por qué se lo compré al grego? Porque
su color me hizo “akodrar”, bah… me vino a la cabeza, el mar de mi
casa, en Izmir. ¿Entendes bojor? Esmirna,
mi pueblo. Y estas “estreas” parecen
las mismas del aquel cielo. Pero lo que más me “embelekó” fue este
lindo “pasharo” que da vueltas y vueltas, igual que “aqueas” aves
que veía volar “basho” y después llegar a las nubes. Pero un día
– extendió su brazo hacía el techo y abrió su mano separando bien
los dedos – el cielo se hizo negro, negro de toda negrura; y los pájaros
azafranados se fueron todos “shuntos”, fuyeron
de
a cientos. Ruido, muncho ruido. Fuego y humo. Mi kirida madre me disho en esos días negros: “vate de
aquí, lejos, como aqueas aves. Vate de aquí… a otras tierras a otros
cielos”. Y me fui…[4]
Mi
abuelo, pensativo, continuó: “¿A
ti también te gusta el reloj vedrá?
Mira… lo guadraré para
ti. Dicen lumbreras que es de sabios deshar lo que mos gusta a ken más
queremos. Te lo “desharé para ti, para cuando seas hombre, para cuando
celebremos tu Bar Mitzvá” [5]
-
[6]
- me aseguró con cara seria y ceño fruncido, como quien estaba
diciendo algo muy delicado e importante. En
esos momentos no entendí del todo la profundidad de sus palabras, sin
embargo, me sentí feliz porque me estaba dando su confianza, contándome
una historia íntima sobre él, su ciudad, mi bisabuela, y lo más
importante es que compartíamos un secreto. Pasaron los años y nunca más
hablamos sobre el tema. De tanto en tanto cuando él usaba ese reloj,
levantaba la muñeca izquierda, y me guiñaba el ojo. Lamentablemente,
unos meses antes de mi Bar Mitvá,
falleció. Y pensar que tanto repitió: “¡Cuando
me jubile tendré todo el tiempo…!”,
al final no alcanzó a jubilarse.
¿Dónde habrá ido a para su reloj? Nadie supo jamás lo que me había
contado. No
recuerdo cómo llegó a mí el reloj despertador a cuerda que hace añares
descansa sobre mi cómoda y que - aunque está descompuesto - conservo
como una reliquia. ¿Lo compré o me lo regalaron? ¡Ah, esas trampas de
la memoria! Tiene una esfera de un celeste intenso, salpicada de estrellas
blancas, y un segundero amarillo que en el pasado giraba y giraba
acompasadamente. Seguramente que su parecido al reloj pulsera de mi abuelo
no es casual. Si bien su vidrio está roto y su mecanismo oxidado, es mágico:
ha logrado, de alguna forma, detener el tiempo, su imagen me lleva a otras
imágenes, sus horas a otras horas. Como en un juego travieso y sutil mi
mente se ubica en otras coordenadas, en otra dimensión se conecta a través
de ese reloj con la niñez de mi abuelo, con su origen, y con mi propia niñez.
Entonces, aquella charla secreta plena de una hermosa complicidad vuelve a
mí y, en algunas ocasiones, cuando miro fijo mi viejo reloj despertador
de esfera celeste, milagrosamente su segundero parece girar nuevamente; el
pájaro amarillo vuela bajo otra vez por la bella Esmirna del Asia Menor,
se eleva hasta las nubes y regresa a mi Buenos Aires, para recordarme uno
de los tantos lugares de donde vengo. Notas:
[1]
Cine de Villa Crespo. Barrio de Buenos Aires que concentró en el siglo XX
gran cantidad de inmigrantes europeos, muchos de ellos judíos: sefaradíes
y ashkenazíes. Las
siguientes palabras o párrafos que abajo se aclaran proceden del
Djudezmo: habla
de los sefaradíes,
denominada indistintamente ladino, judeoespañol, castellano
antiguo, espanyol, españolit. Idioma de los judeo-españoles del siglo XV
y que sus descendientes mantuvieron, con ligeras variantes, según la región,
en cada aldea o ciudad en la que se afincaron luego de la expulsión. [2] Expresión que
significa la satisfacción por un clima agradable o el disfrute de
un aire puro y refrescante. [3]
Ninguno. [4]
“Mira
el ave que gira y gira aquí y que te hizo perder la calma – marcó
con su dedo el reloj reluciente- ¿Sabes
por qué se lo compré al griego? Porque su color me hizo acordar, bah…
me vino a la cabeza, el mar de mi casa, en Izmir. ¿Entiendes?
Esmirna, mi pueblo. Y estas estrellas parecen las mismas del aquel
cielo. Pero lo que más me encantó fue este lindo pájaro que da vueltas
y vueltas, igual que aquellas aves que veía volar bajo y después llegar
a las nubes. Pero un día – extendió su brazo hacía el techo y
abrió su mano separando bien los dedos – el
cielo se hizo negro, negro de toda negrura; y los pájaros azafranados se
fueron todos juntos, huyeron de a cientos. Ruido, mucho ruido. Fuego y
humo. Mi querida madre me dijo en esos días negros: vete de aquí, lejos,
como aquellas aves. Vete de aquí… a otras tierras a otros cielos”. Y
me fui…” [5]
"¿A ti
también te gusta el reloj verdad? Mira…
lo guardaré para ti. Dicen
lumbreras que es de sabios dejar lo que nos gusta a quien más queremos.
Te lo dejaré para ti, para
cuando seas hombre, para cuando celebremos tu Bar Mitzvá". [6] Bar Mitzvá. Del hebreo: Ceremonia en la que el joven asume la madurez religiosa, derechos y obligaciones. Fiesta familia. |
Carlos Szwarcer. © 2007
Buenos Aires. Octubre de 2007
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