Una apuesta con la Muerte |
Los
taimados amigotes del truco, no paraban de mirarse unos a otros con picardía
criolla, mientras tiraban la oreja a sus barajas; bastante ajadas y
ajetreadas de roces y sudores ajenos de tantos perdedores.
Si éstas pudieran hablar y relatar cuántas manos las profanaron
en pos de ganancia fácil ¡lo harían a los gritos!
Con los mismos vozarrones que, en forma estentórea y excitados por
el aguardiente de caña, proclamaban entre otras lindezas del repertorio
tahuresco: |
“Al
pie de aquella ventana, en
el jardín de mi amor, vi
abrirse un tierno pimpollo para
transformarse en ¡flor!” |
O
la rápida y ríspida respuesta aguardentosa del retador de la mano,
quien con tono melifluo y mentiroso proclamaba: |
“El
amor de mis amores, Se
puso un lindo vestido, Y
el viento, con él jugaba, Diciéndole
¡falta envido!” |
Entre
risotadas fanfarronas, burdas cuartetas improvisadas y tragos de violento
alcohol macerado en guaviramí,
los apostadores hacían ir y venir ante sí los granos de maíz que
cuantificaban, simbólicamente, los montos en juego, por si apareciera la
molesta presencia policial en el boliche tabernario que oficiaba de
garito. Es que estaba fuera
de la ley, no el juego de azar, sino las apuestas en metálico sin la
participación a la autoridad; aunque no estaba prohibido jugar “al
gasto”, sólo por la consumición de los participantes.
¡Y vaya si consumían! Que el desfile de vasos de rústico vidrio
era incesante sobre la mesa de juego, a cargo de los perdedores. La
mortecina luz del farol murciélago
a kerosén, apenas iluminaba la astrosa mesa desvencijada, cubierta por
una mugrienta manta de basto algodón, tal vez sisada de algún cuartel
policial o empeñada a cambio de tragos, lo mismo daba.
El bolichero del pueblo de Itá Ku’i, (que en idioma vernáculo
sería algo como “piedra curubicada”, ya que en tiempos anteriores era
cantera de basalto para empedrados urbanos y pedregullos para hormigón),
ejercía de autoridad política, acopiador de ‘frutos del país”,
prestamista y proveedor de comestibles y tragos a discreción, cuando no
de padrino de bautizos, casamientos o funerales.
Sus
parroquianos, justo es mencionarlo, eran gente de trabajo.
Capueranos, pequeños hacendados y agricultores minifundiarios de
la comarca; pero también había un selecto y pequeño grupo de habitués
del juego y el trago, especializados en desplumar incautos.
Especialmente tras las épocas de cosecha y zafras de algodón,
tabaco, mandioca y frutas de la región.
Más
de un campesino chacarero poco avisado de los alrededores, hubo dejado en
la mugrienta mesada —merced a barajas marcadas y otras artes non
sanctas—, sus sudores del año, debiendo encima al bolichero por
provistas adelantadas a cuenta de su próxima cosecha.
Pero así muestra la diosa Fortuna su equívoco rostro
condescendiente de falsa sonrisa, estimulante de vicios, y, traicionando
posteriormente a sus devotos y promeseros.
Claro que, en el Paraguay profundo, visceral y campesino, quizá
por desconocimiento de la mitología europea se inventan otras más al
gusto y costumbres locales, inficionadas por el pacato catolicismo
heredado de la España negra de Torquemada y Felipe II, que se negara a sí
misma el Renacimiento a cambio de la Culpa penitencial.
En
este caso particular, la diosa Fortuna ha sido reemplazada por la figura
cumbre del neopaganismo nacional: la hechizante imagen tallada en madera
—bella por cierto—, de la llamada “virgen de Ca’acupé”, a quien
los campesinos y citadinos paraguayos atosigan con promesas pecuniarias,
devocionales o penitenciales, según sus posibilidades, en trueque de
“gracias” tales como ganar al truco, sacar premios de lotos o
quinielas, aprobar exámenes cruciales, ganar licitaciones, sanar
dolencias venéreas, o incluso deshacerse de alguna suegra metiche. Otras
populares figuras de devoción fetichista son: san Cayetano (trabajo), san
La Muerte (seguridad ante el peligro), san Onofre (abogado de los devotos
de Baco-Dionisos), y así en adelante, para todos los gustos y deseos.
Pero
dejémonos de digresiones escurridizas para retornar a la mugrienta mesa
de truco, donde Paulino Yaharí, Filemón Sosa, Truculino Moscoso y
Marciano Tukumbó, dirimen el muy sudamericano certamen de barajas.
Por supuesto, es un truco amistoso mientras aguardan a que caiga
algún besugo, a quien dejar sin blanca con sus cartas españolas de
Fournier o Vitoria. Éstas,
de tan ajadas ni marcas notorias tenían ya, y el bolichero no estaba
propicio a renovarlas aún, mientras no rindieran hasta la exhaución su
picaresca vida útil en pro de su negocio. Es
que el almacenero, don Hipólito Alvarenga, presidente de la seccional
oficialista local y juez de paz en sus horas libres, percibía su diezmo
obligatorio de los ganadores que apostaban en su local, el único
autorizado para tal evento. Ciertos
días del año, especialmente en fiestas patronales y feriados nacionales,
organizaba también riñas de gallos, carreras de sortijas, cuadreras y
juego de la taba, debidamente fiscalizados por el comisario policial
local, el señor cura párroco (que también percibía su diezmo) y algún
ciudadano expectable de la zona que oficiaba de árbitro.
Éste último, generalmente vinculado a las autoridades políticas
gubernistas, para evitar que algún contrera u opositor tuviera la osadía de ganar al caballo del
comisario o al padrino del guaino favorito. La
plácida existencia de los lugareños, pese a los avatares sociopolíticos,
rara vez llegaba al punto del sobresalto.
La tierra, generosa y fecunda, daba para el sustento y las deudas
solían honrarse, que la palabra era preciado documento; aún en épocas
de violencia política y cuartelazos, que apenas alteraban el pachorrento
ritmo de vida interiorano. Notándose
más las consecuencias de los desmanes cuarteleros en la capital que en
las aldeas esparcidas al albur por el interior, como desordenados
salpicones urbanoides en un mapa varias veces mutilado, por guerras o
desmembraciones coloniales del pasado. El
juego de truco proseguía, a la luz del ahumado farol de kerosén o de
candiles de sebo, entre las poco ingeniosas cuartetas; caricaturas de
versos picarescos improvisados o no.
El paciente don Hipólito Alvarenga, se mantenía expectante tras
el viejo mostrador del almacén, atento a las posibles reyertas alcohólicas,
y pendiente de los ganadores de turno.
También acudía con un vaso de caña de tanto en tanto, a cuenta
de los perdedores, a quienes anotaba con rayas en un cuaderno muy
trajinado, con marcas de dedos de quienes no sabían firmar.
Pocas
veces hubo de interceder para calmar bochinches, generalmente provocados
por quienes perdían y acusaban a los ganadores de hacer trampas, lo cual
era altamente probable pero difícil de demostrar.
Los jugadores profesionales que, día a día, noche a noche y de a
dos, merodeaban el boliche a la pesca de oponentes, eran viejos conocidos
del dueño y éste, no dudaba en defender la probidad del equipo de tahúres,
en caso de dudas o entredichos. Cierto
día poco pensado —el menos pensado de todos—, apareció por el
poblado un tropero bien plantado con un hato de reses, que trasladaba
hacia Paraguarí para ser faenadas. Éste,
venía acompañado de tres hombres, presuntamente peones subalternos que
custodiaban al ganado que consistía en veinte vaquillonas de engorde,
propiedad de un estanciero del departamento de Misiones.
Los troperos acamparon en las afueras del pueblo para pasar la
noche al raso; en tanto que, el capataz de la tropilla fue al almacén, a
surtirse de víveres para el equipo.
Allí, los tahúres no demoraron en calibrar al recién llegado
como candidato idóneo al desplume. Uno
de ellos, Paulino Yaharí, líder del cuarteto, se levantó discretamente
abandonando el lugar a fin de que sus compañeros, con el pretexto de
“completar equipo” lo convidaran a sentarse con ellos, dizque a echar
un trago y hacer “pierna”. Pero
primero debían disponer de un mazo de barajas, si no nuevo, al menos
presentable, que un forastero munido de ganado en pie, lo merecía.
No lo iban a desafiar con barajas más viejas y trucadas que la
biblia, y más sucias que sus intenciones, que también los jugadores
tienen su corazoncito travieso, cuando no avieso.
El patrón del almacén no demoró en proveer al trío, otro mazo más
digno del huésped de la casa. El
mocetón de fuera ostentaba una apostura de buen jinete y sus ropas, si
bien traían señales del largo y sudoroso trajín sobre lomo de caballo,
eran bastante decentes y no desmerecían cuidados.
Mientras el fuereño hacía sus pedidos al bolichero, los pícaros
Filemón Sosa, Truculino Moscoso y Marciano Tukumbó, lo invitaron
gentilmente a completar la pierna de cuatro para pasar el tiempo. Para
sorpresa de éstos, el recién llegado con corteses palabras rehusó el
convite, alegando una delicada misión que le vedaba juegos, caña y
mujer, hasta tanto no dar feliz término a la misma, entregando el rebaño
en su destino final: la muerte a manos de los matarifes municipales. Los
tres jugadores, que esperaban una aceptación tácita o explícita, se
revolvieron en sus duras sillas de basta madera.
¿Rehusar un envite en regla?
Para ellos, acostumbrados a los mansos lugareños que desconocían
la palabra no, era casi una blasfemia premeditada. De momento, al contemplar el niquelado revólver que pendía
abrazado a la cintura del forastero, escoltado por un imponente facón de
artesanal factura, no replicaron como hubiesen querido.
Simplemente se mordieron los labios y comentaron, entre ellos pero
como para hacerse oír de rebote: —Parece
que el arribeño tiene miedo a las barajas o a perder sus vaquitas en la
patriada…—dijo Filemón Sosa, en tono irónico, dirigiéndose a sus
compinches. —A
lo mejor tiene ya una mujer que lo espera por ahí, a quien rendir
cuentas… —completó Marciano Tukumbó, como al desgaire. El
forastero nada replicó pues la sobriedad es buena consejera.
Simplemente pagó las provistas en efectivo, exigiendo nota de
venta para su patrón y peso exacto de lo adquirido.
Los tres ventajistas decidieron seguir incordiándolo hasta hacerlo
aflojar. O aceptaba el
convite, o salía de allí como rata por tirante. —Puede
que el mocito sea flojo de tripas y no aguante la caña nuestra —exclamó,
a viva voz Truculino Moscoso, como en tono de desafío, olvidando la más
elemental prudencia y los respetables fierros que portaba el forastero. Éste,
ni se incomodó ante las pullas pero, tras abonar el pedido, salió con
las árganas cargadas a ponerlas en la grupa de su albo tordillo.
Pocos instantes después regresó al interior del almacén para
encarar discretamente a los jugadores. —Si
quieren desafiarme con un truco, acepto, pero sólo hasta las diez de la
noche. Vendré esta noche a las nueve y espero que sean tan buenos
perdedores, como faroleros de palabra fácil.
Los
tres amigotes sonrieron ante lo que supusieron una aceptación en regla y
saludaron untuosamente al jinete, e incluso lo invitaron con una cerveza
liviana. Éste
nada dijo y tampoco aceptó la cerveza.
Simplemente se dirigió a su cabalgadura y, tras hacer caracolear
su animoso caballo en señal de desafío, se perdió por el polvoriento
camino hacia donde aguardaban sus hombres. Esa
noche, como a eso de las nueve, apareció el personaje, seguido de dos de
los suyos, habiendo dejado al otro al cuidado del rebaño de cornúpetas
en las afueras del pueblo; eso sí, bien provisto de yerba, tasajo y otras
provistas de boca. La orden dádale
era de permanecer con los ojos abiertos y el trabuco en mano hasta su
regreso, que los cuatreros no eran cosa rara por esos andurriales de
montes, llanos y matas. El
forastero, aún con el sudor y el polvo del viaje, no aparentaba demasiada
fatiga y con displicencia presentó a sus compañeros sin nombrarlos; uno
de los cuales sería su “pierna”, mientras que el tercero, hombre de
pocas palabras, haría de observador imparcial, para lo que hubiere lugar.
Truculino Moscoso y Marciano Tukumbó serían los otros dos de la
partida, mientras que el lugareño Filemón Sosa sería el observador por
parte de éstos. Una
hora más tarde, ambos retadores habían perdido hasta las ganas de comer,
pese a los naipes marcados a conciencia, y debieron rendirse a la
evidencia de que el forastero manejaba los peninsulares cartones
litografiados, con habilidad consumada.
Al
haber perdido cuanto tenían, resolvieron pedir revancha a crédito por
parte del bolichero, que, como se dijera, oficiaba también de prestamista
al 20 por ciento. Éste, ni
corto ni perezoso accedió a ello con la garantía de Filemón Sosa, el
cual sustituyó a Moscoso en la mesa. —Ya
que insisten —dijo lacónicamente el forastero de la voz cantante—,
pueden servirse y barajar la primera mano a gusto y paladar.
Pero, sea cual fuere el resultado esta será la última partida,
que mañana tenemos que madrugar. A
las once de la noche me despido indefectiblemente. —Como
quiera —dijo Sosa con un rictus ladeado que fingía una sonrisa
ladina—. En la pista se ven los parejeros y los guainos. Tras
otra hora de envites y paradas, los tahúres supieron que el equipo
contrario era demasiado para ellos, pero resolvieron jugarse la última
baza. —¡Todo
al resto! —exclamó Filemón Sosa, como dando a entender que esta sería
al todo o nada, lo que es decir: a muerte. —Recuerdo
haber dicho que tenemos que madrugar —dijo el forastero con tono suave
mas no desprovisto de firmeza—. Ya
les dimos el desquite y no supieron aprovechar, aún con barajas marcadas.
¿O quieren apostar sus cabezas?
Primero paguen su crédito, que no acepto apuestas de fiado y sólo
estamos de paso. —Mis
parroquianos tienen crédito ilimitado y yo respondo por ellos —dijo don
Hipólito Alvarenga, terciando en la cuestión—.
Creo que tienen derecho a revancha… —Tal
vez en otra ocasión, don —replicó el forastero con displicencia—.
Mañana a primera hora tenemos que salir con la tropilla hasta
Paraguarí, y nos aguarda una larga cabalgata aún.
Ya les he dado el gusto, y no creo haberlos defraudado.
¿O sí? —¡Tenemos
derecho al desquite y no van a salir de aquí así nomás! —exclamó
Truculino Moscoso en tono amenazante, ya bajo los vapores violentos de la
caña ingerida durante el encuentro. —Mi
palabra es sagrada —replicó el forastero, casi a punto de perder la
paciencia—. Si me comprometí
a responder a su convite, he cumplido hasta bien tarde.
Pero si he dicho que sólo una más de revancha, así nomás ha de
ser. Somos trabajadores y no
podemos estar toda la noche en vela, que debemos trasladar el rebaño
hasta Paraguarí y buenas leguas esperan aún por nosotros.
¿Está claro? Esto
último lo dijo medio arrastrando las sílabas, en señal de estar
llegando al límite de la paciencia.
Mas los tahúres no se dieron por enterados de sus razones e
insistieron, pero ésta vez echando mano al pomo de sus maliciosos
facones. —Señor
almacenero —dijo el forastero—. Creo
que usted debe poner orden en este antro, salvo que prefiera que
arreglemos esto afuera y a lo macho. —¡Alto
todos! —profirió don Alvarenga, temiendo lo peor—.
Si quieren bronca, será mejor que vayan a chacinarse por ahí, que
no quiero sangre en mi establecimiento. —¡Usté
no se meta don, que esto es cosa de hombres! —casi gritó Filemón Sosa,
el más apintonado de los jugadores y que ya llevaba trasegadas varias
rayas de aguardiente de clandestinos alambiques de la zona—.
¡Queremos revancha y recuperar lo perdido, ahora mismo!
—¡Vamos
afuera, entonces, y que sea lo que el diablo quiera! —dijo
resignadamente el forastero, quien no había ingerido licor en toda la
jornada, justamente previendo un desenlace no deseado.
Todos
notaron la ausencia del revólver en la funda del cinturón, no así la
del facón de doble filo, quizá hecho de una vieja bayoneta de la guerra
con Bolivia. Tampoco sus subalternos habían bebido nada, a fin de prever
cualquier desmán de parte de los locales; que hay que tener cuidado de no
pisar de costado en cancha ajena. Los
retadores salieron en tropel, con sus fierros empuñados, aunque en manos
no tan firmes, a causa de lo ingerido, que ya les nublaba las entendederas
aunque no la furia de haber sido trasquilados tras haber ido por lana.
El
forastero y sus hombres los siguieron, aunque sólo el primero tenía
cuchillo ya empuñado y un buen poncho de rústico algodón, el cual lió
en su brazo izquierdo como protección de tajos traicioneros.
A una voz, atacó primero Filemón Sosa, quien lanzó una estocada
de arriba hacia abajo, hábilmente frenada por el diestro esgrimista de
cuchillo, lúcido y sobrio como el que más. La
severa mirada de los peones, que ya tenían las manos en las cachas de
sendos cuchillos camperos, detuvo cualquier conato de agresión de los
otros dos oponentes. El
forastero, mejor preparado y alerta, dio un tajo rasante y superficial en
la frente del retador, quien quedó desconcertado momentáneamente y
cegado por la sangre. Esto
fue aprovechado por el adversario, quien en un ágil movimiento lo desarmó
hiriéndolo en el brazo derecho. El
beodo quedó paralizado de terror y cayó de rodillas ante el forastero,
quien envainó de nuevo su estoque. —¿Hay
otro que quiera probar suerte? —preguntó irónicamente el tropero—.
¿O quieren hacerle una apuesta a la mismísima muerte?
Todavía hay resto, señores.
Y esta vez no he de ser tan indulgente. Y
diciendo esto, sacó nuevamente el facón con el que trazó una raya en el
suelo, para delimitar inequívocamente su posición. Los
otros dos trataron de hacer un amago de agresión, pero los peones del
forastero ya tenían sus cuchillos firmemente empuñados y en posición de
guardia, lo que los hizo desistir de la ventajera maniobra.
Debieron darse cuenta, en medio de sus obnubilados sentidos, que
los fuereños no bromeaban y resolvieron acogerse a una amnistía. —Nos
damos por convencidos, señores —dijo Moscoso, temblando de nervios y
frustradas intenciones, que no de coraje—.
En otra ocasión aguardamos a ustedes para la revancha, y que sea
hasta entonces. Luego
asistió a las heridas superficiales de su compinche, como si nada, lavándolas
con caña brava. Los
troperos acudieron parsimoniosamente a sus monturas para alejarse de allí,
ante la atónita mirada del bolichero, quien estaba haciendo angustiosos cálculos
acerca del modo en que se cobraría el crédito otorgado a sus protegidos,
apenas testimoniado por varias rayas de lápiz y una marca de aliterado
pulgar. Cuando
el sonido del trote de las cabalgaduras se perdía en la oscuridad, los
tahúres medio envalentonados por la caña y la frustración, reaccionaron
tardíamente profiriendo amenazas a los ausentes en alta voz; quizá en la
secreta esperanza de que éstos no los oyeran, por si decidiesen volver a
pedirles cuenta de sus estropajosas palabras, tan ajadas como sus barajas. Lamentablemente,
para él, don Hipólito Alvarenga, el bolichero del pueblo de Itá Ku’i
quedaría sin la principal fuente de ingresos de su almacén de ramos
generales y acopio de frutos del país, entre los que figuraban sus
ingresos por usura y juegos de azar. Los
cuatro compinches de baraja y tragos, tras la dura lección recibida,
decidieron cambiar de oficio y desistir de la revancha… por si la próxima
vez desafiaran a la propia muerte sin saberlo.
Y ésta, sí que sabe cobrarse las apuestas al contado rabioso. |
Chester
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