El
nuevo alcalde policial del pueblo escuchó el relato del
tahachí
(agente soldado) con una sonrisa de incredulidad.
No era el típico
contratado
de
las Delegaciones de Gobierno rurales, de bajo nivel cultural y sórdido
pasado; ni el clásico patán uniformado de los que solían pulular por
las comisarías (alcaldías, decían antes), por lo general con varios
homicidios de gatillo fácil
en
su haber.
Más bien era alguien que, por razones no del todo claras,
abandonó la capital para pasar una temporada en el interior del país a
cambio de la mísera pitanza pagada por la Delegación de Gobierno del IX
Departamento de Paraguarí.
El
conscripto, entre mate y mate a la vera del humoso
fogón, relató al nuevo jefe de la comisaría acerca de los extraños
sucesos que tenían lugar en ese lejana
Compañía
(distrito) rural del pueblo de Roque González, llamada Simbrón, una
aldehuela de mil doscientos habitantes, incluidos el idiota y el borracho
del pueblo que no podían faltar en el censo demográfico.
—
Así
es
mi comisario...
—dijo el recluta entre sorbo y sorbo del caliente mate—.
El bicho ése, enviado del infierno, ya atacó a varios peones y dicen
que mató a tres.
Destroza a
los animales
vacunos y
desangra a las ovejas. Nadie pudo verle en la oscuridad.
Creen que es un ser peludo y baja
pero con una fuerza de veinte hombres. Todo el mundo anda asustado
y al caer
el sol se trancan
en sus el maldición.
—
¿Y
qué pasó después?
—preguntó el alcalde al conscripto. —
¿Desde
cuándo apareció el monstruo aquél de que me estás hablando?
—Tengo
miedo, che comí —
dijo
el azorado recluta—.
Cuando hay
luna llena, los pobladores trancan sus ranchos con cinco alcayatas.
Y si hay luna nueva le rezan diez avemarías y siete credos a san
Onofre y a san Lamuerte, con ocho velas y dos vasos de guaripola, por si
acaso.
Dicen algunos que es
una maldición enviada por el finado Recalde Pukú,
quien fuera asesinado por orden del coronel Bento de la guarnición
militar de Paraguarí
.
—
A
ver, contame ese caso, reclutón
—pidió el nuevo alcalde al
número
de guardia que cebaba el mate—.
¿Qué tiene que ver el coronel ése con el bicho que se zampa a
los animales de los ganaderos?
—
Hace
como diez años que apareció el coronel Bento por
esta
zona y
comenzó a perseguir a algunos pobladores para comerles sus
capueras y estancias.
Dicen
que el coronel es de confianza del general Stroessner
desde el año cuarentisiete, y, a pesar de ser
un coronel de reserva de infantería, manda más que el mismo
comandante de la guarnición, que es general de división.
El caso es que algunos abandonaron sus ranchos ante la prepotencia
del coronel,
pero Recalde Pukú
le hizo frente y se le retobó y hasta le desafió en el boliche del
pueblo a pelear
de hombre a
hombre.
Recalde a los pocos días
amaneció malherido a puñaladas.
Antes
de morir,
acusó al coronel
de haberlo emboscado y le echó una maldición.
Todos tienen miedo,
pero
no tanto del bicho, sino del coronel.
Dicen que es muy fiero y no perdona.
Ha de ser cierto nomás, que mató a Recalde o lo hizo matar, pero
no le cuente a nadie lo que le dije.
La
noche íbase apoderando del pueblito y de sus habitantes. Simbrón,
envuelto por los misterios de la oscuridad y la fría llovizna que
castigaba la zona, no tenía sueño.
El alcalde Brizuela no creía en bultos ni aparecidos.
Era medio impermeable a las leyendas pueblerinas de fogón y media
voz. Era en suma, un tipo
leído
y hasta sabía tocar la guitarra, cuyos sones ahuyentaban espíritus en
pena y sombras de finados, que medraban, dizque, por los rincones de las
capueras y montes. Pero lo de la prepotencia de los militares podía
creerlo sin hesitar.
Eran
tiempos de injusticias y despojos, sin duda, y podría atestiguarlo, de
tener la certeza de ser escuchado.
Estaba
seguro de que ahí nadie mentía.
Es
más;
conocía al coronel
Bento personalmente.
Lo vio
en el cuartel de Paraguarí, pegado como garrapata al comandante de la
guarnición; más como celoso vigilante que no como escolta.
Alto y flaco como pescado seco, de pelo ralo y canoso, con su
inseparable revólver, "Smith & Wesson" del treinta y ocho
niquelado al cinto.
La mayoría
de sus colegas usaban
pistolas
automáticas, pero Bento no formaba parte de la oficialidad "de
carrera".
Su carácter
hosco y frío no admitía réplicas ni súplicas. Sabíase perro de presa
del general y estaba orgulloso de ello.
El
alcalde, tras media docena de mates y largo silencio meditativo, despidió
al agente conscripto y encendió una lámpara de simple queroseno en la
piecita del rancho
doble culata
que fungía de despacho y "oficina":
allá, cerca del ventanuco una mesa mugrosa de grasa y polvo con un
cuaderno medio deshojado que ejercía de "libro de novedades",
un bolígrafo casi sin carga y un desvencijado catre de trama de cuero,
probablemente lleno de chinches y otras sabandijas, que le serviría para
echar sus fatigas al mundo de los sueños, sin perecer en el intento.
Pero,
¿ podría entregarse al reposo luego de escuchar cuanto le relatara el
soldado agente, con el candor propio de los
pilas
del campo? ¿Soportaría su conciencia el vil despojo a que era sometida
la gleba, víctima más que nada de su ignorancia de las leyes y otras
trampas creadas justamente para la especulación? ¿Se atrevería a
indagar los entretelones del caso?
Tantas
preguntas se agolpaban en su mente como estafados en bancos quebrados, que
casi no pudo conciliar el sueño y acabó nuevamente tomando mate al filo
de la aurora,
sin apenas
pegar el ojo una media hora o menos.
—
¡Buen
día
mi
acarte
!
—
saludó
el locuaz y servicial
tahachí
—
.
¡Tené' cara de no dormir,
che
komí!
—
¡Buen
día m'hijo!
—replicó, más que saludó el nuevo titular—.
¡Acercate al fogón que hay mate espumoso! Seguíme contando
lo del coronel ese que me dijiste ayer.
¿Hay
más gentes en pleito con Bento
o
ya no queda ninguno?
—
La
verdá, che komí, tengo un poco de miedo de ese coronel. Pero por ser a
vos,
te voy a contar.
Tomó
un sorbo de mate y se hizo dar un buen resuello como para cantar a viva
voz, pero luego reanudó con voz queda y medio asordinada:
—
Ya
no quedan contrincantes. Cinco se fueron abandonando sus ranchos y hasta
sus aperos. Creo que a Posadas o a Buenos Aires, no recuerdo. Los otros
dos desaparecieron en manos de la policía de Asunción. Lo de Recalde Pukú
usté ya conoce.
Pero por
favor, no hable con nadie de esta' cosa del diablo, que de otro no ha de
ser, señor... comisario.
Me
va a mandar matar el coronel o su' hijo' kuéra
(forma
paraguaya de pluralizar
vocablos)
.
Eso’ tipo’
no
perdonan una
.
Tras
asegurarle discreción, el alcalde Brizuela, desconocedor aún de las
ocultas y penosas realidades de tierra adentro,
más que nada, por ser un guacho de plaza, o sea, un engendro del
asfalto. Se repantigó en el viejo
apyká
(banco rústico de costanera), disponiéndose a ser todo orejas. ¡Por
fin estaría en contacto directo con cosas que se contaban en voz baja en
la capital pero los diarios callaban sistemáticamente!
Años
hacía que el gringo Stroessner, apodado "el rubio" por el
populacho que lo entronizó, cual nefasto y oprobioso ídolo de adulones,
manejaba el país como feudo familiar.
Pero éste, contaba con sus apologistas y censores que silenciaban
cualquier información no alineada debidamente
en el riel oficial.
Muchos
jóvenes nacidos a mediados de la década del cincuenta o de los sesenta
han olvidado los días de sádica crueldad y fueron domesticados a imagen
y semejanza del déspota y su
entorno.
La falaz "seguridad" y "el orden", eran preferidos a
la libertad y a la responsabilidad. Moloch y Marte, contra Venus y
Minerva.
Fue
así como nació la llamada "tierna podredumbre". Una generación
banal, domesticada, acrítica y prepotente, al amparo de las universidades
nacionales.
En suma, untuosa:
repugnante y falaz.
—
Desde
la muerte de Recalde Pukú, es que apareció esa cosa fea y peluda
—prosiguió
el soldado
. —¿No tiene forma de gente, de cristiano?
—interrumpió
Brizuela—
¿o parece animal de otro
mundo como esos dibujos de las revistas de Superman y otros parecidos?
¿Alguno de por
aquí lo vio alguna vez?
—
Ni
uno ni otro che komí.
Esa
cosa no tiene nombre ni forma. Ni siquiera ko' estamo' seguro si existe.
Nadie le vio de cerca, y como usté' sabe, en la oscuridá' todo'
lo' gatos son pardo. ¿No?
El
recluta sorbió otro trago de escaldante infusión de mateína, antes de
proseguir su casi fantástico relato de almas en pena y sombras.
—
Los
arrieros que fueron atacados por eso; perdone pero no sé cómo le puedo
llamar, no dijeron demasiado.
Apena'
vimos lo que hizo y sus resultados: peones heridos y el ganado muerto.
También soldaditos verde’ó
(del
ejército) del coronel fueron atacados por... eso.
Y ha de ser nomás la maldición.
Digo yo
.
Se
sirvió otro sorbo de mate, como para enganchar pensamientos y memorias,
desde alguna torva dimensión desconocida.
—
El
coronel mandó traer una Compañía de Comando de la unidad
de Paraguarí, para dar
caza
a... ¡bah! la cosa, que atacaba a sus capanga' kuéra.
Y hasta ahorita mismo no pudieron hacerle nada. Como si eso se
burlase de ellos.
Y
justamente el coronel Teófilo Bento pidió por usté al señor
delegado de gobierno.
El
coronel tampoco es zonzo y cree que un tipo de la ciudad es menos miedoso
que los de la campaña, porque lee mucha' cosa'. ¿Cierto pa, che komí?
—
No
del todo, agente. Simplemente nuestros miedos son diferentes a los de
ustedes
—
respondió
el alcalde entrante.
—
La
gente de la ciudad le tiene más miedo a los vivos que a los muertos. Y más
pánico a la luz que a las sombras.
Los
de la capital buscan la oscuridad y huyen de la luz.
Especialmente los que mandan.
Una
llamita estalló en el fogón campesino de una alcaldía policial remota,
perdida entre los cerros del IX Departamento, como queriendo dar una señal
al cosmos de más allá del barroso camino vecinal de una
aldea llamada Simbrón. En
ese
instante, un súbito estremecimiento cortó el gélido aire de esa
madrugada húmeda y fría; como si el aire
y el silencio en su aterradora majestad imperasen de pronto
enmudeciéndolo todo, enrareciéndolo todo, hasta las conciencias, con su
mordaza de cobardía.
Por
fin, tras agotarse lentamente el tibio rescoldo y enfriarse el agua del
mate, la Palabra hace su entrada
en
el aposento mísero del rancho destinado a comisaría policial del
valle. Desenmudeció el recluta Centú y recobró el habla, pero ya
arrepintiéndose un poco de sus confidencias
que podrían convertirse en infidencias.
El tipo éste, que llegaba allí, estaba hecho de otra madera
y otro cuero. Tal vez hasta otras sangres y desconocía las crudas e
inexorables leyes que rigen las rígidas creencias populares.
Y eso, podría desatar
las
iras de ciertos entes que anidaban en las gargantas de la noche.
El
soldadito pensó un instante en lo que le haría el coronel si se enteraba
de sus tímidas indiscreciones. El código impuesto en
el interior del país debía ser respetado. La muerte violenta era
la recompensa a los que osaban enfrentar a la podredumbre que, poco a poco
se apoderaba del país corrompiéndolo todo a su paso.
Recordó el soldadito que su madre le hablaba de los tiempos
de
antes
,
es decir,
hacía
nueve o diez años.
Hablaba
de una palabra hogaño desconocida: "solidaridad", que hacía
que un vecino asistiese a otros en apuros, o salvase al animal ajeno sin
recompensa alguna.
Ahora, en
plena "segunda reconstrucción", la mutua desconfianza y la
animadversión mantenían a familias en enconados roces entre sí, como si
el propio
Añá
(Satán) gobernase una sucursal del averno, implantada en un
país torturado
por dos
guerras internacionales, un
hato
sucesivo de tiranuelos y gerenciado por contrabandistas de medio pelo.
Y encima usando cizaña a guisa de cetro, como si todos fueran
malos y egoístas sin dios ni ley.
Como
si una perversa entidad, invisible pero tangible, controlase todo el país
con esa omnisciencia y omnipresencia opresiva, corruptamente
administrativa y gerencial.
Se
despabiló definitivamente el dueto, brebaje mediante, pero la
hosquedad posterior disipó su cómplice comunicación.
El soldado calló definitivamente y ya no hubo caso de persuadirlo
a que cuente cuanto insistía en silenciar. El alcalde decidió postergar
sus rudas investigaciones sobre el misterioso ente que atacaba a
capangas y
soldados del
coronel.
Le parecía increíble
todo el ambiente de temor y desconfianza que imperaba en el pueblo, pero
cuando un río suena... algo arrastra su corriente.
A
media mañana, resolvió dar una vuelta a caballo por las calles de la
aldea.
No portaba uniforme.
Apenas un pantalón de vaquero, botas
tejanas
,
camisa a cuadros, impermeable y sombrero de fieltro negro y aludo, más un
viejo "colt" al cinto, como salido de una vieja película.
Una escueta tarjeta con su foto y la firma del delegado de gobierno
de Paraguarí, lo acreditaba como una suerte de
sheriff
del subdesarrollo.
Tras
ensillar un rosillo medio perezoso y mancarrón, el único que tenía la
alcaldía para patrullar
ciento
cincuenta leguas cuadradas, se dirigió al primer lugar que se le ocurrió:
el almacén del pueblo, propiedad del
turco,
don Yaluv Elías (en realidad era libanés y cristiano maronita).
Recordó
que los animales enemigos hacen tregua tácita en las aguadas del monte o
del desierto. Raras veces el tigre ataca a un ciervo en la aguada. Y el
boliche del pueblo era la
aguada
del lugar, donde los rencores se posponían para luego;
en
el camino estrecho
de una emboscada, o en el duelo cara a cara a puños o puñales. Algunos
paisanos se liaron a cuchillo, machete, balazos, puños
o incluso
a palabrazo
limpio en el boliche de don Elías, rompiendo las reglas de tregua, pero
siempre se cortaban los encuentros a primera sangre. Sólo que a veces la
primera era la última por
exceso
de derrame
y
los contrincantes pasaban al
otro
lado.
Antes no habían
tantos pleitos porque la gente hacía honor a su palabra.
La palabra era un documento intangible pero inapelable e
inviolable. Ahora, por
aquí
y por
allá aparecían
mentirosos, vividores y logreros, como salidos de alguna picaresca
cervantina.
El
vocablo
pókãre
(Mano torcida),
que adjetivaba esto último, era de reciente data
y una palabra pisoteada o borrada con el codo era actualmente
moneda corriente. Y falsa de yapa. Brizuela entró al boliche y tras dar
los buenos días al paisanaje se presentó como el reemplazante del
titular de la alcaldía
ausente
con permiso. Se rumoreaba que por orden de algún caudillo del entorno.
Intercambió pareceres y tragos con los presentes para hacerlos
entrar en confianza. Mas cuando inició la conversación acerca del
misterioso "bulto peludo" que hacía la vida imposible al
personal del coronel, el silencio pareció rodearle completamente cual
amorfa materia aislante.
Los
presentes se despidieron presurosamente, alegando tareas urgentes y
tomaron la puerta por delante.
El
turco
Elías
lo encaró de nuevo.
—
¿Vino
a enderezar las cosas o a proteger al coronel y su gente del bicho ése?
Si es para lo primero, le aviso que todos tienen más miedo al
coronel que al fantasma o lo que sea que mandó Dios
contra su gente.
Si
intenta descubrir quién es ese...no sé como llamarle, le digo que nadie
le dirá lo que sabe o cree saber.
El
miedo no es zonzo, alcalde. Ni una palabra,
o peor, ni media palabra
partida
por la mitad.
¿Me explico?
Alguien dijo por ahí, que escuchó en Paraguarí al coronel
Bento pidiéndole al delegado que cambie al alcalde Torres por otro
que sea de la capital. Uno que no se deje macanear por
fantasmas o bultos que se menean en la noche.
Dijo, o mejor dicho, ordenó al delegado que enviase algún
zorro de ciudad y termine con el asunto, porque no podía manejar sus
estancias de acá y su personal está cagado de miedo por
causa
del... qué-sé-yo-qué-cosa.
¡Bueno! El bicho.
—
No
supe eso
—replicó Brizuela—.
Sólo
me ordenaron que cubriera a Torres que iría de permiso a la capital.
Vio la mirada dubitativa del
turco
y continuó—.
Usted sabe que a nosotros nos dan la orden y listo. No explican nada y
ni siquiera me dijeron lo del bicho ése.
Me enteré por
gente
del lugar. Créame.
—
Le
creo
don —respondió don Elías.
—
Pero
debe hacer
que le crean
todos.
Los viejos lugareños
no simpatizan con el coronel Bento y sus hijos, pichones de cuervo y mbóichiní
(víbora cascabel).
Usté'
tiene cara de inocente, cosa rara en las autoridades de la
zona, y creo que no tiene la mínima idea de lo que le espera en este
lugar abandonado de la mano de Dios y en proceso de traspaso de propiedad
al Diablo.
El
nuevo alcalde de la compañía Simbrón
se asombró de la sinceridad del
turco
Elías, y decidió que había llegado el momento de tomar una decisión,
para bien o para mal.
Pero
acaso ¿existía una mínima posibilidad de justicia?
Agradeció al turco sus consejos y se despidió.
Ya tenía un hilo para agarrarse.
Era seguro que la bestia ésa o como se llamase, tiraba
contra
el coronel.
Brizuela
prosiguió visitando a los vecinos expectables en cierto orden:
la señora directora de la escuela, el presidente del club de fútbol
local, el encargado del Registro Civil, que simulaba hacer de juez de paz
y
el seccionalero en
especial, pues "mandaba" más que todos.
Tuvo a bien cuidar
de
decir lo que sospechaba.
Más
bien trató de estirar la lengua de sus anfitriones.
La directora fue la única que dejó entrever algo raro.
Su presencia en el pueblo se debía a influencias de
seccionaleros asuncenos y no conocía al tal coronel, pero estaba al tanto
de lo que se comentaba a
sotto voce
.
El nuevo alcalde tal vez le cayó bien por ser capitalino como ella
y traer noticias frescas de la lejana Asunción.
No tuvo la docente
pelos en la lengua, para soltar su opinión sobre las crudas
exacciones de tierra de los lugareños.
—
Mire,
no vaya a andar diciendo lo que le dije por ahí. Algunas gentes
son malas y me pueden hacer
echar por hacerle la contra a ese Bento. Pero debe usted
saber que lo que se dice por acá es
ciertoité
(enfático).
Pocos quedan ya de los parientes de quienes fueran estafados y
perjudicados por
el coronel.
Si
quiere, le puedo citar a ellos para que hablen con usted mismo.
Tal vez sepan algo del monstruíto que dicen que ataca a las vacas
y ovejas del coronel, y a los capangas y soldados que trabajan en sus
estancias
.
Brizuela
escuchaba atento el relato. —
Curiosamente,
el bicho ése emboscó a un grupo de peones de Bento,
justo cuando robaban vacas ajenas de don Víctor, el que tiene un
tambito lechero al sur del pueblo.
Dicen
que fueron
sacudidos
por esa
cosa, y quedaron tumbados
y
de a pie.
Lo cierto es que
las vacas robadas regresaron solitas a lo de don Víctor, misteriosamente.
Uno de los peones murió después de los mordiscos que le dio la
cosa esa, mientras estaba tirado en el suelo como colchón de preso
.
Este
detalle hizo pensar al alcalde policial que habría alguna explicación lógica.
Cinco rufianes de armas tomar
son muchos,
aún para
un
Pombero
, como llaman los simples campesinos paraguayos a bultos
inexplicables.
La cosa,
debía tener algún medio para dejar fuera de combate a
grupos enteros sin ser percibida por los atacados. Nadie la había visto
de cerca. Eso estaba comprobado.
Habría
que conocer a la mala sombra en persona por que de seguro, habría alguien
que personificase al bulto... o a los bultos.
—
¡Qué
cosa más extraña —
pensó
para sí el alcalde interino —
Teófilo
en griego
significa
"el que ama a Dios". Es un nombre algo absurdo para quien no ama
ni siquiera a su prójimo.
Dicen
que es un ex sargento de infantería, elevado al rango de oficial por el
presidente, en pago de "servicios leales" y fidelidad perruna al
general.
¡Menudo dolor de
cabeza me espera!
Por lo que
sé y me consta, es que el tipo es frío como navaja, cruel como un SS y
ambicioso como Onassis
.
Esa
noche, un grito desde el corazón de la oscuridad lo sacó de sus
cavilaciones.
Saltó de su
humilde catre de tramas y despanzurrado colchón, ajustándose el cinto
con un viejo
Colt Frontier
del cuarenta y cinco.
Despertó a su asistente para que le ensillara el lerdo
rosillo.
Trataría de
seguir
el juego de los fantasmas, pero iría solo. No valdría la pena arriesgar
a sus conscriptos sin estar seguro de la sobrenaturalidad del ente que
aterrorizaba a la comarca.
Especialmente
a los sicarios y peones del coronel Teófilo Bento, el temido y cruel mandón
feudal de la zona. Al paso de su remolón y estólido caballo, llegó
al camino principal que pasaba por frente a una de las fincas del
coronel, las cuales iban engrosando su patrimonio poco a poco.
Trató de ir lo más silenciosamente posible.
Si bien llevaba su linterna de tres elementos prefirió no
encenderla, dejando que el instinto de su jamelgo lo orientara.
Este tomó un camino vecinal poco frecuentado por su pésimo estado
y que apenas permitía bueyes y caballos a causa del lodazal de esa
lluviosa época, fría como finado de ayer.
El fuerte viento de los cerros de Acahay ahogaba los ya cansinos
pasos del flete del alcalde, o dicho mejor de la alcaldía.
La llovizna pertinaz cedió su tozuda persistencia hasta el punto
de garúa mansa, mientras el rosillo arrocinado íbase fatigando a mayor
velocidad que sus torpes patas abotagadas por el sobrepeso.
Una
lejana luz— de linterna tal vez, o farol “petromax”—, horadó las
penumbras del entorno. Por si acaso, Brizuela descendió de su cabalgadura
y tras amarrar las riendas a un cocotero, emprendió marcha hacia la
fuente del aún débil resplandor. Debería ser extremadamente sigiloso,
cual furtivo amante de solitarias "kuñakaraí" de caliginosos
vientres,
turgencias
voluptuosas y cachondas confrontaciones.
Como era de esperarse, iba a tientas y sin utilizar su linterna
para no ser pillado, lo que dio varias veces con sus huesos en la blanda
pero fría barrosidad del lugar.
El sibilante sur invernal seguía calando huesos y
refrigerando el alma del alcalde que apenas se guarecía tras sotos y
vallados. Debió sortear además varias alambradas, algunas de espinos, lo
que le produjo no pocos cortes y rasgaduras de sus veteranos
jeans
.
Pero no cejó en llegar hasta el venero de luz.
Algo debía cocinarse para que a tales horas hubiese luces en
movimiento.
Los pobladores
dormían con sus gallinas y recién a las cuatro y media bostezaban ante
el pozo y la palangana.
Si
fuesen
los hombres del
coronel
habrían serios
problemas, pero si fuera el famoso bulto peludo de la luz mala...mucho
peor.
Casi
a inicios de la hora primera pudo escuchar algunas voces.
Redobló su furtivo accionar buscando acercarse lo bastante
para ver sin ser visto y escuchar sin ser oído.
A los pocos metros, reconoció la voz de uno de los capataces del
coronel Bento.
Una débil y
oculta fogata bajo un quincho de empajado y barroso
aguaráruguái
(“cola
de zorro”, paja usada en techumbres), proporcionaba una débil luz y le
permitiría acercarse al máximo. ¡Ojalá no tuvieran perros! Por suerte,
tenía viento frontal y no podrían olfatearlo. En el poste central del
quincho, un hombre bastante vapuleado se hallaba atado de pies y manos.
Sus tumefactas facciones tenían huellas de golpes y sangre
semiseca.
El capataz y tres
hombres lo estaban "interrogando" al estilo de los cuerpos de élite
del presidente.
Esto es, con
la saña y vesanía que en forma usual los caracterizaba.
Primero golpes, luego las preguntas.
—¡Decime
nde añámemby! ¿quiénes son esos que se animan a molestar a nuestra
gente y nuestros animales? ¡Seguro que fantasmas no son, y vos sos
hijo
de tu papá, el
comunista Recalde,
que nos
culpó a nosotros de lo que le hizo algún marido celoso para vengar
cuernos!
Brizuela
crispó los puños.
No tenía
más que dos balas en su viejo
colt
que portaba, más con fines disuasivos que defensivos.
Un peón joven le cruzó al hombre el rostro con un revés de su
curtida mano.
—
¡Hablá
pué' nde tipo!
—graznó
en etílico acento.
El
capataz se le acercó y tras dar una pitada a su
cigarrito de tabaco liado, lo restregó en la frente del prisionero
quien, con ojos vidriosos y ausentes, apenas pestañeó para acusar dolor.
De pronto, surgieron de la nada veloces manchas oscuras que, en
medio de ladridos frenéticos atacaron al capataz y sus hombres.
Eran bestias sin duda, y feroces.
Uno de ellos intentó huir de esa
cosa
peluda y sanguinaria, pero en veloz carrera
eso
lo alcanzó y tras derribarlo, le dejó la yugular como carne
picada para
so'ó josopy
(Sopa de carne molida al mortero).
Los otros corrieron igual ventura.
Ni tiempo tuvieron de esgrimir sus machetes y revólveres, cuando
ya entregaban sus negras almas al averno.
El
alcalde permaneció en su escondite. No estaba en condiciones de hacer
frente a las cuatro fieras, cuyas indefinidas formas lo llevaron a dudar.
Tras el mortuorio silencio posterior a la masacre recién concluida, un
silbido reunió a los cuatro
seres
en torno al poste en que se hallaba aún el hijo de
Recalde Pukú.
Una figura de
negro poncho, aludo chambergo del mismo color y ágil porte se acercó al
torturado y con certeros golpes de puñal
yvapará
(cachaspintas) liberó de sus ligaduras al hombre torturado, que se
desplomó inconsciente.
Luego
de acostar al herido sobre un
apyká
de basta costanera,
llamó a cada uno de los monstruitos silenciosos que lo rodeaban
expectantes y les quitó una suerte de pelliza de piel de oveja
descubriendo a cuatro robustos perros negros de raza
dobermann
vestidos de
malasombra
.
Pieles de ovejas merino teñidas de negro daban el disfraz justo,
pero ¿quién sería el recién llegado?
¿Debería arrestarlo por los cuatro muertos con las gargantas
trituradas por
los colmillos
de las fieras?
Lo cierto es
que se lo merecían por otra parte.
Apenas
respiraba para no ser olisqueado ni oído por los perros. Decidió
finalmente seguir esperando. El recién llegado, alzó al exánime cuerpo
del prisionero a la grupa de un zaino y se alejó lentamente por un
desconocido sendero, seguido de sus cuatro
malasombras
,
dejando los
fiambres
de los que,
en vida, fueran capangas de Bento, en el lugar, tirados como nivel de
vida.
El alcalde no hizo
intento de seguirlo, temiendo por la integridad de su garganta.
Cuando
se hubieron alejado lo bastante, Brizuela se aproximó al sitio,
comprobando que ninguno estaba como para atestiguar nada.
—
Se
hizo justicia de todos modos
.
—pensó el agente de la ley.
Recordó
que antes del ataque le pareció oir como un silbido muy suave y casi
inaudible. Tal vez se trataría de esos silbatos ultrasónicos con que se
manejan perros de presa y de guarda bien entrenados.
Tras
aguardar un tiempo prudencial tomó el sendero de regreso.
Al día siguiente por la tarde, visitó a un pariente político
del viejo Recalde. Se le hacía que el hijo de aquél, que la noche
anterior había estado en tan incómoda posición entre los capangas del
coronel, estaría guardando reposo en algún rancho del pueblo.
El capitalino intuyó una tácita conspiración entre algunos
pobladores antiguos del lugar y los misteriosos
malasombras
.
Y deseaba
no errar el
tiro esta vez.
Tras algunos
titubeos y despistes, como si no supiese nada, el viejo Polí (Policarpo
quizá) condujo al alcalde junto al herido.
Este parecía duro como lapacho centenario y se reponía velozmente
de la paliza infligida, pero debería escayolarse el antebrazo.
Se lo habían roto o rajado en un intento de hacerle cantar acerca
de los
misterios
circundantes.
Tras solicitar que los dejen solos, Brizuela se dirigió en tono muy sordo
al herido:
—
He
visto lo que le ocurrió anoche en los linderos de la estancia de Bento.
Llegué un poco tarde, y ya lo tenían estaqueado en el quincho.
Cuando los perros disfrazados de espíritus malos atacaron a los capangas
debí quedarme quieto como agua de tajamar para no ser destrozado por esos
perros dobermann entrenados.
¿Desean
ustedes vengar al viejo Recalde o asustar al coronel para que despeje el
área?
El
hijo del aludido, sorprendido ante las revelaciones del alcalde, respondió
en un hilo de voz:
—Piense lo que quiera.
Si está Ud. de parte del coronel puede hacerme apresar, torturar y
asesinar ahora mismo. Bento no perdona a sus contrincantes, aunque sus
hijos son algo menos crueles, pero no espere de mi ninguna información
acerca del caso.
—
¡Sólo
quiero que se haga justicia, señor...
—
Recalde.
Porfirio Recalde, servidor.
El herido hizo esfuerzos para hablar, pero
se reprimió.
—
Como
le decía, sólo deseo que se haga justicia aquí
—prosiguió
Brizuela—, y
necesito más
detalles para incriminar a los Bento.
He venido de Asunción, por expresa orden del Inspector Bachem y
del
ministro del Interior, el
Dr. Insfrán.
Como Ud. sabrá,
los Bento son leales al presidente y en el partido de gobierno late
un
proyecto civilista, con el
Dr. Insfrán a la cabeza.
Y
tengo carta blanca para que, quienes siembran el terror entre el
campesinado sean castigados como fuese.
Aún por sobre
la ley,
si ésta es injusta.
—
¡Ah!
¿Era eso entonces?
—exclamó
sorprendido Recalde—.
Yo
lo creía de parte de ese... hijo de yryvu
(buitre).
Entonces,
si estuvo ahí anoche lo habrá visto al hijo del turco
.
Calló de pronto como si hubiese hablado de más. El salvador no se
había quitado su negro poncho y sombrero, por lo que no pudo ser
reconocido por el alcalde;
pero
a lo hecho, pecho. Brizuela tomó la iniciativa.
—
Lo
supuse. No es común ver perros dobermann por la campaña.
Tengo entendido que el hijo de don Elías estudió veterinaria en
Asunción.
Debe ser un
experto en domar esos perros y hacerse obedecer.
El caso es que, si para hacer justicia hay que saltar por encima
del derecho... del más fuerte, voy a tener
que hacerlo nomás
.
El convaleciente lanzó un prolongado suspiro de alivio intentando,
tal vez, convencerse de la sinceridad del nuevo alcalde policial. Los
tiempos eran duros en el noveno Departamento.
Entre la corrupta claque militar del entorno presidencial y los
tejemanejes del presidente del Instituto de Bienestar Rural se repartían
cuantas tierras fiscales o privadas podían, a los caciques civiles
y militares del régimen.
—Va
a tener que contarme cómo empezó todo este embrollo y después debemos
calcular
cómo terminará
—
prosiguió
el alcalde—.
No omita nada que no haya olvidado.
—
Hace
pocos años, uno de nuestros compueblanos acosado por deudas de usura,
tuvo que hipotecar su capuera. El coronel Bento, animado por el Dr. Frutos
compró la deuda y ejecutó con ayuda de jueces la propiedad.
Luego, a la señora del coronel le gustó el lugar y
decidieron comprar, es un decir, toda la tierra que pudiesen, al precio
que ellos imponían.
Algunos,
como los Ramírez y los Yaharí, no se hicieron rogar mucho. No tenían títulos
y vendieron así nomás y se largaron.
Otros, como los Rojas y los Recalde, nos negamos a vender nuestra
heredad y esa fue nuestra desgracia.
Mi padre tuvo cierto día la ocurrencia de desafiar al coronel a un
mano a mano, en el boliche de don Elías.
Tal vez impulsado por el espíritu de la guaripola (aguardiente).
El coronel se le achicó, pero a los pocos días lo emboscaron en
un tape po'í
(sendero
estrecho, en argot campesino)
y lo
dejaron por muerto. No contaban con que pudo vivir unas horas para
desenmascarar a sus asesinos.
—Hasta
ahí, ya me han comentado
,
interrumpió el alcalde
- pero es
bueno oírlo de primera boca. Cuénteme cuándo y cómo empezaron las
"apariciones" y su relación con este caso. ¿Qué tiene que ver
el turco Elías con ustedes?
—
Somos
todos valles
(compueblanos)
y eso hace que seamos
solidarios entre nosotros. Usted viene de la ciudad,
donde casi nadie sabe
quién
es su vecino. ¿Cómo van a poder entender de estas cosas?
Casi todos nosotros fuimos a la misma escuela, jugamos en la misma
canchita, bebimos en los mismos pozos, nos refrescamos en el mismo
riacho... ¡y de repente viene un pajuerano a quitarnos nuestras chacras,
porque sí!
—Viví
en Asunción, pero nací y me crié en la campaña
—replicó Brizuela—.
Soy
del Guairá y me crié por ahí.
Conozco
bastante de la gente del interior.
Y sepa que antes de venir como policía, yo era músico y asistente
social.
Incluso viví en un rancherío de los Avákatueté (aborígenes
guaraníes) en Alto Paraná.
Fue
a causa de la malaria que me enviaron a Paraguarí, una de las pocas zonas
no palúdicas del país.
Pero
no soy de la madera de los otros policías de la delegación.
Delgado Ibarrola es un ex cuatrero, Jimene'í es un asesino
incorporado, igual que Mandi'or
o
(mandioca amarga) y todos los otros, excepto media docena, tienen su
historia.
—
Eso
mismo nos dijo el turco.
Que
usté'
no parecía un
malandra de esos que suele enviar la Delegación.
Por eso le dijimos a la señora directora que le cuente todo.
Ahora usté' tiene que decidir entre apresarme o...
—
¿
...O qué?
Parece que el
operativo está bastante bien encaminado.
Su padre ha sido vengado, pero el coronel puede traer un pelotón
de infantería y barrerlos a todos. Tarde o temprano
vendrán.
Ellos tienen
sus armas y nosotros apenas algo de inteligencia.
Debemos trazar un plan para que los Bento se alejen para siempre de
la zona. Y para eso, hay que asustarles a fondo.
Cada semana voy a tener que ir a la delegación a dar parte,
y tal vez aprovecharé para pispar
lo que se comenta en el entorno de Bento.
Pero mientras tanto, dígale al hijo del turco que suspenda
las incursiones de sus fantasmas.
Todavía
no di parte al juzgado de los fiambre
s
que quedaron en el quincho ése. Voy a esperar a que alguien los encuentre
para intervenir.
En cuanto a
Ud. es mejor que vaya a la capital y se haga enyesar el brazo.
Por acá corre peligro.
—
Gracias,
sr. comisario.
Vamos a
portarnos bien hasta que vuelva, pero no descansaremos hasta liquidar
todos los animales del coronel, así como él se comió los nuestros
—se despidió el hijo de Recalde Pukú.
En
Paraguarí causó revuelo en el clan Bento la noticia del hallazgo de sus
capangas, triturados por una bestia desconocida.
El coronel estaba con un humor de perros, con perdón de estos
pobres cánidos, y denostaba contra la incapacidad de la policía y la
gendarmería del IX
Departamento.
El delegado de gobierno lo escuchaba preocupado, mientras en la
oficina contigua Brizuela se mordía las uñas.
El coronel tenía mucho poder, incluso más que algunos generales,
por
gozar de la
confianza del presidente.
De
pronto el coronel encarando al delegado le espetó
—
¡Voy a ordenar que vaya una compañía de comando a perseguir a los
abigeos que asesinan a mis empleados! ¡Y usted ordene a su alcalde que no
asome el pico fuera de la alcaldía, para que no moleste en la limpieza!
Voy a tomar Simbrón
bajo
mano militar
y espero que su alcalde no se meta en este entrevero.
Vamos a ver quiénes son esos
póra
(fantasmas)
que se animan a enfrentarnos
.
Brizuela
intuyó que Bento desconfiaba hasta del propio ministro del interior, ya
que se notaba su influencia en varias seccionales partidarias del noveno
departamento.
Ello presagiaba
un paulatino endurecimiento de la represión militar contra los civiles.
Y si el Dr. Insfrán fuese destituido debería irse de la Delegación.
Todo se iría al traste. No simpatizaba además con el candidato a
suplirlo: un tal Montanaro, mediocre y repelente si los hay.
Una
vez reincorporado a su oficina, se reunió en la casa del
turco
con
el hijo de éste.
Bento no tardaría en aparecer por Simbrón con sus hombres.
Y defenderse del ejército era suicida.
Lo mejor sería desaparecer por un tiempo hasta que las tropas
regresasen a la guarnición militar.
Luego se podría contraatacar hasta donde se pudiese y replegarse
nuevamente.
—
Yo
no voy a poder estar con ustedes por mucho tiempo —
comenzó el
alcalde—.
Bento está pidiendo a
gritos las cabezas del ministro y
del
delegado.
Con ellos me voy a tener que ir.
Podemos urdir un plan de largo plazo, pero no le hagan frente a los
soldados.
Ellos son
conscriptos y no tienen mucha vela en el entierro.
No ataquen más que a los animales.
Usted como estudiante de veterinaria, ¿no tendría conocimiento de
alguna plaga que pudiese exterminar el ganado del coronel, sin arriesgar
el cuero de nadie?
—
Pudiera
ser un arma de doble filo
—respondió Ibrahim Elías.
—
Una
peste puede aniquilar todo el ganado de la región.
Pero tal vez, algunas trampas, o dardos emponzoñados con curare
amazónico,
quizá...
—
Lo
que sea con tal de que no haga ruido.
contestó
el alcalde
.
Sus perros son muy ruidosos e identificables...
—
No
si yo se los ordeno.
Chuck,
Atila, Rex y Pombero pueden ser más silenciosos que pantuflas de seda y
peluche, e incluso atacar sin hacer bocina.
En mi caso, perro que muerde,
no ladra.
Y los
vellones de lana negra son
difíciles
de pillar en la oscuridad.
Repuso el interlocutor.
—Claro
que a la hora de atacar,
no
son muy selectivos. Cualquiera que se encontrase frente a ellos estaría
perdido.
Sólo saben dos
cosas.
Asustar o matar.
Pero no puedo enseñarles a matar ganado y asustar al mismo tiempo
a los soldados.
—
Creo
que será mejor cuerpearle
a
los soldados mientras tanto. ¿Cómo funcionan los dardos?
—Con
rifles de aire comprimido o cerbatanas indias. También puedo
construir armas más potentes con gas licuado, como para disparar a
cientos de metros sin hacer ruido. No me gustan las armas de fuego.
Porfirio Recalde está a salvo en Asunción, aunque Bento tiene
poder para hacerlo apresar en cualquier sitio dentro del país, pero no
creo que lo haga.
Sólo su
capataz sabía algo de nuestro plan, pero se llevó el secreto a la tumba.
El coronel aún ignora en qué andamos.
Está más perdido que gorrión en aeropuerto.
—
Creo
que me van a trasladar a Paraguarí antes de despedirme —
aclaró
el alcalde
.
—
Parece
que el presidente y sus secuaces sospechan que el Dr. Insfrán le hace la
sombra o competencia, o algo por el estilo, para captar adeptos y
seccionales para su nuevo proyecto político de neto corte civil.
El ministro piensa que se debe volver al gobierno de la ley.
No entiendo mucho de política, pero creo que el poco
poder
que tienen los
civiles se está acabando.
Hay
un tal Montanaro que aspira al ministerio del interior, y es cercano al
entorno del "rubio".
Si
esto sucede, haga lo que pueda aquí. Yo no podré ayudarles más.
El alcalde calló.
—
Con
ocultar nuestro secreto ya hizo bastante.
Si hubiera sido como los otros
estaríamos todos muertos o torturados en la Delegación o en la
Artillería.
Hay allí un tal
mayor Carpinelli, de carrera que no dudará en aplastarnos.
Es cruel como Bento y mucho más ambicioso. No va a
parar hasta llegar a comando de algo
.
—Bueno,
despídame de don Elías. Mañana viajaré hacia Paraguarí a presentarme
al delegado. No se arriesguen sin necesidad.
Brizuela
se dirigió hacia la alcaldía a recoger
sus magros bártulos. Tal vez en una semana volvería a Asunción.
El posible defenestramiento del ministro era cuestión de horas, quizá.
No debía quedar a merced de las nuevas autoridades.
Tal vez se quedase en Paraguarí pero desvinculado de la delegación,
aunque poco le importaba.
No
tenía pasta de torturador
ni
de fanfarrón de feria.
Acertó
plenamente en sus corazonadas. Los militares se salieron con la suya y
reforzaron su poder.
Pero el
coronel Bento, poco a poco y ante la impotencia de sus capangas y soldados
vio disminuir sus animales; no carneados por cuatreros, sino simplemente
muertos por una rara enfermedad o atacados por alguna bestia sanguinaria
que apenas les destrozaba la yugular, pero no más. Simplemente mataban y
se iban al corazón de la noche.
Ante
la tenaz oposición de los lugareños y su aparente desconocimiento de los
depredadores que lo asolaban, el coronel se replegó hacia Paraguarí con
sus soldados, tras quedar casi sin animales en sus campos, cubiertos de
carroña y silencio.
Tampoco
encontró quienes quisieran atender sus establecimientos por todo el oro
del mundo.
Sus hijos se recluyeron en la capital en oficinas públicas y
se negaron a volver hacia sus abandonados latifundios.
Ibrahím
Elías y Porfirio Recalde volvieron años más tarde a Simbrón.
El ex alcalde los acompañó a caballo por todos los rincones
de la compañía de Roque González de Santa Cruz.
Los campos del coronel seguían vacíos y yermos. Pesaban en ellos
leyendas de tétricas maldiciones proferidas por un muerto, e incluso los
pobladores esquivaban el bulto al pasar por sus cercanías. Sólo malezas
y espinos campeaban en lo que fuera la estancia modelo del coronel. Sus
hijos no volvieron a intentar ocupar la extensa propiedad,
prefiriendo medrar en puestos públicos en la capital.
El coronel había fallecido recientemente en olor de carroña y
sofocado por la impotencia de ser derrotado por un muerto con todo su
poderío bélico y político.
Los
Recalde y otros damnificados por su prepotencia no tardarían en volver.
Nuevos tiempos se avizoraban en un no lejano futuro y grandes cambios
llegarían tras el derrocamiento de una larga tiranía militarista y
totalitaria, para bien, para mal… o para peor; pero algo cambiaría sin
duda.
Cuatro
perros
dobermann
—de edad
provecta pero aún erguidos y sanos—, trotaban alegremente tras Ibrahím
Elías, como recordando sus correrías fantasmales por esos andurriales.
Tal vez sus descendientes quedarían como recios centinelas de justicia.
Recalde Pukú podría ya descansar en paz
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