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“Se vende esta casa”
Chester Swann

A: Howard Philip Lovecraft  

—Esa vieja debe estar chiflada... —comentó el agente inmobiliario al tempranero cliente que, recorte de periódico en mano, se le presentó a  solicitar informes sobre una propiedad en venta.  —Insiste en vender esa vivienda, casi morienda y  en ruinas, al precio de una mansión seminueva.  No creo que a Ud. le guste la casa ni el precio, pero si insiste, le llevaré a conversar con esa ¡ejem! señora.

El visitante, hombre alto y robusto, de poco más de cincuenta ajetreados y fatigados años, asintió al vendedor.  

—No se preocupe Ud. por detalles. Si llegamos a un acuerdo tendrá su comisión.  Esa casa es justo lo que necesito para mis ¡ejem! investigaciones. Apartada, silenciosa y con pocos vecinos fisgones. Lo que  quisiera saber son los motivos por los cuales la dueña quiere venderla. Tengo entendido que es una anciana solitaria. 

—Sí. Es viuda de un funcionario jubilado, y su único hijo fue asesinado en circunstancias no muy claras, hace como diez años.  Se sospecha que en un probable ajuste de cuentas entre robacoches o asaltantes.  Nunca se supo quién lo mató, y la policía archivó el caso. —explicó el corredor de inmuebles de la firma—.   Tal vez no se sepa nunca los entretelones del asunto. La... este... señora no tiene parientes ni otros descendientes en el país. Puso en venta la propiedad hace un tiempo, pero como verá, el precio que pide no está en consonancia con el valor real del inmueble. La casa deberá ser demolida de todos modo,  pues apenas se tiene en pie de puro instinto de conservación y  además, carece de agua corriente y luz  y desagüe, pero el solar es bello.        

—Puedo ir solo, si le parece. —exclamó el cliente—.  Tengo mi auto y conozco el lugar.  Tal vez esa... dama se avenga a regatear un poco, pero  la propiedad me gusta y estoy dispuesto a pagar el precio que me fije.  Yo tampoco tengo familia.  Hice una pequeña fortuna viajando por el mundo y no tuve tiempo de casarme y todo eso.  Tal vez más adelante.            

Tras algunos intercambios de datos, el cliente  se retiró.  Tenía anotado en una tarjeta el nombre y apellido de la anciana viuda y algunas señas del lugar.  La propiedad estaba en los suburbios de Luque, pequeña ciudad satélite de Asunción, con caminos de tierra y paisajes rurales típicos de la zona metropolitana. El cliente decidió recorrer los alrededores de la rústica propiedad para cerciorarse de la vecindad y de sus dimensiones. Comprobó que fuera de dos o tres tambos y ranchos de los alrededores, casi no había vecinos.

En cuanto a la propiedad, disponía de casi  una hectárea de quinta arbolada, aunque bastante abandonada y cubierta de malezas. Tal vez debería  invertir  tiempo en la limpieza  de... esa pocilga, o poco menos, antes de habitarla.

—Tome asiento por favor  —dijo la viuda al  posible comprador.  —Estoy tan sola desde que murió mi hijo y pocas oportunidades tengo de charlar con alguien.  ¿No tiene apuro, verdad?

—Ninguno, señora —respondió el recién llegado, disimulando su mal contenida ansiedad—.  Pienso quedarme en la ciudad hasta dejar en orden todo a fin de mudarme lo antes posible a este lugar.  Tengo prisa por reanudar mi trabajo de investigaciones antropológicas. Deseo cerrar el trato ahora.  Luego vendré a vivir aquí.  Mientras tanto, haré limpieza en la propiedad.  Puedo hacerle entrega de una seña para que  Ud. disponga  de otro sitio pronto. ¿No le parece?

—Veo que está impaciente por ocupar la propiedad señor.  ¿Cómo dijo que se llama?  —preguntó la  anciana excéntrica de la casona vieja, recordando de pronto que tampoco ella se había dado a conocer, aunque obvió ese detalle. 

—Hurtado. Javier Hurtado, y encantado de conocerla.

—Bueno. Ahora, Sr. Hurtado tratemos de sus condiciones y de la seña de que me habló. Si le parece, concretamos luego el negocio. Noto a Ud. algo nervioso y cansado, como si llevara un gran peso encima.

—Disculpe. Es que llevo bastante tiempo buscando una casa para dedicarme a escribir e investigar.  Soy antropólogo y estuve mucho tiempo por la región de los ayoreos  y...  mire, aqui le hago un cheque por los primeros cincuenta millones de guaraníes.  Quisiera ocupar la propiedad lo antes posible.

—¡Cómo no, Sr. Hurtado! Pero creo que será mejor que me trajera efectivo y al contado. Venga mañana con el dinero y le daré el gusto de irme a una pensión. O tal vez me daría una vueltecita por Europa. ¡Hace tanto la quiero conocer—Con mucho gusto, señora. Mañana a la tarde vendré con el dinero y con un escribano para... 

—¡Oh! No se preocupe Ud. por el escribano.  Le doy mi palabra de que apenas reciba el dinero, dejaré para  siempre este lugar y podrá protocolizarlo todo mañana en su  escribanía, a donde acudiré a primera hora.  Mire, aquí tengo una escritura pro-forma de transferencia hecha por mi  escribano, a la que sólo hay que poner nombre y datos del comprador y la suma de la transacción.  Aquí tiene la tarjeta del escribano que me la hizo y la completará sin problemas, que mi firma obra al pie de la misma.  Y le prometo que no me verá más.  Quiaá me quede a vivir en España o Italia…

El hombre sonrió aliviado.  ¡Al día siguiente podría iniciar la búsqueda...!

El automóvil del Sr. Hurtado tuvo que quedarse en un taller ese día por causa de un  imprevisto percance de motor, por lo que tomó un taxi para acudir a su cita con la anciana. La distancia no era mucha y podría quizá caminar un poco para serenarse.  Estaba cerca de su objetivo. Tras despedir al taximetrista, se internó por los ásperos senderos de tierra que conducían a la casona, donde finalmente se anunció aplaudiendo, y al divisar una débil luz que surgía de la puerta principal, entró con decisión. La dama lo recibió con amabilidad, empuñando un quinqué de kerosén y no pudo evitar tener que aceptar un vaso de limonada. Por otra parte, el calor aún hegemónico pese a la hora, lo exigía convincentemente, sin duda. 

La anciana extendió una carpeta con el documento de propiedad, ya listo y con el recibo firmado por  ella misma, pero era todo tan irreal a la mortecina luz de la farola y dos candiles, que hasta se sintió ridículo. 

Tras beber todo el vaso de limonada, algo amarga por lo demás, Hurtado alzó su maletín como si fuese a echar mano al dinero contante que presuntamente traía.  Luego de depositarlo en la mesa en varios fajos de diez y cien mil, púsose a leer el documento de la propiedad, en tanto la anciana volvió a llenar su vaso con  añadido de hielo, seguramente adquirido en  un almacén vecino,  como intentando iniciar una charla informal. 

—Me va a doler mucho, señor Hurtado,  tener que dejar mi casa y los recuerdos de mi hijo, pero la necesidad me obliga. ¡Soy tan pobre y desamparada!

El Sr. Hurtado tomó distraídamente su vaso y lo bebió con fruición. ¿Por qué tendría ese sabor de almendras amargas?  ¿oxidación tal vez?

—Como le dije —prosiguió la matrona—, calculé que el asesino de mi hijo alguna vez, quizá, apareciese de nuevo. 

El Sr. Hurtado bostezó levemente al asentir, algo falto de real interés. No esperaba la cháchara de la vieja, pero le seguiría la corriente. Total, al día siguiente partiría para siempre.

Bebió otro sorbo del refrigerante y siguió aparentemente atento a la charla de la viuda.  Hasta  parecía sabrosa la limonada que colmaba la  sudorosa y cristalina jarra que la anciana dejó distraídamente enfrente suyo como invitándolo a servirse a placer y voluntad.              

—Como le contaba, esa noche en que mi hijo vino a casa, yo no me encontraba en ella.  Por los diarios me enteré de que lo buscaba la polícía por un millonario asalto efectuado en la capital del Alto Paraná. Cuando regresé al día siguiente, se despidió de mi y huyó a la Argentina. No supe por qué, días más tarde volvió a esta casa,  curiosamente en ausencia mía nuevamente  y burlando a la policía de fronteras. Esa misma noche fue asesinado tras cruenta lucha con su atacante... 

—Perdone señora. ¿No serían varios sus...?  —exclamó inconclusamente el Sr. Hurtado intrigado y bostezando nuevamente.  Una suave modorra se iba apoderando de él. Ya era casi medianoche y deseaba finalizar su trámite, apurado tal vez por el calor reinante y el exasperante parloteo de la viuda, apenas atemperado por el refrescante sorbo del cítrico brebaje. Un ligero malestar estomacal lo puso algo tenso.

—El asalto lo efectuaron dos personas, además de la participación de los entregadores pasivos de la firma. Uno de ellos ha sido mi hijo y el otro su cómplice y asesino. Nunca perdí la esperanza de que éste regresara y tratara por todos los medios de tomar posesión de esta casa, pese al precio que pidiese, para tratar de hallar el botín  oculto en alguna parte por  esta propiedad. Por tal motivo, puse avisos en los periódicos y hasta ofrecí una comisión a una inmobiliaria. Mi hijo escondió aquí el botín que, según la prensa de entonces, alcanzaba los diez millones de dólares.  La señora prosiguió relatando sin prisa ni pausa:

—Todos estos años calculé que el asesino esperaría prudentemente. La mayoría de los presuntos compradores fueron desalentados por la excesiva cotización de la casona, y no regresaron más, pero yo, seguía esperando. Hurtado se revolvió incómodo en su poltrona ¿por qué ese repentino dolor de vientre? ¿Tendría retrete decente esa ruina? Lo dudaba. Y esta vieja charlatana que... 

—Entonces, busqué un jardinero en una ciudad vecina y le ordené que me cavara un pozo suficiente para dos metros cúbicos de basura, el cual sería utilizado en la limpieza de esta finca para  su  venta —prosiguió serena e impertérrita la anciana sonriendo, casi se diría, siniestramente—.  Y créame que servirá para dar  sepultura al asesino de mi hijo, el cual ha aparecido ya para comprar la propiedad, como yo pensaba. Y encima, con dinero contante y sonante.

El Sr. Hurtado se levantó de pronto como para encarar a la viuda, mas sus vidriosos ojos apenas veían una bruma enfrente suyo. Intentó abrir su maletín para tomar algo, pero volvió a dejarse caer en la poltrona gastada de la sala. Trabajosamente oía las palabras de la viuda, y la impotencia de no poder  intentar  nada  lo anonadaba.  ¡Y esos dolores tan terribles en el vientre!

—Preferí  citarlo esta noche y créame que nadie se enterará de su visita.  Tuve que poner ayer un poco de azúcar en el carburador de su auto, cuando Ud. Pasó por la inmobiliaria, para obligarlo a venir  sin él.  Los taxistas son más discretos y de no aparecer su cuerpo en un tiempo prudencial, no habría problema alguno.  

El Sr. Hurtado se sentía cada vez más pesado y frío. Aún estaba consciente pero ya impotente para una mínima reacción.  En tanto, la monótona voz de la anciana proseguía martillando implacable como la muerte: Hurtado no podía articular palabra ni gesto y sus nublados y alucinados ojos miraban al infinito en postrer estupefacción, ya casi sin fuerzas, ni siquiera para mantener la cabeza erguida. 

—Habrá  observado que la limonada tenía un gustito como de ajenjo o almendras amargas.  ¡Es el sabor del cianuro con que vengaré la  muerte de mi hijo!  Ahora estamos en paz. Mañana haré reserva en  Aerolíneas Argentinas  para Roma. En cuanto a Ud., tardarán bastante  en encontrarlo... si es que lo hallan alguna vez.  Y para entonces, los cien kilos de cal viva habrán borrado sus huesos mucho antes de mi regreso. ¡Y gracias, señor,  por indemnizarme con este dinero por la muerte de mi único hijo. También sus despojos reposan en  este predio. Tendrán mucho que discutir en el más allá, supongo.  Tardé tres años en hallar los diez millones de dólares ocultos, que están a buen recaudo en varios bancos del Caribe y Suiza, donde no hicieron preguntas. No me siento culpable por que fueron robados a un contrabandista de frontera. Ladrón que roba al ladrón, tiene cien años de perdón. ¿Verdad, Sr. Hurtado? ¿O debo llamarlo coronel Izmenardi?  Mi hijo en la primera visita me confesó lo del asalto, en complicidad con un coronel retirado, quien proveyó de armas el plan de operativo comando  y los informes de entreguistas, empleados de la empresa asaltada.  Pero él, prefirió burlar a su cómplice y esconder el botin en casa de su madre: una pobre viuda anciana, anónima y enfermiza...

La siniestra voz de la viuda íbase oyendo cada vez más asordinada, como si se alejase hacia el horizonte, mientras que su atónito interlocutor perdíase en la neblina evanescente de sus sentidos; cada vez más apagados por el dolor y la frustración. ¡Había estado tan cerca de lograr su objetivo!  Pero el Sr. Hurtado, o quien fuese, ya casi no podía captar  palabras y  no le quedaban fuerzas para quejarse por ello.  En su afiebrada imaginación  pudo, o creyó ver,  al hijo de la viuda sonriendo irónico, esperándolo al otro lado de la muerte, aunque con las manos vacías.   Tan vacías como las suyas.    

Chester Swann
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