“Se vende esta casa” |
A:
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—Esa
vieja debe estar chiflada... —comentó el agente inmobiliario al
tempranero cliente que, recorte de periódico en mano, se le presentó a
solicitar informes sobre una propiedad en venta.
—Insiste en vender esa vivienda, casi morienda y
en ruinas, al precio de una mansión seminueva.
No creo que a Ud. le guste la casa ni el precio, pero si insiste,
le llevaré a conversar con esa ¡ejem! señora. El
visitante, hombre alto y robusto, de poco más de cincuenta ajetreados y
fatigados años, asintió al vendedor.
—No
se preocupe Ud. por detalles. Si llegamos a un acuerdo tendrá su comisión.
Esa casa es justo lo que necesito para mis ¡ejem! investigaciones.
Apartada, silenciosa y con pocos vecinos fisgones. Lo que
quisiera saber son los motivos por los cuales la dueña quiere
venderla. Tengo entendido que es una anciana solitaria.
—Sí.
Es viuda de un funcionario jubilado, y su único hijo fue asesinado en
circunstancias no muy claras, hace como diez años. Se sospecha que en un probable ajuste de cuentas entre
robacoches o asaltantes. Nunca
se supo quién lo mató, y la policía archivó el caso. —explicó el
corredor de inmuebles de la firma—.
Tal vez no se sepa nunca los entretelones del asunto. La... este...
señora no tiene parientes ni otros descendientes en el país. Puso en
venta la propiedad hace un tiempo, pero como verá, el precio que pide no
está en consonancia con el valor real del inmueble. La casa deberá ser
demolida de todos modo, pues
apenas se tiene en pie de puro instinto de conservación y
además, carece de agua corriente y luz
y desagüe, pero el solar es bello.
—Puedo
ir solo, si le parece. —exclamó el cliente—.
Tengo mi auto y conozco el lugar.
Tal vez esa... dama se avenga a regatear un poco, pero
la propiedad me gusta y estoy dispuesto a pagar el precio que me
fije. Yo tampoco tengo
familia. Hice una pequeña
fortuna viajando por el mundo y no tuve tiempo de casarme y todo eso.
Tal vez más adelante.
Tras
algunos intercambios de datos, el cliente se retiró. Tenía
anotado en una tarjeta el nombre y apellido de la anciana viuda y algunas
señas del lugar. La
propiedad estaba en los suburbios de Luque, pequeña ciudad satélite de
Asunción, con caminos de tierra y paisajes rurales típicos de la zona
metropolitana. El cliente decidió recorrer los alrededores de la rústica
propiedad para cerciorarse de la vecindad y de sus dimensiones. Comprobó
que fuera de dos o tres tambos y ranchos de los alrededores, casi no había
vecinos. En
cuanto a la propiedad, disponía de casi
una hectárea de quinta arbolada, aunque bastante abandonada y
cubierta de malezas. Tal vez debería
invertir tiempo en la
limpieza de... esa pocilga, o
poco menos, antes de habitarla. —Tome asiento por favor
—dijo la viuda al posible
comprador. —Estoy tan sola
desde que murió mi hijo y pocas oportunidades tengo de charlar con
alguien. ¿No tiene apuro, verdad? —Ninguno,
señora —respondió el recién llegado, disimulando su mal contenida
ansiedad—. Pienso quedarme
en la ciudad hasta dejar en orden todo a fin de mudarme lo antes posible a
este lugar. Tengo prisa por
reanudar mi trabajo de investigaciones antropológicas. Deseo cerrar el
trato ahora. Luego vendré a
vivir aquí. Mientras tanto,
haré limpieza en la propiedad. Puedo
hacerle entrega de una seña para que
Ud. disponga de otro
sitio pronto. ¿No le parece? —Veo
que está impaciente por ocupar la propiedad señor.
¿Cómo dijo que se llama? —preguntó
la anciana excéntrica de la casona vieja, recordando de pronto
que tampoco ella se había dado a conocer, aunque obvió ese detalle.
—Hurtado.
Javier Hurtado, y encantado de conocerla. —Bueno. Ahora, Sr. Hurtado tratemos de sus condiciones y de la seña
de que me habló. Si le parece, concretamos luego el negocio. Noto a Ud.
algo nervioso y cansado, como si llevara un gran peso encima. —Disculpe.
Es que llevo bastante tiempo buscando una casa para dedicarme a escribir e
investigar. Soy antropólogo
y estuve mucho tiempo por la región de los ayoreos y... mire, aqui
le hago un cheque por los primeros cincuenta millones de guaraníes.
Quisiera ocupar la propiedad lo antes posible. —¡Cómo
no, Sr. Hurtado! Pero creo que será mejor que me trajera efectivo y al
contado. Venga mañana con el dinero y le daré el gusto de irme a una
pensión. O tal vez me daría una vueltecita por Europa. ¡Hace tanto la
quiero conocer—Con mucho gusto, señora. Mañana a la tarde vendré con
el dinero y con un escribano para...
—¡Oh!
No se preocupe Ud. por el escribano.
Le doy mi palabra de que apenas reciba el dinero, dejaré para
siempre este lugar y podrá protocolizarlo todo mañana en su
escribanía, a donde acudiré a primera hora.
Mire, aquí tengo una escritura pro-forma de transferencia hecha
por mi escribano, a la que sólo
hay que poner nombre y datos del comprador y la suma de la transacción.
Aquí tiene la tarjeta del escribano que me la hizo y la completará
sin problemas, que mi firma obra al pie de la misma.
Y le prometo que no me verá más.
Quiaá me quede a vivir en España o Italia… El
hombre sonrió aliviado. ¡Al
día siguiente podría iniciar la búsqueda...! El
automóvil del Sr. Hurtado tuvo que quedarse en un taller ese día por
causa de un imprevisto
percance de motor, por lo que tomó un taxi para acudir a su cita con la
anciana. La distancia no era mucha y podría quizá caminar un poco para
serenarse. Estaba cerca de su
objetivo. Tras despedir al taximetrista, se internó por los ásperos
senderos de tierra que conducían a la casona, donde finalmente se anunció
aplaudiendo, y al divisar una débil luz que surgía de la puerta
principal, entró con decisión. La dama lo recibió con amabilidad, empuñando
un quinqué de kerosén y no pudo evitar tener que aceptar un vaso de
limonada. Por otra parte, el calor aún hegemónico pese a la hora, lo
exigía convincentemente, sin duda. La
anciana extendió una carpeta con el documento de propiedad, ya listo y
con el recibo firmado por ella
misma, pero era todo tan irreal a la mortecina luz de la farola y dos
candiles, que hasta se sintió ridículo.
Tras
beber todo el vaso de limonada, algo amarga por lo demás, Hurtado alzó
su maletín como si fuese a echar mano al dinero contante que
presuntamente traía. Luego
de depositarlo en la mesa en varios fajos de diez y cien mil, púsose a
leer el documento de la propiedad, en tanto la anciana volvió a llenar su
vaso con añadido de hielo, seguramente adquirido en
un almacén vecino, como intentando iniciar una charla informal.
—Me
va a doler mucho, señor Hurtado, tener
que dejar mi casa y los recuerdos de mi hijo, pero la necesidad me obliga.
¡Soy tan pobre y desamparada! El
Sr. Hurtado tomó distraídamente su vaso y lo bebió con fruición. ¿Por
qué tendría ese sabor de almendras amargas?
¿oxidación tal vez? —Como
le dije —prosiguió la matrona—, calculé que el asesino de mi hijo
alguna vez, quizá, apareciese de nuevo.
El
Sr. Hurtado bostezó levemente al asentir, algo falto de real interés. No
esperaba la cháchara de la vieja, pero le seguiría la corriente. Total,
al día siguiente partiría para siempre. Bebió
otro sorbo del refrigerante y siguió aparentemente atento a la charla de
la viuda. Hasta
parecía sabrosa la limonada que colmaba la
sudorosa y cristalina jarra que la anciana dejó distraídamente
enfrente suyo como invitándolo a servirse a placer y voluntad. —Como
le contaba, esa noche en que mi hijo vino a casa, yo no me encontraba en
ella. Por los diarios me
enteré de que lo buscaba la polícía por un millonario asalto efectuado
en la capital del Alto Paraná. Cuando regresé al día siguiente, se
despidió de mi y huyó a la Argentina. No supe por qué, días más tarde
volvió a esta casa, curiosamente
en ausencia mía nuevamente y
burlando a la policía de fronteras. Esa misma noche fue asesinado tras
cruenta lucha con su atacante... —Perdone
señora. ¿No serían varios sus...?
—exclamó inconclusamente el Sr. Hurtado intrigado y bostezando
nuevamente. Una suave modorra
se iba apoderando de él. Ya era casi medianoche y deseaba finalizar su trámite,
apurado tal vez por el calor reinante y el exasperante parloteo de la
viuda, apenas atemperado por el refrescante sorbo del cítrico brebaje. Un
ligero malestar estomacal lo puso algo tenso. —El
asalto lo efectuaron dos personas, además de la participación de los
entregadores pasivos de la firma. Uno de ellos ha sido mi hijo y el otro
su cómplice y asesino. Nunca perdí la esperanza de que éste regresara y
tratara por todos los medios de tomar posesión de esta casa, pese al
precio que pidiese, para tratar de hallar el botín
oculto en alguna parte por esta
propiedad. Por tal motivo, puse avisos en los periódicos y hasta ofrecí
una comisión a una inmobiliaria. Mi hijo escondió aquí el botín que,
según la prensa de entonces, alcanzaba los diez millones de dólares.
La señora prosiguió relatando sin prisa ni pausa: —Todos estos años calculé
que el asesino esperaría prudentemente. La mayoría de los presuntos
compradores fueron desalentados por la excesiva cotización de la casona,
y no regresaron más, pero yo, seguía esperando. Hurtado se revolvió incómodo
en su poltrona ¿por qué ese repentino dolor de vientre? ¿Tendría
retrete decente esa ruina? Lo dudaba. Y esta vieja charlatana que...
—Entonces,
busqué un jardinero en una ciudad vecina y le ordené que me cavara un
pozo suficiente para dos metros cúbicos de basura, el cual sería
utilizado en la limpieza de esta finca para
su venta —prosiguió
serena e impertérrita la anciana sonriendo, casi se diría,
siniestramente—. Y créame que servirá para dar
sepultura al asesino de mi hijo, el cual ha aparecido ya para
comprar la propiedad, como yo pensaba. Y encima, con dinero contante y
sonante. El
Sr. Hurtado se levantó de pronto como para encarar a la viuda, mas sus
vidriosos ojos apenas veían una bruma enfrente suyo. Intentó abrir su
maletín para tomar algo, pero volvió a dejarse caer en la poltrona
gastada de la sala. Trabajosamente oía las palabras de la viuda, y la
impotencia de no poder intentar
nada lo anonadaba.
¡Y esos dolores tan terribles en el vientre! —Preferí
citarlo esta noche y créame que nadie se enterará de su visita.
Tuve que poner ayer un poco de azúcar en el carburador de su auto,
cuando Ud. Pasó por la inmobiliaria, para obligarlo a venir
sin él. Los taxistas
son más discretos y de no aparecer su cuerpo en un tiempo prudencial, no
habría problema alguno. El
Sr. Hurtado se sentía cada vez más pesado y frío. Aún estaba
consciente pero ya impotente para una mínima reacción.
En tanto, la monótona voz de la anciana proseguía martillando
implacable como la muerte: Hurtado no podía articular palabra ni gesto y
sus nublados y alucinados ojos miraban al infinito en postrer estupefacción,
ya casi sin fuerzas, ni siquiera para mantener la cabeza erguida. —Habrá
observado que la limonada tenía un gustito como de ajenjo o
almendras amargas. ¡Es el sabor del cianuro con que vengaré la
muerte de mi hijo! Ahora estamos en paz. Mañana haré reserva en
Aerolíneas Argentinas para
Roma. En cuanto a Ud., tardarán bastante
en encontrarlo... si es que lo hallan alguna vez.
Y para entonces, los cien kilos de cal viva habrán borrado sus
huesos mucho antes de mi regreso. ¡Y gracias, señor,
por indemnizarme con este dinero por la muerte de mi único hijo.
También sus despojos reposan en este
predio. Tendrán mucho que discutir en el más allá, supongo.
Tardé tres años en hallar los diez millones de dólares ocultos,
que están a buen recaudo en varios bancos del Caribe y Suiza, donde no
hicieron preguntas. No me siento culpable por que fueron robados a un
contrabandista de frontera. Ladrón que roba al ladrón, tiene cien años
de perdón. ¿Verdad, Sr. Hurtado? ¿O debo llamarlo coronel Izmenardi?
Mi hijo en la primera visita me confesó lo del asalto, en
complicidad con un coronel retirado, quien proveyó de armas el plan de
operativo comando y los
informes de entreguistas, empleados de la empresa asaltada.
Pero él, prefirió burlar a su cómplice y esconder el botin en
casa de su madre: una pobre viuda anciana, anónima y enfermiza... La
siniestra voz de la viuda íbase oyendo cada vez más asordinada, como si
se alejase hacia el horizonte, mientras que su atónito interlocutor perdíase
en la neblina evanescente de sus sentidos; cada vez más apagados por el
dolor y la frustración. ¡Había estado tan cerca de lograr su objetivo!
Pero el Sr. Hurtado, o quien fuese, ya casi no podía captar palabras y no le
quedaban fuerzas para quejarse por ello.
En su afiebrada imaginación pudo,
o creyó ver, al hijo de la
viuda sonriendo irónico, esperándolo al otro lado de la muerte, aunque
con las manos vacías. Tan
vacías como las suyas. |
Chester Swann
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