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El Santo Desconocido |
Nunca se supo su origen con certeza, pero mi abuela decía que era más viejo que el pueblo de Santaní, lo que es decir viejo mismo, como la corrupción y la picardía. Decían los más viejos —entre los viejos de mi casa—, que perteneció quizá a una familia antigua del lugar, cuyos últimos descendientes fueron todos exterminados o desaparecidos en la Guerra Grande contra la Triple Alianza. El santo quedó abandonado bajo escombros —en una capilla destechada por el bombardeo aliado—, de donde finalmente quedó en poder de mi bisabuela por ignotos medios y procedimientos non sanctos. Por supuesto que me encargué de hacer correr lo oído en casa. En el almacén, en el tambo del lechero de la familia y en el mercado de abasto de Santaní. Cuando alcancé la adolescencia ya habían pasado tres comisiones vitalicias pro-capilla para nuestro nunca bien venerado santo, que empezó a ser homenajeado por medio Departamento de San Pedro y dos tercios de Concepción, más casi un cuarto de Ca’aguazú. Al principio, mis viejos vivían de un pequeño lote de tabaco, porotos y maíz, que revendíamos a los comerciantes de la zona. Cuando estuve por ir al cuartel, la capilla ya había sido remodelada y ampliada tres veces. La fama de nuestro santo había crecido hasta más allá de Ponta Porã; lo recaudado en cada fiesta patronal daba para otra ampliación de nuestro rancho (teléfono incluido), y tres años después, hasta sobraría para la primera entrega de una camionetita brasilera. Aunque cuando el concesionario supo que éramos la familia propietaria del santo desconocido, nos regaló la camioneta sin trámite alguno, en agradecimiento a no sé que intercesión del santo, en algún problema que tuvo con un empresario de frontera de Pedro Juan Caballero, felizmente solucionado antes de que la sange llegara al río. ¡No les cuento lo que me encontré en casa después de salir del cuartel! ¡Una romería de aquéllas, que ni en Sevilla, Roma o Santiago de Compostela! ¡Ah! ¿quieren saber ustedes de qué santo se trataba? Nunca lo supimos. Casi todos los santos tienen barba; manos orantes o en pose de bendecir. Simplemente le llamábamos (entre nosotros, claro, y en voz baja) el santo desconocido, ya que, como les dijera antes, nunca supimos su origen. Para los parroquianos mulatos de Ca’aguazú, Emboscada y Mato Grosso, era el Santo Rey o en su defecto un Oxaláh afroamericano; para las siervas de María era un San José; para los estacioneros de Tañarandy, un Jesús carpintero vestido de marrón fajinero; para los carismáticos, un San Pablo doctoral, y así en adelante. Obviamente tenía sus atuendos, pelucas, báculos y alhajas listos para cada congregación que deseara homenajearlo anualmente. Es que el santito tenía la coronilla pelada de origen, como los franciscanos, y entonces lo vestimos de marrón siena, blanco o celeste y amarillo; algunas veces con peluca si debía oficiar de Jesús o de San Pedro. Mi padre, que era masón y liberal, nunca creyó mucho en las virtudes de los santos de madera ni en milagreríos, pero veía con buenos ojos las actividades rituales, o mejor: dicho: redituales, por lo que aportaban a los fondos de la familia. ‘Mi hermana menor estudió Comercial en Coronel Oviedo para poder administrar el negocio de venta de velas, reliquias, réplicas del santo y estampitas para los peregrinos. Yo me dediqué al dibujo, escultura y pintura para diseñar réplicas sacras y toda actividad artística relacionada con el culto al santo. Hasta entonces, mis padres llevaban cuenta de todo, pero ya nos preparábamos para asumirlo en el futuro. El culto al misterioso y aparentemente milagroso Santo Desconocido comenzaba a ser un fenómeno masivo casi binacional, gracias a la credulidad de las masas educastradas por la poco ingenua santa iglesia. Como tenía identidad ignorada fue devocionado por varias cofradías, y sus fiestas patronales se efectuaban hasta seis veces en el año; excepto en los bisiestos, en que tenía una heptada (ese término lo creó mi padre neocartesiano y ¿por qué no? Neomaquiaveliano, ya que era devoto lector de “El príncipe”). Es decir: siete fiestas, a las cuales más recaudadoras. Obviamente, teníamos contratados a los mejores calesiteros, ruleteros y equipos de sonido del país y algo más allá, para las calendas santas y sus octavas. Hasta conseguimos un alegre animador profesional oriundo de Tacuaral, compañero de logia de mi padre y que, después llegaría a ser un importante senador de la nación, famoso por su verborragia altisonante pletórica de oquedades y sofismas de escasa profundidad. Eso sí, muy simpático y dicharachero el hombre. Nunca nadie intentó develar la identidad del santo desconocido; pues que daba para todos los misterios, gustos y devociones. Si alguna vez hiciera algún milagro, nunca nos enteramos personalmente sino por comentarios de viajeros arribeños, quienes a su vez lo habrían oido por ahí. Tampoco nadie se quejó nunca que el santo fallase alguna vez con sus innúmeros promeseros estacionales, peregrinos funcionales o devotos coyunturales. En este caso hubo una inversión de factores: nuestro interés… rompía sacos ajenos, si me entienden. Todos querían obtener favores divinos por intercesión de nuestro santo, lo que los volvía generosos a la hora de oblar, donar o ceder. La afluencia de romeros era harto incesante en ciertos días del año y nuestra producción de reliquias casi no daba abasto para tantos fieles; por lo que decidimos en familia, montar un pequeño taller de alfarería para poder fabricar réplicas baratas de barro cocido y pintadas a mano; una pequeña imprenta casera para las estampitas y certificados de bendiciones papales y una fábrica de velas de cera, esperma o de sebo según sus categorías para los promeseros. También solicitamos una donación de dos lotes a nuestro vecino, a fin de contar con una playa de estacionamiento para los cientos de vehículos que mensualmente convergían con peregrinos de lejanas localidades, o turistas que venían para llevarse souvenirs sagrados bendecidos por el Papa. Ni la Virgen de Ca’acupé tuvo por esos días tantos fieles devotos. Hasta monseñor Aquino —también cofrade de logia de mi padre— quiso pedir su traslado a nuestra feligresía, para poder administrar mejor el fenómeno multitudinario del santo desconocido. Pero la curia de Asunción lo pensó mejor y monseñor permaneció en Ca’acupé para hacernos competencia sacra, hasta jubilarse en olor de hartura y plenitud, que no tanto de santidad.Si no ejercí el sacerdocio exclusivo al servicio litúrgico del santo desconocido, les aseguro que fue simplemente porque no hice pasantía de rigor en un seminario regular. De haberlo hecho, hoy sería obispo de alguna basílica monumental, aunque el celibato no me sienta y la castidad me afectaría el duodeno y el epigastrio; aunque esto último según parece, no es condición sine qua non para ejercer el sagrado Ministerio Sacramental, ya que muchos consagrados han hecho esfuerzos denodados para incrementar la demografía nacional; como se sabe, incluso prescindiendo de ciertos sacramentos previos exigidos a los laicos. Todo iba bien, hasta que en plena era perjurásica —es decir cuando mandaba el tiranosaurio rey—, un caudillo oficialista del pueblo de Santaní comenzó a echar mano a cuanto santo pudiese, pues se rumoreaba que algunas imágenes antiguas tenían compartimientos secretos en sus cuerpos de madera. Y se decía que el ecce homo, un tal Itzvan Smirnoff, que se creía heredero de Iván el Terrible, habría hallado hasta rosarios de filigrana de oro y monedas en uno de ellos. Lo cierto es que envió a sus capangas a ofertar hasta cincuenta mil guaraníes por cada santo de mediano porte. Como el nuestro no era ni tan tan, ni muy muy, el precio ofertado fue apenas de veinte mil aborígenes, lo cual fue rechazado de plano por mi padre más o menos ateo y mi madre mariana; así como por mi hermana, devota de la Congregación de la Santa Frustración. Ni por todo el oro de Luque aceptaríamos desprendernos del Santo Desconocido, herencia de nuestros mayores, protector de la familia (¡y cómo!) y de las comunidades limítrofes que se avocaran a su gracia milagrosa.Este caudillo de quien les hablo, no aceptaba negativas y cierto día nos envió un cheque por los veinte mil y a sus capangas, escoltados por policías de investigaciones que querían apresar a mi padre por ser contrera (les dije que era liberal). Tuvimos que resignarnos a ceder nuestro santo, aunque no su milagroso poder; pero mandé decir a don Itzván, que necesitaríamos un mes para despedirnos del santo con ceremonias antes de enviárselo. Todos sus devotos tenían derecho a concederle honras y exvotos. Tras los rituales de expiación se lo enviaríamos envuelto como para regalo, que de hecho lo era. Demás está decirles que don Itzván aceptó en un inusual arranque de magnanimidad y tuve tiempo de hacer una réplica exacta del santo desconocido, con un buen trozo de timbó aparentemente macizo que había en un rincón del rancho (en realidad es una metáfora, pues de rancho no tenía ya nada), dejado allí quién sabe por quiénes. Incluí alhajas (de bisutería, claro) y su basto hábito marrón. El verdadero, es decir, el original y sus alhajas de dieciocho quilates, lo guardamos en lugar seguro, bien lejos de Santaní. Tras hacer todas las ceremonias de traslado del santo a la capilla privada de don Itzván, se lo enviamos. Luego supimos que los habituales devotos del santo no podrían acceder al nuevo emplazamiento privado, por lo que de todos modos, éstos aceptaron seguir realizando sus cultos en nuestro solar y consintieron en que el santo fuese una réplica del original, del cual dijimos, frente a la augusta presencia del señor Jefe de Investigaciones de cuerpo presente (me refiero al cuerpo de matones macheteros de Santaní), que fuera llevado a Roma por don Itzván a fin de ingresar al panteón cristiano con las siete bendiciones del Papa y el Sacro Colegio Cardenalicio. Para ese entonces la capilla había crecido y contaba con tinglado multiuso y cancha de fútbol de salón, amén de un complejo de material cocido con baños, agua corriente y cantina permanente, con trazas de convertirse en futuro Supermercado o Shopping Center espiritual de la comunidad. Por esos días ya me había casado —en nuestra capilla claro—, con la bendición del arzobispo de Asunción, opusdeísta funcional y también cofrade de logia de mi padre, quien nos prometiera dispensas papales en breve. Mi señora esposa pasó a ser la mayordoma del Santo Desconocido cuando ejercía de San Francisco, San Antonio y Santo Rey; mi hermana, los domingos y algunas que otras fiestas de guardar; mi madre, en vísperas de Semana Santa y Navidades, etcétera. Era ardua la tarea y había que compartir responsabilidades y espacios. Lo cierto es que, don Itzvan Smirnoff, halló veinte monedas de oro escritas en inglés, un rosario de coral y filigrana de oro, diez anillos de ramales, aunque de oro bajo y siete pulseras de oro y plata ¡en la réplica del santo! y que por cierto no era de guatambú ni cedro, sino de timbó. Es que tallar un trozo de esas duras maderas me hubiese llevado más de un mes. Pero no podía imaginar que en ese bloque viejo hubiese una oquedad disimulada y con alhajas encima. Bueno, de todos modos nuestro santo nos ha bendecido por valor cientos de veces mayor a lo largo de dos generaciones. No nos podíamos quejar después de todo. Muchos devotos y fieles que habían venido a por lana, regresaron trasquilados a sus valles. Cuando alcancé la edad adulta, quiero decir: madura, me hice cargo de las actividades del culto. El predio en que se asentaba la capilla había crecido en ochocientos metros cuadrados con donaciones de vecinos nuestros y la intendencia municipal. Ya se perfilaba un monumental templo neogótico, cuyos planos bocetaba un conocido arquitecto capitalino. Hace poco, hemos enviado los bocetos de los planos del nuevo templo a un equipo de arquitectos europeos, a fin de ver las posibilidades de iniciar una nueva etapa, más solemne y magnificente del culto al santo. Nuestra feligresía ya iba ameritando un cardenalato propio y un templo acorde a ello de acuerdo al canon litúrgico. Hace algunos años que mis padres fallecieran y también fueran defenestrados el tiranosaurio y algunos de sus acólitos, entre ellos Itzvan Smirnoff, con lo que recuperamos la réplica entronizando de nuevo al original. Nuestra capilla ha crecido y casi tiene porte de catedral. Nuestro patrimonio también. Aún nuestro santo no tiene nombre y lo seguimos llamando, en familia como el Santo Desconocido. Tampoco comprobamos nunca si alguna vez hiciera algún milagro certificado por la Jerarquía, para alguno de sus devotos incontables. Pero sí sé con certeza que para nosotros y nuestra inquebrantable fe, no hacen falta milagros, para reconocer y venerar su santidad. Amén.
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Chester Swann
cheswann@gmail.com
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