Sangre insurgente en los surcos |
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ORACIÓN
A MAMATIERRA Madre
Nuestra que estás en los suelos: Sacrificada
eres al hombre y su vanidad. Muéstranos
hoy tu Reino, y hágase Tu
Voluntad. Desde
el planeta hasta los confines del Universo. Y
perdona nuestra inconsciencia, así como nosotros, perdonamos
a tus depredadores. Santificado
sea tu nombre: Madre
Naturaleza El
sustento nuestro de cada día, dánoslo hoy. Y
líbranos de los contaminadores, industriales; Tecnócratas
destructores, y políticos
venales; Mercenarios
uniformales, millonarios y doctores; Pobres,
ricos y señores; Soldados
y generales, científicos e inventores; Mercaderes,
senadores, patrones y caporales; Pervertidos,
santurrones, sacerdotes y vestales; Periodistas
desinformales, suertudos y perdedores; Venéreos
ejecutivos, corruptos y triunfadores; Madereros,
cazadores, y alquimistas infernales. Para
que tu regazo —nuestro mundo— torne a ser; el
Paraíso Perdido y recuperado, por las eras de las eras. AMEN INTRODUCCIÓN: Esta
novela de ficción, no pretende hacer, ni contar, la “historia”
propiamente dicha de los movimientos campesinos y sociales de la llamada
“transición” en el Paraguay, sino mostrar un panorama aproximado,
—con personajes ficticios o
reales— de lo que fueran las luchas por la tierra desde una óptica
particular. Para ello, he imaginado situaciones y acciones basadas en
hechos históricos y circunstancias creadas o imaginadas,
dentro del clima trágico e irónico de tales eventos, englobando
muchos casos en un sólo relato; para ilustrar mejor un testimonio
literario de lo que fuera la postrimería del siglo XX. Tanto en el
Paraguay, como en casi todo el tercer mundo, donde las estructuras
sociales superadas hace siglos en Europa, aún se mantienen por la fuerza, aunque
con ropaje republicano y una democracia de ficción —poco representativa
y nada participativa—, donde el verdadero poder se ejerce desde
el exterior... o desde la oscuridad más discreta de los oscuros
cenáculos de los cipayos del poder de la gran finanza que administran el
poder público en Latinoamérica. Toda
la literatura creada por mi mano e inspirada en el Hombre, no es sino una
constante preocupación filosófica por la Justicia; que sin ella no
existirían la paz ni el amor, que finalmente son las metas de toda
filosofía humanista sin exclusiones ni prejuicios clasistas
conservadores. Estos
hechos aquí narrados, son basados —en parte— en la más absurda
realidad, a lo que he sumado experiencias en el exilio y la
resistencia pasiva al anterior régimen. No pretendo, como dijera antes,
hacer “historia”, sino provocar y convocar a la reflexión del amable
lector —sin exagerar, claro— cuanto ocurriera o pudiera haber ocurrido
durante el período negro de una tiranía atroz, más producto de una
estructura mundial injusta, que del propio tirano; quien no hizo más que
poner en práctica los postulados emanados de la Doctrina de la Seguridad
Nacional, fruto de las enfermizas mentes del Pentágono. Me he limitado a
novelar —valga la redundancia— acerca de hechos ocurridos en los
Departamentos de San Pedro, Kanindeju, y el resto del país,
durante los años ochenta al
noventa y nueve del pasado siglo, por ser los más emblemáticos de entre
todos los casos de tomas de tierras latifundiarias y desalojos, seguidos
de retomas y negociaciones; un poco abusando de la imaginación y otro
poco basado en informes de prensa. También mencioné hechos silenciados
por la gran prensa de masas, fuese por ignorancia o por complicidad con el
sistema imperante. Muchos
mártires se ha cobrado la lucha por la conquista de Utopía en el
Paraguay, durante los años 1960 a 1990. Arturo Bernal, Marcelino Casco,
Doroteo Grandel, Albino Vera y tantos otros, muertos en torturas; Martín
Rolón, desaparecido, Juan de Dios Salinas y otros, asesinados por la
policía en Paraguarí. Además, fueron incontables los casos de tortura
despiadada y sevicias por largos meses a hombres, mujeres y adolescentes,
algunas de estas últimas, muertas en prisión a causa de enfermedades o
malos tratos, por el hecho “punible” de desear mejor destino y un
modelo alternativo solidario. A
todos ellos, vivos y muertos, dedico este libro, en memoria de quienes
intentaron un modelo alternativo de solidaridad social y fueron
incomprendidos por sus propios contemporáneos. Existieron
también sacerdotes ajenos a los intereses de los desposeídos, como los
padres Mario, Sydney Chang
(de nacionalidad china), Celestino y Ortellado, quienes actuaron como
delatores y promotores de la represión contra las organizaciones de
colonias cristianas y dueñas de su tierra en San Isidro del Jejuí, Las
Misiones, Qui’indy, Ca’aguazú y San Pedro, pese a que el obispo Aníbal
Maricevich se pusiera de parte de los campesinos y se enfrentara casi en
solitario contra el aparato represivo. Unos pocos clérigos, como el padre
Braulio Maciel (herido en 1976 en San Isidro del Jejuí), sirvieron a sus
hermanos y apoyaron a los labriegos, pero por lo general, los prelados
eran conservadores, como
monseñor Pastor Cuquejo, ex capellán del ejército y actual arzobispo de
Asunción, además de iniciado masón, quien tuvo, sin duda, su cuota de
participación en la disolución y desmembramiento de las Ligas Agrarias
Cristianas y de otros grupos campesinos no tan cristianos quizá, pero
igualmente dignos de respeto. Otro
de los clérigos que se pusieron de parte del gobierno fue el sacerdote
Ramón Mayans, también ordinario castrense e igualmente iniciado masón. Estos
clérigos conservadores, no admitían ideas renovadoras, ni organizaciones
independientes de la influencia de la Iglesia, lo que hizo que los
campesinos organizados en la década de los noventa, optaran por su
independencia de las instituciones e incluso de las ONGs que los apoyaban.
Muchas colonias u ocupaciones de facto, todavía permanecen en la
semiclandestinidad, con juicios de desalojo pendientes aún, o con casos
de desapariciones o asesinatos de líderes campesinos en la actualidad.
Por
ahora, los conflictos siguen, aunque no con la crueldad inicial contra los
sintierras, pero sí con juicios por usurpación de propiedad y otros,
además de periódicas represiones policíacas.
Al
cierre de éstas líneas, la lucha prosigue sin pausa en procura de
justicia, aunque ésta se mantenga alejada de los pobres. También
dedico esta obra al amigo y maestro Rudi Torga ahora residente en la
inmortalidad. Por último,
también quisiera hacer una dedicatoria a mi esposa, compañera y soporte
de mis sueños: Sharon Kaye Weaver (Arkansas U.S.A. 1949), sin cuyo
desinteresado apoyo poco hubiese podido hacer. Luque,
Paraguay, Setiembre del 2001.
ACERCA
DEL AUTOR Artesano,
compositor musical, poeta, pintor, escultor, humorista gráfico y
periodista, no ha hecho concesión alguna a los grandes culpables de la
procelosa historia del Paraguay, desde su irrupción a la palestra en los
años 70, en que se iniciara en teatro, con el grupo Barricada bajo mi
dirección. Nació en el Guairá en 1942, como Celso Aurelio Brizuela, y
tras una corta infancia en su país, debió emigrar a la Argentina con sus
padres a causa de los azares de la guerra civil de 1947, tal cual recuerda
al protagonista de este relato: Calixto Ñamandú. Tras educarse en el ciclo primario en el extranjero, retornó al
Paraguay para retomar su instrucción en su país natal, en los inicios de
la tiranía del general Stroessner, una de las más largas de la historia
de este sufrido y sacrificado pedazo de isla sin mar, como lo definiera
Juan Bautista Rivarola Matto. A causa de la activa militancia guerrillera de su padre, en el «Movimiento
14 de Mayo» de los años 60, este sujeto, hasta entonces llamado Celso,
debió cambiar de nombre para mimetizarse socialmente, eludir la lupa
policíaca e integrarse al ambiente laboral y artístico, pues que
eligiera el arte como medio de expresión y lenguaje conceptual. Tras
frustrarse en las aulas estudiantiles, resolvió educarse a sí mismo en
forma autodidáctica, buscando crecer en su asumido rol de comunicador y
creativo. Realizó exposiciones como dibujante, caricaturista político y
artista gráfico, aunque sin formar parte de grupos o cenáculos tan
comunes en los ambiente culturales asuncenos. Se declaró «lobo estepario»,
es decir ajeno a toda jauría y luchador solitario por la reivindicación
del ser humano, hasta hoy discriminado por los poderes fácticos y económicos
y por los ideólogos de la dependencia. Su irrupción en la música contemporánea urbana se dio al mismo
tiempo que lo antes mencionado, esgrimiendo su acerada guitarra acústica
de juglaresca estirpe, cual quijotesca lanza vindicativa. Su notoriedad se
inició en los años 70, en festivales diversos, a causa más que nada, de
la punzante ironía de sus poesías musicalizadas, a caballo entre el
neofolclore, el rock and roll (en castellano y guaraní), lo
latinoamericano y lo barroco; no desdeñando ningún género, si de
comunicar se tratase. Esta
obra, es su décimo intento bibliográfico, habiendo escrito tres volúmenes
de cuentos breves, cinco novelas y poemarios retrospectivos.
Su aguda mirada, abarca todos los procesos históricos de la
humanidad y se refleja en su obra literaria, gráfica y musical. La ironía
y el sarcasmo salpican constantemente sus reflexiones; y hasta su vida,
bastante discutida por cierto, es el fiel reflejo de sus pensamientos
filosóficos, hasta hoy ajenos a toda escuela que no fuese la dura
realidad que lo circunda. Esa realidad tan dolorosa cual absurda que sigue
pisoteando almas en pos del lucro. Si Ud. amigo lector lo ha conocido personalmente, habrá podido
apreciar esta breve semblanza, subjetiva quizá, pero que trasunta cuanto
nos uniera en un sentimiento de amistad durante más de treinta años,
durante los cuales ambos hemos crecido. Si no lo ha conocido
personalmente, las palabras contenidas en esta obra serán su carta de
presentación.
Rudi Torga*
*
Poeta, dramaturgo, director teatral, periodista y crítico de arte.
Hasta su reciente deceso fue director de Investigación Cultural
del Viceministerio de Cultura del Paraguay.
Ha dejado un frondoso legado, tras larga y fructífera labor. Ha dirigido varios elencos teatrales y puestas en escena de
autores nacionales y extranjeros. Cantata a San Lamuerte Esa
calinosa tarde septembrina
de 1999, tan triste y encapotada —como queriendo grisarlo todo
con su color ceniciento de melancolía y soledad— se oyeron en la
distancia cuatro estampidos en veloz sucesión, cuyos ominosos ecos se
esparcieron por los cantos oscuros del bosque solitario. Un cuerpo
ensangrentado tendido a la sombra de los árboles añosos, quedó como
testimonio de la letal puntería de los pistoleros anónimos que se
cebaran en la humanidad del campesino Calixto Ñamandú, dirigente
campesino de la ocupación de una fracción ínfima del latifundio de los
Morgan, testaferros de Stroessner, poderoso terrateniente del lugar.
No hubo testigos presenciales del crimen, aunque los reverberos del
tiroteo pudieron oírse desde bastante distancia del foco de las
deflagraciones, así como el suave ronroneo del turbomotor de un helicóptero
alejándose del lugar. Nadie,
de entre los sublevados parias de las antiguas glebas feudales del
departamento de San Pedro, pudo identificar al, o a los autores del inicuo
acto homicida; aunque podrían sospecharlo, dados los antecedentes.
Los otros ocupantes —compañeros de luchas y afanes del caído—,
reaccionaron en la certeza de lo peor.
Nada bueno debía esperarse de los matones asalariados de los
supuestos propietarios, ni de la policía paraguaya, ni de las venales
autoridades de la zona. El compañero Calixto Ñamandú era el cabecilla
visible de la toma de esas tierras; en parte a causa de ser algo más leído,
honesto a carta blanca y muy trabajador. En poco más de seis meses de conflicto hubo erguido su
rancho de pared francesa y techumbre de paja, disponiendo además de
huerta, frutales y otros cultivos de subsistencia;
en horas libres ayudaba a sus vecinos y compañeros de lucha a
preparar sus heras, y en cuanto pudiese, aliviar sus penurias alimentarias.
El silencio se hizo dueño del monte tras los estampidos, callando
hasta los pájaros y los insectos, como si no osaran turbar el descanso
del labrador yacente entre los arbustos rastreros.
Poco a poco los demás agricultores, presintiendo lo inexorable, se
aproximaron al sitio en silencio respetuoso; aunque esporádicamente
lanzaban al aire sus voces llamando al ahora ausente, como tratando de
convocarlo ritualmente de nuevo a la vida.
A su solidaria y abnegada vida, truncada por los plúmbeos
abejorros como las de tantos otros luchadores caídos en sus reclamos de
pan y tierra, frente a las balas, gases y porras policiales.
Finalmente, tras largas horas de búsqueda, hallaron el rígido
cuerpo de Calixto Ñamandú, con la piel florecida por encarnados claveles
de sangre; justo cuando las primeras sombras se enseñoreaban del entorno
y las moscas y hormigas daban inicio a su funeral banquete con los
despojos del asesinado. En
respetuoso silencio sin lágrimas, los hombres del piquete de búsqueda
trasladaron los restos de Calixto al asentamiento para velarlo y darle
decente, si no cristiana sepultura, ya que pocos de ellos tomaban muy en
serio a los evangelizadores de ocasión, que pululaban como piojos
escolares sobre las ocupaciones para lucrar con diezmos.
—No
se puede prescindir de los denostados denarios cesarista —decían los
buenos curas, para justificar sus exacciones.
Cuando estaba en su apogeo la ocupación, años atrás, llegó al
lugar el padre Mc Cullen, un salesiano canadiense a fin de instarlos a la
construcción de una capilla parroquial.
Los labriegos le respondieron que él, en persona, debería
construirla, pero al mismo tiempo tendría que labrar su parcela; ya que
ninguno estaba dispuesto a oblar diezmos para mantener parásitos
espirituales. Por lo menos no se preocuparían de las almas mientras los
cuerpos tuviesen menester de alimentos.
Tras esto, Mc Cullen, quien esperaba buena cosecha de lana, retornó
trasquilado y no regresó al entonces precario asentamiento, donde
esperaba sin duda medrar a costas de los labriegos.
Otros predicadores y misioneros de variopintas y pintorescas
confesiones fundamentalistas tuvieron igual suerte, o peor.
Las
mujeres del asentamiento lamentaron con plañideras voces el asesinato de
Calixto, entre ellas la suya propia, con tres hijos en crianza y uno en
gestación, la que no ahorró lágrimas de pena por su hombre. La
impotencia tomó por asalto los ánimos de los pobladores de Táva Pyahu
como incitándolos a abandonar la larga lucha de sus
reivindicaciones, dejándolo todo abandonado para regresar a su anterior y
mendicante situación de parias suburbanos del subdesarrollo, como
subempleados o marginales desarraigados que eran.
Pero algo les decía que su dignidad estaba en juego y nada ganarían
en una reculada, salvo las migajas de una decadente imbecivilización, que
se complacía en devorar seres humanos o sacrificarlos a los impuros
dioses del lucro. Siempre en silencio —ese silencio que nada tiene en
común con la vil resignación de los cobardes, sino con el que encierra
la furia contenida y se niega a dar la otra mejilla—, trasladaron el
yerto despojo de Calixto Ñamandú a su morada primigenia: la tierra.
Esa tierra que amó hasta la última gota de sangre y sería la que
lo acunaría en su regazo amante, hasta ser uno con ella.
Y en ese mismo silencio, retornaron a sus ranchos a la caída de la
tarde como rememorando aquellos días en que resolvieron unirse para tomar
por la fuerza lo que el derecho les negara, en su farragosa parrafada
leguleya mercadorizada. La
lucha por la tierra se remontaba a los años de la posguerra de 1865-1870,
en que el derrotado y aniquilado Paraguay —frente a la triple alianza y
el imperio anglo-fenicio— quedara despoblado y casi arrasado, lo que fue
aprovechado para parcelar sus campos, selvas y cañadones a la caterva de
aventureros venidos de Europa y las naciones vencedoras, en pos de
suculentas oportunidades. Tras la guerra del Chaco de 1932-35, los
sobrevivientes pudieron ocupar tierras desiertas, previamente deforestadas
por voraces madereros, y hacer chacras y capueras o pequeñas granjas
minifundiarias sin sobresaltos... hasta la hecatombe de 1947, en que muchos fueran despojados de sus
heredades no documentadas y lanzados al extranjero cual parias itinerantes
sin regreso, empujados por los aviesos y bárbaros pynandíes
paramilitares, mercenarios de los gorilas uniformados que despoblaron
nuevamente el país; esta vez por razones políticas.
Ahora en los años ochenta y noventa, se reiniciaba la lucha por la
posesión de pequeñas parcelas de subsistencia, ya que los hacendados y
los especuladores acaparaban la casi totalidad de las tierras y bosques. Tras
el derrocamiento del tirano Stroessner, muchos campesinos que habían
formado parte de las extinguidas Ligas Agrarias, volvieron a unirse,
aunque esta vez, con la faz cristiana —que
había caracterizado a los reprimidos grupos de labriegos— algo más
atemperada por el escepticismo. Ahora, pese a cierta prensa y a los latifundistas y sus
pistoleros de alquiler, los campesinos se aprestaban a una larga
contienda, con la terca resolución de quienes nada tienen que perder,
salvo la dignidad. Y
justamente, ésta no tenía precio como para hipotecarla por las treinta
monedas de Judas, bastante cotizadas últimamente. Todos, incluso Calixto,
supieron siempre que la traición acechaba en cada recodo de los senderos
del monte y en cada pasillo tribunalicio, donde los venales abogados
intentaban comprarlos para lograr su posible defección.
Pero
pese a ello, resolvieron en todos sus atyguazu o asambleas populares
mantenerse firmes en sus propósitos de lograr la tan ansiada
Tierra-sin-mal que por siglos buscaran sus antepasados indígenas.
Sí, la traición acechaba en todas sus formas y disfraces. Desde
la melosa voz de los actuarios judiciales que prometían otras tierras
colonizables aunque a precio de edén turístico; los amenazantes
improperios de los policías, enviados a reprimirlos y las balas asesinas
de los jagunços y sicarios del supuesto propietario ausentista. Tras
el sepelio de Calixto Ñamandú, las mujeres
convocaron a otra asamblea para elegir a quien lo suplantaría.
No sería muy difícil, ya que casi todos los ocupantes, hombres y
mujeres poseían idénticas cualidades, excepto quizá la escolaridad y el
buen manejo del castellano, el cual era aprendido en su escuelita montaraz
como idioma extranjero, dado que el guaraní era su lengua materna, aunque
algo mezclada ya con la de Castilla.
No tardaron en deliberar para zanjar el problema de la sucesión,
ya que los tiempos eran duros y siempre pendía la espada de Dámocles de
una intervención policial-militar sobre ellos, la que sólo dependería
del humor de los jueces y de la diligencia de los abogados del poderoso
Laszar Morgan. Éste había
ofrecido a los ocupantes unas parcelas situadas en lugares inhóspitos y
erosionados, lejos de rutas y caminos, lo que fuera rechazado por los
labriegos. ¿Quién querría vivir en un erial, más cerca del infierno
que del paraíso? Calixto lo
supo y, tras consultar con sus hermanos de infortunio, mantuvo su posición
de no moverse de Táva Pyahu, donde tres niños, casi angelitos, dejaran
sus huesos. Uno a causa de enfermedades y penurias durante su permanencia
y dos hermanos asesinados, de corta edad.
Ahora le tocaba a Calixto hacer compañía a los inocentes que ya
reposaban en el lugar, lo que constituía un motivo poderoso para seguir
en la brega. San
Lamuerte
estaría momentáneamente satisfecho con las ofrendas involuntarias
recibidas de los ocupantes, por lo que dejaría de incordiar por un tiempo
con su invisible pero tangible presencia.
Los campesinos sabían que había un precio que pagar para llegar
al bien común, y, pese a sus atavismos ancestrales, conocían de Marx, de
Engels, de Nietzsche e incluso de los anarquistas cristianos como Robert
Owen, quien fundara en Texas en mitad del siglo XIX, una colonia utópica
llamada New Harmony, donde el dinero carecía de interés y se practicaba
un socialismo libertario cristiano al estilo de las catacumbas. También
sabían de la casi mítica República Guaraní, de las reducciones, donde
los jesuitas, con sus limitaciones religiosas y teocráticas, trataron de
sustraer a los indios guaraníes del yugo de encomenderos y mitayos y
donde cada cual tenía lo suyo… hasta donde lo permitiese la justicia
canónica, no poco rigurosa por cierto. Muchos
jóvenes universitarios idealistas acompañaban, de tanto en tanto, los
acaeceres y experiencias de los labradores, compartiendo su magra
alimentación y asistiéndolos con libros y técnicas, pese a los
denuestos de los enemigos del “modelo” que trataban de llevar a cabo
en forma colectiva y solidaria. Dicho
modelo socioeconómico, no respondía a las ortodoxias marxistas, aunque
poseía cierta afinidad, ni a
los postulados liberales del individualismo competitivo y excluyente; sino
a los éticos parámetros comunitarios heredados de sus antepasados indígenas,
quienes respetaban a la naturaleza y vivían en comunión con ella.
Incluso se jactaban de no tener comisarías policiales en su
comunidad y pese a ello, el índice de violencia y delitos era igual a
cero. Todos ellos estaban conscientes de su responsabilidad social y practicaban el cooperativismo en su esencia más pura y solidaria. Pese a ser algo anarcas y ácratas, necesitaban de un representante, que no caudillo, lo que motivara una sesión maratónica de la asamblea popular. Los sesenta hombres, cuarenta y ocho mujeres y cincuenta niños y adolescentes de ambos sexos se reunieron a deliberar. —Propongo a Marcelo Mereles para liderar la colonia Táva Pyahu —dijo Ramona Ramírez, mujer de Calixto Ñamandú, ya repuesta a medias del dolor de su pérdida. —Propuesta aceptada, pero requiere unanimidad para el consenso,
caso contrario debemos replantearla —exclamó Petrona Ibáñez, la joven
secretaria de actas de la colonia. Contó luego las manos alzadas que
corroboraban la propuesta de la viuda de Calixto Ñamandú. Eran
suficientes para afirmarla, por lo que asentó en el acta.
Nadie estaba con ánimos para un largo debate, pero la moción
parecía aceptada. Marcelo Mereles reunía los requisitos para el cargo de
responsabilidad. Ahora recaería
sobre sus hombros —algo cansados por la lucha y sus cincuenta y cuatro
abriles además—, la tremenda tarea de mantener la urdimbre del tejido
social del asentamiento, unido en apretada trama y sin hilachas
defectivas, ni delirios posesivos. Contaron
nuevamente las cruces-marcas erguidas a un costado de una encrucijada en
el serpentino sendero del monte, casi en los linderos del asentamiento.
Eran tres pequeñas y de color blanco, más una algo más grande y
basta, de madera de urunde’y labrada a mano por los labriegos. Juraron éstos no olvidar
el incidente en que sicarios ocultos asesinaran alevosamente a su hermano
de infortunio. A partir de ese día, nada volvería a ser lo mismo, ni se
resignarían a dejarlo en la impunidad. Buscarían el modo de hacer
justicia, sin caer en la tentación de la venganza. No había suficiente
dinero entre ellos para pagar abogados querellantes. Tampoco podrían
acusar a nadie en particular, pues incluso pudieran haber sido matones
policiales de medio tiempo quienes asesinaran a Calixto... o asesinos
de alquiler, tan comunes por estos tiempos en las zonas fronterizas
entre Paraguay y Brasil. Ninguna
hipótesis podría dejarse de lado en estos casos, ya que prácticamente
tenían adversarios hasta en ciertos medios de comunicación favorables a
los apóstatas apóstoles de la Santa Propiedad Privada y librecambistas a
ultranza; y ¿por qué no? en la poderosa Asociación Rural, los
agroexportadores que veían con malos ojos a quienes no se sometían a los
acopiadores de materia prima y a los abogados que lucraban pescando en ríos
procelosos. Incluso el clero
conservador los miraba de reojo, pese a la cacareada opción por los
pobres que pregonaban algunos obispos. Ya verían la manera de
desenmascarar al o a los autores materiales y morales del homicidio.
Pero el mítico San Lamuerte,
no dormía ni estaba satisfecho con la reciente inmolación. En
un lujoso despacho situado en Asunción, el todopoderoso Laszar Morgan,
antiguo testaferro del general Stroessner, depuesto entonces pero no
ausente del todo, increpaba a su batería de abogados y al juez de
instrucción que hesitaba en dar una orden de desalojo de su propiedad
invadida por los sintierras en San Pedro, Zona Norte.
Uno de sus capataces asistía a la reunión para interiorizarse
acerca de la marcha del litigio y de paso informar a su patrón de la neutralización del líder visible del asentamiento Táva Pyahu,
aunque sabía que esto sólo prolongaría el litigio. Un mártir siempre
es un estorbo incordiante para quienes son dueños del poder, pese a que
él mismo hubo sugerido a su capataz para aquietar a los cabecillas
sintierras, pero no imaginó que el caporal lo tomaría como un encargo
perentorio. Mientras se investigase esa sospechosa muerte, los fiscales y
jueces tendrían manos atadas para ordenar un desalojo sumario en el
asentamiento. Laszar
Morgan increpó a su diligente capataz, quien había resuelto emboscar con
pistoleros brasileños al cabecilla, porque esto sólo retrasaba la solución
expeditiva, ya que el juez ordenó “no innovar” a las partes en
conflicto lo que puso furioso al terrateniente, que esperaba la expulsión
de los intrusos en la brevedad posible pese a aprobar el Congreso la
expropiación del predio, aunque no la liberación de los fondos para
hacerlo. La
única posibilidad que se le presentaba ahora, era aterrorizar
extrajudicialmente a los ocupantes con intimidaciones y amenazas por parte
de sus matones. Pero debería guardar las apariencias, so pena de
involucrarse en crímenes y atentados molestos e incómodos ante la opinión
pública, la cual empezaba a simpatizar con los campesinos denominados sintierras, quienes irrumpieran de pronto en el escenario
hispanoamericano, como desafiando a los crípticos poderes globalizadores
del fascismo especulativo con ropaje liberal.
Tras despedir a sus inoperantes abogados, testaferros y al
venal juez, Laszar Morgan quedó a solas con su capataz brasileño,
a quien dio precisas instrucciones de sembrar el terror en el
asentamiento, aunque sin matar a ninguno. —Puedes quemar ranchos,
hacer disparos intimidatorios o arruinar sus cultivos de subsistencia
—explicó el amo a su perro de presa, —pero no quiero más muertes que
sólo servirán para alargar el proceso de expulsión de esos infelices. Si tienes ganas de matar, hazlo en otro sitio y por tu cuenta
y riesgo. ¿Entiendes, pedazo de animal?
—Sim, seu padraõzinho. Entendo.
Só matá-lhos de fome. Agora
mesmo vou lá. Fique tranqüilo
que eu tomo conta daquilo. Só
lembre que foi vocé quem téve a idéia.
—Que no me entere de tus excesos, so bribón, que me va la cabeza
en ello. La opinión pública piensa que soy el malo de la película y
debemos revertirlo a pesar de tu celo y fidelidad. Laszar
Morgan hurgó en su cajón buscando un par de analgésicos para borrar la
pertinaz migraña que lo acosaba, juntamente con el omnipresente fantasma
de Calixto Ñamandú. La
poderosa Asociación Rural del Paraguay, pilar político de los regímenes
de turno, tras el derrocamiento del longevo tirano, e incluso durante su
reinado, estaba en sesión permanente a causa de las protestas, marchas y
ocupaciones, que no daban tregua ni a la omnipresente policía. Los
sacrosantos derechos de propiedad estaban en tela de juicio y los
latifundistas en la picota, a causa de los desheredados que se negaban a
aceptar su miseria con la resignación inculcada por los padres de la
iglesia y los evangelios; especialmente por
la emergencia de algunos curas marxistas
partidarios de la Teología de la Liberación —al menos, según
opinión del ex miembro de la Hitler
Jügend, cardenal Joseph Ratzinger, nuevo Gran Inquisidor romano—,
como monseñor Helder Cámara, Frei Betto, Leonardo Boff, Mendez Arceo de
México y otros teólogos, que interpretaban las Escrituras desde un punto
de vista radicalizado de opción preferencial por los pobres.
Cosa nueva en una vieja iglesia cuya secularidad se caracterizara
por su apoyo irrestricto al poder político, desde su inserción legal al
imperio romano por Constantino y el edicto de Milán en el siglo V y la
Doctrina de San Alberto. Los
terratenientes —por primera vez en su larga historia— se sentían
inseguros y rebasados por las fuerzas insurgentes en Iberoamérica y casi
todo el tercer mundo. Las contrataciones de pistoleros de alquiler
—especialmente brasileños— se intensificaron en los últimos tiempos
de ¿democracia? y transición (o transacción), debido a la poca
capacidad de contención de las Fuerzas Conjuntas, algo remisas a reprimir
a sus compatriotas; aunque cuando les tocase actuar, lo hacían con no
poco rigor, un celo perruno y con una entrega casi mística digna de
mejores causas, porque peores no las hubo. Revolución
agraria a pedal Calixto
Ñamandú y sus asustados padres, abordaron apresuradamente el
desvencijado tren del viejo ferrocarril inglés que los conduciría a
Buenos Aires. La cruenta guerra civil de 1947 los empujaba lejos del terruño,
donde debieron abandonar su chacra de la compañía1
Simbrón, en el Departamento de Paraguarí, a la voracidad de los
milicianos civiles y de los
militares oficialistas. Apenas
con lo puesto y poco más, pudieron salvar su pellejo, pese a no estar
involucrados en la sublevación del cuarenta y siete, ni poseer
“contactos” con los jefes revolucionarios.
Simplemente alguna intriga de cualquier vecino, o ni siquiera eso.
Bastaba con que alguien ambicionase alguna propiedad para declararlo
enemigo del gobierno, lo que significaba muerte cierta u ostracismo a
perpetuidad. Lentamente,
como desperezándose y resoplando para darse ánimos, la vieja locomotora
inglesa fue apartándose de la estación de Paraguarí, rumbo al sur, a lo
ignoto. El traqueteante
convoy ferroviario se alejó hacia australes pagos para finalmente cruzar
el Paraná en un vetusto ferry-boat,
hacia Posadas, de donde, tras larga espera de escala y transbordo,
proseguiría hacia la capital argentina, siempre a paso de cortejo fúnebre
y como si la premura de sus pasajeros le importase un pito. Por entonces,
la capital argentina era la Meca de los desheredados paraguayos y
bolivianos, quienes se sumergían en la megalópolis platense en busca de
pan y trabajo, lo que podrían obtener con algún esfuerzo; y comprensión,
lo cual era harto difícil por más brega que se empeñase. Los porteños
no amaban ni comprendían a los inmigrantes, salvo que fuesen europeos
occidentales, y aún así, con exclusiones.
Por todo avío y bastimentos de boca, debieron matizar el viaje con
chipá, una suerte de pan de almidón, mates amargos y tereré, su
refrescante contraparte. La
travesía, si bien fue una aventura alegre para el pequeño
Calixto, resultaría harto sacrificada y fatigosa para sus padres,
quienes apenas conservaban el ánimo, tras perder su pequeña chacra y
animales en el fragor de la guerra civil.
Tras largos días de trepidante viaje, acunados hasta el hartazgo
por el vaivén, las pitadas, traqueteos y bandazos del viejo ferrocarril ,
pudieron pisar tierra porteña y sacudirse el cansancio que casi
estrangulaba sus huesos y músculos a causa de los incómodos asientos de
tercera clase. No conocían
la capital argentina, nueva Babilonia del siglo XX en desordenado
crecimiento demográfico; pero algunos compañeros de viaje ya tenían
parientes que los esperaban en la estación Lacroze y tal vez consintiesen
en guiarlos a alguna pensión de inmigrantes, donde por pocos pesos podrían
contar con techo y magra pitanza. A
veces Dios se olvida de los pobres, pero esta vez, parecía que hubiera
recuperado la memoria momentáneamente y pudieron conseguir un cuartito de
alquiler en un conventillo de La Floresta, en la zona oeste. Ya verían
luego qué hacer. Por
de pronto, acostumbrados como estaban a un ambiente bucólico y aldeano,
fueron apabullados ante la magnitud edilicia de la Reina del Plata, como
la llamó Carlos Gardel; con sus luces innumerables reverberando en las
aguas del río argentado, sus parques y jardines, sus luminarias de neón
anunciando casi cualquier cosa y sus asfaltadas o adoquinadas calles y
avenidas, donde circulaban vehículos nunca vistos antes en el entonces
remoto terruño nativo, donde las carretas de estólidos bueyes eran la
constante, cuando no parte sempiterna del paisaje. Un paisaje que parecía
salido de los meandros de algún remoto pasado de siglos petrificados en
la prehistoria, a ritmo de caracol cojitranco.
En
contraste, Buenos Aires remedaba alguna feérica, futurista y gigantesca
metrópolis de ciencia-fricción; una urbe como la de las historietas de
Superman, que tuvieran a bien leer de prestado en el reptilíneo tren. Sus
deslumbrantes escaparates, acapararon
la atención de los Ñamandú durante varios días en que recorrieran sus
calles en procura de trabajo, curioseando de paso sus maravillas ante las
poco menos que despreciativas miradas de soslayo de los porteños, quienes
poco toleraban a los “cabecitas negras” como llamaban a los
interioranos y paraguayos que invadían su sacrosanto y excluyente
territorio cosmopolita. Calixto, suspiraba con lágrimas contenidas ante los costosos
juguetes, que por de pronto estaban lejos de sus deseos y del bolsillo de
sus padres. Nada más cruel
para un niño de cinco años y escasa comprensión, que los deseos
insatisfechos de posesión y disfrute de juguetes y golosinas.
Pero más crueles eran las guerras fratricidas —que empujaban a
miles de paraguayos a huir de su patria, en busca de mejores horizontes
sin educación ni calificación laboral—, lanzándose a la vorágine de
frías y poco hospitalarias ciudades donde muchos, milagrosamente es
cierto, lograron medrar y hasta progresar con el tiempo. Pero los niños,
como Calixto Ñamandú, poco podrían comprender la maldad humana. Apenas
llorar en impotente silencio ante la frustración de no poder alcanzar un
camioncito a cuerda, una pelota de goma o algún revólver a espoletas con
qué jugar a los cow-boys en la plaza
aledaña al conventillo; pese a que los otros niños lo rechazaran por
tener piel tostada y ropitas algo raídas, aunque siempre limpias gracias
a su diligente mamá. Esta
consiguió trabajo como limpiadora y lavandera en una casa de familia de
clase media, también paraguaya; en tanto que don Aurelio Octaviano se
postuló en una construcción, como albañil ayudante “de media
cuchara”, ya que poca práctica poseía en cuestión de ladrillos,
hormigones, plomadas y argamasas. Apenas
supo hacer ranchos de barro y paja en su lejano valle de Simbrón, pero
voluntad no le faltaba. Mientras
tanto, el pequeño Calixto jugaba solitario en la plaza del barrio, ya que
los otros niños le hacían el vacío, aunque poco le preocupaba esto. Tal
vez ello contribuyese a desarrollar su fantasía, imaginación y
creatividad, lo que más adelante mucho le serviría. Un
año y medio más tarde —y
muy a su pesar, claro está— Calixto ingresó a una escuela, gracias a
las influencias de un compatriota bien vinculado, amigo de don Octaviano,
por lo que sólo los domingos podría jugar en la plaza, aunque ya en
compañía de sus padres. Para entonces, vivían en un modesto apartamento
de un vetusto edificio, aunque ya con agua corriente y hasta calefacción
incluida. Con el tiempo, llegó Calixto a ser el más listo de la clase,
despertando naturales envidias en los porteñitos, que, justamente a causa
de su discriminación irracional, posibilitaran que aquél estudiase con más
ahínco y eficacia que quienes sólo pensaban en pasarla bien.
Al terminar el quinto grado, sólo su condición de extranjería le
impidió acceder al puesto de escolta del abanderado de la escuela.
Pero su caso motivó encendidas discusiones en el plantel docente,
ya que sus maestras votaron por él, en tanto que los otros, se decidieron
por los arcaicos reglamentos administrativos, pese a que el entonces
presidente Perón decretara “la igualdad civil y política de argentinos
y paraguayos” en su Decálogo de la Hermandad de 1953, en ocasión de su
primera (y última) visita al presidente Federico Chávez, el cual sería
derrocado meses después. Doña
Marciana lloró al enterarse de que su querido hijo fue excluido del
concurso de méritos y debió contentarse con una mención acartonada por
su aplicación y conducta. —Peor
es nada —la consoló don Octaviano, tan solícito y amoroso, como de
costumbre—. Kalí será un
gran hombre y estaremos orgullosos de él, aunque no tanto de su escuela
—repuso, como para sí mismo don Octaviano, antes de ponerse las
pantuflas y sentarse a escuchar el partido final de la Copa América a
disputarse en el Uruguay. Al
propio Calixto poco le importaba el dudoso honor de escoltar una bandera
ajena, por lo que no concedió demasiada trascendencia al episodio. Por
otra parte, había logrado establecer sólida amistad con otros hijos de
inmigrantes desplazados por las guerras europeas e incluso con hijos de
paraguayos residentes en la zona bonaerense y en otras provincias limítrofes,
hermanadas por la discriminación de los porteños.
Uno
de sus mejores amigos, era un joven ucraniano cuyos padres huyeran de la
furia roja tras la primera guerra mundial. Gracias a su inteligencia y habilidad, Calixto pudo acceder a
conocimientos y técnicas aún inaccesibles a muchos otros compatriotas e
incluso a bastantes nativos rioplatenses.
Todo ese bagaje intelectual le serviría años más tarde, cuando
decidiera regresar a su país de origen, tras el deshielo del stronismo
duro —que aún no se avizoraba en el proceloso horizonte—, pese a que
más de una vez se anunciara la rara enfermedad que, según decían los
optimistas, se lo llevaría a la tumba empujado por la inexorable guadaña
de algún ángel exterminador. Solía
tener encuentros con sus amigos, donde discutían temas filosóficos, pese
a ciertas aprehensiones suyas respecto a los dogmáticos de la izquierda
estalinista y los ultraderechistas del peronismo nacionalista, con quienes
mantenía ácidos debates ideológicos; no acabando de convencerse de la
supuesta bondad de los sistemas políticos en boga en la década de los
cincuenta. Cierta
vez, como quien no quiere la cosa, cayó en sus manos algunos escritos de
Rafael Barrett —español de natalicio y paraguayo por adopción— que
lo impresionaron vivamente, excitando sus dormidos sentimientos hacia los
sufridos hermanos del campo, que quedaran en su país desafiando las iras
de los hacendados, los empresarios, los políticos y los militares. Por la
prosa de Rafael Barrett, cuyas ideas anarquistas resaltaban en su obra,
supo de los crueles padecimientos de los mensú de los yerbales del Alto
Paraná, de los obrajes tanineros del Alto Paraguay y de las grandes
haciendas ganaderas de las región oriental.
Tras esto, decidió indagar en las ideas del príncipe Piotr
Kropotkin y del noble revoltoso Mikhail Bakunin, ideólogos del
anarco-sindicalismo libertario, casi extinto por otra parte, ante la
irrupción de nuevos totalitarismos de la postguerra mundial de los años
cincuenta. La mayoría de los
intelectuales de entonces tomaron partido por la izquierda radical rusa y
china, por el neofascismo estatista o por el liberalismo ¿centrista? del
egoísmo virtual. Pocos adeptos tenía ya el anarquismo, a causa
principalmente del mito de lanzabombas con que los pintaban en los chistes
e historietas. No pudo ir a
la universidad y ni siquiera pudo acabar su instrucción secundaria a
causa de la escasez de recursos de sus padres y de su renuencia a aceptar
integrarse al sistema que rechazaba in pectore.
Sólo pudo hacer algunos cursos postales de arte y aprender
rudimentos de electricidad y mecánica como aprendiz en talleres donde
ganaba apenas para subsistir. La
buena de doña Marciana falleció sorpresivamente, lejos del terruño poco
antes de la década del 1960. En cuanto a su padre, don Octaviano, estaba
semi inválido a causa de un accidente de trabajo, por lo que Calixto poco
pudo hacer para romper el círculo vicioso de pobreza que lo asfixiaba. Su
única distracción, en sus horas libres —no muchas, por cierto—, eran
las tertulias con los amigos, hijos de extranjería como él.
Pronto cayó en cuenta que tarde o temprano debería regresar a su
patria, ausente y lejana como el mítico dios cristiano crucificado y sus
vírgenes de madera y escayola. Pero
¿qué haría allí, sin una profesión “titulada”, sin conocidos y
sin hogar en qué posar sus vuelos? Apenas
sobrevivir de changas o sub empleos intrascendentes y rutinarios como
oficina de registro de defunciones. También corría el riesgo de ser
discriminado por su forzosamente adquirido acento rioplatense. Pero de
todos modos, su interés por conocer, o mejor aún redescubrir su propio
país y sus olvidadas raíces, iba leudando aceleradamente en su corazón
con la levadura de la nostalgia evanescente. Por
ahora sólo lo retenían en Buenos Aires sus amigos, que por años
contribuyeran a aliviar su soledad y le parecía desleal dejarlos en esa
fría megalópolis, cuyas luces hacía tiempo dejaran de encandilarlo.
Su padre, reducido a pilotar una silla de ruedas de limitada
autonomía, lo incitaba a regresar al terruño. Dadas sus escasas ganas de
vivir, preferiría morir en su valle o por lo menos bajo su bandera
tricolor. Finalmente, tras largos cabildeos entre su padre, sus amigos y
sus propios pensamientos amotinados contra la rutina, decidió reunir algún
dinerillo para subsistir en el Paraguay, hasta que lograra asimilarse o
adquirir algún empleo. Esto
le llevó algunos años más, en que renunció a formar pareja y familia
para no tener otra meta que ahorrar lo suficiente para el retorno al terruño
con su padre. Luego vería qué
hacer. Por de pronto, púsose
a bregar en lo suyo para lograr su objetivo.
Su padre baldado necesitaba cuidados extras, lo que lo obligara a
oblar un modesto salario a una joven paraguaya, que lo atendía en sus
ausencias laborales. Había conocido a Ramona Ramírez en una de sus
visitas a su amigo Damián, del cual era hermana menor.
A los dos y pico de años comenzaron a verse más seguido, salir
ella más tarde que de costumbre de su empleo y charlar de bueyes perdidos
y sentimientos hallados, por lo que casi inevitablemente intimaron, sin
sentirlo, como lo más
natural del mundo; como el amor que surge inesperadamente entre dos
personas, sin feromonas ni Freud de por medio.
Cuando
finalmente lo tuvo todo a punto para el éxodo, Calixto decidió que le
costaría despedirse de Ramona, por lo que intentó convencerla de
compartir la aventura de su vida en un país ahora extraño para ambos, en
que lo inasible, lo inesperado y lo mágico podrían endulzarles o
amargarles la existencia; pero en ningún caso se dejarían devorar por la
grisácea rutina. Por esos días, en el Paraguay se desató una feroz e
indiscriminada represión. En el interior, contra las llamadas Ligas
Agrarias Cristianas, siendo las colonias de las Misiones y la de San
Isidro del Jejuí las más afectadas.
En Asunción, la policía atropelló contra una célula de
intelectuales disidentes llamada “Organización Primero de Marzo”, o,
según la policía del régimen “organización político-militar”, de
la que no quedó títere con cabeza, llenándose las prisiones de
Emboscada y Takumbú, con detenidos en condiciones infrahumanas. Esto puso
un paréntesis a los ya adelantados preparativos del regreso.
Todo paraguayo proveniente del extranjero sería sospechoso de
conspiración y más aún, siendo hijo de un fugitivo del cuarenta y
siete. Para
entonces, Calixto y Ramona se habían amancebado a tiempo completo y casi
formaron familia, aunque evitaban concebir hijos que los estorbasen en sus
planes previos. Por lo menos, aguardarían tiempos propicios para ello.
No debían tentar al diablo antes de tener la sartén por el mango
y la subsistencia asegurada. Había cada tanto, rumores provenientes del Paraguay que
hablaban de una posible enfermedad incurable del tirano, lo que aceleraría
su deposición, su muerte o simplemente su alejamiento suave del poder. Pero
finalmente nada pudo comprobarse y la salud del déspota deslustrado no
sufrió mella, mengua ni deterioro. Antes
bien, se endureció la represión y el control de los súbditos paraguayos
en el extranjero, gracias a un diabólico plan del general chileno
Pinochet, llamado Operación Cóndor
(quizá por la carroña producida por ellos), donde cualquier policía o
ejército de Brasil, Paraguay, Uruguay, Argentina y Chile podría detener
a ciudadanos extranjeros sospechosos de activismo y deportarlos a su país,
donde era casi segura su eliminación, con certeza casi total, tras
extenuantes sesiones de tortura ejercida por diligentes cipayos del Pentágono.
Ramona
y Calixto tornaron otras veces más a postergar su ansiado retorno, como
queriendo prolongar la abstención de despedirse de sus amigos, hasta que
a finales de los ochenta, el buenazo de don Octaviano tuvo una crisis de
apoplejía que lo puso al borde de la tumba, lo que los decidió a
acelerar el retorno. para repatriar pre-mortem a don Octaviano, quien
deseaba por lo menos dejar sus huesos en su tierra natal.
En cuanto a la finada doña Marciana, debió ser incinerada en una
empresa de crematorios a fin de evitar su inhumación en algún cementerio
cuya tasa estaba fuera de las posibilidades, por lo que sus cenizas
estaban con ellos en una modesta urna de cerámica vidriada y podrían
llevarlas consigo al Paraguay como reliquia atroz del exilio. El
viejo tren del “FF.CC. General Urquiza” había dejado de operar hacía
harto tiempo, por lo que viajaron en ómnibus hasta Asunción.
Esta vez no demoraron mucho en llegar y en cuarenta y ocho horas
estaban tomando el fresco en la Plaza Uruguaya, frente a la centenaria
estación del casi extinto ferrocarril paraguayo, donde putas y chulos de
tiempo completo disputaban territorio con travestís, vendedores de
chucherías y comistrajos indigestos, libros, relojes truchos y casi
cuanto pudiera venderse a los incautos sin morir en el intento. También las displicentes patrullas policiales campeaban por
sus fueros y cada tanto, un griterío seguido de carreras pedestres,
delataba la presencia de patrulleras que buscaban a las jóvenes Magdalena
para arrestarlas y pasar un buen rato con ellas en alguna comisaría. A Calixto, casi le recordaban un poco a las grelas y yiras
porteñas que vagabundeaban por el viejo barrio de Montserrat, entre
tangos y milongas. Detrás
de la estación ferroviaria, hallaron un modesto hotel de pomposo nombre
ajeno a sus fines, cuya tarifa estaba a su alcance, donde las mariposas de
la noche acudían con sus ligues a pasarla bomba por una hora o poco más
si la pesca era buena, cosa no muy frecuente, eso sí.
La primera noche se la pasaron rascándose el pellejo a causa de
las chinches, que sin pagar alojamiento habitaban sábanas y colchones, y
de poco les sirvió reclamar al poco atento encargado sobre el particular.
—¿Y qué pretenden por este precio? ¿Aire acondicionado y colchones de
agua? Si no les gusta, tienen
el Hotel Guaraní frente a la otra plaza
—díjoles, entre otras ironías el conserje, por lo que
decidieron comprar un tarro de aerosol para combatir al bicherío.
De todos modos no pensaban permanecer mucho tiempo en ese hotel de
media estrella y medio estrellado. Por
lo menos, no más de lo preciso, hasta saber dónde dirigirse con sus
petates y bártulos a intentar sobrevivir. Don Octaviano, propuso a
Calixto que fuese a explorar hacia su vieja chacra de Simbrón —en Roque
González, cerca de Paraguarí— de donde era oriundo.
Quizá hubiese forma de recuperar su heredad de algún modo, o tal
vez un viejo poblador lo reconociera y le brindase ayuda o trabajo. En
tanto, permanecería en el hotel con Ramona.
Calixto dudó un poco, pero finalmente decidió dar el gusto a don
Octaviano. Al
siguiente día tomó un ómnibus que lo llevó al lugar de su natalicio,
pero no las tenía todas consigo. ¿A quiénes se podría dirigir?
Don Octaviano le dio algunos nombres de antiguos conocidos que quizá
todavía viviesen en la zona, pero era también probable que los causantes
de la persecución a que sometieran a su padre, no quieran colaborar para
la restitución de su heredad perdida.
Tal vez si obtuviera alguna información, podría regresar con don
Octaviano, quien tendría más conocimiento del sitio y sus habitantes
antiguos. Muchos
quizá ya estarían finados en los más de cuarenta años transcurridos
desde la guerra civil. En
poco más de tres horas y media de trote sobre ruedas, Calixto llegó a
Simbrón, ahora algo irreconocible —aunque más bien olvidado— donde
se apersonó en el primer boliche de
ramos generales que encontró a fin de preguntar por conocidos de su
padre, obrantes en una lista que aquél le diera para tal menester.
El tendero lo miró medio como desconfiando. El forastero tenía
acento rioplatense y últimamente la situación política estaba algo
tensa y dominada por el miedo a los esbirros del déspota germano-criollo
aún en el poder, por lo que sin demasiada amabilidad le indicó donde
hallar a uno de los conocidos de don Octaviano.
Los otros tres nombres no le eran familiares, ya que el bolichero
no era oriundo del pueblo, sino arribeño.
Calixto quedó conforme de todos modos. Rumbeó
inmediatamente hacia el rancho del único conocido de su padre en la
esperanza de recabar datos que lo condujesen a su objetivo. Tras
corta caminata, llegó al lugar, donde fue recibido con extrañeza por el
anciano don Policarpo Gutiérrez, de indudable linaje éuscaro.
Algún abuelo vascongado quizá.
Tras las presentaciones de rigor, el anciano le comentó que pocos
quedaban de los antiguos puebleros. Tras
el éxodo provocado por la guerra civil del cuarenta y siete, mal llamada
“revolución”, muchos militares, especialmente de la Guarnición de Artillería
de Paraguarí y algunos caciques políticos colorados de la fascistoide
facción Guión Rojo, se apoderaron de todas las tierras abandonadas por los
exilados. Tanto de chacras y
ranchos como de haciendas más o menos grandes de entre quinientas a dos
mil hectáreas, con todo lo clavado y plantado, animales y viviendas. —De
puro coraje aguanté el malón pynandí
y, pese a que me robaron hasta el baúl de mi abuela con mis trapos
domingueros, animales y una cosecha de mandioca, me quedé y traté de
empezar de nuevo... y aquí me tiene. ¿Cómo anda mi amigo Octaviano? Fue
una lástima que no se haya quedado, aunque lo desvalijen hasta los
calzoncillos. Podría haber sobrevivido al saco y recuperado sus bienes o
algo —comentó
don Polí, con casi la misma edad del padre de Calixto—.
El miedo tiene cara de hereje a veces, y nos roba hasta los sueños
a trueque de concedernos pesadillas tras un mal despertar.
—No crea, don. Mi
pasantía en Buenos Aires fue provechosa.
Mire, aprendí electricidad, mecánica y algo de carpintería. Si con eso no puedo ganarme el pan, seré un flojo y un
relajado. ¿Será que no podríamos
conseguir por lo menos un lote urbano de treinta por cuarenta para vivir?
No creo precisar más que eso para un modesto taller.
Calixto
calló, quizá pensando cómo proseguir hilando palabras y pensamientos en
una trama lógica. —Si es
por eso, yo le puedo dar un pedazo de mi derechera, al fondo de mi casa
—dijo don Policarpo, o mejor don Polí—.
Este año va a aumentar el impuesto inmobiliario y puedo compartir
mi predio con ustedes. Sólo
debe prometerme no crear problemas con los partidarios de Stroessner.
Por lo demás, puedo garantizarle que trabajará tranquilo.
No tenemos muchos técnicos aquí, y para cualquier reparación de
lo que sea, debemos llevar lo dañado a Roque González o a Paraguarí.
A veces a la capital, si faltan repuestos.
—Se
lo agradezco. Volveré a Asunción para dar la buena noticia a mi padre
—exclamó Calixto—. ¿Me invitaría Ud. un tereré?
estoy muerto de calor y de sed.
—¡Pues adelante amigo! Me complace mucho recibir a quien conocí
de mita’i con cinco añitos
locos. ¡Adelante! —ofreció
el anfitrión. Más
tarde, Calixto regresó con el ómnibus de las 17:40 a la capital, con una
carta de don Policarpo a su padre y la oferta de aquél de compartir su
terreno en las afueras de la aldea con ellos.
El júbilo ante los aparentemente buenos resultados de su gestión
lo abrumaba. También don
Octaviano estaría contento de regresar a su pueblo natal a concluir el
otoño tirando a invierno de su existencia terrenal.
Tardó
algo más en llegar a destino, a causa de una avería en el ómnibus, que
fue breve gracias a su pericia mecánica que salvara provisoriamente el
viaje; aunque de todos modos debería el vehículo internarse en
mantenimiento de terapia intensiva, pues que tenía más averías que
piezas mecánicas. Una vez en
el hotel, decidieron partir todos a
Simbrón a establecerse. En
tanto construyese el rancho Calixto, su padre podría alojarse en el
cercano pueblo de Roque González, a no más de diez kilómetros de Simbrón
que dependía municipalmente de aquél. Consiguieron,
a falta de pensión, alojar a Ramona y don Octaviano en la casa de una
familia del lugar de apellido Paredes, con lo que Calixto pudo dar de sí
para erguir un modesto rancho de barro, tacuaras y paja
aguaráruguái o “cola de zorro”
abundante en la zona, dirigido por su padre, experto en rancherías.
Casi se le acababan sus ahorros, cuando concluyó el rancho de
doble culata, que los albergaría mientras lo ampliaba y montaba un
modesto taller con las escasas herramientas que trajera consigo desde
Buenos Aires. En
el lapso de la construcción de su vivienda, Calixto pudo hurgar acerca de
quienes se apoderaran de los bienes de muchos pobladores expulsados del
pueblo en los fatídicos tiempos del cuarenta y siete.
Al principio no despertaron suspicacias sus indagaciones, pero no
tardaron en darse cuenta los usurpadores de las tierras de la zona que el
hijo del paralítico, como lo llamaban con no poco desprecio algunos
lugareños afortunados, pretendía serrucharles el piso o escupirles en la
olla. Al menos eso creían,
por lo que no hesitaron en delatarlo a la policía secreta del régimen,
abundante por la zona. No
tardaron éstos en tomar cartas en el asunto y tras visitarlo de civil, le
insinuaron que dejase tranquilos a los correligionarios amigos del
general, o de lo contrario lo arrestarían por alterar la paz pública.
Los sabuesos tenían tanta información acerca de él, su mujer y su
padre, que se olfateaba a kilómetros-luz, las garras de la Operación Cóndor
o algo similar. Calixto
—quien recibiera a los enviados del temible jefe de Investigaciones sin
informar a su padre ni a su mujer para no alarmarlos—, quedó anonadado
ante la posibilidad de ser nuevamente expulsado del país o llevado a las
lúgubres ergástulas del tirano ariófilo, a la sazón con alta —o
harta— densidad demográfica de presos.
Prefirió prometerles de no indagar en el pasado, a fin de tener la
mínima seguridad de no ser molestado, tras lo cual los polizontes se
largaron. Los que lo habían
chivateado a las autoridades se acercaron poco a poco con fingidas
sonrisas y evidentes intenciones de hacerle morder algún anzuelo, pero su
prudencia se impuso y se sofrenó la boca, aunque justo es decirlo, muy a
pesar suyo. Prefirió abrir su taller y se dedicó de lleno a solucionar
los problemas de motores, dínamos, bombas de agua e instalaciones eléctricas.
Hasta
pudo comprarse una bicicleta usada en oferta, a fin de pasear por el
entorno y visitar posibles clientes de sus servicios.
Esa bicicleta le costaría muy cara.
Poco a poco dio en pedalear por la campiña, platicando a los pequeños
agricultores de los alrededores, para trabar relaciones y de paso charlar
con ellos acerca de cuanto le corroía el cacumen, entre tereré y tereré.
No tardó Kalí en
enterarse confidencialmente de las penurias de muchos de ellos, víctimas
de acopiadores y especuladores; casi todos vinculados al régimen
imperante como operadores, caudillos, gamonales o simplemente soplones de
baja estofa. Calixto
conversaba con los lugareños, tratando de inducirlos acerca de la
necesidad de unirse y formar cooperativas de producción y consumo.
Especialmente para contrarrestar el dominio de los comerciantes que
acaparaban el monopolio del algodón, y los obligaba al monocultivo del
textil, cuyas cosechas pagaban a precio vil y encima los proveían de artículos
de consumo, a costes muy por encima de lo legal.
Harto difícil era romper este círculo de hierro para los lugareños,
especialmente por su propia desidia y fatalismo. El
que se negaba a plantar algodón, era sancionado con la ejecución de sus
deudas y expulsado de su chacra; y el que se atrevía a sembrar sólo para
alimentar a su familia, cultivos de frijoles, yuca, boniato, maní o
cualesquiera otros rubros, estaba señalado por los largos dedos de los
especuladores y reducido a paria social.
A Calixto —curtido en la lectura de filosofía económica y política—
le dolía tal situación de sometimiento casi feudal a los señores agro
exportadores que lucraban con el sudor del campesino paraguayo que sigue
fluyendo a raudales a pesar de la sequía pertinaz. Y esto era común en
toda la América hispana, desde el Río Bravo hasta la Patagonia.
Poco
a poco, Calixto intentaba convencerlos de mejorar su situación uniéndose
entre ellos y organizándose para una revolución pacífica del agro,
movida a músculos y pedal, antes que a motores petroleros mercenarios de
los ideólogos de la dependencia. —Primero,
deben tener la barriga llena y luego negociar —les decía, repitiéndolo
hasta el hartazgo, como mera letanía a la virgen de los desheredados.
—Piensen en sus hijos primero. Si ellos tienen alimentos suficientes,
serán más inteligentes y listos. ¿De qué les sirven los créditos de
los almaceneros, si ustedes pagan más de lo que valen sus artículos y
ellos les pagan lo que quieren por el algodón?
Obviamente,
esto llegó a oídos de los barones del agro y no tardaron en expulsarlo
de Simbrón, con todo y bicicleta. El buenazo de don Octaviano sufrió un paro cardíaco
definitivo, al ser allanado el rancho por los esbirros policíacos de
Stroessner y confiscados los amados libros de su hijo Calixto. Apenas tuvieron tiempo de darle sepultura con una mortaja,
antes de ser sacados con cajas destempladas del pueblo con orden
perentoria de no regresar. Con
sus escasos trastos a cuestas, como caracoles bípedos, Calixto y Ramona
retornaron a Asunción, sabiendo que serían vigilados por la policía política
del tirano y pocas probabilidades tendrían de conseguir ocupación
decente, como no fuera de peón de patio él, o empleada doméstica ella.
La situación no daba para más.
La revolución agraria a pedal terminó como un mal sueño, ahora
seguido de un pésimo despertar. Calixto
intentó rentar un modesto cuartillo en una casa de inquilinato de los
suburbios, con más agujeros que ventanas, pero comprobó que la renta era
demasiado onerosa para sus escasos recursos, por lo que optó por
asentarse en una población aledaña a la capital, donde por lo menos podría
medrar dos o tres meses con lo que disponía, aunque sentía sobre sí la
ominosa pero invisible presencia de la policía secreta en torno a ellos,
como intentando amedrentarlos metafísicamente.
Se establecieron en Luque, a pocos kilómetros de Asunción y
pronto Ramona pudo ganar un dinerillo lavando y planchando ropa ajena.
Especialmente de trabajadores solteros que vivían o sobrevivían allí y
trabajaban en la capital. Calixto, en tanto, pudo conseguir changas de jardinero,
podador y limpiador de patios de las residencias del lugar donde pronto se
hizo de amigos y clientes fijos, gracias a su diligencia y don de gentes;
que si algo agradecía a la Argentina, era su formación y correcto uso de
la lengua, lo que le permitiera subsistir sin demasiados sobresaltos en su
nuevo hábitat. También
chapurreaba el guaraní de mezclilla íbero-rioplatense. A
los pocos meses de establecerse en Luque, ocurrió el alzamiento de la
Caballería, contra el eterno —o casi— déspota Alfredo Stroessner, el
cual fue derrocado por su consuegro, el general Andrés Rodríguez y
puesto de patitas en un avión que lo condujo al Brasil con todo y
familia, y de seguro con algunas maletas de efectivo en dólares por si
acaso. Después de todo, entre bueyes no hay cornadas y entre gorilas no
se tiran bananas de plástico. Calixto
supo o creyó suponer, desde el primer cañonazo, que una nueva era se
iniciaba en el país, en su país.
Contempló su ahora ajada bicicleta y se le ocurrió de pronto que
había llegado el momento de proseguir su revolución a pedal. Asalto
a Utopía Los asuncenos —al menos los inconformes, que de momento eran una
mayoría, cebados en las amargas mieles del hartazgo— celebraron con júbilo
subido de tono el defenestramiento de una longeva y cruel tiranía, que
durara más de treinta y cinco años sojuzgando a toda una nación de indómita
tradición rebelde. Por lo
menos, así lo fuera hasta finalizar la guerra del Chaco, y luego
sometida, violada, humillada y escarnecida hasta las heces, sin que se
vaciase su cáliz de ignominia ni se saciaran los usurpadores del poder. Durante el largo reinado del déspota, hubo una cierta seguridad
basada en el temor y el flujo de dólares durante las
faraónicas obras públicas, como las grandes represas de Ita’ipú
y Jasyretã (así debe escribirse en guaraní), así como carreteras y
caminos que facilitaran la introducción de especuladores y mercaderes de
la tierra con capitalistas agroexportadores; amén de latifundistas
venidos del Brasil que empujaban a los pequeños agricultores a vender sus
minifundios y emigrar a los suburbios de las ciudades a ejercer de
vendedores informales, proxenetas, asaltantes, robacoches o mendigos.
Cualquier cosa, menos agricultores, su oficio originario. Tras el post-boom
de Itaipú, las cosas no serían tan fáciles ni rosadas. Por de pronto, la implantación de libertades irrestrictas en
apariencia, sembró más
confusión que orden. Calixto
y su mujer estuvieron en Asunción durante ese jolgorio —bastante
animado por cierto— y no dudaron en trasegar algunas cervezas que los
librarían del calor sofocante, en homenaje al astuto y mefistofélico
general triunfante, quien los librara del molesto y omnipresente aparato
represivo; pero las dudas acerca del
futuro del país, despojado ya de toda dignidad y de toda cultura cívica,
continuaban latiendo. ¿Qué
podría esperarse de un aparato burocrático estigmatizado por la corrupción?
¿Qué podría aportar un sindicalismo de protervo cuño,
pervertido, corrupto y oportunista? ¿Cómo contar con la unión de un
campesinado miserable, ignorante de sus derechos y prerrogativas y de la
nula convocatoria de una lela, aliterada y apática ciudadanía de cartón
sintético? Nada bueno cabría
aguardar de una juventud despojada de toda iniciativa, de una ciudadanía
complaciente, de una policía venal y de un ejército alienado y carente
del honor. Un honor que
ostentara hasta la posguerra del Chaco; y que dilapidara dispendiosamente
su capital moral, tras las huellas de tiranos longevos, con ínfulas de
inmortalidad. Calixto
Ñamandú aún no las tenía todas consigo, ni con nadie.
Sabía que la libertad no es un don gratuito de la providencia y
que aquélla debe ser conquistada a sangre, sudor y lágrimas.
Intuía también que su usufructo debe ser responsable y solidario.
Sin egoísmos ni excesos. Pero
¿qué sabían sus compatriotas de esto?
Muy poco o casi nada. Y la nada aguardaba a este país, si no
supiesen inmediatamente qué carajos hacer con la libertad que les llegara
ese tres de febrero, como caída de las nubes o brotada de las aguas, pese
a que algunos políticos y el pueblo ya estaban moviendo el avispero desde
poco antes, cuando el régimen tambaleaba acosado por la presión
internacional, la deuda externa, la ineptitud administrativa y la ciudadanía
levantisca, en busca de cambios genuinos y no de maquillaje gatopardista. Calixto
Ñamandú recordó los míticos cuarenta años del éxodo de Israel por el
desierto y pensó, con no poca tristeza, que Paraguay debería errar mucho
aún por los eriales y ciénagas de la estupidez y la inmoralidad, antes
de pisar la Tierra-sin-mal, antes de tomar por asalto a Utopía,
desechando sus viejos vicios y purificándose en los cilicios ásperos del
sufrimiento. Ramona
Ramírez ya estaba encinta de su primer vástago y casi no podía trabajar
en su oficio de limpiadora, aunque todavía podía fregar ropas y planchar
pero sólo de pie. Muy pronto debía abandonar toda actividad fatigosa
para consagrarse a la crianza de su bebé.
Calixto pensó que había llegado el momento de buscar a quienes lo
pudiesen secundar en su proyecto cumbre: la reivindicación del
campesinado a través del trabajo y la lucha por la tierra. Por de pronto,
podrían continuar en su modesta habitación vivienda de Luque, mientras
intentaba ganar lo necesario para emigrar al campo.
Ramona no compartía del todo los febriles sueños de su hombre,
como mujer que era y por su espíritu pragmático —urbanizado por su
larga permanencia en la capital porteña— que intentaba imponerse a los
poco factibles impulsos altruistas de Calixto.
Especialmente cuando el ocaso del siglo se caracterizaba por la
declinación de todo idealismo solidario, ante la irrupción de un
liberalismo duro, competitivo, individualista, arrasador y matador de
conciencias; aunque Ramona poco entendía de esto y más bien se guiaba
por su intuición femenina y su astucia unisex. —Vamos
a meternos en camisa de fuerza de más de quince varas —decía ella,
arrullada tal vez por los espirituosos efluvios de la generosa cerveza
paraguaya con etiqueta gótica. —Nadie
te va a apoyar en esta patriada y seremos nuevamente parias sin rumbo, en
un país desorbitado, en un continente desheredado por Dios, bendecido por
el Diablo y envenenado por el odio. Hizo
tintinear su vaso semi vacío, como en un brindis desganado, esperando la
respuesta de su hombre. —El
corazón me dice que se está gestando el hombre nuevo en el útero del
tiempo —decía
él—. Sólo falta que
alguien apriete el botón de arranque, para poner en marcha el motor de
las voluntades adormecidas que construirán la historia. Lo que pasa es
que en este país todo está por hacerse, y creo que seré profeta porque
no soy de esta tierra, salvo que he nacido aquí, pero fui malcriado en el
ostracismo paterno. Tras darse un buen buche de espumante elixir de
cebada, prosiguió como predicando en el desierto:
—Nada
será igual que antes, donde el miedo era el verdadero amo de este país.
Sé que existen miles como yo y como vos. Sólo hace falta que nos
sintonicemos en la misma frecuencia, para dar cuerpo y alma a un
movimiento agrario con todas las luces encendidas. Existen millones de
hectáreas de tierras aún incultas, en manos de unos pocos terratenientes
ausentistas, que esperan que las fecundemos con el semen del amor, con las
herramientas de la paz, con el acerado arado de la fe. ¿Comprendes
Ramona? Desde ahora, comienzo
a ser feliz. ¡Ya verás! Para
entonces, los festejos comenzaban a diluirse y decaer en la madrugada del
cuatro de febrero, sofocados por los vapores etílicos y la irrealidad
circundante, que empujaba a la gente a dispersarse tras sus ideas y afanes
aún no muy bien definidos. Es
cierto, nada sería igual. Pero
fuerza es reconocer que algo podría empeorar.
Utopía siempre se halla más allá del horizonte de los
sentidos... y retrocede mientras avanzamos en pos de ella, como la base
del arco iris. Trastabillando
a causa de la excesiva alegría y algo más, Ramona y Calixto se
dirigieron a la parada del ómnibus que los devolvería a Luque, su ciudad
dormitorio, donde intentarían reponerse de la resaca y rehacer luego sus
pensamientos e ideales. Nada como la almohada para replantearlo todo y renegociar
actitudes e intransigencias. Ambos
esperaban que cada uno recapacitase su modo de pensar y acordara complacer
al otro. Y en esa tesitura,
bien valía un sueñecito reparador, que al día siguiente sería otro día,
que precedería al resto de sus vidas.
Tras
un par de meses medrando heroicamente entre el hambre y la necesidad, el
soñador Calixto Ñamandú pudo hacer contactos con algunos desarraigados
del barrio marginal de la Chacarita y otros venidos de la ex Ciudad
Presidente Stroessner, rebautizada —tras el golpe del ahora árbitro de
la política paraguaya: el general Rodríguez— como Ciudad del Este,
donde el cohecho, el contrabando, el narcotráfico, el autotráfico, el
desvío de capitales y la especulación, proseguían alegremente, como si
nada hubiese cambiado, salvo la nomenclatura toponímica.
Entre sorbos de tereré, se confabularon todos para ejercer presión
al Instituto de Bienestar Rural —pomposo nombre creado por el tirano
para dar tierras a bajo precio a sus paniaguados—, con el objetivo de
obtener la expropiación de tierras en la región oriental del país, a
fin de rehacer las vidas de tantos compatriotas, antaño empujados a la
marginalidad por diversos factores ajenos a su voluntad.
A
los pocos de establecido el nuevo régimen de amplias libertades públicas,
comenzaron los conflictos sociales. Desde
la invasión de terrenos baldíos por los llamados sintechos, hasta la
ocupación por la fuerza de trozos de latifundios rurales pertenecientes
al fisco o a latifundistas empedernidos e irredentos de estirpes tan
rancias como hueras. Como era
de imaginarse, los reclamos fueron sí contestados, directamente con
negativas, cuando no evasivas o dudosas afirmativas y fatigosos trámites,
condimentados con cabildeos y negociaciones de largo aliento.
Donde los más débiles o indecisos, siempre acababan por
retroceder abrumados por las oscuras nubes del desaliento; o golpeados por
la artera maza de la traición o por el germen patógeno de la división,
que era su principal adversario. Los
abogados no dudaban en sobornar a quienes sabían más sensibles a la
necesidad y más adictos a la necedad.
Los jueces mandaban encarcelar a los cabecillas visibles e
insobornables y los burócratas exigían papeleos interminables como
diatriba de italiano tartamudo. Tras
dos años de infructuosos trámites, decidieron explorar todos los
rincones del país. Una vez
hallada alguna parcela vacía —improductiva como político de base o
almirante de riacho—, acudirían a ocuparla sin más, aplicando la ley
de los hechos consumados. En
todo caso, primero tomarían posesión y luego realizarían las gestiones
para legalizar la ocupación. Utopía
bien valía un asalto a manos desnudas.
Aproximadamente
dos meses más tarde, el “Comité Emergencia Uno” dio con tierras
pertenecientes a la familia Antebi. Los antepasados de éstos las habían
adquirido en almoneda al Gobierno de Reconstrucción Nacional, tras la
hecatombe de 1864-1870, que enajenara a precio vil bosques, yerbales y
cuanto se pudiera vender para engordar
faltriqueras privadas y ajenas, que no las del anémico Estado.
Aún no sabían que la mejor parte de esa finca estaba a nombre
del, ausente pero no del todo, Alfredo Stroessner y administrada por
testaferros. No
dudaron dos horas para autoconvocarse y días más en ponerse en camino
con todas sus pertenencias y familias.
Tras varias horas de viaje, en desvencijados camiones de carga
alquilados, llegaron a las inmediaciones del lugar escogido ya en el límite
de caminos, donde bajaron sus enseres y despidieron a los camiones pues
deberían hacer el resto del camino a pie, dada la carencia de rutas en el
vasto sector. Varios
kilómetros más adelante ingresaron a los tupidos bosques achaparrados de
la propiedad en cuestión; y, tras escoger un sitio apropiado para
acampar, se dieron en organizar una minga para construir las viviendas,
desmalezar el monte e iniciar los cultivos simultáneamente.
Calixto el más listo de su clase, se dio maña para comenzar a
planificar lo que sería la escuelita de la nueva colonia, a la que
bautizarían Táva Arandú o “pueblo del saber” en guaraní, en la
esperanza de conseguir finalmente la ansiada estabilidad en tierra propia,
que no fuese simplemente la de sus sepulturas.
Si
de algo Calixto habría de enorgullecerse —casi al borde del pecado
capital— era de haber aprovechado cuanto aprendiera en la lejana Buenos
Aires, y lo que le hubo permitido, no sólo ayudar al establecimiento de
una futura colonia modelo; sino también el de haber adquirido las
nociones filosóficas que lo lanzaran a desarrollar una nueva ideología
agraria, ajena a las frases hechas, dogmas intransigentes y fanatismo
militante de los marxistas ortodoxos; así como del grosero pragmatismo de
los liberaloides o del estulto irracionalismo de las derechas, de frases
hechas, ideas contrahechas y acciones mal hechas.
Al
principio de sus contactos con los marginales suburbanos —que habían
sido desechados o expulsados de las campiñas paraguayas—, Calixto fue
semi-marginado a causa de su aún pertinaz acento verbal rioplatense
—adquirido en sus largos años de aporteñamiento
de sobrevivencia—, pero, al darse cuenta sus nuevos compañeros
de lucha de sus dotes intelectuales y técnicas, lo adoptaron como uno más
de los suyos. Al fin y al
cabo, la pobreza hermana más a los hombres que la opulencia. Y Kalí,
como lo llamaban en el Paraguay, era tan pobre y sacrificado como
ellos. Quizá algo más
instruido y formado, aunque no por ello hubo dejado de lado la humildad
que lo caracterizara durante toda su vida. En
cuanto a Ramona Ramírez, los rudimentos de enfermería aprendidos sobre
la marcha, durante su pasantía al cuidado del finado don Octaviano, no
dudaba que le servirían en el casi inhóspito paraje en el que intentaban
rehacer sus vidas, en álgido contraste entre el confort salvaje de Buenos
Aires y las serenas incomodidades de la floresta casi virgen. Obviamente,
les costaría aprender a pronunciar correctamente el guaraní, ya que
fuera de lo aprendido con sus padres en su ahora distante infancia y
adolescencia, aún conservaban ese acento típico de quienes hablan una
lengua extranjera. Por
fortuna, Calixto y Ramona no se sentían ya extranjeros, sino casi una
parte tácita del agreste paisaje de la jungla paraguaya.
Hasta su piel iba tornándose del color de la bermeja tierra del
norte, a causa de la omnipresente polvareda durante las secas y el
pegajoso barro durante las lluvias, que lo pintaban todo; hasta camuflar
el verdor de la selva y las multicolores florecillas silvestres, que a los
pocos se monocromatizaban de color ladrillo, como rehusando sus colores
naturales de tanto en tanto. El
bicherío de la selva era otro tema con el cual estaban poco
familiarizados, aunque entre Asunción y Simbrón tuvieran urticantes
anticipos a cuenta. Aparte de
mariposas, cigarras, arañas y otros invertebrados, había mosquitos para
todos los gustos: transmisores zancudos anópheles
de paludismo, ædes ægyptis del
dengue y la fiebre amarilla, quizá importados de Africa cuando la trata
de esclavos negros, y hasta los molestos aunque inocuos culex
pipiens domésticos urbanos; sin contar chinches, vinchucas,
garrapatas, niguas, pulgas, polvorines, jejenes y otras alimañas casi
invisibles. Por las noches,
la sinfonía interminable de chirridos era como para mantener despierto al
más sordo y mucho les costó a los curtidos campesinos y más aún a los
citadinos, acostumbrarse a soportarlo. También las aves hacían lo suyo
dentro del concierto bullanguero que los despertaban precediendo al sol,
tanto de día, como de noche a la muerte cotidiana de éste.
Sólo el humano cansancio —adquirido tras los largos primeros días—,
los mantuvo a salvo del insomnio monocorde y visceral de la selva.
Los
ex marginales chacariteños de Asunción y los de Ciudad del Este, eran
menos remilgosos a la hora de dormir y bancarse las molestias de los pequeños
succionadores de sangre y sudor. Pero
Ramona y Calixto no estaban acostumbrados a la jungla casi invicta que los
albergaba —muy a su pesar, tolerándolos como intrusos en su seno
vaporoso y pleno de la calina del verano tropical—, en la refrescante
cercanía del río Aguaray Guazú, que bañaba las entrañas del monte y
les servía como fuente de agua potable e higienizador.
Tampoco la interminable humedad bochornosa y recalcitrante —que
los acunaba por días y noches— era indulgente con sus huesos y nervios.
Hasta parecía que toda la selva conspiraba para espantar a los que
turbaban la calma del lugar con sus azadones, hachas y palas, transmutando
parte del tupido monte en capueras, granjas y rancherío pueblerino, a
espaldas de autoridades y latifundistas de cuerpo ausente. Pero
tampoco pasaron desapercibidos en el tráfago de sus afanes, ya que el
obispo de San Pedro se interesó por los cabecillas, quienes a los pocos
fueron sugerentemente citados al no tan cercano pueblo de Lima para
entrevistarse con el padre Federico Lucciena a fin de exponer las
inquietudes de la iglesia y permitir la erección de una capilla
parroquial y una escuela católica, a trueque de ayuda de los abogados del
Comité de Iglesias en favor de los ocupantes.
Demás está acotar que el bueno de Calixto Ñamandú y Ramona Ramírez,
quien gozaba de su reciente maternidad primeriza y aún en cuarentena de
post-parto, fueron designados en asamblea para acudir ante el obispo, o en
el peor de los casos, para sacudírselo. Es
afirmativo que cierta ala progresista de la iglesia proclamaba una opción
por los desposeídos, toda vez que éstos aceptaran ser poseídos por el
clero; cosa dudosa entre los colonos semi clandestinos de Táva Arandú.
Pocos de ellos aún creían en las cosas divinas e inasibles, cuando que
muchos dudaban hasta de las cosas humanas y mensurables con harto
justificado escepticismo. De
todos modos, nada se perdería con asistir a la convocatoria de los
prelados, salvo la tranquilidad momentánea.
Para entonces, ya sabían quiénes eran los supuestos propietarios
de la parcela que ocupaban, y cuyas amenazas de desalojo aún colgaban
ominosas y amenazantes sobre sus cabezas.
Las invectivas y advertencias proferidas en las tribunas de prensa
contra ellos, eran asaz conocidas y con visos de ser llevadas a la acción
por propietarios reales o supuestos, secundados por diligentes leguleyos
chicaneros, educados en las protervas
trampas de la juris-pendencia, antes que en las leyes.
Daban
por descontado que evitarían contraer compromisos unilaterales con el Espíritu
Santo y sus embajadores en el Valle de Lágrimas, sin consultarlo en un aty
guazú o asamblea popularcon los otros hermanos labriegos, mujeres y
niños. También éstos tenían
voz en las asambleas populares, ya que Calixto así lo había sugerido,
tras caer en cuenta de la necesidad de enseñarles filosofía desde la más
corta edad, a fin de convertirlos en seres conscientes y responsables. Ya
verían cómo vérselas con el obispo, el que de seguro trataría de
salvar sus almas, sin detenerse a pensar en los cuerpos menesterosos de
alimentos y salud; porque eso de la educación, la estaban recibiendo
gracias a Calixto Ñamandú y a la carencia de medios manipuladores de
incomunicación masiva, que permitía más tiempo a la lectura y menos a
vacuos entretenimientos televiciosos. Tres
días después de la asamblea, la pareja y su bebé neonato acudieron a
Lima, lo que presuponía largas jornadas a pie, antes de salir a una ruta
que los condujera a dicha pequeña ciudad de no más de cinco mil
habitantes, donde los esperaría el prelado en la parroquia local.
Un funcionario municipal que pasaba en una camioneta, los alzó,
tras la consabida señal de carona o auto-stop, llevándolos en la
carrocería con todo y bebé entre bandazos y barquinazos, a causa del
ruinoso camino y el no menos deficiente estado del pobre vehículo, con
buenos años de abuso a cuestas. Tantos
sacudones experimentaron, que cuando llegaron a Lima estaban más molidos
que si hubiesen ido a pie enjuto, pero de todos modos agradecieron la
gentileza de buen talante, que por lo menos les abreviara el viaje en
horas. Tardaron
algo en reponerse, antes de llegar a la casa parroquial donde los
convocara el hombre de Dios en persona.
Dada la hora meridiana, llegaron justo cuando éste se servía un
opíparo almuerzo en amena compañía, y no de Jesús precisamente.
El
diligente secretario omitió notificar al párroco de su llegada y los
hizo esperar una hora y media en antesala, en tanto aquél concluyera con
la pantagruélica manducatoria seguida de epicúrea libatoria, en compañía
de otros prelados y autoridades locales, gentilmente convidados a la santa
mesa. La pareja en tanto, con
apetito atrasado —casi al borde del hambre tras el largo viaje—,
aprovechó para masticar a dúo una dura argolla de chipa de almidón de
yuca, sazonada inconvenientemente con el aroma que invadía sus narices
desde el bien provisto comedor parroquial.
En
tanto Ramona, entre mascada y mascada, amamantaba al infante ante la
escandalizada faz del secretario, algo amanerado éste y poco habituado a
contemplar pechos de mujer en vivo, salvo lectura clandestinas de prensas
amarillas, rojas y verdes. En
eso estaban ambos, cuando el pa’i
Lucciena se apersonó majestuosamente disculpándose por no haberlos
invitado a compartir su humilde mesa, pero ya el atrabiliario secretario
la había levantado con todo y migajas, no quedando nada que compartir,
pero los consoló con la promesa de una merienda frugal en cierne. Si bien esto no les aplacó la famelitud, por lo menos los
dejó espiritualmente más serenos, si no físicamente satisfechos. Tras
las presentaciones de rigor y prescindiendo del correspondiente besamanos,
Calixto solicitó ir directamente al grano, ya que, amén de estar
fatigados del kilométrico trajín, debían buscar algún alojamiento
barato antes del anochecer para retornar cuanto antes a su asentamiento
rural. —Como no, hijo mío —adelantó el padre Lucciena con la
consabida parsimonia clerical—. Como
deben saber, ustedes están cometiendo un atentado contra el séptimo
mandamiento que reza: no hurtarás a tu prójimo... porque son tierras
ajenas... —¡Pero monseñor! —replicó al tiro Calixto—.
¿Llama Ud. hurto al acto de ejercer un derecho garantizado en las
propias Escrituras? Además,
Alberto Antebi, el supuesto propietario, es apenas un testaferro de la
familia Stroessner, ausente por causas ajenas a su voluntad, supongo. ¿Acaso
no sabe Ud. que el señor está de parte de los pobres... al menos desde
los cónclaves de Medellín y Puebla? ¿O acaso cree Ud. en el derecho del
dinero cesarista y todopoderoso? —¡No
blasfeméis hijo, en nombre del Señor!
Sabemos que vosotros no profesáis la fe verdadera y estáis atados
al carro del marxismo internacional, apátrida y ateo. ¿Cómo osáis
invocar el Santo Nombre en vano? —al decir esto el tonsurado se persignó
tres veces, por las dudas, como intentando exorcizar a los demonios ideológicos
que —real o supuestamente— estaban posesionándose de la casa
parroquial, infiltrados en los cuerpos de los campesinos. O en sus mentes,
lo que era aún peor a los ojos del prelado. —¡Por
favor, pa’i! ¿Defiende Ud. a
esos acaparadores y especuladores en nombre del Señor, o del César de
turno? Creo que hablamos
lenguajes disímiles y si no tiene algo constructivo y espiritual que
proponer, dejémoslo aquí. Así
diciendo, hizo ademán de levantarse, pero el prelado, tras bendecirlos
con un gesto de su mano extrema derecha, lo detuvo conciliador.
—Perdona hijo. Sé
que quizá me estoy extralimitando en mi celo evangelizador, pero deben
comprender (aquí su tono se volvió más coloquial, menos ampuloso y
desprovisto de solecismos, hipérboles, sinécdoques pleonasmos y
anacolutos discursivos anacrónicos) la situación creada con esta invasión
a una propiedad privada. Les
propongo que discutamos el asunto en mi despacho... y en privado
—esto
último lo expresó en tono indulgente de perdonavidas.
—Perdone, padre, pero en mi carácter de responsable no puedo
decidir nada sin consultarlo en asamblea con mis hermanos en la pobreza.
Si lo que va a proponer no colisione frontalmente contra nuestros
principios, con mucho gusto plantearé sus propuestas a mis hermanos. Caso
contrario, olvídelo y búsquese otro Judas para su sanhedrín, por favor. Por estas alturas del intercambio verbal, el padre Federico Lucciena sudaba fofas perlas saladas que brillaban casi con luz propia por la superficie de su rostro y algo más, pese al ambiente eléctricamente climatizado. Es que ciertos diálogos son algo incómodos. Especialmente si alguien es más leído de lo que uno hubo prejuzgado. Iba a decir algo, pero ya Calixto se adelantó. —Además, su Ilustrísima, nosotros tenemos poco que ganar y mucho que perder. Si este proyecto alternativo de organización solidaria acabase, el fracaso será sólo nuestro —aclaró Calixto, prosiguiendo—. Pero le rogaría que su propuesta fuera por escrito... y de dominio público. No queremos que una coma ni un punto quedase en un secreto crepuscular. Seamos transparentes; no opacos, como los frascos de veneno de botica o los conciliábulos de las logias que malmanejan a este país. —Lo creo acertado, hijo mío —exclamó el tonsurado molesto, más que nada por ser él mismo parte de tales logias tenebris ex lux et infernalis speluncæ fratres. —Consultaré con el arzobispado, en la capital. Monseñor Felípez también desea transparencia en lo posible. Dicho esto, les rogó paciencia, prometiéndoles alojarlos en un
cuarto de la casa parroquial para dialogar sin prisas, urgencias ni
pesares. Una
y media hora más tarde, fueron conducidos a un aposento grande provisto
de ventilador de techo y una cama de cuerpo y medio.
Otra, metros más allá, de un cuerpo, para Ramona.
El prelado alegó que, por no estar uncidos al yugo sacramental,
deberían dormir separados, aunque aún regía la cuarentena para la mujer
de todos modos; una silla desvencijada, una canasta a guisa de moisés
para el neonato y poco más. Pero
comparado esto a cuanto les tocaba padecer en la selva, era ganancioso,
dirían. A
media tarde, fueron conducidos a los aposentos privados del párroco,
donde los esperaba una hervidora con leche tibia, una tetera con infusión,
denominada mate-cocido preparado con yerba mate nativa, escaldada con azúcar
quemada, hervida y colada (quien lo hubiese probado lo recordaría), un
pote de mantequilla casera, otro de dulce de guayaba de igual factura y
pan blanco que ornaban la mesa rústica de pesado lapacho, como invitando
a un magro banquete... o quizá una merienda de negros. ¡Vaya uno a
saber! ¿Estaría
monseñor probándolos para
comprobar su moral? Sin
percatarse tal vez de ello, ambos tomaron asiento en bastos apyka
de la misma noble madera y, tras preguntar al ama de llaves por Lucienna,
se quedaron esperándolo antes de probar nada.
Tras media hora de espera y dos recalentadas de la merienda,
apareció por fin pa’i Lucciena, sonriendo y con un papel membretado y firmado con
dos o tres sellos episcopales. La
propuesta —entre bocado y bocado— era bastante escueta.
La iglesia interpondría sus buenos oficios para evitar o dilatar
la expulsión de los ocupantes, de ser posible logrando la expropiación
gestionándola ante el Congreso y el poder Ejecutivo, a cambio de instalar
una escuelita para los niños (con catecismo incluido) y una capilla con
sacerdote itinerante, una de cuyas funciones sería la de casar por los
Santos Sacramentos a las parejas amancebadas o en concubinato pecaminoso;
bautizar a los niños y a los remisos, amén de predicar las Buenas Nuevas
según Karol Wojtyla y quizá despedir solemnemente —con el
correspondiente responso— a quienes partirían sin duda al cielo tras
abonar el sufragio celestial. Nada
más. Calixto Ñamandú releyó por séptima vez el documento antes de
guardarlo en su bártulo con parsimonia casi indiferente. ¿Cómo
reaccionarían los demás ocupantes y compañeros de aventura?
De seguro reirían a mandíbula vibrante de la casi imperativa
proposición de la jerarquía, que insistía tercamente en salvar almas.
Pero de todos modos tenían tiempo para decidir, aunque monseñor
les dio plazo de noventa días para una respuesta.
Caso de negativa o dilaciones, se abstendrían de interceder ante
el gobierno en su favor y se atendrían a las consecuencias:
allanamiento de la colonia y expulsión por parte de la
recientemente creada Policía Ecológica y Rural, una fuerza de choque que
sustituyera a la Fuerza de Tareas Conjunta de militares de las tres armas
y la policía nacional. Panorama bastante poco halagueño por cierto. ¡Vaya
disyuntiva la planteada por el mefistofélico obispo! Tras
el regreso de Calixto a la ocupación, se convocó al aty
guazú para decidir por la propuesta.
Obviamente no faltaron voces en favor de la misma; especialmente de
las mujeres, antiguas militantes católicas, antes de las grandes
represiones contra las Ligas Agrarias Cristianas de Misiones en 1976.
Nada perderían —dijeron las más veteranas— con dejar a los
sacerdotes cumplir con su misión a cambio de contar con el respetado
respaldo de la Iglesia. Quienes
quisieran continuar profesando su ideología, podrían por lo menos
disimularlo, como dijera cierto heredero de la corona de Francia, antes
hugonote: “París,
bien vale una misa”. Ramona
fue de las pocas que objetaron —con sólidos argumentos— tal presente
griego. En un torpe
chapurreado guaraní, intercalado con un correcto castellano expresó más
o menos: —Ellos
quieren inocularnos en nuestras propias venas, el virus infamante de la
resignación. ¿Acaso impidieron o atenuaron las atrocidades de la
“pascua dolorosa” en Misiones, en el setenta y seis? ¿Acaso
intercedieron con sus buenos oficios, cuando vuestros hombres eran
maniatados con alambres de espinos y torturados, algunos hasta la muerte,
por pretender algo mejor? Tampoco
impidieron el fin de la colonia de San Isidro del Jejuí, ni la dispersión
de todos, en esa orgía de sangre vivida por nuestros hermanos.
Si en algo pudiesen ayudarnos, lo harían sin condiciones coactivas
ni chantaje espiritual, pero están poniéndonos a prueba y quieren que
nos dividamos. Nada más. Ramona
calló como para tomar resuello, pero el chispazo de silencio fue quebrado
por Marcelina Caburé para abogar por lo sacro. —Si les damos lugar a
ellos para crear una escuela, no nos perjudicarán ni perderemos nuestra
libertad de decisión. Además,
si no queremos casarnos como manda la iglesia ¿quién podría obligarnos?
Los niños necesitan una escuela y nosotros no estamos en
condiciones de inculcarles nuestra ignorancia en números y letras, cifras
y frases. Si ellos quieren
aquí una capilla, les damos un lote en medio de la placita y listo.
Alguien alzó la mano en el fondo del grupo. Era Teodora Bermúdez, una adolescente encargada, de tanto en tanto, a cuidar de los más pequeños en ausencia de los padres. —Es cierto lo que dice Ramona Ramírez. Si realmente quieren ayudarnos no impondrían condiciones. Debemos hacerles una contrapropuesta. Que negocien primero la expropiación con el gobierno, un camino decente para salir al exterior, energía eléctrica para la colonia... y después cumpliremos con sus exigencias. ¿Por qué tenemos que hacerlo todo nosotros primero? ¡Que empiecen ellos! Teodora cedió la palabra a alguien que alzó la mano cerca suyo
mientras la secretaria de actas tomaba nota. —Apoyo
a la compañera Ramona —exclamó
Rosa Fretes, veterana de las frustradas experiencias de San Isidro—.
El padre Maciel, santo varón si los hay, fue herido por los
esbirros de Stroessner sin que la iglesia levantase su voz en nuestro
favor, excepto monseñor Maricevich, mientras varios de estos obispos de
ahora delataban y malinformaban a la policía acerca de nuestros compañeros.
Mi marido fue atrozmente torturado y todos nosotros expulsados de
nuestras propias tierras, compradas y tituladas, sólo por pensar y actuar
con solidaridad. ¿Acaso que ahora será diferente?
Nuestros hijos apenas aprenderán a dar la otra mejilla, mientras
Caifás negociará con Judas y Pilatos nuestra crucifixión. No debemos siquiera debatir esta proposición y sí,
rechazarla in límine, como
dicen los curas. Si ahora nos dividimos por el sí o por el no, nos
debilitaremos, que es lo que ellos pretenden.
Además, prefiero que mis hijos estudien filosofía antes que
catecismo; ética, antes que moral; que se realicen como ciudadanos
laicos, antes que como fanáticos santurrones.
No quiero una comunidad basada en la caridad, sino en la justicia.
He dicho. Los
aplausos, no unánimes es cierto pero sí entusiasmados, rubricaron las
palabras de Rosa Fretes. Pero
todos comenzaron a comprender la necesidad de unirse, con la cohesión de
una argamasa hormigonada en torno a ideales, que no conveniencias
espurias. Tras asegurar
Calixto que él personalmente dirigiría la escuelita —con la asistencia
desinteresada de su mujer, sin descuidar sus labores agrícolas— y sólo
su resistencia tenaz les daría la victoria, los demás fueron dando sus
pareceres de desistir de la dudosa ayuda del pa’i
Lucciena, conocido —además de su afición a la buena mesa— por
venerar a las botellas, que como los ángeles no tienen espaldas, más
espirituosas que espirituales, por añadidura, además de su afición a
tapetes verdes, lúdicos cuan aleatorios cubiletes y al nambípoká
de la baraja
orillera, pendenciera y tramposa del truco.
Sabían que esas tierras, que figuraban a nombre de un tal Antebi,
aún no estaban definitivamente tituladas y encima con una deuda atrasada
de impuestos inmobiliarios. El
propietario, según averiguaron, sólo deseaba sacar rollos del monte para
sus aserraderos y luego de devastar dichas tierras, largarse de nuevo a la
ciudad. Antebi quería vender
madera para luego convertir esa parcela en campo ganadero, pese a que la
carne paraguaya era sospechosa de aftosa y brucelosis. Tras
las deliberaciones, hubo algunas discusiones por el sí o por el no,
aunque decidieron, por prudencia, seguir la proposición de la adolescente
Teodora Bermúdez, de realizar la contrapropuesta invirtiendo los términos
de la oferta. Es decir: primero los resultados de las gestiones de la
iglesia, y luego la apertura de la colonia a la fe sacramentada en forma
voluntaria. Pa’i Lucciena
tendría bastante tiempo para pensarlo, suponían.
Lo
que ignoraban es que, éste estaba en esos mismos momentos en la capital,
visitando al general Rodríguez en su lujosa residencia
“Las Carmelitas”, para una partida de póker, en compañía de
monseñor Cornejo, ex ordinario castrense de Stroessner y cofrade de la
parroquia del Gran Arquitecto. De paso, iría a informarle sobre la
propuesta hecha a los campesinos invasores de las tierras de Antebi, quien
hasta el golpe del tres de febrero del 89, fuera administrador de los
bienes de la familia Stroessner y actualmente trasegados a la suya por
obra y gracia de una transferencia de poder, algo fraudulenta, pero con el
consenso tácito de la ciudadanía consciente y la de los demás Estados
¿unidos o jodidos? Aborto prematuro No cantaban
los mirlos ni las cigarras por esos días.
Hasta los bullangueros y juguetones monos karajá se llamaron a silencio; como si presintiesen algo
inexorable en cierne. La
selva parecía triste y desganada y los ruidosos pero poco visibles
habitantes primigenios de la espesura, optaron por callar o bajar el
volumen desaforado de sus voces. En la lejana Asunción, un militar retirado, forzosa y
discretamente tras la rendición del Regimiento Escolta Presidencial,
guardia pretoriana del desplazado tirano germano-criollo, el coronel
Normando Krats, asumía sus flamantes funciones de crear, organizar,
entrenar y armar, una fuerza de elite para reprimir a campesinos,
manifestantes, estudiantes díscolos y obreros huelguistas, que intentasen
salir de los democráticos carriles liberales, impuestos durante la
llamada transición post stronista.
El militar de reserva del arma de infantería, había estado en
Fort Gulick en la Zona del Canal como becario y se había especializado en
fuerzas de choque urbano y policía militarizada.
Las nuevas pautas del Gran Hermano del norte exigían un cambio de
rumbo en la tristemente célebre Doctrina de la Seguridad Nacional, por largo tiempo mentora
de tiranos y torturadores en toda la sub-América y el tercer mundo.
Ahora los liberales vientos soplantes —casi al punto de huracanes
en el planeta—, exigían nuevas definiciones y pautas más suaves.
Por de pronto, el ex embajador americano Timothy Towell citó al
Estado Mayor a una conferencia sobre “conflictos sociales limitados y
guerras de baja intensidad”, como se denominaría ahora la represión más
solapada y menos visible. El
comunismo ya no era el cuco del llamado “mundo libre”, es decir: el
imperio del dólar librecambista. Habría
que dar un golpe de timón, antes que del big-stick
habitual hasta entonces, y que también golpeaba con más dureza de
lo tolerable. El general
presidente, recibió al coronel Krats en “Las Carmelitas” donde,
casualmente por cierto, compartía con el padre Lucciena unas copas de
buen whisky escocés con doce años y oscuro marbete gótico medieval de
oropel. Tras las presentaciones, comentaron las últimas malas nuevas
obrantes en el país. Las
ocupaciones y huelgas, además de manifestaciones masivas que comenzaban a
ser molestas y urticantes como avispas desbocadas.
La policía era casi impotente para contenerlas y, a veces, se
extralimitaba, provocando heridas graves y muertes. Habría que crear
cuerpos especializados en represión blanda; sin heridas sangrantes ni
muertes violentas. Los mártires
sólo enardecen más a los levantiscos y no solucionan nada. —Así es,
Excelencia —comentó
Federico Lucciena con mal contenida sorna—.
Mire Ud. como reprimió Roma a los cristianos, y así le fue.
Es mejor el ridículo para derrotar al adversario, que las armas o
las prohibiciones. ¿No lo
cree así, mi general? El
coronel Krats asentía en silencio. Él,
adalid de la Seguridad Nacional, becario de la CIA en Panamá y tecnócrata
del Gran Garrote, no entendía muy bien el lenguaje del ensotanado, pero
algo se lo decía —no en el corazón, que no lo tenía, según sus
allegados— que los tiempos habían cambiado y se imponía la suavización
de la guerra, contra quien fuese; una suerte de softwar, en el lenguaje
informático de inteligencia, si es que ésta existía en los cuadros castrenses.
—Por
favor, señores, vayamos al queso y olvidemos las formas protocolares
huecas —exclamó de pronto el presidente—. El
señor Embajador, ése que sabemos, me sugirió que el coronel Krats, aquí
presente, es el más indicado para formar tropas antimotines de elite.
La consigna del señor embajador, es la de dar libertad de expresión
a las fuerzas vivas de la sociedad; pero ello presupondría una agitación
social in crescendo, como dicen
esos músicos de solfa, pues nunca faltan los eternos disconformes y los
desagradecidos. El señor
embajador me prometió toda la colaboración de su gobierno en cuanto a
escudos provistos de electroshockers,
cascos, lanzagranadas de gas M-5, botas especiales, porras eléctricas,
escopetas con balas de caucho y toda esa parafernalia de tranquilizantes
sociales que nos ofrecen los Estados Unidos.
Ellos, más que nadie, saben que la libertad tiene su precio. Cuando mandaba mi general Stroessner (esto lo dijo con
respetuosa emoción y se notaba), él ofrecía seguridad... y cumplió,
por lo menos consigo mismo. Ahora
el imperativo es: libertades públicas, y debemos suponer que la seguridad
irá decayendo en proporción aritmética, pero qué le vamos a hacer —concluyó
el presidente, autoascendido a Comandante en Jefe de las FF.AA. de la República
del Paraguay, desde que lo
dejara vacante su consuegro exiliado en Guaratuba por entonces. —Si
me permite, Excelencia... digo... mi general
—tartamudeó el coronel, antes de proseguir su perorata—.
En mi modesta opinión, en lo futuro vamos a tener problemas nunca
vistos ni sentidos en este país. Si
la Santa Iglesia no pone parte de sus buenos oficios para pacificar a los
autodenominados campesinos sin tierra, poco podrán hacer las tropas de
elite; ya que también ellas sufrirán el estrés y no creo que dejen de
extralimitarse ante las situaciones-límite que les tocará vivir. Y
probablemente ello implicará de tanto en tanto, alguien reventado con
balas de goma, quemado o cegado por granadas fumígenas, traumatizado por
las porras, mordido por mastines o resfriado por los carros hidrantes.
De todos modos, habrá que repartir hostias, y por lo que veo
venir, más a menudo cada vez. Monseñor Lucciena asintió y opinó lo suyo: —Las
libertades llegaron cuando la olla estaba por estallar a causa de la presión
de la canalla lumpen, mi general. Ud. no tendrá tantos problemas, como
sus sucesores civiles. No
olvide que éste fue un Coup d’Etát
por encargo, casi hasta diría un autogolpe.
Su consuegro ya estaba anciano y los hechos lo superaron.
Las protestas sociales se le fueron de las manos y el señor
embajador, Mr. Clyde Taylor, ya no lo dejaba en paz.
Hasta Su Santidad vino a darle un empujoncito de gracia.
Ud. sabe, entre arquitectos no nos pisaremos la escuadra, pero sus
sucesores la tendrán pesada. Ayer platiqué en Lima con un dirigente de los ocupas
de las tierras de Stroessner-Antebi y le puedo asegurar que esos
cripto-izquierdosos son de cuidado. No
por la fuerza, que no la tienen; ni siquiera revolvitos de juguete, pero
se las saben todas de pe a pa, y la tienen bien clara en cuanto a su
modelo social. Desechan lo cristiano y piadoso en pro del más grosero y
obsceno materialismo dialéctico y encima citando descaradamente las
escrituras, como el más doctoral teólogo.
No valdrán tropas regulares para someterlos, pero sí, eso
que sugerí antes.
Tenemos que ver la manera de hacerlos quedar en ridículo ante la
opinión pública. Recuerde
que ésta tiene mucho peso, a la hora de evaluar los cursos de acción.
Al menos, esto es lo que diagnosticaron los hermanos de La Obra,
por inspiración de nuestro querido Josemaría de Escribá, que en la
gloria sea. —¿Y qué sugeriría Ud. al respecto, padre Lucciena? —preguntó
el Presidente, deseando entender sus intenciones—. ¿A qué se refiere con eso
del ridículo? No
puedo contratar a José Olitte, ni a Los Compadres, Ricky Rekalde ni a
Carlitos Vera, o a los
payasos del congreso, para
negociar con los lechervidas sociales.
—Imagine
Ud. general, si de pronto aparece en los asentamientos algún cultivo
clandestino de cannabis o algo
así. Los de la DEA sabrán
como asesorarle en cuanto a eso. Imagine
el ridículo que harán esos... infeee... invasores si se les descubre en
infracción Claro que eso no
sería jugar limpio, pero ¿quién juega limpio hoy día? ¡Oh, Dios mío!
—terminó Lucienna, persignándose en homenaje a Maquiavelo.
—Me parece excelente la idea
—exclamó el Presidente—.
Pero de todos modos, el coronel se hará cargo de sus nuevas
funciones, ya que el señor embajador tuvo la gentileza de sugerírmelo.
En cuanto a lo que me propuso, lo consultaré con Ridler y Walters,
responsables de la DEA ante nuestro sufrido e ingenuo país. Ya hemos
planificado juntos algunos envíos...eh...vigilados de nieve andina bajo
la supervisión de ellos. No podemos acusar ahora de marxistas a nadie,
hoy por hoy, pero lo otro...mmmh.
—Mamá,
mirá aquellos señores, que andan allá, hacia la tierra del Antebi ése
—exclamó Purina Mereles, la niña de los Mereles, de la derechera doce
del asentamiento. Marcia, su
madre observó hacia donde la inocente señalaba.
Efectivamente, más allá de los linderos de la ocupación, un
grupo de hombres merodeaba quién sabe con qué intenciones, aunque
aparentemente tenían más fachas de gringos, que de hacendados de la zona
o peones. Efectivamente,
tenían más aspecto de extranjeros y dirigían tareas de limpieza de un
sector del bosque que los circundaba. —¡Andá
rápido y avisale a Calixto, el de la derechera veinticinco!
—ordenó la madre a su hija—.
Decíle que venga a pispar lo que hacen esos rubiales por ahí.
En una de ésas, son agrimensores del IBR o gente de Asunción.
La niña corrió hacia el rancherío situado en el centro de la
ocupación a cumplir el encargo de la madre, mientras ésta fingía seguir
sembrando semillas de cacahuete y girasol para alimentar a los escolares
de la colonia en cierne. Calixto
acudió al sitio con la premura requerida, pero no percibió nada anormal.
—De
todos modos —se dijo—, habría que permanecer en alerta.
Ya
vería cómo averiguar las intenciones de los merodeadores. Por de pronto,
era más urgente preparar el plan de enseñanza para los niños, y de ser
posible en guaraní, su lengua materna. El castellano se enseñaría como
segundo idioma, a fin de formarlos además en otras ramas, como filosofía,
historia agraria, matemática aplicada y cuanto precisaran para lo futuro.
Carlos
Walters y otros expertos, tras una somera exploración aérea decidieron
elegir el sitio más cercano a la fracción ocupada para sembrar simientes
de marihuana. El embajador
recibió la autorización de Washington para el operativo.
Cualquier cosa, menos violencia, cosa poco tolerada en democracia
formal. Pero tampoco debía
tolerarse, al menos en los países amigos, las invasiones de propiedades
privadas. Para los sobrinos
de Sam, era como escupir por los valores más sagrados.
Como para sería para un musulmán denigrar la memoria del Profeta,
o algo por el estilo. Robert
Ridler y Carlos Walters calcularon que en dos meses más los plantines de cannabis
alcanzarían la altura suficiente, como para justificar un aparatoso
procedimiento de desalojo de las tierras ocupadas y arresto de los
cabecillas. Además, el narcotráfico justificaría cualquier posible
exceso, ya que se había convertido en sustituto del marxismo como
pretexto de intervenciones unilaterales de los Estados Unidos contra
cualquier nación, que no fuese europea, rusa o china.
Otro
Viet Nam se justificaría en América Latina, como dicen los gringos, por
causa de producir masivamente sustancias alteradoras —si no peores que
el alcohol o el tabaco, causantes de crímenes, accidentes y cánceres
diversos—, sí perseguibles por la ley... y la trampa que acompaña a
toda ley que se precie, desde su cuna.
Monseñor
Felípez convocó a los titulares de la Conferencia Episcopal y del Comité
de Iglesias, integrado entonces por la católica, la Evangélica Alemana
del Paraguay y los Discípulos de Cristo. Estudiarían la contrapropuesta de los ocupantes de Táva
Arandú, redactadas a mano limpia y buena letra, aunque el prelado intuía
que era inaceptable para la jerarquía. Para
entonces, estaba en marcha una campaña electoral para renovar la
constitución vigente, hecha a la medida de Stroessner, vía convención.
Una de las modificaciones propuestas, estaba de boca en boca: la separación
del concubinato Iglesia-Estado, vigente desde los tiempos de la conquista
imperial romana en occidente. Incluso
se hablaba de legalizar el divorcio y eliminar la enseñanza religiosa de
las escuelas y colegios públicos, dado que la francmasonería laica
dominaba el ambiente político paraguayo, además del empresarial y
especulativo. El
Opus Dei no podría impedirlo, por estar tácitamente de acuerdo y se
imponía la catolización de los campesinos, antes que la iglesia fuera
perdiendo terreno. Bien por
el avance de las sectas evangélicas milenaristas, o simplemente por la
laicización de la ciudadanía o la socialización de los éjidos
campesinos; pese a la perestroika,
el derrumbe del muro de Berlín y el fin de la historia, según el
frustrado profeta Francis Fukuyama. Desde
luego que no costaría nada a los pastores iniciar los trámites de
expropiación a priori, antes de exigir a los ocupantes la sumisión a la
Iglesia; pero por una cuestión de principios, la iniciativa debía partir
del campesinado. Caso
contrario la autoridad de la iglesia sufriría una merma importante. Hasta
la secta de un reverendo coreano estaba cometiendo abigeato, arreando con
las ovejas del rebaño divino hacia su propio redil, lo que motivaría un
toque a rebato por parte de la Jerarquía.
¿Olvidaría quizá monseñor Felípez, que la autoridad de la
Iglesia —especialmente la moral— sufriera ya un duro golpe a su
credibilidad, cuando el finado arzobispo de Asunción Aníbal Mena Porta,
apoyó en vida y en forma irrestricta a la naciente tiranía allá por los
años cincuenta y cinco? Si
en el pasado nefasto la trilogía tripunte: partido colorado, Stroessner y
el ejército no hubiese sido reforzada con el apoyo de la iglesia católica
(que incluso ocupaba una curul en el Consejo de Estado por entonces), quizá
no pudiera haber sojuzgado al país por tantos años.
Por otra parte, la iglesia romana hubo optado por la farisaica e
hipócrita caridad, en lugar de la justicia, como virtud teologal; lo que
inconscientemente alejaba a los feligreses, especialmente urbanos, en
estampida masiva en pos de otras opciones evangélicas fundamentalistas aún
más radicales y diestras. Extremadamente
diestras. De
todos modos, el rechazo de la contrapropuesta de los campesinos, daría vía
libre al plan propuesto por él mismo, en complicidad con la DEA y las
agencias antinarcóticos del país. Maquiavelo sonreiría satisfecho al
comprobar que sus postulados tenían vigencia perpetua en el planeta, al
ser aplicados al revés del viceversa. Especialmente entre sus muchos y
aplicados discípulos ensotanados y quizá ensatanados como le hiciera
decir don Roa Bastos al Supremo. Una
noche primaveral, Calixto Ñamandú decidió salir, linterna en mano, a
explorar el entorno de la ocupación. Desde que aparecieran los extraños
extranjeros, no hubo novedades de bulto, como si hubiesen desistido de sus
poco claros propósitos. Cuidando
de no despertar a nadie, se acercó a los linderos de la ocupación y se
introdujo en el ignoto territorio aún en poder de los Antebi... o quienes
fuesen. No tardó en llegar
al sitio, y con su fanal pudo enfocar retoños de plantas que le
recordaron algo que no pudo precisar en el primer momento. Tras hacer
memoria, recordó cierta iconografía bastante utilizada por los
transgresores, hippies y libertarios de la década de los sesenta, cayendo
en la cuenta de lo que se trataba. Las
pequeñas plantas aún no estaban en punto de cosecha, pero bastarían
para desatar una feroz represión contra ellos, lo que les valdría una
ignominiosa expulsión, más el sambenito de los "antecedentes
penales" de por vida. De
nada serviría gritar la obscena verdad de su inocencia a los cuatro
vientos, cuando el viento norte los condenase.
Decidió cortar por lo sano y arrancar uno a uno los plantines apilándolos
en un montón como para incinerarlos. Sintió lástima por tronchar vidas,
por más vegetales que fuesen, ya que su formación lo hacía amar a la
naturaleza en todas sus formas, pero sus
mujeres y niños estaban primero.
Supuso que quienes hicieron este juego sucio no andarían lejos, o
mantendrían una discreta vigilancia sobre el lugar. Probablemente esperarían
que florezcan los primeros capullos del cannabis,
antes de irrumpir con todo y armas en el sitio.
Tras varias horas de trabajo y casi al filo de la aurora
insinuante, acabó de arrancar la última mata, tras lo cual se dirigió
nuevamente a su derechera para avisar a los demás de juntar combustible e
incinerar las plantas en el lugar. A partir de ahora, deberían estar
alertas en forma permanente, pues hubo caído en la cuenta que quienes
estuvieran detrás de esto serían capaces de todo y algo más; aunque no
se le ocurrió pensar que la embajada norteamericana estuviese implicada
en el operativo de “siembra”, antes bien, debió suponer que serían
los propios capangas de Alberto Antebi quienes lo hicieran. Lo que menos
se le ocurriría, es que la idea originaria fuese del padre Lucciena,
diligentemente aplicada por el general Rodríguez, excelente connaisseur
del tema de sustancias prohibidas. De
todos modos, su acción nocturna pudo conjurar momentáneamente la
amenaza. Mas desde ese día
deberían dormir con un ojo en vela y el olfato en alerta roja. No
tardaron los demás compañeros en trasladar el informe montón de
plantines hacia sus derecheras para no llamar la atención de los peones
del capataz testaferro del verdadero dueño.
Luego procedieron a rociar con queroseno el montón de plantas, aún
verdes, para dar cuenta de
ellas con el purificador e ígneo elemento que todo lo transforma.
Los
peones y pistoleros del supuesto propietario, divisaron de lejos la
humareda, pero no le dieron demasiada importancia. Por la estación lluviosa, no habría probabilidad de
incendio forestal, y tal vez fuese la quema de un rozado de cultivo por
parte de los ocupantes clandestinos de la fracción sur de la vasta
propiedad. De todos modos, avisarían por radio al patrón ausente en
Asunción, acerca del caso. Mas,
al enterarse éste de lo acontecido, decidió comunicarlo al representante
de la DEA, Ridler, para alertarlo. Junqueira, el caporal, sabía lo de la
siembra de marihuana en sus linderos, para acusar a los ocupantes de
narcotráfico y temía que éstos hubiesen descubierto el bluff.
Al día siguiente, los expertos de la DEA y la recién creada SENAD,
sobrevolaron en un helicóptero el sembradío, comprobando la inexistencia
del mismo, con lo que dedujeron que el operativo había sido abortado por
los sintierras, en el mismísimo útero de la selva.
No les quedaría otra que “sembrar” la ocupación con paquetes
de marihuana ya prensada a fin de concluir con la molesta presencia de
elementos marxistas en el corazón del Paraguay, por tanto tiempo bastión
de la democracia sin comunismo en el Cono Sur.
Aún si para ello haya sido preciso sostener una de las más bárbaras
tiranías de todos los tiempos. Claro
es, que los remedios fuertes a veces tienen efectos colaterales
indeseables, pero los intereses y conveniencias lo justifican plenamente.
Al menos desde la óptica del perínclito Níccolò Macchiavelli,
profeta de los poderes fácticos. De
todos modos, las nuevas tropas de elite se estrenaron con el desalojo de Táva
Arandú un mes y medio más tarde, con una orden firmada por el venal juez
de Lima, siendo expulsados los ocupantes y quemados los ranchos aún
precarios, la escuelita en construcción y el dispensario sanitario.
Siete heridos graves y treinta y cinco detenidos fueron el saldo
semifinal del operativo. El coronel Krats y sus acorazados muchachos se
había lucido en su nueva misión, como se verá más adelante. Una
cuestión de fe El
presidente ordenó al siempre manso y acrítico Congreso Nacional (éste
no hubo sufrido cambios, salvo de forma, y quizá ni eso), a convocar para
la reforma constitucional. Era
preciso reemplazar a la aún vigente
promulgada por Stroessner y que, según decían, estaba hecha a su
antojo para uso y abuso. Si
todo salía como se esperaba, la próxima sería la más libérrima del
continente, aunque nadie lo tenía bien claro.
Habría elecciones para seleccionar convencionales por todos los
partidos reconocidos, aún los socialistas y comunistas bajo libertad
vigilada, como el resto de la ciudadanía. Hasta reapareció un pintoresco
partido nacional-socialista paraguayo, liderado
por un tal Bader Ibáñez, de profesión farmacéutico, el cual ya
participara de las primeras elecciones post stronistas en 1989.
También se presentaría un movimiento independiente, como el que
hubo conquistado la intendencia municipal capitalina, lo que sería una reñida
puja para legislar sobre las futuras reglas del juego político; aunque
las chances del partido colorado en el gobierno eran aún altas en todo el
país, como lo demostraron después.
Pero
los convencionales no se caracterizaban por sus luces, con ligeras
excepciones. Excepciones volátiles
de tan ligeras. Los altos
prelados de la jerarquía hicieron antesala ante los políticos, para
evitar la excesiva laicización política y social, pues hallaban
aberrante que se intentase legislar la legalización del divorcio
vincular, la separación Iglesia-Estado y otros ítems, y hasta serían
capaces de despenalizar el aborto en una de ésas.
Además, estaba aún candente el tema de la reforma agraria, las
ocupaciones de tierras privadas y las rebeliones estudiantiles en pos de
reformas, amén de los conflictos obreros por salarios, caídos en el
incumplimiento del haber, a causa de la inflación u otros motivos
teledirigidos por el omnipresente FMI. Por otra parte, la separación
Estado-Iglesia, corría de bocas a orejas en todo el tout Asunción,
buscando adeptos y votantes, especialmente de ciertos círculos políticos
vinculados a ominosas sociedades discretas,
como se auto denominan los hermanos buscadores de la cuadratura del círculo.
El
pueblo en general, especialmente la mayoría ágrafa y deslustrada, estaba
en la errónea creencia de que una constitución solucionaría todos sus
problemas; cuando en realidad no haría más que darles derecho al
pataleo, amén de crear más conflictos.
Pensaban además que el terrorismo de Estado cedería paso a la
tolerancia, en una ingenua mezcla de misticismo y estupidez, mestizados
con caña brava y cerveza, donde no faltarían los anónimos puñales
esgrimidos por sicarios aficionados con ínfulas de profesionales. Para
acelerar el proceso, se dejó de lado el proyecto de plantar paquetes de
marihuana en la colonia Táva Arandú, y se optó por una orden judicial
de desalojo con la Ley en la mano, como dijera cierto ex fiscal general
del tirano, de nombre Clotildo Jiménez, más conocido como don
Cretildo. Las
fuerzas policiales, aún no entrenadas en las nuevas doctrinas, entraron
una mañana en la colonia. Tras reunir a los pobladores, el oficial de
justicia leyó la orden de desalojo, dándoles plazo de diez horas para
sacar sus pertenencias fuera del predio, ante el llanto desesperado de
mujeres y niños y la indignación e impotencia de los hombres; aunque
agitaron banderas y cantaron himnos patrios, la policía fue inflexible.
Cinco
horas más tarde, los ocupantes dijeron que no abandonarían sus ranchos,
por lo que el comisario que encabezaba el equipo de desalojo, dio orden de
incendiar los ranchos con todos los enseres adentro, mientras arreaban
literalmente a los labriegos en camiones traídos al efecto. Los que
intentaron resistir, aunque fuese espiritualmente, fueron objeto de golpes
de porra o perseguidos a culatazos y con granadas de gas. Al
cumplirse el plazo, quedaron veintiocho ranchos ardiendo o en pavesas, la
escuelita reducida a escombros y el mástil, derribado con
todo y bandera. La ausencia de caminos directos, impidió la entrada de
topadoras mecánicas, por lo que debieron proceder a la quema. Treinta y cinco hombres fueron a dar con sus huesos en la cárcel
regional de Ca’aguazú y las mujeres y niños quedaron en un costado de
la ruta troncal, abandonados a su suerte, sin otros medios de subsistencia
que la caridad. La
opinión pública tomó fríamente la noticia de cuanto ocurría en las
lejanas tierras del interior, pero sentó precedentes de que no se detendría
el aparato represivo en melindres ni escrúpulos. Todavía seguía vigente
la orden superior, pese a los cacareados postulados democráticos de la
transición, los derechos humanos de utilería y pergaminos inválidos
como condecoraciones póstumas. Gracias
a la ayuda de las iglesias y de algunas organizaciones civiles, las
mujeres y niños pudieron sobrevivir a la intemperie en rústicas carpas
de plástico, pero los hombres, Calixto entre ellos, pasaron noventa días
a la sombra en condiciones que avergonzarían al infame penal de la Isla
del Diablo en lo tocante a la crueldad de los guardiacárceles. Pese
a todo, salieron fortalecidos de la prueba y apenas tres meses y medio más
tarde, ingresaron de nuevo a la propiedad, reconstruyendo sus ranchos en
menos de quince días en un trabajo mancomunado de hormigas, burlando
nuevamente a los aviesos sabuesos y a los ya agotados latifundistas que
comenzaban a entrever la posibilidad de vender esas tierras, calientes
como batatas al rescoldo, al IBR para colonización, ya que cada juicio de
desalojo iba costando más, a medida que se desangraban las cuentas
bancarias de los propietarios de tierras incultas. Pero
la iglesia no cejaba, en su tarea de convencer a los labriegos de las
bondades de la fe; así como otras confesiones: mormones, adventistas,
luteranos, moonies, testigos de Jehová, entre otras. También los
partidos políticos hacían lo suyo para afiliar conciencias en sus
padrones y registros. Con todo este maremágnum
de ofertas, se veía venir la constituyente, de la que nadie sabía
demasiado, excepto sus ideólogos y detractores, que también los había. La
palabra-alma estaba siendo sustituida por el discurso-piel.
Pura cáscara dialéctica, hueca como carcaza de cigarra, vacía
como libro en blanco o cerebro de legislador de seccional.
Viendo la imposibilidad física de hacer retroceder a los
campesinos sin tierra, el presidente optó por reconocer algunas
comunidades, pero les exigió trasladarse a regiones aisladas e inhóspitas,
sin rutas ni infraestructura alguna, pero por lo menos allí no serían
molestados. En
la intuición que el presidente militar cumpliría con su palabra, en
asamblea resolvieron aceptar la oferta y una tarde gris de invierno,
vinieron diez camiones militares para trasladarlos unos setenta kilómetros
más al norte, en una región boscosa cercana al río Aguaray Guazú, aún
titulada a nombre de un extranjero de nombre Laszar Morgan, administrador
putativo de la familia Stroessner-Mora, con la cual el general Rodríguez
estaba de punta por razones de negocios familiares. Una vez allí,
recibieron algunas herramientas, provisiones militares para tres meses y
carpas del ejército, quedando a partir de allí, librados a su suerte.
Pero pese a ello, se tenían fe. Porque finalmente, el triunfo o el
fracaso es una cuestión de fe. Nada
más. La
lucha continúa Alberto
Antebi, tras infructuosos cual vanos cabildeos y tejemanejes, no pudo
conseguir que aceptasen su interesada propuesta de ceder —dizque
generosamente, según él mismo lo proclamaba a los cuatro vientos—
parte de sus tierras, poco aptas para cultivo y encima aisladas en medio
de un mar rojiverde de selva achaparrada y tierra roja como la sangre de
sus miles de mártires activos y pasivos.
El latifundista y especulador —cuyas propiedades y las de su
familia, aparentemente, abarcaban algo más que toda la superficie de Bélgica
y en su mayoría estaban despobladas e incultas—, pretendía nada menos
que el equivalente a tres mil dólares por hectárea, para transferir al
IBR la fracción antes ocupada por los campesinos liderados por Calixto y
otros. Estos tampoco
aceptaron el exorbitante precio, que excedía con creces a la tasación
fiscal en esa remota zona norteña, alejada de dios
y de la civilización accidental, es decir del diablo, aunque
siempre a tiro de gracia del ubicuo Fondo Monetario Internacional.
Es
más, exigían al Congreso la confiscación sumaria de las propiedades,
adquiridas a precio vil y en dudosos procedimientos, por la familia Antebi,
tras la hecatombe bélica de 1864-1870, durante el llamado proceso de
reconstrucción nacional (cien años antes del proceso de destrucción
irracional, que aún no cesa y prosigue sin prisa ni pausa), en que las
tierras, hasta entonces en manos del Estado, fueran rematadas por monedas
depreciadas a cuanto aventurero y especulador las solicitase, ante la
acuciante presión de los vencedores por el oneroso pago de reparaciones
de guerra; que como todos saben, quedan a cargo y costas del vencido.
En este caso el Paraguay, prácticamente aniquilado entonces por
tres naciones coaligadas contra una más pequeña y cuya forzada
mediterraneidad la debilitó aún más. La
resurrección de un concepto alternativo de colonización y usufructo de
la tierra, al que se creía desaparecido u olvidado, produjo escozor en
autoridades civiles y eclesiásticas, pero alarmó hasta el paroxismo a
las policiales y militares, así como a los grandes gremios empresariales
que siempre apostaban a sus intereses
En cuanto a la reforma constitucional, el partido de gobierno ganó
con el ochenta y dos por ciento de los sufragios y copó casi todos los
escaños de convencionales en desmedro del partido liberal y los
independientes que apenas lograron un incómodo y escuálido diez y ocho
por ciento en conjunto. Para
ello, sólo bastó prometer a su electorado cautivo “trabajo en primer
lugar” (aludiendo a la lista uno del partido colorado) algo imposible,
ya que ninguna constituyente es una agencia de empleos, pero la necesidad
se emparenta con la necedad en momentos difíciles. Mientras se instalaba
la magna Convención, los campesinos salieron a protestar con cortes de
rutas en la conflictiva zona de Santa Rosa del Aguaray, donde tras
desigual y bizarro encuentro con fuerzas policiales de elite,
recientemente entrenadas por el coronel Krats, dejaron un saldo de un
muerto por herida de bala, veinte heridos graves, de balas de goma y
porras, algunos contusos y otros cegados, algunos para siempre por
granadas fumígenas. Pareciera
como que las fuerzas regresivas individualizaran a los líderes y dirigían
contra ellos sus balas asesinas, sus golpes, sus calumnias, sus
vituperios, sus odios o frustraciones.
La tradición caudillesca de la política paraguaya con su
clientelismo anacrónico, daba por sentado con precedencia que,
descabezando a la dirigencia acababan con los movimientos, sin percatarse
que los campesinos utilizaban otro tipo de liderazgo más horizontal y de
responsabilidades compartidas; por lo que la eliminación de un dirigente
no hacía mella en la organización, ya que cualquiera podría sustituir a
los caídos. En
Santa Rosa, inmediatamente tras la muerte de Perú Jiménez, se convocó a
Asamblea extraordinaria donde se eligió de consenso al sucesor, apenas
concluidas sus exequias. En este caso, una mujer: Lidia Agüero, de larga
militancia en las luchas campesinas y veterana de la gran represión de la
Pascua Dolorosa de 1976, en Las Misiones.
Sin pérdida de tiempo, se hizo un llamamiento a una gran marcha
sobre Asunción, programada para los próximos noventa días, donde
esperaban reunir más de diez mil agricultores.
Algunos con tierras, pero sin esperanzas; o sin tierras
simplemente, pero con esperanzas; esas putas vestidas de verde que nunca
mueren del todo. La
gleba de los proletarios feudales del siglo XX, desfilaría alzando los
brazos y los puños en abierto desafío a los feudalismos de nuevo cuño.
La iglesia, viendo que se le escapaba de las manos el movimiento
campesino, dio marcha atrás en sus propuestas, casi imperativas y
coercitivas por otra parte, ofreciendo a los labriegos apoyo logístico,
alimentos y alojamiento en el ex seminario metropolitano para las calendas
de la marcha. Estas propuestas se dieron sin condicionantes a fin de
captar al campesinado para engrosar el rebaño de ovejas y, especialmente,
borregos del Señor, pues que los carneros debían pasar previamente por
el tamiz de un seminario canónico teologal. Los
campesinos, tras breve conciliábulo, aceptaron el ofrecimiento en el que
también participaría la ciudadanía, con aportes, con alimentos y
servicios. Hasta los jóvenes
asuncenos se ofrecieron voluntariamente para administrar las ollas
populares que demandaría la movilización, el pataleo, las protestas y la
retirada, tras las promesas de los irresponsables de la politica
paraguaya, generalmente eludidas a posteriori.
La omnipresente y casi omnisciente embajada americana estaba
exteriorizando su preocupación, al borde de un ataque de paranoia, ante
los desbordes populares, sin su clásico poder de exorcizarlos, pese a que
no había conexiones aparentes entre las huelgas obreras y los movimientos
sociales diversos que aflorarían por doquier como hongos tras las lluvias
de abril. En vísperas de su
retorno, el ex embajador Towell tuvo por entonces varias reuniones de
emergencia amarilla con los empresarios, ante la posibilidad de que se
repitiesen hechos ya comunes en la Argentina y el Brasil: asaltos
multitudinarios con tomas y vaciamientos de supermercados y grandes
almacenes. Si
bien la situación social estaba relativamente bajo control aún, podrían
desbordarse los acontecimientos en desmadre total.
Para entonces, serían incontenibles, incluso con represas hidroeléctricas:
en forma de porras y cañones hidrantes.
Tim Towell, —a la sazón muy amigo de Rodríguez, el general
presidente, sucesor de otro general prescindente y padre tirando a abuelo
de la democracia sin comunismo— dictaba pautas políticas.
Con el tiempo, tras ser radiado del servicio exterior en su país,
Towell se convertiría en asalariado del general-empresario (¿o empre
saurio?) y su testaferro en los Estados Unidos, donde Rodríguez invertía
dólares grises o negros, para pintarlos nuevamente de verde. ¿Y quién
mejor que un ex embajador, conocedor de antesalas y presiones, para
representarlo en su gran país norteño y primermundista?
Alberto
Antebi se sentó en el palco reservado del aristocrático Derby‘s
Club de Asunción. Esa mañana
habría una reñida carrera entre un pingo importado y de delicado pedigrée,
del haras del general Rodríguez: una yegua, muy Sultana
ella; el general Lino Oviedo, con Incitátur
se jugarían el aliento en esta patriada contra su potrillo Torpedo. Tenía varias
disyuntivas para la ocasión, que no la pintaban nada calva.
De todos modos, aunque perdiese en la carrera, algo ganaría.
Si se iba al bombo, como dicen los porteños, perdería unos cien
mil dólares apostados al favorito: Torpedo.
Si ganaba, se embolsaría el séxtuplo, más los premios y otros
incentivos del gran ocio. Perder
la carrera, significaría perder el premio, pero recibiría el triple de
manos de los más apóstatas apostadores contra el favorito. La yegua del
presidente también se impuso poco antes en Hialeah, en la Florida, por lo
que la puja sería casi pareja, además en peso y edad. Las
leyes y reglamentos suelen ser justos en las disputas o competiciones
entre los poderosos. Pero
aparte de amistosas pero rivalizadas carreras, en las que se apuesta cada
domingo el futuro del país, e incluso el post-futuro, también se pueden
hacer buenos negocios en las pistas o palcos. Toda la crema del ambiente
político-empresarial, converge en ese exclusivo coto del poder, donde los
apostadores compulsivos de la clase ociosa dilapidan alegremente el dinero
del sudor ajeno y de los impuestos, tasas, alcabalas, almojarifazgo,
peajes, desvíos, malversaciones y coimas por venta de influencias y
decisiones políticas.
Y aún así, les sobra para especular con los cambios, las
licitaciones amañadas, las ventas o servicios fraudulentos al Estado, la
especulación con artículos de primera necesidad, la promoción de los
artículos de primera necedad, verbigracia: armas, suntuarios, licores,
tabaco y demás sustancias blancas superfluas.
Pero eso sí, siempre conservando la imagen democrática, y que los
creyesen señores empresarios; no los
agiotistas especuladores que realmente son.
Los
demás clubes de bon vivants
—que también albergan a la flor y truco de la crema— tampoco están
alejados de la esfera del poder. Antes bien, discuten de negocios y lucro,
con las conciencias felices de ser los portadores del mango de la sartén
o la vara de Mercurio en sus blasones. —¡Oh,
sí mi general! ¡Su yegua estuvo magistral, así como su conductor! ¡felicitaciones,
nuevamente! —concluyó Antebi,
coreado por el general Lino Oviedo, en un dueto untuoso como budín crematístico.
La tertulia estaba en punto equidistante entre las zalamerías de
costumbre y la ebriedad ligeramente
avanzada, audaz y sin desbocarse, como corresponde entre caballeros. La
no tan improvisada reunión, respondía a la alarma suscitada por la
resistencia campesina; esa resistencia tenaz de quienes se juegan al todo
o nada; de quienes nada ya tienen que perder porque lo han perdido todo,
incluso lo que nunca poseyeran. El tema parecía inagotable: ocupaciones
en San Pedro, Concepción, Kanindeju, Alto Paraná. Pareciera de pronto
que todo el proletariado se hubiese puesto de acuerdo para incordiar al
orden nacional al mismo tiempo. —Pero,
jamelgos aparte —exclamó Rodríguez, conocido en ciertos círculos
financieros guaraníes como el
tragalotodo—,
debemos ser conscientes que estamos en crisis y no veo nada malo en que ganemos por abandono antes que por knock out o
jaque mate en esta pulseada de resistencia. Los dejamos tirados allá, ya
que vos (voseo al estilo sudaca) me dijiste que te dejarías expropiar
esas tierras. Por eso nada más. Pero ahora me salís con que estás
cotizando en dólares una tierra dura que
no da ni para mandiocal anémico.
El campesinado, ignorante de todo estos acontecimientos, seguía enlodándose en su sórdido infortunio de tierra ensangrentada de pasiones y empolvada de soledad. Pero esto, no lo ignoraba Mr. Antebi, el cual descendía de poderosos terratenientes geófagos de cortina, con más tierras rurales que deseos de trabajarlas. No lo ignoraba en absoluto, dado que la sociedad esclavista finisecular del ochocientos, hozaba en la opulencia más procaz, mientras los mensú gemían bajo el látigo de los capataces, caporales o capangas, de sol a luna y de lunes a soles. El idealista Calixto Ñamandú ya se abocó a la construcción de
la escuela, que llevaría el nombre de Igualdad, antes que a la de su
propia vivienda. Le pareció
más perentorio y prioritario el inicio de una nueva etapa de
conocimientos prácticos a los niños. Ramona Ramírez, mujer de Calixto,
aguardaba nuevamente progenie cuando apenas destetó al primero. Calixto,
en tanto preparó cuidadosamente en largas e insomnes veladas nocturnas
con candelas de sebo artesanal, las lecciones a ser compartidas (le
desagradaba el verbo impartir) con los niños. No sólo de Sócrates a
Marx, sino de Lao Tsé a Buda, de Jesús a Muhammhad y de Platón a
Maquiavelo desfilaban por su mente. También los principios solidarios
practicados por los indígenas, dueños e hijos de la tierra. Nadie sería
más que nadie; compartir antes que competir, amar antes que disgregar, soñar
antes que dormir, portar ideales antes que banderas, cantar canciones de
cuna, antes que himnos guerreros, en fin... de ser, antes que
tener simplemente. La
mesa del lujoso buffet del
Derby‘s Club estaba sembrada de exquisiteces y licores añejos,
escanciados con la generosidad irresponsable de manirrotos calaveras. Los héroes de la jornada: el general Rodríguez, cuya yegua
Sultana ganara la tercera carrera; el general Lino Oviedo, cuyo montado
Incitátur saliera tercero y Alberto
Antebi, el casi ganador con Torpedo, debatían los últimos acaeceres
rurales. —Decidan
pronto, mi general —decía Antebi,
con un ligero dejo de desesperada ansiedad. —Estoy
en quiebra técnica y necesito deshacerme de esas tierras malditas, pero
sin perder plata en la transacción. ¿No podría acelerar el proceso
legislativo? —suplicó el
empresario, suspirando como locomotora en celo. —¡Vos sabés, amigo
Antebi, que no soy un dictador, sino un demócrata
—respondió el ahora bonachón general-presidente,
prosiguiendo—. Si el Honorable Congreso Nacional no acepta tus ofertas, no
es culpa mía —acotó al rogativo caballero de levita y galera—.
Aún no me estoy permitiendo gobernar por decreto, pero... podrías
vendérmelas a mí, y yo me encargaré de cederlas al Estado, digamos,
pero no pagaré más de ciento veinte dólares la hectárea.
La desesperación de Antebi aumentaba en forma exponencial y lamentó
no tener a mano sus analgésicos y otros fármacos fuertes con los que se
reestructuraba de mente diariamente.
Evidentemente, la lucha continuaría por mucho tiempo aun.
Pidió al mozo de mesa una tira de “ergo-dolavit” y un
“alkacid” para no tener que vomitar los manjares recientemente
ingeridos y los exquisitos vinos y licores recientemente trasegados en tan
¿agradable? tertulia dominguera y ¿deportiva?
Finalmente, decidió vomitar lo ingerido, junto con sus
preocupaciones, pensando, y no sin conocimiento de causa, que siempre habría
tontos a quienes joder, pues la tasación de sus tierras sería
escandalosamente inflada en el poco honorable Congreso nacional ¿o
necio... nal? La
marcha de los parias Calixto se
hallaba en Asunción, para coordinar el apoyo sindical, ciudadano y
estudiantil a la marcha campesina, programada para los primeros días de
abril, que el clerical ya lo tenían.
Ramona no pudo acompañarlo por estar en vías de parto y no podría
acceder a hospitales capitalinos sin oblación de efectivo.
A los privados se rehusaba por onerosos y a los públicos por
indigentes e infecciosos, prefiriendo encomendarse a la muy experimentada
comadrona de la colonia... por si acaso.
Lo
esperarían en la catedral además, para conversar con algunos obispos
algo más accesibles, abiertos y francos y organizar la recepción de
donaciones y aportes, amén del servicio a los peregrinos, que contaría
con núcleos de jóvenes socialmente comprometidos para tal menester. Cada
detalle —incluidos lo imponderable y azaroso— merecía atención. No podría faltar ni un bocado de pan y la logística debería ser
precisa como operación de cirugía mayor, que de eso se trataba: de
extirpar el cáncer de la corrupción y la gangrena de la deshonestidad pública.
Además, el milagro de los panes y los peces les estaría vedado, por lo
que deberían auscultar sus propias fuerzas y capacidad de convicción.
El presidente Rodríguez llamó a reunión de gabinete para
elaborar y planificar los cursos de acción ante la inminente llegada de
aproximadamente diez a doce mil campesinos —con o sin tierras— de todo
el país, y la manera de
disolver, con precisión homeopática, tales manifestaciones de presión.
a la que se sumarían cortes de rutas, huelgas de transportistas y
bloqueos de puentes internacionales. Todo
parecía cronometrado por el diablo, en su afán de revolver ríos para
ignotos pescadores de oportunidades; que no eran precisamente los
labriegos, según reconoció el general Rodríguez en uno de sus raros e
infrecuentes raptos de sinceramiento.
Mientras tanto, su subalterno: Lino Oviedo sonreía mefistofélicamente
a su lado, como viéndose a sí mismo con una gran red de pescar incautos
para algún futuro proyecto político.
Si bien, él y Alberto
Antebi perdieran sus apuestas a ganador, no serían ellos los perdedores,
sino el sufrido pueblo paraguayo empeñado en mantener parásitos al
frente del Estado y encima de él, votos cautivos mediante.
Por de pronto, a Rodríguez se le ocurrió buscar a un coronel
retirado de apellido Centurión para crear una institución con la sigla
CONCODER a fin de pacificar a los excluidos de las Reformas Agrarias de la
tiranía y contemporizar con los mismos, chuleándolos como en el fútbol.
—Escuchen
atentamente, niños —exclamó
Ramona Ramírez, en un guaraní algo entremezclado con su aún vigente
acento castellano sureño, en la escuelita Igualdad.2
—Tras
el grito de independencia, el Paraguay, es decir la clase dirigente y el
pueblo, estaban divididos entre porteñistas e independentistas.
Es decir: quienes pretendían anexarse a Buenos Aires, y quienes se
empeñaban a muerte en mantener la soberanía y la libertad. Entre éstos,
el doctor José Gaspar Rodríguez de Francia, intransigente defensor de la
autogestión política y económica, el cual, mediante la lengua guaraní
pudo convencer a gran número de diputados campesinos de la magna asamblea
de 1814 a apoyarlo, para evitar que Yegros, Iturbe y los demás,
entregasen el territorio recientemente sacudido de la corona, a los
librecambistas porteños, a trueque del libre tránsito de los ríos y
salida al mar de sus productos. Los
poco más de sesenta niños de ambos sexos, escuchaban embelesados las
palabras de la maestra, quien mapa en vista y puntero en mano señalaba la
posición y magnitud del Paraguay de entonces.
—En
la asamblea del año catorce, el doctor Francia fue ungido Dictador
Temporal, para capear la crisis política interna, las amenazas externas
de Buenos Aires y las de los
portugueses. ¿Es cierto que la dictadura cerró las fronteras con
candado? —preguntó de
pronto Ramona, antes de sentir los primeros dolores de parto de su segundo
vástago. —¡No
señora! El gobierno patrótico revolucionario mantuvo Pilar e Itapúa
abiertos al comercio exterior —exclamaron varios niños, que
evidentemente habrían leído a Richard Alan White además de Julio César
Chávez, Mastermann o Rengger. Luego se asustaron al observar la nívea
palidez de doña Ramona y corrieron a asistirla unos y a llamar a la
comadrona otros. Una
robusta hembrita, conoció la luz esa mañana en la propia escuelita,
donde los pequeños alumnos ayudaron a la partera empírica y comprobaron,
in situ, la falsedad de la burguesa historia de la cigüeña.
Hubo, es cierto una casi aterradora efusión de sangre, pero con
final feliz y antes de librar a la neonata de su cordón umbilical, ya
estaba sonrientemente acomodada entre los desnudos senos de la madre,
rodeada de sus amados niños y niñas de la escuelita Igualdad.
La maestra prefirió licenciar a sus discípulos ese día, agradeciéndoles
su comprensión y ayuda. Pero
es justicia decir, que más agradecidos estaban ellos, por la lección de
biología en vivo recibida de su maestra.
Una
semana después, dadas las distancias y la precariedad de las
comunicaciones, Calixto Ñamandú supo que había sido padre de Yvoty Ára,3
una niña de tres quilos doscientos y batalladora como hija de tigresa del
asfalto. La noticia le impactó
el cacumen en la sacristía de la catedral metropolitana, produciéndole
un chichón en el pecho de la emoción. ¡Ya tenía la parejita! ¡Dios no
eran tan malo, después de todo! Una
rebelde lágrima
—semioculta de vergüenza por su aparente flojedad— irrumpió
por la ladera empinada de su mejilla curtida de sol y lluvias, deteniéndose
en la comisura de su labio superior.
Sacó con disimulo un pañuelo para borrarla de su faz. Luego
carraspeó y se alejó del sitio para anonimizarse minimizando su lágrima,
vertiente y furtiva, en algún rincón poco visitado de la catedral: el
confesionario. Allí pudo dar
rienda suelta a sus emociones contenidas ha mucho tiempo, desde la muerte
de doña Marciana, y siempre intentando el papel del
macho duro de la película. En
tanto, las pancartas exhibían impúdicamente frente al Congreso su desafío
y protesta, mientras los cánticos y petardos casi festivos atronaban la
atmósfera y picaban narices con su acre y pungente aroma sulfuroso, de
puro furiosos nomás. Sufridos
rostros de hombres, mujeres, adolescentes y niños, retando a duelo a la
miseria empuñaban manos desnudas contra la bien pertrechada guardia
pretoriana del sistema: los cascos
azules, pero no los de la ONU, sino la otra, la de los que saben cascar:
la contracara contundente de la democracia excluyente.
Por
fortuna todo resultó según lo previsto y no hubo víctimas ni
provocadores. La gente
colaboró con cuanto pudo y los jóvenes servidores dieron un rotundo mentís
a la aparente apatía y veleidad juvenil.
No faltaron bocados ni agua fresca para los peregrinantes del agro.
Pero en cuanto a resultados, la cosa no varió en demasía que se
supiera. Apenas tibias
promesas edulcoradas, algunos dudosos compromisos políticos y la firma de
algún papel manchado de estúpida solemnidad destinado a los oscuros
archivos sine die. Los labriegos
desmontaron su campamento y abordaron sus camiones de carga, retornando a
sus respectivos asentamientos o colonias “reconocidas”, como Choré y
otras de Concepción, San Pedro, Alto Paraguay, Alto Paraná y casi todo
el país en mayor o menor grado. Los
obispos se portaron como caballeros y hubo un resurgir de identidades
gemelas, cuando la propia jerarquía vio —de muy cerca— los verdaderos
padecimientos de estos hermanos, de la tierra color sangre, la piel y las
venas color tierra, y el alma color esperanza.
En
tanto, dieron en iniciarse los ¿democráticos? debates en la Convención
Nacional Constituyente, con afluencia de público y bastante altura en las
exposiciones, pese a la escasa longitud de lápiz de algunos políticos.
Como se mencionara antes, los colorados obtuvieron una cómoda y
aplastante mayoría en tales justas teniendo la sartén en ristre, y bien
empuñada, aunque facciones antagónicas endógenas integrasen el bloque
bermejo. Al margen, se diría
que había un sector opuesto al general presidente y lo privara —entre
otras cosas— de poder reelegirse. De
todos modos, Rodríguez se reelegiría a sí mismo, en la persona de un
oscuro ingeniero metido a líder político del empresariado.
Era el as en la manga del grupo golpista.
El general Lino Oviedo estaba encargado de hacerlo triunfar a como
diese lugar, como primera etapa de su propio proyecto.
El rodriguismo sin Rodríguez o el militarismo civilizado;
al menos, así lo creía éste. Pero
tampoco el astuto individuo sería de dejarse manipular mucho que se diga.
A lo sumo se haría catapultar a las alturas para luego lanzarse
solo, con su paracaídas funcional y alas propias.
Pero primero apartando del medio a quien lo obstaculizara en sus
proyectos. Por de pronto, aguardaría el final de la Constituyente y la
retirada de Rodríguez, antes de tomar por asalto al poder, con votos o
sin ellos. La
Asociación Rural, secta oligárquica integrada por los más poderosos
(políticamente) hacendados y latifundistas del país, llamó a reunión
de su plana mayor. No se
trataba de la exposición anual, en la que la pavada y la diversión
disfrazaban el hambre y la carestía con barniz oropelizado de utilería,
con el pomposo nombre de "Expo-Rural"; sino de emitir un
comunicado de repudio a las ocupaciones, a la toma de lotes urbanos y de
paso, apoyando al gobierno en su tarea reformista, toda vez que entre las
reformas no figurase la agraria. Ya
se clamaba por privatizarlo todo: desde los cuarteles de boy scouts hasta
la educación primaria, a la que poco le faltaba para ser más costosa que
un hijo bobo. La Rural
necesitaba tranquilidad y el gobierno nada hacía para ello, ya que por
razones políticas se hacía el desentendido y no desalojaba a los
invasores, esperando quizá sus votos.
Mas
tampoco el Estado fingía esfuerzos para conseguir los fondos de
expropiación, en un círculo vicioso y
gelatinoso donde un resbalón podría desatar una hecatombe
electoral. Y una pifiada de
ésas, podría dar al traste con el partido de gobierno y el clientelismo,
últimamente en apogeo desde la elección constituyente y quizá desde
1870. La
hija de Calixo y Ramona, Yvoty Ára fue
inscripta en el Registro Civil de Lima por carencia del mismo en la
colonia, lo que supuso una agotadora jornada en tractor-acoplado o kachapé,
en el que viajaron los padres, padrinos y vecinos para el acto.
Yvoty Ára era una bomba de succionar teta —gran parte del día y
una o dos veces en las noches— pero derramaba salud a torrentes y su
temprana risa alborotada salpicaba el entorno con gotas de rocío mañanero. Calixto
segundo, su hermano mayor de casi dos años, danzaba torpemente en el
patio tras una rústica pelota de caucho, como intentando emular hazañas
deportivas de algún Arsenio Erico, Cayetano Ré, Chilavert Santa Cruz o
Romerito4 ,
sin pensar aún en los problemas de su comunidad. Ramona estaba chocha de la vida con su nuevo retoño, pese a
las difíciles circunstancias que les tocaba, y en cuanto a Calixto padre,
con placer guisaba cotidianamente en las ollas populares para aliviar el
trajín hogareño de los labriegos y sus mujeres.
Los
días transcurrían en aparente calma, tras la multitudinaria marcha
campesina sobre Asunción, sin que tirios ni troyanos reanudasen las
hostilidades. Tampoco los
jueces los volvieron a citar, como dando por tácita la tregua dictada por
Rodríguez, la que estaba ya incursionando en los límites de la rutina.
Los
plantíos comenzaba a dar sus frutos y raíces; las huertas reventaban de
verdor, mientras los frutales florecían anunciando dulces y jugosas
promesas de naranjas, limones, mandarinas, limas, mangos, guayabas,
paltas, aratikú, mburukuja y tantas otras variedades nativas. Los
frijoles, el maíz y los dulces aromas del pimiento inundaban los aires
como tomándolos por asalto, entremezclados con otros perfumes florales,
productos del esfuerzo de todos, y especialmente de las mujeres, que
tampoco querían prescindir de la belleza, en sus ranchos de color tierra
seca apenas revestidos de cal o caolín.
Algunos,
tras vender sus cosechas de caña dulce, propusieron comprar animales de
crianza y leche para la comunidad. Si
todo salía bien y San Isidro Labrador los amparaba —decían las más
viejas aún creyentes—, tendrían suficiente alimento para los niños y
los grandes, evitando la presión de los acopiadores sobre su hambre y sus
necesidades y prescindiendo de artículos de consumo adulterados en fábricas
excesivamente industriales. En
tanto, en la lejana Asunción, encopetados señores de horca y cuchillo
sostenían secretísimas reuniones a fin de presionar subas de precios
para los supermercados y transportes, congelando salarios, bajando al
mismo tiempo los precios referenciales de algodón, soja y otros rubros de
exportación en bruto, alegando excesivos costes de elaboración, como si
ellos fuesen quienes sudaban sembrando y cosechando.
—Este
es el peor año —decían los mega empresarios del agro, como si las
causa del peor año no fueran ellos mismos—,
para el precio del algodón y la soja.
Por otra parte, los proveedores de agrotóxicos lanzaban gritos a
los cielos a causa de la poca salida de su veneno importado. Los
labriegos se resistían a utilizarlos para no contaminar el aire, la
tierra y sus cursos de agua, hasta entonces limpios y cristalinos y por
ende, potables. Por esos días,
otros tres dirigentes agrarios fueron objeto de atentados homicidas
alevosos y anónimos: Uno en Itapúa, al sur del país, otro durante un
corte de ruta —salvajemente reprimido, dicho sea de paso—, en el cruce
Santa Rosa y un tercero en Ca’aguazú, sin que se individualizara a los
autores. En el corte, se pudo
identificar a un comisario —con una constelación de las Tres Marías
aprisionada en sus
hombreras— que disparó su revólver, impactando en un joven líder
campesino, aunque nunca el imputado fuese juzgado posteriormente, y ni
siquiera sumariado por ello. Los
surcos proseguían fecundándose con la sangre insurgente de los parias y
desheredados de las glebas patrias; los asesinatos e intimidaciones contra
los agricultores no
desalentaban sin embargo a éstos, quienes, tras cada baja en servicio,
elegían a los reemplazantes en asambleas relámpago, sin dejarse amilanar
por los capangas de los hacendados ni por sus amenazas.
Parecía como si la muerte jugase con ellos a las escondidas y la
desafiasen cotidianamente, con coraje y decisión, exasperando a sus
adversarios. —Todos
nacimos para morir, y si nos llega la hora final, enhorabuena —decían
en Táva Pyahu los más viejos. —Si
creen que nos asustan, van bien servidos.
No vamos a movernos ni un palmo de nuestras derecheras, aunque
vengan degollando o corriendo con la vaina —sentenciaba Ramona Ramírez
mientras acunaba a Yvoty Ara entre teta y teta. —Primero ha de caer la
luna en el jardín, antes de hacernos temblar con sus pistoleros de
alquiler —exclamaba Calixto con la firme convicción de los justos. —No
nos correrán con cuchillo de palo —decían
casi todos los demás. —¡Esos
malditos no ceden un palmo, ni aún palmando! —comentó
Enrique Riera, presidente de la Rural del Paraguay además de ¿venerable?
hermano grado 33 de la cofradía de los Danzantes al Compás de la
Escuadra. —Si no
los detenemos ahora, nos van a dejar sin tierras ni vacas —decía Blas
Riquelme, un estanciero golondrina, es decir: de paso—.
Y si se lo permitimos, ni pozo para nuestras sepulturas tendremos
luego —acotaba el profeta del subdesarrollo mental.
—¡Debemos intensificar las presiones al Congreso, antes que se
multiplique esa plaga bíblica! —tronó
un militar con más hectáreas que las permitidas por su salario de
doscientos cincuenta años y once meses, y con más pistas de aviación que
ganado. —¡En
tiempos de mi general Stroessner esto no ocurría.
Es una vergüenza!
—acotó finalmente antes de encender su vigésimo quinto
cigarrillo de la dura jornada. —¿Alguien
tiene alka-seltzer? —preguntó un pobre estanciero del Chaco, con apenas
quince mil hectáreas de pasturas, algo ofuscado por el vino y la cerveza
ingeridos, tras un opíparo asado a la estaca con que sazonaron la reunión
de ese domingo en la Rural. Esa
noche sin embargo, paralelamente hubo una peña musical en la colonia Táva
Pyahu. Entre la luz de las
estrellas y un acogedor fogón visceral y telúrico, los estudiantes
universitarios asuncenos, argentinos y brasileños que visitaron la
colonia en un acto solidario, afinaban guitarras y gargantas. Ese día en
forma inesperada, cayó una excursión de estudiantes para compartir sus
conocimientos con los labriegos, regalándoles libros y útiles escolares,
más algunas herramientas de mano y taller.
La intempestiva visita fue bienvenida y, tras la olla popular, se
dispusieron a cantar canciones de campamento y barricada, tan caras a los
sentimientos criollos americanos del vapuleado sur.
Varios
de los estudiantes iniciarían en Táva Pyahu
talleres de poesía, de teatro y ciencias de la salud entre los
colonos y sus niños. La velada estaría además matizada por actores y
declamadores que decidieron acompañar este proceso por justicia en la
distribución de la tierra. —No
tenemos intenciones de que desaparezcan los hacendados y agricultores
empresarios —explicó Calixto Ñamandú, mientras alzaba a babuchas a su
primogénito. —Sólo
queremos que compartan lo mucho que poseen con quienes nada tienen.
Nada más. —Es justo
y necesario —acotó
un ex seminarista, seguramente al recordar los saludos comunitarios ite
missa est. —Eu também vou torcer pra os sem-terras do vosso país
—aclaró un estudiante de Porto Alegre—.
Nós temos muito pra contar e cantar aínda. —¡Que
se arme la batucada, que las guitarras están listas, las tripas a punto y
templadas para el canto! —voceó
un bicho del primer año de
filosofía, con su inseparable remera y la efigie del Che.
—Aquí traje mi flauta dulce y mi armónica de bolsillo —exclamó
otro. Las
risas y la musiqueada duraron hasta bien salida la noche, por lo que
dejaron pendiente la cosecha de algodón en minga que debieron efectuar la
siguiente mañana entre estudiantes y labriegos. Pero ¿quién les quitaría lo cantado en esa noche de
fogatas y mate? Pues que otra
cosa no bebieron. Sabían que
a veces el espíritu de las botellas no es lo más aconsejable para
comulgar en comunidad, y que toda lengua por algo tiene una rienda natural
debajo: para no desbocarse. De
todos modos, para las ocho estaban alegremente desayunando mate-cocido con
leche, chipas de almidón y queso, miel de caña y de abejas, con maní
tostado y molido a mortero; delicias de la casa y delicadezas nativas para
los huéspedes, confirmando la hospitalidad tradicional del paraguayo,
nativo o no. Fueron
días agitados y percutidos. Los
muchachos cogían hojas de yerba mate y las tostaban en un horno las
mujeres. Luego los varones la
canchaban a golpes en bastas bolsas de algodón y las mujeres las remolían
en morteros, a cuatro manos, para finalmente empaquetarlas en rústicos
envases de papel grueso revestido de lienzo, donde rezaba “Yerba ecológica
y artesanal - Producto paraguayo”.
También recogieron algodón agachando lomos y sudando sal y ordeñaron
para producir leche, queso fresco y yogur para los niños.
Las
estudiantes se dieron maña para atender en el dispensario improvisado, a
los niños con parásitos, heridas y uras agusanadas, amén de ácaros
variados y vermes surtidas. Apenas
quedaba tiempo y manija para trasnochar guitarra en mano.
Los
dos primeros días, lo soportaron todo: trabajo, fatigas y alegría. Los
siguientes, al caer el sol, se refrescaban en el río, antes de entregarse
a los oscuros brazos del reposo. De
todos modos, no tardaron mucho en acostumbrarse a salir al alba y retornar
a los catres o a los sacos de dormir con las gallinas. Ya casi no veían el loco girar y contragirar de las luciérnagas
y cocuyos, ni los despertaba el atronador bicherío nocturno del monte. —Si
algo no te deja dormir de noche, no culpes a los bichitos ni a las
lechuzas —decía Calixto a un estudiante de la facultad de letras—.
En todo caso hay que culpar a la conciencia de uno mismo, que otra
cosa no ha de ser. Los
estudiantes de veterinaria y agronomía, revisaron vacas, terneros,
bueyes, cabras, cerdos, gallinas, guineas y gansos, así como los cultivos
de subsistencia y otros, antes de que acabasen sus vacaciones compartidas
con los labriegos. Casi
un mes, los capitalinos y extranjeros soportaron lo que los labriegos en
el monte, pero salieron fortalecidos por una nueva sensación de poder.
El poder del amor. Pero
la lucha no se detendría con una sola conquista.
Harían falta aún muchos caídos para redimir a los parias en
rebelión. Crucecitas
en la encrucijada Cipriana
Flores, adolescente de catorce años, salió ese día como de costumbre
con su hermanito José de ocho, un saco de yute y un bidón de diez litros
y una pala de punta, hacia las chacras comunitarias. El encargo era de
traer al poblado maní, mandioca y un poco de agua limpia del río Aguaray
Guazú, situado a unos mil quinientos metros del caserío. Cuando el sol
declinaba, la menor y su hermano no dieron señales de regresar, por lo
que la madre alarmada convocó a los demás para ponerse en búsqueda.
Siempre, aún cuando se diesen los niños un chapuzón de costumbre, nunca
esperaron la noche para estar de nuevo en el poblado del asentamiento.
Hombres y mujeres salieron provistos de faroles de keroseno, más
alguno que otro rifle del veintidós, y partieron en dirección a los
plantíos de maní, situados un poco al norte, cerca de los linderos del
brasileño Jurandir Peixoto, capataz de Morgan. Registraron palmo a palmo
a lo largo y ancho de la noche veraniega y cálida, hasta las orillas del
Aguaray Guazú, sin hallar señales de la niña Cipriana y su hermanito
José. Recién
bien entrada la mañana, vieron entre la maleza de los linderos el bidón
de plástico que portaba Cipriana Flores y la pala.
Gritaron los nombres de los niños, sin otra respuesta que el
macabro viento norte silbando cual furtivo Pombero
entre el follaje y alguno que otro graznido de caranchos carroñeros.
Al principio dudaron en atravesar el lindero, por si los capangas
de Jurandir Peixoto acechasen en los intrincados senderos del monte,
listos para emboscarlos y cazarlos como a alimañas montaraces; pero ante
la urgencia de hallar a los niños se adentraron cinco hombres sin armas;
con apenas cayados para ahuyentar posibles serpientes de crótalo
extraviadas. La
espesura del bosque lindero norte, era más enmarañada que la de su
ocupación, pero igualmente y con más sigilo lo cruzaron hasta bastante
distancia de su cerco. De
pronto, uno de los hombres divisó un trocito de tela basta de algodón,
muy pequeño, que flameaba suavemente al viento. Lo reconocieron en
seguida como salido de la camisa de José. Tras acercarse, intentaron
rastrear alguna huella, pero sólo pudieron guiarse por corazonadas y
alguna que otra hierba o matojo pisoteados o semi quebrados. Tras una
infructuosa búsqueda que los llevó demasiado lejos al interior de la
propiedad de Laszar Morgan, retornaron con la sospecha de que los niños
fueron raptados o algo peor. Cabizbajos
y entristecidos, dieron la mala nueva a los Flores, marido y mujer, y ésta
rompió en amargos alaridos de dolor, como si la hubiesen destrozado en
las entrañas. Poco
más tarde, salieron dos colonos para hacer la denuncia en Lima, a más de
ochenta kilómetros, ahora con los recientes caminos de salida más
directos a la ruta principal. Mientras, otro grupo partió de nuevo hacia
el norte, llamando a gritos a los niños por sus nombres. De pronto, un
adolescente de nombre Pedro Mancuello, hijo de uno de los ocupantes, miró
hacia las nubes amenazantes, con procelosas promesas de tempestad, que se
cernían sobre ellos desde el norte con sus gamas de grises oscuros y
blanco sucio. —¡Miren esos
cuervos que revolotean allá arriba! —gritó
el adolescente. —A lo mejor están oliendo animales muertos o...
Calló
de pronto Mancuello, como temiendo lechucear alguna mala onda de pésimo y
fatal agüero. —¡Cierto!
—respondió
Leo Fariña, hermano de uno de los labriegos de la derechera nueve—. ¡Vamos
a seguir su vuelo! Con
el corazón cargado de presagios funestos, corrieron en dirección a los
desplazamientos aéreos de los carroñeros, con la tenue y secreta
esperanza de equivocarse en sus corazonadas. Más
de dos horas anduvieron aún, ya por la propiedad ajena, hasta divisar a
unos doscientos metros un festín macabro y reciente. No tardaron en
hallar los restos de ambos hermanos, y con señales de violación en el
cuerpo desnudo de Cipriana, cuyas ropitas tiradas entre malezas, aún
vibraban al viento con suaves gualdrapazos.
Ambos niños habían sido asesinados por anónimas manos, aunque
podrían suponer quiénes lo hicieron, ya que los cuerpos estaban a casi
una hora de caminata del lindero, dentro de la propiedad del adversario
litigante en tribunales. Apenas
pudieron mantener alejados a los carroñeros, guardando los despojos en
bolsas de plástico. Mientras, esperarían a la comitiva policial-judicial
que fuera convocada para dilucidar la pérdida de los niños. Tras varias
horas de angustiosa espera,
llegó una camioneta de la policía con el juez de Lima y un fiscal de San
Pedro. Luego
de comprobar el hallazgo y la medición de los indicios, se autorizó la
entrega de los cadáveres y se libró una orden de detención contra los
posibles o presuntos ejecutores, cómplices y encubridores, a lo que
hubo que agregar, pese a la reticencia del juez, algunos nombres y
apellidos conocidos de entre los capataces y matones de Peixoto, e incluso
contra éste en persona. Asesinato y violación de menores era un asunto
abominable y el juez —por lo general amigo de los hacendados— tuvo que
allanarse a la denuncia de los labriegos y sus testigos, entre los que se
hallaban dos estudiantes de medicina de la Universidad de Lomas de Zamora,
de la provincia de Buenos Aires y un brasileño que los acompañaba, también
paramédico. Apenas
tuvieron tiempo de velar a los niños, que ya empezaban a descomponerse,
por lo que los sepultaron en el cruce que unía dos picadas, en medio del
bosque de reserva del lindero. Un
grupo de labriegos acompañó a los policías y magistrados hasta la misma
vivienda de Peixoto para proceder al arresto del personal del hacendado, y
de hallarse éste presente quedaría también a disposición de la
justicia, aunque los labriegos dudaban de ésta, ante reiteradas
absoluciones, e impunidad generosamente concedida a los poderosos.
Como era de esperarse, todo el personal tenía su coartada.
Apenas el capataz y dos peones presentes en la finca fueron
arrestados preventivamente al caer en contradicciones.
Mas el principal sospechoso estaba fuera de su alcance por el
momento. Pero esta vez, no
quedaría impune el crimen. Los
cinco hombres lo juraron por sus muertos.
Calixto también lo hizo, aunque con un agregado: el, o los autores
de este horrendo crimen, lo pagarían con sus vidas, sin que nadie
levantase un dedo contra ellos. El
destino lo haría, aunque con un poco de ayuda de su parte, mental por lo
menos. Una
semana más tarde, los tres detenidos pasaron a la prisión de Takumbú,
en las orillas de la capital. Al
principio, como internos del Pabellón “D”, donde ingresan los nuevos;
luego, tras unos días de estadía, entraron en confianza con los
veteranos. Como jactándose de su acción, dos de ellos confesaron haberlo
hecho y con lujo de detalles a sus colegas internos.
Éstos, duros criminales, curtidos entre pólvora, puñales y
asaltos, soltaron lágrimas furtivas ante la monstruosidad que acababan de
oír. Ellos, viejos delincuentes que se jugaron los testículos en
aventuras y huidas, no podían concebir tamaño atentado contra niños
indefensos. Tras
el toque de queda, los tres recién llegados ingresaron a sus celdas, en
tanto que sus interlocutores retornaron a las suyas mascullando
maldiciones. —No
merecen perdón estos añámembyre5
partida —rezongó Nico Noguera, el pedrojuanino ladrón de vehículos,
apretando los puños desnudos. —¡Avisaremos
a los del Pabellón “C”! ¡Ésos sabrán qué hacer con estos
malandrines!—exclamó Roque Ferroso, el abigeo de Qui’indy. Pero
primero, debemos conversar con éstos para sonsacarles más detalles del
caso —concluyó Ferroso antes de desear buenas noches a sus colegas del
delito. Tras
varios días de charla, los dos peones y el capataz de Jurandir Peixoto,
fueron convidados a visitar el Pabellón “C”, durante el día, en uno
de los períodos de recreo de media tarde.
Tras una amena tertulia en la celda 187, los tres fueron de pronto
obligados a desnudarse y, tras las amenazas de rústicos puñales y
estoques de artesanal factura, fueron poseídos por una caterva de la peor
catadura, no siéndoles permitido ni una queja o aye de dolor que alertase
a los guardiacárceles que merodeaban por los pasillos. Los últimos en
cebarse en sus traseros, ya bastante maltrechos por entonces, fueron tres
enfermos de sida que aún no se hallaban en su etapa terminal, quienes los
gozaron como a tres putas baratas, obligándolos posteriormente a la
felación de sus miembros, siempre bajo la amenaza de los filosos aceros. Tras
esto, fueron arrojados a patadas a los pasillos y devueltos en paños
menores y daños mayores a su pabellón al otro lado del pasillo central.
Demás está acotar que su orgullo de machos se vino abajo, tras su
inauguración y pasada
por la horma. Poco a poco
—a lo largo del proceso nada corto, por cierto— fueron decayendo en ánimos
y en salud, abandonados a su suerte por su patrón. Si
bien al principio se negaron a admitirse culpables ante el juez de la
causa, cuando los primeros síntomas de decadencia física los alertaron
de su inexorable final, se atrevieron a confesar su culpa pidiendo
internación en el hospital de enfermedades tropicales.
Les fue denegada dicha petición, aunque los tres quedaron en una
celda aislada para evitar la propagación, pues quienes los contagiaron ya
habían fallecido. Tras un largo año más de altibajos, fueron apagándose
hasta sucumbir con poco lapso de tiempo entre sí, sin pena ni gloria como
hielo al sol. Algunos
campesinos presos por esos días, fueron saliendo en libertad y no faltó
quienes contasen la historia de los violadores violados en Takumbú, pese
al escaso interés de la prensa por el caso, llegando la relación hasta
las orejas de los ocupantes de Táva Pyahu, donde ocurriera el secuestro y
crimen de los niños.
—Finalmente,
pensó Calixto Ñamandú —los infantes podrían descansar en paz.
Sus verdugos estaban ante ese inexorable juez que no acepta
chicanas ni dilaciones: la Conciencia Universal.
Cada
tanto, manos anónimas pintan de blanco las cruces de basta madera que señalan
el cruce de caminos entre la colonia y el pueblo de Lima y reemplazan periódicamente
los paños, donde constan los nombre de los inocentes sacrificados en el
vil altar del egoísmo y el deseo enfermizo de poder.
En cuanto a los padres de ambos, prosiguieron su rutina, tras
superar el dolor y comprender que, por más que Dios se haya olvidado a
veces de hacer equidad a los pobres, de pronto, como que le vienen
chisporroteos de memorias olvidadas y la justicia cobra lo suyo, hasta la
próxima amnesia divina intermitente.
Las
escasísimas victorias del Bien, nos dicen a las claras que Zarathustra
estuvo equivocado. O
es posible que el ser humano fuese una equivocación o una anomalía cósmica.
En la eterna lucha entre el Bien y el Mal, casi siempre gana sus
batallas el segundo, a veces con trampas; otras veces se definen por tiro
penal y generalmente quedan en tablas o empate técnico.
La larga lucha por la justicia sigue en lo que hoy es un país de
ficción llamado Paraguay, donde sus poetas son superados por mal-versadores,
sus músicos desbordados por soplones y rascatripas, sus artesanos
depauperados por tecnócratas
y sus ciudadanos virtuosos puestos en estado de sitio por los corruptos.
También los productores son devorados por los intermediarios y
especuladores, con la ventaja de las sardinas frente a tiburones famélicos.
La justicia paraguaya puede darse el lujo de permitir que los tiburones
litigasen entre sí; pero no que las sardinas ganaran pleitos donde la
contraparte se jugara millones. Las
crucecitas que acunan a ambos hermanitos, aún siguen enhiestas en la
encrucijada, como recordando acerca de la omnisciente, omnipotente,
omnidireccional y omnipresente maldad humana. Caín...
¿dónde está tu hermano? No se
apagaba aún el eco de los disparos y los siseos de las granadas de gas,
cuando los rezagados vieron los cuerpos de Polo Martínez y Jacinto Areco
tendidos en sendos charcos de su viscosa savia humana. Uno de los
manifestantes lanzó un grito de alerta y retrocedió para rescatar a los
caídos con sus compañeros de barricada, ignorando los gases.
El ataque policial arreciaba por momentos, entre pitos, disparos,
bombas de estruendo y la falange de cascos azules armados hasta el alma.
Pese
a todo, el corte de rutas sería un éxito. El precio de referencia del
algodón había sido reajustado, al mismo tiempo que los prometidos créditos
agrícolas serían concedidos colectivamente a las comisiones vecinales de
diez colonias aún en litigio. Pero
la represión fue repentina y hasta desmedidamente cruel. Primero arremetieron los carros hidrantes en el cruce
Tacuara-Santa Rosa, empapando de agua sucia a los labriegos; luego
atacaron los cascos azules con gases y finalmente dieron en repartir hostias hasta cansarse, sin solución de continuidad.
Nadie
supo de dónde partieron los disparos de armas cortas, quizá revólveres
del .38 o pistolas reglamentarias de 9 mm. Lo cierto es que cinco labriegos fueron heridos de bala, uno
de ellos en la cabeza, de la que fallecería tras breve pero dolorosa agonía;
otro en los pulmones, lo que días más tarde también produciría su
deceso. Otros lo fueron en
las piernas y brazos, que les dejaran secuelas de por vida.
También muchos recibieron bastonazos y balas de goma, además de
los acres aromas de los gases, tóxicos como la política paraguaya. Toda
una jornada épica, cuando aún la Convención Nacional Constituyente
estaba sesionando para abolir las disposiciones liberticidas heredadas de
la tiranía constitucionalista
depuesta. Calixto Ñamandú
se hallaba entre los heridos de bala, con un plomo incrustado en la tibia
izquierda y otro que le diera en el hombro aunque con orificio de salida.
Probablemente tardaría en recuperar su movilidad, e intentarían
extirparle la bala del tipo expansivo, que casi le destrozó la pierna con
sus esquirlas.
Como de costumbre, la policía, por boca de sus responsables, se
declaró irresponsable de los disparos y heridas; diciendo con desparpajo
que podrían haber sido los mismos sintierras,
quienes dispararan contra los suyos, en un ridículo intento de sacarse
las culpas de encima, aún cuando varias cámaras de fotografía y TV
mostraran imágenes de policías disparando sus armas contra la multitud,
con fría alevosía. Tan fría
como su cinismo. Ni con
pruebas palpables y flagrantes los policías sospechosos fueron
enjuiciados, como si los magistrados inclinaran su balanza veleidosa hacia
el poder armado. Por
poco no ordenaron la detención de los campesinos por obstruir rutas
nacionales y delitos conexos. Cosas
de la justicia paraguaya. Poco
tiempo después, otro cabecilla de la colonia Naranjito, fue emboscado por
pistoleros cerca de su capuera. Por
fortuna, sólo quedó herido de levedad y pudo repeler el ataque, logrando
abatir a uno de sus agresores e hiriendo a dos más, los cuales no
llegaron muy lejos antes de ser capturados.
El juez que entendió la causa, tuvo la tentación de ordenar la
detención del agredido, bajo la acusación de homicidio, pero debió
contenerse. El finado resultó
ser peón de un poderoso terrateniente. Los dos heridos fueron contratados
por aquél en Pedro Juan Caballero, según confesión de los jagunços
brasileños detenidos. Pedro Espínola, el campesino agredido debió
ser puesto en libertad tras breve detención, teniendo el atenuante de legítima
defensa sobre sí, aunque fue restringido en sus movimientos, a causa de
la orden judicial y de su herida. Como
era de esperarse, los dos pistoleros fueron dejados en libertad, por falta
de pruebas, pese a ser capturados con las armas y dando positivo en el
examen de nitritos. La
justicia nuevamente brilló por su ausencia, como sol en día de lluvia.
Varios días después de ser liberados, los dos sicarios
amanecieron en un lugar denominado Portera Ortiz, de Pedro Juan Caballero,
en la frontera seca con el Brasil. Ambos
maniatados con alambre fino, los labios ornados con un candado y varios
balazos encima, además de heridas cortantes y quemaduras, como si
hubieran sido previamente torturados por sus captores en una espectacular
quema de archivos. El
ensañamiento de los asesinos de asesinos, estaba acorde con la crueldad
de los grupos de exterminio que circulaban libremente en ambas fronteras.
Evidentemente, quien los contratara les hizo pagar su fracaso y se
libró de testigos molestos. La
televisión regional informó del hallazgo, de lo cual se enteraron los
demás campesinos, con lo que cerraron momentáneamente el caso Pedro Espínola,
el cual aún se reponía lentamente del atentado de los pistoleros. Ramona
proseguía incansable su labor en la escuelita del asentamiento con sus
clases de historia agraria del Paraguay y Orígenes de la filosofía, por
supuesto, previa traducción al guaraní jopará
(híbrido con español) en uso local.
Yvoty Ára aún mamaba de sus pechos y pendía de la
mochila-canguro a sus espaldas mientras intentaba hacer comprender a sus
alumnos las delicias sapienciales de los Diálogos platónicos y del Tao
Te King de Lao Tsé. Poseía
un libro con breves cuentos relacionados con dicha corriente ética, magníficamente
ilustrado por artistas chinos. También
les enseñaría sobre los orígenes del budismo y Nietzsche, en cuanto
pudiese adaptarlos al lenguaje de los niños y a sus entendederas.
Hacía un buen tiempo que casi no tenían sobresaltos, como cuando
violaran y asesinaran a Cipriana Flores y su hermanito José.
Tampoco
Jurandir Peixoto y sus peones dieron señales de vida por la zona, ni
hicieron disparos al aire como cuando los inicios de la ocupación.
Mas bien que se hacían los desencontradizos y como que se
esquivaban mutuamente, cual si ni siquiera fuesen vecinos.
—¡Esos
comunistas de mierda, nos están moviendo el piso sin disparar un sólo
tiro ni poner una sola bomba! —gruñó
el general Lino Oviedo, hasta entonces comandante del Primer Cuerpo de Ejército
y mandamás cinco estrellas. —¡Hasta
se pegan el lujo de hacerse las víctimas, cuando en realidad son los
verdugos de nuestro sistema de división del trabajo! —terminó de gruñir
en tono de tenor atiplado. Luego prosiguió monologando como en un
proscenio, ante los conspicuos presentes, todos socios de clubes
exclusivos y excluyentes de Asunción y centros turísticos del mapa. —Cuando
mandaba mi general Stroessner, que en
gracia sea, eso no se acostumbraba.
Si algún grupo de cometierras intentaba invadir alguna propiedad,
teníamos fuerzas de tareas conjuntas, que en un dos por tres los hacía
volar de donde fuese. Con o sin curas de por medio, con perdón de la
virgencita de Ca’acupé. Rancios
apellidos de espurio abolengo de nuevos ricos a-culturizados, se
congregaban en una bien servida mesa de un coqueto club capitalino, como
gallinazos con corbata-mariposa ante un cornúpeta difunto. —¡Debemos
enviar cascos azules, con cachiporras, gases y fusiles de asalto, a darles
leña con todo! —graznó
uno de los caballeros presentes, prosiguiendo: —y si
aún así, después del ablandamiento no desocupan, autorice mi general, a
que se emplee contra ellos la violencia nomás!
Los otros gallinazos lanzaron carcajadas, como intentando imitar a
alguna hiena desafinada. Todos
menos Alberto Antebi, el cual
acababa de perder algunos puntos en un vano intento por amedrentar a los
líderes de ocupaciones del segundo departamento.
Como si los malditos cometierras tuviesen algún gualicho o pajé
que los amparase contra los malos deseos de los buenos hacendados de mucho
hacer nada. —Sugerencia
digna de ser agendada, señores —exclamó el general, cuya reducida
talla de jockey dominguero, le valiera el mote de “Bonsai”.
—¿Algún
otro puede aportar una brillante idea como la que acaba de sugerir el
distinguido amigo? Las
miradas se hicieron interrogativas e inquisidoras, como pretendiendo
atrapar al aire entre los dedos. ¿Creyeron percibir un tufillo de ironía
o sarcasmo? Mejor dejarlo así. De
todos modos, las invasiones proseguirían, si no se las abortase en el útero
social, antes de ser paridas. No
podían hacer otra cosa que esperar lo improbable y apostar por lo
posible. ¡Maldita transición!
Todos sabían que tenían las manos atadas y sentíanse impotentes
ante las fuerzas emergentes en los nuevos tiempos.
Paradójicamente, tras la caída del muro de Berlín y el retroceso
coyuntural del socialismo en Europa, las apocalípticas elucubraciones de
Fukuyama y el supuesto fin de la
historia
—que finalmente era infinita y cantaba a angélicos trompetazos
el principio de la histeria universal—, matizada de periódicos
Apocalipsis localizados y de baja a media intensidad.
Los intentos de complicar a los sintierras en narcotráfico
fracasaron, debido a que los verdaderos narcotraficantes estaban últimamente
de su parte. De parte del
poder y el dinero. ¿Dónde se han visto narcotraficantes pobres, aislados
y carentes hasta de lo mínimo indispensable?
Pero los oligarcas criollos no podían darse por vencidos y
simplemente dejarse expropiar sus latifundios a precio vil de bonos
depreciados, sin presentar batalla en todos los foros y frentes.
Evidentemente, les costase o no, era forzoso reconocer que desde el
medioevo a la fecha, las condiciones habían cambiado algo.
Ahora los labriegos habían resuelto ser vasallos de sí mismos y
de nadie más, pero Caín seguiría cosechando hermanos para su impuro
altar de sacrificios. 10 Ríos
revueltos... y turbios
El acto de
cierre de la Convención Nacional Constituyente, en el Salón-teatro del
Banco Central del Paraguay —faraónico edificio con más suntuosidad que
funcionalidad y más monumentalidad que productividad—, estuvo marcado
por la estúpida pompa y solemnidad que caracteriza a lo mediocre, banal y
adocenado. La nueva
constitución, fue ácidamente criticada por cierta prensa; así como
panegirizada por otra, en un vano intento de confundir a la opinión pública,
que esperaba algo mejor y un texto más realista y menos extenso.
Muchos derechos y libertades, en apariencia, ostentaba la nueva
carta magna; pero éstas no tenían garantía de cumplimiento alguno. Muchas supuestas permisividades, enmarcadas dentro de
abyectas e injustas prohibiciones mal reglamentadas; mucha apertura y
leyes cerradas como las mentes de los legisladores. Tantas afirmaciones
como contradicciones y ambigüedades, llenaban páginas y páginas
oscuras, plagadas de errores de sintaxis, fondo y forma.
Tal
vez con un poco más de tiempo, la hubiesen hecho peor, pero por lo menos
se esforzaron los convencionales para cumplir los plazos estipulados.
Algo es algo. Indígenas
y campesinos, desde los últimos sitios de la platea, contemplaban el acto
de clausura de la poco honorable Convención, indiferentes y apáticos
ante el circo político que se estaba gestando en ese Teatro del Banco
Central del Paraguay. Los ampulosos discursos, plagados de bueyes perdidos
por las ramas, ocultos por el follaje superfluo del patrioterismo
fascistoide, no convencían ni siquiera a los oradores que los
pronunciaban. Evidentemente,
las más grandes tonterías y disparates eran enunciados con la mayor
solemnidad y las más buenas intenciones, como las que pavimentan los
caminos que conducen al infierno. Con
la nueva constitución, hecha a la medida de los políticos, se
reestructuraban las fuerzas públicas en beneficio del poder; seguía
partidizado el poder judicial con el Consejo de la Magistratura, en manos
de iniciados masones, con más
sombras que luces; se admitía la objeción de conciencia, aunque no
especificaba en qué consiste la conciencia, al menos para los militares;
se creaba un defensor del pueblo,
sin reglamentar su elección ni sus atribuciones y, además, gobernaciones
y vicepresidencia, tan necesarios como la cacacola, la astrología, los
huevos de Pascua o las flores de plástico.
Todo en el afán de ir creando más cargos y cargas para el Estado.
No
se tardaría en convocar a elecciones generales, donde por primera vez los
gobernadores y vicepresidente serían electos (por años, habían
sido nombrados a dedo por el
presidente Stroessner, durante la era digital, los intendentes municipales
y delegados departamentales), en comicios libres, aunque no demasiado
limpios. Evidentemente,
1992-1993 sería un año político, donde los ríos además de revueltos,
bajarían turbios y quizá hasta manchados de sangre y no faltarían los
oportunistas con sus redes, aparejos y espineles de la infamia.
Táva
Pyahu, al cumplir su segundo
aniversario lo celebraría con la creación de una pequeña biblioteca,
colmada de aportes de estudiantes universitarios y particulares, que
donaron libros y enseres para su aplicación a la enseñanza de los niños.
También hubo una peña libre
donde los colonos y los visitantes, que también los hubo, mostraron sus
condiciones artísticas y creativas.
Cantos alusivos a la lucha campesina por la justicia, nacido de la
creatividad de cantautores populares, se alzaron esa noche con arpas y
guitarras, mientras los grupos de danzas nativas deleitaron a propios y
extraños. Las empanadas,
choclos asados, y otras delicias típicas acompañadas de aloja y
refrescos de caña dulce y frutas, fueron servidos a los presentes. Por disposición de la asamblea popular, se omitieron bebidas
alcohólicas en los festejos. Al
contrario de otras localidades vecinas, que contaban con su “santo
patrono”, Táva Pyahu hubo soslayado tal tradición heredada de los
tiempos coloniales, ante las iras de cierto clero conservador que aún
intentaba imponer criterios pre lógicos al pueblo rural que intentaba
arrancarse vendas, orejeras y bozales, en un sobrehumano esfuerzo por
crecer y evolucionar con sus propios afanes; antes que bajo la mágica y
supersticiosa protección de imágenes fetichistas de basta madera tallada
y vestida con trapos bendecidos, pelucas y pintura sintética. No
estaban dispuestos a impetrar otro auxilio, que no fuese el de la
solidaridad popular para con su causa.
De todos modos, el futuro monseñor Federico Lucciena estaba
presente e invitado con las demás autoridades de la zona, ante el
improvisado proscenio donde se celebraba el acto cultural conmemorativo de
la fundación de la colonia Táva Pyahu.
Además del prelado, que era más embajador de Caifás que de Jesús,
se hallaban el jefe policial de Lima, el delegado civil del Segundo
Departamento (aún no había gobernación), y el representante del
ministro de agricultura y ganadería del Paraguay, amén del señor
encargado de negocios de la República de Cuba. Por entonces se reanudaban
—tímida y cautelosamente— relaciones formales, tras unas largas décadas
de ruptura por presiones de los Estados Unidos y la docilidad de la
domesticada OEA. Banderas
nacionales ondeaban aquí y acullá entre pancartas alusivas y algunos que
otros retratos de los líderes campesinos asesinados durante el proceso de
asentamientos rurales y las manifestaciones que lo acompañaran entre 1970
al presente. El padre Lucciena echó las correspondientes bendiciones y
exordios episcopales, en un ritual casi mágico y orillando lo neopagano,
tras reiterar las ofertas de ayuda espiritual para los campesinos, y sus
buenos oficios para interceder ante las autoridades en los trámites de
legalización de la posesión de facto (la que fuera concedida bajo
anuencia política de Rodríguez, pero podría ser nuevamente desalojada),
siendo coreado con alguno que otro escrache, abucheo y silbatina,
especialmente por parte de niños y adolescentes. Es que recordaron la
pobre participación de la iglesia cuando el asesinato de los hermanos
Flores, durante la primera etapa del asentamiento.
La
rechifla fue tomada con muy poco sentido del humor por parte del prelado,
quien se retiró indignado del lugar en su lujosa limusina japonesa
todoterreno. Las demás
autoridades también levantaron carpas y metieron violín en bolsa en
solidaridad con el ofendido tonsurado.
Pese a ello, los festejos prosiguieron hasta bien entrada
medianoche, tras lo cual fueron todos a sus casas a reposar.
La
campaña internista para las generales del 93, ya bajo la égida de una
nueva constitución, estuvo bastante reñida y si bien en algunos
municipios habían ganado opositores, la constituyente fue arrasada por
los colorados; por lo que se imponían nuevas estrategias para derrotarlos
a éstos en su salsa. Surgieron
nuevamente candidatos independientes que dieron en integrar un movimiento
electoralista bajo la conducción de un empresario algodonero: El Dr.
Caballero, todo un gentleman de
la política empresarial —al menos en imagen de mercadotecnia—,
pretendería la creación de una tercera opción basada en la ética; lo
que en política —al menos en el Paraguay— resultase utópico, por no
decir imposible. Como sabido es, el dinero y la política carecen de
moral, que de ética ni hablar. En
una coqueta estancia del Departamento de Amambay, cierto oscuro ingeniero,
muy vinculado al hijo mayor del tirano depuesto, recibía la visita
discreta e incógnita del general presidente Rodríguez y el segundo de a
bordo: Lino Oviedo, alias Bonsai.
Esa tarde, parecía que el sol se hubiese detenido antes de echarse
a dormir en su cuna pacífica del poniente, allende el horizonte.
Sólo servidores muy discretos permanecieron en el casco principal
de la hacienda del ingeniero Wasmosy, mientras los demás empleados
—peones incluidos—, fueron de parranda al pueblo cercano con el
pretexto de finalizar la tarea de la semana en viernes. De
todos modos, los ecos de la visita trascenderían el espacio hasta hacerse
vox pópuli en ciertos círculos muy vinculados a las obras públicas,
especialmente las faraónicas. Y no pirámides precisamente, sino templos.
Los templos de la corrupción, cuyas columnas bifrontes permanecían incólumes
ante la complacencia del Gran Arquitecto. —¡Mi
general! ¡Qué grata sorpresa! —exclamó
el ingeniero Wasmosy, como haciéndose el desinformado acerca de la
intempestiva llegada de ambos—. ¿A
qué debo el honor de una visita presidencial y militar de tan alto nivel?
—prosiguió con el tono untuoso y relamido de rigor.
—Necesitamos
hablar de algo muy importante y confidencial. ¿Podríamos quedarnos por
aquí, lejos de oídos indiscretos? —preguntó Rodríguez a guisa de
saludo. Estaban en la
cabecera norte de la pista, como a doscientos metros del casco y era fácil
divisar a quienquiera que se acercase.
Wasmosy asintió y por medio de un radioteléfono ordenó poltronas
y una mesa, a más de un bar portátil desde el casco.
Lo que les fuera provisto en menos de cinco minutos, quedando
nuevamente los tres solos a la sombra de las alas del bimotor De Havilland
Twin Otter,
herencia del general depuesto, ahora botín de Lino Oviedo.
—¡Venimos
a proponerte que te prepares para candidatarte a presidente de la república!
—dijo
de pronto Rodríguez, lo que si bien era algo anhelado por Wasmosy,
cayó como una bomba molotov en cuartel de bomberos. —¿Yo
presidente? —dijo el ingeniero
con hipócrita sorpresa—. ¡Pero
mi general! ¿olvida que nunca hice carrera política?
Ni siquiera fui secretario de seccional colorada, ni empleado público…ni...
—¿Qué importan detalles? —replicó Rodríguez—.
Esos hijos de puta en la constituyente me cortaron toda posibilidad
de reelección, y, si bien de todas formas estoy enfermo, preciso alguien
de mi confianza para tal cargo. La
única condición es que vos serás el presidente pero yo seré el poder.
Me explico ¿no? La
voz, suave y engolada de Rodríguez, más la cínica sonrisa de Oviedo no
admitían más que un: —¡A sus órdenes, mi general! Lo que Ud. mande.
Pero supongo que yo tendré ciertas prerrogativas.
Por lo menos para no salir con las manos vacías.
Mire que voy a tener que descuidar un poco mis empresas... eeh... y
por cinco años, sin contar la campaña de precandidatura por el partido
para cubrir las apariencias. —¡Vos
no te vayas a calentar! —rió el
Bonsai excitado—. Mirá
que cuando salgas de Palacio, ni vas a saber cuánto te embolsarás.
Yo me voy a encargar de tu contrincante, el Dr. Argaña.
¿Aceptás o no? El
velado tono, pretendía ser simpático pero olía a grosero y sonaba a música
imperativa de pretorianos arcángeles de algún dios pagano.
Wasmosy sabía que toda su fortuna, excepto sus haberes ejecutivos,
pertenecía a sus patrones, de los que él era mero testaferro: los
Stroessner. Y Rodríguez,
apenas tomó el poder de su consuegro, repitió sus métodos, aunque con más
disimulo y suavidad. Por lo
demás, sabría cómo pasar la aspiradora familiar por los arcones, públicos
o no. Su impunidad lo acompañaría
de manera vitalicia, al amparo de inmunidad y las sombras proyectadas por
los hermanos constructores.
Wasmosy
quedó alelado como saudita en la Antártida, o lo fingió muy bien.
No podría negarse, pero tampoco le desagradaba la idea. El
caudillo Argaña era un rival de cuidado, políticamente hablando, pero el
diminuto Oviedo le aseguraba, que la candidatura y la presidencia serían
suyas, sin discusión alguna. No pudo en ese momento dejar de maximizar
sus posibilidades, sin detenerse a pensar que, desde el golpe del 89
algunas cosas habían cambiado y un fraude no dejaría de desatar
rencores, invectivas y exabruptos esdrújulos y mayúsculos.
Argaña
no se dejaría arrebatar su aparente mayoría sin pataleos, aparte de
ostentar éste una trayectoria política, si no impecable, al menos
decidida y enérgica. Y así
sucedería posteriormente. Tras
el críptico conciliábulo, los dos generales abordaron su turbohélice
canadiense y, zumbando a toda turbina, se alejaron raudamente hacia el
suroeste, regresando a la capital y a sus capitales.
Ahora
venía lo más difícil. ¿Cómo
convertir a un pazguato en político, si ni siquiera sus peones se atreverían
a votar por él? Obviamente,
el aparato electoral del partido, estaba en manos de los mismos de
siempre. Stroessner se había ido, pero no sus mañas. Aunque Rodríguez
sabía con certeza que los colorados se reagruparían camaleónicamente en
torno al ganador, fuese quien fuese. El
desgarramiento del partido de gobierno se veía venir desde los prolegómenos
del golpe de febrero del 89, lo que repercutió en la pérdida de
intendentes municipales en varias localidades importantes, incluida la
capital, ahora en manos de los opositores e independientes,
pero posteriormente hubo un reagrupamiento para la constituyente, tras lo
cual nuevamente el desmembramiento tomó cuenta de la situación. Los
grupos de poder empresarial se enfrentaron a los políticos de salón, a
los de seccional y a los latifundistas, que también estaban representados
en el esquema de poder. El
Dr. Argaña era el candidato con más chance para representar al partido
en las presidenciales nacionales. Batirlo
en unas internas partidarias limpias sería más difícil que verse las
orejas sin espejo, pero el general Oviedo se las sabía todas y contaba
con expertos en fraudes, reciclados de la tiranía depuesta: los llamados
"Osos Blancos", carcamales aristocráticos sobrevivientes de la segunda
reconstrucción y reciclables como basura plástica.
El
periodista de un diario capitalino, vespertino por entonces, se llegó
cierto día por Táva Pyahu para constatar in situ las denuncias de que
allí se preparaba un campamento guerrillero para desestabilizar al
gobierno. Y apareció justo unos días después que viniera un enviado del
general Lino Oviedo, el cual les reiteró que apoyasen al ingeniero
Wasmosy en las internas coloradas, con la promesa de solucionar sus
problemas, dotarlos de tractores y condonar sus deudas ante la banca
oficial. Los líderes
respondieron que llamarían a asamblea popular para debatir el tema antes
de decidir nada, a lo que el enviado respondió que era una orden del
general Oviedo, por lo que no admitiría esperas ni dilaciones. Ante
tal muestra de cinismo, Calixto lo envió a por donde vino con cajas
destempladas. No tardó la
prensa empresaria en acusar a los campesinos de varias localidades
sanpedranas, de aspirantes a guerrilleros marxistas entrenados por cubanos
disfrazados de médicos, o colombianos de las FARC.
Dicho despropósito, suscitó la curiosidad de Andrés Dolman,
quien grabadora en mano y cámara en bandolera se apersonó ante algunos
responsables del asentamiento, quienes prometieron mostrarle todo para
salir de dudas. Pasaron
por la escuelita Igualdad, donde
Ramona Ramírez y dos adolescentes tomaban cuenta de los cachorros de los
labriegos y de algunos jóvenes aprendices de ciudadanos.
La lección del día versaba sobre las Escrituras: la parábola del
camello y el ojo de la aguja. Luego
se debatió sobre el cooperativismo y los anarquistas cristianos del siglo
XIX. También analizaron el
pensamiento de Teilhard de Chardin, Tomás de Kempis, Anthony de Mello y
otros pensadores cristianos, así como sus contrapartes, los
enciclopedistas, librepensadores y gnósticos.
Nada anormal. Seguidamente fueron a las capueras a observar de cerca el
trabajo organizado. —Entre
todos hemos suscrito los créditos para comprar lecheras, cerdos y cuanto
precisamos para la colonia —explicó Selma Ortiz, dirigente femenina del
asentamiento—. Mucho pataleamos para evitar que los créditos se
otorgasen en forma individual a fin de dividirnos. Finalmente logramos
constituir una especie de “sociedad”con personería y allí recién
nos lo dieron. Mediante esto,
tenemos animales de crianza. Cuando podamos, nos mecanizaremos.
Nos acusan de marxistas, porque no cedemos a las presiones de
cierto general de opereta de apoyar a su espurio candidato.
Preferimos mantenernos al margen de las sucias internas partidarias
coloradas y liberales, pese a que entre nosotros hay colorados, liberales,
anarquistas libertarios, socialistas de medio pelo, animistas, neopaganos,
trotskistas, cristianos devotos y ateos funcionales.
Nuestra independencia es sagrada y vamos a luchar por ella con
todas nuestras fuerzas. De todos modos, ya pasamos por lo peor.
—¿Y cómo hacen para dividir las ganancias? —preguntó Andrés Dolman con cierta ingenuidad propia de
los citadinos recién salidos del muy
delgado cascarón universitario, que por cierto no acorta orejas. —¿Cuáles
ganancias? —dijo extrañado Calixto Ñamandú. —Aquí
no buscamos el lucro individual, sino el bienestar común.
Tener alimentos, salud, educación por nuestros propios medios, sin
mendigarlo al gobierno, a los políticos ni a las iglesias.
Lo que antiguamente se denominaba mboriahu-ryguatã:
pobres de barriga satisfecha. Todo
lo hacemos en común y lo disfrutamos en común. Si eso es marxismo,
entonces... bueno, quizá tengan razón.
No sé demasiado de marxismo teórico, pero sí bastante de lo que
es la dignidad práctica. Y eso, no tiene precio para nosotros.
Anótelo en su libreta. —Me
parece excelente su exposición —comentó Dolman—.
Creo que tienen razón ustedes.
¿Qué hay de los médicos cubanos que mencionan los otros diarios?
¿Acaso tienen hospital aquí?
—Hay dos médicos cubanos en Lima y creo que son clínicos
itinerantes. No tenemos
hospital, pero cada quince días aparecen por aquí para desparasitar a
los niños en la misma escuela, donde tenemos todos un dispensario
improvisado. En realidad,
preferimos aplicar técnicas de prevención antes que mera asistencia.
Apenas nos hablan ellos de los logros de su revolución, pero no
somos adoctrinados. Más bien
a-doctrinarios. Parte de la
educación de niños y niñas, es nutrición y sexualidad responsable. Lo
demás, vendrá por añadiduras, como dicen los evangelios.
Tampoco fomentamos vicios. Habrá
visto que en nuestro almacén de consumo, no figuran rubros como tabaco,
alcohol ni cosas innecesarias para la vida.
Varias veces quisieron los macateros itinerantes proveernos de
basura, pero sólo dejamos lo indispensable.
Mucho nos costó rehabilitar a nuestros hermanos venidos de otros
lugares del país, algunos con avanzado alcoholismo, otros fumadores
empedernidos, a quienes al principio hacíamos el vacío o los enviábamos
a fumar al patio durante las asambleas, hasta que poco a poco fueron
deshaciéndose de esas lacras y hoy son los más responsables por su salud
y la de los demás. Andrés
Dolman se sentía conmovido ante el detallado relato de las experiencias y
vivencias del asentamiento, aún ilegal pero en vías de legalización. ¿Cómo
podrían ser considerados subversivos quienes se guiaban por los
postulados de la libertad? Paulo
Freire, Pestalozzi, Montessori, Rousseau, Montesquieu eran referentes
filosóficos de estos hombres y mujeres que pretendían romper las
injustas estructuras, casi oscurantistas e inquisitoriales, que oprimían
a todo el país y al continente austral.
Una estructura heredada de la noche de los tiempos coloniales, en
que los conquistadores la impusieran a los nativos a sangre y fuego
primero; por la persuasión evangelizadora después.
Jesuitas, dominicos y franciscanos disputaron territorios con los
encomenderos para captar almas con sus correspondientes cuerpos, aunque no
siempre para lo mismo. Los
últimos, sólo buscaban mano de obra esclava para sus haciendas y carne
para sus serrallos y servicio doméstico. Los religiosos, apenas
intentaban tímidamente inculcarles la virtuosa resignación para que
pudiesen sobrellevar su cautiverio sin suicidarse, como de hecho muchos
nativos lo hicieran para huir de la esclavitud; o del bautismo forzoso a
que los sometían, para que pudiesen ir al cielo en cuanto el látigo del
amo se desmandase o los perros de presa se cebaran en sus carnes
ahuyentando sus almas fuera de ellas.
Andrés Dolman sabía acerca de todo esto y aún así, le costaba
hacerse a la idea de que estos labriegos, hasta poco antes
semianalfabetos, supiesen con claridad con qué herramientas culturales
construir el camino a Utopía. Tras
charlar con los campesinos, entre refrescantes sorbos de tereré, el
cronista recorrió los sembradíos de frijoles, cacahuetes, huertas,
frutales y cuanto sustentase a los pobladores.
También pudo observar los criaderos de animales de corral y los
tambos lecheros comunitarios, impecablemente organizados. Pudo tomar varios rollos de instantáneas para su diario y
para sus archivos, a fin de desmitificar las desinformaciones propaladas
por personeros del gobierno, de cierto clero conservador y de vecinos
malinformados a quienes causaba envidia su modo de vida.
Nada dejaría en el tintero y probablemente esto le granjearía
enemigos y problemas. Pero
poco le interesaba tal detalle, si se ponía del lado de la verdad.
Varios días recorrió la zona e incluso indagó entre los
hacendados y agricultores vecinos acerca de los rumores que tomaron cuerpo
en la capital, provocando revuelos y suspicacias contra Táva Pyahu y sus
extraños modos de tomar decisiones y compartir —casi cristianamente se
diría— el trabajo y la alegría, sin excesos ni altos impactos
ambientales propios de las explotaciones agroganaderas empresariales,
donde el lucro —el sacrosanto lucro— era el motor de las motivaciones
non sanctas de los latifundistas. Varios
vecinos, e incluso el párroco de Lima tuvieron expresiones poco amables
para con los intrusos de Táva Pyahu y sus aparentemente poco claros modos
de vida. Pareciera que les
molestara a todos la creciente organización, prosperidad y bienestar de
la colonia y el desdén de los campesinos por el lujo, el alcohol y los
vicios típicos de los demás paraguayos de linaje, rural o urbano.
Mientras
tanto, en la capital se ponía en marcha un aparatoso operativo de fraude
electoral. Los ríos bajaban
revueltos y enfangados, pletóricos de oportunistas de medio pelo y
perversos de pelo y medio. El
ingeniero Wasmosy entraba en la palestra política por la ventana, cual
furtivo ladrón de ilusiones, con demagógicos mensajes.
La mentira cabalgaba desde Campo Grande, azuzada por la fusta de
Lino Oviedo, el elector y árbitro, y del general Andrés Rodríguez, el
gran Padrino del narcotráfico. Un
“modelo” incómodo —Entiendo
que ustedes son agitadores, subversivos y fanáticos del marxismo
—dijo el juez del crimen a Perú
(Pedro) Garrido, apresado con otros treinta y seis compañeros, desalojados
de una fracción llamada "La Golondrina".
Hacienda perteneciente a Blas Riquelme, un empresario de Asunción
que en sus horas libres fungía de político de medio tiempo, tras haber
comprado por otro período una banca en el Senado, con seis ceros en dólares.
—Será
mejor que confiese y se ahorrará una larga pasantía en Takumbú con sus
compañeros —prosiguió
imperturbable y con fingida severidad el magistérico funcionario
judicial. En realidad, ni el
propio juez creía en los infundios del parte policial, pero tenía órdenes
de llevar a cabo un proceso ejemplarizador. Había que acabar con las
invasiones de tierra como fuese, aunque debiera condenar a todos los
implicados, como Perú, quien le respondió calmadamente: —No
sé qué quiere decir eso, señor juez.
Sólo queremos trabajar en paz y alimentar a nuestras familias, sin
tener que mendigar empleos públicos o robar, como lo hacen descaradamente
esos mismos que nos están acusando.
Espero que su secretario tome nota de esto.
El
juez le impuso silencio y tornó a releer el parte policial y la denuncia
de Blas Riquelme, el estanciero ausentista de "La Golondrina".
No le cabía en la mollera la certidumbre de culpabilidad de los
labriegos y dudaba realmente acerca de la veracidad del parte policial,
pero su carrera estaría en juego. No
debía olvidar que Riquelme, aparte de empresario era senador nacional y
tenía el poder que da el dinero, pese a ser medio escaso de
luces, con un exiguo dominio del idioma y apenas conocedor de
letras y números indispensables para sus balances amañados.
De todos modos, el juez Barnabás Martínez investigaría el caso.
Recordó haber leído en un vespertino de la capital una serie de
notas de un tal Andrés Dolman acerca de una ocupación de irregulares,
también acusados de marxistas, donde el cronista desmentía categóricamente
tal veredicto y con pruebas contundentes, ridiculizando de paso a los
acusadores de aquéllos. No
era el caso de ser blanco de los dardos urticantes de la prensa, a causa
de acceder a las amenazas de un político de cuarta con ínfulas de
primera. El
detenido aguardaba imperturbable mientras el juez cavilaba acerca de su
caso y el secretario aguardaba frente a la máquina mecanográfica (aún
no había ordenadores allí) para proseguir la audiencia. —En
el parte policial, aquí obrante, figuran muchos libros sospechosos
—prosiguió de pronto el juez. —Por
ejemplo “Educación para la liberación” de un tal Freire, “El
Contrato Social”, de un tal Ruseau
o algo así. Seguro que son todos comunistas esos tipos.
No lo niegue. Así
diciendo, el juez señaló una pila de libros incautados de la ocupación
por la policía. —Creo
que será mejor que lea esos libros, antes de proseguir este juicio, señor
juez —replicó Garrido—. Puede retenernos en la cárcel mientras tanto.
No tenemos apuro. Pero léalos y quizá se le iluminen las entendederas.
Es una pena que siendo egresado de la facultad de Derecho no los
haya leído. Lo siento por
usted... —¡Callese
el reo! ¡No le he pedido su opinión!
—gritó el juez alterado, mientras el secretario dudaba de
asentar el exabrupto y las declaraciones del acusado en el acta de autos. Perú
Garrido sonrió con sorna y guardó silencio.
Le encantaba rebatir a los inquisidores de nuevo cuño.
Era casi como burlarse de Dios en el mismísimo Paraíso, desde su
extrema diestra. El juez
ordenó la comparecencia del siguiente: Francisco Lamas, haciendo retirar
al insolente Perú Garrido de su
presencia. Minutos más
tarde, Lamas tomaba asiento, siéndole preguntado nombre, nacionalidad y
profesión. —Me llamo Francisco Lamas, o Pancho.
Soy paraguayo y agricultor como mis padres y mis abuelos. Más que eso no recuerdo usía
—respondió el incoado en el expediente, con un dejo algo sarcástico.
—¿Quiénes son los cubanos o colombianos que los están
entrenando en guerrillas subversivas? —preguntó nuevamente Barnabás
Martínez mirando de reojo al parte policial. —No
sé de qué cubanos o colombianos me habla, señor juez.
Fueron algunos vecinos y los denunciantes los que inventaron todo
eso. Nosotros sólo recibimos
visitas de estudiantes de la capital, que compartieron con nosotros
durante la cosecha de algodón. Luego,
nos negamos a vender nuestro producto por el bajo precio, cuando nos
apresaron y nos robaron la cosecha, nuestros animales y nuestras verduras,
quemando nuestros ranchos. Y sabemos quiénes nos lo robaron.
Fueron los militares y policías que allanaron nuestras casas y
chacras. —¡Limítese
a responder lo que le pregunto! —gruñó fuera de sí el señor. juez. —¿Quiénes
eran sus instructores en guerra de guerrillas?
—¿De qué guerrillas me habla? Nosotros apenas teníamos dos
escopetas de caza y nuestros machetes de carpir.
Nada más. ¿Para qué nos íbamos a meter en eso, teniendo niños
que alimentar y mujeres que cuidar? ¿O Ud. cree en esas patrañas?
—¡Cállese, le digo y solamente responda las preguntas! ¿Acaso
no hacían reuniones cada semana, como para conspirar contra el Estado? ¿No
saben que deben informar a la
policía y solicitar permiso para reunirse? Ustedes se están metiendo en
un berenjenal con eso de asambleas populares, al estilo soviético. ¿Acaso
no tienen dirigentes para tomar decisiones? ¿Qué necesidad tienen de
reunirse a cada rato? ¡Respóndame a esto!
—Los dirigentes no toman decisiones inconsultas, al menos entre
nosotros, señor juez. Más aún
si las decisiones puedan afectar al resto o perjudicar a muchos. Por eso
nos reunimos, democráticamente, como manda la constitución.
¿Leyó, por acaso el artículo 26, donde establece la libertad de
asociación y de reunión? Si
no lo hizo, aún tiene tiempo. —¡No
me venga a decir qué tengo que hacer! —gritó
el energúmeno magistrado al borde de la histeria. —¡Ustedes
estaban conspirando! ¿Acaso ya no se fijó el precio de venta del algodón?
¿o piensan contradecir al Consejo Económico de la Nación?
—Cuando
se inició el período de siembra, nos prometieron un precio razonable,
entre mil trescientos a mil quinientos guaraníes por kilo. Cuando faltaba
poco para la cosecha, nos salieron con la historia de que bajó el precio
de referencia en Liverpool y Chicago, ofreciéndonos apenas seiscientos
cincuenta o setecientos por kilogramo.
A eso, yo lo llamo simplemente una estafa. Se nota que usted no es agricultor, señor juez.
Pero si su patrón le ordenó que nos condene por sostener nuestra
dignidad, hágalo. Allá
usted con su conciencia. A
estas alturas, el juez estaba al borde de la locura.
Nunca se había enfrentado con reos de esta calaña.
Casi siempre los acusados actuaban con humildad frente a la
majestad de su cargo. Pero
estos osados analfabetos cometierras, intentaban superarlo en
conocimientos de leyes y artículos constitucionales ¡Habrase visto!
Sus debilidades tomaron fuerza, valga la paradoja y el oxímoron: —¡Salga
inmediatamente de mi presencia! —gritó
fuera de sí Barnabás Martínez, juez del crimen del segundo turno, dando
por terminada la audiencia, ante la angustia y la desazón del pobre
secretario, poco acostumbrado a estos interrogatorios fuera de serie y del
libreto. Antes
de pasar el siguiente acusado, el juez decidió suspenderlo todo para
nueva fecha. Debería investigar, parte en mano, acerca de la Constitución
Nacional recientemente promulgada y algunas leyes agrarias recientes. No
fuese que lo tomaran desprevenido la próxima vez. Estos campesinos se
estaban poniendo en letrados. Seguramente la lectura de libros sospechosos
o algunos instructores subversivos que los estaban apartando del rebaño
de las ovejas del Señor, como le soplaran el reverendo cura párroco de
Lima y el Nuncio Apostólico de Su Santidad.
Evidentemente,
los nuevos campesinos estaban más informados de lo que muchos podrían
suponer. Y esto constituía
un peligro en cierne para la estabilidad de las instituciones y la Ley. El
modelo adoptado por los cometierras para organizarse, era a todas luces
incómodo para la sociedad occidental (¿o accidental?) y cristiana, que
él representaba con la contundente vara de la justicia. De buena gana
hubiese condenado sumariamente a todos los incoados en autos, pero no podría
hacerlo antes de agotar los procedimientos engorrosos del sumario:
declaraciones, investigación, consultas con los denunciantes y todas esas
zarandajas leguleyas. Además,
debía cuidar sus espaldas de los abogados que defendían a los
campesinos, seguramente pagados por alguna entidad de fachada. ¡Vaya uno
a saber si alguna organización no gubernamental estaba en concomitancia
con el marxismo internacional! Evidentemente,
los cometierras estaban bien asesorados o se pasaban de listos.
¡Ah! pero ya los pondría en su lugar, sin lugar a dudas.
El
general Rodríguez en tanto, convocó a Blas Riquelme a su despacho en el
Palacio de López. El muy
ladino empresario-testaferro, partidario del tirano Stroessner depuesto
por el ahora presidente, intentaba enfrentar al caballo del comisario en
las internas del partido colorado, sin percatarse que el candidato
rodriguista ya estaba cantado y hasta bailado de antemano.
Riquelme
llegó hasta el palacio de gobierno en un lujoso todoterreno diésel japonés,
con el porte engallado de macho de espolín, cuando en realidad era un
secreto a voces lo viceversa. No
tardó en ser recibido por el presidente, y en la breve antesala imaginó
que conseguiría su apoyo para su candidato favorito: el empresario
alcoholero Gustavo Díaz de Vivar y Grado 33 del Rito Escocés. Por tanto, su sorpresa fue mayúscula cuando el general lo
recibió con un exabrupto inesperado:
—¡El ingeniero Wasmosy será nuestro candidato por el partido,
así que olvídese de cualquier otro que no sea de mi confianza! ¿Entendió,
pedazo de imbécil del tres al cuarto? Disuelva ese movimiento
inmediatamente o apártese. ¡Es una orden! ¡Nada de dispersarnos votos
útiles en estas internas partidarias!
Riquelme quedó aplastado por la invectiva, y reaccionó como el
pusilánime untuoso, zafio y zalamero que era realmente. —¡Pero
mi general! ¿No era que íbamos a hacer un juego democrático para
guardar la imagen? —¡No se
me haga el listo, Riquelme, que bien nos conocemos! ¡Wasmosy será el
candidato y punto! ¡Y ahora, retírese! Y traten de convencer al Dr. Argaña
que desista de su candidatura y se acople al proyecto de consenso. Es decir al nuestro. Si
quiere seguir de figurín, hasta le podemos dar la vicepresidencia, pero
nada más. Buenos días. —¡Pero
mi general! yo… —intentó
justificarse Riquelme, pero ya un ujier entorchado, disfrazado de edecán lo tomó del brazo para conducirlo a la puerta del despacho
presidencial, de poco talante, justo es reconocerlo, por lo que el azorado
político no hizo resistencia.
Sintió la severa mirada de Rodríguez quemándole o soplándole la
nuca mientras se alejaba. De
pronto, intuyó que el juicio de desalojo contra los ocupantes de sus
tierras corría riesgo de irse por el tobogán, con costas a su contra.
Enfrentarse con Rodríguez, era a todas luces insalubre para su
economía. Comenzaba a
arrepentirse de haber iniciado un proyecto político divergente que podría
costarle caro. Es que él era
stronista y
lo seguía siendo y asumiendo, pese a quien pese.
Aunque ya le iba pesando a él ahora mismo. El
juez Barnabás Martínez atendió el teléfono con la contrariedad de
quien se siente interrumpido a poco de un inminente orgasmo. En realidad,
estaba magreando a su secretaria durante uno de sus pocos momentos de
privacidad entre proceso y proceso. Pero
apenas alzó el tubo —es decir, el del aparato comunicador— cuando el
Sr. Juez se puso instintivamente erecto en posición de firme-húsar-de-plomo.
—¿Doctor
Martínez? Aguarde en línea.
Le va a hablar el general Rodríguez, presidente de la República.
Un momento por favor. El
juez pensó que le ordenarían dictar sentencia condenatoria contra los
agricultores procesados en su sala y aguardó expectante, con ligera
taquicardia, al mandamás paraguayo post-golpe. En pocos segundos de
espera, oyó la voz del general, pero no con el tono conciliador con que
acostumbraba a tratar con la prensa, sino con el de un imperator. Y de hecho lo era. —Escuche
atentamente, doctor Martínez. Absuelva
inmediatamente a esos campesinos y rechace la demanda de Riquelme.
Mi gobierno no puede recurrir a los mismos métodos terroristas del
anterior. Desde hoy, Riquelme
está en la cuerda floja, así que... hágalo como decisión suya.
Luego veré que lo asciendan a camarista.
¿Entendió? Si no
sabe cómo hacer su dictamen, hágase asesorar, pero quiero la sentencia
definitiva de su instancia en una semana.
—¡A su orden, señor presidente!
Ud. sabe que este caso era para mí una batata caliente y sólo por
presiones del senador tuve que hacerme cargo.
Nunca creí en la culpabilidad de esas personas... eehh... usted
sabe que yo...
—¡Veo que nos entendemos, Barnabás! ¡Proceda inmediatamente! Y
cuando conceda la libertad a esos campesinos, dígales de mi parte,
que espero su apoyo al candidato de nuestro partido en las
elecciones internas primero y en las generales después. ¡Buenos días!
Tras
esto, se oyó un ¡clic! y Martínez quedó más de un minuto congelado en
posición de firme, mientras su secretaria se alisaba los cabellos, luego
de desmelenarse un rato para complacerlo oralmente y relajar el estrés a
su jefe que le tomara un húmedo examen. —¿Se
siente bien, doctor? —preguntó
solícita, al ver la lividez del rostro del juez, mientras retocaba su
maquillaje y se limpiaba algunos restos efusivos de sus labios y mejillas,
con papel higiénico, sin que el juez atinase a responder. Tras
su inesperada liberación, los campesinos depauperados se reunieron
nuevamente. Esta vez en una plaza de Asunción, donde un enviado del
general Rodríguez los esperaba con un cheque de cinco millones de guaraníes
y un camión militar. Entre
sorprendidos y alertas, escucharon al enviado, quien les anunció que podrían
regresar a su ocupación con todas las garantías del gobierno. Además,
serían indemnizados por la destrucción de sus capueras, el robo de
doscientas bolsas de algodón cosechado, que les sería pagado al precio
de referencia, que ellos mismos rechazaran antes de la expulsión.
Recibirían además nuevas herramientas y un tractor.
Por las experiencias de los labriegos, éstos estaban poco
acostumbrados a confiar en las promesas de las autoridades.
Especialmente ministros y sus burócratas. Pero el astuto
hombrecillo que los encaraba, de riguroso civil, venía nada menos que de
parte del poderoso Rodríguez, y creían reconocerlo como al general Lino
Oviedo, el poder detrás del trono y factótum de la toma del Regimiento
Escolta Presidencial, último baluarte de Stroessner.
Pero
la sempiterna desconfianza proseguía tratando de tomar al abordaje sus
mentes. ¿Qué habría tras tan generosa oferta? —Lo
único que les vamos a pedir a ustedes, como ciudadanos paraguayos, es que
apoyen al candidato de nuestro partido en las próximas elecciones
presidenciales. Nada más.
Mi general va a interceder para que el Congreso expropie por ley
esa fracción improductiva que ustedes han ocupado.
Recuerden que como dijera el ministro de Defensa, doctor Hugo
Estigarribia: “la palabra de un soldado, vale más que mil leyes” ¿conformes?
—Nosotros
no podemos darle una respuesta al señor presidente ahora, sin consultarlo
en asamblea, de acuerdo a nuestra metodología —dijo Perú Garrido,
cabecilla visible de estos labriegos—. Además, preferimos que cada quien actúe según su
conciencia. No podemos
ordenar a los nuestros que apoyen a nadie que no nos haga propuestas sólidas
en lugar de promesas vacías e infladas.
El general Oviedo dudó un poco y respondió con su aplomo
característico: —Piénsenlo
bien. Si mi general promete,
ha de cumplir, pero no se me hagan los retobados, que pueden volver a
tener problemas. Si van a
necesitar algo más, aquí tienen mi tarjeta.
También pueden llamarme al Primer Cuerpo de Ejército.
Tienen cinco días para tomar esa decisión. Por ahora, dispondré un camión militar para que puedan llegar hasta sus… —No
tenemos casas, general. Recuerde
que sus hombres nos incendiaron nuestros ranchos, saquearon nuestras
huertas y robaron nuestra cosecha de algodón
—respondió Perú Garrido con telegráfica presteza y laconismo.
—Hace
cuatro semanas he enviado un batallón al sitio para reconstruir las casas
y las huertas. Vayan tranquilos. Ahora
tendrán casas de madera y si apoyan al ingeniero Wasmosy como pide el
presidente, les haremos casas de material.
Tienen mi palabra. —En
tal caso, iremos allá, pero como sabe, no le prometemos nada por ahora.
¿Y qué pasará si no aceptamos?
—acotó Francisco Lamas con muy poco disimulada ansiedad. —Volverán a ser desalojados.
Ustedes fueron absueltos en primera instancia y Riquelme podría
apelar y volver a decretarse prisión preventiva.
Hay muchos campesinos que podrían aceptar nuestra propuesta y ser
ubicados en el sitio. Piénsenlo bien —respondió Oviedo con su
paciencia semiagotada a causa de presionar en saco de culo roto.
—Entre
nosotros hay algunos simpatizantes colorados —dijo Pancho Lamas—, pero
se les hará difícil votar por un tránsfuga sin trayectoria política;
de todos modos, sólo podemos prometerle que convocaremos a una asamblea.
Nada más... —remató Pancho Lamas antes de despedirse.
Los campesinos llegaron, camión mediante, al sitio de donde fueran
desalojados meses atrás. Sus
mujeres y niños estaban ya aguardándolos confortablemente instalados en
casitas de madera con una cálida pero incómoda techumbre de
fibrocemento. Pero pese a
ello, estaban apesadumbrados ante la penosa disyuntiva de tener que
prostituirse —o poco menos— al poder político de turno.
No habría paz en sus conciencias, caso de acceder al facilismo de
contar con un mecenas peligroso como Rodríguez.
Además, era casi seguro que las mujeres optarían por acceder, con
tal de contar con la seguridad de un hogar propio.
Pero se equivocaron de medio a medio.
Y lo comprobarían al día siguiente en asamblea. Desde
las ocho de la mañana iniciaron las deliberaciones.
Las mismas mujeres eran poco afectas a ceder a las exigencias
extorsivas de Rodríguez y su entorno político. —De
seguro este ingeniero será una suerte de continuismo del actual gobierno.
No lo veo claro —dijo Clara Martínez, de la fracasada colonia
Repatriación, adicta a Stroessner... y su sucesor, y evangelistas
patriarcales del llamado "pueblo de Dios".
—Por
eso, considero sospechoso el interés de Oviedo en que apoyemos a un
candidato que ni siquiera fue aún electo por mi partido en unas internas
limpias —opinó
Pancho Lamas—. Algo se
traen estos militarotes entre sus garras.
Creo que si accedemos a sus condiciones, nos pesará toda la vida.
Ese ingeniero está estrechamente vinculado al hijo mayor de
Stroessner y fue su testaferro de confianza, y hasta se comenta que uno de
sus soplanucas favorito, ahora,
barón de Itaipú con su industria pesada de chatarra.
Pero creo que de todos modos, con o sin nuestro apoyo, ese tipo va
a salir electo, para desdicha de la república, es decir: de todos
nosotros. Los
demás fueron de idéntico parecer. Pero
¿podrían prometer su apoyo y luego votar contra el ingeniero Wasmosy?
Primero, éste debía medirse contra el Dr. Argaña, el cual tenía
un cierto prestigio entre los colorados, e incluso entre los no afiliados,
a causa de su intransigencia,
pese a haber sido stronista hasta las penúltimas etapas de la
tiranía. Y éste tenía todas las de ganar, salvo un fraude alevoso a que
eran tan afectos los colorados de viejo cuño.
Evidentemente
no podrían comprometer sus principios y resolvieron rechazar el exhorto
de Rodríguez debiendo, por ende, prepararse para lo peor.
Y lo peor llegaría en poco tiempo más... para ellos.
Y, poco más tarde, para el hasta entonces general Lino Oviedo,
quien daría sus últimos pasos de ganso como militar y todopoderoso. Una
lección de dignidad La comitiva judicial-policial-militar, irrumpió en la ocupación
con la aparatosidad típica de los perros de presa del régimen.
Rodríguez no esperaba la negativa de los campesinos de los
distintos asentamientos de cuatro departamentos, pero estaba dispuesto a
ejercer la presión necesaria para lograr sus propósitos.
Lino Oviedo tampoco la esperaba, pero no estaba dispuesto a tolerar
disidencias a las órdenes del jefe, por lo que personalmente acudió a
desalojar nuevamente a los campesinos remisos. Claro que no quemarían las
viviendas como en la primera represión, sino que las reservarían para
otro grupo de campesinos dóciles, adictos y fanatizados, que nunca
faltan; aunque éstos, generalmente, gustan poco del trabajo duro y los
sacrificios que implica la vida de una colonia agrícola minifundiaria, y
más bien prefieren medrar a la sombra de los caudillos o las
instituciones públicas, preferentemente en zonas urbanas.
Oviedo
contempló impasible el apresamiento de hombres, mujeres y niños, que serían
arreados como ganado a la capital para reanudar nuevamente la farsa
judicial; esta vez en Segunda Instancia, tras la apelación de Blas
Riquelme a la sentencia absolutoria del juez Barnabás Martínez,
recientemente ascendido a camarista por el poder Ejecutivo y el
domesticado Consejo de la Magistratura, manejado por los discípulos de
Hiram Abí y los Hijos de la Viuda, como se autodenominan los monaguillos
del Gran Arquitecto. Pero
la cosa no fue tan fácil. Muchas
viviendas comenzaron de pronto a arder, mientras los policías y soldados
impotentes intentaban contener la deflagración. Los campesinos, previendo
el desalojo habían dejado recipientes de combustible en todas las casas e
incluso en las chacras y bosques aledaños con la consigna de tierra
arrasada. Además, habían
cortado el paso de agua desde el tanque principal.
Los niños menores, aún no apresados por los policías, se
encargaron de poner fuego en sus viviendas con todo y enseres como en un
esperpéntico conjuro mágico. Mientras
los cancerberos intentaban infructuosamente combatir las llamas, muchos
campesinos huyeron con sus mujeres en medio del desorden;
apenas unos diez hombres de edad adulta estoicamente permanecieron
en el lugar para cubrir la huida de los demás.
Lino Oviedo no daba de sí de la furia y la frustración, ante el
fracaso de su misión. Muchos
millones habían invertido para construir las viviendas y las demás
instalaciones de infraestructura que ahora ardían alegremente como en un
dantesco ritual de tiempos olvidados o infiernos perdidos.
Furioso
por la pérdida, ordenó maniatar a los rezagados y golpearlos a culatazos
antes de enviarlos a Asunción. Los hombres lo soportaron impasibles y
serenos, sin resistir ni esquivar los golpes, ni profiriendo gritos.
Incluso, algunos ya bañados en sangre sonreían beatíficamente, como
cristianos frente a las fieras del circo.
¡Y qué circo de perros! Al
desistir de sus intentos de dominar el fuego —que
en poco tiempo lo devoraría todo—, el irascible Oviedo ordenó a
sus fuerzas perseguir a los que huían por el monte y que apresasen a
quienquiera que fuese. No les
perdonaría la afrenta hecha a su superior inmediato. Luego, se apartó de
allí para llorar su frustración. ¡Si lo vieran sus jinetes favoritos!
Los
campesinos fugitivos pudieron eludir a la policía y las fuerzas militares
en los tupidos senderos del bosque, que conocían mucho mejor que los
cancerberos asuncenos de asfalto y salón. En tanto, los incendios
despistaron a los perseguidores, deteniéndolos aquí y acullá, ya que
los bidones de keroseno estaban bien distribuidos. De todos modos, los
rehenes de Oviedo fueron conducidos a golpes hasta el camión enviado a
por ellos, sin quejas ni lamentos, sabiendo que los suyos estarían a
salvo de la brutalidad uniformada. Recordaban
cuando la represión de la Pascua Dolorosa del 76, en que mujeres, madres
de familia, eran violadas frente a sus hijos y esposos o parejas, mientras
los hombres eran amarrados con alambres de espinos y azotados con látigos
de ocho cabos. Evidentemente
lo peor había pasado, tal vez gracias al oportuno golpe de Estado de Rodríguez,
pero esto no los hacía confiar en alguien cuya fama de narcotraficante
trascendiera las fronteras del planeta e incluso quizá la del sistema
solar; y que ahora se blanqueara con disfraz democrático, mientras
traficaba en forma lícita, gracias a la DEA, al apoyo de la CIA y la
embajada norteamericana. ¿Para
qué querría éste un presidente títere tras su retiro de la vida pública?
Esto les era difícil de tragar, pero se iba tornando comprensible.
Por de pronto, estaban dispuestos a afrontar otro proceso criminal,
pero nadie podría impedirles gritar su verdad ante el país entero.
Sabían que no estarían solos y que algunos periodistas y
sacerdotes progresistas estarían de su parte.
También la ciudadanía consciente los apoyaría, como lo hicieron
durante el cautiverio de su larga lucha por la dignidad. Procurarían
no doblegarse ante juez alguno que no fuese su propia conciencia. En
realidad, Oviedo no quería que el caso trascendiera demasiado, ya que sólo
se trataba de encumbrar a la presidencia de la República a un títere de
Rodríguez; no de hacer un escándalo nacional por un desalojo de
campesinos remisos a dar apoyo a un mbatará
(bataraz) como lo llamaban despectivamente a Wasmosy, uno de los pilares de la corrupción de las obras de la
represa de Itaipú y negociados anexos.
Argaña era enemigo jurado de Rodríguez y por ende no lo dejarían
acceder a la presidencia, pese a que sus chances eran mayores que las del
acartonado ingeniero, al disponer del aparato partidario. Oviedo pensaba
al principio que sería fácil promover al candidato rodriguista entre los
colorados, muy afectos éstos al mandamás de turno y camaleónicos por
naturaleza. Mas,
al constatar la resistencia de muchos sectores populares a la tramoya
urdida, comenzaba a dudar de la victoria y a pensar seriamente en el
fraude como solución al impasse político. Por de pronto, los campesinos
recientemente vueltos a desalojar, les habían dado a los oligarcas una
lección de dignidad que difícilmente olvidarían; por más que la
palabra dignidad no figurase en
sus diccionarios. Jaque
al Rey de Espadas Perú
(Pedro) Garrido, maniatado con alambre fino (el precio de sogas estaba
fuera del presupuesto de desalojos), en compañía de otros nueve
agricultores, realizaron un incómodo viaje en el plan de la carrocería
de un camión militar —semi desvencijado y a los tumbos por carreteras
de tierra entre polvorienta y fangosa, rumbo a Asunción—, rodando como
troncos desorbitados a cada bandazo de la carrocería.
No valieron súplicas oficiosas del obispo de Ca’aguazú ni patéticas
rogativas de las mujeres y el llanto de niños, desamparados por la
arbitraria acción de los militares y policías que participaran del
procedimiento, deformadas sus almas por la furia vengativa de su acción.
Oviedo y Rodríguez sólo pretendían debilitarlos y ponerlos como
ejemplo a los demás remisos a apoyar su proyecto.
Pareciera
que hasta las aves de los montes cercanos se llamaron a silencio para
acompañar el dolor de los perseguidos. Las casas nuevas, eran pavesas humeantes, cuando no cenizas
al viento del otoño, melancólico y amargo, como suspiros de viudas de
guerra fratricida. No
sentían sin embargo tristeza alguna ni cargos de conciencia, por haber
sido capaces de mantenerse íntegros ante el nuevo poder faccioso
emergente, tras la caída de un tirano muy geronte y mal gerente —ya que
jugaba a perdedor en política internacional—,
y la instauración de una transición democrática de papel. No,
nada de lamentaciones, y sí a templar los espíritus para la nueva lucha
que se avecinaba. Tras
interminables horas de viaje por caminos casi intransitables, llegaron por
fin a una ruta asfaltada desde la cual alcanzarían la capital en unas
cuatro horas y media. Sabían
que las iras del poder caerían sin piedad sobre ellos, por haberse
opuesto a los megalomaníacos proyectos de Rodríguez-Oviedo, que de todos
modos se ejecutarían inexorablemente en el país; para riqueza de pocos y
miseria de muchos, como lo fuera desde el principio de los tiempos.
Como lo sería siempre o casi siempre. Salvio, Espartaco, los
frigios, Mackandal, Zumbi, Ambaré, Caupolicán, Tupac Amarú, se habían
sublevado para lograr su libertad, pero muchos acabaron crucificados en la
Vía Appia, ahorcados, empalados, descuartizados o en el campo de batalla.
Sólo Salvio murió anciano y en su lecho. La traición acecha a los
justos a la vuelta de cada esquina. Conocían,
por haber tenido acceso a cierta prensa extranjera, que conocidas
sociedades ocultas del primer mundo se hallaban impulsando —desde sus
crepusculares entornos rituales—, un proyecto de globalización,
que abarcaría a todo el planeta y
los pondría bajo el dominio de grandes corporaciones en una nueva era
feudal. Los cazadores señorearían
sobre los recolectores como en una era olvidada en la noche del pasado.
Dicho proceso se había llevado a cabo en la Europa de la posguerra
mundial, y tras el cese de la guerra fría se iba extendiendo al resto del
mundo como hidra de mil cabezas. El
derrumbe del socialismo gendarme soviético,
también fue planificado en ocultos talleres y oficinas, con el objeto de
ganar mercados y expandir intereses poco claros a los cuatro vientos.
La guerra fría había cumplido su objetivo: ampliar el tráfico de
armas en ambos bloques polarizados, pero ahora se imponían otros propósitos
más sutiles. Y el águila imperial de la Nueva Cartago norteña,
desplegaba sus ominosas alas renegridas —sospechosamente membranosas,
como de asqueroso quiróptero hematófago de rasantes vuelos—,
sobre vastas zonas del sometido
planeta, y ellos: los campesinos paraguayos, serían desplazados y
radiados de sus minifundios, como lo fueran sus abuelos, en pro de un
nuevo "modelo" macro empresarial corporativo... salvo que
lucharan para impedirlo. Pero
¿cómo luchar contra la rampante estupidez y la inmoralidad,
omnipresentes, en todos los estamentos sociales? Las imposibilidades y las restricciones impuestas por la
constitución a golpes de estado o intervenciones militares en la vida
civil, eran escollos poco salvables, salvo si el poder político-militar
trataba de imponer una democracia de fachada y alguno que otro fraude
electoral, con anuencia militar o civil.
Las
internas coloradas para elegir candidatos a la presidencia de la República
por el partido, se efectuaron en un marco de mutua desconfianza entre los
partidarios del Dr. Argaña y el ingeniero Wasmosy,
contendientes en la lid, entre otros grupos menores.
Tras las reñidas internas, hubo denuncias de irregularidades a
granel y los resultados no se dieron a conocer al público sino más de un
mes después, a causa, supuestamente, de recontar por decimoquinta vez los
votos y dar lugar a las
impugnaciones. Lo
que no dijo la prensa, fue que Lino Oviedo y Blas Riquelme se encargaron
de llevar las urnas a cuarteles poco caballerescos, para amañar los
resultados y falsificar actas de mesas, dando la victoria al caballo del
comisario (o al acémila, si cabe la expresión) aunque por escaso margen;
casi tan escaso como su moral. Finalmente,
pese a invectivas, plagueos, rezongos, lágrimas, zanguangadas, denuestos
y pataleos, Argaña quedó fuera de carrera y Rodríguez pudo tener un
sucesor digno de su calaña. Andrés
Dolman, acudió a la cárcel de Takumbú a entrevistarse con los detenidos
del último desalojo. Los cargos eran: usurpación ilegítima de propiedad
privada, incendio y daño intencional contra viviendas, agresión a la
autoridad y otros. Tras su
estadía en Táva Pyahu, supo en propia piel los padecimientos de los
campesinos, pero también de su tesón y fortaleza para vencer
adversidades. Éstos no serían
muy diferentes a aquéllos en cuanto a la valoración de la dignidad como
virtud. Supo de las condiciones impuestas para concederles tierras,
créditos y otras ventajas, y de la reluctancia a aceptar las leoninas
imposiciones del entorno presidencial.
No sabía cómo abordar este caso, pero haría lo posible por
meterse en la piel de los labriegos como lombriz y asumir la defensa de éstos
con los medios a su alcance, que no eran muchos por cierto.
Primero vería cómo conseguir entrevistarse con los reos, ya que
según el reglamento, recién después del período de adaptación de una
quincena podrían recibir visitas, que no fuesen abogados o parientes muy
cercanos. Y si el presidente interponía influencias para arrastrarlos a
la condena e imponerles restricciones, la tendría difícil. Por
de pronto, una vez llegado ante los muros tétricos de Takumbú, pidió
audiencia con el director del penal a fin de que le facilitase las cosas.
Luego vería. No logró convencer al director ni al jefe de seguridad.
Las órdenes eran estrictas: nada de visitas ni entrevistas a los
detenidos, hasta que se cumpliese el plazo de adaptación.
Recordó de pronto que el Comité de Iglesias tendría acceso
irrestricto en su carácter de organización defensora de los derechos
humanos durante la tiranía. Se dirigió a un abogado del Comité desde un teléfono público
pidiendo cita. No dejaría
pasar la oportunidad de poner en jaque al Rey de Espadas. De pronto pensó preocupado que un abogados infiltrado en el
Comité de Iglesias, era uno de los figurones de la masonería local,
también vinculada a los círculos áulicos del poder; pero inmediatamente
desechó sus temores. Vería
de emplear un poco de astucia periodística para llegar al meollo del
asunto. Algo muy grave tendría que haber pasado para que esos
campesinos fuesen tratados poco menos que como animales durante su
arresto, traslado y prisión. El
propio abogado le allanó el ingreso junto a los detenidos, en compañía
de otro miembro del equipo del Comité de Iglesias, sin más expediente
que discar un misterioso número telefónico desde su despacho. —Vaya
tranquilo nomás, amigo Dolman —díjole
el hermano abogado Diego Bertolucci—.
Este fin de semana los tendrá a su disposición sin problemas.
Podrá entrevistarlos en el locutorio de la prisión.
Si tiene algún inconveniente, llámeme a este número.
Pero si lleva mi tarjeta, no le pondrán inconvenientes.
Así diciendo, le alargó un cartón con su nombre llano, emblema,
grado masónico de cúspide, tres puntos y nada más. —Así
es, señor periodista. Nos
resistimos a ser utilizados por el entorno político presidencial para
apoyar a este... individuo de sospechosa trayectoria y oscuro pasado.
Si nos lo hubiesen pedido para el Dr. Argaña, quizá lo hubiésemos
apoyado sin condiciones; pese a su fama de arbitrario y prepotente, hasta
podría haber hecho un buen gobierno, pues lo creemos honesto y coherente,
aunque con luces y sombras como cualquiera de nosotros.
No nos reprochamos el haber quemado todo el caserío con que
intentaran comprar nuestra fidelidad
—comenzó relatando Perú Garrido al periodista Dolman en el
locutorio de la cárcel—. Pero la fidelidad, sólo se da entre mascota y amo.
Nosotros preferimos otorgar el beneficio de nuestra lealtad a quien
la merezca. No somos falderos
ni queremos tener amos, ahora ni nunca.
Y si por no transigir con el poder nos persiguen como a perros
rabiosos, vamos a llegar al extremo a que no hubiésemos querido arribar:
el de hacer justicia con nuestras propias manos, y como perros rabiosos
empezaremos a morder. Pedírsela
al poder es vano como fruta de plástico. —¿No
sopesaron las posibilidades de hacer un bluff
con Rodríguez y Oviedo? —preguntó
Dolman, respondiéndose él mismo con un equívoco—.
Podrían haber aceptado la oferta.
Total ¿quién se enteraría del resultado de sus votos?
Para eso está el cuarto oscuro.
Dolman
calló como intuyendo su respuesta, y no se equivocó. —No está en
nuestro ánimo engañar a nadie. Nuestra
conciencia nos acompaña en el cuarto oscuro, señor Dolman —respondió
Garrido—. Si hiciésemos el
compromiso, votaríamos indefectiblemente por ese truhán, pero que no va
por ahí la cosa. Simplemente
tenemos principios y los mantendremos enarbolados como banderas al viento,
aunque vengan degollando con cuchillo de palo.
—Entiendo. Y les
concedo la razón. Ojalá todo el país piense y actúe como ustedes.
Tras
una hora y media de charla, Dolman apagó su grabadora y se despidió de
Garrido, rogándole que aceptase una pequeña ayuda en efecttivo, para sus
gastos y los de sus compañeros de prisión. Tras dudar algo, Garrido
aceptó la donación unipersonal de Dolman y se retiró a su pabellón.
Al mismo Pabellón "D", donde estuvieran los violadores y
asesinos de los hermanos Flores, de la colonia Táva Pyahu y donde
agonizaran lentamente... hasta pagarlo con sus vidas. Dolman
volvió a los pocos días a la prisión capitalina a continuar
entrevistando a los demás y redondear la historia, pese a la estricta
orden de Rodríguez de mantenerlos en silencio.
El director de la cárcel era partidario de Argaña, como muchos
funcionarios y afiliados al partido oficialista, por lo que poca gracia le
hacía el escamoteo de la candidatura presidencial a su caudillo en favor
de un mediocre empresario, cuyo único mérito era ser obsecuente con los
mafiosos de la política y ostentar un grado cotizado en dólares comprado
en alguna logia. El locutorio
de la prisión estaba casi vacío cuando llegó el periodista. Minutos más
tarde, el jefe de seguridad entró con Pancho Lamas. —Fui
peón de obra durante la construcción de la represa de Itaipú
—principió Lamas, tras tomar resuello—.
Mis padres han vivido toda su vida en una pequeña chacra de Qui’indy,
en el noveno departamento y casi no había oportunidad para los más jóvenes.
Entonces, cuando se iniciaron las obras en el Paraná, me fui a probar
suerte y conseguí trabajo en las tareas de desvío del cauce. Luego de
concluidas éstas, pasé a la represa principal. Diez años estuve allí,
sin mayores sobresaltos, salvo alguno que otro accidente.
Al terminar las obras, nos dieron de baja a los peones y sólo se
quedaron los muy especializados. Me quedé en la calle con mi mujer, cinco hijos y sin
indemnización. Probé de
vender chucherías y baratijas en las calles de la capital del Alto Paraná,
hasta que me uní a otros como yo y decidimos buscar lotes fiscales para
ocuparlos de acuerdo a la ley de usucapión.
Pero casi todas las tierras de la región estaban en manos de políticos,
militares, policías o empresarios y nada quedaba para los campesinos
pobres. El Instituto de
Bienestar Rural de Papacito
Frutos, dilapidó las mejores tierras de la región oriental y del Chaco,
regalándolas a los perros fieles de Stroessner.
Fue entonces que vino el golpe de febrero del 89 y decidimos
organizarnos para ocupar una parcela improductiva de Blas Riquelme,
testaferro de Stroessner primero y también de Rodríguez ahora.
El resto ya lo sabe. Dolman
escuchó pacientemente el relato, que coincidía exactamente con el de los
demás implicados en la aventura y apagó su registrador magnetofónico.
El rompecabezas iba tomando forma, pero ¿Para qué impusieron la
candidatura de un tipo sin arrastre?
La única explicación que le cupo en las pensaderas, era que Rodríguez
no deseaba alejarse del poder. Si
eligieron a uno de cientos para candidatarlo, quizá se debería a que
Wasmosy era fácil de manejar y hábil para los negocios.
Especialmente si alguien lo amparaba con privilegios, exenciones
impositivas, ventajas aduaneras y cuanto el poder político utiliza para
lucrar: las grandes —y por
lo general inútiles y deficientes— obras públicas.
Y si talla la industria "pesada", óptimo. ¿Existe mejor
manera de lavar dólares, que invertirlos en elefantes blancos,
construidos con escandalosas sobrefacturaciones y, tras poco tiempo de
abuso, enajenarlas a precio de ganga?
Las ganancias privatizadas y las pérdidas socializadas, eran la
ecuación del diablo del FMI, del BID y del Banco Mundial, tríada de la
usura occidental... y planetaria en poco más.
Estas
reflexiones lo horrorizaron suavemente.
Pensó en los miles de niños devorados literalmente por el hambre
y la desnutrición; soñó despierto con escuelas en ruinas, hospitales en
escombros y rutas peligrosas por el deterioro; visualizó asaltos a mano
armada, con armas provistas por ciertas oscuras empresas de fachada para
la mano de obra barata de las zonas marginales; vio una nación donde sólo
sobresale el más astuto y cruel. No
el más inteligente. Todo,
debido a que unos pocos tomasen el país como botín de juego o de piratería
política. Lo de siempre.
Finalmente, todo este laberinto florentino de intrigas y contra
intrigas, como solían serlo Moscú, Washington, Londres, París y la ONU,
estaba reproducido en el microcosmos de la macroeconomía paraguaya (e
iberoamericana finalmente), donde las barracudas se reparten los bancos de
sardinas, a lo sumo compartiéndolos con los tiburones y ¡buen provecho! Andrés
Dolman quedó alelado de pronto, ante el convencimiento de que un poder fáctico
sutil, se estaba apoderando, deglutiendo, defecando, de los restos carroñizados
de una nación que estaba perdiendo su dignidad; degradándose en la
impunidad más atroz, prostituyéndose sus líderes y operadores
de intereses, que no otra cosa son los políticos de partido.
Y esto, se deseaba globalizar para gloria de la mafia sinárquica
disfrazada de esoterismo especulativo.
A Dolman por esos días le simpatizaba, aunque con reservas, una
tercera opción que circulaba como un soplo de aire fresco en medio de la
fetidez del ambiente político. La
llamaban: "El sol comienza a brillar", y la encabezaba (y
financiaba) —curiosamente, justo es mencionarlo— un empresario
vinculado al sector agroexportador. Y todos saben, al menos en el Paraguay, que es el sector que
más engorda con el sudor del productor primario.
Pero
debería seguir atando cabos e incluso trenzándolos en sus intrincadas
guedejas, para llegar a la punta del ovillo de las intrigas políticas de
penthouse o de quincho. Debería
exprimirse la imaginación e ir a los nudos gordianos en sus pensamientos.
Sabía que lo de la globalización
era una suave y aromatizada cortina de humo para encubrir algo
mucho más atroz. Alguien, en
forma institucional poco ortodoxa, movía hilos invisibles de las
marionetas gobernantes de países ¿soberanos? con deudas externas diez a
cincuenta veces superiores a sus presupuestos anuales.
Pancho
Lamas había hilado una pálida y brumosa visión de lo que podría llegar
a ser ese poder supranacional que los asfixiaba, claro que siempre, con el
ropaje falaz de cooperación o ayuda financiera para el desarrollo y otros rollos.
Andrés
Dolman, no cabía en sí del asombro. Tras la entrevista, decidió indagar acerca de los líderes
de la llamada globalización salvaje, donde los tiburones negocian con las
sardinas a cambio de ventajas unilaterales para sí.
Por supuesto, debajo de la jerarquía del tiburón, están las
barracudas, los atunes, las sardinas, los arenques, y mojarritas, en una
rigurosa y darwiniana cadena trófica de comeos
los unos a los otros. Dolman
indagó libros de alquimia negra; hurgó en los misterios de las
conjunciones planetarias y coordenadas astrales de una eclíptica oscura;
desenterró piezas de arqueología política prehistérica; examinó las
macabras obras de ingeniería social malthusiana.
Tanto de los soviets como del liberal-fascismo; rememoró los
negros capítulos de la conquista, de lo que los hijos de la puta madre
patria europea llamaron “América”, a fin de hacerse de una idea clara
del problema campesino, remanente de todo aquello.
No
tardó en deducirlo y estremecerse hasta los tuétanos, pues la cosa lo
ameritaba. Paraguay estaba en
manos del hampa internacional, disfrazado con banderas de la ONU
encubriendo la de los hunos. Y
los campesinos de toda Iberoamérica eran las sardinas y mojarritas de la
cadena trófica mundial. Dolman
quedó con el corazón oprimido por la sensación de impotencia ante lo
que intuyó un despojo progresivo de los recursos de los países
endeudados con la usura internacional.
Que, so pretexto de combatir a la pobreza y ayudar al desarrollo,
alimentaban las voraces fauces de los líderes políticos corruptos de los
países ocupados. Controlados
a su vez por los virreyes de las potencias comerciales y sus cipayos
nativos, quienes, deslumbrados por los espejitos de colores, traicionaban
a sus hermanos en pro de oscuros intereses transnacionales.
Sólo
en Chiapas, un grupo de indígenas mayas liderados por el subcomandante
Marcos se atrevió a poner una pica en Flandes y decir ¡Basta! a los
poderosos. En el Paraguay la
lucha sería larga y dura para poner en jaque al Rey de Espadas que
detentaba el poder en nombre de la democracia sin esperanzas. Horizontes
sangrientos Blas Riquelme, senador nacional ausentista de tiempo parcial, se
apersonó en la reunión de presidentes de seccionales coloradas con la
misión de conciliar a los disconformes con la derrota del Dr. Argaña y
la unción de Wasmosy. Todos
los políticos de base estaban contrariados con el evidente fraude llevado
a cabo por Riquelme, el tribunal electoral y la casi oculta —aunque no
tanto— mano de Oviedo y los militares leales a Rodríguez, moviendo los
hilos de sus títeres. Ciertamente,
los colorados estaban habituados a recibir sugerencias de algún general,
y si era Comandante en Jefe de las Fuerzas Inútiles, más aún. Desde
Caballero, Egusquiza, Chirife, Albino Jara, Estigarribia y Morínigo, al
general Stroessner. Riquelme
tenía fama de prepotente e ignorante, pero era el más indicado para
tascar frenos a los caballitos de batalla de las cercanas elecciones
generales, en que por primera vez, se elegiría un vicepresidente y
gobernadores de departamentos, en lugar de los Delegados nombrados por el
Poder Ejecutivo. Toda una
novedad. En realidad, la vicepresidencia fue creada sólo para aumentar la
carga —de por sí pesada— del Estado, cuyo presupuesto estaba cada vez
más flaco, exhausto y depauperado como soldado desconocido pensionado en
Hacienda. —Los
caudillos de base debían obedecer, de acuerdo al viejo esquema autocrático
—pensaba Riquelme. Aunque
no entendía bien qué quería decir autocracia,
pues que era griego para él, pero entendía sí de dar órdenes o
transmitirlas de parte de sus patrones.
Y Rodríguez lo era. Los
caudillos colorados habíanse acostumbrado a Stroessner, y ahora a aquél,
pero ya no tanto. La política
paraguaya fue arbitrada por el poder fáctico y la cosa no cambiaría con
una tímida apertura institucional de fachada.
No al menos, mientras las mentes estuviesen aún cerradas por la
censura inconfesa y el temor a perder cargos, canonjías, prebendas y
privilegios; que de eso viven y medran los operadores de base y de cúpulas...
o de cópulas de crápulas, que también los hay.
Y ésos, son mayoría minoritaria, pero pesan. Riquelme
—en su defectuoso y chapurreado cuan chapucero castellano, entremezclado
con un guaraní populachero—, explicó
con su cortedad característica: —¡Es
cierto que nuestro candidato es malo, pero peor sería no tener candidato!
¡Mi general Rodríguez sabe por qué prefirió a éste, que ustedes
llaman mbatará, antes que al
Dr. Argaña. ¿Van ustedes a dudar de la inteligencia del general? —No.
No dudamos de la del general —le
respondieron los seccionaleros de base—, pero sí de la suya, señor
Riquelme. Este
hubiese acusado el impacto, de ser ligeramente más sagaz, pero ni se
inmutó. Sólo que cada vez
que otros le hablaban de inteligencia, le daban ganas de esgrimir su revólver
y agujerear a tiros todos los diccionarios del país; para ver, quizá, si
de ese modo expeditivo mataba las palabras difíciles.
Al menos, las que conspiraban contra el cómodo analfabetismo
funcional de los jerarcas del subdesarrollo enquistados en su partido.
Siguió
insistiendo en que debían apoyar el proyecto de Rodríguez, al menos si
deseaban conservar sus puestos, sus privilegios y sus cargos políticos.
Aunque esto último no lo dijo en tono amenazante, sino en su
expresión habitual. La que
de todos modos era imperativa, más bien para encubrir su estolidez. —¡Escuchen
atentamente! —bramó Riquelme, simulando gravedad masculina y poco
afecto a los eufemismos corteses de la diplomacia. —¡Si Argaña llegara
a ser presidente, el país con todos nosotros adentro, naufragaría!
¿No saben ustedes que él es un desequilibrado, un demente y además
antidemocrático? Además, si
Caballero Vargas y su movimiento multicolor gane
las elecciones, estaríamos fritos y sin aceite.
Así que, mejor trabajen con nosotros y dejen de joder con eso del
supuesto fraude electoral. Los
demás políticos que lo rodeaban se miraron entre sí, como dudando de la
fiabilidad de las facultades mentales del senador. ¿Como hizo el partido
para engendrar semejante aberración y encumbrarlo a la más alta
dirigencia colorada? En
realidad, ya estaba engendrado don Blas, cuando ingresó al partido; es
decir, que éste no tuvo la culpa, sino quienes lo afiliaron. ¡Y era el
presidente de los colorados, además de senador nacional!
Riquelme salió ofuscado de la reunión, tras oír una grabación
de la voz de Argaña que instaba a los colorados a no votar por el gallo
mbatará, como peyorativamente se lo conocía, dada su escasa
trayectoria política y su dudosa lealtad al partido, quizá por haber
sido liberal en su juventud. Nadie,
fuera del entorno rodriguista, estaba conforme con los resultados de las
internas y deberían apelar a todo tipo de presiones persuasivas para
convencer a los reluctantes a apoyar a este engendro posmoderno de la
transada transición paraguaya. Para colmo, ni siquiera pasado stronista
tuvo el pálido ingeniero, barón de Itaipú, condestable de Santa
Teresa y Vizconde de los Parquímetros.
Por entonces, aún estaba enfriándose el resquemor de la cruda
derrota argañista y los remisos comenzaban a marcar el
paso de ganso de la mano de Lino Oviedo, aprendiz de Calígula del
subdesarrollo. Andrés
Dolman asistió por dos semanas más a la prisión de Takumbú para
entrevistar a los campesinos detenidos y de paso brindarles un poco de
calor humano. También se
internó en los bosques de Ca’aguazú para asistir a los familiares de
éstos, asesorado por algunas organizaciones no gubernamentales.
Pronto tuvo completo el panorama interno y externo de la problemática
social. Todo cuanto se cueza
en lejanas capitales del primer mundo, repercute en el segundo y tercero.
Especialmente contra los más pobres de entre los pobres, quienes
son apartados por las motoniveladoras del progreso salvaje, hacia las
cunetas de la miseria, con la piedad de un Ebenezeer Scrooge y la compasión
de un Volpone6 .
La globalización impondría tributos de sangre y lágrimas, antes
de apoderarse del planeta. Marte y Mercurio; espada y caduceo, hierro y oro, en una
obsesa búsqueda de poder en concubinato contra natura; exigían cada vez
más sacrificios humanos, con el pretexto de recortes maltusianos y
control de población. Según intuía Dolman, el criterio de los tiburones
de las corporaciones transnacionales era acabar con la pobreza,
exterminando a los pobres. Toda una lección de ecología al revés, o
ingeniería social staliniana o hitlerista. Todo
cuanto hacían los gobiernos marionetas, era crear una sociedad de consumo
excluyente y una policía pretoriana para reprimir a los marginados. Por Asunción,
siguiendo el ejemplo de Río de Janeiro y otras urbes, comenzaban a brotar
como hongos, barrios blindados de alta seguridad, con vallados, guardias
armados, circuitos cerrados de TV y patrullas internas; donde quienquiera
precisase entrar, debía pelar documentos o contar con el placet
de los habitantes de esos paraísos enrejados.
Los
grandes lotes baldíos urbanos también recibían la visita de ocupantes
clandestinos, que venían para quedarse como parientes pobres.
Por ello, los especuladores invirtieron grandes sumas de dinero, de
dudoso color, en adquirir extensas propiedades y construir costosos dúplex
de renta. Pese a todo, las
ocupaciones iban en cuarto creciente, dando harto trabajo a policías,
oficiales de justicia e intendencias municipales a fin de moderar las
demandas de los ahora denominados sintechos, un fenómeno que también se estaba dando en la Europa
primermundista, que de colonizadora, pasó a ser recolonizada por sus ex
vasallos y súbditos. Pero esa ya es otra historia. Un
vespertino asunceno y dos matutinos comenzaron a incomodar al entorno del
presidente Rodríguez con denuncias de fraude y con informaciones acerca
del caso de los invasores de las tierras de Riquelme, el cual era tan
agricultor como físico nuclear. El
descubrimiento de las tramoyas y amenazas de Lino Oviedo, por cuenta de su
jefe, y las presiones a que se sometía a mucha gente para apoyar a un
candidato espurio, iban haciendo mella en la paciencia de los poderosos
empresarios que estaban apostando al ingeniero de Itaipú.
Muchas licitaciones ilicitadas estaban en juego y no se iba a
correr el riesgo de dejar pasar magníficas oportunidades de sobrefacturar
al Estado ni de traficar con influencias, con todo lo que ello implicase. Y
para los buenos negocios, nada mejor que vincularse al poder político,
aunque para ello haya que recurrir a juegos sucios y a veces, hasta
hediondos. Y el poder fáctico
era experto en este tema. Dolman
inició una serie de publicaciones demostrando las injusticias imperantes
en la distribución de tierras, recursos y, especialmente, en la mentada
división internacional del trabajo, que obligaba a países pobres, a
vender productos primarios, sin tener el derecho de industrializarlos,
como por ejemplo el algodón. Durante
más de cuarenta años, una fábrica de tejidos, debía importar hilos de
Inglaterra o de Italia, y, al mismo tiempo, exportar algodón en bruto sin
tener la opción de hacer sus propios hilados. Y justamente esta empresa
era propiedad del candidato independiente a la presidencia de la República
y uno de los implicados en tamaño despropósito económico, tras apoderarse de los bienes de la familia Alberzoni por
ignotos medios. Dolman
intentaba demostrar que la reforma agraria era perentoria para impedir
estallidos sociales en poco tiempo más. El modelo agroexportador estaba agotado y se imponía crear
otras opciones de producción e industrialización local. El campesinado estaba consciente de ello, debiéndose acceder
a los reclamos de éstos y concederles créditos y asistencia técnica,
independientemente del “modelo” social adoptado por las organizaciones
campesinas en sus asentamientos. Obviamente,
la prensa liberal estaba en disenso con estas ideas e insistía en el
modelo individualista y de ¿libre competencia?, donde las barracudas
tienen más posibilidades que las mojarritas en igualdad de condiciones.
Si los campesinos no recibían justicia de parte del gobierno y la
sociedad, el horizonte se desangraría en llamas a muy corto plazo. La
Noche de los sicarios Tras la intercesión de organizaciones internacionales de derechos
humanos y la presión interna de la opinión pública —que suele ser la
menos pública de las opiniones, al menos en el Paraguay—, los
campesinos encabezados por Perú Garrido y Pancho
Lamas fueron puestos en libertad condicional, lo cual debían un poco a la
labor del periodista que removió el avispero y revolvió las ollas
podridas de la política criolla. No
tardaron los campesinos en retornar a su asentamiento, que pese a ser
propiedad de Riquelme, lo consideraban suyo, más que nada por haber
dejado allí parte de sus vidas y por haberla regado con su propio sudor y
hasta con algo de sangre, que por fortuna no llegó al río.
No
bastaron amenazas, ni intimidaciones policíacas para hacerlos desistir.
Las luciérnagas rasgaban la oscuridad del monte con sus lampos
intermitentes, mientras los grillos y aves nocturnas taladraban el
silencio con sus voces misteriosas, que recordaban perdidos ritos de pretéritos
cultos animistas. Los monos karajá
lanzaban al aire sus aullidos desafiantes, como dando por sentado
su dominio territorial de las copas de los altos árboles.
Evidentemente, no se presentían presencias extrañas en las entrañas
del tupido monte, como si la vida bullente mantuviese a ultranza su
ancestral presencia. El
cercano poblado de Táva Pyahu, dormía su noche de fatigas y sueños de
libertad, y sólo el único sereno de guardia se mantenía alerta. Los
campesinos ya conocían el lenguaje del bicherío selvático y sabían que
la presencia de extraños turbaría su cadencia, alterando el ritmo de su
latir visceral y milenario. El
sereno recorría los silenciosos senderos casi de memoria, pese a la
oscuridad reinante. Le parecía
poco sagaz delatarse con el rayo bamboleante de su linterna, que sólo
encendía de tanto en tanto al presentir algún obstáculo o la presencia
de algún predador nocturno. Incluso hasta las sierpes ya conocían la
irregular rutina de los cuidadores, buscando sitios más alejados del
asentamiento para medrar. Tras
la décima vuelta, le pareció oír —es un decir— la alteración del
rumor selvático, como llamándose a sospechoso silencio poco a poco,
hasta enmudecer repentinamente. Su
reloj de cuarzo barato y diodos luminosos le indicó la hora tercia de la
madrugada y minutos. Se
detuvo buscando algún parapeto para observar mejor, como buscando apuñalar
a las tinieblas con sus ojos en la dirección del silencio.
Podrían ser merodeadores o abigeos que siempre buscan robar a los
pobres, por ser los más desprotegidos.
Pero también podrían ser enviados del supuesto propietario o
plantadores clandestinos de cannabis.
No
tenía arma de fuego consigo, apenas un machete, eso sí, bien filoso,
como para desbrozar el monte o defenderse de alguna que otra alimaña.
Nada más. Aguzó sus
oídos para intentar captar el más mínimo rumor ajeno a los de la selva
aunque sin resultado aparente. Tras
los problemas anteriores, toda precaución sería poca, por lo que evitó
delatarse incluso reduciendo su ritmo respiratorio al mínimo posible sin
desfallecer. Tras
incontables minutos, pudo percibir, a bastante distancia del lindero,
pisadas precavidas reventando ramitas y haciendo susurrar a la gramilla.
Dos hombres, quizá. ¿Estarían armados?
Mejor captarlos sin ser visto, por si las moscas, aunque ignoraba
sus intenciones, debían ser poco amigables de acuerdo a su furtividad.
De no abrigar alguna idea oscura, no adoptarían tales actitudes,
ni rondarían a horas intempestivas, como buscando entierros de olvidados
tesoros por los linderos. De
pronto los vio venir, al principio con dificultad a causa de la oscuridad,
luego con cierta brumosa claridad, oyendo además sus voces quedas
susurrando en portugués y delatados por sus propiuos fanales.
Melitón Pineda —que así se llamaba el sereno— contuvo al máximo
la respiración para evitar su detección y el haz delator de la linterna
que portaban, pero logró escuchar o percibir que serían asesinos a
precio fijo o quizá peones de Jurandir Peixoto, su vecino. De todos
modos, algo buscaban y posiblemente nada bueno para los ocupantes.
Recordaba cuando los esbirros del poder intentaron sembrar
marihuana en el lindero y por un azar fortuito fueron destruidas las
plantas por Calixto en su anterior ocupación, más al sur.
No
se dejarían sorprender nuevamente si querían lograr sus objetivos. La
maldad humana, tiene muchas vertientes por donde fluyen sórdidos
intereses, especialmente los de la ilegalidad, que son los que mayores
dividendos otorgan a sus usuarios. Los
intrusos aún se mantenían pegados al lindero, como temiendo ser
sorprendidos en su deambular, pero dejaron escapar quedas voces
denunciando de pronto su objetivo: asesinar
a las cabezas visibles de la comunidad de Táva Pyahu a como diese lugar;
pero por el momento, sólo estaban explorando el terreno para hallar un
escondite desde donde acecharlos. Observó
que sólo portaban revólveres, como casi todos los peones de Jurandir
Peixoto, pero además iban ornados con pasamontañas y ropa camuflada,
como los uniformes de los temibles agentes del Grupo de Operações de
Fronteira (GOF), banda parapolicial de exterminio manejada por hacendados
del sur de Mato Grosso. Estos, por lo general, actuaban en misiones de
patrulla, pero tenían sus listas negras de delincuente, bocones o
simplemente ciudadanos molestos para alguien con dinero —no
necesariamente ganado a sudor— y poder, fruto más del dinero que de las
urnas. Dedujo que por el
momento no habría peligro, pero era preciso adelantarse a sus planes.
—Lá,
naquele árbore a gente tem
un bom ponto, pra atirar ao chefinho da ocupação —dijo uno de los
presuntos pistoleros, señalando un punto situado cerca del poblado con su
linterna, pero dentro del terreno de Jurandir Peixoto, entre tupidos árboles.
—Sim —respondió el otro—.
Mas a gente tem que ter fuzis com aparelho silenciador pra não
fazer ouvir o chumbo. Debían
estar muy cerca, ya que apenas susurraban entre sí, aunque el silencio de
la madrugada amplificaba sus palabras. Tras dar otro rodeo, alejáronse en dirección del casco de
la hacienda de Peixoto por una picada donde seguramente habría un vehículo
esperándolos. Evidentemente,
Peixoto no pensaba desistir de atemorizar a los ocupantes de una parcela
de su presunta propiedad, pese a que el Congreso estaba discutiendo los términos
de la expropiación de la misma. Poco
tardó Melitón Pineda en retornar a las casas y tras despertar a su
relevo, le anotició la mala nueva. Habría
que pescar a los pescadores. Calixto
opinó que debían redoblar la guardia y entrenar a los más de veinte
perros de la colonia, para cazar a los aprendices de cazadores.
—No creo que ataquen demasiado pronto esos tipos —opinó
Calixto, quien ya se sentía una especie de blanco móvil... o pato en
stand de tiro—, pero cuanto antes abortemos los atentados tanto mejor.
No sea que nos agujereen el apellido antes de tiempo.
Lo dijo sin mostrar temor o angustia, pese a que se sabía uno de
los blancos elegidos. No
demoraron los labriegos en adoptar dispositivos de seguridad para repeler
ataques. Pusieron puestos
nocturnos con perros bravos por los sitios cercanos a los elegidos por los
pistoleros. También
aceitaron sus rifles, escopetas y enseres de caza.
Más les valdría a los intrusos andar con cuatro ojos.
Como lo presumiera Calixto, los intrusos tardaron algo más de
quince días en tornar a merodear el entorno de la colonia, siendo
prestamente detectados, por los perros primero y por los vigías después.
Para entonces, ya habían localizado el "punto", desde
donde el o los francotiradores planeaban cubrir el poblado con rifles de
alta precisión. Primero
que nada, habían envuelto el tronco y las ramas del árbol-mangrullo con
fino alambre dulce galvanizado continuo, así como los alrededores.
El alambre estaba ligado por cables a un generador diesel de 1.2
kilovatios usado en la colonia para ciertos menesteres de taller, pero que
normalmente se desactivaba por la noche.
Los perros y el sereno harían el resto.
Una
noche, los canes alertaron sobre la presencia de intrusos nuevamente, en
las cercanías de donde los había detectado
Melitón Pineda, el cual supuso, no con poca lógica, que se
instalarían en el sitio para operar de día, salvo que usasen visor
infrarrojo; aunque lo más probable es que utilizaran mira telescópica a
plena luz diurna, mientras se efectuasen las tareas de la colonia, como
efectivamente sucedió. Eran
los dos intrusos, y posiblemente tendrían atuendo camuflado para
mimetizarse en el bosque que rodeaba el entorno. Tras ubicar a los puntos con prismáticos, los colonos, como
si tal cosa, fueron a dormir de nuevo esperando el alba. Nada mejor que tener la conciencia en paz para dormir a
pierna suelta. Los
asesinos, eran efectivamente miembros del GOF, el temible grupo
parapolicial de exterminio y portaban sendos rifles Marlin del punto
treinta, probablemente con silenciadores y mira telescópica. Tras
encaramarse a las ramas de un tupido tarumá
resolvieron aguardar el momento oportuno para emboscar al hombre
que —según quien los contratara—
dirigía a los ocupantes de la parcela sur del latifundio.
Tenían varias fotografías de algunos de los ocupantes, tomadas
subrepticiamente en manifestaciones y cortes de rutas, las que portaban
para identificar a sus objetivos. Nada
especial. Dada la facilidad
del trabajo, recibirían cinco mil dólares por cabeza, de cada blanco
registrado por la prensa que, de seguro, mencionaría el hecho en cuerpo
catástrofe y portada. Cuando
cesó el ladrido de perros en la distancia, casi despuntando el alba y con
el sereno mojándolo todo, notaron una tupida telaraña de alambres finos
por todo el entorno, urdida con bastante cuidado y sin rozarse entre sí.
Rodeando el tronco y las ramas de varios árboles aledaños y del
tarumá en cuyas ramas reposaban; además, habían puesto a ras del suelo,
entre la gramilla y la maleza, cientos de metros del mismo elemento.
No notaron fuera de eso nada anormal, pero ¿quién lo habría
colocado allí y con qué propósito? Mientras
se preguntaban el porqué, oyeron el arranque de un motor diesel en la
distancia, luego fue el Apocalipsis. Pronto cesó el ronroneo del motor, seguido de un ominoso
silencio, como de funeral de sordos.
Los vigías de la colonia, que tenían cubierto el punto, notaron
la ausencia de los individuos camuflados en las ramas del tarumá con sus
binoculares. Nada por aquí,
nada por allá. Tras unos
silbidos de señal, convenidos de antemano, acercaron sigilosamente al
sitio en pequeños grupos de tres hombres.
Como lo suponían, hallaron los cadáveres electrocutados de los
asesinos contratados, con todo y armas.
Tras identificarlos y desnudarlos,
los llevaron a un sitio oculto en la fronda, donde procedieron a
inhumarlos; no sin antes descargar encima de ellos dos bolsas de cal viva,
para luego cubrirlos piadosamente de la roja tierra patria. —Dos
criminales menos en este pobre planeta
—pensó Calixto Ñamandú.
Por
precaución, evitaron quedarse con las armas, prefiriendo inhumarlas,
engrasadas y envueltas en plástico, cerca de la fosa de sus propietarios,
pese a que ya no les harían falta para sus viles menesteres en el más
allá. Antes de sepultarlos,
los habían revisado, hallando fotos de muchos de ellos y especialmente
tres marcadas, lo que señalaban a los blancos posibles.
Hallaron
documentos de pertenencia al temible GOF, los cuales guardaron
cuidadosamente y a salvo de futuros allanamientos. También los dos mil dólares
que portaban ambos, quizá como anticipo de su vil oficio, les servirían
para mejorar la escuelita en construcción. Luego, procedieron a desmantelar el alambre, lo que ya no les
fue tan fácil como su colocación, pero al menos de momento, estarían a
salvo; aunque no deberían cantar victoria hasta contar con el decreto de
expropiación de la parcela y con el título a nombre de la asociación
que los aglutinara en los últimos tiempos. Hasta
entonces, debían seguir durmiendo con un ojo en alerta.
Los perros se habían portado como fieles centinelas y merecían
ración extra de balanceados y algún jugoso zoquete óseo de lujo. Aliados
con la muerte Jurandir Peixoto se preguntó, tras varios días de silencio y
ausencia, qué habría sido de los matones del GOF contratados en Ponta
Porã para descabezar a los sintierras que seguían ocupando su parcela
sur. Aquéllos habían
recibido dos mil dólares a guisa de anticipo y estuvieron preparando su
trabajo, hasta que se esfumaron misteriosamente una noche, como si... ¿se
los hubiese tragado la tierra? El
fazendeiro de fachada sufrió un leve temblor de angustia.
Días sin huellas transcurrían invariables y absurdos, arrastrándose
como gusanos asténicos por el almanaque. Uno
de sus peones halló una motocicleta todoterreno estacionada como a un kilómetro
del lindero, la que habían utilizado para acechar a los ocupantes.
Sólo sus tripulantes brillaban por su ausencia.
¿Qué habría sido de ellos? No
hubo notado la más ínfima variación en el tiempo, cual si éste se
hubiera congelado en algún espacio desconocido. Nerviosamente atendió el teléfono como autómata alucinado.
Esperaba con ansiedad mal reprimida alguna noticia que celebrar y
la ausencia de sus pistoleros lo obsesionaba gota a gota, como suplicio
chino. Al
alzar el tubo, oyó la ronca voz del chefão Mahfud Nasser,
jefe de la temible pandilla parapolicial, pero sólo para inquerirle por
sus agentes, asignados para una misión de enfriamiento. —¡Hola,
señor jefe! —exclamó esperanzado Jurandir Peixoto. —¿Tiene Ud.
alguna novedad buena para mí? Hace casi diez días que no tengo noticias
de sus hombres. —¡Não brinque conosco, seu Jurandir, que não queremos
ficar de ponta con vocé! Eu
estou esperando eles faz tempo para outro trabalho. ¿Qué é o que fez
deles? La
voz amenazante calló, como dando pie a una respuesta sincera, que Peixoto
no tenía a mano en ese momento, y pese a ser tan brasileño como el
temible asesino, los nervios le hicieron responder en castellano.
—Hace
más de diez días recibieron un adelanto de dos mil dólares para
gastos... y desde entonces no supe más de ellos. —¡Fale nossa lingua, homem!
—bramó el delegado7
al reverso de la línea. —¡Não entendo
essa jerigonça do espanhol! Pacientemente,
el capataz de Morgan-Stroessner, explicó al irascible parapolicial lo
anteriormente expuesto, aunque sin lograr convencerlo.
Luego le sugirió interiorizarse, noticieros mediante, si el
encargo hubo sido ejecutado, tras lo cual Mahfud Nasser se despidió
disculpándose y prometiendo telefonear apenas se enterase de algo.
Obviamente, los designados como blancos de atentados seguían
alentando y respirando, por lo que evidentemente el plan había sido
abortado o simplemente los asesinos se esfumaron con el anticipo hacia
mejores horizontes, cosa imperdonable en profesionales como ellos.
El
delegado quedó en la duda, pero prometió encargarse personalmente del
tema. Mahfud Nasser llamó a sus guardaespaldas, tres en total, y abordó
su vieja pero eficaz camioneta diésel con ellos, dirigiéndose a la
frontera con el Paraguay. En
sus largos años al frente de la siniestra pandilla de matones con disfraz
de policías rurales, jamás había perdido en esta forma a sus
colaboradores. Que hayan sido sorprendidos y masacrados, pase, pero que
hubiesen huido con dos mil podridos dólares, le parecía increíble, como
un camello volador nadando en el Sahara.
No se le ocurrió otra comparación.
Por
otra parte Mahfud era hijo de sirios y casi tan bruto como sus
antepasados, salvo quizá alguno que otro gallego que hubiese emigrado en
tiempos de las cruzadas y dejase sus genes por ahí. Además, él mismo había acordado el contrato con Peixoto y
le parecía desleal una tarea incumplida, por lo que pondría su granito
de arena para complacer a su cliente.
Dada su experiencia en enfriamientos por encargo, no le sería difícil.
Al menos, eso creía, aunque se imponía un pequeño reajuste en la
tarifa por gastos extras. Para
entonces, la colonia Táva Pyahu estaba en plena efervescencia. Ramona Ramírez
acababa de parir su tercer vástago y lo estaban celebrando.
Era un varoncito y lo llamarían Aurelio Octaviano Ñamandú, como
su abuelo paterno. Esta vez,
nadie se sintió agredido por el omnipresente ruido de la selva
circundante, que, pese a sus decibeles, los amparaba amorosamente en las
noches. Pero habría que
estar nuevamente alerta a sus imprevistos silencios que como se sabe,
preanuncian a la perfidia. Mientras
tanto, en la capital del Amambay: Pedro Juan Caballero, se ponía en
marcha otro intento de descabezar a los labriegos agrupados en torno a la
esperanza. Medio
de incógnito, Mahfud Nasser y sus tres jagunços de confianza se ponían
al habla con Jurandir Peixoto, vía radioteléfono satelital, a fin de
completar una faena inconclusa, y de paso indagar qué hubo pasado con sus
dos matones. Un encargo es un
encargo, y un cliente es un cliente.
Peixoto prometió enviar su avioneta privada para trasladarlos a la
fazenda a fin de interiorizarlos de las circunstancias imperantes. La desaparición de los matones supuso también la de las
fotos de los posibles blancos que obraban en poder de éstos, por lo que
habría que replantear el trabajo. Horas
más tarde, un "Bonanza" monomotor, proveniente de Ponta Porã,
aterrizaba en la vasta hacienda de Peixoto-Morgan con cinco personas:
Mahfud Nasser, sus tres capangas y un piloto, el cual aprovechó el vuelo
para acarrear diez bidones de ácido clorhídrico, otros tantos de éter y
de acetona, que de eso se trataba. La
pasta base la traería un colega
aviador, de hacia el Beni, en la no muy lejana Bolivia.
Nasser estaba enterado de las actividades extracurriculares
clandestinas de los poderosos hacendados de frontera, pero se hizo del
sota, como si no le concerniera la cosa. Total no le pagaban para combatir el narcotráfico y además
no era su jurisdicción. De
seguro la mercancía química sería para uno de sus patrones de la
frontera, el también sirio Fahd Jamil, de frondoso currículum delictual.
Varios
días pasaron planificando la campaña de amedrentamiento contra los
ocupantes de la parcela sur; aproximadamente cinco mil doscientas hectáreas,
de un total de casi cien mil, entre pasturas y bosques, de unas tierras
originalmente usurpadas por la familia Stroessner, gerenciadas por Laszar
Morgan y administradas por Peixoto. Si
Rodríguez aún no se hubo apoderado de la finca, era simplemente por ser
aún consuegro del tirano y por tener otros intereses más efectivos
que la simple posesión de tierras. Era
más rentable la mercancía, que la agricultura intensiva o la ganadería extensiva, la
que ejercían como pasatiempo de señores feudales para no perder el gusto
al campo. Mahfud
Nasser personalmente fue a explorar los alrededores de la hacienda, hacia
el lindero sur. Por precaución,
sólo se hizo acompañar por un peón de Peixoto, conocedor de la zona y
uno de sus hombres. Aún no
tenía en claro cómo haría para deshacerse de los molestos ocupantes y
sus líderes, ya que la fracción estaba en trámite de expropiación por
un Congreso Nacional hostil a Rodríguez y —con mucha más razón— al
candidato digitado por éste para la presidencia del Paraguay.
Expulsarlos sería difícil, al menos con el brazo seglar de la
ley; ya que la propia policía y
el ejército paraguayo no pudieron hacerlo, aún con la más descarnada
violencia. Sólo
quedaba aterrorizarlos para obligarlos a abandonar la propiedad, lo que a
Nasser se le iba haciendo más difícil. Nadie en su base de Campo Grande supo dónde estaría, ya que
prefirió mantener en secreto su viaje al Paraguay a fin de tener manos
libres para lo que hubiere lugar. Esto último finalmente lo dejó en off-side,
como suelen decir los fanáticos del fútbol. Los
campesinos de Táva Pyahu tenían centinelas jóvenes que patrullaban
constantemente los linderos y percibieron sus movimientos.
Además, uno de ellos, natural de Pedro Juan Caballero, pudo
reconocer al temible jefe de la banda parapolicial, por haber visto sus
fotos en la prensa matogrossense, entre ellos el "Jornal da Praça"
de Ponta Porã. Nada más
divisarlo con los binóculos que portaba, cuando tocó a rebato y alertó
a los demás. La presencia de semejante espécimen y traficante de la
muerte era de temer, o, al menos, de alertar a los compañeros. Habría que idear alguna táctica para impedir su siniestra
misión y de ser posible, deshacerse del delegado
y sus pistoleros de alquiler, que de seguro no andaría solo, sino
fuertemente escoltado como era su costumbre.
Es
que todos sabían que los matones y asesinos, en el fondo son cobardes, y
su cobardía está en proporción inversa con su crueldad.
Por precaución, habían enterrado cerca del lindero los dos rifles
Marlin punto treinta y las miras telescópicas las tenían consigo en el
poblado, desde donde podrían cubrir las posibles posiciones de atentado
al otro lado del lindero. Calixto
envió a por los rifles, apenas se hubieran ido los temibles matones.
Estaban aún cuidadosamente engrasados y cubiertos de lona plástica, por
lo que, de seguro, en óptimas condiciones.
Horas más tarde, la habilidad mecánica de Calixto hizo maravillas
y tras desarmar los rifles, los puso a punto con todo y miras.
No descuidarían ningún detalle que los pusiese a merced de los
pistoleros brasileños. Era
inútil solicitar protección policial para la colonia, ya que la
experiencia les enseñara en ocasiones anteriores que era peor el remedio
que la enfermedad. Dada
su actual condición de irregulares, era preferible la autodefensa, aunque
hubiese que matar en un caso dado. Era
improbable que, de capturarlos vivos fuesen a prisión, ya que una piara
de poderosos abogados y magistrados prostituidos estarían al acecho para
liberarlos por falta de pruebas, como es costumbre en el Paraguay y
Latinoamérica, donde hasta los jueces y fiscales tienen precio fijo, como
los asesinos de alquiler (con las excepciones de rigor que no hacen sino
confirmar la regla). Jurandir
Peixoto estaba esperanzado por los parapoliciales, especialmente por su
fama de profesionales del terror. Los
atendió a cuerpo de príncipe en su hacienda a fin de que nada les
faltase durante su estadía en cumplimiento de la noble misión de velar
por la propiedad privada, de la cual intentaban despojar a él y a sus
patrones. Pero también le constaba que las propiedades inmuebles en toda
América, tenían un origen fraudulento y la marca del despojo; los
signaba el estigma del botín de corsarios metidos a conquistadores y
especuladores metidos a hacendados, empresarios del desmonte y la aftosa. En
su patria, el Brasil, aún continuaba la conquista, tras más de un siglo
y medio de independencia política, que no económica.
Tribus enteras eran diariamente masacradas por garimpeiros
cateadores de minerales y hacendados que buscaban ampliar sus fronteras en
detrimento de los habitantes originarios.
Las tierras en el Paraguay, fueron objeto de saco de igual manera. Primero contra los llamados indios, luego contra los mestizos
criollos, tras la cruel hecatombe de la triple alienación, y ahora
desnacionalizadas por empresas y amos extranjeros con gerentes cipayos. Desde
los Casado del Alisal, Sastre, Mate Larangeira Mendes, Antebi, La
Industrial Paraguaya2
y Mihanovich, sobre el río Paraguay, hasta las transnacionales graneleras
como Continental Grains, Unilever-Capsa, Bunge & Born y otras de igual
calaña, sin contar a las
petroleras con licencia que destripaban las entrañas de la tierra en
busca de hidrocarburos para futuras reservas. Ahora, ante la irrupción de
campesinos desesperados, se obligaría a utilizar la ley de la fuerza,
ante la impotencia de la fuerza de la ley para contenerlos.
Los vasallos de las glebas campesinas querían dejar de serlo y
ganar su derecho a la propiedad, pero ¿tenían con qué pagarlo?
No. No lo tenían. Su
formación ¿liberal? librecambista no le permitía razonar acerca de
tales hechos que atentaban contra la lógica del dinero.
Tuvo
que llegar al colmo de recurrir a delincuentes de marca para defender lo
que él creía justo defender. Sabía que era contrario a la ley el tener
que matar, pero no creía tener otras opciones.
Calculó fríamente a quién habría que sacar de en medio y a quién
dar una contundente y dolorosa advertencia para que procurasen salir de en
medio antes de ser apagados por
algún plomo del magnum .357. Aunque en este aspecto no las tenía todas consigo.
Muchos de ellos fueron objeto de crueldades y sevicias por parte de
las fuerzas conjuntas, y aún seguían en la lucha.
Sólo la muerte los haría desistir de la brega y de paso les daría
un poco de tierra propia, por lo menos para su descanso eterno; pero la
muerte estaba de su parte, al menos hasta ahora. Pero
¿cuánto tiempo duraría esta alianza de conveniencia y connubio?
Porque sabido es, que con la muerte no se juega. Especialmente
porque la muerte juega limpio y los humanos no tanto. As
de piques en la picada Calixto Ñamandú pudo conseguir algunos cartuchos antiguos de
bronce, de calibre 16 en
Lima. También compró varias
latas de pólvora negra, balines de munición de acero y tacos de recarga,
además de espoletas de fulminato de mercurio. Todos sabían que poseían
escopetas de caza (aunque casi no las usaban) y nadie urdió suspicacia
alguna al respecto. De unas
boticas adquirió prosaico aceite de coco. —Para el cabello —aseguró
al gentil farmacéutico que lo atendió en una de ellas.
También adquirió dos bidones de diez litros cada uno de nafta para la motocicleta de la colonia.
Tras sus compras, se internó nuevamente en su misterioso taller
electromecánico. Días
más tarde, con varios artefactos rústicos de aún desconocida utilidad y
rollos de alambre, se internó en los montes aledaños con dos ayudantes,
recorriendo las picadas frecuentadas por los merodeadores últimamente.
Tras dejar sus artefactos semi enterrados y disimulados entre las
tupidas malezas de la superficie, tensó resortes y los trabó, de tal
manera que quienquiera se tropezase con disimulados alambres, los liberaría
inmediatamente. Calculó
que con una docena de tales artefactos, cuya eficacia había probado ya en
medio del monte aledaño aunque con poca carga,
bastarían para mantener el control de la zona y neutralizar a
quienes se acercasen con malas intenciones.
Calixto había leído acerca de las trampas artesanales utilizadas
por el vietcong contra los
soldados sudvietnamitas y norteamericanos. Sabía que la gasolina común mezclada con aceite de palma o
coco, tiene una deflagración superior a los
1.500 grados celsius. Esta
mezcla conocida como napalm, es
capaz de incendiar blindados licuando sus corazas.
En cuanto a la pólvora negra de caza, tiene un limitado poder
expansivo en cartuchos; pero en envases metálicos herméticos, puede
tener casi la potencia de la dinamita.
Y si es acompañada de munición o esquirlas de grava gruesa, tanto
mejor. Los
resortes-disparadores, fueron hechos de viejas trampas para ratas que
estaban modificadas para percutir en un clavo, el que a su vez detonaría
la espoleta del cartucho unido a la caja que contenía el explosivo y el
napalm, por el sistema tracción-relevación.
Toda una obra de arte militar casero para prevención de ataques.
En
pocos días, el poblado y sus aledaños quedó sembrado de minas caseras
que eran activadas sólo por las noches. Calcularon que no tardarían los bagres en morder los
anzuelos del espinel. Un as
de piques en el póker,
simboliza muerte. Y tenían muchos ases activados en las inmediaciones.
Quizá
podrían dormir tranquilos, pero era mejor no descuidar la guardia y
mantener los perros en alerta temprana a fin de activar los artefactos,
que se hallarían debidamente señalizados aunque de forma tal que sólo
fuesen reconocidos por ellos. De
todos modos, pasó algún tiempo antes que surgiesen novedades.
Fue ciertamente una noche lunada, en que la poesía parecía estar
invitada a señorear la jornada del giro de la Vía Láctea, en la que los
perros se hicieron sentir con sus cacofónicos ladridos.
Calixto
había activado los artefactos antes de la caída del sol y vedó a los
compañeros los acostumbrados paseos nocturnos. Los perros estaban encadenados en diversos sitios a fin de
cubrir cada palmo de la propiedad. Para evitar que activasen
accidentalmente las trampas, los dejó circular uncidos a líneas de
alambre de limitado alcance, sin rozar los alambres disparadores. Mahfud
Nasser y su asistente Juca Gonçalves estaban listos para actuar, aunque
no sólo con rifles de alta precisión, sino con algo más primitivo:
ballestas y dardos incendiarios. No
hallaron nada mejor que esperar la noche e incendiar las casas de los
colonos, sus depósitos e incluso la escuelita Igualdad. Sus
ballestas lanzaderas tenían una potencia de alcance de aproximadamente
noventa metros, pero no precisión, por lo que debían acercarse bastante
al caserío, el cual no se hallaba muy lejos del lindero este.
Juca Gonçalves
portaba un rifle automático Garand AR-15 para usarlo en caso de ser
descubiertos, e incluso dispararía contra quienes intentasen huir del
incendio. Mahfud Nasser
arrojaría los dardos inflamados ya que disponía de unas treinta saetas
de bambú e hisopos con keroseno para tal fin.
Calculó que bastarían para sembrar el caos y tendrían tiempo de
borrarse antes de ser descubiertos. Ya
sabían que los perros estarían quizá encadenados y no serían
molestias. Además, los
campesinos dormirían a pierna suelta tras las fatigosas jornadas y tardarían
algo en reaccionar. A eso de
las dos de la madrugada, Mahfud, y Gonçalves, cubiertos a escasa
distancia por Hélio Jaguaribe y Carlos João, sus otros dos pistoleros,
todos con rifles de repetición, se aproximaron al objetivo.
El carcaj con las saetas y la botella de combustible ya estaban al
punto, por lo que, sin tardanza maniobraron en envolvente rodeando el
caserío para evitar que algunos escapasen a la matanza, y, si escapasen,
irían bien lejos de allí para no regresar.
Aún
faltaban unos quinientos metros, cuando ya los perros olfatearon la
presencia de extraños, soltando su coro de ladridos y aullidos en salvaje
cadencia. Sólo que no
previeron las trampas puestas en sus caminos. El
primero en tropezarse con un alambre, fue Hélio Jaguaribe, quien tuvo a
mal probar la eficacia de tales artefactos. A pocos metros de sí, estalló uno, cuyas esquirlas lo
dejaron con las piernas destrozadas, impidiéndole huir de la bola de
fuego del napalm, que en pocos segundos lo envolvió como una aureola
infernal calcinándolo hasta los huesos.
Antes de comprender bien lo que sucedía.
Carlos João dio fortuitamente con otro alambre tenso, sufriendo
igual suerte, justo cuando comenzaba a entender lo que ocurría.
La
consternación del chefão del
GOF no tuvo parangón al de un condenado a la pena capital, en la fecha y
minutos de su ejecución. No
supo de pronto hacia dónde correr y decidió sabiamente desandar el
camino en polvorosa estrategia, arrojando ballestas y saetas a un lado,
para alivianar su carga física, que no su conciencia. Esto hizo que la
pesada ballesta diera accidentalmente contra uno de los tensados alambres
y activara el tercer artefacto. Al
estallar éste, con el correspondiente riego de metralla, dejó caer la
botella-bidón de queroseno que fue inflamado por el celoso y sensible napalm,
dejándolo hecho un trozo de carbón en menos de un minuto y segundos.
Juca Gonçalves se halló de pronto más perdido que diputado
paraguayo en Harvard y no supo para dónde correr, por lo que quedó hecho
una estaca en el sitio, por varios minutos, hasta que los iracundos
perros, aún uncidos a sus cadenas y al alambre-guía, se le echaron
encima. Presa del terror ante
el dantesco espectáculo de su jefe achicharrándose impotente, se lanzó
a la carrera, para esquivar a los perros que furiosos lo cercaban.
En su loca huida hacia el lindero, tuvo la ¿suerte? de dar con
otro alambre que parecía aguardarlo, discretamente disimulado entre la
maleza. Sus gritos
desesperados no tuvieron mucho eco y en menos de cuarenta segundos se
redujo a estertores hasta su extinción total.
Esa misma madrugada, Calixto y sus compañeros dieron sepultura a
los incursores o mejor dicho a lo que restaba de ellos: una pila de huesos
carbonizados y algunos rifles y revólveres inservibles por la alta
temperatura del napalm, que además
hiciera estallar las balas en sus cargadores y tambores. Esta
vez, estaban casi seguros (nunca se tiene una seguridad plena, como no
fuese de la inexorabilidad de la muerte), que serían dejados en paz por
algún tiempo. Hasta Peixoto
se quedaría en el molde. Nunca
supieron que el temible GOF se quedó sin su jefe, ya que los
parapoliciales de la frontera ignoraban aún el paradero de su caudillo,
pues éste no notificó a nadie sobre sus propósitos ni punto de destino.
Tras muchos meses de incertidumbre en Ponta Porã, debieron renovar
el plantel vacante de pistoleros parapoliciales de alquiler, pero esa es
otra historia. Un
presidente de ocasión Las elecciones nacionales, se hallaban en la recta final y los
candidatos de los dos partidos tradicionales, colorados y azules, más los
de un tercer movimiento multicolor, denominado pomposamente Encuentro
Nacional, prometían el oro y el moro a los electores, aunque no cabían
dudas acerca del ganador, por las buenas, las malas o las peores: el
ingeniero Wasmosy, como caballo de Rodríguez.
El Dr. Domingo Laíno, corría por los liberales radicales; el Dr.
Caballero Vargas por el Encuentro
Nacional y algunos candidatos de pequeños grupúsculos, en mayoría
de izquierdas atomizadas, que poco o nada contaban ante el formidable
aparato colorado, experto en fraudes y anomalías varias.
La
prensa iba tomando partido y publicando encuestas favorables a quienquiera
pagase para ello. Las simpatías
de los disconformes con el bipartidismo, iban hacia el Dr. Caballero,
quien por entonces se perfilaba como una opción diferente, aunque
posteriormente comenzaría a mostrar la misma hilacha de sus colegas
tradicionales. No
en balde, los garrapatas adherentes al nuevo partido-movimiento, provenían
de los viejos partidos paraguayos de rancia y huera raigambre.
Por otra parte, la membresía masónica de su conducción
despertaba suspicacias en los más avisados, que tampoco eran muchos que
se diga, siempre superados por los desinformados de la bandada.
Los debates públicos estaban a la orden del día y las promesas de
progreso y bonanza económica eran los anzuelos y carnadas de pescar
incautos electores, amigos del facilismo y la mediocridad.
No se podía colegir quién era mejor o peor que quién, ya que los
únicos desconocidos eran Wasmosy y Caballero Vargas; pues el barbado Dr.
Laíno, un veterano opositor a la tiranía de Stroessner —especialmente
cuando fue radiado de la cámara de diputados tras la convención
constituyente de 1977— era más
conocido entonces como amigo de las botellas de marca, que del pueblo al
que decía dedicar sus afanes. En
cuanto al Dr. Caballero Vargas, era más afín a círculos empresariales
agroexportadores que a la palestra politiquera. Se sabía que era hijo de
un prominente político febrerista y hermano masón de alto grado, pero
muy poco más. Sólo su don
de gentes y su sonrisa fácil de marketing populista despertaba suspiros
en el electorado femenino y su carisma, inspiraba curiosidad entre los jóvenes,
incluso a los que aún no tenían edad reglamentaria para la emisión de
voto. Este era el panorama
político del Paraguay de 1992, en que las clases más pobres y
perseguidas: los campesinos e indígenas, eran quienes finalmente mantenían
a los parásitos de la clase ociosa; ya que una gran parte de los rubros
exportables era producido en fincas pequeñas de no más de veinte hectáreas
en la región oriental del país. Llegado
el día de las elecciones, en mayo del 93, la abstención fue mayor de la
esperada, lo que torció las preferencias del apenas 40 por ciento de los
concurrentes, y tras larguísimo tiempo de espera, se proclamó ganador al
caballo de Rodríguez.
El
país iniciaba el camino al desastre de la mano de un tecnócrata de
segunda y de un militar mesiánico. Tras
los días de incertidumbre post-eleccionaria, corrieron rumores no
confirmados de que Laíno hubo ganado dichos comicios por exiguos veinte
mil votos, pero que, ante las amenazas de Oviedo y la oferta de Rodríguez
de tres millones de dólares más el retorno de los gastos de la campaña
electoral, aquél hubo aceptado —dizque— el trato, reconociendo su
derrota. Todo sin ruborizarse ni siquiera por efectos etílicos, tras
copiosas libaciones durante el prolongado cómputo preliminar de los votos
aparentemente favorables hacia su partido, proclamándose a sí mismo
comandante en jefe en unarranque de soberbia.
Las encuestas de bocas de urna, hábilmente manipuladas por el
empresario Humberto Rubín, propietario de una emisora con mucho rating y
gancho dieron la victoria, prima
facie, al ingeniero Wasmosy. El
campesinado en tanto, observó la apatía más escéptica acerca del
desarrollo de unos comicios signados por el estigma del fraude más
grosero de la historia: en las internas coloradas y en las generales.
Ahora tendrían un fantoche presidencial de ocasión, ya en el
ocaso de la vida del general Rodríguez.
Éste se retiraría con todos los honores en olor de inocencia y
ungido constitucionalmente como senador vitalicio, lo que le daría más
impunidad aún, ya al borde del fin. El general Oviedo asumiría en su reemplazo como comandante
del ejército, con el mayor poder que persona alguna hubiera tenido jamás
en el Paraguay, nación de paradojas, contrapuntos y contrastes.
La
selva, derramaría su savia ensangrentada por el despojo y la depredación,
a manos de los empresarios y dueños absolutos de la vida y la muerte,
como en los tiempos del feudalismo andante, corriente y sonante.
El entronizamiento casi fraudulento de un ingeniero vinculado a la
tiranía, depuesta a costa de sangre ajena, marcaba el inicio de otra era
de corrupción privada, la que suplantaría a la corrupción depravada
oficial, superándola en poco tiempo.
Las
grande obras hidroeléctricas, además de estar escandalosamente
sobrefacturadas, desplazaban a los moradores de las tierras inundables,
los cuales íbanse convirtiendo nuevamente en parias exiliados en su
propia patria, como perros sin amo; o quizá como ganado orejano... o
campesinos sin tierra, finalmente, que a eso iban.
La
absurda promesa electoral del candidato triunfante, de adelantar al país
cincuenta años en sus cinco de gobierno, no pasaría de un pésimo chiste
de mal gusto. La pobreza, que ya estaba siendo crítica en los años
postreros de la tiranía, llegaría a niveles endémicos. Lo que sí haría posteriormente, como se verá, es esquilmar
en cinco años al país, endeudándolo por cincuenta años. Empeñaría un largo e incierto futuro por un efímero
presente a trueque de migajas crediticias a precio de usura. Todo el país, y gran parte de Iberoamérica, entraban en una
nueva etapa de exégesis de la propiedad privada y liberalización de la
competencia, que obligaba a los más pobres a replegarse ante la
intempestiva irrupción de intereses transnacionales.
Éstos, pretendían apoderarse de infraestructuras de servicios
y recursos que —hasta entonces para bien, para mal o para peor—
se hallaban en manos ¿nacionales? Más
bien en manos de partidos políticos del poder. El
saco al tesoro público, en sus diversas formas, estaba en auge.
La sociedad, desprovista de herramientas de control y de justicia,
contemplaría, entre indignada y apática, el despojo.
Verían entre la bronca, la impotencia y la desidia, cómo los políticos
de todo pelaje y color, decidían —a favor de intereses extraños— la
enajenación de las riquezas de la nación.
Rodríguez podría sonreír satisfecho. Había sido blanqueado por
el Gran Hermano de su estigma de narcotraficante, a cambio de una parodia
de libertad, de una comedia circense de democracia.
Unos pocos —muy pocos— decidían
los destinos de muchos, con los votos de una mayoría pírrica anestesiada
hasta las fronteras de la estulticia.
Wasmosy,
en un arranque de astucia, transigió con los intereses de sus mecenas,
prometiéndose a sí mismo independizarse muy pronto de la égida del
ominoso Lino Oviedo, apenas se le presentase la primera oportunidad, la
cual debió esperar aún tres años más. En
tanto, se reanudaría la lucha de los terratenientes contra los sintierras,
quienes, gracias a la apertura política de fachada, por lo menos tuvieron
la opción de organizarse, aunque sin los recursos que manejaba la
poderosa Asociación Rural y sus abogados chicaneros. Ese 15 de agosto de 1993, en un coqueto y excluyente club
capitalino, muy exclusivo por cierto, se celebraba un sarao con la
asistencia del cuerpo diplomático, en homenaje a la asunción
presidencial del nuevo ungido. Rodríguez
y Lino Oviedo estaban exultantes como pavos reales en celo y brindaban con
champán, por la democracia y por el primer presidente civil en muchos años. Tantos, que se habían diluido en los océanos de la amnesia
histórica; siendo además tan breves y efímeros los mandatos —a causa
de cuartelazos y golpes—que casi no se hicieron sentir. —¡Por
un quinquenio de prosperidad, señor presidente!
—brindó Rodríguez, de riguroso pingüino inglés, alzando su
copa de fino cristal de St. Gobain que parecía moldeada en el seno de
Venus, para gloria de Baco. —¡A su salud, por haber restablecido la
democracia, mi general! —replicó el nuevo inquilino del Palacio de López
alzando a su vez su fino receptáculo del espumante elixir.
En
cuanto a Oviedo, sin apenas abrir la boca, sonreía maquiavélicamente,
como intuyendo un quinquenio de buenos dividendos, políticos y de los
otros. Especialmente de los
otros. Apenas estaba reponiéndose
de una ardua tarea de fraude electoral, cuando estaba ya planificando su
próxima incursión en política: esta vez como candidato y seguro ganador
de las próximas ¿justas? electorales.
De
hecho, tenía ahora mismo al país en su puño, pero debía granjearse las
simpatías del proletariado, por lo que asumiría la defensa del mismo
como adalid del pobre paraguayo del campo y los márgenes urbanos, siendo
esto parte de su estrategia política.
Y lo haría, aunque tuviese que enemistarse con la Rural y sus
asociados. —El
Palacio de López, bien vale una mise en scéne —pensó para sí Oviedo, parodiando a Henri IV,
aspirante hugonote al trono de Francia.
Los comentarios se sucedían, elogiando la imagen y ¿sapiencia?
del nuevo presidente, electo por obra y desgracia de la estupidez o la
ingenuidad popular, entre otras cosas.
Los brindis y las libaciones, matizadas con exquisitas delikatessen,
se sucedían en cadena como intentando halagar más a Rodríguez que al
nuevo presidente, según se pudo colegir.
Pero ya Wasmosy iba haciendo cálculos sobre lo que ganaría con
licitaciones en las ostentosas obras públicas autocontratadas y
vaciamientos de bancos que se avecinaban.
Rodríguez pensaba en los dólares que podría pintar nuevamente de
verde tras circular por negras manos de narcotraficantes y especuladores
del dinero ajeno. Oviedo
en tanto, cavilaba acerca de sus futuras ganancias en el flete de
derivados de petróleo y cobros de sobornos por contrabandos y otras
actividades non sanctas. Todos
los implicados en el affaire electoral, sacarían buenas tajadas en el
futuro, aunque la torta nacional se iba poniendo delgada y escuálida,
tras las gestiones de Stroessner y Rodríguez.
Mientras se brindaba y deglutía por el presidente de ocasión, los
campesinos allá en el Segundo Departamento de San Pedro, estaban haciendo
esfuerzos por sobrevivir sin perecer en el intento. Una
huida a toda marcha El primer año del gobierno Wasmosy, se caracterizó por un
considerable incremento —excremencial y demencial—, de la carestía,
el desempleo, la burocracia inepta, la pobreza, la inflación galopante,
la inseguridad, la depresión anímica y otras calamidades posmodernas.
El movimiento campesino organizó otra marcha multitudinaria sobre
Asunción, con asociados de cinco departamentos, sumados a minifundiarios
y trabajadores rurales de zafra de todo el país.
El objetivo anunciado era llamar la atención del gobierno sobre
las promesas —incumplidas como declaraciones perjuradas—, de
reactivación del agro y condonación de las deudas impagas a causa de
plagas, sequías y otros imprevistos, amén de las súbitas bajas de
precios por parte de los acopiadores intermediarios, sin mencionar la
harto postergada reforma agraria. Por
esos tiempos, ya se hicieron habituales las marchas de protesta anuales, y
ésta sería del mismo jaez, sólo que con más convocatoria. Calixto
Ñamandú se reunió en Ca’aguazú con otros dirigentes campesinos de
varios Departamentos y líderes gremiales de trabajadores rurales y
urbanos para dar la señal de arranque a la manifestación. Ramona, cuyo
grácil rostro recibía los primeros arracimados surcos de arrugas que
acentuaban aún más su fragilidad aparente, estaba ya encinta del cuarto
mita’i o mitakuña’i —aún no estaba bien segura de sexo— y
proseguía sus labores docentes en la escuelita Igualdad. Sus
trenzados cabellos recibían las primeras hiladas de nieve y sus callosas
manos íbanse marchitando, aunque sin perder esa gracilidad de alondras en
aleteo, cuando realizaba sus delicadas labores de calceta o croché, o
cuando trazaba los signos liberadores de las letras en el pizarrón, ante
sus expectantes y atentos alumnos de ambos sexos.
La
prominencia de su vientre íbase, poco a poco, ensanchando al magnífico
misterio de una vida en cierne y su otrora luminosa mirada, ya debía
ocultarse tras las cortinas de sus gafas de lectura. Pero aún así, con las huellas del tiempo orografiando su
piel, su ánimo continuaba enhiesto y desafiante.
Era todo un arquetipo de la mujer paraguaya, hacendosa y sufrida;
pero sin perder la estampa juvenil que trajera de la lejana Buenos Aires.
Calixto
iba y venía en febril trajín, entre Ca’aguazú, Villarrica, San
Estanislao y Asunción, haciendo enlace regional de las organizaciones
campesinas que se hallaban abocadas a la Gran Marcha, como las que le
antecedieran en años anteriores. Ramona
por esos días apenas lo veía, como sueño obnubilado de ausencia; como
fugaz meteoro vagabundo de siderales profundidades.
Pese a ello, el amor de ambos y su entrega total a sus hijos y a su
comunidad no sufrió merma alguna. Los
avatares de la vida y las constantes agresiones o intentos de asesinato no
hicieron mella en ambos, ni en sus compañeros de labor y convivencia.
Calixto
por lo menos tenía la conciencia en paz, pues si bien sus agresores lo
pagaron con sus vidas, ninguno fue abatido por sus manos, sino por ellos
mismos, quizá con una pequeña ayuda exterior. Caso de nuevos intentos, los pistoleros lo pensarían mejor
antes de tratar de penetrar en la ocupación;
aunque era probable un atentado fuera de la colonia o tal vez en
uno de sus viajes. Debía
permanecer siempre en alerta y en vigilia constante, que quizá ya se habían
fundido las balas que acabarían con él; aunque esto no lo preocupaba
demasiado. Si caía, sus
compañeros se ocuparían sin duda de su familia.
De eso sí estaba seguro en un ciento por ciento. En una de sus
idas y venidas, decidió pasar un par de días con sus hijos y Ramona.
Quizá fuesen juntos de pesca o cabalgasen por los alrededores.
Tras desempacar sus escasas pertenencias de viaje y poner en orden
documentos y papeles relacionados con sus labores actuales, se sentó a
saborear un refrescante tereré con Ramona a fin de interiorizarse de la
marcha de la escuelita y de la gestación de su último vástago en
camino. Tras
las confidencias y confesiones de sus respectivos temores, compartieron
una cena frugal y enviaron a los pequeños a soñar con sus fantasías.
Tras esto, dieron en contemplar en silencio las miríadas de
estrellas que parecían llover sobre ellos.
El deslunado cielo y la ausencia de luces urbanas en el lugar, hacía
destacar el titilante concierto sideral de los astros, al punto de casi
poder tocarlos con sus dedos; aunque éstos se hallaban entrelazados
entrambos, cual si fuese un gesto de postrer despedida.
La quietud de la noche, sólo alterada por el rumor incesante del
monte y la vida nocturna bullente en sus entrañas, no hizo impacto en los
dos enamorados. Aprovecharon entonces que los niños ya se encontraban en oníricas
regiones de maravillas, para pasear por el entorno aunque sin alejarse en
demasía, siempre tomados de las manos, como cuando caminaban por las
plazas de Buenos Aires bajo las luces de neón.
De pronto, como sin pensarlo, se tendieron en la húmeda gramilla,
casi en los lindes del poblado y con la tibieza brotándoles de la piel,
unidos en una sola corriente de energía cósmica.
Se
amaron, casi frenéticamente, como dos adolescentes, bajo la fría luz de
las flores astrales, acunados por el sereno que todo lo empapaba con su gélida
caricia, que no atenuó el calor de sus cuerpos afiebrados de erotismo
juvenil. Volvieron
casi al alba a su rancho, apenas para compartir un mate amargo y despertar
a los niños para acostumbrarlos al tibio sol otoñal.
Tras un frugal desayuno de tortillas de almidón de yuca y queso,
conocidas como mbejú, cocido negro y leche tibia, Calixto se preparó
para retornar a la capital a proseguir con la organización de la marcha.
Los niños lo despidieron con ese cariño típico de los campesinos
sencillos y alejados de las complicaciones urbanas.
Ramona aún tenía ojeras, en parte por la trasnochada en vela y en
parte del cansancio de su doble rol de maestra y ama de casa.
Mucha sangre habría que oblar aún, en holocausto a los
sanguinarios dioses del interés creado, a fin de derrotar a la
perversidad del sistema, antes
de tener derecho a elegir su propia vía de desarrollo armónico; para
poder crecer solidariamente y satisfacer sus necesidades físicas e
intelectuales. Cada
marcha, manifestación o corte de ruta, se cobraba su cuota de heridos o
muertos, sin contar los aleves atentados perpetrados por pistoleros de
alquiles de los terratenientes. Pero
pese a todo ello, no desistirían en luchar con sus propios medios y con
su propio coraje. Por de
pronto, habría que organizar la provisión de alimentos y vituallas para
los que llegarían a Asunción y ello presuponía negociar con la iglesia
católica, con organizaciones gremiales de trabajadores, estudiantes y
catequistas que se encargarían del servicio y distribución de comida y
agua o refrescos sintéticos instantáneos a falta de frutas frescas.
También
debía controlar la infiltración de agentes provocadores que pudiesen
echar a perder el carácter pacífico de la marcha y desatar una reacción
represiva, habitualmente desmedida, por parte de los antimotines
entrenados por el coronel Krats. Ningún
detalle, por insignificante que parezca, debía dejarse a la improvisación.
Justamente,
Calixto fue designado por la experiencia que ya poseía de anteriores
manifestaciones y marchas y por su astucia inteligente.
No olvidó incluir en agenda una entrevista con altas autoridades
legislativas y con el propio presidente Wasmosy, lo cual fue en principio
el objetivo de los manifestantes a fin de exponer personalmente sus
necesidades y negociar sus reivindicaciones eternamente postergadas.
Varios diputados y senadores liberales y encuentristas prometieron
dar curso a su solicitud, no así el vocero presidencial, quien dio largas
al asunto, eludiendo respuesta alguna.
Alegó tener que realizar consultas respecto a la agenda
presidencial y un probable viaje al Brasil, aún no confirmado. Allí
pudieron comprobar fehacientemente, la perfidia política del ingeniero
Wasmosy y sus tácticas dilatorias. También
pudieron confirmar que la oculta mano del general Oviedo, aún árbitro
supremo del ejército, estaría tras el aparentemente titirizado
ingeniero. Sabiendo
de la presencia de los activistas campesinos, Oviedo hizo citar en su
despacho del Primer Cuerpo de Ejército a los líderes de las distintas
agrupaciones campesinas, en las afueras de la capital, para ofrecerles
apoyo condicionado a un futuro proyecto político.
Para evitar problemas y suspicacias, dos dirigentes acudieron
sigilosamente a la nocturna cita con el poderoso comandante del ejército,
cargo recientemente creado para satisfacer el megalomaníco ego del
hombrecillo con ínfulas de mesías de la patria. Calixto se abstuvo de
concurrir, e hizo lo imposible por evitar que sus otros compañeros de
causa lo hiciesen. Mas no
pudo impedir que dos dirigentes del mismo departamento, pero de otros
asentamientos, consintiesen en negociar ventajas políticas con el polémico
general, aludiendo que en la política, la guerra y el amor, todo vale, lo
cual era rechazado instintivamente por Calixto Ñamandú y los suyos. Sabía
que si comprometía su apoyo a un futuro proyecto político de Oviedo, se
mancharía y con él a sus compañeros de lucha; que no era solamente por
su autonomía económica y política, sino también por la dignidad y la
ética. Y ésta, justamente,
estaba ausente de los proyectos del general, más discípulo de Maquiavelo
que de Platón y más admirador de César, que de Jesús. Olivio
Fatecha y Edmundo Marecos, dirigentes campesinos algo
afectos al facilismo y de polémica trayectoria, fueron junto al
general a fin de escuchar sus ofertas y condiciones para recibir ayuda,
por lo menos para sus asentamientos. Pensaban quizá, que a veces conviene negociar con dios y con
el diablo para obtener ventajas; idea algo maquiavélica que Calixto
rehusaba aceptar, prefiriendo
dejar a ambos entes metafísicos fuera de su agenda.
Si aceptó pactar apoyo de la iglesia, a través de los obispos,
era simplemente por el poder aglutinante de la misma y cierta
respetabilidad ante la opinión pública; criterio también compartido por
el partido comunista y otros movimientos de izquierdas, además de la
propia ciudadanía de mayoría católica. También
algunas confesiones evangélicas colaboraban con ellos, como la Evangélica
Luterana, la Evangélica Alemana y los de la iglesia Discípulos de
Cristo, aunque en menor medida, siendo el apoyo de éstas últimas más
bien simbólico, aunque les brindaban asesoramiento legal. Finalmente
fue fijada la fecha de la Marcha y ésta se efectuó sin mucha alharaca,
pero sí con el espíritu de sacrificio de los miles de campesinos,
hombres, mujeres y niños, que acudieron masivamente sobre la capital, en
autobuses, camiones de carga y hasta en carros kachapé
pese a las barreras policiales puestas para entorpecer su traslado
a Asunción. En
el límite noreste de la ciudad, desembarcaron para concentrarse con sus
pancartas, banderas y gallardetes distintivos de cada asociación o
asentamiento, siendo recibidos por los capitalinos en olor de multitud y
con mucha simpatía. Posteriormente, marcharon, bajo fuerte custodia
policial de efectivos de choque, acariciados por un no menos fuerte sol
apenas eclipsado bajo sus aludos sombreros de paja.
Primero por la avenida Eusebio Ayala, desplazándose lentamente
entre ovaciones del gentío que los aclamaba desde sus casas y veredas.
Luego desviaron por la avenida Kubitschek, hacia el ex seminario
metropolitano, donde acamparían luego para dirigirse al microcentro.
Allí
se hallaban las sedes legislativa y ejecutiva: la Plaza de Armas, frente
al viejo cabildo y la catedral matriz de Asunción.
Grande fue la sorpresa de todos, cuando los diarios del día
anunciaban en titulares de cuerpo catástrofe, el repentino viaje
presidencial a una feria agro ganadera en Brasil, donde Wasmosy, con el
pretexto de exponer sus campeones de cinta azul, se alejara estratégicamente
de la presencia de los campesinos, eludiendo sus anteriores promesas de
atender sus justos reclamos. Ni
la conciliadora actitud de algunos diputados y senadores de la oposición,
pudieron amortiguar o atenuar siquiera la frustración de los
manifestantes burlados en sus justas aspiraciones por la huida de un
mediocre presidente-empresario, para quien uno de sus nelore valía más
que el hambre de su pueblo en su agenda de responsabilidades y en su
escala de prioridades políticas. Un
proyecto delirante Lino Oviedo expuso claramente y sin rodeos su posición ante los
dos delegados que acudieran a su convocatoria:
—Les ofrezco al campesinado paraguayo, mi mano y mi corazón de
paraguayo y patriota —explicó
el demagogo en cierne, callando que su mente no se apartaría de sus
negocios ni se apearía de sus ambiciones, que su corazón no pasaba de
mero órgano circulatorio, con mando automático y ajeno a toda emoción—.
Pero exijo la lealtad hacia este proyecto que en poco tiempo más, saldrá
a la palestra. Yo también
soy de clase humilde como ustedes, he andado descalzo y comido raíces de
mandioca, y no le hice ascos al trabajo duro; pero siento que debo
compartir mi proyecto con ustedes, a fin de forjar una fuerza basada en la
alianza campesina y el poder militar, el cual nunca estuvo, ni estará
ausente del todo de la política nacional, pese a los mal llamados
institucionalistas. —¿Y en
qué consiste su proyecto político, general?
—preguntó Marecos con cierta curiosidad, no exenta de morbo e
interés. —Para el próximo
período presidencial, necesitaré apoyo popular para la campaña.
Pronto pasaré a retiro, y tengo mis planes para librar al país de
estos zánganos de la clase política civil, y lo haré con mano dura
contra la corrupción imperante. Y
para esto, hay que deshacerse de muchos zaprófitos y sanguijuelas.
Necesitamos un gobierno patriótico fuerte, en todo sentido. —¿Ud. propone entonces una especie de dictadura, general?
—preguntó Fatecha, medio como sin quererlo.
—Mire que Tío Sam… —Bueno,
no exageremos, hombre —respondió Oviedo conciliador. —Más bien, digamos, aplicando la ley a rajatabla y
prescindiendo de ciertas cortapisas y trabas excesivamente burocráticas.
Claro que para lograrlo, tal vez fuera preciso reformar la
constitución, por lo menos en lo que atañe a la distribución de poderes
públicos y modificando el código penal para reimplantar la pena de
muerte a los criminales. Necesitaré
tener las manos libres, de lo contrario el poder legislativo puede ponerle
cáscaras de banana al ejecutivo. O
quizá los jueces intentasen librar a los corruptos de la espada de la
justicia, fuese por afinidad partidaria o de otra laya.
¿Cómo se puede gobernar un país muy dividido en partidos e
intereses? Solamente con
apoyo popular mayoritario y las armas de la patria. Recuerden a don Gaspar Rodríguez de Francia. —No sé mucho
de historia, general —dijo Fatecha medio intrigado—. Pero creo que fue otra época, con otras necesidades y
otro contexto crítico. No
creo que haya que ser demasiado draconiano hoy día. Ya no estamos
aislados del resto de las naciones ni tenemos piratas en nuestras costas,
sino más bien por dentro. —¡Al
contrario! —interrumpió Oviedo molesto ante la alusión casi
personal—. No
necesitamos del Mercosur, ni de los Estados Unidos.
Tenemos otros amigos que nos ayudarán, sin tener que recurrir a la
usura internacional del dólar. ¿Por
qué tenemos que someternos al imperialismo norteamericano para tomar
decisiones? ¿Por qué debemos obedecer sus órdenes para nuestra política
interna y exterior? Europa y
Asia ofrecen más por menos al Paraguay.
Mi proyecto, desde ya les digo, no estará uncido al yugo del carro
norteamericano. ¿Comprenden? —Lo que creo entender —dijo Marecos con las orejas
alertas ante el tono de la charla—, es que saldremos de la égida
norteamericana, si nos dejan salir, claro, para caer en la órbita de
chinos, coreanos, japoneses y alemanes.
¿Me equivoco? ¿O posee Ud. algún secreto alquímico para
convertir papel higiénico y periódicos viejos en valores de curso legal,
limpios de mierda, polvo y paja? —No
—replicó Oviedo, algo ofuscado por el giro de las deducciones de
sus interlocutores—. No me
refiero a esos gobiernos amigos, sino a las empresas privadas.
Tengo contactos en varias transnacionales nuevas, que compiten con
Estados Unidos y que quieren invertir en el Paraguay, pagando mejores
precios por nuestros productos y mano de obra.
Por ejemplo los vinculados al reverendo Luna9
de Corea del Sur, y muchas más. Tampoco
tendremos los clásicos problemas de las famosas “certificaciones”
unilaterales con que nos traban nuestras exportaciones los
norteamericanos; ni a las maniobras de los países del Mercosur contra
nuestros productos. Pero
ahora pasemos a lo nuestro. Pronto
voy a hacer una gira por el interior para hablar con ustedes en sus
chacras al respecto. Tenemos
que hacerlo todo dentro de los cauces constitucionales... por ahora; por
lo menos hasta la próxima reforma. Primero
paso a retiro, uno o dos meses antes
de que fenezca el período presidencial de Wasmosy, y luego me
postulo para la candidatura por el partido colorado o creando uno nuevo de
cualquier otro color. —No
entiendo mucho de eso —aclaró Fatecha—.
Pero primero tiene que triunfar en las internas... como lo hizo
triunfar a Wasmosy. —Ese
zoquetero no servirá más para ningún proyecto —replicó el general.
—Sólo será un estorbo. ¡Lástima que le dimos a probar la golosina del poder y ya
se cree todo un líder! El único
contendiente de cuidado es Argaña, pero ya me las arreglaré para dejarlo
fuera de carrera. En la
cancha se ven los pingos. ¿Me
apoyarán ustedes o no? —Depende,
general —respondió Marecos, emulando a Maquiavelo y con un dejo casi
imperceptible de cinismo—. De
su generosidad ha de depender, más que de la nuestra.
Nosotros, sólo podemos contar con nuestros votos y el apoyo de las
organizaciones que lideramos. ¿Cuál
es su oferta? —¿Cuánto
quieren, ustedes dos, para intercederme como operadores políticos?
—retrucó Oviedo al notar por dónde venía la mano.
—A quinientos mil dólares por cabeza, Marecos y yo podríamos
jugarnos por su proyecto, general. Y
mire que somos generosos e idealistas. Los gastos de movilizaciones,
aparte. Incluso hasta podemos
conseguirle votos del campesinado liberal, vivos y muertos —explicó
Fatecha sonriendo medio de costado y relamiéndose por dentro.
—Me parece algo exagerado de su parte —replicó el general
ligeramente frustrado, tras creer que los dirigentes campesinos se venderían
por monedas. —Ofrezco
cincuenta mil verdes a cada uno. De los gastos varios, se encargarán mis operadores de
confianza. Y ni una palabra más.
—En tal caso, general, mejor dejémoslo acá.
Tal vez sea mejor. Ambos
dirigentes hicieron ademán de levantarse de sus asientos, como dando por
finalizada la charla, pero un gesto de Oviedo, los detuvo en el acto. —¿Cien
mil? —reofertó el general,
aunque se notaba que hasta ahí llegaba.
—Quinientos —exclamó Marecos, con firmeza digna de mejores
causas—. Y mire que para lo
que Ud. se va a jugar a ganador, son moneditas partidas por la mitad.
Recuerde que nosotros nos jugaremos más que Ud. Y tenemos más que
perder. El fantasma de la
tiranía de Stroessner aún sobrevuela sobre nosotros como buitre famélico.
Si Ud. defrauda a nuestros compañeros, nosotros perderemos
credibilidad y nuestra trayectoria de lucha, se irá al tacho de basura.
Lo toma o lo deja. —Déjenme
consultarlo con mis asesores. Luego
me comunicaré con ustedes —aclaró
el militar—. Mientras
llegamos a un acuerdo, puedo darles un pequeño anticipo —terminó
abriendo una libreta de cheques de cierto banco ciudadano del norte.
—No queremos nada ahora mismo
—dijo Marecos, precavido el hombre—.
Tiene una semana para aceptar o rechazar.
Luego, nos conformaremos con un millón cada uno, más otro millón
para nuestro movimiento. Buenas
noches, general. ¡Ah! querríamos contante, sonante y de ningún otro
color que no fuese el verde esperanza.
Nada devaluable, como el indio, ni que deje huellas visibles como
los cheques. —¡Buenas noches —respondió secamente Oviedo, mientras
mascullaba entre dientes, como para sí mismo—.
¡Bastardos! ¿Cómo puedo confiar en estos traidores?
Prefiero ser besado por Judas.
El
general, en su delirio de poder aún no sabía, o no creía, que Judas
estaba más cerca suyo de lo que imaginó.
Pero le pareció oír una voz queda que decía: —¿Seré yo, mi
general? Un
golpe de opereta —¡Este imbécil no me puede pasar a retiro y relevarme en este
momento! —bramó el general
Oviedo, de rigurosa gala y entorchados, al recibir el decreto presidencial
respectivo con fecha 21 de abril de 1996. —¿Qué hago con el negocio de
fletes de combustibles? ¿Qué hago con... mi proyecto político?
Estaba
por arrojar el decreto amasijado al cesto de papeles, pero recapacitó en
el segundo siguiente, que la ira es mala consejera.
No conviene a un jinete hecho y derecho montar en el corcoveante
bagual de la cólera, sin riesgo de caer estrepitosamente.
Y menos, en vísperas del Día del Arma. Llamó
a su asistente, el general Segovia y le ordenó hacer cien fotocopias del
documento, en la brevedad posible y archivar el original.
Luego llamó a sus subalternos más incondicionales del arma de
caballería, a quienes ordenó estar encuartelados en alerta rosa, pues
que aún la cosa no ameritaba situarse al rojo vivo.
Quince minutos más tarde, el general asistente le trajo las copias
requeridas, las cuales amasijó hoja por hoja, haciendo bollos y arrojándolos
contra el retrato del presidente Wasmosy que lo miraba indiferente desde
la pared. Acertó
casi todos los tiros y se tranquilizó algo, aunque no demasiado.
Llamó al centinela apostado frente a su despacho para que
recogiese de nuevo los bollos de papel en un cesto a fin de volverlos a
arrojar contra la cara semi sonriente del retrato presidencial que lo seguía
contemplando impasible y mecánico, como todas las iconografías
presidenciales, neutras y falsas. Oviedo
llamó al presidente al día siguiente, tras confirmar la autenticidad del
decreto, pero éste no se puso al habla, sino a través de un portavoz
palaciego, quien le confirmó su autenticidad.
En un principio se le antojó una broma pesada de su ¿amigo?
Wasmosy, aunque luego cayó en cuenta que aún faltaba mucho para el Día
de Inocentes, lo que lo llevó a convocar a sus comandados y encuartelarse
en el Primer Cuerpo de Ejército, desde donde telefoneó al presidente
recriminándole por su deslealtad para con él y negándose
terminantemente a acatar su orden de relevo, al menos hasta dos años más
tarde. Wasmosy tampoco las
tenía todas consigo, ya que en el fondo temía al todavía poderoso
Oviedo y no estaba muy seguro de sí, al tratarlo casi conciliador y
respetuoso a la investidura militar, sugiriendo un relevo de rutina que no
convenció al generalillo. El
embajador norteamericano, sabedor de las intenciones de Oviedo de romper
lanzas con su país, ya había antes sugerido al presidente pasarlo a
retiro a fin de neutralizar su influencia, prometiendo apoyo de su
gobierno. En efecto.
También los embajadores del Mercosur opinaron lo mismo: el general
Oviedo debía pasar a retiro, ya que todos intuían su reacción de rebeldía
y contumacia, lo que le supondría una Corte Marcial con baja absoluta…
y deshonrosa; algo casi innecesario para quien nunca tuvo en cuenta lo de
la honra, salvo para las ceremonias tan caras a los uniformados. Ese
aciago día de abril del 96, todo el país, e incluso otros, vecinos o no,
asistían al circo golpista, el que finalmente fue conjurado mediante la
promesa solemne de Wasmosy de nombrarlo ministro de Defensa Nacional, tras
pernoctar en una embajada extranjera —a causa del julepe— y reasumir
sus funciones. Esto desactivó
el supuesto peligro de sedición contra el orden constitucional, que en
opinión de los entendidos, fue apenas una parodia circense.
Finalmente, dos días después Oviedo fue al palacio de López,
tras firmar la aceptación de su pase a retiro, para ser ungido como
ministro, decreto mediante. Lo
que no esperaba éste era el zipizape que cientos de jovenzuelos y no
tanto, con los rostros pintarrajeados a tres colores, armaron en la Plaza
de Armas frente al Congreso y al Palacio donde fueron reprimidos a priori
por Cascos Azules, exigiendo —tras enjugarse el sudor, aliviarse los
golpes de cachiporra y retocarse la pintura tricolor en sus rostros—, la
destitución total del general rebelde, por considerarlo un peligro para
la estabilidad social y política del país.
Wasmosy
encorajinado por los manifestantes y ya con los testículos en su lugar,
luego del jabón inicial, rehusó firmar
el nombramiento de Oviedo porque se
lo pidió su pueblo, según dijera entonces. Oviedo salió por la puerta trasera del Palacio de López, en
olor de escrache y abucheo, prometiendo desde ya incursionar en política
herrada. Ese fue el principio
de la declinación de la estrella del pintoresco general de caballería,
aunque su carisma diabólico iría en ascenso. En
San Pedro, Calixto Ñamandú y sus compañeros seguían por radio el
desarrollo de los acontecimientos sin demasiadas expectativas. Estaban
enterados de la falta de coraje del presidente, al huir a la embajada
norteamericana, donde el embajador lo hizo su huésped, hasta que las
papas se enfriaran, aunque el embajador del Brasil, Laíno y el nuncio
apostólico del Diablo hicieron lo suyo para convencer al remiso de
dimitir, so pena de declarar ilegal su intento de golpe, que finalmente
fue nada más que un acto de desobediencia activa y más farsesco que
teatral. No
tardó Oviedo en aparecer por San Pedro, días después de la crisis del
22-A, con el objeto de convencer a los labriegos, con o sin tierras,
acerca de las bondades de sus propuestas de asistencia económica a
trueque de un apoyo político. Ciertamente,
muchos campesinos creyeron ciegamente en sus falaces promesas, aún
intuyendo su perfidia y doblez de índole púnica, lo que lo hizo aún más
peligroso. Nunca
se supo si Marecos o Fatecha se plegaron al proyecto, o si el general buscó
unas opciones más económicas para contratar operadores en el depauperado
agro paraguayo. Después de
todo, Judas siempre está de parte de los mesiánicos para traicionar al
Pueblo, toda vez que oblasen los denarios correspondientes. Lo que sí quedó en claro, es que el diminuto general
seudogolpista se lanzó con todo para conquistar la voluntad de muchos
campesinos, colorados o no, para su alucinado proyecto presidencial.
Y éste sabía que, ante la crisis social y económica, muchos le
comprarían abalorios y espejitos de colores para ver la vida color de
rosa, se venderían o alquilarían al mejor postor; especialmente los
menos letrados y los más dependientes de los demagogos, siempre a la
pesca de incautos —que para suerte de éstos, abundan siempre—, con qué
llenar las urnas de inútiles papeletas comiciales. Por
otra parte, Oviedo poseía una capacidad energética increíble. Durante
su comandato se acostaba generalmente a la medianoche o más y levantaba a
las cuatro, haciendo sudar a su asistente, el general Víctor Segovia,
quien debía seguirle el tranco sin chistar.
Actuaba con la celeridad de un dínamo y apenas probaba bebidas,
salvo casos muy importantes, y aún así, generalmente con mucha agua
mineral. De pronto aparecía
en los asentamientos o poblados, chacras o capueras, y tras saborear un
tereré con los lugareños, se lanzaba a discursear prometiendo bajar el
cielo a la tierra, regalar lotes en el espacio exterior y convertir
eriales en paraísos edénicos accesibles; donde él mismo sería el único
ángel custodio con su flamígera espada.
O prometiendo a cada familia campesina bicicletas, gallinas
ponedoras y lecheras holando, con cría y todo.
En fin, era una máquina de elaborar promesas... para luego
olvidarlas cuando algún día empuñase el bastón presidencial y se
calase la banda tricolor. Claro
que, con la varita de Mercurio y la espada de Marte, todo era posible. O
casi todo. En
cierta ocasión, arribó a una colonia de menonitas canadienses (cuando
todavía tenía la sartén por el mango) y emitió sus discursos de
costumbre, pero en un chapurreado alemán (Oviedo había hecho parte de
sus estudios en Alemania), aunque a los menonitas —canadienses
angloparlantes— les sonó a chino cantonés y ayunaron el contenido,
sonriendo por cortesía y con aplausos por si acaso.
En otra oportunidad (no perdía ocasión de mostrar su conocimiento
del alemán), habló ante una tribu de indígenas de la parcialidad maká,
que sí lo escucharon con atención. Curiosamente,
éstos sí lo entendieron, ya que algunos de ellos habían sido peones de
los menonitas de Loma Plata y Filadelfia, y conocían algo la lengua de
Goethe, pero en su versión bíblica vulgata neotestamentaria.
También la enorme fortuna de Oviedo le posibilitó rodearse de un
entorno de zánganos y buscavidas que fungían de operadores y se ocupaban
de preparar el ambiente precediéndolo en sus giras organizándole
auditorios en pueblos y ciudades. Por supuesto que no desperdiciaban oportunidad para sisarle
el cambio de los gastos operativos y de logística. Pero
el general, heredero de la mafia militar creada por Stroessner y Rodríguez,
no iba a detenerse en menudencias. —¡Todo
sea por la patria y el pueblo! —decía a quienes tenían la paciencia de oírlo, e incluso
de verlo. Y ambas cosas a la
vez solían ser poco digeribles. Era
inevitable que apareciese por Táva Pyahu en sus innumerables giras, a
desatar su interminable verborragia acerca de las ventajas de una mano
fuerte en el poder público (y también en el privado, que es el más
poderoso, aunque esto se lo calló como secreto de Estado), con la
expeditiva solución de importar sillas eléctricas para los delincuentes,
según explicó, y castración a los violadores; además de reparto gratis
de semillas, insumos y bicicletas para los pequeños agricultores de
minifundio. Calixto, fortuitamente no se hallaba en la colonia y se evitó
el mal trago de oír los disparates del hombrecillo megalómano; así
también le evitó a Oviedo algunas preguntas incómodas, que éste no
sabría responder sin que le chisporrotearan las neuronas, para lo cual el
ex general estaba poco avisado. Los
compañeros de la colonia debieron soportarlo estoicamente sin decirle
mucho, ya que, desde su llegada no paró de exponer, monológicamente y
sin avaricia de saliva, su proyecto.
Aunque prometió regresar, cuando por fin —quizá para reponer
saliva malgastada al cohete— decidió pasar al distrito de Lima en
prosecución de su gira política.
Sin comerla ni beberla, llegaron las internas coloradas en las que
—increíblemente pero con precisión prusiana— Lino Oviedo pasó al
frente con su candidatura por el partido colorado, derrotando al irascible
y atrabiliario Argaña, esta vez sin fraudes, aunque pudiese parecer fantástico.
El
surrealismo se impuso a lo pragmático y el disparate a la lógica, y
Oviedo fue ungido candidato presidencial con el ingeniero Raúl Cubas como
vicepresidente de la chapa, como dicen en Brasil. Wasmosy, intuyendo que de ganar las elecciones generales
—cosa muy posible por otra parte—, el vengativo Oviedo se la haría
difícil, atentando contra sus bienes y negocios, ordenó —en su carácter
de comandante en jefe de las Fuerzas Armadas—, procesar a éste por el
circense intento de golpe del 96. Con
tal artimaña seudojurídica, Oviedo fue expeditiva y sumariamente
condenado por un tribunal militar a la medida presidencial y sentenciado a
diez años de reclusión y baja deshonrosa, dejándolo inhabilitado para
las presidenciales y sin su jerarquía y fueros militares. Por
supuesto que Wasmosy tenía muchos pecados que esconder a la nación:
escandalosas e ilegales autocontrataciones directas de obras públicas,
sobrefacturaciones, contrabando, desvíos, créditos fraudulentos a bancos
técnicamente quebrados, blanqueos y algo más. Bastante más.
Y Oviedo no era de los más indulgentes, si de venganzas se
tratase. Pero de todos modos, debería buscar sustituto para que su
proyecto prosiguiera avante. Entonces,
se le ocurrió la idea salvadora: su vicepresidente Raúl Cubas lo
reemplazaría, ofreciendo al derrotado Argaña la vicepresidencia, pero
manejando él mismo los hilos del poder. Porque hay que reconocer que el
ex general, si bien no destilaba demasiado intelecto, poseía una astucia
digna de la fálica serpiente del Paraíso Terrenal y era buen
ajedrecista. Especialmente en
las jugadas de enroque. Esa
misma noche el general defenestrado citó a sus asesores para cambiar la
chapa presidencial: en lugar de Oviedo-Cubas, las lista sería Cubas-Argaña
y todos contentos. Incluso el
maquiavélico Wasmosy poco y nada pudo hacer para evitarlo. Sólo rogar a
dios y al diablo, que perdiera las próximas elecciones el dueto colorado.
Caso contrario, de la cárcel y desafuero no lo salvaba ni el Gran
Ingeniero del Universo. Y eso
que estaba al día con las contribuciones a su Logia de iluminados.
De
todos modos, Oviedo fue puesto tras rejas de plata.
Primero en una prisión militar en Itauguá, localidad cercana a la
capital. Luego fue trasladado
a la Agrupación Especializada, en el barrio de Takumbú, en los suburbios
de Asunción, cerca de la cárcel del mismo nombre, en calidad de preso
cinco estrellas; aunque lo menos que merecía su actitud, era una pasantía
rigurosa en alguna oscura ergástula de ectoplasma de la cuarta dimensión,
o encerrado en algún bloque de kriptonita en el polo norte... junto con
Stroessner, Wasmosy y Rodríguez, más que nada por padecer de supermanía
crónica. El
actual presidente trató de ganar tiempo mientras pudiera, abusando de sus
poderes, pues que él no se merecía menos que su contrincante.
Luego vería qué hacer con el presente griego.
Antes tenía un sólo adversario: el Dr. Argaña.
Ahora tendría dos, y de los pesados, además del legislativo.
Para colmo, Oviedo había sido propuesto y apadrinado para su
iniciación en la masonería de Rito Escocés por el abogado Diego
Bertolucci y el Monje Negro: Conrado Pappalardo, el verdadero poder detrás
de todos los tronos y miembro de honor de la logia italiana Propaganda Due
(P-2) de Licio Gelli emparentada, o mejor: empantanada con la Cosa Nostra. Un equipo de cuidado. Sólo
que Oviedo no imaginó que algunos militares masones, a los cuales enviara
a retiro prematuro, votarían contra él en los cerradísimos cónclaves
de la Gran Logia Simbólica del Paraguay, vetando su ingreso o iniciación, como la
denominan los hermanos de lo oscuro, quienes aún ignoran que el verdadero
iniciado nace, no se hace. Tal
vez esto hiciera más que sus reiterados pecados "capitales",
para truncar su carrera política hacia el poder.
Un poder manipulado desde altísimas y ocultas esferas, las que
finalmente, no son sino bolas en su mejor acepción.
Al menos para sus víctimas propiciatorias. Vendimias
de sangre Como
era de esperarse, la chapa presidencial ganó las elecciones a los
liberales Radicales y al Encuentro Nacional, por un cómodo cincuenta y
cuatro por ciento de votos, emitidos por un cuarenta por ciento de
participantes. Gracias más
que nada, a una abstención electoral de más del sesenta por ciento de
los empadronados, lo que posibilitó la rehabilitación inmediata de
Oviedo tras la asunción de Cubas, un "perdón" presidencial y
su inmediata libertad a pesar de la Corte Suprema que confirmara el primer
fallo con carácter irrevocable. La
anterior sentencia del tribunal wasmosista fue anulada, quedando el polémico
hombrecillo con las manos libres de tomar venganza contra quien suponía
traidor a su causa: el ex presidente, todavía protegido por la impunidad
parlamentaria, ya que, según la constitución pasaba a ser senador
vitalicio horroris causa. El
país entero —fuera de quienes votaron a la fórmula Cubas-Argaña—,
quedó en vilo. El aire se
paralizó, los árboles
detuvieron su crecimiento, los pájaros se cristalizaron en las ramas y
hasta los ríos casi dejaron de correr por las venas patrias.
Sólo faltaba que las cigarras emigrasen del Paraguay y los monos
huyeran al Brasil buscando asilo. La
inversión del tiempo, fue casi perceptible en ciertos observatorios y las
lluvias se hicieron horizontales. a causa de vientos inoportunos desatados
desde el gran oriente. Los chamanes y alquimistas pronosticaron oscuros
sucesos en lo futuro; los arúspices de lo improbable desempolvaron sus
viejos libros negros, para preanunciar mal de ojo al ganado y fiebres
malignas a los naranjos en vísperas de desfloración. Nada
aparentaba estar en su justo lugar. Parecía que las estrellas se hubieran
corrido unos grados a la derecha en la eclíptica para no sentirse
culpables de la estupidez de los que dieran voto de confianza a un malandrín
de siete suelas y media como Oviedo.
Porque hay que reconocerlo, él fue el virtual ganador de la justa
del 98 y no un oscuro ingeniero, que ostentaba —casi
sin quererlo— la banda presidencial; ni el civil autoritario y
antojadizo, que se creía vicepresidente de lujo en lugar de mediocre
segundón. Pero
el sistema electoral podría causarle serios problemas, ya que Argaña y
los opositores tenían mayoría en el Congreso Nacional y podrían
entorpecer al gobierno Cubas. Aunque
las malas lenguas, que nunca faltan en Asunción y alrededores, decían
que éste se bastaba solito para entorpecerse a sí mismo sin ayuda
alguna. Como el padre
Lucciena, era más amigo de lo espirituoso que de lo espiritual, y quienes
lo conocían, lo usaban como parámetro de alcotest positivo y sólo lo
superaría su accidental sucesor. En
efecto, no tardó el Dr. Argaña en darse cuenta de lo ridículo de su
situación como mero segundón de un inepto —aunque él no lo era tanto,
según creía—, instruyendo
en consecuencia a su movimiento político y a su bloque en el Congreso
Nacional, a que hicieran oposición radical a toda iniciativa proveniente
del Poder Ejecutivo. Para ello, disponía de cómoda mayoría en alianza
con liberales y encuentristas, quienes tampoco perdían oportunidad de
buscar fango en el fondo de los revueltos ríos de la política. Esto,
coyunturalmente y sin desearlo, salvó a Wasmosy de un inminente
desafuero, ya que constitucionalmente era senador vitalicio. Oviedo le debía
al actual vicepresidente la exclusión de la candidatura presidencial en
dos ocasiones, y Argaña, que ya estaba llegando al nádir de su vida a
causa de una dolencia irreversible, decidió cobrarse la deuda con
oportunas cáscaras de banana puestas al paso del presidente y su mentor
tras el trono o mejor, tras el sillón presidencial. En
tanto, muchas fuerzas oscuras estaban siendo desatadas sobre el país,
cual apocalípticos jinetes desbocados ante el desplome de una agonizante
centuria, turbulenta y cruel. Hasta
los pasos se hicieron lentos y las respiraciones arrítmicas de los
cocoteros perdieron su diafanidad y transparencia.
El aire parecía haberse tornado espeso, ante el temor de una nueva
tiranía, que amenazaba extender sus alas sobre una isla mediterránea de
barro colorado, colorido en sangre. El
general Rodríguez había expirado por entonces en olor de corruptela, su
legado no pasaría de una repartija de cuotas de poder entre masones,
desoyendo al sentido común. Sus
sucesores serían, como siempre, inaccesibles al deber, al honor y a los
clamores del pueblo. Los
campesinos estaban divididos, entre quienes aún creían en milagrerías
de huecos rituales de fetichistas promeseros ahogados en la ignorancia; y
entre los que dudaban de todo lo proveniente del más allá, divinidades y
angelidades incluidas. El
soporte de la credibilidad iba crujiendo y descascarándose como edificios
histéricos destinados al olvido tras el inminente derrumbe. Nada quedaría
de una sociedad ahogada por la incertidumbre, la ignorancia y la necedad,
asumidas como una cacareada "identidad nacional", que no era
sino un conjunto de vicios sociales no extirpados a tiempo; lo que los
nostálgicos y conservadores denominan "tradiciones" sin
sonrojarse de vergüenza. El
campesinado en parte no pudo, o no quiso, discernir entre el discurso
fascista con tintes izquierdosos del falaz Oviedo, disfrazado con lemas
sociales populistas —casi radicales de tan demagógicos—, al borde del
delirium tremens; con la opuesta
prédica mesurada de los dirigentes de los asentamientos. Y esto hizo más
daño a la cohesión de una
clase social oprimida, discriminada y explotada.
Oprimida por un empresariado, más afecto a la teología del lucro
insaciable, que del proclamado espíritu de empresa del que alardeaban
muchos de ellos, cual si fuesen sacerdotes de algún pretérito Moloch púnico
y de algún localísimo santo patrono de las matufias.
Pero
también Mercurio-Hermes, el de los veloces pies y el casco alado, regía
la infame especulación que devoraba los ya escuálidos presupuestos
nacionales, en una vorágine orgiástica de operaciones de blanqueo de
dinero sucio y apuestas bursátiles de dudosa rentabilidad. Especialmente para accionistas y ahorristas; aunque sí,
bastante lucrativa para operadores y yupies de corbata y maletín —muy
abundantes desde la aparición de Internet— aunque no todos con el
talento de los brokers, salidos de los claustros de Harvard o de Chicago
University. Éstos pululan como piojos por bancos y financieras, sin
determinarse acerca de su utilidad o eficiencia, salvo para provocar
quiebras fraudulentas. Esos sí,
con las bendiciones de los grandes maestres. Calixto
Ñamandú sabía algo —pese a su escasa pasantía en aulas
secundarias— acerca de los sórdidos intereses que los agobiaban con puño
de hierro y guantes de seda, desde confortables despachos climatizados del
Orbis Primus. La lectura, era su única fuente de información y formación,
pues que como se dijera, la pobreza pudo más que sus deseos de graduarse
en algo provechoso. Pero también gracias a ello pudo aprender mucho entre
sus hermanos campesinos, herederos de los pioneros de las tierras
poscoloniales, que labraban el porvenir de América toda en sus aún
ensangrentados surcos, muchas veces regados además con sus sudores y lágrimas
de frustración. Oviedo
no detuvo sus ambiciones de ganarse la voluntad del campesinado, para
obtener la ansiada banda presidencial y luego el poder omnímodo que lo
convertiría en un potentado
—aunque de hecho ya lo era—, tras el manejo bajo cuerda de
muchos negocios ilegales a los cuales son tan afectos los militares
iberoamericanos de la generación de la Guerra Fría y la Seguridad
Nacional pentagonal. Evidentemente,
tal conjunción de ineptos corruptos en un gobierno no podía dejar de
hacer sentir sus efectos, en lo cultural, en lo cívico, en lo económico
y en lo social, que finalmente, es la suma de los anteriores. Nada
ocurre sin causa aparente. Todo
es efecto de cuanto se hiciese o dejase de hacer, por lo que en poco
tiempo entre tiras y aflojes del presidente, el Congreso Nacional y el
Poder Judicial, el Paraguay fue haciendo agua, sin que hubiese
calafateadores ni bombas de achique que funcionaran.
Los
precios agrícolas volaban a ras del suelo; las exportaciones mermaron y
recibieron menos divisas; los atroces despilfarros gubernativos proseguían
como en épocas de bonanza; las leyes se estancaban en el Congreso
Nacional, empantanándose en una pesada burocracia formalista y vacía.
Por supuesto que quienes más lo sintieron, fueron los trabajadores
del agro, los obreros rasos y los pequeños empresarios y artesanos, ya
que siempre la soga se suelta donde más angosta y deshilada está.
Los detenidos sin proceso abarrotaban las pocas cárceles del país,
como si de pronto todo el país fuese convirtiendo en una sola gran cárcel
de ilusiones y locas esperanzas, las que de tanto en tanto, alegran la
existencia y engañan las entrañas aún sin hartarlas.
La
escuelita, de la colonia Táva Pyahu, seguía funcionando con sus escasos
rubros y material humano. Ramona Ramírez, con profundas ojeras de
trasnoches consuetudinarios y fatigas impenitentes, se hallaba corrigiendo
tareas, preparando lecciones y leyendo cuanto precisaba aprender para
compartir con los pequeños. Las
intrigas políticas de Asunción y las capitales departamentales, le parecían
tan lejanas e irreales como la ciencia-fricción.
Allí, en medio del bucólico paisaje montaraz y casi primitivo,
las luciérnagas seguían hiriendo las sombras con sus cuchillos
luciferinos y sus errabundos contoneos aéreos e ingrávidos; las cigarras
hacían detonar los silencios con sus violines chirriantes y los monos karajá no bajaban los
decibeles de sus aullidos nocturnos en la distancia. Nada
parecía haber cambiado desde los primeros días, en que conquistaran el
predio con sus machetes, palas, azadas, azuelas y
tronzadores. El verdoso aroma clorofilado de la arboleda aún indómita,
teñía las narices con sus savias olorosas y resinas exóticas de vegetal
alcurnia milenaria, embalsamando los sentimientos con sus efluvios etéreos.
Ramona estaba satisfecha, pese al cansancio que la abrumaba.
Sus niños estaban muy adelantados y ya podían comprender el
aparentemente farragoso lenguaje especulativo de los filósofos y clásicos,
traducidos al guaraní o a la lengua de Castilla. —Es arduo para el
carajo —pensaba Ramona pantallándose el sudor con abanico de pirca—,
pero sarna con gusto no pica.
La historia natural era otro tema.
Los alumnos habían aprendido a desconfiar del Génesis y dieron en
simpatizar con Darwin, perdiendo el gusto y el paladar por las
explicaciones simplistas —basadas en la fe ciega, sorda y coja—para
indagar en los libros ya que laboratorios no poseían, excepto la
naturaleza, que es el atanor filosófico de todas las transmutaciones alquímicas
de las especies, orgánicas o no. En
pleno monte, los niños podían ver huevos de aves, reptiles e insectos en
vital generación; observaban gestaciones y nacimientos, con la curiosidad
de quienes se maravillan por los cotidianos milagros de entrecasa; de
quienes ven brotar mariposas tornasoladas, desde aparentemente feas y
torpes orugas sin gracia; a contemplar las auroras y crepúsculos, que les
gritaban acerca de la rotación de su planeta, de su translación en torno
a una estrella bondadosa y dadora de vida.
En fin, los niños daban diariamente fe de maravillas insondables,
en su determinismo cósmico y en la sabiduría primigenia de las fuerzas
efervescentes de la naturaleza. Pero
como todas las cosas son un devenir mutante, la paciencia de los
campesinos ante el embate de la crisis galopante, colmaría el cáliz
hasta las heces. Cierto
día, corrió la voz de una convocatoria a cerrar rutas en protesta por el
desplome exánime de los precios, por las deudas, por las dudas, por las
duras secas, por las lluvias aluviales y diluviales, por los cargos y
otras cargas. Sabían que
toda acción directa, en pro o en contra de algo, tiene su cuota de caídos
y contusos. —¿Seré yo, esta vez? —se preguntaban muchos labriegos,
al prepararse para la convocatoria de concurrencia en Santa Rosa del
Aguaray, arrimando el hombro en la patriada.
Pero si bien el coraje no les era ajeno, la angustia de la
incertidumbre los anonadaba a veces.
Como en todas las citas anteriores, la policía acudiría con armas
y bagajes a defender lo indefendible.
No
tardarían en caer en cascadas los acontecimientos más siniestros: las
vendimias de sangre. Ramona
se hallaba en avanzado estado interesante de su próximo vástago y esto
casi le impedía realizar
tareas, tan pesadas cuan rutinarias,
de su rancho y la escuelita. Calixto,
en uno de sus ya frecuentes viajes, le rogó que se tomara un paréntesis
a fin de prepararse desde ya para un buen parto.
—Cualquiera
de las chicas o muchachos podría reemplazarte —díjole su solícito
hombre—. Nuestro hijo va a
requerir de todas tus fuerzas y afanes.
No te quemes a dos puntas, por favor.
—Estoy bien. No te preocupes —le respondía esa hembra de carne
y madera perfumada—. Estoy
adiestrando a mi sustituta en la escuelita.
Ya vas a ver. —En
realidad, en lugar de preocuparme, yo preferiría ocuparme —refutaba él—. Ahora que tengo dos días libres, desearía asistirte a ti.
Vete a la cama que yo corregiré las pruebas bimestrales.
De no muy buena gana, Ramona obedeció, como quien debe dejar su
juguete favorito para el día siguiente. Sorpresivamente,
Ramona tuvo sus primeras contracciones unos días después y en ausencia
de Kalí. Por fortuna, la
comadrona del poblado no le perdía pisada, y tras hora y cuarto de
jadeos, tuvo una robusta bebota de 3,100 kilogramos, que se incorporó
como nueva inquilina del Valle de Lágrimas.
Pensó en llamarla Yvotymi, cuando vio las florecillas silvestres
que alfombraban el entorno, pero prefirió aguardar el retorno de su
pareja antes de decidir. El
otoño iba deshojando el almanaque y los pájaros viajeros ya oscurecían
las nubes rumbo al norte, probablemente hacia el Pantanal.
El viento norte, con su carga de actitudes depresivas y calor
sofocante, iba girando poco a poco, hasta que muy en breve invertiría su
dirección trayendo humedad y frescura desde austrión.
En Paraguay los inviernos son relativamente benignos, como si
tuviesen poco interés en enfriar el suelo y nevar las ramas.
Apenas lloviznas, viento sur y alguna que otra escarchada sobre los
campos o rocío sobre los bosques. Nada más.
La
selva rezuma humedales y suda savia espesa todo el año, toda vez que no
esté muy devastada. Mientras,
el tiempo transcurre inmutable entre luna y luna.
Incluso, a veces se detiene como esperando algún alma rezagada del
pasado, como lo son casi todas las almas conservadoras y poco amigas de
los cambios. Y los cambios
pese a muchos, estaban cerca para bien, para mal, o también para nada…
o para peor. Fue
una de las peores represiones sufridas en los últimos tiempos. La policía
pareció no darse por enterada de lo anterior, y arremetió con todo,
incluidos gases, balines de goma y porras, matizados todos con oportunos
disparos al garete de 38 reglamentarios y pistolas automáticas.
Santa Rosa del Aguaray nuevamente se tiñó de sangre campesina.
El
corte de ruta se saldó con un muerto, siete heridos graves en terapia
intensiva, veinticinco de levedad y unos treinta arrestados.
Pero al mismo tiempo, el gobierno del inepto Cubas comenzó a
tambalear ante su incapacidad de dar respuestas y soluciones a los cada
vez más acuciantes conflictos. La
cosecha de sangre no se detendría hasta muchos meses después, tras el
ocaso definitivo de Raúl Cubas y su diminuto pero siniestro mecenas
y titiritero. Pero hasta entonces, ocurrirían muchas cosas, aunque esto
no alterase casi nada la situación del país y sus infames estructuras de
poder. Éstas,
pese a los cambios de hombres y nombres, persistirían hasta mucho más
allá de la irrupción caótica de un nuevo siglo. Un nuevo siglo que se
resistía aún a penetrar en un mundo inflamado de perversiones, egoísmos
y contradicciones. Todos sabían que luego, nada sería igual que antes,
aunque sí podría ir empeorando. Los
imperios se estaban desgastando por la casi ausencia de conflictos y sus
procónsules hacían grandes esfuerzos poco diplomáticos para provocar
nuevas guerras que reactivasen el comercio de chatarra bélica en pro de
la gran finanza. Incluso
hasta intentarían resucitar figuras perimidas del siglo XIX, en reemplazo
del comunismo como leitmotiv de
futuras intervenciones en curso de colisión contra el futuro.
Por ejemplo: el terrorismo irregular; que del regular se ocuparían
ellos con sus stürmtruppen de
gestas invasoras. Un
año de perros Ese año de desgracias de 1998, tuvo un invierno corto
pero extremadamente gélido, durante el solsticio de San Juan.
Las madrugadas, adornadas con carámbanos de hielo y escarcha,
parecían querer petrificar a todos los tempraneros trabajadores, en una
pecera de neblina helada. Los
labriegos encendían fogatas cada veinte metros para impedir que sus
naranjos se momificasen de frío y sus hortalizas se convirtiesen en papel
marchito; mientras, sus vaporosos alientos competían con la cerrazón
reinante en las márgenes del río Aguaray Guazú.
A Ramona, por poco se le congeló la leche en los pechos rebosantes
y debieron sentarla frente a una gran hoguera para amamantar a su
hembrita, mientras ésta se ponía medio morada, a pesar de las llamaradas
cercanas que casi la chamuscaban. El
fuego, no siempre cumplía su cometido en eso de alejar las heladas de los
huertos con la humareda asfixiante que emitían los no muy secos leños
del monte y los demasiado secos restos de resaca y ramas —abandonadas
urbes de termitas—, que sólo dejaban las cáscaras de las mismas sin
roer. Las cuales ardían de
prisa, como queriendo purificarse para dejar el mundo material en forma de
luz. Por
fortuna, o por mediación de alguna oculta providemencia, la cosa no fue más
allá y retornó el tardío veranillo sanjuanero, antes que todo el monte
se convirtiese en la sucursal de un páramo siberiano. Pero los lugareños
de San Pedro recordarían por mucho tiempo esos escasos días en que el frío
casi paralizó a hombres, animales y plantas para siempre. Los precios agrícolas de ese año, estaban deprimidos como
aspirantes a suicidas y las deudas ahogaban a casi todos los pequeños
productores; de tal manera, que, en vista del incumplimiento de varios
presidentes y políticos de condonárselas con entidades públicas a
cambio de desactivar sus medidas de presión —más alguna que otra
papeleta comicial en favor de algún mandamás oficialista—, apenas idos
los frescos días de junio, dieron en organizar una gran marcha del
sector, sobre Asunción para principios del año entrante.
Esta
vez, pensaban reunir miles de labriegos, con o sin tierras, amén de
trabajadores y funcionarios disconformes con la crisis, para apretar entre
las cuerdas a los representantes y al ineficaz portador de la banda
tricolor. Un selecto grupo de
dirigentes se encargaría de los detalles de la peregrinación laica, cuya
señal de largada se iniciaría en setiembre de ese año, aunque la marcha
en sí, sería para marzo del año próximo, ya que deberían reunir
fondos y movilizar transportes para cerca de diez mil personas. No era
moco de pavo lograr tal convocatoria y encima alimentar a esa enorme masa
ciudadana de hombres, mujeres, jóvenes y niños que convergerían sobre
la capital para hacerse oír por los tránsfugas que fungían, y fungen aún,
fingiéndose políticos. En
el Paraguay, como en casi todo el mundo, siempre se recicla basura humana,
como los trapos de la moda. Especialmente
en lo político. Ese año de 1998, fue realmente de perros, a causa de la
recientemente pasada ola de frío, las raíces de las mandiocas se
marchitaron; los frutos de los naranjos y otros cítricos, fueron
abortados en plena floración primaveral a causa de misteriosas plagas, no
relacionadas directamente con el poder público.
La escasez debida a la sequía subsiguiente, provocó pérdidas de
animales; hasta las hortalizas se convirtieron en papiros arrugados en las
heras. Los repollos, que mucho prometían, amanecieron cierto día
planchados y con sus hojas mustias de tristeza. El
normalmente caudaloso río Aguaray Guazú, fuese convirtiendo en un sucio
arroyuelo fangoso desprovisto de gracia, por obra y desgracia de la
carencia de precipitaciones. Por
fortuna, los habitantes de los asentamientos no sufrieron cambios extremos
en sus fisiologías y apenas se notaba en ellos las consecuencias de la
aparente mezquindad de la naturaleza y
la real perversidad del gobierno de tránsfugas que tuvieron a mal
elegir los paraguayos, para variar. Lino
Oviedo, en tanto, pavoneaba su impúdica impunidad, burlándose de todos,
incluso de sus inadaptados adeptos y de los hierofantes de la intriga que
lo rodeaban por doquier. No
contento con haber obtenido su libertad, merced a su genuflexo copiloto
Cubas, dio en atentar, con la complicidad de sus ruidosos acólitos y
gamberros, contra el palacio de justicia y las autoridades de la no tan
honorable Suprema Corte. En
dicho operativo, monseñor Ismael Rolón, arzobispo emérito de Asunción,
fue herido por una certera pedrada en el rostro en nombre de la libre
expresión cuando ingresaba casualmente allí.
No
conforme con este acto de vandalismo, dio en planear la posible
neutralización o alejamiento del vicepresidente a fin de lograr escalar
posiciones políticas hasta llegar al sitial de Cubas. Y Oviedo sabía —o creía saber— cómo lograrlo.
Al son de mariachis guaraníes, disfrazados de charros kischt,
chillones y desubicados como chinos en la Amazonia, Oviedo celebraba su
cumpleaños septembrino en su búnker particular; mientras al
lado opuesto, es decir al reverso del país, se daba inicio a los
preparativos previos de la organización de la marcha campesina hacia
Asunción. El diminuto
ex-general brindaba con agua mineral en compañía de su ex asistente Víctor
Segovia, ahora ministro de Obras Públicas del gobierno Cubas, los
hermanos Galeano-Perrone, un senador de apellido Gómez, más conocido
como Bola de Sebo, a causa de su corpulencia extracurricular, y cientos de
operadores y cómplices más. No
faltaron los adulones, sicofantes y turibularios de siempre, que desearon
al ex general longevidad eterna, felicidad, salud y prosperidad; como si
no supiesen que él no sería feliz hasta hacerse del poder absoluto. En
cuanto a salud y prosperidad, era lo que menos había menester en esos
momentos para el ex general. La fiesta estaba matizada por varias
canciones dedicadas al partido de gobierno, al militar de marras y sobre
todo, la ranchera mexicana "El rey", única obra no material a
la que Oviedo profesaba veneración rayana en la obsesión.
Hasta se diría que, de conseguir el poder, cambiaría la
constitución para instaurar una monarquía dinástica, a fin de evitar
costosas cuan inútiles elecciones cada cinco años, además del oneroso
subsidio a los partidos políticos participantes de las farsas democráticas,
a los que despreciaba con toda cordialidad.
Menos al suyo, claro. Incluso,
hasta sería capaz de profundizar la reforma constitucional para que la
ranchera "El rey" fuese himno obligatorio de la ciudadanía.
Por lo menos, mientras pudiera servirse de la misma para alcanzar
sus objetivos. Luego vería.
En
medio de preparativos y negociaciones, estaba batiéndose en retirada el año
de Perros de 1998, para dar lugar al año de la Bestia de 1999.
Y no se refiere esta crónica precisamente al zodíaco chino, sino
al irracional y omnipresente bestiario nacional.
Diciembre fue, en contraste con junio, caluroso hasta lo infernal o
muy poco menos, al punto de poder derretir a un tuareg sahariano desnudo o
hacer evaporar los ríos a velocidad mayor que sus fluentes caudales.
Por fortuna, la humedad no estuvo del todo ausente y pudo asistir a
los plantíos, incitándolos a resistir al solazo al rojo blanco que parecía
querer licuar a todo ser viviente sobre la tierra, en venganza por las
devastaciones hechas al planeta por los humanos.
Pese a ello, en Asunción los nuevos ricos de la política y los
pequeño-burgueses esnobistas, no dudaron en acudir a los shopping
centers, como dicen los gringos, en procura de boreales pinitos
artificiales, nieve de utilería y adornos navideños típicos de Laponia
y Escandinavia, como parte del plan desculturizador de los apócrifos apóstoles
de la globalización a ultranza. Parecían
ridículos, los mercadorizados Santa Claus enfundados de rojo peluche en
medio de la bochornosa calina decembrina, pero era lo fashion del momento. Tan
sólo en la lejana Táva Pyahu, las hacendosas mujeres, que aún insistían
en los ritos navideños locales, armaban rústicos pesebres ornados de
flores y frutos de estación, figurillas de terracota o escayola y
olorosas flores de cocotero. Quizá
en un intento postrero de revivir pretéritas tradiciones coloniales, pese
a la resistencia de los descreídos y de los excesivamente versados en
filosofía, que abundaban en los nuevos asentamientos. —Dios
ha muerto —repetían, como loritos maracaná los más leídos, citando a
Nietzsche. —El hombre es
una cosa que debe ser superada en el futuro —pontificaban otros escépticos
de los divino. —No empiecen
a allanar las rutas al infierno —decían las aún creyentes, persignándose
tres veces ante las blasfemias emitidas en curso de colisión con las
creencias ancestrales. —La
Navidad hay que santificarla ante tanto hereje suelto por ahí —insistían
las más ancianas y las plañideras de los entierros, agitando sus negros
mantones de lana fichú. Sólo
los niños mantenían aún la pureza del espíritu lúdico de quienes nada
saben del bien y del mal, como si éstos no existiesen.
Pero tampoco la proximidad del Día de Reyes los ponía en actitud
de falsas expectativas, ni alegrías artificiales como los urbanoides
adornos navideños, tan publicitados.
Sus juguetes, serían herramientas de labranza y taller, como sus
mayores. Las muñecas de las
niñas, seguirían siendo los neonatos de carne y hueso de sus propias
familias, a quienes debían limpiar, mimar, cuidar y alimentar, cuando los
pechos maternos dijeran ¡basta! Mas
aún así, estaban dispuestos a seguir el juego de la vida; de la
cotidiana lucha por sobrevivir y al mismo tiempo aprender a sobrellevar
las durezas de la existencia, matizándolas con el aprendizaje de lo bello
y lo perenne. Los niños
campesinos estaban abiertos ante nuevas aventuras que les deparaba la
imaginación en su eterna lucha con la realidad.
Calixto Ñamandú preparó una carta dirigida a todas las
organizaciones campesinas, obreras e indígenas del país, para invitarlos
a sumarse a la Gran Marcha de Marzo de 99, y para compartirlo todo,
incluso las diferencias. Y decía lo siguiente:
«Desde
todos y a todo el Paraguay: a los hermanos y hermanas indígenas, obreros
y campesinos de esta tierra de promesas truncas e injusticias
institucionalizadas. Desde
que hemos tenido uso de razón, se nos ha mentido en favor de quienes
ostentan los privilegios y pisotean nuestros frutos con las botas de la
intolerancia y la prepotencia armada.
No hemos de darnos reposo en la búsqueda incesante de una Tierra
sin Mal, donde los desiertos se conviertan en bosques y jardines fructíferos;
donde las venas de la Tierra: sus ríos y arroyos, hoy manchados por la
desidia y la suciedad inducida por las industrias de la muerte, recuperen
su diafanidad, transparencia y pureza, porque ellos son la sangre de
nuestros abuelos, como dijera hace más de ciento cincuenta años, el gran
jefe Seattle de la tribu Suwamish al presidente de los EE. UU. Franklin
Pierce. Muchos hemos de caer
aún frente a los apóstoles de la ignominia, disfrazados de propietarios
que presumen de sus papeletas selladas como testimonio espurio de sus
derechos de poseerlo todo, con nuestras carnes incluidas en sus viles
patrimonios; ante quienes se creen con derecho de despojarnos del fruto de
nuestros sudores a precio de moneditas depreciadas; ante quienes se creen
dueños de la ley y actúan como si la ley no existiese; ante quienes nos
persiguen en nombre de las leyes y actúan como si sólo conociesen la ley
del más fuerte. Pese a los caídos, seguiremos en lucha.
Hemos de marchar, pacíficamente y sin rencores, pero con la
firmeza de quienes nos sabemos parias, despreciados por los que tienen el
poder de cambiarlo todo, y nos cambian a sus hermanos por autos de lujo,
licor importado, residencias fastuosas y abalorios de oropel.
Con la frente alta de quienes nos sabemos dueños de la dignidad y
de nuestras propias ideas acerca del modelo social que necesitamos, no
debemos aceptar las imposiciones de una estructura económica despiadada
que sólo se fija en el lucro y las ventajas de negociar precios con el
hambre de nuestros hijos. No.
No nos dejaremos someter a los dictados del emperador Mercado ni
del rey Librecambio, que actualmente son los dueños del mundo; o por lo
menos, eso creen. sus sacerdotes monaguillos y lacayos. Llegaremos a la
capital de los capitalistas criollos para dar a conocer nuestras
inquietudes, pacíficamente y sin alteraciones del orden que ellos tanto
temen, pero también sin temor ni cobardía.
No hemos de darles oportunidad para que desatasen sobre nosotros la
furia demencial de sus perros de presa. Pero si nos provocasen o
agredieren sin motivo, tendrán la respuesta firme de nuestra parte.
Evitemos entre nosotros la presencia de provocadores que inicien
actos violentos que pudieran justificar una violenta reacción, pero
mantengamos los ojos abiertos en todo momento.
A todos los hermanos trabajadores de la ciudad y el campo, así
como a nuestros hermanos aborígenes, mancomunados en el infortunio:
¡Salud!»
La misiva, sería distribuida por los canales correspondientes a
todas las organizaciones sociales del país que participarían de la
marcha; ya sea en forma activa o apoyándola desde sus comunidades.
No dejaría nada en el tintero de su vieja máquina mecanográfica
percutida por sus aún torpes dedos, cómplice de su elocuencia de lector
impenitente e irredento. Nada
hacía imaginar o profetizar lo que vendría después.
Los
preparativos, como los de las marchas anteriores, debían ser
cuidadosamente coordinados a fin de lograr el objetivo anhelado.
No sólo la condonación de sus deudas, sino sensibilizar a la
ciudadanía capitalina acerca de sus pasares y pesares.
Y no precisamente para suscitar lástima o conmiseración, u
obtener migajas de caridad. No.
Justicia era lo que, finalmente, demandaban a todo el país.
A ese país que por tanto tiempo les había dado las espaldas, como
si ellos no existieran o fuesen apenas violadores de alambrados o
comedores de tierra ajena. Los
días de la Bestia Marzo de 1999: la
marcha está en cuenta regresiva y de distintos puntos del país, se
preparan a converger sobre Asunción los innumerables hombres, mujeres, jóvenes
y niños del ámbito rural, movidos por el motor de la desesperación y el
combustible de la santa furia, ante lo injusto y protervo del nuevo orden
que pretendería cosificarlos convirtiendo al ser humano en objeto
descartable. El tiempo, lejos
de ralentarse en partículas inidentificables, se acelera de pronto
—como si quisiera recuperarse a sí mismo, en una carrera contra el
destino—, en una embestida contra el desatino de la ralea conservadora
que lo enfrenta parsimoniosamente, intentando inútilmente atrasar los
relojes inexorables de la historia. El
general Segovia, ex asistente de Oviedo, ahora como ministro de Obras Públicas,
recibió órdenes presidenciales de detener todos los autobuses y camiones
que se utilicen para traer a la capital a los manifestantes.
No veían otra manera de desactivar la marcha, como no fuese con
tal artimaña. El enlace,
Calixto Ñamandú, redactó una nota de protesta al enterarse de dicha
orden, enviando misivas a los medios y a cuantos pudieran presionar para
detener el operativo de detención, valga la redundancia.
Por otra parte, los demás movimientos y organizaciones iban sumándose
a la manifestación, la que engrosaba constantemente con la adhesión de
cientos de desheredados de la gleba y proletarios, indígenas, urbanos y
rurales de todo el país. Calixto
Ñamandú en su carácter de coordinador de los distintos grupos, se
adelantó para encargarse de la recaudación de donativos y alimentos para
la masa de seres que peregrinarían en poco más a la Meca de sus dolores,
angustias y frustraciones: Asunción
del Paraguay, ciudad madre de suciedades y capital americana —si no
mundial— de la matufia. Por
de pronto, el país ostentaba el dudoso segundo puesto del escalafón
planetario de corrupción después de Camerún, sin sonrojarse por ello y
más bien ambicionando el primer puesto.
No
muy lejos del sitio de sus funciones en el ex seminario metropolitano
donde Calixto se reuniera con los obispos y laicos, Lino Oviedo y sus más
allegados planeaban detener la interpelación parlamentaria al presidente
Cubas, por su insistencia en perdonar a su hermano gemelo, como lo llamaba
cariñosamente y condonarle sus travesuras de golpista frustrado y
desobediente institucional. Por
esos días, la Suprema Corte, de corte wasmosista —justo es reconocerlo
y valga nuevamente la redundancia—, hubo ratificado la sentencia
condenatoria contra Oviedo, que el presidente se negó a obedecer y
ejecutarla. Más bien lo
amnistió, en abuso de sus atribuciones constitucionales.
El presidente del no tan honorable Congreso Nacional, senador Luis
González Macchi, hijo y nieto de la tiranía depuesta, estaba a su vez
planeando su salto al poder por medios inimaginables, haciendo un juego
paralelo al de Oviedo, aunque con opuestos objetivos, apoyando el juicio
político a Cubas, secundado por el charlatán Juan Carlos Calé
Galaverna, viejo locutor y animador de fiestas patronales, ahora orador y
"pico de oro" partidario. Mientras
Oviedo jugaba al poder absoluto, González Macchi se contentaba con el
papel de fantoche en sombras, que siempre le cupo como anillo al dedo o
como condón al falo. El
vicepresidente Argaña, ceñudo y taciturno como de costumbre, soportaba
estoicamente los terribles dolores de una enfermedad irreversible, pero
evitaba faltar a sus funciones oficiales.
Sus guardias de corps, apenas podían soportar el trajín político
del caudillo colorado, quien se negaba sistemáticamente a apoyar a su
compañero de fórmula presidencial.
Ambos eran tan disímiles como agua y aceite.
Mientras Argaña era pura acción e intransigencia, Cubas apenas se
tenía en pie como desdeñando todo equilibrio o desafiando a la Ley de
Newton y gustaba de las sombras, siendo además, obsecuente y falaz.
Eran la pareja menos avenida de la política paraguaya; una suerte
de cópula contra natura, como sus precedentes.
Sólo que el segundo era quien soportaba el vaso indebido, y la
botella además. En
el cruce de Ca’aguazú, los camiones y transportes variopintos se iban
llenando de campesinos y trabajadores agrarios, para marchar hacia la
capital. La venal Policía
Caminera, dependiente del general Segovia, actualmente en el ministerio de
Obras Públicas, intentaba en vano desviar y detener a los peregrinos de
la bronca con cualquier pretexto. Pero
tras las protestas a organismos nacionales e internacionales, prefirieron
dejar sin efecto la orden de detención de los manifestantes. O quizá la orden proviniese del mismo Oviedo, el cual estaba
a la pesca de las lealtades de los labriegos y buscaba una cortina de humo
para su próximo plan. En
Asunción, Calixto Ñamandú se reunió con jóvenes voluntarios,
estudiantes, militantes católicos, más algunos universitarios que apoyarían
la parte logística de la marcha, administrando los donativos —en
especie y efectivo— aportados por las fuerzas vivas del país que
apoyaran incondicionalmente la marcha campesina.
En
las marchas anteriores, llegaban, desfilaban con pancartas y luego de
huecas promesas y cordiales apretones de manos, retornaban con esperanzas
y sin resultados, lo que más bien sugería un retroceso. Pero esta vez, permanecerían frente al Congreso Nacional,
hasta obtener la tan ansiada condonación de las deudas contraídas, para
financiar cultivos fracasados de soja y algodón cuyos precios, además de
bajos y viles, tuvieron costes exagerados con magros resultados a causa de
plagas y sequías. El
azar ahora estaría rigurosamente vigilado para evitar improvisaciones de
última hora, ya que la maquinaria de la protesta debería lubricarse
hasta el último engranaje. Sabía
que ese acto de repudio a la falta de políticas sociales tendría
cobertura internacional y daría que hablar por mucho tiempo.
Lo que Calixto no imaginaba, es que efectivamente daría coba y
palabrerío, pero por motivos totalmente ajenos a la protesta
reivindicativa de los mismos. Los
fatigados peregrinantes llegaron a los límites de Asunción, sobre el
acceso este, donde aguardarían a los demás contingentes para iniciar la
marcha propiamente dicha hacia el Punto Dos de su concentración: el ex
seminario metropolitano. La
multitud ciudadana los aguardaba para darles bienvenida en olor
de aclamación y ofrecerles agua y alimentos en la confluencia de
la avenida principal, llamada Ruta Mariscal Estigarribia y Defensores del
Chaco. Era el amanecer del 23
de marzo y el aire olía a frutas, a gasóleo mal quemado y frituras, de
las decenas de copetines y comedores instalados en el cruce, amén de
vendedores callejeros de cualquier cosa. Tras
su llegada, un fuerte dispositivo policial se parapetó en las adyacencias
a fin de ¿proteger? a los manifestantes y desviar el tráfico durante la
marcha, por expresas órdenes del mismísimo Lino Oviedo, el cual intentaría
conquistar la simpatía de los campesinos con sus delirantes arengas.
Para tal menester, tenía pensado acudir él mismo a la concentración
del ex seminario metropolitano a verter su verborragia demagógica.
Poco
más tarde, casi todos los camiones y autobuses se deshicieron de sus
pasajeros y se apartaron de allí. Sobre
las ocho y cuarenta de la mañana, se inició la lenta marcha, con
banderas, pancartas, gallardetes y megáfonos, coreados por los
multitudinarios aplausos y gritos de los asuncenos y simpatizantes de los
sufridos del agro. Algunos
campesinos —e incluso periodistas que cubrían la marcha—, tenían sus
radios portátiles encendidas y cada tanto escuchaban emisoras
informativas de amplitud modulada que se referían al acontecimiento del año.
Cuando
la larga columna estaba cerca de la avenida Kubitschek, llegó una
información increíble. Habían
atentado —mortalmente, se supo luego— contra el vicepresidente de la
República, el Dr. Luis María Argaña.
El propio Oviedo acusó el golpe informativo en su residencia,
justo cuando planeaba acudir al encuentro de los campesinos marchantes. —¡No, no puede ser! —gritó a sus guardaespaldas y
familiares—. ¡Esto fue
preparado para acusarme a mí del atentado!
Adoptando una pose de yo-no-fui, debió alterar sus planes dirigiéndose
presuroso al cuartel de la Guardia Presidencial a refugiarse de las iras
de la opinión pública, la que según los noticiosos de la prensa hostil,
ya lo señalaba con su índice acusador, a lo que se sumó el dedo medio
de miles de manos izquierdas; el medroso Bonsai como que se sintió
fusilado por los dedos de la gente, y no todos índices precisamente. “—El
señor vicepresidente de la República del paraguay, doctor Luis María
Argaña acaba de ser objeto
de un atentado cometido por sicarios con uniforme militar.
En estos momentos ha ingresado al Sanatorio Americano ya sin vida.
Seguiremos informando—”… se oyó por una emisora capitalina en
el autorradio de su vehículo. Maldijo,
a quien fuese que hubiera tenido la idea de adelantar el tránsito, a
alguien que se sabía ya condenado a muerte por una enfermedad terminal.
Apretó el acelerador a fondo, para llegar antes que alguien lo
reconociese por el camino. —¡Seguro
que fue ese sicópata de Vladimiro! —gruñó trastornado y lindante con
las fronteras de la paranoia. Recordó
haber mencionado la posible neutralización del vicepresidente para ocupar
su lugar. Pero no imaginó
que tal vez algunos tomasen sus palabras tan al pie de la letra... o más
abajo aún. En
la multitudinaria vorágine de la marcha, los comentarios se desbocaban
corcoveantes como potros cimarrones montados por espueleras hormigas
coloradas. De todos modos, ésta
proseguiría como estaba programada.
La cosa era entre políticos y no se sentían afectados por el
suceso, aunque algunos campesinos colorados simpatizaban con el caudillo
civil, pese a su carácter atrabiliario y neurótico.
Por lo menos el Dr. Argaña, no tenía el estigma de la corrupción
sobre la frente; aunque muchos de sus seguidores, eran stronistas
disfrazados de demócratas impolutos, y sus hijos, apenas aprendices de
dictadores que entraran a la palestra política por la ventana del comité
central del partido, quizá por pertenecer a la aristocrática familia. Los
informes propalados por las radioemisoras se sucedían sin interrupción y
las evidencias circunstanciales apuntaban al entorno Oviedo-Cubas.
Un testigo creyó reconocer a militares retirados y en activo,
entre los conjurados y ejecutores del atentado.
También el automóvil utilizado, fue hallado en llamas a poca
distancia, justo en las cercanías de la vivienda de un conocido militar
activo, de apellido polaco y fanático del general de caballería desmontado
recientemente. El
presidente Cubas, no acudió al sanatorio a dar las condolencias a los
deudos del vicepresidente, ante la aparente furia de los mismos y las
posibilidades de ser ajusticiado en el sitio, en olor de linchamiento
multitudinario. Más bien
prefirió enviar un telegrama de ocasión en forma institucional.
La imagen ensangrentada de Argaña, viajó alrededor del mundo en
alas de las ondas satelitales y televisivas.
La realidad viboreaba a través de las mentes y cuerpos de muchos,
quienes apenas podían percibir lo que se gestaba en el huevo de la
serpiente. No
faltó quienes culpasen a un tal Coco Villar —presunto abigeo chaqueño
con antecedentes de haber ultimado a policías borrachos que quisieron
abusar de su concubina en Montelindo—como al sicario ejecutor del
crimen, entre otros conjurados. Algunas
voces oficiosas, del entorno de Oviedo por supuesto, culpaban al círculo
de Wasmosy de fraguar un "asesinato" a un cadáver en rigor
mortis, para deshacerse de Oviedo, quien sería —aparentemente— el
chivo expiatorio de ocasión. Mientras,
los campesinos se concentraban en el ex seminario desde donde, tras una
frugal refección, proseguirían hasta la Plaza de Armas, frente al
Congreso Nacional. Allí
tendría lugar el acto de protesta y repudio.
Todo seguía en una nebulosa de acusaciones y contraacusaciones
acerca del crimen, incluyendo al diputado Conrado Pappalardo como autor
amoral, mientras el país se agitaba mecido por los vendavales de la
intriga y los tifones de la indignación, matizados por céfiros glaciales
de indiferencia y apatía. En realidad, nunca se sabría con certeza la
verdad de lo ocurrido, pues que tirios y troyanos tenían techo de vidrio
y los enjuagues salpicaban a todos por igual. Es
que los magnicidios no eran muy frecuentes por esos días, y la señal de
la muerte tenía habitualmente otros destinos, entre los más
desprotegidos: los ciudadanos. Ahora,
lo infrecuente tenía las puertas abiertas y la sangre tendría luz verde
para fluir a raudales por las autopistas de la demencialidad, contra la
voluntad de los cuerpos, por supuesto. Los días de la Bestia se había
iniciado como estaba imprevisto. Como
siempre. A partir de allí,
la cotización de la vida humana iría en baja progresiva y valdría tanto
como la de un pollo navideño o la de un cerdo pascual.
Esa
misma noche, frente al cuartel policial situado en las adyacencias del
Congreso Nacional, una cincuentena de jóvenes y adultos se manifestaban
pidiendo el juicio político de Cubas y su destitución, justamente a
causa del atentado, siendo salvajemente reprimidos por las tropas
antimotines y carros hidrantes, ante la indiferente mirada de los
campesinos apostados frente al Congreso Nacional, donde acamparían hasta
hacerse oír. Para la
medianoche, el medio centenar de ciudadanos había aumentado a tres
centenares; pero aún los campesinos evitaban sumarse a la algarada,
pensando que no les concernía la cuestión, lo cual no dejaba de tener
fundamento lógico. Aunque
a veces, no siempre lo lógico tiene fundamento ético, especialmente
cuando estalla la ira pública ante una injusticia o un crimen aleve. La
voz de la prensa, llevaba a los hogares —muchos de ellos abúlicos,
indiferentes e indecisos— cuanto iba tomando cuerpo en la tradicional
Plaza de Armas, así como las maratónicas sesiones del Congreso Nacional,
en ambas cámaras ¿sépticas? Sí.
Porque lo que se dice limpio, el viejo cabildo poseía tanta mierda
como para hacer una colina artificial en medio del mar.
Los
poco honorables diputados y senadores, eran más operadores de intereses
que representantes de quienes los votaron; porque para elegir, no se
tuvieron opciones. Pero esa
vez, intentaron hacer las cosas un poco menos malas de lo habitual y
aceleraron el expediente del juicio político al presidente, aún con
oposición de oviedistas y algunos liberales alquilados al mesianismo,
que, a no dudarlo, existen aunque no se crea en ellos. Miercoles,
24 de marzo. El ingeniero Raúl Cubas, incapaz de resistir la presión de
la opinión pública que lo acusaba, ya tenía la renuncia preparada para
la firma, pero un oportuno llamado de celular satelital lo disuadió de
estampar el croquiñol de su rúbrica en el abdicativo documento.
El etéreo interlocutor, le advirtió que si amaba a su familia
(esposa e hijas), se abstuviese de escurrir el bulto en una defección
vergonzosa, vergonzante y desvergonzada al mismo tiempo. —Estamos
los dos en el mismo barco —dijo la voz al otro lado de la línea, —y
me he jugado por vos, hermano, así que ahora te toca jugarte por mí.
Decile a la prensa, que me dí por detenido en la Guardia Presidencial, y
decile a Horacio que avise a los hermanos de tu logia y al Monje Negro
para adoptar decisiones críticas. Hacete
cargo ahora, a lo macho. Sería
muy triste que a los tuyos sucediera algo… por culpa de tu cobardía. —¿Serías capaz, hermano...? —farfulló el mandatario,
al convencerse que sí, que sería capaz de todo y de mucho más que
todo—. Tenemos que irnos
ahora, antes que se arme la podrida —prosiguió el de la banda tricolor
en próxima desbandada. —¡Estamos
muy cerca del objetivo! —bramó el petiso ex general, desde su prisión
de cinco estrellas—. No es
momento de cortarla ahora. Ya estamos jugados.
No sé qué pasó con lo del vicepresidente, ni de quién fue la
idea. ¿Vos sabías algo, Raúl? Lo
dijo con el mismo tono neutro e inexpresivo con que podría mandar
ejecutar a su padre si éste estorbase sus planes. —¡Te
juro, hermano, te juro que yo fui el más sorprendido por la
noticia! —perjuró Cubas
angustiado—. Pero si algo
puedo averiguar, te pondré al tanto. Lo dijo con la
misma convicción con que hubiese jurado ante dios (¿Baco?) y la patria (¿financiera?)
no cometer ilegalidades ni tener alucinaciones durante su gobierno, y
mucho menos delirium tremens en horario de oficina. —Mirá Raúl, que no tenemos chance alguna.
Si algo hasta ahora no convirtió esa algarada de maricones y
pelagatos en un golpe de Estado, es que los campesinos no se quieren
entrometer... todavía. Así
que no me dejes en la estacada y mantenéte firme en el timón.
Por cualquier cosa, tengo aún lealtades en la caballería y
tanques para defenderte del populacho y de esos maricones de caritas
pintadas, aritos y colitas à go-go. —Disculpame, hermano, pero debo ir
al baño, que me apuran los nervios y las tripas. Llamame más tarde. Y
diciendo esto, Cubas dio por finalizada la conferencia hertziana, dejando
el aparato celular satelital a un ujier desorbitado. En
el aire seguían atronando las bombas de estruendo y toda la parafernalia
de pólvora que esgrimían los bandos en pugna.
Hasta los sindicalistas del ente eléctrico, los de la telefónica
estatal y los aguateros se sumaron a la algarada.
Su grito de batalla era "La patria no se vende" y tenía
que ver con los planes de privatizarlos al mejor postor. Lo
que Oviedo y su hermano gemelo no imaginaban, era el vuelco de la aún
indecisa situación del juicio político contra el presidente.
Los partidarios de Oviedo, que eran pocos pero ruidosos, intentaron
agredir —apoyados por la policía que no dejaba de hacer el trabajo
sucio de los autoritarios— a los manifestantes en pro de la destitución
de Cubas, generándose una batalla campal en la Plaza de Armas.
Los
campesinos aún se abstuvieron entonces de intervenir, manteniendo su
postura de neutralidad ante el hecho del presunto magnicidio y sus
posibles implicancias. Los
diputados, en vista del drámático cariz de lo acontecido, en una jugada
ajedrecista desesperada, aprobaron sobre
tablas una ley de emergencia (¡y qué emergencia!), condonando la
deuda del campesinado con bancos oficiales.
Esto decidió a los labriegos de tomar parte en la refriega contra
el oficialismo y sus defensores. Allí fue Troya.
Los
petardos y bombas de estruendo, estallaban entre los manifestantes,
disparados por los partidarios de la herradura oviedista y muchos
manifestantes antigubernistas fueron heridos o asordinados por los
explosivos de pirotecnia; contusos por las porras policíacas y las balas
de goma antimotines. Toda
la noche y parte del día siguiente duró la refriega, con avances y
retrocesos por ambas partes. Los
paramédicos y ambulancias no se daban reposo y los hospitales se hallaron
de pronto abarrotados, no quedando lugares libres en los mismos, por lo
que el jesuita Oliva ofreció la cercana catedral asuncena como dormitorio
y dispensario de emergencia, con el tácito placet
del obispo de Asunción. Las
plaza y sus adyacencias parecían un verdadero campo de batalla en ruinas,
con vehículos en llamas, restos de explosivos y granadas lacrimógenas
descartadas. El pavimento,
amaneció mojado por los húmedos disparos de los carros Neptuno, que a más de uno dieran por tierra y resfriados.
La brutalidad de la represión, aumentó de intensidad en esa noche
de leviatanes y calibanes. Ni siquiera los ancianos fueron dispensados de los bastonazos
policíacos, si estuviesen a mano, que alguien tenía que pagar los platos
rotos y las horas extras de servicio.
Los
contramanifestantes de Oviedo se surtían de petardos desde el cercano
edificio de Correos, y por supuesto, estaban siendo pertrechados además
con latas de cerveza en abundancia, para excitar el interés de los
portadores de la soberana Orden del Garrote.
La batalla, aún indecisa por ambas partes, llegó a niveles
dantescos, como parodiando al mismísimo infierno de medieval y oscura
iconografía. Pareciera que
la policía empuñaba tridentes al rojo en lugar de bastones y fusiles de
asalto, y que los partidarios de Oviedo-Cubas corrían, cual mostrencos
diablejos tras almas pecadoras, en lugar de cuerpos sudorosos y
ensangrentados. Pero
aún cabía una modesta oportunidad de cambio, en ese inmenso y profundo
vacío de poder que la ciudadanía en vigilia permanente no se decidía a
tomar ni ocupar. Rumores de
una intervención descabellada y descaballada de las tanquetas de la
caballería blindada, contra los más de diez mil manifestantes,
ciudadanos urbanos y campesinos —que abarrotaban la plaza hasta el punto
de saturación—, escamaban los aires y rasgaban ténebremente el
atardecer de ese viernes negro. Las radios, preanunciaron la intimidatoria
trayectoria de los blindados Urutú y
Cascavel —tripuladas exclusivamente de oficiales y suboficiales—, que
rugiendo como apocalípticas bestias en celo, se dirigían al microcentro
de la capital desde su base chaqueña de Cerrito, exhibiendo los
tanquistas aires de matones ramboides de película clase C.
Ante la decidida rechifla de la ciudadanía alzada —desafiante al
paso de ganso de los tanques, rumbo a la Plaza de Armas—, los oficiales
y suboficiales de caballería, ponían cara de piratas al abordaje de algún
imaginario navío suntuario. Ninguno
reaccionó ante las pullas e insultos a su paso por las vías de acceso,
pero tampoco los manifestantes de la plaza, especialmente adolescentes o
poco más, estaban dispuestos a dar la otra mejilla. Con
rapidez requisaron botellas de gaseosas, de vidrio todas. Alguno proveyó
de gasolina, otros de telas de algodón para mechas, de las mangas de sus
remeras y camisas, hasta reunir más de una veintena de cócteles molotov
para el comité de recepción a los tanques rampantes que acechaban
en las afueras. Tal vez los blindados aplastasen a la espontánea rebelión
social, pero las iban a tener difíciles.
Alguno, más ingenioso, propuso mezclar la gasolina con aceite de
coco para hacer cócteles napalm,
de mayor eficacia y potencia que los molotov;
además de las altas temperaturas que pueden desatar sus deflagraciones
pudiendo fundir blindajes de acero como manteca.
Pero ya la suerte de Cubas estaba echada y los dioses bacantes le
estaban dando las nalgas. Con
la protección de la policía, anónimas balas llovieron sobre jóvenes
manifestantes empeñados en defender la plaza del asedio huno.
Uno tras otro fueron cayendo, heridos o muertos, como hojas de
lapacho al ventolero otoñal, bajo los impactos homicidas desde lo oscuro.
Aún sigue siendo secreto de Estado, la cantidad real de víctimas
de esa noche de la Bestia, pero llegaron a contar siete víctimas fatales
y cientos de heridos de balas y porras; falleciendo otro joven, meses más
tarde. Gracias a un camarógrafo aficionado, las balas tuvieron
nombres y apellidos, al ser pescados en flagrante algunos autores de los
cobardes disparos. La policía se opuso a que los jueces allanasen el
Edificio Zodiac, desde donde disparaban los francotiradores, con el
pretexto de que querían evitarse bajas; mas dieron tiempo suficiente para
que los anónimos cazadores abandonasen el edificio, no dejando
evidencias. Pero
la efusión hemática de esa noche, aceleró el derrumbe de un hombre
acabado; el descenso a los infiernos de un cadáver político insepulto y
degradado por la cobardía y la desidia.
Cubas aceptó firmar su dimisión y entregar el poder al Congreso,
con tal de no ser echado a patadas y linchado por la multitud.
Es decir, por el pueblo unido en unánime voluntad de hartura.
Poco
antes, una luenga caravana de taxis, pilotados por sus propios dueños,
cercó la plaza para hacer frente a los blindados. —¡No pasarán!
—afirmaron con conmovedora frialdad los taxistas metropolitanos. El
intendente de la capital, envió retroexcavadoras, motoniveladoras y
camiones volquetes para servir de escudos blindados ante el acoso de la
barbarie incontrolada. Los jóvenes
pacifistas y objetores de conciencia, arrancaron baldosas para improvisar
proyectiles arrojadizos, aparte de sus botellas molotov.
Los demás, se dispusieron a poner pechos desnudos ante los blindados en
cierne. Pero, los poco caballerescos militares de caballería, no contaban
con que iban a penetrar en territorio ajeno sin pensar en las
consecuencias: en jurisdicción de la Prefectura Naval.
Como
se sabe, en el Paraguay las rivalidades de armas son tradicionales, como
en casi todo el mundo pre-civilizado.
Nadie debe escupir en el plato del otro, o ardería Troya.
Apenas llegados los carros acorazados por la calle Paraguayo
Independiente, ya frente al Palacio de López, los rodearon efectivos
navales con bazookas y fusiles automáticos de asalto y, tras conducirlos
al cercano predio portuario, a poca distancia del palacio de López,
procedieron a desarmar a los tanquistas, enviándolos luego en vergonzosos
camiones abiertos rumbo a su base, de la que nunca debieron salir.
Los
marinos, ya dueños de la situación tomaron control de la plaza,
despejando a ambos bandos contendientes, aunque con notorias desigualdades
operativas, forzando la renuncia de Cubas a la presidencia y la veloz
huida del ex general Oviedo, rumbo a un país limítrofe en un avión
particular. El
saldo parcial de muertos por balas era de siete, más ochenta y nueve
heridos de bala y más de quinientos victimizados por la brutalidad policíaca.
Uno de ellos, el
octavo, moriría a consecuencia de las heridas meses más tarde.
Lo curioso de la jornada fue la participación del propio hijo del
fundador de las tropas antimotines, y que fuera una de las primeras víctimas
mortales de las balas oviedistas. —Cosas del destino, diría Níccolò
Macchiavelli, ante tales desatinos. Una
estafa política No demoraron en ocupar el trono ¿bacante? los oportunistas y
pescadores de ríos turbulentos. Tras
la fuga consentida de ambos “hermanos gemelos” del círculo herrado,
el entonces presidente del Congreso Nacional, senador Luis González
Macchi —eficientemente anodino e inepto, por cierto— asumió ¿constitucionalmente?
el poder, azuzado por los hermanos de logia, en una desesperada jugada
para evitar que la multitud enfurecida lo tomara cuando pudo haberlo hecho
con justificada razón. Los cófrades
masones empotrados en la Suprema Corte, encabezados por el Dr. Raúl
Sapena Brugada, le tomaron el perjurio de rigor ese domingo de Ramos.
El
show debía continuar, cambiando algo para que todo siguiera igual... o
peor. A partir del
perjuramento de Luis González —ante la patria por lo menos, que es
mujer pero muda para demandar, y ante dios, ausente sin permiso y sordo
por añadidura—, el desgobierno se hizo carne y habitó entre los justos
y pecadores, redistribuyendo la miseria ayudado por la corrupción
omnipresente. Los
dos primeros meses, posteriores a los idus de marzo, se
caracterizaron por el retorno de los radiados en el golpe de febrero del
89. Menos Stroessner, claro.
Sólo faltaba él y se restauraba la tiranía con todos sus
aderezos y aliños. Tras la
asunción del ¿nuevo? régimen, se dio inicio a una caza de brujas, con
el pretexto del esclarecimiento del atentado contra el vicepresidente Argaña.
El célebre Coco Villar, fue traicionado y emboscado en el Chaco.
Efectivos militares y policiales antinarcóticos, lo dejaron hecho
una criba e irreconocible, con una crueldad y vesanía pocas veces vista.
Incluso se pensó que sólo buscaban un pato de boda que desviase
la atención pública. Luego
dieron en arrestar a los partidarios de Oviedo, que aún conservaban sus
cargos y privilegios detentados durante la breve presidencia del pusilánime
Cubas, acusados de haber apoyado la masacre de la plaza.
Los campesinos, vieron las promesas iniciales postergadas sine die
y la condonación de sus deudas, promulgadas por el Congreso Nacional,
quedar en el papel, como apenas una prórroga dilatoria.
El
"marzo paraguayo" emulado tardíamente del "mayo francés",
no pasó de un fiasco, aunque lo positivo fuera la pérdida del antiguo
temor a la represión oficial. Ya
no darían la otra mejilla a la brutalidad policíaca o militar, sino que
resistirían replicando golpe por golpe.
Los cócteles incendiarios por fortuna fueron innecesarios, al ser
neutralizados los atacantes por la infantería naval. Pero el derroche de coraje quedó patente en las épicas
jornadas de marzo del 99. Los
perros de presa de los gobiernos de turno, la tendrían difícil en lo
futuro para contener las presiones de la aún irredenta ira popular. En
Táva Pyahu, la rutina retomó su curso cebándose en almas y cuerpos,
tras los sucesos de marzo. Uno
de los miembros de la comunidad fue gravemente herido por la policía
durante los disturbio entre oviedistas y manifestantes, en que la policía
se puso de parte de los primeros.
Hubo que internarlo en terapia intensiva, lo que consumió los
pocos ahorros de la colonia, por lo cual muchos proyectos debieron quedar
postergados hasta mejor oportunidad.
Por esos días, varios emisarios clandestinos del ahora caído en
desgracia se apersonaron para tentar a los labriegos con ofertas de dinero
e insumos; a cambio, claro de luchar por el retorno del jinete desmontado
y su entorno fascistoide. Con
excelentes modales, Calixto y sus compañeros de lucha, decidieron
rechazar ofertas de prostituir su movimiento, enviando cordialmente a los
operadores a hacer un viaje al prostíbulo más lejano, aunque no
nombrando a sus madres respectivas por su oficio. Ramona,
nuevamente encinta, tuvo un ligero vahído en la escuelita, por lo que
debió suspender su clase de ética y solicitar una sustituta para las
siguientes jornadas. La
fatiga de horas robadas al sueño, sumadas a la crianza de sus niños y
manutención del hogar, la iban desgastando poco a poco, pero sin perder
esa chispa y alegría que la caracterizaban en la comunidad. Calixto, ya
relevado de obligaciones comunitarias, se dedicaba a pleno al trabajo agrícola
con sus compañeros y también a la educación hogareña de sus niños.
El aliciente de una vida mejor, era el motor de sus afanes y
fatigas, pero sabía que la perfidia seguiría acechando a Táva Pyahu. Jurandir
Peixoto —el prestanombre de Laszar Morgan— seguía a cargo del
latifundio, tras devastar sus bosques maderables. En cuanto a la colonia, a punto estaba de ser expropiada en
beneficio de los ocupantes, en pago de la deuda política de los diputados
y senadores, que heredaron el poder tras la caída de Cubas-Oviedo.
Laszar Morgan, pese a su provecta edad resistía como gato panza
arriba los intentos expropiatorios de su feudo, el cual realmente
pertenecería a la familia Stroessner-Matiauda, verdaderos detentores del
predio y patrones suyos. Los
partidarios del depuesto tirano militar Alfredo Stroessner, ganaron nuevos
espacios de poder escudados en el arrojo de jóvenes y campesinos, cuya
sangre aún salpicaba consciencias y memorias, burlando las aspiraciones
populares en pro de ocultos intereses transnacionales, diseñados a
escuadra y compás. La estafa política del entorno de Luis González, el
nuevo presidente, se estaba consumando a pasos de siete leguas.
Su ineptitud y falta de personalidad, sumados a su carencia de
liderazgo real, se manifestaban en la brusca caída de la economía, ya
tambaleante por años de malversaciones (los políticos son malos poetas),
robos descarados y evasiones impositivas, cimentada en la irrupción de
pistoleros de guante blanco y en la provisión generosa de cargos a
parientes, amigos y compadres. El
primer intento de expropiación de Táva Pyahu, fue vetado por el nuevo
presidente, muy amigo de Morgan y otros terratenientes de la dictadura, y
terrateniente él mismo, por obra y desgracia de su histérico coqueteo
con el poder de turno. Laszar Morgan, no estaba satisfecho con el veto
presidencial a la ley de expropiación de parte de sus extensos dominios,
y estaba decidido a terminar con el problema de la manera más expeditiva
posible. Y no se le ocurriría
nada mejor que descabezar a las organizaciones, como si con ello pudiese
terminar con el problema. Los latifundistas, olvidaban a menudo que los
labriegos tenían una organización más nivelada y horizontal, en la que
cada uno era un líder y al mismo tiempo miembro comunitario.
Todas las cabezas visibles podrían ser reemplazadas en poco tiempo
sin perder operatividad, pero de todos modos, Morgan tenía entre ceja y
ceja el berretín de cortar con el problema a como diere lugar.
Expulsarlos judicialmente ahora, sería difícil y costoso, pues la colonia prácticamente estaba organizada y contaba con escuela, dispensario y cuanto hiciese falta; con excepción de comisaría policial y capilla, de la que no habían menester por el momento. Morgan llamó a uno de sus capataces para pedirle algunas informaciones confidenciales acerca de los cabecillas del asentamiento antes de tomar alguna decisión. Desde los últimos intentos de su administrador Peixoto, de neutralizar a los cabecillas, poco hubo avanzado para recuperar su parcela ocupada. Los pistoleros contratados al efecto, desaparecieron misteriosamente sin dejar rastros. Incluso los del temible GOF fracasaron miserablemente en su cometido, volatilizándose también como si nunca hubiesen existido. Pero de todos modos sería interesante intentarlo de nuevo, aunque sin comprometerse, por supuesto. Calixto se levantó una mañana con dolores raros en varios puntos
del pecho y la espalda. —Habré
dormido mal anoche, o quizá los años no pasen en vano —se dijo a sí
mismo. —O de lo contrario, es un presagio.
Por suerte estoy en paz con dios y el diablo y no tengo deudas
pendientes. Lástima por
Ramona y los chicos si me pasara algo, pero los compañeros pueden hacerse
cargo si llego a faltarles. Estaba
algo fatigado y necesitaba dormir un poco más, pero era consciente que la
pereza no es buena consejera; al menos si uno está acostumbrado a
madrugar con los gallos, especialmente si hay tanto por hacer.
Decidió
finalmente tomar dos jóvenes aprendices para adiestrarlos en las artes
del oficio de la electromecánica. No
sólo para reparación de artefactos y uso correcto de herramientas, sino
también en el arte de la improvisación creativa, como la que utilizara
en la defensa de la colonia durante los ataques de los asesinos.
Nada mejor que contar con gente despierta y creativa a la hora de
resolver problemas graves o enfrentar crisis e interpretar señales
imperceptibles para los demás. Su ya prolongada estadía en el corazón del monte, en la
compañía de auténticos campesinos de toda la vida, le enseñó a captar
el lenguaje de los pájaros y los insectos; a sentir en la piel los
mensajes cifrados del tiempo y captar las invisibles palabras del aire y
los vientos; o los anuncios de la luna y sus fases que precognizaban
buenas o malas cosechas. Todo
esto, debía enseñar a sus aprendices. El resto, vendría por añadiduras. Esos días, fueron
sospechosamente tranquilos para Táva Pyahu; sin aprestos de marchas de
protestas, confección de pancartas y carteles de repudio o incursiones de
pistoleros de alquiler. La
rutina más chata reinaba como emperatriz de las vidas de los miembros de
la pequeña comunidad. Hasta
pudieron canjear parte de una cosecha de arroz por un tractor de segunda
mano en buen estado para usos generales, y graduar a los primeros alumnos
primarios de la escuelita Igualdad, con certificados ministeriales y todo.
El cercano fin de siglo auguraba más rutina aún, fuera de lo
improbablemente inesperado: la remoción del presidente, por las mismas
razones que a su antecesor: la inepcia y nulidad.
Las
elecciones para la vicepresidencia vacante se anunciaban pero no se definían
y el sillón de Argaña aún permanecía vacío acumulando polvareda y
telarañas, quedando la oficina en manos de otro inepto de grado treinta y tres: el escribano Luis María Alfieri.
Pareciera que la mediocridad adocenada fuese requisito sine
qua non para ejercer cargos públicos que al final se convertían en
cargas públicas, difíciles de cargar.
Pero Calixto no se engañaba con la aparente calma que hacía
enmudecer hasta al viento norte y bostezar a la selva circundante.
Pero tampoco podía hacer otra cosa que proseguir el adiestramiento
de sus aprendices y llevar adelante el proyecto Táva Pyahu hasta donde le
cupiese actuar. El
instinto, aguzado por la lucha, le hacía estar en alerta roja. casi todo
el tiempo en que la mismísima quietud parecía haberse cristalizado de
puro aburrimiento y abulia. No
temía a las amenazas sordas e invisibles que pendían sobre su persona,
pero le dolería quizá, si los pérfidos ejercieran su alevosía contra
su familia, fuese contra su mujer o contra sus hijos.
Ellos eran una garantía de su transición al futuro, aunque
desapareciera él de la escena; aunque sus huesos se fusionasen con la
roja tierra de promisión que pisaban sus pies, tendría la continuación de
sí mismo a través de sus hijos, en una prolongación genética y anímica
hacia el futuro. Ibrahim
Saud, temible pistolero paulista y también descendiente de sirios, fue
elegido para liderar al GOF y para probar su temple, debía hacerse cargo
de un trabajo en el Paraguay.
—Poca cosa —le dijeron los patrocinadores del escuadrón de
exterminio a la medida—. Se
trata apenas de enfriar a un molesto moscardón que orbitaba ante las
narices de un señor muy amigo del presidente del Paraguay.
Es decir, de todos los presidentes que antecedieran y sucedieran a
Stroessner, y el administrador no deseaba evidencias que lo incriminasen
como autor moral ni nada parecido. El
jagunço metido ahora a policía estadual, prometió eficiencia, discreción
y silencio en este trabajo que lo catapultaría a la jefatura del Grupo de
Operaciones de Frontera, como eufemísticamente se conocía a los asesinos
con uniforme de Mato Grosso do Sul. El
gatillo lo era todo para él, el revólver era su hermano y confidente,
las balas eran sus palabras disparadas hacia el alma de sus víctimas,
ordenando el desalojo sumario o restario de sus cuerpos.
Las armas eran su ley, su argumento y su razón de vivir, de las
vidas ajenas puestas a precio fijo por la ley de la oferta y la demanda.
La muerte también da vida a sus heraldos y segadores de zafra. Al
menos, eso pensaba Ibrahim Saud, cuando tenía tiempo libre para pensar y
no hacía mucho calor que le desactivase las neuronas.
No tenía familia, justamente para tener las manos libres de actuar
y el corazón cerrado para matar sin remordimientos a quien se le
ofreciese como blanco de su casi infalible puntería.
Cierta vez, en São Paulo —recordó el asesino, con un dejo de
nostalgia—, le habían encargado suprimir a una mujer de Ponta Porã,
que presuntamente había enviudado contra la voluntad del marido.
Esta había ya vendido su casa y se borró literalmente de dicha
localidad; por lo que cuando hallaron sus hombres a una mujer en dicha
vivienda, la secuestraron notando que estaba encinta. Ésta, obviamente,
no era la destinataria del encargo pero los matones en ausencia del jefe pretendieron cargársela
de todos modos para no dejar testigos.
Finalmente no se decidieron a hacerlo, a causa de los ruegos de la
víctima cuyos pechos lloraban leche prematura a chorros y la dejaron a un
lado de la carretera y sin su carro. Ibrahim
nunca perdonó la supuesta cobardía de sus jagunços, y luego se deshizo de ellos, arrojando sus cadáveres al
contaminado río Tieté. Un
encargo es un encargo, aunque la víctima no sea la elegida, siempre hay
que complacer al cliente. No,
el futuro nuevo jefe del GOF no defraudaría a sus mandantes, brasileños
ni paraguayos. El nuevo
trabajo en cierne, se le presentaba como demasiado fácil.
Y cuando algo es demasiado fácil, viene bien tomar todos los
recaudos para evitar complicaciones por exceso de confianza.
Especialmente si otros hubieron fracasado anteriormente.
Laszar
Morgan no se hallaba excesivamente nervioso por esos tiempos, fingiendo
ignorar el contacto de su capataz y administrador con un célebre matón
paulista de alquiler, a quien aguardaba una carrera policial del estado de
Mato Grosso del Sur, caso de salir avante.
Tras muchos palabreríos y discusiones entre el terrateniente y sus
capangas más allegados, amén de policías, jueces y abogados, se llegó
a la conclusión de quitar de en medio al más caracterizado y conocido de
entre los muchos líderes campesinos: Calixto Ñamandú.
Hacía
tiempo lo tenían entre pecho y espalda, acribillado por miradas
indiscretas, maledicencias y cámaras ocultas.
Todos los informes lo señalaban como al más decidido, más
solidario, más creativo y más preparado de su comunidad.
Aunque siempre tratase de pasar desapercibido entre sus iguales
manteniendo perfil bajo, se hubo destacado, aún a pesar suyo; sus
habilidades manuales corrían de boca en boca por la región, como
proclamando sus virtudes a grito pelado pese a sus muchos detractores y
adversarios. Entonces,
según los oficiosos asesores de Morgan, era el indicado a ser neutralizado,
como decían los manuales operativos de la CIA de los años 1960-1970. Tras el críptico cónclave, Calixto tuvo el dudoso honor de
ser el elegido, aunque aún no lo sabía, pero dados los antecedentes de
anteriores intentos, daba para intuirlo. La
quietud del ambiente, ya parecía un tiempo momificado, cuyo ralentamiento
se aproximaba a lo irreal. La
vida seguía un ritmo de cámara lenta y hasta las cosechas se atrasaban,
mientras las gallinas parecían poner huevos estériles, llenos de puro
vacío cósmico. Los presentimientos de Calixto Ñamandú, sin embargo,
parecían acelerarse en carrera mortal contra la incertidumbre. Le
daba mala espina tanta tranquilidad apabullante; tanta quietud acechante
como tigre hambriento o yaguareté rampante que, de no ser por el
noticioso cotidiano, hasta hubiera jurado que los días se detuvieron
abruptamente en un miércoles y aún siguieran allí, levitando en la hoja
inmóvil de un calendario paralítico, mudo, desabrido, ciego, cojo y
manco. La
única que parecía no sentirlo, era Ramona Ramírez, empeñada en limpiar
mocos y corregir deberes, cuando no estaba lavando o cocinando para sus
hiperactivos locos bajitos (Miguel
Gila dixit). Apenas se
daba pausas para dormir alguna que otra siesta bajo el mangal, si las
sabandijas chupasangres se lo permitían.
Esa mujer de hierro y miel no estaba hecha para el reposo, sino
para el repaso. Si bien Calixto aportaba lo suyo en el hogar, las tareas
parecían multiplicarse, mientras ella trataba de dividirse para estar en
todas partes, como dicen que anda Dios, el ubicuo omnipresente y, a veces,
las más, omniausente de todas partes. Pese
a las apariencias, los días avanzaban, a paso de caracol, pero avanzaban
sin duda. Tan sólo se
ignoraba en qué dirección, si hacia el futuro o hacia el pasado... o
hacia ninguna parte, lo que era más que probable.
La pachorra alcanzó a los animales y plantas del entorno, que no
se decidían a crecer ni a dejarse secar del todo; como si aguardasen que
el tiempo volviera a rodar cuesta abajo, como era lo usual antes de la
aparición de los imponderables y azares traídos por la alienación
imbecivilizada. No se decidían
las flores a abrir sus corolas, ni las bestias preñadas a parir, temiendo
quizá quedar para siempre en actitud de espera. Los
bueyes de tiro se empacaron en sus establos y las mulas como que se
clavaron literalmente en el duro suelo, notándose que estaban vivos
solamente por su respiración, ralentada a niveles exasperantes.
Los gallos pararon de cantar como si no les importase el tiempo,
las auroras ni las mismas gallinas, lo que ya era grave.
La calma chicha lo devoraba todo, menos los oscuros presagios que
buscaron refugio en la mente de Calixto, aunque éste no comentó nada
acerca de sus intuiciones, por no intranquilizar a su mujer y por no
suscitar burlas entre sus compañeros, que disfrutaban de la calma
matizada por fresco brebaje de tereré entre labor y labor. Luego de un cierto tiempo de incertidumbres, llegó la mansa lluvia
que lo tiñó todo de gris azulado por muchos días.
Tal vez intentando humedecer los ánimos, algo resecos por la
excesiva tranquilidad, que rutinizara la vida de la comunidad al punto del
aburrimiento. Las largas jornadas bajo techo, lograron despabilar a los
labriegos, despertando en ellos sus orales tradiciones de relatos de fogón
y duermevela. Aprovecharon
para visitarse entre sí, para compartir mates calientes y viejas
historias de aparecidos, plata yvÿgüy10
o milagros reales o supuestos de algún santo de rústica madera y fama
orillera. El
casi entrante, apocalíptico y muy esperado año 2000 no se mostraba muy
propicio que se diga; pero sería el inicio de un nuevo siglo y, a la vez,
milenio de esperanzas, aunque pocas de éstas se tornasen realidades,
defraudando expectativas y proyectos.
Aún los menos ambiciosos. El
precio del algodón, alcanzó su punto más bajo, en tanto que la cotización
del dólar alcanzó cotas elevadísimas; lo suficiente para favorecer a
los exportadores y arruinar a los productores, en una conjunción diabólica,
suponiendo que lo diabólico fuese real y no simplemente metafórico o
ficción divina. Es
que los problemas del campesinado no se resolverían con la adquisición
de tractores y aperos, ni con promesas graciosas de dudoso cumplimiento,
sino con más luchas solidarias y efusión de sangre insurgente, que
fecundase simientes en los surcos... y precios justos para sus productos.
Que también el Orbis Primus subvencionaba a sus farmers. También
el presidente de la república fue poseído por la calma chicha, que parecía
haber tomado por asalto a todo el país. Su natural inepcia e incapacidad congénita, se vio
incrementada tras el primer aniversario del marzo paraguayo, en que fuera
ignominiosamente despojado de la palabra en medio de un multitudinario
acto de recordación en la Plaza de Armas. El
propio pa’i Oliva lo expulsó
del escenario, entre rechiflas y abucheos de más de diez mil asistentes
al acto festivalero y doliente al mismo tiempo. Tras esta negativa experiencia, González se recluyó en sí
mismo dejando de lado toda gestión, que no fuese la de instigar
inversiones de alto rendimiento con dinero ajeno y a veces sucio.
Si Wasmosy lo hizo ¿a qué temer a la opinión pública?
Para ello, se valdría de su hermano juez y algunos hermanos albañiles
del albañal del Gran Arquitecto, empotrando en el poder a los más
ineptos e inescrupulosos políticos de su partido y también ¿por qué
no? a opositores rentados a costa de leche de las tetas públicas. Seguramente
para castigar al pueblo y al país entero, por la rechifla que le dedicara
ese día de marzo del 2000. A
partir de allí, todas las ilusiones acunadas en las trágicas jornadas
del marzo paraguayo, fueron deshaciéndose como burbujas al viento; como
torres de arena castigadas por la lluvia.
El
país entero sufrió la desidia de las autoridades, que más parecían
velar por lo ilegal que por la Ley y más amigas del hampa que del
trabajador honesto. Los asaltos se sucedían con una precisión
militarizada de operaciones de comando; los robos de vehículos aumentaron
y hasta el propio presidente y su esposa se hicieron de un BMW blindado y
un Mercedes de dudosa procedencia, probablemente hurtados en el Brasil.
Los
robos al Estado y a los trabajadores tomaron ritmos escandalosos y los
juzgados recibían denuncias con una abulia digna de la bella durmiente;
sin resolverse nada, a favor ni en contra.
Pareciera que todos los responsables de la marcha del país, se
empeñasen en atrasar relojes y encarcelar a los días del calendario,
como queriendo detener al tiempo en una retro-carrera hacia la locura.
La incapacidad e ignorancia eran (y son aún) requisitos
indispensables para entrar a formar parte de la ya numerosa legión de
idiotas o truhanes que engrosaban el ya exhausto presupuesto nacional y
depauperan hasta hoy a las arcas estatales con una voracidad digna de
langostas africanas o marabunta amazónica.
Evidentemente
el albor del nuevo siglo no auguraba muchos cambios.
No al menos, mientras el país permaneciese a la sombra de la
imbecilidad, el cinismo y la inmoralidad institucionalizada, representada
por unos partidos políticos creados para delinquir al amparo de leyes ¿liberales?
de tolerante impunidad política; de una policía venal y emparentada con
el hampa; de un aparato judicial tan corrupto como abúlico y de una
legislatura oportunista y coyuntural, que creaba leyes a medida y
conveniencia de los operadores de intereses. Todo
ello sin contar con unas Fuerzas Armadas igualmente inmorales que deglutían
presupuestos con una famelitud digna de plagas bíblicas.
En tanto, los productores, especialmente del campo, veían agonizar
sus expectativas en un maremágnum de injusticias y latrocinios nunca
vistos ni sentidos, desde la época de la posguerra de 1865/1870.
Nadie intentaba emular al prócer Gaspar Rodríguez de Francia,
quien hasta su muerte mantuviera una acrisolada honestidad y una
austeridad monacal, justamente para fortalecer a la república que él
mismo hubo ayudado a parir sin dolor, aunque poco pudo garantizar su sano
crecimiento. En
todo esto, pensaba Calixto Ñamandú, cuando decidiera ir a la capital
para realizar algunas gestiones en el Congreso Nacional, ante la comisión
de Reforma Agraria, recordando la ley de condonación de deudas campesinas
que los motivara a tomar parte activa en los sucesos del marzo del 99 y aún
no se cristalizara. Ciertamente
que Táva Pyahu, por no estar en connivencia con los agroexportadores,
pocas deudas contrajo, salvo para autosustento y todas moderadas.
Pero Calixto decidió colaborar —por solidaridad con los otros
asentamientos— en la solución del problema.
Hasta el momento, todo hubo quedado en agua de borrajas y las
deudas seguían amenazando a los labriegos con su índice acusador y la
espada desenvainada de la judicialización; por lo que además debería
intentar remover la ley de expropiación, promulgada en el Congreso y
vetada por el presidente González, en favor de su amigo Morgan. Preparó
sus modestos bártulos, su maletín de documentos y una prenda dominguera
para sus trámites. El viejo
tractor se hallaba descompuesto, por lo que debería salir a pie hasta la
ruta, situada a más de cinco kilómetros de la colonia, por el camino
vecinal. Tal vez, si cruzase
un montecillo hallaría un atajo de menor distancia en dirección
suroeste. Esto lo decidió sobre la marcha, despidiéndose de Ramona y sus
vástagos y olvidándose momentáneamente de sus oscuros y procelosos
presagios y del ruidoso helicóptero que sobrevolaba la zona,
probablemente de la policía antinarcóticos. Tras
notificar a los demás compañeros acerca de sus propósitos, tomó rumbo
hacia la ruta de salida de Táva Pyahu, por una picada hecha por los compañeros.
Por lo menos caminaría a la sombra del raleado bosque sin ser demasiado
acosado por el tibio sol de setiembre, casi oculto por los grises celajes
que se empeñaban por entristecer el día. Más de dos horas caminó sin detenerse, hasta que decidió
hacerlo en un claro a fin de manducarse un trago de agua fresca del termo
que portaba y tomar el aliento necesario para proseguir andando hasta la
ruta troncal donde aguardaría algún ómnibus o alguien que lo acercase
hasta Lima. Necesitaba tener la mente fresca para planificar su itinerario
hasta Asunción. No
cayó en cuenta del repentino silencio del raleado bosque y del turbomotor
del helicóptero que hasta hacía poco sobrevolaba las cercanías.
Apenas detuvo sus pasos en el idílico paraje, se sentó sobre un
viejo tronco caído para servirse unos tragos de agua de su termo. En
eso estaba, cuando atronaron el aire cuatro disparos en rápida sucesión
desde la espesura circundante. Calixto ni siquiera tuvo tiempo de echarse
al coleto el refrescante sorbo de agua, cuando ya la vida lo abandonaba
velozmente por las corolas que florecieron repentinamente sobre su pecho. Segundos
más tarde, al notar la inmovilidad de la víctima, los dos pistoleros,
uno de ellos Ibrahim Saud y un gaúcho malencarado de nombre Saulo Sampáio,
se acercaron sigilosamente al exánime cuerpo de Calixto, despojándolo de
su maletín portadocumentos y otras pertenencias, como para fingir fines
de robo o ajuste de cuentas, que de eso se trataba finalmente.
Tras borrar sus pisadas marcadas en el húmedo suelo, fueron alejándose
hacia los linderos de la hacienda que administrara Jurandir Peixoto, tras
dar un largo rodeo de despiste. —¡Bom
trabalho camarada! —exclamó Ibrahim Saud como brindando anticipadamente
por el éxito de la misión. —¡Falou rapaz!
—confirmó Saulo Sampáio acelerando el paso. Luego sin decir más,
se aproximaron a un campito cercano, dentro de la propiedad de Morgan,
donde los aguardaba el helicóptero en el cual retornarían a Ponta Porã.
La
estafa política del sistema, estaba consumada y un redentor más había
sido crucificado. Esta vez,
con balas de magnum .357. Algunos
compañeros que habían acompañado a Calixto hasta un cierto trecho y que
ya se estaban volviendo, pudieron oír en la lejanía los asordinados
estruendos, apenas amortiguados por la vegetación, la distancia y la
espesura del bosque, seguido a los pocos minutos del flapeo característico
de rotores de un helicóptero en ascenso. Al principio dudaron unos
minutos, pero luego los ecos reverberantes seguidos de silencio, les
indiciaron lo peor. Decididamente
retornaron en la dirección seguida por su compañero para indagar acerca
de lo que pudo haber ocurrido. Nada
bueno podían aguardar de tanta perfidia escondida tras los impenetrables
muros de la ilegalidad disfrazada con leyes y cortapisas seudolegales.
El lejano flap-flap del helicóptero que remontaba vuelo, les indicó
que quizá fuesen cazadores furtivos, pero también podrían ser policías
antinarcóticos... o asesinos a precio fijo.
Finalmente
encontraron en la picada los restos de Calixto cuando el sol iniciaba su
declinación crepuscular. Tras
rápida deliberación, y tras luchar un rato contra moscas y hormigas, que
ya se estaban cebando en las carnes de Calixto, improvisaron unas rústicas
angarillas con palos secos para llevárselo a la colonia.
Todos estaban apesadumbrados y cariacontecidos, pero no despegaron
casi los labios hasta retornar a Táva Pyahu casi con las primeras sombras
de la noche. Allí donde
descansaría en la tierra, generosa a pesar de la mezquindad humana que
pretendía enseñorearse de ella. Poco
más tarde, los restos del compañero eran velados en el local de la
escuelita Igualdad por la que
tanto había luchado, casi hasta las últimas consecuencias.
El
Paraguay, pese a su nueva constitución y a las buenas intenciones de
algunos, seguía siendo, al decir de cierto intelectual: el país de los
hombres sin tierra y las tierras sin hombres. La
angustia de Ramona fue incontenible al contemplar, finalmente, el trágico
desenlace de su compañero, eliminado tras una larga serie de intentos por
parte de los enemigos de la justicia, pero se prometió a sí misma no
derramar lágrimas, porque su hombre desapareciera físicamente.
Más bien se burlaría de la muerte, por haberlo hecho inmortal, aún
sin quererlo. EPILOGO Tras el sepelio de Calixto Ñamandú, donde éste alcanzó
finalmente el sueño de la tierra propia, corrieron por Táva Pyahu y
Lima, rumores de un posible desalojo violento, muy al estilo policíaco-militar,
pese a la oposición del Congreso Nacional, el cual aún tenía una gran
deuda política, hasta con sabor de usura, hacia el campesinado.
El presidente de la república, en abuso de sus facultades, había
vetado recientemente la ley de expropiación del predio ocupado, con el
argumento de que no existían fondos para indemnizar al propietario: el
extranjero Morgan. González
iba, poco a poco, socavando su ya escaso prestigio; tan escaso, que se
precisaría de microscopio para visualizarlo, de casi inexistente.
Surgieron
airadas voces, tanto en San Pedro como en la capital y el resto del país,
proclamando que la sangre vertida por los más de setenta y seis mártires
campesinos bien valía la indemnización, indebidamente pretendida por los
seudopropietarios y sus carroñeros abogados. Hasta el menos avisado sabía que la tierra detentada por
Morgan, había sido usurpada por Alfredo Stroessner durante su cacareada
reforma agraria, más con fines especulativos que agrícolas; y que el
supuesto propietario, era apenas un testaferro y mero administrador de la
cadena, que incluía bancos, tiendas de gran porte y otros negocios,
algunos confiscados unilateralmente por el consuegro del depuesto, tras su
teatral golpe de estado. De
todos modos, toda la comunidad se puso en alerta y las asambleas populares
tuvieron carácter permanente, hasta lograr el ansiado título de
regularización de la tenencia colectiva de las cinco mil setecientas hectáreas
de la ocupación. Tras largo
debate, el Congreso Nacional ratificó
la ley de expropiación y el latifundista Morgan debió contentarse con
cobrar el monto en los bonos del tesoro, recién emitidos.
Ramona mantuvo su liderazgo en lo educativo y, tras mejorar la
biblioteca de la escuelita Igualdad con donativos de un diario capitalino
y los aportes de jóvenes universitarios, se dispuso a impulsar su
personalísima reforma educativa. Fue
como si la colonia tuviese ahora su propia ministra de educación y su
propia reforma agraria, ya que el derecho de propiedad debería incluir el
de la autodeterminación del propio destino y la responsabilidad
compartida. La socialización
de la propiedad, posibilitaría evitar que alguno decidiese vender su
parcela para abrirse de la comunidad.
Pero de todos modos, el problema de la tierra bullía latente en el
país, ya que las organizaciones campesinas seguían sufriendo atentados
en las personas de sus dirigentes. Tras
el asesinato de Calixto Ñamandú, varios miembros de otras comunidades
sufrieron atentados, algunos fatales. Todos atacados por pistoleros
emboscados al socaire o víctimas de accidentes poco accidentales.
Navidad en Táva Pyahu: el
sofocante calor canicular de diciembre del año 1999 —a pasitos de un
nuevo siglo que preanuncia el tercer milenio—, es compensado por una
brisa ligera desde latitudes australes, que intenta trabajosamente atenuar
el bochorno de esos días. Los ruidosos pájaros saludaban la muerte del sol con atronadores trinos superpuestos en ascendente crescendo —en desafiantes aunque desafinados corales—, no desprovistos de jolgorio y erotismo ornitológico. Las hábiles manos de las matronas de la comunidad amasaban el chipá, la sopa paraguaya y otros manjares nativos para la cena de celebración comunitaria, no exenta de tristeza por el compañero recientemente sacrificado, aunque todos sabían —o intuían para su coleto— que Calixto estaría con ellos, en cuerpo ausente quizá, pero estaría sin duda. El olor de la resina ardiente de milenarios bosques, se esparcía
desde los rústicos tatakuá de
barro colorado, donde se cocerían los alimentos comunitarios con que
celebrarían el misterio cósmico del solsticio veraniego, y, de paso, la
culminación de los prolongados trámites de legalización de su tierra.
Esa tierra regada de sangre y sudor, además de las esporádicas lágrimas
del cielo que bendecía los sembradíos con su fecunda humedad. Las largas mesas aguardaban, con sus albos manteles de basto
pero limpísimo lienzo y bordados por diligentes artesanas hogareñas;
ostentando el sagrado pan de la libertad y el vino macerado y sacramental
de la comunión campesina. Lejos
quedarían las ollas populares de magro contenido y el duro y amargo
mendrugo de la injusticia, aunque ésta aún persistiese en permanecer
reinando sobre el sufriente país. Muchos
campesinos e indígenas todavía aguardaban expectantes y esperanzados el
día —aparentemente lejano aún— de su redención.
Y ésta, evidentemente no llegaría de la mano de políticos, ni de
autoridades venales y oportunistas; sino sería forjada por las propias
manos, callosas y quebradas, del campesinado y los trabajadores que
supiesen empuñar las herramientas de la liberación. Pero
la esperanza los mantendría en pie hasta esa postergada aurora, velando
alertas, sin desmayos ni claudicaciones. Esa Nochebuena, Ramona Ramírez, se quitó sus negras
vestiduras de rústico luto, reemplazándolas por el albo ahopo’i y el típico
typói bordados en basto algodón hilado a mano y una faja tricolor en
cintura, como proclamando adhesión y pertenencia a esa tierra.
No
tenía sentido el luto, cuando alguien se hace inmortal por su oblación
en pro de sus hermanos. Deseaban
creer que Calixto estaba vivo en alguna dimensión intemporal y sólo su
cuerpo perecible descansaba sepultado, como integrándose a la tierra, a
su tierra. Todos se sentaron
a compartir la humilde cena comunitaria en silencio apenas quebrado por
susurros de salutaciones y las solicitudes de bendiciones de los más
pequeños, en una mancomunión casi pagana de olvidados ritos perdidos en
los meandros del tiempo y resucitados nuevamente en los albores de un
nuevo siglo. Apenas
el susurro del viento entre la fronda arrullaba a los silenciosos
labriegos. Tras un brindis de
medianoche, con jugos frutales regados con algo de vino, apenas para
sazonar las frutas, recogen la mesa y tras la limpieza de los menajes, se
dirigen a sus respectivos ranchos a reposar. Tan
sólo Ramona y sus hijos quedan aún en silencio contemplando la miríada
de astros que parecen guiñarles desde los abismos cósmicos su mensaje de
amor. Así, permanecerían
hasta muy entrada la madrugada, siempre en silencio, como intentando
escuchar la invisible voz de
Calixto desde más allá de las sombras.
Saben que él estaría en algún lugar no muy lejano, tal vez
aguardándolos en paz. Ramona
procura ahorrar lágrimas, no dando palique a su húmeda mirada perdida en
la inmensidad al alcance de su mano, al alcance de su corazón.
Nada
volvería a ser igual para ellos, aunque muchas otras comunidades hermanas
estaban aún en el doloroso proceso de gestación, por lo menos no estarían
solas en la lucha. Y éstas dependían de la cohesión en la lucha por la
tierra y la promesa de una vida mejor, con pan, con paz, con justicia, y
sobre todo con fraternal solidaridad y ajenas a los protervos políticos
profesionales de partidos e intereses creados.
Hasta
entonces, los mártires de la tierra no descansarán del todo en paz.
Luque, Paraguay, 25 de
enero del 2000
Asunción,
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