Régulus |
Asdrúbal
Ben Barkha el general cartaginés, encaró al cónsul romano parlamentario
prisionero, con la prepotencia del que se cree triunfador.
La guerra con Roma aún estaba indecisa, mas los del partido Hannon,
o de los mercaderes, no querían prolongarla más y ordenaron por mayoría
de la asamblea a ofertar a la loba capitolina una paz honrosa, bajo las cláusulas
de reparto igualitario del Mediterráneo —al cual los romanos
denominaban Mare Nostrum—
y un canje de prisioneros romanos por los suyos. —¿Cómo
puedo fiarme de ti y de que regresarás con una respuesta de Roma, aún
sabiendo lo que te espera en caso de rechazo? —¡Estás
hablando con un romano, perro púnico! Nuestra palabra es una garantía de
veracidad —respondió Régulus, con altivez pero sin furia, pues sintió
que no la habría menester frente al enemigo. —¡Cuidado
deberías tener de tus palabras, hijo de loba! ¿O no sabes con quién estás
hablando? —respondió airado el general cartaginés, llevando
amenazadoramente la mano izquierda al pomo de su pesada espada de bronce
templado. —La
vida es breve y hay que honrarla, por tanto, no me metes miedo, amo de un
ejército de esclavos —replicó Régulus altivo. —He de saber morir
como un romano, si se da la ocasión, y de seguro se dará, porque abogaré
por el rechazo a tu pérfida oferta, más producto de vuestra debilidad,
que de vuestra magnanimidad y buena fe. —Pues
a fe mía que así será, lobo carroñero —gruñó Asdrúbal Ben Barkha.
—Ahora verás cuanto te espera, de regresar con un rechazo de parte de
los tuyos. ¡Llévenselo al atrium negro! —ordenó a dos robustos y
acorazados guardias palaciegos de mirada turbia de vino y nepenthe. Estos
condujeron a Régulus al lugar citado, sin que éste perdiese un ápice de
dignidad patricia que ostentaba por todo blasón en su noble rostro. Una
vez allí, contemplaron un maloliente sarcófago abierto.
En él, un joven nubio de apenas dieciocho o veinte años, estaba
inmovilizado desde hacía varios días, con sus párpados mutilados y
agonizando al ardiente sol africano. La tapa del mismo, erizada de largas
púas de metal, aguardaba para cebarse en sus carnes. Régulus
impasible vio cómo un verdugo cerraba la tapa mientras los gritos agónicos
del joven lacerarían el alma de quienquiera que la tuviese. El
cónsul romano se encogió de hombros, estoico e indiferente, cuando volvió
a abrirse la tapa, mostrando el horrible resultado del suplicio, que le
aguardaría a su regreso de Roma; salvo que convenciese a los compatriotas
de aceptar la oferta de paz de Cartago e hiciese cuanto esperaban de él
los púnicos. Es
cierto que Roma señoreaba en el continente y sus legiones impusieran la pax romana a media Europa; pero no lo era menos, el hecho de que
Cartago disponía de una flota envidiable —de guerra y de comercio—,
con que mantener una larga guerra de indefinidos contornos, así como de
pendular e indecisa resolución. Régulus,
era rehén de los cartagineses y por su investidura consular, pretendían
que abogase por el cese de las hostilidades, a cambio de compartir ambas
potencias el ámbito mediterráneo en condominio. Catón el censor insistía
constantemente al acabar sus alocuciones en el Senado: Delenda
est Carthago, con machacona insistencia. Régulus era aliado del
partido de Catón, pero si regresaba con una negativa, debía esperar lo
peor de Ben Barkha y su belicoso padre Amílcar Ben Barkha, jurados ambos
en destruir a Roma
Cartago, heredera de Fenicia en lo comercial, también lo era en lo
moral. Profesaban la doblez como virtud; el engaño como filosofía y el
culto al lucro como religión. Roma,
en cambio, honraba la palabra y la austeridad por sobre cualquier otro
valor social. Régulus era
tan romano como la misma loba que amamantara a Rómulo y Remo y tan
estoico como Sócrates. Debía
dar su palabra a los enemigos de Roma, de que regresaría con la
respuesta, negativa o afirmativa de la república a las pretensiones de
Cartago. Tras
la cruel demostración de su probable destino, Régulus juró a Asdrúbal
que regresaría, y luego fue conducido a la nave que lo trasladaría a
Siracusa, desde donde reembarcaría en una nave romana. Veinte
días más tarde, Régulus compareció ante el senado romano y éstas
fueron sus palabras: —He
sido utilizado para transmitiros de parte de nuestros enemigos su
propuesta de paz, a trueque de compartir con esos buitres el Mare Nostrum,
pero no os engañéis con la perfidia púnica.
Cartago debe ser destruida para gloria y tranquilidad de Roma.
De mi parte, os ruego que rechacéis la oferta, de quienes quieren
nuestra ruina en precio a su prosperidad y opulencia. Roma nunca ha
inclinado sus águilas ante mercenarios y esclavos, como lo son los
soldados de Cartago. Os doy
la palabra para decidir, honorables miembros de este senado.
Sé que he de sufrir el suplicio en manos de nuestros enemigos,
pero la dignidad de Roma está primero. ¡Hablad! La
mujer y los hijos del cónsul Régulus sollozaron quedamente, pero
aprobaron sus palabras. El
senador Porcius Lontanus pidió la palabra, y, tras alabar la postura del
cónsul, solicitó el apoyo de la plenaria a fin de proseguir la guerra
sin pausa, a fin de detener la piratería púnica.
Lo que significaría poner coto a sus pretensiones de colonizar
toda la España ulterior, Siracusa (Sicilia), Acaya (Grecia), las Baleares
y parte de la Galia. Lucharían sin condiciones ni concesiones. —Nuestras
leyes y conducta hacen la diferencia —exclamó Lontanus
Luego prosiguió: —No podemos fiarnos de mercaderes ni
filibusteros de medio pelo, artífices de la falsedad y la mentira. Régulus
supo pronto que debería enfrentar a su destino, y apenas intuyó que, por
no escaso margen, triunfaría la causa de la no contemporización,
llevando la guerra con
Cartago hasta las últimas consecuencias, hizo llamar a un albacea a quien
dictó su testamento familiar, político y filosófico.
Se despidió de los suyos y se dispuso a partir hacia Siracusa,
desde donde retornaría a Cartago. Su
aya etíope, Alyone, le acercó una pócima en un minúsculo frasco de
cristal de roca. —Te
ayudará en el trance. Su efecto es casi instantáneo —díjole la mulata
abisinia que lo criara de niño con su leche.
La madre de Régulus hubo muerto en parto.
—No
me hará falta —respondió Régulus.
Alyone no insistió en tal menester, pero le rogó que la llevase
consigo, aún sabiendo su precio. Régulus le concedió su deseo. Poco más tarde, éste y sus
pocos acompañantes embarcaban rumbo a un incierto destino. Puntualmente,
según lo calculado, el cónsul puso pie en Cartago. Hannibal Ben Barkha
lo recibió con desdeñosa sonrisa y sardonica gesticulación. —Si
rechazásteis nuestra propuesta de paz, no esperes misericordia alguna ¡oh,
romano! —Ni
esperes que te la ruegue chacal norafricano.
Y tengo el placer de ser yo mismo el portador del rechazo de la
augusta Roma. Haz lo que te plazca, pero ten por seguro que seré vengado
y que de los muros de Cartago no han de quedar sino cenizas, y de la
memoria de tus descendientes se olvidará la historia, cual si nunca hubiéseis
existido. Hannibal
Ben Barkha sonrió nuevamente. No
temía a los romanos y habría de darles duras batallas por mucho tiempo aún,
antes de consumarse su derrota. Pero
esto, él aún no lo sabía. Creía
contar con la alianza de los enemigos de Roma que eran muchos; entre ellos
los galos, cimbrios, teutones y germanos transalpinos.
También los íberos odiaban a la loba y muchos pueblos africanos
eran aliados del general Asdrúbal, cuñado de Hannibal. Ignoraba aún éste, que los mercenarios nunca son de
fiar y sus lealtades son volubles y banales como los vientos. Nunca soplan en una sola dirección, salvo que oliesen
el oro de un mismo amo. Mas
aún así, Roma todavía podía contar con legiones de hombres libres, no
uncidos al yugo del oro ajeno ni a otra autoridad que no fuese la república.
Régulus estaba hecho de tal madera y del mismo bronce de sus
espadas. Tras
recibir los insultos e invectivas de la multitud a lo largo del camino que
lo condujo ante Amílcar y la asamblea de los notables cartagineses, Régulus
púsose a rememorar su vida y obras.
La litera que lo conducía entre tumbos, tropiezos y barquinazos no
tenía apuro alguno en depositarlo a los pies del verdugo, que sin duda lo
esperaba. La noticia de la
reanudación de las hostilidades y el rechazo del senado romano había
cundido por la ciudad, inflamando a los belicosos del partido de los
Barkha y desilusionando a los mercaderes del partido de Hannon, que
esperaban lucrar en paz con su cadena de distribución de mercancías y
sus colonias en el Mediterráneo. Régulus,
indiferente a todo cuanto estaba aconteciendo en la capital enemiga, iba
rumiando pensamientos. De
pronto se vio a sí mismo en el sarcófago de la muerte y se estremeció
levemente. —No durará mucho —pensó. —No me hará falta el veneno
de Alyone, y es probable que también ella y mi séquito sean sacrificados
por estos bárbaros. Pero rogaré para que sean amnistiados y puedan
regresar a Roma con mis despojos y su testimonio.
Luego, otros pensamientos ocuparon su mente. Recordó a sus hijos Tulio y Manlio, aún de corta
edad, pero prontos a empuñar espada y a su hija Marcia a punto de casarse
con el tribuno Gallio. Memoró las campañas en Agrigento y sus correrías
por la Sicilia siracusana con las legiones de Varo, el cual, sin que Régulus
lo supiera, sería derrotado por Hannibal en su último triunfo en
territorio italiano. Se
sintió en paz consigo, con su familia y con la república, anhelando con
todas sus fuerzas el triunfo de Roma sobre los bárbaros de Africa del
Norte y sus mercenarios lacedemonios y nubios.
El suplicio podría durar varios días antes de sufrir la muerte
cruel con otros prisioneros caídos en la batalla de Agrigento frente a
las tropas de Xantipo el lacedemonio, aliado a sueldo de Cartago, el cual
poco después fue despedido con ricos presentes y muerto a traición en el
camino de regreso por los cartagineses, en pago a sus servicios. Régulus
se acercaba poco a poco al palacio de la asamblea, donde sería
interpelado por los notables del partido Hannon. Tenía instrucciones
precisas del senado para anunciar la reanudación de las hostilidades,
pese a las constantes derrotas romanas.
La moral de los legionarios aún estaba en las cotas más altas, y
los púnicos no las tenían todas consigo, ya que dependían de
mercenarios que no tardarían en intentar dominar a la propia Cartago, la
que recién tres años más tarde se desharía de ellos en lucha cruel de
exterminio. Asdrúbal,
que estaba destinado a sustituir a Amílcar y tenía la secreta aspiración
de llegar a tirano de Cartago, iba al frente de la comitiva de prisioneros
romanos. Pensaba solicitar la
gracia de ejecutar personalmente a los prisioneros de Agrigento, entre
ellos a Régulus y sus acompañantes. Ignoraba Asdrúbal que dos hijos
suyos y otros cartagineses notables estaban presos en Roma y, tras la
ejecución de los prisioneros, serían tratados de igual forma por los
hijos del cónsul romano, quienes estaban en edad de servir con las armas
a la república. La guerra
duraría aún varios años y sería harto cruel y despiadada, antes de
consumarse definitivamente la ruina de Cartago y la hegemonía de Roma en
la cuenca del Mare Nostrum.
Régulus
pudo intuir que su muerte atroz alzaría a los indignados compatriotas a
una lucha ardorosa, que acabaría por deshacer el imperio esclavista de
Cartago en manos de Scipio Africanus. Pero
mucha sangre debería fluir aún antes de demoler ese antro de
piratas-mercaderes que intentaban colonizar a una Europa aún bárbara y
hambrienta de opulencia. Las
llanuras de Agrigento fueron testigos de la derrota momentánea de Roma a
manos de mercenarios al servicio de Cartago. Allí fueron hechos
prisioneros más de cinco mil legionarios, quienes esclavos en las minas
de cobre de Cyprus y en las factorías de murex, aguardaban ser
sacrificados con Régulus, su caudillo. Muchas derrotas aguardaban aún a
los hijos de la loba capitolina en el áspero sendero de la gloria y el
martirio. La multitud abucheó al cónsul en momentos en que le fueron arrancados los párpados y su cuerpo fuera estaqueado bajo el ardiente sol. Sólo su aya Alyone fue autorizada a regresar, con los despojos de Régulus y su escaso séquito a Roma. Pero ese cadáver, en olor de coraje, fue la causa de la ruina definitiva de Cartago, que, en resumidas cuentas, sería definitivamente borrada de los mapas y derrotada con su ejército de mercenarios mandados por mercaderes… a manos y espadas de un ejército de hombres libres comandados por filósofos. |
Chester
Swann
de "Sobrevivientes anónimos"
Obra
registrada en el Registro Nacional de Derechos de Autor
Del Ministerio de Industria y Comercio de la República del Paraguay
Art. 34 del Decreto Nº 5.159 del 13 de setiembre de 1999
A los efectos de lo que establece el Art. Nº 153 De la Ley Nº 1.328/98
“De Derechos de Autor y Conexos”
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