Mucha
tinta se sigue derramando todavía con el tema de las “invasiones a la propiedad privada”, y ello es muy natural. A la propiedad privada hay que defenderla, como sea, con todas las armas de la ley… y de la trampa que contiene toda ley que se precie de tal; además de armas de fuego policiales o de sicarios a la orden. Pero como me gusta buscar pelos en la leche y moscas en la sopa, además de escupir en uno que otro asado ajeno y en la sopa del rey, me permito plantear algunos interrogantes que me
siguen mordiendo en el cacumen desde los años sesenta; si mal no recuerdo, desde la era en que éramos felices y no lo sabíamos.
En primer lugar, hace más de cinco centurias que hemos sido invadidos por unos señores que bajaron, envueltos en latas, de extraños bergantines. Al principio fueron acogidos los forasteros con hospitalidad por nuestros ingenuos antepasados, que no dudaron en compartir alimentos y hasta sus mujeres con los recién llegados; sin contrato previo de locación, sin visas, pasaportes ni restricciones aduaneras.
Hasta que éstos, en viendo la ingenuidad de los anfitriones, desenfundaron sables y arcabuces para quedarse con todo: tierras, hombres, mujeres y frutos del país, ya que no había oro ni plata para pasar a saco, como en México o Perú. Muchos muertos lo testimonian, pese a que la historia la escribieron los mismos que insisten en habernos civilizado, cristianizado, y ahora nos niegan la visa para ingresar a su país alegando leyes de extranjería y la mar en bicicleta. Vinieron para quedarse y poseernos como vulgares corsarios ladrones.
Posteriormente, el forzado connubio en absurdos serrallos del subdesarrollo, produjo un gentilicio híbrido y bastardo llamado “criollo” o “mancebo de la tierra”… o peyorativamente: “mestizo”. Una suerte de parachoques cultural indeciso y dubitativo que duró hasta 1811, más o menos, aunque no se pudo expulsar a los orgullosos peninsulares sino apenas
asimilarlos. Pero la tierra, seguía siendo ajena y cada vez más lejana del pobre, salvo para su democrática sepultura.
Tras la gesta libertadora, un hombre, honesto, austero, sabio… pero intolerante al disenso, nacionalizó toda la tierra del naciente país, aunque permitió las ocupaciones —a condición de que se la trabajara a conciencia con la sola obligación de abonar un modesto emolumento— en aparcería al estado. Nacieron las “estancias de la Patria” que daban de comer y vestir al incipiente ejército nacional, que era —pese a su exigüidad numérica— un celoso defensor de nuestra soberanía. No hacía falta invadir tierras que eran de todos y de nadie, como el aire, como el agua y las flores del campo. Nadie pasaba hambre y las necesidades estaban cubiertas por un estado autoritario y paternalista, pero honesto y austero, además de organizado. Claro, entonces
la palabra era el documento más preciado y valía más que un bono emitido por la FED.
Luego, tras el primer intento de autogestión tecnológica de los López, nuestro modelo autárquico incomodó a los vecinos y a su patrón: el imperio británico, es decir los empresaurios financieros de la City. Esta vez la invasión llegó de nuevo, bajo tres aspectos: el económico, el militar y el cultural. No contentos con arrasar y pasar a saco a un país civilizado, pujante y autónomo pero incomprendido y, encima incómodamente mediterráneo, la infame tríplice nos impuso la prohibición de nuestra lengua materna y mantiene su nefando tutelaje hasta los días de hoy, cipayos y traidores locales mediante.
La invasión prosigue, con prisa y sin pausa, despojándonos de bosques y campos con todo y fauna; contaminando nuestras aguas y envenenando a poblaciones nativas con abortos de la química Monsanto y dioxina; bastardizando nuestra cultura con sus voces extrañas impregnadas de cachaça y risotadas altivas; robándonos nuestra riqueza energética y, encima, burlándose de nuestra ingenuidad provinciana que los de buena fe acogiera como a los peninsulares de antaño.
Nuestros depauperados hombres de la tierra —que de suyo han sido desarraigados
durante la tiranía de Stroessner, por militares prepotentes, funcionarios corruptos, jueces venales,
acopiadores usureros, persecuciones políticas, deudas y puebleros tramposos—, ahora resolvieron
dejar de dar la otra mejilla y tomar en sus manos lo que la injusticia les ha negado
por tanto tiempo. Ahora resolvieron motu proprio poner en jaque al sistema
que los acorrala en la miseria; que para la ley, diseñada y legislada por los propios
invasores, se santifica al capital por encima del ser humano, cada vez más desvalorizado
como dólar del subdesarrollo. Y la rebelión de los parias está en marcha; contra viento, marea, balines de goma y plomo, bombas fumígenas y porras de los pretorianos del sistema.
¿Podría usted, estimado lector, animarse a señalar con el dedo a los verdaderos
invasores neobandeirantes?
¿Qué no? Entonces quizá sea, usted, uno de ellos… y aún no lo sabe o se niega a saberlo.
|