El promesero burlado |
Más devoto que Abundio
Portijú, no hubo ni
habrá, en toda la vasta geografía de este país, y menos aún, en el
departamento de Concepción; y
mucho menos todavía, en Horqueta de donde era oriundo el personaje de
quien les hablo; que en gracia sea. ¡Amén! Toda
su vida recorrió la región en su oficio de comerciante minorista, con su
inseparable carreta de dos yuntas de estólidos bueyes de cansina mirada y
pachorrento andar. Llevaba
porotos y mboroviré (yerba mate
semielaborada) a San Pedro,
Yvyja'u, Pedro Juan Caballero, Zanja Pytã y Ypéhü; trayendo a su valle
azúcar brasileña, cigarrillos de contrabando, aguardiente y cuanto le
pidiesen sus vecinos; quienes le proveían de mercadería de su cosecha,
para vender y dinero para comprar por la ciudad fronteriza. Como se dijera, era muy devoto de la Virgen
de Ca'acupé y nunca pudo llegar hasta el santuario serrano; aunque
conversando con algunos que sí fueron, pudo saber que el paisaje de la
Cordillera era muy parecido con el del Amambay, salvo detalles.
Pero como le iba bien en los pequeños negocios de macate y
acarreo, decidió encomendarse a la Virgen y prometerle una visita al
santuario, si le iba mejor que bien, claro. Abundio no era de ésos que reculan de sus promesas; y estaba
decidido a viajar a Ca'acupé con su inseparable amiga de dos ruedas en
una travesía que podía ser más larga que esperanza de pobre o retahíla
de tartamudo italiano. Es que
allá por los años cincuenta y pico, los quinientos treinta y pocos quilómetros
—de barro colorado en aguaceros y costra polvorienta en las canículas
hasta Ca'acupé—, no eran moco de pavo, para carretas de lerda legua por
hora. Y eso a buen paso, lo que significaba para los pobres bueyes
una buena tanda de heridas de picana, con moscas chupasangres orbitándoles
el lomo, y la fatiga quitándoles el resuello paso a paso. Porque hay que decirlo;
Abundio no escatimaba picana a sus animales para acelerar el tranco
cansino de sus dos pares de pacientes bestias, a cual más estólidas.
Claro que, luego de llegara destino, les lavaba pacientemente sus
heridas y hasta les aplicaba solución de creolina para desabicharlas...
hasta el próximo viaje. Abundio
Portijú, por otra parte, quería mucho a sus animales de tiro y a su
carreta —a la cual engrasaba los cubos de las ruedas con unción casi
religiosa cada diez leguas—, para que le durasen y para que no le
chillaran durante la travesía, distrayéndole de sus devociones por la
virgen; a quien rezaba largas letanías, aprendidas en la infancia de
catecismo y cintarazos paternos. A los trancos y a los tumbos, la cansina
carreta iba y venía llevando y trayendo mercancía, mientras Abundio
Portijú engordaba su alcancía con lo que sobraba de los gastos de
manutención de su casa, familia y animales de tiro. Tal vez en poco tiempo más, pudiera realizar su sueño de
homenajear a la Virgen en su propia casa.
Por esos días, la iglesia de Ca'acupé era aún una sencilla
estructura de rojo ladrillo mal revocado de barro blanco (caolín) y cal y
colonial estilo; sin las pretensiones monumentalistas del megaproyecto de
basílica eternamente inconcluso desde 1908 a la fecha, que propiciara
pantagruélicas tragadas de los
fondos, que miles y miles de devotos oblaban cada año a su santa patrona
con ingenua credulidad, mientras el clero engordaba a cuatro carrillos en
olor de hartazgo que no de santidad. Abundio rezaba un padrenuestro por quilómetro
y un rosario por legua para obtener la protección de la Virgen contra
accidentes, asaltantes, enfermedad de sus animales, y otros males que
suelen acechar a quienes desafían los azares del camino. Parecía
que la Virgen lo protegía, porque, aparte de algunos chubascos y
tormentas, nunca tuvo problemas con sus animales ni recordara que su
carreta haya roto ejes o volcado en alguna cuneta.
Nunca registró faltantes en peso ni cantidad de sus mercancías de
compra y venta. Tampoco sus
vecinos vieron mermas en sus transacciones, ni recibieron productos
defectuosos o vencidos por parte de Abundio, quien siempre cumplía a
carta cabal sus tratos. Era
éste digno devoto y merecía llegar a los pies de la Virgen (es un decir,
ya que la santa imagen carece de ellos y lo disimulan con un ortopédico
miriñaque, un vestido rococó
en azul y oro y prótesis capilar). La
religiosidad de Abundio Portijú casi rayaba en lo pagano, pero de su
sinceridad no cabían dudas. Era
capaz de irse caminando de rodillas, si la santa imagen llenase sus
expectativas en lo concerniente a sus negocios; es decir: colmándolo de
bienes materiales y permitiéndole tener un camioncito diésel para poder
jubilar a sus fieles bueyes y a su ya anciana carreta. Es que Abundio de tanto recorrer por tres
departamentos, —a velocidad de cortejo fúnebre, y una capacidad
limitada de carga—, pensaba que mejoraría su situación, si lograba
acortar el tiempo de sus travesías comerciales y ello redundaría en
beneficio de sus negocios. ¡Amén! Y si la Virgen lo quería él, Abundio Portijú
llegaría a ser un magnate del comercio de macate y compraventa. Nunca se
le ocurrió encomendarse al Señor Jesucristo ni al propio Jehová o como
se llamase el Más Alto, ni a los innúmeros santos del panteón católico
romano. Sólo la Virgen
ocupaba todos sus espacios devocionales y sus oquedades cerebrales; sus
sueños de grandeza y sus delirios de posesiones materiales y goces
espirituales. Aunque nunca
supo bien qué significaba la palabra espíritu,
o la diferencia entre éste y alma;
pero sentía que esos pensamientos y reflexiones eran para los
librepensadores y herejes. No
para los creyentes de fe sólida como la roca de Pedro. Tampoco leyó
nunca la santa biblia, porque el señor cura decía que eso sólo lo hacían
los protestantes y que la lengua sagrada era el latín que sólo los
ungidos sacerdotes consagrados podían leer y entender. Eso sí, estaba algo cansado de bregar día y
noche por esos caminos, a veces intransitables, y regatear con compradores
de su mercancía y con los vendedores que lo abastecían para el regreso a
su valle. Abundio, pensaba que tripulando una terrenave motorizada, sería
más respetado que sentado en el tablón de una carreta de tracción a
sangre. Claro que en tal tesitura tendría más limitaciones y si lloviese
se le cerrarían las rutas; a veces por días enteros, e incluso semanas.
Pero los riesgos son para ser vencidos.
Los desafíos son parte de los negocios; y los negocios son parte
de la vida y la lucha por ella, que
sólo cesa al entregar el alma a... digamos que a Dios, aunque Abundio
preferiría seguramente descansar eternamente en los brazos de la Virgen
¡vaya uno a saber! La concubina de Abundio, doña
Liduvina,
estaba harta de la fijación de su hombre con la Virgen pero se lo
guardaba para su coleto, cuidándose de exteriorizar su disgusto, el cual
podría interpretarse como herejía o algo peor. Es que Abundio era tan devoto, que salvo para engendrar
un hijo cada año y medio, dormía de costado y orando letanías para no
caer en la tentación de la carne, como llamaba el señor cura a ese vicio
del pecado original llamado "amor". Para ese entonces, doña Liduvina había
parido su duodécimo vástago que aún mamaba y su prole parecía un
muestrario de fábrica de escaleras, a los cuales más traviesos y
movedizos. Tampoco las largas
ausencias del jefe de familia hubieran contribuido a mejorar la conducta
hiperactiva de su docena de criaturas semisalvajes, a las que, ni la
escuela podría domesticar. Abundio
no se preocupaba por esos detalles y los encomendaba, como de costumbre a
la Virgen, a fin de que hiciese de todos ellos buenos cristianos y devotos
de la santa imagen milagrosa. Doña
Liduvina, harta de las infidelidades de
su hombre que dormía con la Virgen en los labios y pensamientos, decidió
a partir del décimo año de concubinato, saciar sus caliginosos impulsos
febriles del bajo vientre, con quien la supiese apreciar como mujer, antes
que como máquina de parir carne viva en este valle de lágrimas.
En una de las prolongadas ausencias de su hombre, conoció a un
jovencito imberbe en el mercado público del pueblo de Horqueta y, tras
engatusarlo debidamente y al darse cuenta de su virginidad, lo invitó a
que la visitase ciertas noches, con el consabido sigilo. El jovenzuelo no tardó en probar las mieles
del amor y se engolosinó en demasía, al punto de convertirse en un
asiduo visitante de la casi
viuda Liduvina, pues aunque madura y algo entrada en carnes, aún prometía.
Por otra parte la Liduvina tenía, además de apetitos atrasados,
una fantasía inagotable y un repertorio variado de posiciones amatorias;
con lo que el semipúber quedó prendido como garrapata a los deseos de la
ardiente matrona. Abundio
Portijú, en tanto, seguía con sus
devociones, sus letanías y sus sueños de futuro empresario de transporte
y propietario de una abarrotería de ramos generales (los supermercados
eran aún desconocidos por entonces), a lo que los brasileros de la zona
denominaban secos e molhados
(secos y mojados). Su
fidelidad a la Virgen santísima le impidió darse cuenta de que no todos
sus hijos se le parecían a él o a Liduvina; y que tres
de ellos eran flagrante y alevosamente rubios, de ojos verde gatuno
y rulitos eléctricos, como el Protasio Montes, que así se llamaba el
devoto de Liduvina; que ya no era virgen precisamente, pero no desmerecía
dicha devoción, digna de María Magdalena. Liduvina sonreía para sus adentros, mientras
compartía pasivamente el lecho con su hombre, don Abundio, y oía sus
quedas letanías a la Virgen y avemarías interminables que precedían a
sus ronquidos. Imaginábase
en tanto poseída por el fogoso y
pelirrubio Protasio Montes, el cual estaba aprendiendo las artes del amor
a pasos acelerados. Al
principio, éste la amaba a los saltitos, como gorrión en celo, pero a
los pocos, se convirtió en un amante profesional que la saciaba a
plenitud y dormía abrazado a ella hasta oírse el primer canto del gallo,
tras lo cual debía escabullirse tal como vino. Protasio sabía de memoria
la rutina del jefe de familia y que cuando la carreta y los bueyes
estuviesen en el patio, debía pasar de largo, cual furtivo pombero
y sin despertar las sospechas de los vecinos ni del dueño de casa. Pero el plazo del cumplimiento de la promesa
sagrada, íbase acortando como vencimiento de pagaré.
Los esfuerzos de don Abundio fructificaron y gracias a la intercesión
de la Virgen pudo reunir para la primera entrega de su soñado camioncito
de tres toneladas, de marca brasilera medio desconocida, pero con motor diésel
y traseras duales. Tendría
que gastar un extra en su carrocería, pero valdría la pena el esfuerzo.
De todos modos, debería aprender a manejarlo y desarrollar el
motor antes de empezar a trabajar con él. Mientras, seguiría con la
carreta. De pronto, recordó que había prometido ir de carreta hasta
Ca'acupé y ello le llevaría veinte días entre ida y vuelta,
suponiendo que las rutas no estuviesen clausuradas en tanto.
Pero la devoción de Abundio no podía permitirse una reculada ante
las dificultades. Por esos días, el hijo mayor de Abundio cumplió los
diecisiete años y debió ir al cuartel donde aprendería a manejar
haciendo de ordenanza de un coronel.
También aprendería forzado a leer y escribir, ya que en su
infancia detestó ir a la escuela pese a los cintarazos maternos y a las
prédicas de su permisivo y piadoso padre.
Don Abundio, tras dejar todo en orden en su casa, partió con su
cansina y traqueteante carreta un fin de noviembre hacia la villa
cordillerana, como para estar el ocho de diciembre ante la Virgen. Llevó abundante provisión de longanizas,
mandioca y chipá para el viaje. También yerba y equipo de mate y tereré para saciar
la sed del camino y un rosario para abrevar su ansiedad devocional.
Apenas hubo partido el hombre y caído el sol a su lecho del
horizonte, cuando el semental Protasio Montes llegó con ansias mal
contenidas y fiebre atrasada de post adolescente. Para no armar batifondo
en el precario rancho con su criaturada semidormida, fueron a revolcarse
cerca de la chacra, entre maíces y porotos, gemidos y jadeos hasta el
amanecer. Cuando las
criaturas se levantaban para ir a la escuela, Liduvina lucía ojeras como
antifaz y se veía agotada —como los bueyes de don Abundio al regreso de
un viaje—; pero feliz y suelta, como bailando en una pata.
Fingióse indispuesta para poder reposar y reponer el sueño
atrasado, mientras que el Protasio se quedó dormido bajo un tarumá
al borde del camino y faltó a su trabajo en el mercado del pueblo. Abundio a esas horas estaba a varias leguas
de distancia y mascullando avemarías y padrenuestros a su santa patrona.
No había dormido en casi toda la noche a causa de no querer
detenerse y tuvo que soportar los barquinazos de la carreta, por esos
caminos surcados de huellas profundas de camiones y alzaprimas cargados de
preciada madera que iba a parar a los aserraderos linderos con el Brasil. Sabía que tenía tiempo de sobra para llegar
sobre la fecha sagrada, pero la prisa y la ansiedad carcomían su ser.
Repasó mentalmente las ofrendas que llevaba para su santa patrona:
un anillito de oro fino, una pieza de la mejor seda celeste que le
vendiera el turco Mustafá, dos docenas de velas perfumadas y un paquete
de incienso bendecido. Pensó de pronto que tal vez se apresurase en
cumplir su promesa sin esperar que el camioncito rindiera sus dividendos y
beneficios, pero una promesa es una promesa. Tal vez, más tarde pudiese hacer otra peregrinación
al santuario nacional. Esta
vez, al volante de su carreta diésel y en menor tiempo.
Tantos pensamientos rumiaba don Abundio sobre sus devociones, que
no cabían en su mente pensamientos pecaminosos y ni sospechaba el revolcón
que se estaba dando en esos momentos la Liduvina con su sombrero ca'á (amante clandestino) y, tal vez, padre de varios de sus
hijos. En efecto.
Aprovechando la peregrinación de su concubino, el cual le prometió
legalizar y bendecir la unión tras su viaje a Ca'acupé, la cuarentona y
querendona Liduvina estaba saciándose a más no poder de tanta
abstinencia anterior. Tal vez
no supiera qué era el Kama-Sutra o
el Ananga-Ranga, pero en materia
de amores, se las sabía todas, de puro cachonda nomás y su imaginación
no tenía límites. Ni
el mismísimo marqués de Sade podría contra ella y sus fiebres ventrales.
Hasta su joven semental estaba agotándose de tanto reviente y
trasnoche lujurioso. Su patrón
ya estaba a punto de echarlo del puestito del mercado de Horqueta y los
hijos de Liduvina estaban desconfiando algo, acerca de las frecuentes
indisposiciones y jaquecas diurnas de la mamá.
Muy seguidas éstas, últimamente, desde que la solía visitar el
rubio ése, tan parecido con dos hermanas y un hermano menorcito. El mayor, aún seguía en el cuartel y los
otros, a la buena de Dios, entre la escuela, los cintarazos maternales y
la canchita de fútbol o la victrola del bolichero de la compañía.
Las nenas casi no jugaban a las muñecas y comenzaban a suspirar
con las radionovelas brasileras de cangaceiros
y damitas. Las hormonas
comenzaban a hervir en las mayorcitas y, gracias a Dios que hubiese pocos
varones en las cercanías, que de no, la hubiesen pillado in
fraganti con su romeo rubio en un revolcón bajo algún yvápõvõ, mientras sus hijas trataban de imitarla en sus escarceos
románticos. Doña Liduvina por otra parte era muy piadosa
e iba cada dos domingos a misa con sus hijos e hijas.
Tal vez para disimular sus carnales preocupaciones y sus largas e
insomnes noches de lujuriosos aquelarres de bacante dionisíaca. Tras varios días de lenta travesía por
caminos entre fangosos y polvorientos, don Abundio íbase aproximando a su
sacro objetivo. Contaba con los dedos los días y horas que faltaban para
llegar a la villa cordillerana.
En el último tramo entre San José de los Arroyos y Barrero
Grande, venía costeando la ruta por la banquina derecha porque el asfalto
todavía era un mito inalcanzable. La segunda
reconstrucción se veía venir pero faltaban concretar préstamos
brasileros para asfaltar hasta un lugar llamado puerto Franco, hacia la
frontera paranaense. Los rapai
pagarían el puente para meternos de contrabando
cuanta basura industrial saliese de los talleres fabriles Made
in Brazil. Juscelino
Kubitschek alias Jotaká, tenía
planes estratégicos de hegemonía a causa de la presión de los sem-terra
del nordeste y...tudo bem. Pero
entonces, apenas existían tramos enripiados para transporte liviano. Pero saliendo de estas digresiones de lugar,
diremos que Abundio Portijú se aproximaba, despacio pero seguro a la Meca
de sus anhelos, con jaculatorias, padrenuestros, avemarías y pésames en
boca. El júbilo lo embargaba
nimbando su faz con un halo místico que sólo poseen los bienaventurados
y los idiotas. Las posibilidades de ser bendecido con algunas
oportunidades de buenos negocios lo ponía en una suerte de nirvana
conceptual. La santísima Virgen lo aguardaba y quizá
apreciaría y valoraría su entrega y sus sacrificios.
En su azarosa odisea sorteó dos balsas, tres chubascos y dos
tumbos de su carreta. Gracias
a la Virgen estaba vivo, sano y listo para confesar y comulgar.
Lo que ignoraba el buenazo de don Abundio, era que mientras él
hacia las penitencias y expiaciones, su compañera se encargaba de cargar
la balanza en el otro extremo. Y
esta vez, las pesas eran justas y no estaban amañadas.
El expiaba y ella pecaba. Mientras
Abundio contemplaba las Tres Marías
en el oscuro pero brillante cenit, tras sobrepasar Barrero Grande, allá
en Horqueta Liduvina Ñanduvái iba poniendo fuera de combate a su
jovenzuelo que, por haber quedado cesante a causa de lo que suponemos, vivía
en un ranchito en el monte cercano y lo mantenía la Liduvina, cada vez más
querendona y cachonda, y cada vez más imprudente en disimular su tórrida
pasión. Don Abundio se aproximaba al costado del
imponente cerro Cristo Rey, sin perder el paso y con sus bueyes en carne
viva, picana mediante. ¡Ya
estaba llegando a prosternarse ante el manto de la Virgen!
No sabría a quién darle el anillito de oro para su dama sacra;
las velas, las repartiría en los alrededores de la iglesia y la seda
celeste al señor párroco. Si
pudiese acercarse hasta la santa, le pondría el anillo en su dedo mismo.
Donde le calzase nomás ¿O se lo dejaría al párroco? ¡Vaya
dilema el suyo! Tras cruento combate amatorio, Liduvina acabó
con las últimas energías de su padrillo, pero fue pillada por una de sus
hijas que salió intempestivamente a orinar en el patio. Liduvina se hizo
la desentendida y con un gesto le impuso silencio, enviándola de regreso
a la cama. Luego, continuó desahogándose con el exhausto Protasio
Montes, porque la niña lo confundió con uno de sus hermanos entre el
mediosueño; tan parecidos eran. Tras
esto, la Liduvina resolvió que era hora de tomar precauciones.
Le sugirió al Protasio que regresase con su madre y que "ya
se encontrarían por ahí". Abundio estaba extasiado ante la bella
imagen, como insecto ante una lámpara o sapito ante una serpiente.
Sus velas estaban ardiendo alrededor de la pequeña iglesia y el
anillito con la seda celeste, obraban en custodio del señor párroco.
Su misión estaba cumplida, pero por si acaso, entonó dos
misereres más, ocho letanías dos credos y nueve avemarías, rosario en
mano, antes de regresar a su valle. Y
no olvidó el mantra en latín que aprendiera de monaguillo. —¿Dormiste anoche con
Pilincho, mamá?
—pregunto con candor Purina la de diez años. —¿Y a vos qué
te importa? Vos no viste nada y estabas caminando en sueños— respondió
Liduvina haciéndose la yo-no-fui. Protasio llegó a lo de su madre
todo demacrado y masacrado por borracheras de amor, pero no comentó nada. Abundio regresaba a Horqueta.
Pocas leguas le faltaban, pero se hallaba medio tristón a pesar de
haber cumplido su promesa. Como
si hubiese olvidado algo; con una sensación de haber robado caramelos de
su hermano menor. Recordó a
sus hijos y su santa mujer que los crió o los malcrió aunque sin mala
intención. Repasó
mentalmente los rostros de sus doce hijos y de pronto se sorprendió al
recordar lo parecidos que eran tres de ellos con el Protasio, el puestero
del mercado de Horqueta. ¿Tendría él, algún parentesco desconocido con
el Protasio? ¿O su mujer
quizá? De pronto, se sintió
solo como dedo índice apuntador o cocotero en el campo. Tanto tiempo matándose
para tener más y dar de comer a los suyos, sin apenas verles más que
cada quince días o cada mes. Tanto tiempo amando a su concubina, lo justo
para hacerle engendrar un hijo más... y nada más.
Esta vez, no pensaba en la Virgen.
Pensaba en sí mismo y lo lejos que estaba de los suyos.
Y a medida que se acercaba a su valle, se sentía más lejos.
Su tristeza se acentuó paso a paso de sus cansinos animales y su
traqueteante carreta. De
pronto cayó en cuenta de que algunas dudas lo estaban acosando y poniendo
en estado de sitio el ánimo. Su
otrora inquebrantable fe, temblaba como trozo de azogue de termómetro
quebrado y se resquebrajaba como la roja tierra herida por el sol.
¿Sería castigado por eso? ¿O
perdería el miedo al castigo? ¿Qué es el pecado? ¿Es original? En esto estaba cuando desvió hacia Concepción
desde San Pedro. Poco faltaba para llegar a donde nunca había estado o si
hubiese estado, nadie lo notó nunca: en su hogar. Todavía debería trabajar duro en su carreta
hasta aprender a manejar y haber desarrollado el camioncito, gastando
gasoil sin provecho alguno. Y
encima debería pagar extra por la carrocería de su vehículo, que venía
con el chasis desnudo. Y poco
podría esperar de sus hijos. El
mayor, en servicio militar. Los
otros, apenas sabiendo leer mal que mal, de pésimos alumnos que eran; y
él, dominado por las ansias de endeudarse para tener más, y ganar más
para tener más. ¿Para tener qué?
Porque, aparte de su fe, nada más que la carreta y bueyes tenía.
Sus hijos, eran más de su mujer que suyos; y su mujer, aún sin él
saberlo, era más ajena que suya, aunque lo intuía poco a poco.
Especialmente porque desde hacía siete años, la Liduvina no le
reprochaba nada ni le recordaba sus deberes de varón, restringidos a
procrear y nada más. Tornó a encomendarse a la Virgen, pero esta
vez, le pareció sentirla tan lejana como ausente. Y tan ajena como su
mujer. Trató de pensar en
otra cosa, pero vio nuevamente a sus doce hijos, tan diferentes entre sí
aunque todos sin excepción ajenos a él, como mercadería hipotecada. ¿Aceptaría su concubina ser nuevamente
amada con ese ardor pecaminoso que tanto lo atemorizara antes? ¿Se
entregaría ella ahora, para recibir cuanto él le negara durante más de
una década y media? ¿Se conformaría con su carreta y su chacra y dejaría
de deslomarse por un camión que ni siquiera sabría manejar?
¿Estaría arrepentido de no haber pecado bien a tiempo,
complaciendo a su mujer en lugar de llenarse la cabeza de oraciones a una
imagen de madera, tela y cabellos prestados?
No lo sabría con certeza, pero aún estaba a tiempo de volver a
empezar. Las frustraciones de no haber sido feliz cuando pudo serlo, lo
asustaban pero no lo atemorizaban. Nunca
es tarde para reiniciar; ni para redescubrirse.
De pronto, Abundio Portijú cayó en la cuenta de que, gracias a su
visita al santuario, pudo zafarse de una obsesión enfermiza y alienante.
Dio mentalmente gracias a la Virgen, por última vez; por haberlo
sacarlo de pronto de su marasmo y hacerle
recuperar la razón, apartándolo de su fanática estolidez de años. Algo
es algo. El
buenazo de Abundio Portijú se persignó y santiguó por última vez en su
vida. A sus cincuenta y pico de años, comenzaría de una buena vez a vivir... por primera vez en su vida. |
Chester
Swann
de "Cuentos para no soñar"
Obra
registrada en el Registro Nacional de Derechos de Autor
Del Ministerio de Industria y Comercio de la República del Paraguay
Bajo el folio Nº 2.446, Foja 87
Art. 34 del Decreto Nº 5.159 del 13 de setiembre de 1999
A los efectos de lo que establece el Art. Nº 153 De la Ley Nº 1.328/98
“De Derechos de Autor y Conexos”
Ir a índice de América |
Ir a índice de Swann, Chester |
Ir a página inicio |
Ir a mapa del sitio |