Prisionero en el laberinto |
No sé cómo pudo haberme ocurrido.
Tal vez me haya pasado
por alto algún detalle.
Y esto, es de importancia clave. Un
detalle puede parecer simple
forma cuando logra realmente ser el fondo
de las cosas. Creo que
me explico. Recuerden la cita del viejo Benjamín Franklin en el
Poor Richard’s Almanac: “Por falta de un clavito, se
perdió una herradura; por falta de la herradura, se perdió el caballo;
por falta de ese caballo se perdió el caballero y por falta del
caballero… se perdió la batalla”.
Vean entonces ustedes si no son importantes los detalles más
nimios. Tal vez deba insistir en preocuparme,
o mejor aún ocuparme, sin pre-fijos, de los malditos detalles. Es
que en mi infancia dediqué
todo mi tiempo a cargar sobre mis espaldas el pesado bagaje de la futura
adultez. Casi
no me sobró tiempo para jugar a ser niño.
Mi padre, militar en retiro, artesano-hombre-orquesta-exiliado, me
inculcó el amor a la precisión y a la eficiencia, por humilde que fuese
el oficio. Mas, descuidé
ciertos detalles y ahora, perdido en esta maraña topológica de la
subjetividad, no puedo menos que recapacitar y reprogramar
mi psique; esa caótica factoría de ideas y palabras.
Ese altillo de viejos trastos conceptuales inútiles. Ese informe
cambalache marroquí del pensamiento irracional.
No me preguntéis cómo lo haría.
Si hoy yo lo supiera, ya lo
tendría hecho. Desde muy parvulillo
me inculcaron cuanto hoy me
atenaza, condiciona, asfixia y rodea. Y los fuertes lazos, gordianos y
espinosos de las ideas pueden enredar nuestra vida toda. ¡Ah! algunos de vosotros tenéis hijos, supongo. ¿Sí?
entonces me comprendéis con
holgura. También
todos habéis pasado, aunque sea fugazmente, por la niñez hasta
quedar atrapados en la telaraña de la sociedad, de la saciedad y sus
mitos, las responsabilidades (y lo otro), los preconceptos, los
prejuicios, las precondenas y hasta las pre ejecuciones sumarias y
restarias. La
injusticia en suma. A veces intento desafiar al laberinto de la conciencia y buscar la salida
del protervo monstruo profano del prejuicio, que lo habita ¿irremediablemente?
Bueno, siempre uno tiene la
esperanza ciega de divisar la luz al borde del pozo, aunque sea ilusoria.
Una vez que te dejas atrapar por la traidora boca, te pierdes en sus
meandros. Sí. ¡Sé que vosotros estáis frente a mí y me veis todos los días
ir a mis ocupaciones en el ómnibus de siempre. Pero ese... no soy
yo. Es apenas una cáscara
de mí. Carne que derrotó al
espíritu y lo redujo a objeto desmemoriado e intangible.
No, amigos, eso que veis, no me perteneció nunca. Muy pocas
veces me he manifestado como soy realmente.
Esa piel, vestida o
disfrazada de rutina que veis cotidianamente ocupar mi espacio
extraviada, sola y obnubilada en un tenebrido tunel sin tiempo, no
soy yo. ¡Y todo por los
malditos detalles! Tal vez tuviérais razón. Lo
pensaré. Todo puede ser
posible, probable y relativo. Pero
ya lo dijo el genio de la relatividad: Einstein:
Más fácil es romper el átomo, que un prejuicio. A lo que agregaría: Los juicios podrían ser justos, los
prejuicios jamás. Pero no orinemos fuera del tarro.
Os repito que el que os habla, no es aquél
que veis y tratáis todos los días.
En este momento, he roto un agujerito en la cortina que me separa
de los sabios, es decir: seres
conscientes y he podido echar fugaces
vistazos al ¿mundo? que por desidia he perdido.
No. No podría entrar allí aunque la brecha sea mayor. No entran quienes deambulan
por los pasillos invisibles del laberinto del prejuicio. Si bien, es cierto que existen millones de perdidos
como yo, no es menos cierto que aquéllos
no son conscientes de su estado en tanto que, quien os habla, supo
cuánto ha perdido.
Y por ello, sufre más que esos muchos millones. ¡Y hasta me
atrevería a decir que por
todos ellos y sin posibilidad alguna de redimirlos con mis dolores de
alma! No puedo saber, ni profetizar por cuánto tiempo más he de transitar a
tientas, alejado de todo
atisbo de humanidad. Tal vez mi lento y aletargado
peregrinaje por las sombras sea total y permanente. O quizá sea
una prueba de los dioses, hasta descubrir la llave
que me abra los portales de la sabiduría y me encienda las luces
de la razón pura. Lux ex
tenebris.
¿Hallaré la clave alguna vez?
Los locos e iluminados tienen
razones que escapan a todo razonamiento. Lo único positivo es haber caído
en la cuenta de mi caída. Sólo
me queda ahora aprender a levantarme. ¡Pero esto último me podrá
demandar una
eternidad! Y cuando
digo eternidad no me refiero sólo a un
instante elongado hasta el infinito espacio-temporal sino a la
oscuridad que rodea a nuestro magrísimo entendimiento cual pantano
pestilente, impidiéndonos proyectarnos hacia la luz. Supongo que me entendéis. ¡Tanto
me da! Pero no me miréis con esa cara, como dudando de mi cordura, que de
todos modos no brilla por su equilibrio. Os
insisto, que estoy tras
las fortísimas rejas de un condicionamiento mental: El pre-juicio.
Tras ellas, puedo andar ¡y mucho! Pero no estoy dado a
trasponerlas. Mis
padres y la sociedad tenían las llaves, y me las han negado,
y me volví renegado. ¡Negado
dos veces! Insisto, muchachos, en que no soy ese que veis de sol a luna
transitar por estas calles y veredas. Es más. Ni siquiera soy. Voy
apenas deviniendo hacia
el ser, y el camino es arduo. Per aspera ad astra. ¡Habládme,
preguntádme, y si lo deseáis, insultádme. Pero no me habléis de
libertad; esa Virgen desconocida que se niega a sonreírme. Estoy cautivo
de pesada cadena de siglos. Y tal vez, vosotros también, pero no lo habéis
percibido. Ojos que no sienten, corazón que no ve, o algo así. Es cierto que puedo rebelarme contra el prejuicio. Incluso hasta conspirar y
hacer un golpe de estado contra él. Pero...¿vencerlo? ¡hum! No
las tengo todas conmigo. Y esa oscilación entre la desesperación y la
esperanza; entre la mera desilusión y el júbilo; entre Eros y Thánatos,
se convierte en una ciclotimia pendular permanente. Apenas creo derrotar al uno, cuando me encuentro en camino al opuesto. A lo
cíclico y duramente dicotómico. Nunca me detengo en el punto justo del
intermedio equilibrador. Y sospecho que
allí se encuentra la llave de salida del laberinto. Sé que sois
mis amigos, y hasta creo que buenos; pero nada podréis hacer para librar
mi alma de esta prisión de invisibles pero no menos oprimentes murallas. Sólo desearía que, si tenéis hijos, no inculquéis erróneamente en sus
mentes al pérfido prejuicio, que a larga angustia los condenaréis, quizá
para siempre, aunque sean inconscientes de ello.
La mente puede equivocarse, y hasta disfrutar del lodazal. El alma,
nunca. Sufrirá, aún
ignorando la causa del dolor y hasta ignorando al dolor mismo, porque el
alma tiene sus propios instintos que el cuerpo y la mente desconocen. Y esa dispersión, esa
fragmentación de cuerpo-alma-mente ha provocado tanta injusticia en el
mundo, y ha distorsionado la poca justicia que quedaba. Guerras, hambre, ignorancia, desolación.
Nada hubiésemos padecido sin la abundancia desbordante del maldito
prejuicio, infiltrado en cortes y vulgo; en palacios y tugurios; en
hogares y en los caminos descampados.
Ese maldito ente ha desenvainado espadas y cargado armas de fuego;
ha hecho rodar crueles anatemas y bendiciones indebidas; ha cortado
cabezas inocentes y liberado criminales; ha perdido a filósofos y
encumbrado a mediocres sicofantes; ha hecho barbaridades y deshecho
obras de arte; ha destruido cuanto construyera el espíritu; ha hecho
involucionar éticamente al hombre a pesar de sus logros tecnológicos y
científicos de dudosos fines y oscuros principios. No. ¡No defendáis lo indefendible! Y no preguntéis cómo evitar al
demonio del prejuicio. Mas bien, incluidlo como al octavo pecado capital,
en el Libro de los Hechos Condenables.
Yo, en tanto, continuaré buscando la forma de liberarme de tan
infame cuan angustiosa prisión, a través de las múltiples vidas de mis
futuras carnaciones, cual mítico
Hércules, quien debió vencer ¡doce
veces! a
su Yo inferior, en otras tantas hazañas que le valieran la libertad
y un lugar en el Olimpo. Hasta pudo liberar a Prometeo-Lucifer, el
ángel-hombre-luz, de
sus eternas cadenas y del buitre expiatorio, ejecutor de la venganza de
Zeus-Yahvéh. Os aseguro que algún día lo lograré. ¡E
incluso, a pesar de mí mismo y de los dioses! ¡Aunque debiera
romper todo cuanto haya sido establecido por las religiones, las filosofías,
las ciencias y la sociedad! Me
angustia permanecer en
un pérfido estado
mental considerado como norma
por el resto de las
carnes sin alma ni conciencia que pululan en el mundo.
Lo único que me sostiene enhiesto en esta
desigual lucha contra mí mismo, es la secreta certeza de la existencia de
otros seres de igual condición que la mía. Es decir: conscientes de cuanto
sufren, y de su prisión. Debo tratar de hallarlos para llevar a cabo esta
titánica tarea, superior a mis fuerzas espirituales, muy menguadas ya a
causa del prejuicio adquirido. ¡Burláos de mi, muchachos! ¡Decid a quien quiera oíros, que estoy loco!
¡Proclamad a los cuatro
vientos mi aparente desvarío! Abrigo
la esperanza de que en algún lugar, otros como yo, serán atraídos hacia
mí, o intentarían quizá conectarse conmigo para ayudarnos y asistirnos
mutuamente a romper las viles cadenas mentales de la estupidez. Vosotros
creéis que sois seres libres
con sólo empuñar vasos de licor, cerveza o inútiles alucinógenos. ¡No!
Estáis tan o más embretados que quien
os habla en el traicionero laberinto del prejuicio. Simplemente, no habéis caído en cuenta de ello. Como los rumiantes que van
al degüello sin saberlo... hasta que huelen la sangre del sucio matadero,
demasiado tarde para escapar de la maza del matarife. Recuerdo, en mi infancia los sabios consejos de mis padres y
maestros, acerca de no incurrir en mentiras, pero apenas se veían en
aprietos me decían: “dile
al cobrador que tu papá no está en casa”. Miles de anécdotas contradictorias pueden avalar mis asertos acerca de la
mentira llamada educación
en la que Estados, pedagogos y padres, están confabulados en esta
monstruosa creación, si así pudiera llamarse. ¿Me oís? Todos somos víctimas involuntarias y a la vez, victimarios de
las generaciones que nos sucederán... si es que sobrevivimos a ésta. Si alguna vez pudiésemos derrotar al prejuicio, cosa difícil pero no algo
imposible ¿me oís? crearemos un auténtico nuevo orden en las relaciones
humanas. Y el hombre
podrá vivir sin dominantes ni dominados... ¡No me interrumpáis,
hostias! No existe peor
esclavitud que las subjetivas
cadenas del ego, ni victoria más gloriosa, que la obtenida sobre nosotros
mismos y nuestros preconceptos. ¡No os riáis de mis locas ideas y
disquisiciones, que poco tiempo queda ya para cambiar el rumbo de la
historia! Y ahora, amigos, voy a entrar de nuevo en mi piel de costumbre. En mi
biodegradable carne cotidiana de ciudadano-robot-consumidor
autoprogramable y vacío. No
volveréis a oír mis locas divagaciones en torno al prejuicio, mortal
plaga de la humanidad. Pero no por eso seréis más
libres ni conscientes. Simplemente
os quedaréis con una hueca ilusión de libertad.
La efímera libertad a que os condena el sistema, inhebriantes de
por medio, para que olvidéis de vuestra verdadera esencia y no indaguéis
en los Arcanos del Universo. Nunca volveréis a ver a un hombre que, por escaso tiempo, logró
romper su muda, estéril e invisible prisión para hablaros de algo
a todas luces trascendente. En todo caso, quizá
encuentre a otros como yo, en algún rincón oscuro de este
laberinto. Y ojalá seamos cada vez más. Tal vez miles y millones. ¡Quién
sabe! Nuestra mente es el campo de batalla de los dioses. Allí,
dirimen sus justas o injustas pretensiones
de dominio sobre nosotros, manipulándonos a través de sus cínicos
intermediarios del mundo material. Y allí, en algún rincón de mi mente,
lograré derrotarlos algún día. Y ese día, os lo aseguro, seré
definitivamente libre. |
Chester Swann
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