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El Picaflor |
Le
decían “el Picaflor” al Sinecio Ramírez, quizá por su afición a
las polleras, o mejor, su contenido neto… y a las variaciones cíclicas
constantes de sus conquistas, efímeras y no tanto.
Mas justo es acotar que, más bien eran las féminas del pueblo de
Valle Perdido, las que se habían aficionado al cachondeo y palique erótico
del Sinecio Ramírez. Tanto
que no perdían oportunidad de caerle encima, en su tapera con
pretensiones de rancho, en las afueras del escondido pueblo cordillerano.
Esta miseria domiciliaria de barro, paja de cola de zorro y tacuara —que se mantenía en pie de puro instinto de supervivencia—, estaba casi a la vera de un camino vecinal, rodeado de árboles frondosos y devoradora maleza incontrolable, a causa de la desidia del propietario; reacio éste a empuñar herramientas para tenerlas a raya, al menos en su entorno cercano, donde el arroyo Ytú discurría, cristalino y fresco, sus murmurantes aguas. Lo único limpio, dicho sea de paso, en medio de ese sucio rincón guaraní, era ese legendario arroyo cordillerano.
Pero
volviendo a describir al sujeto de marras, era un misterio a resolver la
fatal atracción que ejercía sobre el hembraje de la comarca.
Realmente
no era un tipo agraciado que se diga; nadie sabía por qué tenía tanta
suerte con las féminas del pago, pues era poco amigo del inventor del
trabajo; pecaba mortalmente de chueco y patizambo, como si nunca hubiera
aprendido a montar; además de tener el rostro salpicado de evidencias
confesas de viruela boba, cicatrices de adorador de Onán en solitario y
mal curados cráteres de acné, quizá productos de sus calenturas
prepuberales a destiempo.
Tampoco
era, lo que se dice, muy gentil con las damas, sino casi todo lo
contrario. Si lo apretaban
demás, para obligarlo a llevarlas al altar o al juzgado, solía perder
los estribos que nunca aprendiera a usar y asestaba sonoros soplamocos a
sus novicias, para deshacer sus palabras de amor eterno.
Pero igual, las despechadas exigían pronta reconciliación con el
gavilán, en una malsana relación de dependencia emocional y carnal poco
explicables por las ciencias sociales de aldea.
Nunca
se supo que fuera un eximio amador; de ésos que enloquecen a las mujeres
en el catre, hasta hacerlas perder el resuello de puro jadeo.
Tampoco, que se supiera, hizo nada para atraerlas, como dar
serenatas, escribir cartas ardientes o hacer requiebros salerosos como
para derretir corazones, o al menos, encenderlos.
Nada de eso. Ni siquiera era capaz de pronunciar diez palabras seguidas
sin tartamudear o apoyarlas en muletillas poco ortopédicas y nada
cantarinas. Es más, parecía apenas una maloliente candela de sebo, que atraía a las incautas mariposas hasta quemarlas en su nefasta luminaria oscura. El hembraje de Valle Perdido, perdía la cabeza y otras cosas, ante su sola presencia y suspiraban en su ausencia como locomotoras recalentadas al ralentí, mientras cocinaban, limpiaban o tejían calceta, para sus maridos, concubinos, hermanos e hijos.
El
Sinecio Ramírez era totalmente analfabestia y apenas sabía poner su
firma en algún documento apócrifo, que de cartas ¡mejor guardar
silencio! Pero las niñas
adolescentes, maduras y veteranas, solteras, casadas, viudas o
amancebadas, acudían al Sinecio a la menor oportunidad y se dejaban
magrear sin rubor ni recato alguno por el gañán cimarrón de poncho raído
y mugrosos pies descalzos.
Lo
curioso es que, si se encontraban de a dos ante el cínico Sinecio, no
titubeaban en hacer juego de tres, sin peleas ni discusiones, que el
mancebo tenía baterías recargables al instante, dándose maña para ello
sin esfuerzo aparente. ¿Qué cómo lo hacía?
Era un misterio, pero se comentaba en voz baja que ninguna quedaba
con las ganas.
Si
estaba libre cualquier noche, es decir sin pareja coyuntural, apagaba su
humoso candil como señal. Y el mujerío local por poco no hacía cola en
las madrugadas, frente a su astroso rancho, sin importarles incomodidades,
escasez de higiene, pulcritud y demás exigencias propias de la femenina
condición, con tal de compartir, minutos siquiera, de fogosa pasión
animal con el patizambo y contrahecho “Picaflor”.
Hubo
ocasiones, en que madres e hijas se encontraban sorpresivamente, de
entrada o de salida, en la desvencijada puerta del rancho del Sinecio.
Y, decían las malas lenguas que más de una señora, casada o no,
hubo ofrecido las primicias virginales de sus hijas al susodicho, con tal
de seguir disfrutando de sus mórbidas caricias a perpetuidad.
Él,
como dijimos, no las llamaba, ni con irreverentes silbidos; que ellas
solas caían como moscas a la miel, en su sucio catre de tramas de cuero
crudo e infestado de sabandijas; apenas cubierto con un áspero colchón y
mugrientas mantas que apestaban a sudores rancios y humores ácidos; que
de sábanas, mejor ni hablar. Algunas
de sus amigas, hasta se daban maña, de tanto en tanto, para dar unos
escobazos aquí, unos rastrillazos allá, una jabonada a sus mugrientas
prendas textiles y poner un poco de orden en ese porquerizo tenido por
rancho. Él, apenas asentía
y las miraba hacer, echado en una hamaca de caraguatá
a la sombra de un robusto mangal, mientras mascaba una cuerda de tabaco
negro y se nutría con caña brava, si tenía con qué, o si su amante de
turno le obsequiaba una limeta de noventa grados recién destilada.
Tampoco
nadie de la comarca sabía cómo hacía el patanzuelo de marras, para
resistir tanta maratón amatoria, sin colapsar su resistencia. Apenas se alimentaba de mandioca mal cocida, maíz tostado o
choclo hervido y vivía mascando caña dulce o tabaco negro. Aunque el aguardiente de caña, sí, corría a raudales por
sus castigadas venas y arterias, cuando tenía con qué matar el vicio
haciéndose de un porrón, casi siempre gracias a la generosidad de su
gineceo de tiempo parcial. Muchos
parroquianos de Valle Perdido, especialmente novios, maridos o mancebos,
suponían que debía tener algún gualicho
o amuleto que le daba superpoderes. También
más de uno hubiera deseado hallar alguna especie de kriptonita
que lograse atenuar dichos libidinosos poderes; especialmente quienes
ostentaban lauros cornamentales, debido a sus devaneos irresponsables.
Hasta llegaban a suponer que tenía tratos non sanctos con algún faunesco
Kurupí, de sobredimensionado
falo y lasciva cuan legendaria mitología mestiza.
Ninguna
mujer, de las muchas que hubieron compartido el catre con el Sinecio Ramírez,
comentó jamás sus aventuras con el mentado “Picaflor”, ni mencionó,
siquiera en broma, las dimensiones reales de sus atributos de galante
historial. Sabido es que, en
rueda de mujeres éstas suelen alardear de sus conquistas y metejones,
pero en lo relativo al mentado, todas a una hacían ¡chitón!
Como si no lo conocieran, o, simplemente, no existiera más que en
la leyenda popular. Pareciera
que un tácito pacto de silencio unía, con invisible abrazo de hierro, a
las damas y no tanto de Valle Perdido.
En cuanto al Sinecio Ramírez, nunca hizo aparición por el boliche
del pueblo, ni pateó pelotas en el club de fútbol local con sus pares
masculinos. Tampoco era de
mucho hablar y nunca —contrariando a una vieja costumbre de la
masculinidad paraguaya—, hizo mención de sus logros horizontales ante
nadie. El Sinecio Ramírez
era una sepultura de secretos… y hasta olía como tal.
Nunca
se sabría el causal de sus éxitos amorosos, de ser por su labia, pues
carecía de ella; ni por sus amigos, que tampoco tenía.
Más de uno quiso espiarlo desde la oscuridad del patio de su
zaparrastroso rancho, durante sus escarceos nocturnos, tal vez para
asimilar su técnica; mas parecía que el Sinecio intuía la presencia de
extraños y se llamaba a silencio oscuro, aún teniendo huéspedes que
paliquear.
Él
no tenía perro, justamente para que no alborotara a sus sigilosas
visitantes… ni a sus maridos, novios o concubinos oficiales; pero tenía
orejas finas para atisbar en el silencio nocturno, la presencia indeseada
de algún varón burlado con mal contenidas ansias de desquite entre pecho
y espalda.
Sinecio
Ramírez no tenía fama de pendenciero u hombre de armas tomar; pero
pareciera que, los mismos a quienes encornaba con sus artes secretas,
tuvieran cierto temor de lavar su honor desafiándolo a duelo de cuchillos
o al menos de puños. Tampoco
se animaban a emboscarlo en algún aleve camino estrecho, al amparo de la
traición, como si algún invisible espíritu lo protegiera de las malas
intenciones de los demás pues, de las suyas, nadie estaba a salvo.
En
todo Valle Perdido cundía una suerte de impotencia fatalista por parte de
padres, maridos, hermanos y varones en general, respecto a las aventuras
del Sinecio, que involucraban a las casquivanas mujeres del poblado y
hasta competía en libidinosidad con el cura párroco, lo que es mucho
valorar. Tampoco el Sinecio
se hacía ver, ni frecuentaba los mentideros habituales de los pobladores.
Nadie
sabía de qué almacén se surtía el “Picaflor”, ni de dónde sacaba
para subsistir. Su chacra,
siempre en barbecho o devorada de malezas, no merecía el nombre de tal,
salvo algunos árboles de naranja agria y mangos que crecían por inercia
nomás y uno que otro banano, mburukujá, mandarino o guavirá por ahí,
regalándole, inmerecidamente, sus cargados racimos fructuosos de dulzura
y perfume natural.
Se
comentaba, en voz baja y sólo entre muy conocidos, que las favoritas de
Sinecio Ramírez, sisaban de sus magros gastos hogareños para que a éste
nada faltara. Ninguna dejaba
de aportar su diezmo al semental, a fin de tenerlo disponible para lo que
hubiere lugar. El caso es que
la cosa parecía no tener final feliz, salvo para las que aparentemente
gozaban de los efímeros favores del “Picaflor” y, hasta el aire del
pueblo parecía haberse solidificado a perpetuidad, dificultando la
respiración normal y obligando a jadear como perros cansados, o hembras
en éxtasis orgásmico.
Ni
siquiera el tiempo avanzaba a paso normal de veinticuatro horas diarias,
sino que todo se ralentizaba a ritmo de caracoles cojitrancos; como si los
almanaques se resistieran a dejar caer sus hojas gastadas y
los escasos relojes de la comarca, se quedaran sin cuerda, que los
alentara a proseguir informando el paso del tiempo.
Tan sólo al “Picaflor” y a sus amantes, se les hacían cortas
las horas de su frenesí amatorio, como si éstos fueran ajenos al resto
de los pachorrentos pobladores de Valle Perdido.
Mas
cierto día llegó al poblado rural un forastero, jinete de un soberbio
zaino malacara de buena estampa. El
arribeño, poseía una buena voz de entonada tesitura de barítono y, por
añadidura, también parecía guitarrero de magníficas uñas, a juzgar
por quienes divisaron las femeninas formas enmaderadas de una guitarra,
enfundada a la grupa del zaino, como danzando al vaivén del trote corto
del pingo.
El
recién llegado era la antítesis del “Picaflor”, en más de un
sentido. Bien parecido,
pulcro, trabajador, respetuoso y leído por demás.
Tampoco era de empinar el codo ni armar pendencias.
De a poco lo fueron conociendo de cabo a rabo, pues se afincó en
el lugar y aceptó conchabos de los lugareños para labores varias.
Desde reparar alambradas y cercos, hasta ayudar a las vacas en la
parición. Alquiló un
cobertizo de una viuda para armar su pagüichi (yacija) y pagaba
puntualmente la renta; fuese con efectivo o con trabajos a la orden de la
casera.
No
tardaría, el recién llegado, en atraer sobre sí los suspiros
indisimulados de algunas jovenzuelas en edad de merecer, que aún no
cayeran en las arteras redes del “Picaflor”, sólo de puro
desinformadas nomás. El fuereño, de nombre Rosendo Flores, no demoró en percibir
las atenciones del mujerío, joven y no tanto.
Más de una se le hizo la encontradiza, en chacras y tambos que el
Rosendo solía frecuentar en pos de encargos laborales.
Pero éste parecía ajeno al interés de las féminas y se limitaba
a ejercer una discreta cortesía para con ellas, no fuese que despertara
celos infundados por ahí antes de conocer bien el terreno.
Por otra parte, el Rosendo no era de presumir conquistas ni de
mucho hablar de sí mismo.
Obviamente,
el “Picaflor” vio mermar su nutrido rebaño a los pocos y no dejó de
notar suspiros, sospechosos y ajenos, en las que aún se rendían a él.
Es que muchas, aún siendo magreadas a trochemoche por el Sinecio
Ramírez, se imaginaban en brazos del forastero y hacían volar sus
cachondas fantasías en pos de éste y su armoniosa guitarra; que más de
una hubo oído cantar al arribeño, en sus horas de descanso.
Naturalmente,
esto poca gracia hacía al “Picaflor”, quien sentía cada vez más
ajenos los corazones de sus amantes, como si se entregaran a él pensando
en algún otro. Su natural
perspicacia lo alertó sobre la existencia de un rival de fuste y se
dispuso, como buen gavilán pollero, a defender lo que suponía su
gallinero particular.
Rosendo
Flores, en tanto, ignoraba las lucubraciones del “Picaflor”, a quien
desconocía en absoluto, pues nadie hablaba en voz alta del mismo y de sus
aficiones, lo que sería poner en evidencia las aficiones del hembraje
local, más desaforadas aún a causa de sus incontinencias lujuriosas de
bacantes en celo… y las galas frontales con que cornamentaban a los
varones locales. Como
nunca falta un perro en la cancha de carreras, ni toro en rodeo ajeno,
alguien —quizá alguno de los tantos cornudos del pueblo—, hizo oír
de rebote al Sinecio Ramírez de las virtudes de un tal Rosendo Flores,
quien desde su llegada al pago se hizo dueño involuntario de los suspiros
del gineceo pueblerino y, hasta de los latidos amotinados de sus
corazones. El
“Picaflor” nada dijo al respecto, quizá por tenerse demasiada estima,
o, tal vez por precaución. Como
se dijera, no era de armas tomar y su coraje no pasaba de mantener la
disciplina de su harén funcional, a mano alzada.
Pero de un tiempo a esta parte, su serrallo de medio tiempo
comenzaba a sublevarse en voz alta, y a compararlo con el Rosendo.
Especialmente en lo tocante a gentileza, apostura, corrección,
pulcritud y otras virtudes masculinas; lo que dejaba muy malparado al
sucio gañán, quien a veces reaccionaba asestando sonoras bofetadas a sus
encocoradas damiselas, hasta que, una a una, iban desertando de su casi
hermético redil. En
vano intentaría, posteriormente, hacerse perdonar de sus arranques. Las reconciliaciones eran cada vez menos frecuentes y fueron
no pocas las noches en que debió dormir solo, apenas en compañía de sus
pensamientos. Naturalmente,
sus desvelos iban teniendo nombre y apellido; y el aprendiz de Casanova
dio en rumiar alguna venganza imaginaria, en la persona del aún
desconocido Rosendo Flores. Éste
ignoraba las crecientes intenciones revanchistas del “Picaflor” y ni
siquiera sabía de su existencia, ya que el primero estaba en pie con la
aurora y el segundo, sólo vivía de noche, pasando el día tirado como
colchón de preso, tras sus efusiones.
Nunca coincidían en su ritmo de vida, por lo que pasaría cierto
tiempo hasta que pudieran verse frente a frente.
Y esto, a causa de que el patán pasaba, cada vez más, sus noches
en soledad y dejó de ser abastecido a plenitud por sus ahora ex amantes,
obligándose a subsistir de otros modos antes impensables.
Como
en Valle Perdido ningún lugareño daría conchabo al Sinecio Ramírez, más
que nada a causa de lo sabido, éste debió apropincuarse por parajes limítrofes
a fin de lograr condumio y algo de efectivo para sus vicios.
Pero lamentablemente, para él, su fama de mujeriego y haragán había
trascendido los límites del pago, por lo que también le cerraron puertas
en casi todo el Departamento de la Cordillera, de donde era oriundo. Desalentado,
resolvió plantar mandioca, batatas y porotos en su abandonada chacra;
resignóse a encallecer sus manos con azada, rastrillo, machete y pala,
cosa inusitada en él; pues primero hubo de desbrozar de hierba mala, el
solar heredado de sus padres difuntos.
En tanto, pensaba en cómo deshacerse del Rosendo Flores, a quien
consideraba culpable indirecto de sus pasares y pesares.
No se conocían, es cierto, pero ya vería cómo librarse del
apuesto arribeño y su mentada galanura, que maldita gracia le hacía. El
Rosendo ignoraba la existencia del “Picaflor” y se atenía a cumplir
con sus mandantes en lo tocante a labores de zafra y peonazgo transitorio,
sin sobrepasar los límites de las buenas costumbres al uso.
Ni imaginaba siquiera, las tormentas de pasiones que se iban
incubando en los alrededores, y, de los deseos reprimidos de las
jovenzuelas y las veteranas hacia su persona.
Su
inseparable malacara, no lo dejaba a sol ni a sombra, en sus labores y
reposos, siendo ése su amigo más fiel, aparte de llevarlo aquí y acullá
por todo el pago. Inevitablemente
debió pasar por las cercanías del rancho del Sinecio Ramírez, mal
conocido como el “Picaflor”; quien, a las primeras, intuyó que el
bizarro jinete que pasaba por el sendero, era quien le estaba robando el
sueño y hurtando virtualmente su otrora manso rebaño, aún sin tener
conciencia de ello. De
momento, la sangre no llegaría al río —ya que el Sinecio estaba
agotado de tanto poner el lomo, sobre su hasta entonces abandonada
chacra—, pero esperaría el momento oportuno para tomarse el desquite.
No sólo del forastero, sino de sus ex favoritas que le hicieran
pito catalán de un tiempo a esta parte. —¡Ya
verán esas presumidas! —Pensaba el tipejo para su coleto, burlado
por las circunstancias del giro de la tortilla hacia su reverso. Él,
que había disfrutado de los inmerecidos favores de tantas mujeres, ahora
debía contentarse con tañer solos de flauta, para su solaz de solitario.
Su presunto gualicho mágico que tantas satisfacciones le
procurara, parecía haber perdido poder y ni el aguardiente de caña lo
consolaba de tanta frustración. Para
no amargarse en las noches, le daba duro a su capuera de sol a sol, y, así
poder fatigarse para dormir a pata suelta.
Lo que hacía apenas remontadas las primeras estrellas tras el crepúsculo. Obviamente,
un tipo poco acostumbrado a las duras labores de agricultor minifundiario
de subsistencia, debió resentir músculos y algo más, en la ardua faena
de sobrevivencia forzada. Tras
la primera semana en tal menester, parecía que lo hubiesen apaleado o
hecho víctima de algún descuereo inmisericorde. Hasta debió bañarse
muy seguido en el gélido Itay, para sofocar humores y dolores musculares.
Buscó sobrellevarlo estoicamente, hasta acostumbrarse y esto le demandaría
un buen tiempo. Y
en ese tiempo de espera, vio erguirse las plantas de yuca, madurar sus
legumbres y fructificar sus guayabos y mandarinos.
Para entonces, la fama artera del lascivo “Picaflor” se había
diluido como rocío al sol. Su
otrora desaseada apariencia habíase trocado en modesta pulcritud; su
barbarie brutal, se amansó al punto de buey de tiro.
Muy
poco iba quedando del pretérito “arriero de malas vueltas”.
Hasta sus vecinos dieron en notar el cambio y no pudieron menos que
olvidar, paulatinamente, sus presuntas ofensas al honor de sus hijas,
esposas, concubinas y demás etcéteras. Para
entonces, el Rosendo Flores había continuado su rumbo impreciso —sin
dar oportunidad de desquite al “Picaflor”—, afincándose en otros
pagos y dejando, a más de una, con lágrimas de añoranzas; por lo que el
“Picaflor” olvidó de sus viejos rencores hacia el mocetón arribeño,
ahora ausente. Por
supuesto que, más de una de sus ex queridas aún solteras hizo intentos
de llevarlo al juzgado de paz, hasta que una de ellas lo logró, tras
convencerlo de formar familia y “sentar cabeza”.
Naturalmente, muchas mujeres quedarían a vestir santos en su
memoria, pero la ley no permite la poligamia, aunque nunca se sabe, pues,
más tienta lo prohibido que otra cosa en un país transgresor
consuetudinario de leyes, escritas o no. La
afortunada, lo que es decir mucho, resultó la más joven y pizpireta de
sus ex amantes, quien pudo domeñar al irascible Sinecio hasta amansarlo a
punto de lorito hogareño, con la promesa de no hartarlo con celos,
fundados o no. Hoy por hoy, el tal “Picaflor” es “don” Sinecio Ramírez, satisfecho, reposado y laborioso abuelo de ocho nietos y próspero agricultor de Valle Perdido; para que no se diga que algunas historias de la campiña paraguaya no tienen final feliz… e inesperado, como visita de suegra. |
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