Los espectros de La floresta |
Anochece entre los cerros del azul Amambay, como quien no quiere la cosa. El horizonte insinúa un rojo sucio de sol agonizante y polvareda, apenas disimulado por el follaje. El astro rey lanza sus postreros y mortecinos rayos —ya casi fríos tras la caliginosamente brumosa tarde—, antes de ir a acostarse allende las anfractuosas serranías. El frescor del aire invita a la lumbre y a la frugal refección de sorbos de caliente infusión de mateína. Pensé en lo lejanas que
quedaron en el tiempo las tropicales florestas devastadas por algunos inescrupulosos
terratenientes de la región, confabulados con empresarios
fronterizos y capitalinos de las altas escuelas delictivas de la política
salvaje del “dinero ante todo”. Esa tierra misteriosa que conocí
en mi juventud estaba preñada de verdes multicolores, de horizonte a
horizonte; y engalanada de leyendas con su histórica raigambre de
heroicas remembranzas. No. ¡Ustedes no han visto lo que yo! Incluso llegué a penetrar —cual seductor furtivo de sílfides—
en sus entrañas, sin sol pero bullentes de vida.
¿Podrían imaginar
tanto verde? Los otrora gigantescos urunde’ymi
—o perobas, como dicen
los rapaces
rapiñeros rapais—, cubrían
de doseles umbríos a los de mediano porte, los que a su vez recubrían
solícitos duplicando la lobreguez, a los arbustos.
Y éstos finalmente, al
suelo feraz y húmedo, donde a pleno meridiano apenas veías las puntas de
tus botas. Y si llevaba algún sombrero ¡ahí sí que ni siquiera podría
ver la hora en un reloj de pulsera! ¡A
eso llamo yo floresta, y no a esa barata imitación de bosque tropical que
nos "prestó" el Banco Mundial para cuando ya no existamos como
país, sino anexado por alguna sub potencia tercermundista limítrofe y
lejana a la vez! Bueno. Esa tarde, a la
hora de la triste sepultura del sol veraniego, el viento norte
azotaba los árboles con polvillo bermejo de óxido ferroso haciéndolos
gemir, si no de dolor, de epicúreo placer.
Consideré justo y preciso hacer un alto. Me desprendí de la pesada pero indispensable mochila, pues debía juntar
las suficientes ramas secas para la hoguera. Quedaba poca luz, y el fuego
no debía estar ausente de mi compañía.
Mi hachuela y mi cuchillo fueron conmigo a por ellas. Cuando hube reunido las suficientes, armé mi tienda de
mochilero, y puse agua en la calderilla para unos mates amargos. Los seres que pueblan la nocturnidad selvática comenzaban a hacer oir sus
reclamos crepusculares. Aves,
reptiles, quirópteros e insectos lanzaban sus endechas, sus himnos cacofónicos
y sus llamados al éter, quizá intentando comunicarse con sus congéneres
o reafirmando su territorio vital en vías de desaparición.
Aspirando profundamente el aroma a vida bullente, desenfundé mi guitarra y
acompañé con su tañido metálico al hirviente coro nocturnal.
Los trémolos, acordes y arpegios no lograron
dominar al vocinglerío, pero aliviaron la fatiga de la larga
marcha que me trajera hasta el
sitio, desde la fronteriza Pedro Juan Caballero (el verdadero apellido del
militar epónimo
es Cavallero, pero por razones que ignoro, quedó en la grafía
actual). El objeto de mi presencia en la selva era, sin duda,
registrar y documentar fotográficamente
la densa flora, y de ser posible, algo de
su variadísima fauna.
La noche se me hizo larga y fría como beso de cadáver.
La cercanía de probables fieras me hizo avivar constantemente la
fogata hasta agotar los leños reunidos.
Ya casi al alba pude dormitar algo, hasta que cesó repentinamente el fresco
percibiendo los cálidos dedos del sol penetrar en la tienda para
despertarme, junto con los diurnos sonidos de bestias y vegetales
susurros. Tras otro
mate y un frugal rompeayunos
de huevos duros y galletitas de avena,
enfundé carpa y guitarra y me dispuse a proseguir mi periplo
por los vericuetos de la floresta aún Virgen, aunque a medias. Algunos fronterizos me habían
hablado con respetuoso temor acerca del mítico “tesoro de López”,
que el cauddillo acorralado —en las postrimerías de su muerte, en el lugar conocido como Cerro Corá—,
mandara enterrar, dizque para evitar que cayese en manos de la rapiña
aliada. Recordé haber
leído algo al respecto en “Una amazona” de William Barrett, y algunas
referencias de Arsenio López Decoud, en uno de sus libelos contra la
irlandesa Elisa Lynch. Esta,
supuestamente fue encargada por su compañero, con la misión de hacer
humo al tesoro del Estado
paraguayo, y tras el enterramiento a
orillas de un riacho cuyo nombre no se consigna, separó uno de cada diez
hombres del destacamento de cien que la acompañó, y los mandó fusilar.
De los restantes, separó uno de cada nueve, repitiendo la orden
hasta que no quedaron más que dos, a los que ella
ejecutó personalmente con pistola. Ya sola (Según Barrett, la acompañaba el coronel Franz Wisner
von Morgenstern,
ingeniero austrohúngaro al servicio de López
y de la
confianza de éste, por ser misógino confeso), volvió junto a su
amante hasta Cerro Corá, donde se libró la última batalla de la guerra
grande. Luego, ya
prisionera, fue confinada en un barco extranjero y llevada a Buenos Aires
bajo protección británica. Posteriormente,
el tesoro se perdió en el océano proceloso y profundo de las leyendas.
Según los lugareños viejos, en ciertas noches tormentosas, aún
se oyen los estampidos de los fusiles y cañones aliados y
los gemidos de heridos y moribundos en las cercanías del sitio
mencionado. Pero el
“tesoro” de marras nunca fue hallado y el secreto de su mítico sitio
de emplazamiento murió con la Lynch, quien fue inhumada en el cementerio
de indigentes de París, Père Lachaise, en una fosa común quizá. Meditaba acerca de estos relatos lindantes con lo mítico, mientras caminaba
al albur en los senderos abiertos por los tapires y los indígenas Ka’yngwã
o Pãi’ tavytërã, que habitan aún la región. Consulté
mi reloj y comprobé que la mañana estaba muy avanzada.
Según mi brújula, estaría en las inmediaciones de un asentamiento indígena,
conocido como Yvypyte cerca del legendario Cerro Guazú o Jasuká-Vendá,
el omphalos guaraní u ombligo del mundo. La densidad de la espesura me impedía orientarme o divisar el
horizonte, y apenas disponía de agua, por lo que recurrí a mi olfato
para llegar hasta el río Ypané, a cuya vera estaría el poblado. El rugido de un jaguar me puso
los pelos de punta. Rogué in mente
a los dioses, que
estuviese satisfecho y ahíto. Nada hay más peligroso que un jaguar
hambriento. Supe que
los genios de la floresta oyeron mis preces, pues el animal se alejó con
un ágil salto, elástico y esbelto, tras ser retratado por mí.
Por las dudas, empuñé mi cámara, conectando el flash que lo
encandilara. Su
resplandor me serviría para ahuyentar otros
bichos que se interpusiesen en mi sendero. Más tarde, mi reserva de agua acabó, y ni trazas de arroyo, y menos aún
de río alguno. De pronto, un claro en medio de la selva me llamó la
atención. Con los sentidos en alerta me aproximé sigilosamente. No
observé humano alguno, aunque sí algunas plantas de cannabis de
las que abundan por la región. A poco, la carencia de agua potable, sumada al calor sofocante del vientre de la selva me indujeron a detener mis pasos y tomar un resuello continuando mi ya desorientada caminata por la jungla. A la hora, la mochila duplicó su peso sobre mis exhaustas espaldas, y la
sequedad de mi lengua no hallaba paliativo.
El estado de conciencia estaba
tomando otro cariz, y los colores de la selva se acentuaban
llamativamente. Y más
aún para un inveterado observador de
los grises urbanos, donde un lapacho amarillo es todo un precioso
acontecimiento. La deshidratación, debida a la carencia del líquido elemento, me hizo
trastabillar de tal forma que, casi golpeé
mi guitarra contra un
tronco. Me detuve en dicho lugar bruscamente. Las lianas se me antojaban casi
burlonas serpientes, y las gigantescas perobas monstruos no del
todo malignos. Con mis
últimos atisbos de normalidad consulté
la hora y me enteré de que apenas era mediodía.
Se me antojaban lustros desde que comencé a caminar por la jungla. ¿La ilusión me devoraba, o era
real lo que veía? No
lo sé con certeza. Siete
individuos de torva catadura
y uniforme
raído de olvidadas
remembranzas decimonónicas me miraban
silenciosos y fijos como mal labrados troncos de quebracho.
Los siete tenían
sangrantes cicatrices en el pecho, como...como si... Cerré los ojos, que a esta altura casi no me servían para maldita cosa,
pues mi imaginación parecía
prescindir de tales órganos. Los reabrí y los siete proseguían mudos y
helados en su sitio. Reconocí sus uniformes, por haberlos visto en el
museo del Ministerio de Defensa Nacional como efectivos del aniquilado
“Batallón 40” de la guerra grande, masacrados en su totalidad
antes de la última batalla. ¿Cuánto tiempo antes?
más de cien años, creo. Mi mente se aceleró intentando comunicarse
con los fantasmales restos perdidos en el espacio-tiempo de algún
espectral limbo. —Mba’éichapa lo’mitãkuéra1
—intenté balbucear en mi mal
hilado guaraní, a manera de saludo. ¿Serían estos
espectros quienes cultivaban el ahora clandestino cáñamo?
La locura, que intentaba tomar la fortaleza de mi conciencia,
retrocedió momentáneamente.
Por fin, los fríos despojos de tiempos pretéritos decidieron
romper su mutismo de siglo, pero para mi desconcierto, en un correcto
castellano, algo demodèe y decimonónico . —¡Estamos firmes en nuestro puesto de custodios de
la nación, su merced! —díjome
el más apuesto y compuesto (lo que es decir mucho)
de los siete. Los
otros asintieron con un torvo ademán y ceños en actitud de alerta
desconfiada, ante la intrusión de un sapo de otro pozo, como yo me
figuraba a mí mismo.
—Nuestro
querido caudillo, el mariscal presidente, nos ha confiado la misión de
custodiar los bienes de la república desde el más allá. Y lo seguiremos
haciendo por los siglos de los siglos, aún renunciando a nuestra efímera
vida terrenal. Y sepa vuestra
merced, que nadie profanará el tesoro de la república, sino cuando
desaparezca el último
deshonesto y traidor de los límites de nuestra patria. —¡Mucho aún van a esperar entonces!
—respondí sin sorpresa—. Pues de ellos, está lleno el país...
(era el vigésimo año de la tiranía, lo recuerdo bien, toda una bidécada
de infamia.), y por la cuenta aumentan
sin cesar. —¡No tenemos apuro, vuestra merced!
Para nosotros, el tiempo no camina casi. Pero vendrá el día en que deberemos entregar el tesoro de
la patria a quienes lo merezcan, para ayudar a construir el bienestar del
pueblo. Hasta entonces, lo guardaremos celosamente, como nos lo ordenara
nuestro karaíguazu, su Excelencia don Francisco López.
Recién después de cumplir con nuestra misión, descansaremos en
paz. —¿Es cierto que tras esconderlo fueron fusilados por la...este...señora
del mariscal?
—pregunté a los fantasmales soldados.
En esos momentos la lucidez había derrotado los vahos del cáñamo
y me permitió hilar el diálogo sin titubeos ni temores. —¡No, su merced! ¡El propio señor
presidente, el mariscal, nos lo ordenó expresamente! Los más
antiguos de nosotros debíamos matar a los más novatos. Luego nos matamos
los que quedábamos para no caer en manos de los aliados y sus traidores
cipayos nativos, los perros afrancesados de la legión, que guiaran a los
enemigos contra su propia
patria. El tesoro de la nación
seguirá ahí, libre de la nefanda profanación de los chacales de las
nuevas tríplices de las logias de
siempre —respondió
el jefe del grupo. Los demás, asentían
mudos, con ademanes adustos de rigor. —Estoy muriendo de sed... ¿no tendrían un poco de agua para beber?
—pregunté algo acuciado por la deshidratación galopante. —No, su merced. No
necesitamos comer ni beber, pero
le indicaremos el camino al río (Ypané), No queda lejos, derecho al
noreste... por esa picada. —¿Y vino realmente la… madama
con ustedes hasta el sitio ése? —volví a preguntar. —No. El mariscal
ya comenzaba a
desconfiar de esa mujer. Vinimos sólo los escogidos del “40”. El mariscal personalmente nos dio instrucciones de enterrar
los cofres y baúles quemando luego las carretas lejos del sitio.
Los últimos dos que quedamos
vivos enterramos a los demás, y tras alejarnos bastante para no dejar
huellas, disparamos el uno contra el otro, para cerrar la operación.
Si la gringa dijo
poseer el secreto, mintió. —Entonces, está en buenas
manos... —agregué , haciéndoles la venia, mano a la sien. —Idos en paz, hermanos. A esto, los espectrales guerreros del pasado se diluyeron en la caliginosa
tarde de un lugar del Amambay. La
sensación de sed fue
desapareciendo paulatinamente, como por milagro.
Los vapores de la locura y el delirio también. Tras una reparadora
noche, me levanté al alba y luego de corta
caminata al noreste, llegué a orillas del Ypané,
donde una aldea indígena invitaba al reposo. Años después, retorné al lugar. Todo había cambiado. Sólo matorrales y
lagartos quedaban de la otrora umbría mata (se me pegó el argot portugués) atlántica del Amambay, y
de su fauna. Cerros desnudos y campos erosionados testimonian hogaño
cuanto se ha desperdiciado. Con ésta,
van tres grandes guerras que hemos perdido. ¿Que cuáles guerras, me preguntan ustedes? Pues... la primera, contra la
triple alianza... la segunda contra la cobardía, que nos hiciera ceder
gran parte del territorio conquistado en la guerra del Chaco...¿y la
tercera? Pues, contra la ignorancia, la delincuencia y
la corrupción. El crimen organizado ya forma parte indivisa de la
estructura del poder. Y dicha
situación tiene visos de durar mucho tiempo, hasta que los paraguayos
despertemos de nuestro letargo de siglos, mediante el saber y el
conocimiento de la realidad. ¿Saben muchachos? Correrá
mucha sangre aún, antes que la decencia y la ética retornen a nuestra
cultura cotidiana.
Mientras, los espectros de la floresta seguirán firmes en sus
puestos, aguardando esos días. Bueno. Ahora les dejo, pues
debo ir a casa a pasar por escrito esto que acabo de relatarles, no sea
que la memoria, —que por tanto tiempo he guardado en vigilante
recuerdo—, se me diluya homeopáticamente hasta el olvido absoluto. Nota: 1 ¿Cómo les va, muchachos? en guaraní popular actual. N. del
a. |
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