Amigos protectores de Letras-Uruguay

Lilith
Chester Swann

Nunca debí haber intentado hurgar entre los misterios de las fuerzas de lo oscuro, pese al escepticismo que, de tanto en tanto, me posee.  Pero el nombre de Lilith me atrajo como un imán hacia la casa quinta del viejo Morits Grünfeldt, hijo de un inmigrante húngaro, quien vivía en una espaciosa pero sombría quinta en las afueras de Luque.

Se decía por ahí que practicaba astrología, lectura de tarot y runas, así como otras artes predictivas muy solicitadas por quienes gustaban de apostar a ganador, aunque no siempre sus corazonadas eran certeras.  Claro que en caso de equivocarse siempre tenía a mano alguna explicación convincente para el consultante.  Que no siempre los arcanos de lo oculto eran favorables por razones no del todo comprensibles al vulgo profano.

Pero vayamos al principio. Un amigo común, que lo visitaba asiduamente, me había hablado de Morits Grünfeldt, el solitario y tres veces viudo que explotaba una pequeña granja lechera y tenía como pasatiempo las ciencias ocultas.

Tras varias sesiones de dudas y vacilaciones, resolví hacerme el encontradizo con mi amigo cuando iba a visitar a Grünfeldt, a fin de llegar con él junto al esquivo ermitaño granjero.

El tal Grünfeldt era un hombre agradable y conversador, aunque a veces ponía demasiado énfasis en sus predicciones y sus cálculos planetarios. Pero en general me cayó bien y no tuve reparos en contarme entre las amistades asiduas del excéntrico clarividente suburbano, pese a que éste gustaba más de pláticas que de lo oracular y sólo lo practicaba como pasatiempo y sin ánimo de lucro, lo que lo tornaba más confiable.

Una tarde, tras sus fatigosas labores de granja, Morits Grünfeldt me mostró un libro de factura taoísta llamado "El Libro de las Mutaciones" o I-Ching. Este volumen, si bien llegó al mundo en una antigüedad considerable, era de una edición reciente, prologada por Carl Jung y J.L. Borges.  Según me explico el astrólogo, contiene ocho trigramas basados en tres líneas, algunas enteras, otras cortadas y formando combinaciones entre sí; las que, multiplicadas al cuadrado, dan sesenta y cuatro hexagramas que corresponden a otras tantas situaciones de la vida humana (como los casilleros del ajedrez). Arrojando unas monedas especiales, se obtienen los veredictos a que corresponden los hexagramas prefijados. Y aquí viene el meollo de mi relato. Cada veredicto es un dictamen preventivo acerca de los cambios o mutaciones en la conducta humana y son generalmente certeros e inapelables. Se decía que este libro fue escrito por el mismísimo Lao Tsé, durante el mandato del rey Wen, aunque no existen pruebas de ello. De todos modos, consulté acerca de una decisión que debía tomar sobre un viaje.

Tras los ritos correspondientes y varios intentos, ya que era menester estar concentrado en  el tema a tratar,  vino la respuesta.

El dictamen del libro fue lo siguiente:  

                                                "Antes de la consumación. Logro.

                                                Pero si al pequeño zorro.

                                                cuando casi ha consumado la travesía,

                                                se le hunde la cola en el agua.

                                                no hay nada que sea propicio".

Esto para mí, era chino, pero el paciente Grünfeldt me explicó filosóficamente la necesidad de postergar el viaje de acuerdo a lo dictaminado. Lo hice.

Así me fui habituando a visitarlo a cualquier hora, aunque él nunca pasaba despierto más allá de la medianoche, pues su granja le requería madrugar. Pero aún así yo, trasnochador impenitente y hurgador de lo prohibido, estaba satisfecho.  El hecho de haber suspendido el proyectado viaje, me posibilitó evitar el accidente en carretera que involucró al ómnibus de una conocida empresa en que debía viajar, el cual, tras eludir a un adelantamiento indebido de otro vehículo, cayó en un barranco, yendo a dar a un arroyo, con el resultado de dos fallecidos y varios heridos. Mi confianza en el astrólogo... o lo que fuese, estaba situada en las alturas.

Cierta noche, cuando me tiraba las runas, salió de pronto el signo tyr, que según me explicó, podría ser muerte. Por cierto, no temo a la muerte, pero no pude evitar una suerte de expedición de adrenalina por unos instantes.  Luego, al notar mi turbación me explicó que tuviese cuidado con un nombre de mujer (la runa fnir) y que simboliza a una diosa o un planeta.  No dijo más y me quedé tan confundido como al llegar. Eran ya las veintitrés y me despedí del enigmático Morits Grünfeldt tratando de aparentar calma.

Esa noche me vino a la mente el nombre de Lilith y recordé que esa diosa sumeria estaba emparentada con Astarté-Ishtar-Venus en las mitologías caldeas y greco-romana. También recordé que se la relaciona con el demonio de la lujuria.  Esto último me intrigó, ya que como buen nativo de Leo tengo cierta propensión al erotismo, aunque muchos de ustedes no crean en la astrología.  Hacía tiempo que el nombre de Lilith obsesionaba mi mente y no acertaba a saber por qué. 

No tengo ninguna amiga de ese nombre y no recordaba haberlo visto en los libros apócrifos que a veces suelo leer para entretenerme y saciar curiosidad más que nada. 

El nombre de Lilith me martilleaba entre las sienes desde meses atrás, antes de trabar amistad con Morits Grünfeldt  ¿Acaso lo había leído en alguna parte que no recordaba?  Ese nombre provocaba en mí sensaciones prohibidas de cultos mistéricos y remembranzas dionisíacas.  Ahora, con la aparición de las runas en mi camino, Grünfeldt me sugirió que tuviese cuidado con... ¿tendría algo que ver el nombre de Lilith con el peligro que supuestamente me acechaba?  Eran sólo seis letras, como el hexagrama de Salomón o la estrella de David. ¿Podrían acaso esas seis letras representar un peligro para mí?

Tras muchos escarceos mentales, me dormí finalmente, aunque mis sueños fueron intranquilos esa noche. Quizá he tenido pesadillas aunque no las recordase posteriormente, pero al día siguiente estaba más tranquilo. Es decir algo más calmo, porque el nombre de Lilith seguía martillándome los pensamientos de manera contundente y harto reticente; casi al punto de la obsesión.

Es increíble lo que puede provocarnos algo tan sencillo como un nombre, unos grafemas o algún sonido vocal. Pero de ahí a considerarlos peligrosos... es menester tener algún tipo de esquizofrenia orbitando en torno a nuestros pensamientos.

Por un tiempo no aparecí más en lo de Grünfeldt, ni salí a vivir las noches como era mi costumbre. Preferí quedarme en mi casa a escribir o a leer, y no precisamente libros prohibidos. 

Busqué reconciliarme con Borges, García Márquez, Roa y otros, aunque generalmente sus ficciones están cargadas de simbolismos ocultos y hacen harta mención de lo esotérico.   Especialmente los dos primeros en mayor medida.

El caso es que volví a tropezarme con Lilith. Y donde menos lo esperaba: en mi ordenador, al cual había cargado con nuevas tipografías y el nombre de una de ellas era éste:  “Lilith light”. ¿Me estaría volviendo loco?  No podría ser que una obsesión sonora o gráfica acabase conmigo. ¡Mi ordenador, hasta ahora guardián de mi privacidad, también estaba siendo invadido por ella!

Lilith nuevamente. ¿Podría librarme de ese obsesivo cuan posesivo nombre alguna vez?  Vuelvo a registrar en mi página diaria mis pensamientos.  Espero que mi ordenador no se vuelva loco conmigo. Es que ambos somos cada uno un apéndice del otro y gran parte de mi vida gira ante su pantalla, depositaria de mis más recónditos pensamientos y mis más febriles sueños y percepciones.  Hasta hace unos diez años, era la máquina de escribir, con sus tachaduras, borrones y resmas de papeles en blanco; ahora, todo cuanto poseo, lo guarda en sus entrañas cibernéticas la computadora, como prefieran denominar a este aparato de registrar caracteres e imágenes. Una de esas noches, volví a tropezarme con ¡Lilith! Esta vez en un viejo papel apergaminado que hallé en la calle —justo cuando me disponía a cruzarla— y me llamó la atención por sus colores miniados y no supe por qué estaría allí, deslizándose al impulso del viento, como si alguien se hubiese deshecho de él. Lo recogí y comprobé que era efectivamente una imitación de pergamino y decía:

        "Lilith, eres la reina de los cielos y  Madre en la tierra.

 Madre de fecundidad y diosa de amor y alegría para tus hijos amados. ¡La muerte sea con quien profanare tu memoria! La maldición caiga sobre quienes ofendiesen tu venerado Nombre

         ¡Innah shave Ishtar, Innah shave Astaroth, Innah shave Lilith!".

Más abajo, desconocidos caracteres, probablemente cuneiformes o restos de alguna lengua muerta siglos atrás, ornaban el extraño documento.

Tras leer el misterioso mensaje, miré al cielo y vi a Venus en todo su esplendor, pese a las luces callejeras y hallarme en el medio de la calzada, como desafiando peligrosamente al tráfico automotor. Mi arrobamiento duró más de cinco minutos, hasta que me di cuenta de dónde me encontraba. Los impacientes bocinazos de los estupefactos automovilistas me sacaron del marasmo.

Corrí a la acera opuesta y en esos momentos sentí un rechinar de frenos y un golpe seco en mi costado derecho que me arrojó a varios metros de distancia contra otro automóvil que venía en sentido contrario.

Morits Grünfeldt vino a visitarme al hospital, donde convalezco del accidente. Le agradecí por la advertencia, aunque no pude evitar al destino, sino apenas minimizarlo.

Pero Lilith, sea quien sea, está ya acurrucada en mi interior, quizá para siempre.  

Chester Swann
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