Leyendas del futuro |
AL LECTOR En
los inicios del tercer milenio, dedico esta obra a los jóvenes de hoy, a
fin de que pudiese servirles de guía en los turbulentos tiempos con que
iniciamos este siglo y que hemos heredado de los anteriores, merced a la
poca capacidad de comprensión que aún tiene la humanidad, más motivada
por intereses que por ideales. Por cada Dr. Schweitzer o Teresa de
Calcuta, existen miles de ruines y traidores y, preciso es, revertir esta
tendencia suicida de la especie ¿humana? que está degradando el planeta
a pasos agigantados y en proporción geométrica, no sólo con el
desenfrenado consumismo, sino con sus arsenales, siempre listos para
guerras “preventivas”. Jonathan
Swift, el autor de Los viajes de Gulliver, dijera cierta vez: "—Tenemos
las suficientes religiones como para odiarnos; pero no las bastantes para
amarnos", expresando con esta sencilla frase algo que muchos
fanáticos parecen olvidar: el amor ausente. Sin embargo, los sacerdotes y
guías ¿espirituales? incitan a sus fieles o fanáticos a seguirlos
ciegamente de acuerdo a sus interpretaciones de lo que significa
"dios" y sus acepciones bastardas y complejas, situando a esta
entidad en planos prohibidos y parnasos inalcanzables; cuando que, si
existiera ésta, no habitaría otro plano sino en el de la consciencia;
dentro de cada ser vivo que late en este mundo y en otros, si los hubiere;
que vibra en cada astro, en cada planeta, en cada flor, perenne en su
efimeridad, fragante en su humildad, colorida en su alba pureza. Tal,
la comprensión de este escriba de lo imposible o quizá profeta de lo
improbable, acerca de cuanto conmueve la conciencia de la parte sensible
de esta especie, paradójica, de inocente salvajismo; que deja como legado
de un alma atribulada por las iniquidades, a quienes tomarán la posta del
arte, las ciencias y las creencias; que no por antitéticas al
conocimiento, son menos respetables. Los temas relacionados con la devastación del planeta por
parte de fuerzas desatadas irracionalmente, han sido abordados ya por muchísimos
autores, por lo que decidí dar otro curso al tema, advocando las
reivindicaciones de nuestros hermanos cobrizos y habitantes originarios de
este continente. Obviamente, la violencia detallada en este relato, se
inicia con los propios ¿blancos? quienes guerrean entre ellos por oscuros
intereses e ideologías nefastas y racistas. Los originarios, nada más
aprovechan los vacíos de poder para apoderarse de lo que era realmente
suyo, aunque ellos reconocen que la Tierra no es de su propiedad, sino que
son ellos propiedad de la Tierra. He
elegido emblemáticamente a las naciones más destacadas en los
conocimientos matemáticos y astronómicos, para liderar las rebeliones de
los indígenas, tras la caída de los imperios y naciones en la vorágine
de la violencia agresora y suicida. Es que, de tanto poner alambrada,
linderos o cercas y trazar límites en sus mapas, no habían caído en
cuenta que para la naturaleza no existen fronteras ni muros
de Berlín, y que cuanto hiciesen contra otras naciones, retornaría
contra quienes lo hicieran. El
efecto boomerang de las perversidades es inexorable e imprevisible,
como las contaminaciones que arrasan tierras y civilizaciones,
despreocupadamente, en alas de vientos inestables y caprichosos... como niños
malcriados... como seres humanos. Para
éstos, esta breve parábola casi reflexiva, contenida en estas páginas
virtuales; en estas tres historias breves que conforman el cuerpo de esta
novelilla. La
última fortaleza El
general Atlacàtl se aflojó el pasamontañas —el calor lo justificaba
plenamente, y además, su identidad era harto conocida entre los suyos—,
ajustando sus binoculares en dirección al enemigo. La Confederación de
las Tribus del Norte respondió a su convocatoria y poco, muy poco,
faltaba para la batalla final. Los tzitzimines blanquiñosos,
perdieron su penúltima oportunidad de ser tratados con la consideración
requerida en sus manifiestos. Salvo que ocurriese algún milagro, estarían
rendidos en breve. Tras
la hecatombe de mediados del siglo XXI, muy poco quedaba de ellos en el
extenso territorio situado entre el antiguo estado de Alaska y la arrasada
Patagonia Argentina; ahora rebautizada Pehuenkurá por los originarios.
La feracidad de la madre Tierra, logró que se superase la
desertificación provocada por las guerras entre los tzitzimines,
que arrasaran casi todo el continente en una inútil matanza con armas de
destrucción masiva; pero el optimismo del general mexicàtl era algo
extemporáneo. Cual moderna Troya, la última fortaleza se negaba a rendir
plaza y ambas fuerzas se limitaban a observarse en la distancia.
Nadie deseaba oblar el coste humano de un avance, y tras más de
diez años de sitio, la situación se hallaba estancada en un statu quo
rutinario. Las
armas tácticas de ambos bandos eran demasiado peligrosas, como para abrir
esa caja de Pandora en pleno desierto de New México, ahora llamado Tlacaxchitl
en homenaje a uno de los capitanes inmolados por Hernán Cortés; quizá
en procura de algún aurífero secreto, callado hasta las últimas
consecuencias. El bravo guerrero, supo silenciarse apretando los dientes;
mientras lo asaban sobre un brasero, junto con Cuahutèmoc y otros
caciques, con las bendiciones y extremaunciones correspondientes para
salvar su alma, caso de partir sin soltar prenda. Lo que finalmente ocurrió.
No se supo si otros hubiesen hablado sin tantas presiones, pero el nombre
de Tlacaxchitl quedó como sinónimo de sacrificio y coraje. “—Se
avisa a todos los ciudadanos de la capital, que se procederá a la
evacuación total, a causa de la lluvia de dioxina, arrojada por los
enemigos de la nación aún no identificados. Se exigirán documentos a
todos, menos a los niños menores de diez años que pudieran haber
sobrevivido. No olviden sus máscaras
y adminículos protectores. Seguiremos
informando”. Las
noticias, eran prometedoras.
Es cierto que también Europa, Asia y Medio Oriente estaban casi
arrasados por las bombas de los beligerantes; pero aún quedaba tierra no
demasiado contaminada; los peces se habían vuelto algo monstruosos y, de
tanto en tanto, acudían hasta tierra adentro, simplemente por curiosidad,
o buscando otro hábitat; o, tal vez, a causa de mutaciones
radiactivas o químicas irreversibles.
El desorden caótico era clara señal de la ruptura de un orden
estructural de larguísima data.
Tiempos hubo —sostenían los muy ancianos—
en que hombres, peces, pájaros y los innumerables bichos
invertebrados, respondían a costumbres e instintos previsibles.
El jaguar, buscaba carne con sangre; el quetzal, las sabrosas
frutas de la extinta selva; el pez mayor a los pececillos y así en
adelante.
Ahora, hasta las costumbres de los animales y los hombres habían
mudado.
El instinto dejaba de ser espontáneo e inocente; pasando a la más
rastrera y atroz premeditación y alevosía, pero pese a ello, existían
intentos de normalizar algo.
Si no los instintos, por lo menos las formas, que hasta los espíritus
hubieron sufrido mutaciones a causa de la contaminación química y la
radiactividad.
Los
últimos códices, daban cuenta de diecisiete pequeñas guerras
planetarias en los diez últimos años.
También registraron ocho guerras iniciales, entre el 2028 al 2034
DC. Hacía
muchos lustros que los tzitzimines y wiraqochas de piel poco
soleada, estuvieran en estado de guerras de baja a media intensidad. Tanto
que, gran parte de la opinión pública —cuando ésta existía aún—,
pensaba que las guerras eran meros espectáculos al estilo Hollywood
(ahora rebautizado como Tekumseh, antiguo caudillo indio).
Tarde se dieron cuenta los blanquiñosos de las grandes ciudades,
que estaban siendo criados como carne de fusil, y que las guerras son
sacrificios humanos fríamente planificados por los sacerdotes del Acero Bélico
Industrial, en trueque de lucros. A
causa de los embrollos jurídicos, muchos creyeron en sus leyes; no
pensando que cada ciclo de tiempo exige ajustes demográficos, a
costa de que los padres enterrasen a sus hijos; a trueque de que hermano
contra hermano se atacasen con saña programada, incluso antes de haber
tenido el gusto o disgusto de conocerse.
Y, ahora —tras tanto canibalismo a los dioses del metal forjado
para matar—, los blanquiñosos lograron destruirse mutuamente, aunque
las tierras usurpadas por casi seiscientos ciclos solares, quedaran algo
afectadas por la hecatombe. Los
incontables cráteres dispersos en el continente, testificaban esa
despiadada ingeniería social, llevada a cabo con cronométrica precisión
castrense. La desfoliación
convirtió a las selvas húmedas en eriales de achaparrada soledad;
en yermos y lúgubres territorios de nadie, donde ni los reptiles
se sentirían a gusto. Claro que algo
hubo cambiado. Los reptiles
dieron en mutarse en voladores y nadadores, y estaban siendo
peligrosamente inteligentes. Nevada,
la actual Nez Percé, fue arrasada en 2032 por un inesperado
bombardeo de parte de una potencia desconocida.
Antes de ser identificado el o los agresores, los entonces Estados
Unidos de América respondieron con una réplica indiscriminada; la que
diera origen a una escalada, en la que participaran hasta los países más
pobres del llamado “tercer mundo”, quienes se dieron maña en atacar a
dicha nación con todos los medios a su disposición, casi todos bioquímicos,
por ser los más fáciles de manipular e introducir de contrabando. Atlacàtl
dirigió la mirada hacia la fortaleza; la última fortaleza que restaba en
poder de los tzitzimines. La
región había sido blanco de bombas químicas y biológicas, por lo que
la destrucción material hubo sido mínima, aunque gran parte de la
población indígena y mestiza fuera raleada en forma casi total; los
escasos indígenas que
sobrevivieron —por hallarse en las zonas alejadas de los
beligerantes—, dieron en aliarse superando antiguas rencillas que antaño
los hicieran fácil presa de los conquistadores.
Todos juraron eterna alianza, no sólo de sus miembros, sino de sus
naguales totémicos tutelares. Nada quedó sometido a las leyes de
la improvisación. Era quizá
su última oportunidad de reconquistar la tierra llamada por los mayas y
aztecas: Abya Yala o Nuk’atlán (¿Nueva Atlántida?)... y
América, para los cueros pálidos, aunque esta denominación era
algo old fashioned y probablemente ya no figuraría en los mapas
futuros, que, en caso de ser retrazados, se suprimirían las artificiales
fronteras de la conquista luso-hispano-franco-británica del pasado. Si
bien el cesio y el estroncio, amén de radiaciones neutrónicas mortales,
hubieran provocado el fin de muchas personas, especialmente en las
ciudades, fueron los químicos los mayores agentes del holocausto.
Aunque, pocos quedarían para testificarlo fehacientemente dada la
implosión demográfica mundial. Pese
a lo que se pudiera suponer, ello fue un proceso de más de dos décadas.
El primer ataque —contra los entonces Estados Unidos de América—
tal vez pudo haber sido una añagaza,
para hacerles descargar su arsenal termonuclear contra países sospechosos
del ataque (recién años después, asumirían el hecho los responsables).
Tras la respuesta, siguieron ataques aislados en forma esporádica.
Tal vez, ello se debiera a que los países tercermundistas —en
vías de subdesarrollo—, no disponían de lanzaderas nucleares ni
bombarderos estratégicos. Se limitaron a introducir las bombas de
contrabando (en esto eran expertos maestros) en partes mínimas y armarlas
donde debían estallar, ajustadas y temporizadas; luego volvían a sus países.
Tras un tiempo prudencial, el artefacto instalado estallaba —si no
hubiese fallos— y nadie sabía el origen del atentado, pues los
locatarios habían pagado un año por adelantado y al contado. “—Se
recomienda a todas las personas a ser evacuadas, a no perder la calma. Cualquier brote de pánico podría dificultar el operativo.
Seguiremos informando”. “—Su
Santidad condena enérgicamente el bombardeo de New Delhi por parte de
Pakistán, así como la destrucción de Nevada con algunas de sus
ciudades, por parte de terroristas anónimos; pero también condena la
indiscriminada réplica de los Estados Unidos contra
los territorios limítrofes, que, como casi todos, poseían
arsenales nucleares y químicos. Su Eminencia Serenísima e Ilustrísima,
el cardenal Biancamano, Nuncio de Su Santidad, se encargó de difundir
este comunicado, aunque ya tarde para evitar el holocausto de más de
veinte capitales, mil ochocientas ciudades y más de un millón de pueblos
y aldeas. Seguiremos
informando por Radio Nuevo Vaticano desde la Estación Orbital Pravda en
el espacio exterior, gentileza de la
Confederación Eslava”. Los
antiguos registros magnéticos aún podrían oírse, ya que la mayoría
funcionaba —desde la segunda década del siglo XXI— con energía solar
al ser prohibidas las baterías por lo altamente contaminantes.
Lastimosamente, la prohibición no evitó que se usasen
clandestinamente baterías de mercurio, níquel-cadmio y
plutonio,
por muchos años más; hasta que la contaminación de aguas se hizo
insostenible y dramática. La
primera Gran Guerra Intercontinental, fue justamente a causa del agua, ya
que los Estados Unidos intentaron ocupar militarmente Canadá, para
disponer de sus ríos casi incontaminados y un corredor terrestre hacia
Alaska, quizá para extender su dominio, más que otra cosa. Al
ser repelidos por los canadienses, no intentaron utilizar armas químicas
ni bacteriológicas, pues el viento norte no respeta fronteras y ellos
precisaban de aguas casi puras, por lo que intentaron echar mano a los
territorios del sur, donde existía una reserva subterránea inmensa,
denominada “Acuífero Guaraní”. Los
registros comentaban que la primera derrota de los Estados
Unidos, en su propio territorio continental, hizo que muchos países aún
sometidos a ellos intentaran cortar el cordón umbilical que aún los unía
a Washington (en ruinas y quiebra técnica administrativa desde hacía
muchos años), lo que provocó una reacción de los Estados Unidos,
ocupando Colombia y Panamá; buscando entre otras cosas, revertir la ley
colombiana —promulgada por las FARC en el poder—, que derogaba todas
las leyes represoras del narcotráfico; despenalizando las drogas blandas
y reglamentando las duras. La ocupación de Panamá (ahora denominado
Xihuantepec), se debió a que, tras fallidos intentos de canalizar a
Nicaragua, intentaran recuperar la zona del Canal. No contaron con una
fortuita agresión contra Las Vegas y Reno que iniciara la deflagración bélica
intercontinental. El
general Atlacàtl señaló hacia donde se hallaba la aún inexpugnable
fortaleza de los tzitzimines. —Algo
estarán intentando. Veo luces en movimiento al otro lado del lago seco. —Quizá
intentasen lanzarnos misiles con gas Zikrón-W.
Aunque, si el viento soplase hacia ellos, estarán perdidos
—respondió Thimoxtzín, el tlatoani del ala
izquierda de los guerreros méxica. —Cierta
vez intentaron hacerlo, en el Área 51, en Nevada, y el viento giró
ciento ochenta grados de manera imprevista. ¡Lamentable!
Pero éstos, tienen la cúpula de protección para que los libre de
todo mal... aunque éste está en todas partes. Los
cielos se iban tiñendo lentamente de añil rosáceo.
El general mexicátl se estremeció al recordar el tendal de
muertos en la anterior fortaleza tomada. Es que los medios no alcanzaron
para su evacuación total... y los rezagados pelearon a muerte, hasta su
extinción. El statu-quo,
se mantenía a causa de que el general Atlacàtl no deseaba sacrificar a
mujeres y niños que aún permanecerían en la última fortaleza. Evidentemente, podrían ellos resistir un largo sitio.
Vanamente, intentara convencer a los tzitzimines de
desalojar la fortaleza y salir indemnes del continente, hacia donde
quisiesen, con todas las garantías. O, en su defecto, integrarse con las
tribus sobrevivientes deponiendo su ¿natural? racismo chauvinista. Ciertamente,
los tzitzimines no daban brazo a torcer.
Tampoco tolerarían que sus esposas e hijas yacieran con los indios;
ni tomarían ellos mujeres indígenas para formar familias.
El jefe enemigo, no era un guerrero propiamente dicho, sino un tecnócrata;
pero sabía de tácticas defensivas.
La fortaleza fue, mucho tiempo antes, una base militar de alto
secreto. Ni siquiera existía administrativamente en la ex Washington, hoy
Powhathan. No figuraba en mapas ni cartas topográficas; muchas millas
cuadradas en blanco en las orillas de un lago seco y montañas a sus
espaldas. Imposible aproximarse sin ser detectado y neutralizado.
El Dr. Rosenstahl, biólogo y físico, dirigía entonces los
laboratorios, en que se realizaban experimentos inimaginables —con todo
tipo de materiales tóxicos e infecciosos— y disponía de armas
terribles para defenderse; sólo que por prudencia, aún se abstuviera de
usarlas, por ser espadas de doble filo. —Nos
observan, Dr. Rosenstahl, pero se mantienen a la expectativa, como si
aguardasen nuestra capitulación. Saben que podríamos resistir mucho
tiempo, pero tienen la paciencia del buitre de los desiertos —exclamó
el coronel Goldmann, ex jefe de la base llamada Área 59. —Atlacàtl,
el jefe de los sitiadores, es un tipo duramente tierno. No desea dañar a
los niños que tenemos aquí. ¡Si supiera que aquí ya no hay niños!
Salvo los que nazcan de las parejas jóvenes que trabajan en la Base
—respondió Rosenstahl caviloso y prudente—.
Espera quizá que el hambre nos obligase a capitular; pero nuestras
huertas hidropónicas, nuestras fuentes de agua artesianas y criaderos nos proveerán indefinidamente de sustento.
No saldremos de aquí jamás. —También
sabe que tenemos armas poderosas y devastadoras— expresó el capitán
O’Reilly, ex oficial de la Fuerza Aérea—. Si nos atacan, les daremos jaleo... —prosiguió. —¿Olvida
Ud., capitán, que si las usásemos correríamos igual o peor riesgo que
los atacantes? Ellos podrían
replegarse, nosotros no —replicó
el coronel Goldmann—. Por
fortuna, no está Ud. a cargo de la defensa del Área 59.
Hace tiempo estaríamos todos muertos.
Obviamente,
el aludido se abstuvo de responder al ácido comentario del superior.
Los civiles eran mayoría en dicha base y, entre todos, democráticamente
resolvieron otorgar el mando a un civil; el cual actuaba en base a
razonamientos y no a emociones a las que los militares eran tan adictos.
Las emociones podrían servir para manipular mentes, pero no para
ganar batallas; y, a veces, ni siquiera para empatar.
Los tecnócratas, se lo sabían de memoria. “—El
gobierno de los Estados Unidos de América comunica a los ciudadanos y a
la opinión pública mundial, que no tolerará el aleve ataque contra
ciudades del medio oeste y responderá con todo su poderío contra quienes
fuesen los agresores, con toda seguridad parte del Eje del Mal”. “—Nosotros
los pueblos del continente, no hemos de tolerar el aleve ataque
norteamericano contra nuestras pacíficas naciones; que, si bien disponen
de armas nucleares y químicas, no lo ha sido
con fines de agresión sino de disuasión.
Negamos rotundamente ser autores del ataque al estado de Nevada
ocurrido hace dieciséis horas y que motivara una represalia
irracional contra Canadá, Cuba, México
y Brasil. Seguiremos
informando”. El
general Atlacàtl no se decidía aún a tomar por asalto a la fortaleza de
los tzitzimines, dado el peligro de ser repelidos con grandes
bajas. Tenían armas suficientes, pero no valía la pena acercarse al Área
59, a riesgo de ser detectado y abatido.
Hacía más de diez años
que la sitiaban más de dos mil guerreros aztecas y mayas desde el
sur y otros tantos chiricahuas mescaleros desde el este.
Estaban alertas para atacar pero la prudencia se imponía. Sabían
todos que no se podría desperdiciar hombres en ataques suicidas; pero
también, que los blanquiñosos estaban acorralados y no vacilarían en
caer matando... con sus terribles arsenales tóxicos.
La
gran burbuja aséptica que cubría la base, la protegía del bombardeo cósmico
del sol, que regaba generosamente sus rayos ultravioleta, infrarrojos,
rayos X y gammas, por casi todo el devastado planeta.
También servía para filtrar la atmósfera semicontaminada del
exterior. Sus noventa y pico de hectáreas, estaban aparentemente bien
protegidas y sus alarmas electrónicas
en alerta permanente. Atlacàtl
tenía la paciencia de Ulises ante los muros de Troya
y el ardor de Aquiles ante Héctor; mas ahora no tenía modo de
comunicarse con la base militar que aún subsistía en el devastado
territorio de Tlacaxchitl, antes llamado New México, antiquísimo
territorio de sus antepasados; usurpado primero por los españoles de
Coronado, luego, por los norteamericanos de Zachary Taylor en 1848 de la
Era anterior. Ahora,
eran ellos los sitiadores y los descendientes de los invasores estaban
casi a su merced. Y podrían
seguir estándolo mucho tiempo, de continuar el statu-quo tácito
sin declaración de guerra. Pensó
que debería releer “La Ilíada” a fin de cranear algún presente
griego para vencer a la última fortaleza.
Recordó a Masadá, Alesia, Numancia, Cartago, aunque no en ese
orden y decidió convocar a sus allegados a fin de discutir algún plan
para penetrar en la —hasta entonces inexpugnable— base de los blanquiñosos. Estaba
dispuesto a todo para rendirla, menos a ofrecer víctimas a Huitzilpochtli,
dios de las batallas. Esos
tiempos ya estaban definitivamente perimidos y los templos-pirámides —símbolos
de una teocracia terrorista, caníbal y hematófaga—, estaban en ruinas.
Tampoco haría nada para restaurar la monarquía imperial. Los actuales cakchikelés
y capitanes de guerra y paz, eran electos por mayoría absoluta, producto
del consenso; siendo ello una de las pocas cosas, aprendidas de los guaraníes,
y que apreciaban de los antiguos griegos; aunque sabido es que la tal
democracia helena, era clasista y apenas un juego de la casta pudiente,
aunque ese juego pudiese costarles la vida, como ocurrió al denostador
irredento de la democracia: Sócrates el sabio. “—
El último transporte saldrá en la fecha a las 19:00 horas. Se ruega a
los ciudadanos de Washington D.C. estar
puntualmente para tomar las plazas restantes. Los que perdiesen sus
horarios y tickets, perderían el derecho a ser evacuados de la capital,
quedando a merced de sus propios recursos y medios de autodefensa. El
Gobierno de los Estados Unidos de América, quedará cesante a partir de
esa hora y no habrá autoridad responsable para con la seguridad de los
rezagados. Estén atentos a nuevas informaciones”. “—Los
gobiernos en el exilio de las repúblicas de Panamá y Colombia, amén de
las repúblicas de Brasil, México, Canadá, Cuba y Argentina, han
declarado la guerra a los Estados Unidos y harán todos los esfuerzos para
dificultar a éstos, sus planes hegemónicos. Aún se ignora quiénes
agredieron al estado de Nevada con bombas de veinte kilotones, pero la
reacción de los estrategas norteamericanos fue irracional e incoherente;
y la justa respuesta de muchas naciones solidarias con la nuestra, fue la
de bombardear a los Estados Unidos con todo su arsenal; entre ellos la República
Capitalista Popular de China; la Federación Eslava y los Estados Islámicos
Confederados. Los Estados Unidos sufrieron la destrucción, pero muchos de
sus habitantes sobrevivientes se diseminaron por todo el planeta con
identidades falsas. Sólo algunas bases militares resisten aún, por no
haber sido evacuadas a tiempo. Los
ciudadanos de los Estados Unidos, serán declarados hostiles dondequiera
se hallen”. “—El gobierno ruso en el exilio y la resistencia, denuncia a la República Capitalista Popular de China por la ilegal ocupación del territorio patrio, acaecida desde el veintinueve de marzo de dos mil treinta y dos. Reclamamos el retiro inmediato de las fuerzas de ocupación chinas en Mongolia antes del final del corriente año; caso contrario, atacaremos a todo objetivo chino, en cualquier lugar del mundo”. “—Las
Milicias Patrióticas de los Estados Unidos, hemos declarado la guerra al
gobierno federal, y anunciamos el inicio de las hostilidades; contra
quienes usurparon el legítimo poder del pueblo americano, imponiendo un
gobierno corrupto y enemigo de los ciudadanos... Nuestra dirección en
Internet es http://www.militiamer//.minutemen//.nra.org.
También pueden enviarnos mensajes heliográficos o señales de
humo, si no tuvieran energía para sus ordenadores”. Las
horas pasaban extraviadas, largas y ajenas.
Los atacantes no decidían el momento del ataque y los defensores
seguían alimentando, con detritus reciclados, sus jardines hidropónicos
bajo la cúpula del Área 59, entre bostezo y bostezo.
Pero les quedaba el consuelo de saberse a salvo de los devastadores
rayos
solares y la omnipresente dioxina, que afectarían mayormente a las
fuerzas sitiadoras; aunque éstas tenían trajes protectores.
Por lo menos ellos podían pasear bajo la gigantesca burbuja
sin preocuparse de un posible ataque; que, tras diez años de asedio, se
estaba tornando cada vez más improbable.
De no ser enemigos, ambos bandos bien podrían haber sido
excelentes vecinos y camaradas. El
comandante Thimoxtzin, personalmente, hizo la convocatoria a todos los
jefes de clanes guerreros y sus asistentes de confianza para ver la manera
de penetrar en la fortaleza sin ser vistos ni oídos.
Los chamanes méxica, mayas, apaches y zuñi-anasazis,
estaban citados en razón de su sabiduría y poder. Bor Bukub-Kamé el
maya, pidió venia para comunicarse con los suyos a fin de tomar una
decisión consensuada acerca de la situación. Los Danzantes de las
Serpientes Sagradas, ya la tenían tomada. Es que muy pocos quedaron de
ellos, tras la catástrofe de New México y Arizona (actual Anasazi). Lo único que ansiaban era reconstruir su cultura
varias veces milenaria y nunca del todo perdida. Cada tribu tenía sus
memoriosos que se encargaban de transmitirse entre sí; de generación a
generación, de bocas a orejas, todo el saber ancestral.
Los ancianos conocían la escritura, e incluso más de dos siglos
antes, el hermano cherokee Sequo’y’ah, hubo creado un alfabeto
para las lenguas indígenas del norte; mas los ancianos decían que lo
oral prevalecerá, ya que las memorias de los pueblos están en las bocas
de los pueblos. La escritura relegaría esos anales y mitos a oscuros
anaqueles polvorientos, sólo al alcance de eruditos. Es decir: de necios
con diploma y arqueólogos de las palabras muertas y momificadas. “—La
Confederación de Naciones Islámicas, lamenta profundamente la destrucción
de Libia, Irán, Iraq, Egipto y Líbano a causa de un indiscriminado
bombardeo de la OTAN y se reserva el derecho de réplica con todas sus
armas disponibles. El Gran Satán ha sido barrido de la faz de la tierra e
igual suerte correrán los infieles y herejes occidentales, gracias al
apoyo que generosamente nos brindara la República Capitalista Popular de
China...”. “—
Su Santidad, Petrus Paulus I, lamenta profundamente esta guerra entre
naciones hermanas, que ha llevado al exterminio a regiones enteras en el
planeta, a más de la contaminación química y biológica
remanente...”. “—En
nombre de Su Santidad Petrus Paulus I, quien desapareciera entre las víctimas
de un bombardeo de diez megatones sobre Roma en fecha reciente, lamentamos
profundamente, como cristianos piadosos, esta inicua guerra que no acaba
de terminar...”. —Esta
es la situación, hermanos —inició el general Atlacàtl a sus
interlocutores, jefes y chamanes—.
Casi todos los tzitzimines han abandonado estas tierras de
Abya-Yala. Desde la antigua
Alaska de los lapones, samoyedos e innuit, a las cálidas tierras
de Tzihuahua, los blanquiñosos han emigrado o se han mimetizado entre los
sobrevivientes de estas últimas guerras de media intensidad que tuvimos
en los últimos veinte años. Sólo esta fortaleza no ha sido evacuada en
su totalidad, creo, ya que estaba muy aislada y no recibió los auxilios
ni transportes para abandonarla. Opino que vamos a tener que hacer dos
cosas. O buscamos una suerte de caballo de Troya para penetrar en ella...
o hacemos caso omiso de su existencia dejándolos creer que continúan
sitiados. —Me
inclino por lo primero —dijo uno de los jefes de guerra—. En esa base,
tienen armas terribles que no destruyen, pero eliminan todo vestigio de
vida en muchas millas a la redonda. No podemos darles oportunidad de que,
un día de éstos, resolvieran usarlas contra nosotros. —Creo
que debemos ver el modo de destruir esa cúpula de acrílico inflado que
tienen como protección de la base. Sin ella estarán a nuestra disposición
—exclamó Thimoxtzin el mexicàtl—.
Y no se necesitarían muchos hombres para tal empresa... —Es
peligroso acercarse a menos de dos millas de la burbuja
—acotó Atlacàtl—. Tienen detectores muy precisos.
Barren con scanners de rayos láser toda el área
circundante, para que hasta un murciélago o una liebre puedan ser
detectados y neutralizados. Además,
tienen pequeños autómatas de vigilancia, armados con ametralladoras
apuntadas por radar. Debemos
buscar otro modo. Podríamos bombardear la burbuja, pero
no sabemos pilotar esas máquinas voladoras de los tzitzimines, que
están secándose al sol en el Mojave. Hemos perdido contacto con ellos
hace más de cinco años y no sabemos cómo
penetrar en sus mentes, como lo hacemos entre nosotros.... —Es
que nosotros lo hacemos, con ayuda de nuestras plantas
sagradas y pociones chamánicas, que nos permiten multiplicar nuestras
percepciones
—explicó el veterano chamán maya—.
Ellos sólo creen en el dios Electrón; y, en segundo lugar,
veneran al dios Probeta. El dios Dinero ha muerto. Es inútil intentar
comunicarnos con ellos, como no sea con esos aparatos, cuyo manejo
ignoramos.
Apenas supimos acordarnos cada tanto, de activar esos viejos
registros de voces perdidas durante las cíclicas guerras de aniquilación
parcial. Llegamos a manejar armas de destrucción, pero no la tecnología
electrónica, ni las fuentes de energía, fuera de la solar. A fines del
siglo anterior, uno de nuestros caudillos, el sub-comandante Marcos, mi
bisabuelo, abrió hostilidades contra la pérfida rosca política de México
y aún seguimos dependiendo de nuestra astucia para sobrevivir. Nada más
que la astucia; pese a haber intelectuales en nuestras fuerzas.
Faltan técnicos, que no inteligencia. Gente pragmática,
calculadora, fría y con muchas dudas; que finalmente, son las dudas, las
causales y promotoras del conocimiento. —Creo
mejor dirigir un mensaje hacia Powhathan y ver la posibilidad de que nos
asistiese uno de los nuestros que haya trabajado en laboratorios de electrónica
—exclamó Huinak Xibal el maya. —Supe
que sobrevivieron muchos de los que prestaban servicios en Iron Mountain,
cuyo blindaje y protección les permitiera resistir el impacto de una
bomba termonuclear. Deben
estar aún allí con los otros tzitzimines que no fueron evacuados
por falta de transportes. Dicen que ese refugio era propiedad de un potentado del siglo
XX, que hizo guardar allí todas las fotos, películas e imágenes del
mundo de esa época. —Buena
idea —dijo Atlacàtl. —Hazlo ahora mismo. Iron
Mountain, es un refugio antinuclear blindado, cercano a la antigua New
York, donde la flor y nata de los hombres de ciencias de los antiguos
Estados Unidos de América realizaron un comentado cónclave, acerca de
las bondades y deseabilidades de la guerra y la paz en la segunda mitad
del siglo pasado. Allí adoptaron discutidas conclusiones sobre nuevas
armas. tácticas y estratégicas y la necesidad de dirigir las
hostilidades futuras contra enclaves civiles. Fue uno de los primeros
blancos de los chinos, pero resistió. Y no sólo eso, sino que pudo
dirigir un contraataque relámpago contra toda el Asia, por parte de
misiles submarinos, cohetes balísticos IRBM y bombarderos furtivos,
estacionados en bases móviles. El
ingeniero Daryll Ted Hunter, de ascendencia mohawk, no se decidía
a enviar exploradores al exterior. Aún
podrían persistir los efectos de la guerra y no podrían permitirse
bajas. Los contactos con el exterior eran casi imposibles; y, si bien
estaban equipados para estar muchos años en forma autosostenible (algo se
aprendió de esos locos ecologistas de los 70-80 del siglo anterior),
deberían mantenerse allí hasta que se pudiese salir sin riesgos a repoblar el
continente, devastado por el diluvio de fuego y gases. No
había muchas mujeres en Iron Mountain, como la llamaban aún los
sobrevivientes. Muchas de ellas, incluso habían sobrepasado la edad de
procrear, pero no podían darse el lujo de aumentar la población por
problemas de abastecimiento y subsistencia.
Mas mientras esperaban el cese de los efectos de la radiactividad,
todos envejecían sin poder multiplicarse, salvo que lo hiciesen in
vitro. El
ingeniero Hunter compartía su cubículo con dos ayudantes de su
laboratorio electrónico y apenas disponía de espacio para la crianza de
sus peyotes, cáñamos, psilocibes y algunas plantas misteriosas de
su recetario herborista. Antes de ser ingeniero fue chamán mohawk y de los
buenos, habiéndose aprendido todos los secretos de la flora de sus
parajes nativos... hasta que esas malditas guerras lo acabaran todo. El
Dr. Mill Blackcrow, si bien era experto en varias ramas informáticas y
electrónicas, era además buen narrador de prodigiosa memoria y los
entretenía contando fábulas indias en las periódicas reuniones de fogón
de la base. Su repertorio
parecía inagotable, pese a los muchos años de permanencia en ese
encierro. Este era
responsable del área de armas de respuesta rápida y enlace con la hoy
desierta base NORAD de Mount Cheyenne, ex estado de Washington, al
noroeste, la cual fue tomada de sorpresa por lo que quedaba de las tribus
del norte. Los tzitzimines se negaron a rendirse, contraatacando
con bombas de ántrax y fueron exterminados por los indígenas. Ya nadie
respondía el intercom allí. De
los submarinos y vehículos-lanzadera, nadie supo nunca. Prácticamente
fueron volatilizados o interceptados por los innúmeros beligerantes. Al
no tener interlocutores, optó por realizar cultivos caseros, en los
más o menos ocho metros cuadrados, que disponía para ello.
Al principio, los demás refugiados en Iron Mountain lo miraban de
soslayo. Todos eran carne de laboratorios asépticos y nada entendían de
plantas; incluso muchos creían que eran de plástico, hasta que las veían
crecer por primera vez en sus vidas. Tras
comprobar algunas curas o alivios casi milagrosos lo dejaron hacer. Daryll
Hunter y Blackrow compartían con un tercer compañero y colega de nombre
Daly Sasquatch (Piegrande), tal vez debido a sus prominentes bases pédicas
tamaño 48; quien, aparte de ello, era un excelente investigador de energías
dinámicas sostenibles y no degradantes y un buen camarada además. Esta
vez, no estaban sitiados a causa de que se avinieron a compartir la suerte
de los demás tzitzimines y, aún algunos negros, que medraban en
las cavernosas salas del refugio. Pero también allí, poco podían hacer,
salvo esperar que se redujeran
los índices de contaminación del exterior, antes de salir a
estirar las piernas por el resto del continente. “—La
República Capitalista Popular de China; una e indivisa, ha declarado la
guerra a los estados miembros de la OTAN. Seguiremos informando desde
Radio Asia Libre; estación orbital Tsin-Huoming”. “—Aviones
furtivos, silenciosos y de color negro; fueron vistos merodeando al monte
Shasta en el Valle de Sacramento. Sobrevivientes de un ataque anterior,
residentes en las cercanías del citado lugar observaron la constante
presencia de extraños aviones por la zona. Seguiremos inf... Bzz...biip...pzzz...”. La
fortaleza denominada Área 59 por sus ocupantes, seguía incomunicada,
sitiada... e invicta. Tal vez
los sitiadores no hiciesen los debidos intentos de tomarla porque el
general sitiador no deseaba masacres —que bastantes las hubo hasta
entonces—, sino un justo intercambio con los sobrevivientes tzitzimines.
Una mezcla racial vendría bien para mejorar la sangre y los genes;
sólo que los blanquiñosos no deseaban integrarse con indígenas. Poco se
sabía de ellos en los doce años transcurridos desde el primer ataque.
Tan sólo que había hombres, mujeres y, tal vez niños, que disponían de
medios de subsistencia sostenida, salvo que... no deseasen ser más, por
si acaso. El
capitán Thimoxtzin bebió un largo trago de mescalina con dos peyotes en
sus carrillos, en posición sedente.
Trataría de ir hasta el ingeniero Hunter, el mohawk,
mediante la magia de las plantas sagradas de sus ancestros.
Tardó algo en entrar en trance y salir de su cuerpo, rumbo a Iron
Mountain en forma de un cuervo nagual. Daryll
Ted Hunter sintió un cosquilleo esa noche, como si alguien
intentase penetrar en él; cual si un extraño animal quisiese poseerlo
para ignotos fines. Estaba al tanto de cuanto ocurría hacia el sudoeste y sabía
algo del sitio a la última fortaleza, del extinto gobierno de lo que hubo
sido un gran país, con sus luces y sombras. Conocía la leyenda de Atlacàtl
y sus bravos, pero no concebía el por qué no hubiesen capturado
el Área 59. Debía descansar
un poco para tomar la guardia nocturna contra los merodeadores mutantes
que, de tanto en tanto, rondaban las puertas del lugar; o serpientes
voladoras, que intentaban penetrar por las altas rejillas de ventilación
que conducían a los filtros purificadores.
El refugio se había salvado de dos fuertes ataques mediante su
solidez y subterraneidad. Nada
definitivo. Tras controlar los niveles de radiación y contaminación química
del día, fuese a su cubículo a echarse un par de horas para reponer
fuerzas. “—Los
gobiernos de la Confederación Sudamericana de Estados en el exilio de...bzz...bzz...biiip...biiiip...”. —Creo
que se le está agotando la energía a sus baterías solares —dijo
Tlimoxchi el mexicàtl—. Ya
no retiene información histórica, o quizá, justo ahí les cayó la
bomba encima... —Mejor
apaga esa maldita registradora. Eso
ocurrió hace más de veinticinco años —replicó Thimoxtzin—.
Además, debo informar al general que he logrado penetrar en la
psique del ingeniero Hunter y tengo los canales disponibles para
comunicarnos con Iron Mountain. —¿Y
cómo te fue? —preguntó Tlimoxchi. —Supongo que vamos a poder hacer
lo mismo con los defensores del Área 59. ¿O no? —Entre
nosotros existe cierta facultad psi, mas dudo que los enemigos
tengan predisposición para eso. Pero
tamaña sorpresa me llevé al entrar en una mazmorra a noventa pies de
profundidad debajo del subterráneo del refugio. Encontré un esqueleto
con trazas de haber estado bastante tiempo allí.
Tal vez se tratase de un tipo que fuera secuestrado, tras la
segunda invasión norteamericana a Panamá, en el siglo XX. También otros
esqueletos encadenados, distribuidos en el mismo nivel, casi todos con
restos de uniforme naranja. Seguramente
prisioneros de alguna guerra preventiva de inicios de siglo.
Pude hacerlo sin mi envoltura física, mescalina y peyote mediante,
pero no pude hacer nada, puesto que en ese estado inmaterial, ni el pelo
de una pluma podríamos coger. De
todos modos, di con Hunter y buscará la manera de salir de allí con sus
compañeros. Seguramente deberán utilizar algún protector
antirradiaciones para llegar hasta aquí. Pero tiene la ventaja de que
disponen de máquinas voladoras y las saben pilotar. El Séptimo de Caballería, esta vez está de nuestro lado.
Custer ha muerto definitivamente. ¡Viva Jerónimo! —Siempre
habrá algún general Custer acechando por ahí
—replico su interlocutor—.
Debemos recuperar las reliquias de Jerónimo de la tanatoteca Skull
and Bones, de la antigua universidad de Yale.
No descansaremos hasta que los últimos tzitzimines
abandonen el continente o acepten nuestras condiciones para integrarse con
nosotros. —Algunos
ya lo han hecho —dijo Thimoxtzin. —En Iron Mountain, han compartido
mesa y lecho con los mohawk, crows y Oghlallas sioux, que viven aún allí.
Pero claro, ellos son tecnócratas e hicieron pasantía en universidades.
Nosotros apenas hemos completado ciclos primarios y algunos pocos
de los nuestros llegaron al ciclo secundario. ¡Eramos tan pobres! ¿No
quieres un poco de mescalina? ¿O prefieres el humito? —Me
toca guardia desde la hora meridiana. Mejor ve junto al general que estará
esperando tu informe. “—Las
Milicias Patrióticas del pueblo de los Estados Unidos, asumen el ataque
contra bases de misiles y naves aéreas del estado de Nevada.
Nos reservamos además, el derecho de atacar a toda institución
del corrupto gobierno federal, hasta extirpar el cáncer político que se
ha apoderado del gobierno de esta nación.
Lamentamos que se haya atacado a naciones de este continente antes
de discernir el origen del ataque a Nevada, y las víctimas de las réplicas
de los países atacados... Esto es el origen de una escalada en esta nueva
guerra de secesión. ¡Adelante Minutemen! ¡Viva la Confederación Patriótica!”. “—Los
Caballeros de la Camelia Blanca comunican que se adherirán a la
resistencia armada del pueblo de los Estados Unidos, sumándose a las
Milicias con todos sus efectivos. El
Gran Dragón Imperial de Louisiana, reverendo Forbes, será el capitán
general de nuestro ejército
blanco. Nuestro site
en la red Internet es: www.whitepower.kkk.org.us y solicitamos la ayuda de
todos los hermanos de la nación para combatir contra los invasores rojos,
judíos y negros que intentarán apoderarse de nuestra nación. Llamamos a
los patriotas, a que nos secunden en la noble tarea de lograr nuestra
segunda independencia...”. El
general Atlacàtl el azteca y el capitán Xibalbaktun, de la etnia maya,
recibieron con júbilo la noticia. ¡Los hermanos pieles rojas del norte
estarían pronto con ellos! Traerían sin duda consigo, conocimientos, técnicas
e incluso aparatos voladores, de los muchos que yacían abandonados en
bases desiertas. Tan sólo eso les faltaba para tomar la última fortaleza
que aún resistía en las tierras reconquistadas a los tzitzimines.
¡Loados sean los...! ¿dioses? Mas faltaba aún lo peor. Si los blanquiñosos
se resistían a rendirse ¿los matarían a todos?
El general mexicàtl —pese a la histórica leyenda negra acerca
de los aztecas y sus sacrificios humanos— no deseaba derramar sangre;
que harta fuera vertida en los casi seis siglos de ocupación, sin contar
claro, la efusión anterior a la conquista —entre ellos mismos—
bajo la férula de sus sacerdotes de la muerte. Por
otra parte, la reconstrucción de Abya-Yala era perentoria, aunque la
contaminación era aún muy fuerte y el inmisericorde bombardeo de rayos
ultravioleta —sumado al ultraviolento bombardeo de los blancos—sería
de larga data y la regeneración de la capa de ozono, demoraría por lo
menos una o más centurias hasta la normalización de la misma. Blackcrow,
Hunter y Sasquatch; aprovecharon una noche decembrina con tormenta de
nieve, para enfundarse los trajes presurizados a prueba de radiaciones y
tanques extra de oxígeno, para deslizarse furtivamente fuera del refugio
antiatómico. Trabajosamente se dirigieron hacia lo que quedaba de la base
contigua. Quizá consiguiesen un helicóptero o algún avión Vertol
para trasladarse a Tlacaxchitl (ya se sabían de memoria los nuevos
nombres de las regiones reconquistadas). Tras una hora de búsqueda, por
fin hallaron un aparato en uno de los depósitos subterráneos. Era un
viejo Osprey V-22-Vertol (Vertical take-off and landing)
convertiplano —casi una pieza de museo—, pero sus dos motores aún
estaban semi nuevos; aunque quizá habría que hacerle un mantenimiento
previo, ya que hacía por lo menos veinte años que estaba en los subterráneos.
Sus baterías y neumáticos estaban inservibles pero podrían remediarlo. Comprobaron,
casi con sorpresa, que tenía los tanques llenos de carburante y disponían
de más de mil doscientas millas de autonomía. Si llevasen más
combustible en el aparato, dispondrían del triple, ya que el Osprey tiene
capacidad para veintidós pasajeros, y dos toneladas de carga sin ellos.
Tras una revisión y engrase, decidieron probar los motores en posición
de despegue vertical. No tardó el convertiplano en hacer rugir sus
turbinas como en los viejos tiempos;
y, tras las últimas pruebas, abrieron las compuertas de salida en
el techo del refugio. Apenas
se elevaban, cuando los otros moradores, al notar su ausencia en los
puestos de guardia, intentaron interceptarlos con un misil. Por fortuna
para ellos, el viejo Stinger —ya corroído por los años—
estalló en el tubo de lanzamiento, matando al que quiso dispararlo y a
varios que lo rodeaban. Al percatarse de la inutilidad del intento,
el aparato se hallaba a cinco millas del lugar, rumbo al sudoeste.
Ante el zumbido de la alarma antirradiación, los sobrevivientes
optaron por cerrar las compuertas y volver a su aislamiento sine die. El
viejo Boeing V-22 Osprey se dirigió hacia lo que restaba de New México.
Quizá no llegarían, pero si aterrizaban en algún lugar adecuado y poco
contaminado, podrían reabastecerse antes de proseguir.
Tal vez llegasen a otra base aérea, no bombardeada por ser simples
depósitos de chatarra aérea, para buscar algunos cazabombarderos de
largo alcance en buen estado. Los necesitarían —sin duda— para
reducir a los que aún resistían en la última fortaleza ocupada por
guerreros carapálidas. Según sus cálculos, en las próximas horas habría
un eclipse solar, pero en la latitud en que se hallaban aún, la gruesa
capa de nubes formaba una espesa barrera. Posiblemente, en Tlacaxchitl
hiciera buen tiempo para cuando llegasen y podrían disfrutar del otrora
aterrador espectáculo celeste. El
viejo Osprey apenas daba 240 millas-hora, pese a sus poderosos
motores. Blackcrow consultó su mapa
y señaló un punto en el antiguo Ohio ( actual Tenkswatanah): una posible
base abandonada. De no estar arrasada, les serviría para repostar y tal
vez pudiesen prestar algún jet de combate.
Luego, proseguirían hasta Missouri (Samosett) y luego Oklahoma (Massassoit),
hasta su destino final en New México (Tlacaxchitl). Hora
y media más tarde y casi en el límite del combustible, dieron con la
base abandonada en el estado de Ohio. El diestro piloto puso los rotores
del Osprey en posición de descenso vertical y, tras dar una gran
vuelta exploratoria, pudo observar que, pese a la destrucción circundante
de más de veinte años de antigüedad, la base estaba casi indemne.
Evidentemente, la puntería de los atacantes dejó algo que desear.
Fue en ese momento, en que Blackcrow cayó en la cuenta de que ¡solamente
las ciudades de cierta densidad demográfica fueron destruidas! ¡Casi
nada fue detonado sobre bases militares, y menos aún las secretas!
Allí, sólo se utilizaron bombas químicas y biológicas.
Evidentemente, quienes lo hicieron, buscaron hacerse con un poder armado heredando
las áreas restringidas de la nación. Era una idea horrorosa, por parte
de los terroristas que arrasaran sus propias ciudades... en su propio país.
Todo para que éste atacase a las naciones limítrofes y recibiera una
respuesta automática de los mismos en una típica reacción suicida. ¿Dónde
estarían los milicianos y sus aliados del Ku-Klux-Klan?
Era difícil saberlo... si vivían aún. Después de todo, habían
transcurrido buenos años desde entonces, y nada hubo cambiado. Ahora,
todo era un caos y aún no se sabía quiénes controlaban determinadas áreas.
Era tan confuso el panorama, a causa del colapso de la energía; el
derrumbe de la estantería del sentido común; de la ruptura de todo
principio humanista. El canibalismo en su más salvaje expresión, pero
bajo ropaje cristiano fundamentalista, tomó cuenta del genocidio. Hunter
contempló la hilera casi intacta de más de veinticinco modelos de
cazabombarderos invisibles, bombarderos tácticos y estratégicos,
transportes y estafetas; en silenciosa formación de siniestra geometría
y funesta perspectiva. Casi todos semipreparados para volar, e incluso
para ejercer su maldito oficio de degolladores rituales del dios Marte-Tezcatlipoca. Una
sola de estas máquinas, bastaría para una hecatombe de un lustro del
calendario azteca, en víctimas propiciatorias. El poder letal de
cada avión, daba para despojar a cincuenta mil cuerpos de sus respectivas
almas. Mill Blackcrow se preguntó silenciosamente a sí mismo, cómo la
sociedad azteca pudo mantenerse tanto tiempo en esa tesitura de
canibalismo social. Una sociedad tan avanzada, sin temor a la muerte física
¿cómo pudo soportar a una casta sacerdotal sanguinaria? Era para
volverse loco... salvo que analizase las predicciones de los sacerdotes,
de los fenómenos celestes. Esto último podría ser una respuesta a estos
interrogantes. Los elevados conocimientos matemáticos de una civilización
que ignoró la rueda, la pólvora, y el hierro, les dieron el poder de la
precisión. El cumplimiento
de sus profecías astronómicas (Códice Nuttall), sometió al pueblo a su
dominación, por medio del terror que provocaba el Jaguar Gigante
devorando al sol. La Piedra del Quinto Sol era su arma secreta; el
calendario. Ahora, éste ya no existía. Los medios masivos, mostraron el
poder de las ciencias sobre las supersticiones. Sería imposible que los
aztecas y mayas retomasen hogaño sus antiguos ritos sanguinarios de
inmolaciones humanas. Daly
Sasquatch, se montó en un viejo F 22 Raptor tratando de ponerlo en
marcha. Evidentemente, los instrumentos funcionaban casi todos. Claro
que hubo que cambiarle baterías, neumáticos y hacerle un engrase de
turbinas, pero serviría por lo menos para mil doscientas horas de uso y
abuso. Hunter, prefirió un helicóptero Warhawk de sexta generación;
el cual estaba prácticamente listo para volar, salvo sus baterías. Hasta
queroseno tenía rebosando sus tanques. Quizá dos depósitos auxiliares más
y...¡a entrar en acción! Estaban
a bastante distancia aún de Tlacaxchitl, pero el cielo estaba despejado.
Pudieron contemplar desde sus privilegiadas alturas al eclipse
solar, que en esa latitud fue total. El Raptor
estaba ya lejos y cerca de su destino; los dos helicópteros venían
rezagados, a menos de 220 mph, pero todos pudieron comunicarse por los
aparatos radiales de los vehículos y gozar del espectáculo, que duraría
más de tres minutos y medio, estando ellos en el cono de sombra. Poco
más tarde, el Raptor aterrizaba en la pista del lago seco, como a
tres millas y media de la burbuja. Atlacàtl y sus hombres ya lo
aguardaban expectantes. Ninguno
conocía la lengua del otro, pero se entenderían en inglés o español. Para
sorpresa de los méxica y sus aliados, el chamán Sasquatch no sólo conocía
el quiché y el nàhuatl, sino otras lenguas indígenas regionales. Pronto
pudo entenderse con sus hermanos aborígenes , de paso, desvestirse del
incómodo traje protector antirradiación que lo tenía medio asfixiado. No
tardaron en llegar el Warhawk y el Osprey, con su sinfonía
de rotores y sibilantes turbinas. Ahora
deberían ver dónde conseguir suficiente combustible para un ataque
combinado contra el Área 59 y tomar la fortaleza de una vez por todas.
Hunter sugirió ir a una base de Nevada (Área 51), donde hallarían más
aviones y tal vez un tanker C-17 o C-22. Recordaron haber visto un viejo
avión ruso Mriya Antonov 225, mucho más grande que el más
viejo Galaxy C-5. Tal vez, se lo pudiese cargar con pertrechos y
combustible para acabar con la resistencia de la última fortaleza. El
Dr. Rosenstahl observó el sobrevuelo del F-22 sobre ellos. Su preocupación
subió de decibeles al percatarse, poco después, de que un horrendo
monstruo volador merodeaba las montañas: el helicóptero Warhawk,
cuyo feo aspecto delataba su oficio de serpiente de cascabel de acero y
titanio, de letal picadura y explosivos colmillos. ¿Sería
posible que esos rudos indígenas del paupérrimo New México tuviesen
tales vehículos? Ciertamente,
eran anticuados para la época, pero, a falta de otros más actuales e
inexistentes, valían su peso en plutonio y eran de fiar.
Sería casi imposible que fuesen
cogidos de sorpresa, aunque ignoraba si estarían armados. No
supo por qué, se sintió una especie de héroe troyano. Y este
pensamiento lo acompañó un tiempo, hasta cerciorarse de que no pudiesen
meter un caballo de Troya en la base.
En su base, nada menos.
Se sentía heredero de Príamo. ¿Qué estaría planeando el Ulises
adversario? En el Área 59 no
habían aviones de combate ni helicópteros artillados. Solamente una nave
experimental, cuyas pruebas fueron interrumpidas por el estallido de las
guerras de mediana intensidad de las décadas anteriores. El
teniente Whittle observaba con similar preocupación los preparativos de
los sitiadores. Se preguntó
si no era tiempo de seguir con las pruebas del viejo Aurora,
estacionado en uno de los hangares de la base; criando telarañas y polvo
en su negro y férreo fuselaje. Se trataba de un avión bastante grande,
aunque de altísima velocidad. Nunca se lo hubo probado en combate, ni siquiera simulado. Su
sistema de propulsión consistía en cuatro turbosoplantes y dos poderosos
reactores de ariete o ram-jets para sobrepasar velocidades hipersónicas.
No había en la base pilotos experimentados con dicha nave, pero
era cuestión de decidirse a asumir esa falencia... con los pocos pilotos
—casi ancianos— de los viejos cazas del siglo XX. Daly
Sasquatch, sobrevoló la inmensa cúpula de burbuja que cubría la base a
prudente altura y distancia. Calculó,
con cierta dosis de certeza, que no lo interceptarían ni dispararían
misiles contra el velocísimo caza bombardero; pero no estaban demás
algunas precauciones. Compartía
los sentimientos de sus hermanos méxica de no derramar sangre ni hacer víctimas
gratuitamente; y, menos aún, arrojar misiles de alto poder contra la
pequeña ciudad fortificada en el medio de la llanura batida por los
vientos y erosionada por la polvareda arenosa —que golpeaba como minúsculos
proyectiles eólicos—, lastimando los párpados y la piel, caso de
tenerlos expuestos. Era un
milagro que la gran burbuja no hubiese sido desgastada por la arenilla hacía
tiempo, o quizá la irían reparando de a poco. Sus
compañeros partieron en el Osprey con algunos guerreros méxica a
la abandonada base del Área 56 en Arizona. Tal vez hubiesen aún
por algún sitio, algunos milicianos minuteman o dragones blancos
del Ku-Klux-Klan, renuentes a la rendición o al regreso a Europa como se
les hubo prepuesto tras la destrucción de casi todos los países de la
mal llamada América, invadida por los perros del paraíso con sus
arcabuceros enlatados y sus satanizados ensotanados; con su dios
crucificado, que no acababa de resucitar cada primavera boreal. ¿Qué
porvenir aguardaba a la devastada Abya-Yala, o Nuk’atlán, y al
Tahuantinsuyu de más al sudoeste? Pocas regiones hubiéronse salvado de
la indiscriminada réplica de los Estados Unidos, que a su vez fuera luego
pasado por las armas de los chinos, islámicos, eslavos y sudamericanos. Sólo
algunos países europeos fueron fieles a los carapálidas; entre ellos
Inglaterra, Francia, España, Alemania e Israel. Los demás, descargaron
su furia y arsenales sobre casi todas las ciudades y bases militares de
misiles, aún cuando ya los Estados Unidos estaban agonizantes e inermes.
Lo curioso es que entre las naciones europeas, España y Alemania
fueron las menos atacadas con explosivos de fusión.
Apenas diez pequeñas bombas de neutrones —que sólo despoblaron
esos países, dejando intacto
todo lo clavado y plantado— bastaron, aunque dejándolos terriblemente
contaminados por más de tres décadas... y yermos hasta el presente. “—
...y líbranos Señor de nuestro enemigos, en el nombre del Padre, del
Hijo y del Espíritu Santo; amén.
El cardenal Biancamano, único nuncio apostólico sobreviviente ha
orado en nombre de la cristiandad; en nombre del rebaño de la Santa
Iglesia. Desde
Radio Nuevo Vaticano, seguirá informando desde su nuevo emplazamiento en
la base espacial Pravda, gentilmente cedidas por la Federación
Eslava a los líderes católicos, ortodoxos, judíos y de otras
denominaciones a fin de reiniciar la evangelización de la Tierra.
Por estas ondas, hacemos saber a todos los pueblos sobrevivientes
del holocausto, aún huérfanos
de la Palabra del Señor, que desde los próximos días a confirmar,
rezaremos oficios en todos los idiomas civilizados, en forma integrada con
el Arzobispo Goodnews; el patriarca Sviatoslav; el rabino Elishai Bar Tov;
el pope Athanágoras y el lama Gurpal Döjze. Lamentablemente no pudimos
lograr que un muslim estuviese aquí en los cielos con nosotros, pero
creemos que ya no quedan devotos del Islam en la Tierra. Resquiescat
in Pace. Oremus
runt, Unda manat et cruor: Terra, pontus, astra, mundus, Quo lavántur flúmine!”.* Observaron
al imponente Antonov 225 Mriya (sueño) que estaba estacionado allí,
probablemente desde 2008. El ejemplar fue adquirido por el comando de
transporte aéreo, en pago de deudas de los rusos.
Al principio, lo usaban para abastecer la base ultrasecreta, hasta
que quedó fuera de servicio aunque en estado de vuelo al estallar las
guerras. Sus seis enormes turbosoplantes Lotarev estaban
perfectamente engrasados al punto de reaccionar al primer toque de start.
¡Estos rusos eran mandados a hacer para los aeroplanos dinosáuricos!
Alguien recordó al Sikorski Illya M’urometz de 1912. Aquí,
cabrían perfectamente seis helicópteros
Warhawk, cien mil galones de combustible y sobraba espacio para
algunos repuestos y carga bélica. En poco menos de quince días, quedó cargado y listo para
despegar. El mastodóntico
aeroplano, se elevó rugiendo en susurros con sus seis motores a todo gas.
Los mandos no tenían secretos para los red-skins, además
de tener la indicaciones en inglés arcaico. No tardarían en aprestar los
mortíferos helicópteros para el ataque final. Pero, en tanto, el Mriya
regresó a la base abandonada. Debían aprovecharlo y trasladar cuanto
pudiesen para completar la captura del Área 59. El
Dr. Rosenstahl acudió al mangrullo de la base, a tiempo para ver pasar
rugiendo al dinosaurio volante de color blanco que, majestuosamente cual mítico
Godzilla, se posaría en la larguísima pista de la base, a unas tres
millas de la cúpula. ¿Huitzilpochtli, Tlaloc y Quetzalcoàtl se estarían
preparando a abrevar su larga sed de sangre? ¿Los sacrificarían, caso de
caer prisioneros? ¿serían ofrendados a dioses caníbales y algo desgastados
para estos tiempos? Dios
quiera que no, y fuesen tratados —caso de una derrota o rendición— de
acuerdo a las convenciones internacionales; aunque quizá el rencor de
casi seis siglos de esclavitud, discriminación y pobreza a manos de un
sistema férreo y excluyente, pudiesen afectar la conciencia de los
guerreros méxica sus aliados mayas y otros pueblos, confederados
en la reconquista de sus antiguas tierras ancestrales.
Además ¿A qué tratados invocar, si todo estaba muerto? No
tenía noticias ciertas de actos de barbarie cometidos por los indígenas,
en esta larga guerra de reconquista; salvo cuando acabaran con todos los
habitantes de un cuartel blindado al negarse los sitiados a aceptar las
condiciones de los vencedores, a quienes atacaron con bombas químicas,
siendo a su vez regados con napalm. Pero éste pudo haber sido un
caso excepcional. A la mayoría
de los blancos anglosajones e hispanos se deportó hacia Europa, Asia o
Medio Oriente. Ahora les
tocaría a ellos enfrentar a los sitiadores que, a juzgar por sus
preparativos, estarían dispuestos a tomar el Área 59 de una vez por
todas. El
Dr., Rosenstahl convocó al Estado Mayor de la base; a fin de analizar los
cursos de acción ante los aprestos de los sitiadores. De una cosa estaba
seguro: haría lo imposible para mantener a raya a los agresores cobrizos,
fuesen cuantos fuesen. Por el momento, habría en la base unos diez mil
habitantes en los noventa y dos acres bajo la cúpula de acrílico
inflado. Esta se sostenía mediante un sistema de aire presurizado que
inflara los poros de varias capas de plástico transparente y liviano. Al
alzarse a unos doscientos cincuenta metros de altura, se solidificó el
material rociándolo por dentro y fuera con catalizadores de rigidez. La
estructura, pese a su escaso espesor, era durísima gracias a la forma
semiesférica y daba para resistir el impacto de balas de calibre punto 50
y hasta misiles aire-tierra; pero no resistiría más que eso.
Si eran atacados con bombas de alto poder, la cúpula se derrumbaría
sobre la ciudad-base y la aplastaría con todo y ocupantes; salvo que la
redujesen a curubicas al primer disparo de misiles aire-tierra desde
varios ángulos en forma simultánea. —Estamos
en una situación de emergencia, señores —comenzó el comandante civil de la base. Y luego prosiguió con
voz pausada y serena, pese a las circunstancias—.
El enemigo ahora dispone de su propia fuerza aérea. He podido ver
un carrier ruso de gran porte y uno o dos helicópteros de combate,
probablemente artillados con cañones y misiles, además de un
cazabombardero F-22 Raptor. Probablemente
los hayan conseguido en la base abandonada denominada Área 51 o en alguna
otra, donde hay bastantes aviones estacionados desde las últimas guerras
que hemos soportado. Debo
suponer que el nuevo despegue del Antonov, ha sido para traer más
pertrechos de esa base. Los
he reunido para consultarnos acerca de las acciones de defensa más idóneas;
así como de las posibilidades de un contraataque de parte nuestra.
Habría que sopesar todas las posibilidades; pero, escúchenme
bien: ¡nada de ataques suicidas! Mi propósito es ahorrar vidas en lo posible.
No queremos héroes en esta patriada.
Si tenemos por lo menos mínimas posibilidades de evacuar la base,
hagámoslo sin hacer ruido; aunque es probable que estemos rodeados en
pinzas. Esas montañas a
nuestras espaldas deben estar ocupadas por los oghlallas y los navahos.
O tal vez por los mescaleros chiricahuas, antaño emparentados con
aztecas. Poco sabemos, ya que
nuestra única defensa ha sido el sistema de alarmas y detectores.
Nuestras posibilidades, fuera del avión hipersónico Aurora, son
nulas. No tenemos sistemas de comunicaciones con el exterior; ni servicio
de inteligencia (señaló a varios militares en su entorno); ni logística.
¿Qué sugieren, señores samurais? (se
notó un ligero dejo de ironía en su voz y los militares se revolvieron
unos segundos, algo incómodos en sus poltronas, cual si pasearan hormigas
por sus posaderas). —Deberíamos
discutirlo en grupos de trabajo, si me permite Sr. comandante —sugirió
el coronel Goldmann—. No
teníamos idea de que esos malditos indios tuviesen pilotos o técnicos;
salvo que a recurriesen a los indios de más al norte, que hubiesen tenido
acceso estudios tecnológicos. No
nos cabe otra. Nuestro Estado Mayor sospecha (no queda más que esa
posibilidad, ante las carencias de datos) que se están agrupando aquí,
porque ya no quedan fortalezas ocupadas.
Tal vez hayan masacrado a sus ocupantes... o tal vez se rindieran
simplemente pasándose a su bando, como nos lo ofrecieran en dos
oportunidades y Ud. rechazara de plano.
Y le recordamos, Dr. que fue una decisión inconsulta de su parte.
Ahora, de no funcionar ese avión experimental, que aún no sabemos
para qué fines fuera creado, deberíamos sopesar posibilidades de una
salida negociada. Si a Ud. le parece, claro.
Para eso es comandante... —Entonces,
señores, les ordeno que en la brevedad me informasen de las posibilidades
del Aurora. Es todo por hoy; y redoblen la guardia —con estas
palabras, el autoritario Dr. Rosenstahl dio por terminado el briefing
con sus subordinados. Tres
días más tarde, todos vieron aterrizar una escuadrilla de misteriosos y
silenciosos aparatos que recordaban a los cazabombarderos furtivo F-117; sólo
que éstos eran de color blanco mate por debajo y encima gris claro. Todos
eran del Área 56. En tanto, un equipo de la base estaba trabajando con el
super avión Aurora, casi contra reloj, como si les fuese el
aliento en ello. El
engendro aéreo, pese a su elevada velocidad, no disponía de cañones ni
soportes para misiles. Había
sido construido para experimentar altas velocidades y grandes prestaciones
en cuanto a capacidad de carga útil; pero podría sopesarse la
posibilidad de dotarlo de aviónica y electrónica de combate y armas
lanzables. Todos ignoraban su manejo operativo, excepto el coronel Lindgrën,
un vikingo de ojos celeste-grisáceos y unos setenta años de edad,
sobreviviente del primer combate aeroespacial de 2067, donde debió
defender una base espacial ruso-americana; en la que instalaran a los líderes
religiosos de las principales confesiones, de un ataque de Stratofighters
chinos de la Confederación de Naciones Islámicas. Lindgrën
puso en marcha los motores turbosoplantes del Aurora, y lo dirigió,
rodando parsimoniosamente, a la gran pista aledaña a la base, ahora
utilizada por los sitiadores. Confiaba
en que no se percatasen de sus intenciones antes del despegue.
Luego, no habría aviones que pudiesen alcanzarlo, una vez que
pusiese en marcha los posquemadores y ram jets.
El suave susurro de los turbosoplantes, se confundió con el tórrido
viento salvaje que barría la llanura, cual gigantesca escoba manejada por
enanos traviesos. Casi sin llamar la atención, dirigió el aparato hacia
la cabecera contraria al viento. Los
minutos le parecieron horas, pero al fin logró situarse en posición de
despegue. Llevaba a bordo, además del Dr. Rosenstahl, a cinco pilotos e
ingenieros electrónicos, con quienes intentaría llegar al Mojave y
hacerse de una respetable fuerza aérea. Cuando llegó a la cabecera, ya
venían dos helicópteros Warhawk a por él; no perdió tiempo y encendió los cohetes de
despegue asistido, corriendo estruendosamente por la larguísima pista.
No supo cómo, saltó al aire a casi dos mil millas-hora con un
rugido atronador de cohetes, turbinas y posquemadores al máximo. La forma
del Aurora era casi oval, ya que alas y fuselaje conformaban una
sola unidad estructural. De
todos modos pudo escapar del acoso de los lentos helicópteros, pero a
varias millas de distancia, lo interceptó un cazabombardero trisónico,
antes de que estuviese en su máxima velocidad con los reactores de
ariete. El cazabombardero, tripulado por el ingeniero Daryll Hunter
trepaba con sus dos turbosoplantes a todo gas y casi estuvieron en peligro
de colisión; pero el Aurora, tras pasar rugiendo en picada técnica,
disparó sus ram jets y salió a casi seis mil kph. rumbo al oeste.
En
pocos segundos, era apenas un diminuto punto en el visor del
cazabombardero y quedó fuera de alcance de misiles aire-aire. Hunter
intentó seguirlo, pero pronto se dio cuenta de la imposibilidad de llegar
a la mitad de la velocidad del extraño objeto volador.
En tanto el Aurora emprendía veloz fuga, al menos
eso pensó Hunter, alrededor del Área 59, los tres pieles-rojas entrenaban a los méxica y sus aliados.
Había entre ellos varios guaraníes de la ex Guayana Francesa y
Mato Grosso; algunos Ish’ir del ex-Chaco Paraguayo y Aucas del Ecuador.
Muchos eran meros sobrevivientes a causa de no estar en sus aldeas en el
momento de los ataques; otros, más numerosos, no fueron atacados en sus
tierras por la escasez de armas letales, reservadas éstas para ciudades
industriales y lugares llamados estratégicos por los verdugos de
uniforme. La confederación indígena, representó una suerte de reacción
que al principio se dio —diríase— con brutalidad; hasta que
posteriormente se suavizara bastante. El
Aurora llegó sin inconvenientes al desierto de Mojave.
Silenciosamente se posó en la pista, algo agrietada pero utilizable.
Desde los cielos, los tripulantes y pasajeros divisaron una larguísima
fila de aviones; algunos de la Segunda Guerra Mundial del 1939-1945; aún
recordada por la extrema crueldad con que se perpetró. Según decían las
crónicas escritas, fue, si se quiere, algo personal entre Adolf
Hitler, representante del racismo salvaje, y los judíos; representantes
del capitalismo salvaje y el socialismo salvaje. Por otro lado, las
potencias industriales serían el botín de los vencedores y el planeta
repartido, aunque no tan equitativamente, creándose países que
resultaron rompecabezas políticos, culturales y religiosos. Pero
la brutalidad natural del homo sapiens no admitía comparaciones
con el reino animal; donde el más depredador apenas mata para comer, sin
sentimientos de culpa. Tras
esa gran guerra, vinieron otras, y
otras... y otras; siendo los beligerantes de hoy,
aliados de mañana... o viceversa. De
ahí, la enorme confusión que hubo cuando los Estados Unidos fueron
atacados por milicias rebeldes, utilizándose por vez primera bombas
nucleares estacionarias en una guerra civil. Era, evidentemente, el campo
y la ciudadanía rural fundamentalista, contra las burocracias urbanas
federales. En momentos en que eran atacadas las ciudades de Nevada, la
reacción de los Estados Unidos fue la de bombardear capitales de sus
aliados limítrofes y socios de su bloque continental; pese a que los
Estados Unidos integraba muchos bloques y alianzas extracontinentales. Una
especie de thalassocracia*
globalista con alma de policía, carne de militar, huesos de obreros y
campesinos, aparato digestivo de burócratas de lobby, puños de
hierro, pies de arcilla, cerebro de gerentes y moral de gerontes.
Tal, la descripción de la potencia dominante de fines del siglo
pasado. Sus
antiguos adversarios, figuraban en su lista de invitados de honor a
cualquier cita de negocios; los decadentes estados-satélites de la otrora
URSS estaban alineados con la OTAN, incluida la extinta patria socialista.
El derroche en armamentismo hubo sido tan pantagruélico, que envió
al mazo a varias potencias de polarizadas ideologías de fachada.
En realidad, toda potencia es imperialista per se y lleva el
germen de sus orígenes esclavistas de los que aún no han abjurado del
todo. Japón, por ejemplo; fue invadido por los Estados Unidos en 1854,
bombardeando aquél a Pearl Harbor en represalia en 1941, siendo luego
aplastado y humillado por una bomba atómica, oportuna o no,
en 1945; tornándose luego aliados ocasionales hasta el día Z, en
que volvieron las fricciones y rompimiento diplomático, enterrando la
pipa de la Paz, desenterrando el hacha de la guerra, y lo celebraron comiéndose
palomas de la paz al spiedo maceradas en hojas de olivo. Los
cristianos del sur, especialmente quakers, amish,
episcopalianos, mormones y otros, rechazaron la violencia.
Por esos tiempos, el poder lo ejercían los blancos
minoritariamente; su ética evangélica les impedía matar, aunque
no ordenar a otros cómo
hacerlo. Los misiles salieron de los silos sureños a recorrer el planeta
con sus cabezas múltiples e indiscriminadas.
No es de extrañar entonces, las monstruosas mutaciones que se
produjeran en humanos
expuestos. Y ello, en poco más
de tres décadas después de haber estallado tos a radiaciones y gases no
muy nobles, así como animales e insectos, tras la última bomba, y el
colapso del stock armamentista. “-
Excita quæsumus, Dómine, poténtiam tuam, et veni; ut ab inminentibus
peccatórum nostrórom periculis, te mereamur protegénte éripi, te liberánte
salvari. Qui vivis et regnas cum Deo Patre in unitáte Spíritu Sancti
Deus per omnia sæcula sæculórum. Amen”*. El
comandante Wigwham se sentó en el suelo con las piernas cruzadas apagando
de paso el registrador magnético que recibía y grababa cuanto llegara de
las satelitales alturas.
El rito no lo motivaba ni lo incitaba a la reflexión. Había
recibido un misterios mensaje para que reuniese a su gente en las
planicies del Área 56 para ayudar en el esfuerzo de tomar la base de
Tlacaxchitl, aún defendida por sus ocupantes.
De pronto vio un enorme pájaro blanco de metal, tomando pista
frente al viento, que infatigablemente erosionaba excitando a las arenas
de la llanura. El
enorme jet se detuvo minutos después en medio de filas y filas de
aparatos jubilados tras innúmeras guerras anteriores. Sus huestes estaban
equipadas como para guerrilla rural, pero sus hombre poseían poca
instrucción en las cosas de los blancos. Sabía que debía tomar partido
por los suyos; por sus hermanos, tanto tiempo destinados a ghettos
y reservas de mala muerte y peor vida. despojados de toda dignidad y
derechos, que por demasiado tiempo enterraran el tomahawk guerrero.
Y esta vez, lucharían a muerte.
Los
defensores del Área 59 descendieron en Mojave, en la antigua California,
a fin de requisar cuanto les pudiese servir para la defensa y
eventualmente ataques de sorpresa contra los sitiadores, aunque no las tenían
todas consigo. Ignoraban el poderío de los indígenas y sus intenciones
reales. Sólo sabían con
certeza que el comandante de los guerreros méxica no deseaba masacres ni
efusiones de sangre. Por tal
motivo, el sitio se mantuvo estable y sin actividades bélicas durante más
de una década; sin siquiera escarceos de guerrilla.
Evidentemente,
existían grupos de irregulares que pretendían hacerse de arsenal, aunque
fuese anticuado, a costa de apoderarse de bases.
Los milicianos y los KKK entre ellos; aunque de momento no daban señales
de vida. Tras
recorrer más de dos horas y media, se contentaron con viejos
cazabombarderos de sexta generación, abandonados al sol del desierto.
Los depósitos de la base aún tenían harto combustible, pero para
llevarlo hasta Área 59, precisarían aviones de gran porte, como el que
usufructuaban los sitiadores. Había
es cierto, grandes B-29 y B-36 de viejos motores de hélice y algunos
C-124 y C-130 de turbohélices, pero éstos, aparte de no estar a punto de
vuelo, serían fácilmente interceptados con misiles aire-aire de los Warhawk
que merodeaban su base. Deberían
buscar helicópteros grandes que pudiesen acercarse a su base y descender
verticalmente con carga. Los
únicos que podrían servir para ese menester, eran los Sikorski S-200 o
los rusos Mil Mi-90 de por lo menos diez toneladas de capacidad,
con autonomía suficiente para llegar a casa. Finalmente
hallaron varios S-200 en regular estado, en versiones de transporte y de
asalto. No perdieron tiempo
en ponerlos a punto y atiborrarlos de combustible y misiles aire-tierra
y aire-aire. Tras un paréntesis de casi doce años, volverían a
matar... o ser matados. El
Dr. Rosenstahl se interesó por aparatos de comunicación, aunque deberían
revisar sus baterías y ver generadores de bajo voltaje para éstos.
Fuese como fuese, estaban en desventaja.
Las
eras de castillos y fuertes habían caducado, desde la invención de armas
de fuego y altos explosivos. Ya
no eran arcos, flechas, catapultas y arietes los que acechaban en la
llanura; sino misiles inteligentes y de alta capacidad demoledora.
Un motivo más para replantearse todo.
¿Tendrían razones lógicas para oponerse a cohabitar con los indígenas?
Sólo el orgullo de pertenecer a una raza diferente y que
decía ostentar altísimas tradiciones culturales, lo hacía posible; un
orgullo tan vano como hueco.
Las
salvajes guerras intercontinentales, echaban por tierra tales
presunciones. El blanco, no
era ni más ni menos salvaje que cualquier hotentote africano o cazador de
cabeza del Amazonas. Y ni siquiera el barniz cristiano o rabínico lo
disimulaba. Recordó,
Rosenstahl, que el colapso de la capa de ozono produjo dolorosos y letales
melanomas cancerosos en las pieles rosadas de los anglosajones red-necks
en ambos hemisferios, a causa de las radiaciones solares.
Sin embargo, los hombres de piel oscura resistieron muy bien el
ataque solar. Estos invitaron
a los blancos a mestizar sus razas para transmutar sus genes y adaptarse a
las circunstancias ambientales. Muchos lo hicieron, entre ellos los
hispanos y mal llamados latinos de morena tropicalidad; pero los
blancos arios, especialmente anglosajones y germanos protestantes
fundamentalistas, se opusieron escandalizados, prefiriendo el suicidio a
corto plazo de su raza pura e incontaminada, aunque no menos
bastarda en lo cultural y religioso. Ahora,
ellos, los blancos del Area 59, deberían replantearse esa posibilidad.
¿Por qué no compartir en lugar de disputar? Sin duda, la humanidad estaba bastante diezmada en las
postrimerías del primer siglo del tercer milenio; el mundo debía ser
regenerado y reconstruido; aún a pesar de los dioses raciales de cada
quien. A pesar de los errores
teológicos y antropocéntricos sostenidos como verdades bíblicas por
tanto tiempo. El Dr.
Rosenstahl alzó el brazo, como llamando a sus hombres a reunión. Tras
cortas deliberaciones, Rosenstahl
se dirigió al Aurora, donde pulsó los aparatos de radiocomunicación.
Tras llamar a su base y deliberar con los comandantes interinos,
resolvieron dar por terminada la defensa de la última fortaleza.
Poco después, intentaron comunicarse con el general Atlacàtl a
fin de exigirle garantías de cumplimiento de sus propuestas. Tras
media hora de intentarlo, respondió por los comunicadores la voz del
ingeniero Hunter el mohawk, en excelente inglés. —Aquí
Tomahawk Uno, ingeniero Hunter responde a Area 59. ¿Preparados
para una capitulación, o para la batalla final? —Queremos
hablar con el general Atlacàtl —dijo el Dr. Rosenstahl sin aparentar
ansiedad—. Necesito hablar
con él personalmente, de jefe a jefe.
Estamos dispuestos a entregar la base Area 59; mas necesito sus
garantías de que respetarán a nuestros representados.
Somos casi diez mil hombres y mujeres en la fortaleza. Quizá podríamos
resistir vuestros ataque, pero la situación general del planeta nos
obliga a replantearlo todo... —La
palabra de un hermano nuestro es sagrada
—respondió Hunter, desde la cabina del F-22 Raptor, en
vuelo en esos momentos y que captara la llamada de los defensores que
transmitían desde Mojave—. Si
el general ha dado su palabra, en las condiciones estipuladas antes, lo
hará. Es el caudillo más
respetado y el que tiene más prestigio en toda Abya-Yala... —¿Qué
es Abya-Yala? —preguntó
Rosenstahl, quien oyera esa palabra por primera vez en su vida. —Es
el nombre originario en lengua quiché de este continente.
Luego de la llegada de los blancos, se lo conoció como América,
que desde hoy dejará de serlo. ¿Están en la base ahora? —No.
Estamos en Mojave, rodeados de miles de aviones de combate, tan costosos
como inútiles. Fue al verlos pacíficamente enfilados, que hemos decidido
no proseguir con esta escalada de violencia en la que todos tenemos que
perder. El planeta, pese a
todo el daño que hemos causado, nos necesita. ¿Comprende? —Comprendo.
Pueden regresar tranquilos y usar nuestra pista.
Tiene mi palabra que no serán tratados como prisioneros, si su
propuesta es sincera. No
queremos caballos de Troya en nuestras posiciones.
Lo estará esperando el general Atlacàtl en persona.
Él es bisnieto del mítico sub-comandante Marcos, el libertador de
Chiapas, y tendrá mucho gusto en acogerse a vuestras propuestas, que no
condiciones. Tendrán todas las facilidades para cuanto resolviesen
negociar. “–Vox
in Rama, audíta est, plorátus et ululatus; Rachel plorans filios súos,
et nóluit consolári, quia non sunt...”*. El
capitán Xibalbaktun, apagó el molesto registrador que trajera voces
incomprensibles desde el espacio. Ojalá no regresasen nunca esos
sacerdotes de huecos ritos tridentinos perdidos en el tiempo de infamia y
oscurantismo… ni los degolladores rituales de antaño.
Ahora, debían reconstruir el planeta con ayuda
de la madre naturaleza y, de paso, destruir todas las armas que
quedasen o enterrarlas para siempre. Recordó
haberse horrorizado al contemplar el cráneo de una especie mutante a
causa de las radiaciones. De
no haber contado con protectores, o de no haber estado muy lejos de las
zonas beligerantes, quizá también ellos serían monstruosos abortos de
la naturaleza y la tecnología de la destrucción.
Si bien los mutantes no tuvieron larga vida y se extinguieron a
causa de sus bajas defensas biológicas.
Mas pudo haberles ocurrido a ellos; por fortuna fueron resistentes
a casi todos los agentes contaminantes y fueron poco afectados por las
lejanas guerras. Recordó haberse
horrorizado al contemplar el cráneo de una especie mutante a causa de las
radiaciones. De no haber
contado con protectores o de no haber estado muy lejos de las zonas
beligerantes, quizá también ellos serían monstruosos abortos de la
naturaleza y la tecnología de la destrucción. Por fortuna, los mutantes
no tuvieron larga vida y se extinguieron a causa de sus bajas defensas
biológicas, pero pudo haberles ocurrido a ellos; por fortuna fueron
resistentes a casi todos los agentes contaminantes, gracias, justamente a
no haber estado en ciudades ni ingerido alimentos-basura. Quizá podrían
sobrevivir ellos, en los próximos siglos sin agredirse, dejando en manos
de los justos la resolución de los conflictos. Después
de todo, ni los rostros pálidos eran tan necios, ni los indígenas tan
salvajes, como las barreras del prejuicio habían pergeñado durante
centurias. Para
sellar el pacto, la bella hija del general Atlacàtl: Xochitl (Flor), se
ha desposado con Stern, el hijo mayor del Dr. Rosenstahl en una ceremonia
de estilo maya, aunque desprovista de toda alusión a divinidad alguna de
raza o nación; sino a la gran inteligencia creadora del universo, sin
nombre ni forma. El general y muchos como él, y también muchos blancos, pensaron —y no con poca lógica— que para unir a la humanidad, habría primero que dar muerte a los dioses que por demasiado tiempo sometieran a los humanos a sus caprichos y locuras y a los ignotos e impredecibles designios del cielo. Según
relato de Huinakulli el sabio Por
los caminos de Abya-Yala Concluido
en el uinal 6 K’umku Del
Kin de la Luna Lluviosa del10.089
tun de la era del Sol Agonizante; a
los 24 tun del final de la Gran Guerra Planetaria. 2089 D.C. (era de los titzimines). Según
me relataba mi abuelo, esas ruinas ominosas que convergen sobre nosotros,
como si quisieran hacernos partícipes de sus glorias pretéritas; o
rogarnos siglos que no minutos de silencio en memoria de sus padecimientos
durante la era de las Expiaciones. Éstas, se iniciaron
en el 13 kin del vigésimo uinal de la Luna Cósmica, del
trigésimo tun de la Era del Sol Agonizante, lo que correspondería
al decimotercer día del quinto mes del año 2036 DC (¿después de la
crisis?). Todavía puedo
verlas, ya que la selva aún no se ha apoderado del todo de cuanto resta
de ellas, hasta los días de hoy. Mi
abuelo recuerda las historias de esas extrañísimas criaturas, llegadas
desde el oriente a las que, según relataban sus antepasados, tras haber
sometido a los nuestros durante casi seiscientos cincuenta tun, les
llegó el día de la gran expiación. Las
ruinas que pretenden abrazarnos; fueron abrasadas por el mismísimo Sol,
que, según cuentan las leyendas, descendió de los cielos a devorar esta
ciudad de los tzitzimines llamada, entonces, My’yam, cerca
de los lagos del Okeechobee, en la península de los Seminola situada en
las costas del gran Océano de Atlán y del Mar de los Karaivé. Por
esos días aciagos —decía mi abuelo—, los seminola ya no existían a
causa de haber sido exterminados, por resistirse a capitular ante los tzitzimines.
No recordaba en medio de las brumas de mi memoria cómo hubo
ocurrido la caída del Sol sobre ese lugar.
Llegué a sospechar incluso que tal suceso fuera una leyenda en parábola;
símbolo de algo mucho más atroz de lo que nos pintara el relato de los
ancianos muy ancianos. Lo cierto es que ello pudo haber ocurrido hace muchísimos
tun. Tantos, que están
ya ancianos y decrépitos los recuerdos de las naciones méxica y maya y
camino al casi olvido, de no mediar orejas y bocas, que los perpetuasen
para lo por venir. Los
que han contemplado, aún desde muy lejos, al Sol devorando a My’yam,
quedaron con los ojos muertos a causa del resplandor de una luz ponzoñosa,
pese a la enorme distancia del sitio del suceso.
Leyendas mediante, de bocas a orejas, no hemos olvidado lo
ocurrido. Tenemos,
además, a quienes validos de instrumentos en negro y color, trazaron
sobre láminas vegetales muy delgadas, sus casi mágicos registros —que
hablarán a las generaciones venideras a través de sus esbozos hechos a
mano alzada— silentes pero expresivos y agradables a los ojos.
Yo he aprendido a descifrar tales códices, por crípticos y
oscuros que fuesen. También varias lenguas muertas, habladas y escritas en
los días idos y hoy mudas e inertes; lo que los tzitzimines llamaban
lectura y servía para guardar palabras que recobraban vida
ante nuestros ojos, mucho después de haber sido dichas. Nuestras
antiguas malquerencias entre hermanos, han sido hoy felizmente superadas.
Tampoco existen hogaño los protervos sacerdotes; quienes, en remotas épocas
anteriores a la venida de los tzitzimines de hacia donde nace el
Sol, sacrificaban súbditos y prisioneros ante cada fenómeno celeste,
cada batalla o cada primavera; dioses del buen parto, del maíz y de
cuanto nuestro pueblo precisara para sobrevivir y perpetuarse como tal. Esos
oscuros degolladores rituales, han sido radiados de entre nosotros porque
no pudieron —o no supieron— obtener
de los dioses la liberación de nuestros pueblos de las malignas garras de
los tiranos, de espadas, cruces y sayas negras como sus almas.
Éstos, nos obligaran a adorar a un dios extranjero —clavado en
maderos infamantes por sus mismos fieles— elevado posteriormente a los
altares de sus templos y resucitado cada tun en las llamadas “semanas
santas”. No
hubiésemos tenido otrora temor de ofrecernos voluntariamente a
sacrificio, si éste hubiese sido el precio de nuestras libertades; pero,
ser sacrificados a lo largo de una vida de penurias, y encima encadenados,
fue demasiado para nosotros. Ello ha sido nuestra expiación, hasta hoy. Torné
a observar desde muy lejos, las ruinas de lo que fuera una de las más
impuras rameras del golfo Mexicalli; una de las más prósperas y viciosas
urbes de estas latitudes; una de las más avanzadas discípulas de la
diosa Astucia y del dios maldito del Dinero. ¿Qué secretos gritarían
sus torres semiderruidas? ¿Qué silencios callarían sus amplias avenidas
devoradas por la vegetación exuberante y húmeda? ¿Qué callarían sus
huecas estructuras, donde el lujo y el derroche más descarado
—y más hueco aún— se gestaban en su innoble útero?
Estarían ya descascaradas hoy, con certeza y poseídas por la
naturaleza implacable de la región. La
planta sagrada de nuestros hermanos del Tahuantinsuyu: —la coca—
fue degradada a diversión de depravados, que hollaban las doradas playas
de My’yam con las más siniestras de las intenciones; con el más
abyecto y perjuro de los espíritus y la más horrenda madre de todas las
perversiones refinadas y refinanciadas. ¿Qué extraños sonidos se han
registrado en sus entrañas por medio de secretas fórmulas de tecno-magia,
en aparatos hechos con raros metales y alimentados con fluidos robados al
rayo de Tlaloc? ¿Qué misteriosos conjuros de maldad se hubieron llevado
a cabo en sus protervos templos del oro-papel-plástico malhabido? ¿Qué
dirían sus hoy derruidos muros y templos del Mal, caso de poder gritar
sus ocultas verdades? Muchas
veces, intenté acercarme a esas ruinas de orgulloso pero vano pasado.
Lo he intentado —créanme—, y he sido rechazado por su fauna y
flora de estirpe mutante. Yo,
Huinakulli de Nueva Teotihuakán, no pude ingresar a ese prohibido
territorio de la leyenda. Los
sabios dicen, que aún quedan vestigios de algo llamado morbo atómico
o residuos invisibles en su corrompida atmósfera de malsanas emanaciones,
de inodora fetidez e insípida amargura. Es
cierto. Una fuerza misteriosa me atrae hacia las ruinas y, al mismo tiempo
en que ella se apodera de mí, me rechazan con más fuerza aún. Nunca
pude atravesar una línea de viejos materiales licuados y fundidos por un
calor de cientos de soles; hoy refugio de alimañas monstruosas, que
medran en sus retorcidos bosques mutantes malformados a causa del letal e
invisible veneno de su aliento. En
todo Tehuantepec, ni en el continente entero existió una ciudad semejante
en bellezas naturales, en opulencia, en perversiones sin parangón en los
siglos pasados, en poderío económico y usurario.
No, no la hubo jamás, desde los lejanos días de la ramera del
Eufrates: la alegre Babilonia de los jardines en los altos; la
de los frisos de esmalte, la de los sacerdotes magos del Zigghurath
y las cortesanas dulces como veneno de farmacopea. No. No hubo nada
parecido. La
sucia Nouiark o Niv’iork —no lo recuerdo bien— era quizá más
grande; más contaminada; más triste; más fría; más sucia; pero no más
bella ni más proterva. Hasta la horrenda Lilith asirio-babilónica; la Hécate
griega; el Baphomet templario, la Pomba-Gira africana; el Kurupí gwarán
o los Faunos de la Arcadia, podrían haberse dado cita en sus elegantes
parques, bosques y playas a regodearse en sus impuras bacanales, si
pudiesen hacerlo, o si existiesen por esos días. Cuentan,
los ancianos muy ancianos, que cuando llegaron los tzitzimines a nuestras
tierras, pensaron que eran Quetzalcoàtl y los suyos, quienes regresaran
luego de mucho tiempo a reencontrarse con su pueblo; el mismo pueblo que
tantas víctimas había inmolado en su memoria.
Tarde cayeron mis ancestros en la cuenta, que los recién llegados
entonces eran meros ladrones, con armas, metales y animales desconocidos
por mis antepasados. El
terror se desató sobre los míos con una intensidad nunca conocida.
Y no es que temiésemos a la muerte, ya que, como sabéis, muchos
se ofrendaban voluntariamente —hombres y mujeres—, en la Pirámide del
Sol y en el regazo de Chac-Mol, o en los cenotes sagrados.
No. No temíamos, ni
tememos ahora a la muerte; ni a que nuestra sangre fuese vertida en pro de
la nación. No. Sólo temíamos
a las fuerzas sobrenaturales del cielo; y ni intentos hubo, de huir de ese
destino miserable impuesto por los extraños.
En
esa tesitura, fuimos dominados, poseídos, esclavizados por quienes creíamos
dioses entonces. La Piedra
del Quinto Sol, que regía el tiempo nuestro, fue desactivada y callaron,
botadas al arcón del olvido, nuestras cosas sagradas.
Todo fue relegado al paréntesis de lo superfluo, ante la urgencia
de sobrevivir como fuese. Nuestro
indescifrable calendario (excepto para los sacerdotes), enmudeció casi
para siempre, ya que los clericales verdugos y tzitzimines de piel pálida
y cabellos amarillos, no amaban al Sol, sino a un tal Xetzukrizt,
blanco como ellos, eternamente crucificado y resucitado anualmente para
consumo de las masas. Estos
sacerdotes, de negras vestiduras, que decían despreciar la violencia y la
muerte; que decían ser los únicos emisarios autorizados del cielo; nos
encadenaron a un yugo desconocido por nosotros.
Ayudaron a que fuésemos sometidos con una mansedumbre no digna de
guerreros del Jaguar y del Sol, del Quetzal y de la Luna.
Esos sacerdotes, nos prometieron el cielo eterno y sin embargo,
quemaron nuestros libros sagrados; satanizaron nuestras tradiciones e
intentaron borrarnos de la historia. Esto
último, no lo lograron. Nuestros
cultos prosiguieron en la quietud de bosques; ocultos a quienes usurparan
nuestras tierras, nuestras
mujeres y cuanto perteneciera a nuestra cultura. Para ellos, sólo el oro
y la plata tenían valor. Nuestras
vidas y honras nada significaban para los blanquiñosos de tez pálida,
manos engarfiadas como para
la rapiña, y dientes podridos. Todo
se lo apropiaron para sí, para sus reyes lejanos y ausentes, para su dios
omnipresente y, a veces, omni-ausente.
Ni siquiera nos dejaron el consuelo de morir luchando por la
libertad; apenas teníamos derecho a la tierra de nuestras tumbas... y
nada más. Y no fueron pocas
las ocasiones en que hasta eso nos negaban; dejando a zopilotes, buitres y
caranchos, o a sus perros de presa, realizar las ceremonias funerarias de
quienes morían en las minas, en las plantaciones, en las construcciones,
bajo el vil oficio del esclavo, o en intentos de huida, esparciéndose
huesos y reliquias por las tierras usurpadas, confundiéndose con el
paisaje árido; ya devastado y degradado por los invasores. Netzahualcoyotl,
nuestro chamán y hombre-medicina, ha profetizado que alguna vez nuestros
descendientes volverán a contemplar las antiguas maravillas y las pirámides
gigantes de los Hombres-Jaguar y de la Luna Cortada, aunque ya sin manchas
de sangre. Nada ha quedado de tales tradiciones anteriores a la conquista
de los blancos; nada será
perpetuado en lo porvenir, que nos alejase del camino de la paz, la
solidaridad, las ciencias y el trabajo creador. —Pronto,
muy pronto, debemos poner en marcha las máquinas que nos conducirán al
futuro —me decía el sabio Netzahualcoyotl sonriendo: —Ha acabado ya
el poder de los malvados tzitzimines, e incluso el de los buenos que también
los hubo; ahora renaceremos de nuestras cenizas, aunque debamos aprender
las ciencias muertas que hicieran grande a la civilización de los rostros
pálidos. —¿Cómo
lo haremos? —pregunté al
brujo—. Esa
civilización fue borrada de la Tierra a causa de sus prevaricaciones.
El Sol los ha castigado, calcinando sus impuras ciudades y
reduciendo a cenizas sus libros y sus registros de papel.
Nada ha quedado de ellos que pudiera servirnos de referencia. —Te
revelaré un secreto, si sabes sepultarlo en tu memoria hasta que los
tiempos sean propicios —respondió Netzahualcoyotl. Tras jurarle
silencio perpetuo, salvo autorización en contrario, habló así: —Nuestros
chamanes antepasados, se empaparon de la lengua, literatura y ciencias de
los tzitzimines, desde mucho antes de la caída del Sol sobre sus
ciudades; que en realidad no fuera el Sol, sino la energía del Sol,
contenida en cápsulas arrojadas, desde lejanas tierras, por enemigos.
Ellos mismos causaron su destrucción y esa ciencia maldita, que
permite matar por placer, o simplemente para dar satisfacción a los
instintos suicidas de muchos hombres,
ha quedado guardada en libros y registros que oportunamente serán
develados. Aunque sería
mejor destruir tales conocimientos, aprovechando sólo lo que sirve para
crear belleza y bienestar. No
quisiéramos que se repitiese el nefasto ciclo, que llevara a la humanidad
a la decadencia y autofagia; en la que también nuestros antepasados han
incurrido con sus sangrientos ritos caníbales. Hasta ahora no me explico cómo nuestros hermanos del
pasado hayan podido tolerar tal férula sacerdotal sobre sus cabezas por
tanto tiempo y con tanta paciencia, como corderos ante el matarife.
—Entonces, ¿fueron los blanquiñosos quienes arrojaron fuego
sobre sus propios hermanos, reduciéndolos a cenizas calcinadas?
—pregunté intrigado e incrédulo. —Así
es —respondió—. Cuando
el planeta estaba demasiado degradado y contaminado a causa de los excesos
en la extracción de recursos, intentaron apoderarse de territorios
vecinos poco alterados y no hallaron nada mejor que agredirse unos a
otros. Los antiguos sacerdotes blancos lo llamaban desde mucho antes: Armageddon
o el Juicio Final. Lo hicieron como lo han hecho siempre;
como también nosotros lo hemos hecho por centenares de tun,
capturando prisioneros para sacrificarlos a los dioses extintos y para
comer sus carnes. Tal vez por
ello, fuimos castigados por los hombres del hierro y la cruz; que, si bien
nos dominaron, nos inculcaron la idea o el concepto abstracto del Amor,
con sus hombres de negro; algo hasta entonces desconocido por nosotros.
Es decir, por nuestros antepasados, tan duchos por otra parte en el
arte de leer en las estrellas y en las matemáticas. —Eso
lo sabía —le respondí—. Pero
no lo del suicidio de los tzitzimines.
Me parece una locura. ¿Es
que ellos llegaron a un punto de sus conocimientos de la naturaleza en que
no tuvieron opción de retroceder? ¿Es
que no previeron las consecuencias del desarrollo de tales armas
devastadoras y pretendieron ser dioses y señores de la destrucción?
¡No me lo puedo imaginar! Me
miró con una sonrisa triste, el chamán, antes de responderme finalmente: —Es
que la humanidad nació bajo el signo de la supervivencia, a costa de su
propia especie; del robo, las exacciones y todo tipo de injusticias.
A todo esto, lo denominaban política en los tiempos antiguos, anteriores a sus guerras de
exterminio; que fueran, sin duda, sus últimos actos políticos, o por lo
menos, de ingeniería social. Debes
aprender a leer en la lengua de los blancos, Huinakulli.
Pese a perversiones —a la que tampoco hemos sido ajenos—,
hicieron cosas bellas también.
Enseñaron a nuestros antepasados muchas artes como la escritura
simplificada, la literatura poética y otras habilidades muy avanzadas.
Y, lo que es mejor, las extendieron incluso a las clases populares,
a través de escuelas públicas. Y
lo que no nos enseñaron, lo aprendimos de propia cuenta.
Nociones de unión, de solidaridad; no sólo de glorias guerreras y
esas zarandajas que tantas víctimas propiciaran hasta no hace mucho.
Esto los ha redimido como raza.
Los ha dignificado como seres humanos, aunque no haya impedido su
extinción casi total, al menos en Abya-Yala. —Entonces...
esa vieja leyenda de cuando el Sol se casó con la Tierra ¿es una parábola
acerca de esa guerra estúpida y cruel? ¡vaya!
Creo que no deberíamos enseñar a nuestros niños esas fábulas y
mitos. Ahora conocemos
demasiado de los astros y de la naturaleza para seguir con ese tipo de
analogías legendarias e irreales... —expresé con vehemencia de orador
de biblioteca o necio diplomado en asuntos varios—.
De los pieles pálidas, hemos aprendido algo más que el
pensamiento analógico; el paralógico y el intuitivo.
Somos mayores de edad en cuanto a evolución, y podríamos enseñar
la historia sin crear mitos. ¿No te parece? —No
podríamos hacérselo comprender de otro modo que no fuese con poesía lúdica,
Huinakulli. Además, nuestro lenguaje mítico está pletórico de símbolos
gráficos y auditivos que buscan la síntesis.
Nuestros niños han sido enseñados a amar a su planeta entero y no
sólo a su porción nativa. Poco
podrían comprender, en sus cortos años, de la crueldad y vesanía de los
mayores. No sólo de quienes
eran ajenos a nosotros, sino también de nuestros propios antepasados,
quienes obligaban a dar tributos de sangre a los
vasallos de otras naciones, como si fuesen los amos de la Tierra. No lo olvides. Todo
acto de crueldad, es un crimen y nuestros antepasados con sus emperadores
y sacerdotes, han sido realmente criminales. ¡Ah! ¡qué distintos eran
los señores de Tahuantinsuyu! Ellos
gobernaron sabiamente a sus súbditos, sin otra arma que la justicia.
Y si armas tuvieran entonces, fuera sin duda para respaldar a la
justicia. Que la tuvieron,
pese a la separación de castas y a la magnitud de su imperio.
Los nuestros en cambio, sólo sabían acatar los caprichos de la
naturaleza, sin intentar adaptarse a ella, como los incas; dependiendo aquéllos,
del capricho de dioses imaginarios. —He
oído hablar de ellos —repuse—. Los
llamados incas, no disponían de alimentos de la selva; pero construyeron
en las grandes montañas del sudoeste magníficas terrazas de cultivo,
donde producían patatas, maíz y otras muchas variedades de plantas
alimenticias y terapéuticas. Realmente,
gobernaron con sabiduría previsora y lograron más de cinco
baktun de paz. Fueron
conquistados a causa de que poseían el maldito metal amarillo al que
llamaban el sudor del Sol y el blanco metal denominado lágrimas
de la Luna; pero ignoraban —como nosotros— el hierro, la rueda y
el polvo de los infiernos, que los tzitzimines usaban para matar a
distancia. Algún día
me vas a relatar la historia de esas ruinas que nos rodean y que aún son
reflejadas por el gran Mar de los Atlantes. —Vale.
Algún día de estos te lo relataré, aunque sin poesía ni parábolas,
sino con la verdad cruda, acerca de unas ciudades calcinadas, que guardan
en sus restos los secretos de una civilización de alta y harta ciencia y
muy baja conciencia. Ahora,
Huinakulli, te dejaré reposar, que ha pasado la medianoche y estás
obsesionado con esas monumentales mega-ruinas de My’yam, y mucho más
desde que sabes o crees saber lo que ha ocurrido en eras pasadas. —Gracias
—respondí, despidiéndolo con una reverencia. Este
pensamiento me ha ocurrido acerca de la decadencia de las naciones que en
este mundo han sido: las sociedades que no respetan a sus niños y a sus
ancianos, duro les tocará pagar sus cuotas de olvido e irreverencia.
En los últimos tiempos de las entonces llamadas megalópolis,
estaban superpobladas e insalubres. En
la prisa por hacer acumulación de bienes, descuidaron su salud, más aún
al verse obligados a alimentarse con chatarra biológica tecno. En
las ciudades se llegó al colmo de recluir, a los niños en escuelas
castradoras y mediatistas y a los ancianos, en asilos de triste soledad
acompañada; cuando que el lugar de los abuelos es con los nietos e hijos
hasta su último aliento en esta vida.
Salí del caribal del chamán, dirigiéndome a mis aposentos
situados en una hermosa terraza de rocas. Allí,
tras mascar un botón de peyotl y sorber un trago de mescalina, me
proyecté con la imaginación hacia los meandros de lo interior.
Un universo estalló dentro mío y sentí la expansión del
tiempo-lugar-sueño-realidad. Por
ser iniciado de quinta fase, me fue dado un nagual-águila protector.
Ello me sirvió para remontarme a tiempos ignotos y pretéritos,
desafiando a la perennidad del presente aquí-y-ahora que nos posee a lo
largo de nuestra existencia material. Y, he aquí lo que he visto en esta
sutil travesía en mente-espiritu hacia lo ya sido. Vi
—al horizonte de mi espíritu-nagual—, una ciudad resplandeciente y
extensa, con altas torres de cristal y millones de fanales y veneros de
luz; vi, a lo largo de las costas, como si estuviese en alta mar, cientos
de grandes bloques de piedra artificial con miles y miles de aberturas
iluminadas, como guiñando desafíos al espacio infinito.
Observé una veloz estela luminosa desplomándose desde el cielo,
cual respuesta burlona a los guiños de las luces. Y en pocos instantes,
reverberó un sol estallante sobre el corazón de todo lo construido por
los blancos. Esa luz
enceguecería a todos los ojos carnales que mirasen a su centro; pero la
mirada espiritual de mi nagual-águila, que me proyectara a ese
tiempo, resistió el traidor resplandor de esa bola de fuego-veneno que,
lentamente ya, ascendía a los cielos abriéndose cual gigantesca seta
alucinógena en las alturas. El
estruendo que percibieron mis sentidos espirituales, superaría al rugir
del gran salto del Auyantepuy, en las selvas de más al sur y con más de
dos mil codos de altura. Allí
comprendí la magnitud de ese suceso relatado en parábolas como el día
en que la Tierra contrajo unión con el Sol y volatilizara todo el
gran centro del corazón de la ciudad, envenenando todo lo restante, hasta
muchísima distancia mar adentro con sus invisibles miasmas irradiantes,
aunque inodoras e insípidas. Intuí
que esa enorme masa de fuego desatada sobre muchas ciudades en todo el
planeta, fuera efectivamente provocada por el hombre y no por dioses, como
nos lo enseñaran nuestros maestros parvularios.
El buen chamán, Netzahualcoyotl me lo explicó en breves palabras:
la poesía y la leyenda, sirven para dulcificar cuanto de horrendo tiene
la historia y fortalecer ideas orientadoras; aunque no siempre tal
objetivo es logrado. Seguramente,
los tzitzimines de pálida tez hubieron enseñado, por muchos años
en sus escuelas, que fueron ellos quienes trajeron la verdadera
civilización humanista en este continente; obviando la crueldad con que
sometieran a nuestros antepasados y robaran sus bienes culturales, de los
cuales hubiéramos sido herederos.
También ellos crearon nuevos falsos mitos, como el del mestizaje
voluntario, la evangelización dulcificada y el robo de nuestra cultura,
disfrazados de adaptación o integración cultural, o,
simplemente de cristianización. Por
fortuna, la memoria de los nuestros no se ciñó o limitó a lo escrito.
Mediante esto, pudimos conservar gran parte de nuestros orígenes
en forma de mitos y leyendas; transmitidos ambos de bocas a orejas entre
quienes supieron sobrevivir, durante la larga noche en que los fanáticos
del dios crucificado nos sometieran a sangre, fuego y esclavitud.
Por otra parte, la historia que los blanquiñosos vertieran en
libros u otros registros, no sobrevivió al holocausto solar que redujo a
pavesas humeantes sus millones de libros de historias fraudulentas y
ficciones filosóficas. Nada hubo quedado para atestiguar la verdad acerca
de cuanto ocurriera a los amos del continente.
Pero según nos lo dijeran los sabios, vendrán los tiempos en que
se disiparán las letales radiaciones residuales y se podría ingresar a
las vitreas ruinas, para indagar tales misterios.
Mientras tanto, sólo me queda seguir aprendiendo de la sabiduría
de los ancianos y recordar las enseñanzas de la historia, a fin de evitar
repetir los errores del pasado. Una
de las tantas cosas que he aprendido, tras la iniciación a la edad viril,
es que la ciencia de los sacerdotes antiguos de antes de la invasión de
los europeos, les hubo permitido predecir fenómenos celestes; y tal
poder, supuestamente mágico, lo utilizaron para hacer creer al pueblo y a
los nobles que podían tener la obediencia del cielo a sus tenebrosos
intereses. Incluso, aparte de
arrancar el corazón aún palpitante a los inmolados varones, arrojaban
doncellas núbiles a pozos profundísimos llamados cenotes,
como ofrenda a Xipe-Totec y otros dioses de fecundidad, cosechas y
alimentos. Y nadie escapaba
de este inexorable destino cuando fuese señalado por los sacerdotes.
A tal punto llegó el sometimiento del pueblo a los designios o
caprichos teocráticos, que incluso nobles guerreros e hijas de nobles,
debían ofrendar sus vidas si fuesen escogidos para ello; especialmente en
períodos de paz y escasez de prisioneros.
Y todo ello —según los sabios ancianos—, a causa de la
carencia de proteína animal en el imperio. Sabido es, que el consumo de
carne y sangre, biológicamente torna al que la
consume sanguinario y bilioso.
Y los antepasados nuestros, manducaban con fruición a sus propios
hermanos cautivos, pudiendo nutrirse de otras maneras menos crueles. Los
mayas, en cambio, poco uso hicieron de la carne humana y animal, al
disponer de una gran variedad de vegetales y una mayor superficie de
cultivo. Es decir: sólo en
fechas muy especiales y ante la inminencia de eclípticos fenómenos
celestes, hacían sacrificios casi simbólicos de resinas olorosas de
copal y uno que otro degollado. Para motivar sacrificios teníamos además,
el tlachtli (juego de pelota), creado por los toltecas milenios
antes, en que competían dos equipos que debían pasar una esfera de látex
y cuero, a través de un aro pétreo.
En realidad, más que un deporte —como dirían los blancos—,
era un juego ritual de alto simbolismo cósmico.
La esfera era el mundo, y no debía caer al suelo.
Los jugadores del equipo perdedor, eran los sacrificados, o quien
la dejaba caer al suelo, lo que auguraba desastres futuros. Este
sistema de teocracia tiránica, fue tolerado por centenares de tun y
soportado por nobles y pueblo llano sin rebelión alguna, hasta que, tras
la llegada de los pieles-pálidas, aprendimos de ellos que nada se
conquista sin lucha y mucho menos, el derecho a la vida.
Con la salvedad que nuestros antepasados de la terrible Tenochtitlán,
luchaban por el derecho a la muerte; y tal crimen se pagó con siglos de
esclavitud. Tras
la irrupción del dios blanco, cundió el terror pero también la
esperanza y, con el tiempo, aprendimos a vivir sin depender de los dioses
lejanos y ausentes, sino sólo de nuestros brazos e ideas como siempre
debiera haber sido. Desde
entonces, ya no fuimos aterrorizados por los eclipses lunisolares, ni por
la precipitaciones de meteoritos en ciertas épocas predecibles por cálculos
astronómicos. Tampoco
sobrevivió la casta sacerdotal, exterminada durante la conquista y nunca
más regenerada por el pueblo, —que conoció a través de la poco veraz
prédica de los blancos—, acerca de principios llamados libertad,
igualdad y fraternidad. Nosotros
aplicamos estos principios, una vez conocidos, y nos sirvieron por mucho
tiempo hasta hoy para hacernos comprender que —aún en las más intensa
de las angustias—, nos son útiles para replantear vicios sociales
(antes llamados: tradiciones) y buscar cambios en lo etológico, lo
moral y lo social. ¿Por
qué no habremos sido justos, como los incas, los otavalo, los kuna o los
apaches del norte y los mapuches y gwarán del sur?
Ese error, nos costó caro, por la Ley del Retorno, que, aún hoy,
muchos que se creen poderosos ignoran. Ahora,
tras el colapso mundial, somos libres en una tierra arrasada y en ruinas;
degradada por letales venenos de laboratorios infernales, con sus aguas
impuras e impotables, además de escasas; con sus vegetales mutantes, que
adquirieran características monstruosas e imposibles de describir.
Los animales también trocaron su forma y costumbres —como les
dijera antes— y ahora son casi humanos en cuanto a capacidad de
inteligencia. Esto los hace doble o triplemente más peligrosos. Nosotros, a través de los tzitzimines, aprendimos ciencias
que nos abrieran los ojos; con lo que, sumado a nuestros conocimientos
ancestrales de plantas medicinales, enriquecimos nuestra cultura y ello
nos permite hoy sobrevivir como nación, como confederación y como
especie planetaria. Ahora
pudimos zafarnos fortuitamente del dominio de los blanquiñosos, a los que
en las postrimerías de su hegemonía, se sumaron minorías mafiosas
venidas de Europa, Asia, Africa y una comunidad itinerante, de antigua
prosapia y nula raigambre, cuyo nombre se me olvida. Los
antiguos amos coloniales de la primera etapa de nuestra esclavitud, nos
despojaron de muchas cosas con la libertad; pero miles de ellos se
integraron de buen o mal grado con nosotros mestizándose; aprovechando
entre otras cosas nuestra libertad sexual y carencia de rechazos a otras
naciones. El
daño causado por los encomenderos, mitayos y capataces de mega-haciendas,
fuera tal vez compensado con la educación a la que muchos de nuestros
antepasados pudieron acceder. Perdonen,
hablo en nombre de mis ancestros; los que me precedieron en este lugar, al
que los buenos frailes cristianos denominaban entonces, y con no poca razón:
Valle de Lágrimas. ¡Y vaya si lo ha sido!
Ahora, como os dije, los animales competirán con nosotros.
Podríamos vencerlos aún, pero —de seguir en esta escalada de
mutaciones radiactivas y químicas, su inteligencia podría superar a la
nuestra— con resultados imprevisibles. ¡Tantos millones de años de
evolución para finalmente ser cazados como merienda de algún monstruoso
predador carnívoro! ¿no es desesperanzador este panorama? Cierto
día, decidí viajar a lomo de mi amigo, un caballo mutante (eohippus
giganteus) de gran alzada e inteligencia vivaz llamado Chacmol.
Por fortuna somos amigos de infancia, y, tras proponerle visitar
algunas ciudades al sur del continente que estuviesen poco contaminadas,
aceptó con un suave balbuceo de placer. Tras
comunicar al sabio Netzahualcoyotl mi decisión de investigar lo ocurrido
con los tzitzimines, solicité su bendición y pociones mágicas para los
dolores y penas del camino. Había
sabido por parte de Tahuanti Pachaq, el representante quechwa del sudoeste
de Nuk’atlan, que muchas regiones de los blanquiñosos fueron poco
atacadas a causa de que
—como lo dijeran los invasores mucho antes—
no deseaban quemar pólvora en chimangos.
Una gran espada gótica sisada
de algún museo y una vieja pistola automática, son mis únicas armas
para el viaje. Varias
ciudades del sudoeste no recibieron las letales explosiones solares sobre
ellas, pero ciertamente sufrieron pestes, contaminaciones y otras plagas
que obligaran a sus habitantes a emigrar más al sur o fuera del
continente. Sus ciudades,
aunque en ruinas, son posibles de visitar de tanto en tanto, aunque las
antiquísimas casas estén vacías de vida humana, en muchos casos, sus
archivos y códices aún estarían allí, si bien no del todo intactos. Chacmol,
mi cabalgadura, posee una resistencia a toda prueba.
Muy pronto fuimos cruzando por el istmo de Xihuantepec, rumbo al
sur. Un viejo mapa me sirve
de referencia. Debo
reconocer que gran parte de la toponimia del mismo ya ha desaparecido,
aunque todo ha sido renominado en las lenguas de las naciones
originarias locales. El
caballo mutante, tiene las patas largas como los antiguos camellos; crines
muy tupidas y ¡una alzada de casi dos hombres!
Para montarlo, debo pedirle (con buenos modos, por supuesto) que se
arrodillase a fin de poder enjaezarlo primero y estribar después. Si la cincha le aprieta demasiado, me lo da a entender y
pongo los arreos y aparejos a su comodidad.
Casi podría hablar, de tan expresivo y
comunicativo. Cincuenta
kin transcurrieron de mi partida, cuando parsimoniosamente cruzamos
el antiguo canal; objeto de tantas disputas.
Las instalaciones estaban casi intactas y los antiguos tramos
camineros, claramente visibles, pese al deterioro y al avance de la selva
mutante. Puedo
ver con cierta claridad, aunque a prudente distancia, unas lianas de
singular grosor y fuerza. Si
no fuese por ellas, los grandes árboles de umbrío follaje medrarían
hasta cubrirlo todo. Estas
parásitas, succionan la savia de los árboles más añosos hasta
reducirlos a esqueletos en apenas diez a quince tun.
Pero, si llegasen a cazar algún ser viviente de sangre caliente
con sus tentáculos flexibles, no desdeñarían el bocado, del cual
seguramente asimilan proteínas vivas. Lo
curioso es que, una vez atrapadas sus presas, las mantienen en estado de
animación suspendida o semiparálisis durante el tiempo que tardan en
asimilarlas, alimentándolas mientras con su propia savia. Una suerte de
simbiosis bilateral, aunque nunca se supo qué se siente en tales
condiciones: es decir comidos vivos. No hay quienes —voluntariamente
al menos— se acercarían a estas plantas mutantes para averiguarlo. No
tardo en salir a las costas de lo que fuera la antigua Colombia, nominada
hoy Aukarëndá o “patria de los aukas”, aunque las divisiones políticas
ya no existan hoy día. Reviso
mi bitácora de ruta. A
mi izquierda, al oriente del continente del sur, está la antigua Caracas,
aún intacta, salvo la densa vegetación que debería cubrirla ya. La
antigua universidad Simón Bolívar de esa ciudad, estaba, según decían,
habitada y cuidada por nativos sobrevivientes.
Los tzitzimines que poblaran Caracas, no existen hogaño.
Fueron exterminados por oleadas de gas Zikron-W, arrojados
desde máquinas volantes, aunque nada haya sido destruido, salvo uno que
otro terremoto o aluvión posteriores.
Opto por dirigirme a la extinta ciudad para investigar. Al paso largo de mi amistosa cabalgadura, voy acortando
distancias mientras acullico hojas de coca con ceniza de eucalipto.
Es casi todo el alimento que ingiero durante el viaje.
La planta sagrada de los incas, hubo sido utilizada en los días
que antecedieron a los finales del imperio de los tzitzimines, como
euforizante y acelerador de voluntades, aunque su uso estuviese reprimido
y penalizado. En estado
natural, contiene todas las vitaminas y aminoácidos para la vida.
Es medicinal y alimenticia a la vez, proveyéndonos de minerales y
sales de vida. Casi no preciso de otro alimento vegetal o animal y es
similar al ilex paraguariensis.
Mi caballo mutante, en cambio, devora cuanta hierba puede durante
las obligatorias paradas para mantener peso y fuerza. Fue
en el camino a la ciudad renominada hoy como Karaivëretã, en idioma tupí-gwarán,
cuando fuimos atacados por una bandada de serpientes voladoras, casi en
las costas del Gran Mar de los Karaívëguazu.
Pudimos huir de ellas y tuve que matar algunas, pero las dejamos
atrás muy pronto; una de ellas casi me inoculó su letal ponzoña al
darme un tarascón en los talones, mas mi rústica pero robusta bota
detuvo sus pequeños colmillos tóxicos. Estos
animales son migratorios y periódicamente sobrevuelan las islas del mar,
antiguamente conocido como Antillas o Caribe, en bandadas de hasta
cuarenta individuos de ambos sexos. Son casi inteligentes, pero su sangre
de temperatura variable no les permite mucha velocidad y son algo torpes
en vuelo, aunque en tierra ágiles y hasta dan saltos de diez veces su
longitud ayudándose con sus membranosos apéndices alares. No
hubo otras amenazas durante el viaje, hasta llegar a destino.
Tras hallar la antiquísima universidad, me presenté ante los
hermanos que ocupaban el predio, aunque no el edificio. Simplemente
cuidaban y limpiaban de tanto en tanto sus instalaciones y campus. Allí
se daban aulas de chamanismo y ciencias de la naturaleza a quienes
llegaban para tal fin, aunque no
en el interior del claustro. El
líder, Gwÿràtupão (ave-campana), me recibió amablemente al conocer
mis credenciales. Me sugirió,
además, que me quedase en el lugar un tiempo, asegurándome que los
archivos y códices guardados estarían a mi disposición. —Si
lo que deseas saber, Huinakulli, es el destino de los cueros-pálidos que
en este continente han sido. Conozco
parte de la historia de sus últimas guerras de exterminio. Ponte cómodo
en los aposentos que destinaré para ti y tu amigo caballo.
Supongo que necesitarán ambos un confortante baño frío. Detrás
de tu habitáculo hay un arroyo con remanso para retozar. Agradecí
a Gwÿràtupão su deferencia y le rogué que me hiciese un resumido
relato acerca del misterio de los tzitzimines desaparecidos. —No
hay tal misterio —comenzó—. Nada
más hubo crecido la tensión por el dominio de recursos naturales.
Una vez rebasados todos los tratados y agotadas las instancias de
diálogo, se agredieron sin pensarlo mucho.
Por entonces, los tratados de limitación nuclear, rebajaron algo
sus arsenales, y, con el tiempo, se volvieron obsoletos muchos de ellos.
Muchos proyectiles estallaron en sus emplazamientos; otros en el
espacio y muy pocos llegaron a destino.
Pronto el arsenal se agotó en las ciudades más populosas y mejor
defendidas, por lo que nuestros territorios no fueron objeto de bombardeo.
De todos modos, muchas ciudades fueron víctimas de radiaciones traídas
por los vientos del norte o con lluvias radiactivas.
Mucho estroncio 90, abundante cesio 137, neutrones, tan mortales
como intangibles. ¿Sabes? una explosión de ésas, apenas se siente; pero
los rayos invisibles matan en tres días a un ejército.
Bueno, esa bomba hubo matado a mucha gente, pero dejó intacto
cuanto había de construcciones e instalaciones aquí.
Las radiaciones neutrónicas se disiparon más pronto que las del
cesio-estroncio y... aquí estamos. Si
vieses la cantidad de restos humanos que hallamos en toda esta región.
Especialmente en los subterráneos fortificados de la ciudad. —Espero
que hayan tomado buena cuenta del tesoro científico guardado en este
sitio —dije—. Eso que me has relatado, pese a superar algunas menciones mi
capacidad de comprensión, me aclara muchas dudas, Gwyràtupão.
Espero aprender bastante para ayudar a mi pueblo a reconstruir su
historia, interrupta desde hace seiscientos cincuenta tun, o más. —Espero
que, de ahora en más, no arrojen más vírgenes al cenote ni más
guerreros a Tlaloc, y tendrás toda las ciencias que buscases aquí. —Ya
no somos tan crédulos como antes. Y ello, mal que nos lo pese, se lo
debemos a los tzitzimines. Sus
conceptos de la libertad han calado hondo en nosotros y también los de
igualdad y fraternidad; por más que en sus políticas de conquista hayan
sido algo retorcidas —respondí. —Has
dicho bien. Ha pasado mucho tiempo desde la conquista de Abya-Yala por los
blanquiñosos y sería necio guardarles rencor.
Especialmente si ya fueron tocados por la vara de la justicia
—dijo Gwyràtupão, prosiguiendo—.
Los cueros-pálidos ya son historia, o mito. Su presencia es casi nula, al menos aquí; salvo los
descendientes de quienes se unieron a nuestros hermanos voluntariamente.
Pero sabes que mucho de aprovechable nos han legado. De la república
socialista-teocrática de los Guaraníes-Jesuítas del siglo XVII, hemos
aprendido las artes de la construcción, la administración mancomunada de
bienes, trabajo y recursos y
la visión de Marx, calcada de aquéllos: de cada quien, según su
capacidad; a cada quien, según su necesidad.
Hace mucho que aplicamos eso en nuestras comunidades.
Nuestras leyes y costumbres no escritas, han sido acatadas,
evitando conflictos, mucho mejor que los inútiles códigos escritos por
los blancos y que apenas se cumplían, si no pudiesen soslayarlos de
momento. —Te
prometo que no retrocederemos a la sanguinaria teocracia caníbal
—repuse, recordando sus palabras anteriores—.
Los sacerdotes de Tenochtitlán y, ahora sólo usan el perfumado
copal para las ofrendas. Nosotros
apenas nos encomendamos a nuestras fuerzas y capacidades, sin apelar a
dioses, ni en casos de mucho peligro... por si todo fracasa.
Tampoco somos creyentes ya en dios alguno, más bien dudamos de
ellos, aunque existiesen. Simplemente
los dejamos en paz y los dispensamos de intervenir en nuestros asuntos
terrenales. —¿Quieres
tomar cuenta de tus aposentos y luego proseguimos? —preguntó Gwyràtupão
como dándome un respiro. O dándoselo
él. El enorme campus estaba
bastante bien cuidado por entendidos en ornamentación vegetal. Comprendí que la ciudad en general estaba casi como la
dejaran sus moradores, difuntos de un día para otro.
La vegetación no tenía las mismas características de los
territorios de más al norte, irradiados por las explosiones.
Tendía más a la anterior a la guerra; es decir: más... vegetales
que animales. No había
riesgo de que algún arbusto me tomara como presa comestible, aunque en
las montañas podría haberlos. Tras
varios días en el lugar, supe que casi todas las capitales del sur
estaban en condiciones de ser ocupadas, a causa de que no sufrieran el
terrible bombardeo nuclear. Incluso
la antigua Buenos Aires estaba casi intacta, salvo la invasión de
vegetales; ya los hermanos pampas, ranqueles y otros, estaban tratando de
hacerla de nuevo habitable —aunque sin tanto lujo como, el que hubo
derrochado tanto tiempo como capital de la vanidad del cono sur—,
según contaron. Las
lenguas de los tzitzimines aún estaban vivas y muchos de los nuestros las
hablan hoy, además de nuestros idiomas tradicionales.
Los troncos lingüísticos tupi-gwarán son de uso
corriente, además del quechwa-aymará, náhuatl, quiché y mapuche.
Mis hermanos emplumados del pasado tuvieron a bien registrar muchas
cosas antes de la guerra final. Lo
que les permite hoy a los nuestros disponer e interpretar lo dejado por
los blanquiñosos en lo que resta de sus ciudades.
En ese lugar, depositario del saber perdido, pude reconstruir la
historia, a partir del momento en que las primeras bombas estallaran al
norte y provocasen la réplica del país atacado, el cual disponía
entonces de un arsenal respetable y poco usado. Ello
ocurriera en la segunda mitad
del llamado siglo XXI según
el calendario de los tzitzimines, y se prolongó apenas unos días aunque,
de tanto en tanto, hubo esporádicos bombardeos desde bases situadas en el
espacio, cuando ya casi todos los beligerantes agonizaban bajo las
terribles radiaciones. Nada
pudieron los bunkers y refugios blindados contra ellas, aunque resistiesen
las explosiones. Quizá
el egoísmo humano haya sido el causante de tanta matanza; y, quiera la
conciencia en lo futuro rechazar esta manera de matar a distancia a
quienes no comparten nuestros puntos de vista. Los
sobrevivientes tuvieron tiempo de dejar crónicas escritas y en registros
magnéticos acerca de la hecatombe, antes de caer devorados por el morbo
atómico y las pestes que asolaran al planeta entero y diezmaran a la
humanidad. Muchos tun,
duraron las consecuencias de la guerra y hasta hoy, tenemos vedado
ingresar a muchas ruinas donde seguramente los innúmeros espectros de los
muertos pasean alelados y aún asombrados por lo sucedido con ellos. Gwÿràtupão
me condujo cierto día a las terrazas del edificio principal de lo que
fuera la universidad Simón Bolívar, para observar el entorno.
Las montañas que nos rodean dan una impresión de paz y sosiego,
pero los memoriosos cuentan que las crónicas de finales del siglo XX
registraron la destrucción de grandes zonas de la ciudad a causa de
aluviones torrenciales provenientes de las montañas que rodean el antiguo
valle de Caracas, hoy Karaivëretã. Una
tanda de sonidos como de bronces tañidos llama mi atención. Gwÿràtupão
me advierte que es señal de ataque de mutantes humanos que buscan
alimentos y mujeres, para aparearse con ellas. Bajamos de prisa a defender
el campus. Según me relata
mi anfitrión, los mutantes g’thaz son extremadamente
primitivos e irracionales y sólo poseen armas contundentes, no
representando peligro ante los viejos fusiles heredados de los antiguos ejércitos
locales. Tomo uno de ellos y, tras accionar el cerrojo de carga, corro
hacia donde se produjera el ingreso de los incursores.
—¡Tira
a matar! —me grita alguien.
No dudo en apuntar mi arma a un grupo de salvajes.
Tras la primera ráfaga, retroceden espantados y con gritos
destemplados al ver caer a los suyos.
Evidentemente, su hambre es tanta como para impulsarlos a estos
ataques suicidas. Me pregunto
si no sería mejor darles alimentos o compartirlos, antes que mantenerlos
a raya o reprimirlos cual si fuesen alimañas molestas. Como
adivinando mis pensamientos, Tesayvera, una muchacha gwarán me
explica: —No aceptan compartir nada.
Son salvajes mutantes y, a la inversa de los animales, éstos están
en retroceso involutivo y apenas se manejan con el instinto.
Es una lástima, pero no podremos controlarlos sin hacerles daño.
Sus antepasados fueron víctimas de la dioxina y gases letales que
borraron de sus genes cuanto conservaban de su evolución anterior.
Hoy son como neanderthales, afortunadamente, tienden a la
esterilidad, como si la propia naturaleza los llevase a desaparecer como
especie. —¿Son
descendientes de quiénes? —pregunté a la muchacha. —Curiosamente,
de los antiguos habitantes de esta ciudad. No tienen ancestros primitivos,
como nos llamaban los blancos, sino civilizados. Son descendientes
de los mestizos europeizados del siglo XX al XXI de la era cristiana. Y
cada vez se animalizan más. Mis antepasados, no estuvieron expuestos a
tanta contaminación en los bosques o llanos y a buena distancia de las
urbes. —Es
realmente curioso —comenté—. Y
verdaderamente una lástima. ¿Serán así todos los humanos mutantes de
mi tierra? No he
llegado a poner pie en las ruinas de la antigua My’yam a causa de las
nocivas radiaciones que aún persisten.
¡Quién sabe qué monstruosos secretos guardan en sus entrañas! —La
muerte vive por doquier, aunque parezca un absurdo desatinado
—dijo Tesayvera—. La vas
a encontrar donde poses tus plantas.
Aunque no veas los restos, sus espectros deambulan por pasadizos,
escaleras, frisos, callejones y espacios abiertos, como si intentasen
retomar su vida anterior a la guerra; como si aún no se convencieran de
su abrupto final, a manos de caínes posbíblicos colectivos. Los
hombres mutantes se alejaron, perseguidos por disparos, aunque ya no a
matar. Volví al campus y pregunté por los archivos de la antigua
universidad. Gwÿràtupão se
ofrece a guiarme al búnker donde ahora se halla lo más valioso
que pudieron rescatar. Una
vez allí, contemplo largas hileras de estantes pletóricos de libros,
revistas, álbumes de imágenes y viejos ordenadores desactivados por
falta de energía. Mi guía
me comenta que poseen algunos generadores ociosos y que tal vez, de haber
técnicos en mecánica, quizá pudiesen hacerlos funcionar para acceder a
los registros electrónicos en viejos ordenadores. Deseché
tal idea. Apenas tendría tiempo para investigar en libros... e intentar
comprenderlos; pues que muchos conceptos y tecnologías antiguas están
fuera de mi alcance, salvo que quien los haya comprendido me iluminase las
entendederas. Esos libros, son una suerte de resurrección de culturas
aparentemente difuntas en el cercano futuro; hitos de una elevación de
conciencia de una minoría intelectual, acompañada de un brusco descenso
moral de la mayoría. Pero, si desconocemos las causas de esa declinación,
perderemos el hilo conductor y el evitar repetir la matanza, cometiendo mañana
los errores del ayer. Debo
conocer los orígenes de cada auge, de cada declinación; de cada
sociedad, de todas las naciones y formas de poder que no emanaran de
sacerdotes, alguaciles, pretorianos y verdugos, sino de la ley misma; que
sea expresión de lo justo y no de lo meramente legal; que se legitimice
por su equidad antes que por el número bruto.
No podremos en lo futuro, regir lo que queda de nuestras naciones,
conforme a las tradiciones o a lo admitido de manera forzada por
intereses minoritarios respaldados por partidos ‘mayoritarios’ de
harta cantidad y baja calidad. Debo,
a mi vez, preparar luego una síntesis de cuanto nos aconteciera, con
sentido crítico y sin exaltación de ‘lo nuestro’. Sólo así la
lección nos ha de aprovechar. Durante toda la evolución, los hombres han jugado a
cazadores y recolectores, o haciendo el papel de dioses; adquiriendo
conocimientos peligrosos acerca del arte de matar a distancia y con geométrica
proporción exponencial, a más de letal precisión.
Los cazadores, éramos nosotros, los méxica y mayas; las demás
naciones limítrofes, las considerábamos como ‘recolectoras’ o
simplemente, a sus súbditos como presas de un atroz canibalismo ritual. El
fatalismo hizo pueblos apáticos y rutinarios; creyentes, o mejor: crédulos
y conformistas al punto de la abyección.
Los dioses, convirtieron a los hombres en hipócritas que, ante la
gente decían blanco y en privado hacían negro.
Las castas sacerdotales eran simples verdugos, degolladores
sagrados, o intermediarios fraudulentos de divinidades de dudosa
existencia o legitimidad. Dioses
que exigían sumisión, devoción y sometimiento servil a los designios de
las castas consagradas, o sus comanditarios de la nobleza militar.
Debo sintetizar para nuestros niños miles y miles de tun de
militarización y civilización de la historia humana; de sus luces,
apagones y sombras. Acabo de
leer unos párrafos de un historiador de cierta nación desaparecida del
sur. Pareciera éste un rapsoda de héroes o un aedo de semidioses
encarnados, con entorchados y espadas o plumas para plumerear por encargo.
Los ditirambos, jaculatorias, apologías y excelsitudes prodigadas
a tiranos y rufianes de horca eran más dignos de discípulos de Ganymede,
que de Pallas Athenaia. Debo
encarar la verdad con sentido autocrítico y, créanme, es harto difícil
no dejarse llevar por el entusiasmo chauvinista, escribiendo mitos en
lugar de historia; leyendas en lugar de crónicas, para seguir manteniendo
valores de oquedad casi total en una sociedad cada vez más presa de
corrupción ética. En
esos mamotretos seudohistóricos, se exaltaba o glorificaba a los
poderosos de antaño para justificar las violaciones a la justicia de hogaño.
En este sitio surgieron cultos personalistas y muy poco democráticos;
pero dentro de tal sistema, con un doble discurso, aleve y cruel. Los
pueblos eran culpables, por dejarse arrastrar en tales zarandajas y
adquirir brutalidad en nombre de valores nada edificantes, como el culto a
la guerra o a los caudillos de uniforme. No.
Ahora debo encararlo todo de nuevo, poniendo cada hecho en su justo
lugar; cada protagonista jugando su rol, sin prostituirlo a intereses de
grupos, clanes o tribus. ¿Por qué no sería la Ley quien gobernase sin
intermediación alguna de reyes o caciques? Muchos
interrogantes habría de clarificar en ese lugar casi apacible; de no
mediar las incursiones de los famélicos g’thaz, salvajes y seminómadas. También sin duda nosotros somos mutantes; aunque no tengo
claro hacia dónde dirigirá su saeta la evolución de esta especie, tan
imprevisible como tormenta de verano. Tras
largas horas diurnas de repasar códices y recuerdos de las naciones
desaparecidas, me retiro a mis aposentos para el reposo nocturno.
Las estrellas, rutilando en misteriosos códigos cósmicos, guiñan
sus señales a los avisados; los seres de la noche salen a procurar
sustento, o simplemente acechar, para no perder el compás. Los espectros
de los miles de víctimas inocentes de esa guerra, saldrán sin duda a
deambular en silencio por las escuadras desacompasadas de su antiguo
entorno. Esa noche, soñaría
con fantásticos paisajes de desconocido colorido y exótica textura
visual. Alguna primavera tal vez, tras un larguísimo invierno posbélico;
o un anuncio acerca de inminentes cambios... o mutaciones.
Los vivos colores del panorama, reflejábanse en las mansas aguas y
proyectaba sus luces hacia lo infinito —tal vez el peyotl o la
mescalina, o la sagrada ayahuasqa, fuesen en parte responsable
de tal sueño—, pero despierto reposado e impaciente por volver a los
libros, casi todos en lengua castellana, gwarán, quechwa o náhuatl, por
lo que puedo comprenderlos sin esfuerzo. Unos
cuantos uinal más tarde, estoy casi compenetrado con los acaeceres
del pasado, hasta la guerra final. A partir de allí, hay una suerte de
paréntesis de sesenta y dos tun hasta los días de hoy.
Los sabios de muchas naciones originarias, en solemne cónclave,
proclaman al calendario tzolkin del pueblo maya como regente del
tiempo, pero con la ordenación anual del calendario de los cristianos,
con lo que nuestra historia se reiniciará entre el tun 2086 al
2100 actual de la era de la Nueva Zuvuya.
Busco los nombres de las naciones del continente en los anaqueles
correspondientes a sus libros. Especialmente
el nombre de México. Lo
hallo con viejos volúmenes y mapas donde están aún señalizados los
antiguos asentamientos. Sólo las capitales fueron bombardeadas desde el
norte, pero las demás ciudades sufrieron terremotos y desastres
naturales. My’yam, nuestra región más al norte, en la Península
Seminole, está demarcada bajo la denominación de Península de Florida,
según la nominara un tal Hernando de Soto, tzitzimín de España;
y la ciudad, llevaba entonces el nombre de Miami. Esto, hízome comprender
muchas cosas respecto a los orígenes de los restos ruinosos de cuanto nos
rodea hoy. Me
tomé un día libre y, tras enjaezar a mi montado, salí a dar unas
vueltas por el entorno del Valle de la antigua Caracas. Tesayvera (Lágrima
brillante) me acompañó a las ancas de mi amigo caballo.
Éste, suspiró de placer al poder salir de su encierro de
seguridad, ante el hambre de los g’thaz.
El centinela me ofrece un viejo fusil M-16 cargado para defenderme
de un ataque eventual de los g’thaz mutantes.
Nos alejamos unas millas recorriendo las hermosas laderas de los
montes, pletóricos de árboles de gran porte y plátanos gigantes de
pesados frutos. Me pregunté el porqué de que no se los utilizase. Cada
fruto de esos racimos, tendría el grosor y peso de mi brazo derecho. —Son
mutantes transgénicos y no sabemos los peligros que entrañan esas frutas
—dijo mi compañera de viaje—.
Hasta los g’thaz esquivan esos frutos. Por algo será. —Probaré
uno —afirmé, acercándome a un plátano gigante con un machete afilado.
—No creo que me haga daño. Tras
ordenar a mi caballo que se arrodille, desciendo con mi amiga y de varios
certeros golpes de la cutacha lo derribo. Allí comprobé que no sólo
el fruto era mutante. Una de
las plantas que estaban cerca nuestro, inclinó velozmente su tallo dándome
un duro golpe y lanzándome a varios pies de distancia.
Casi al mismo tiempo, otra arropó a Tesayvera con sus penachos
foliados y a punto estaba de inyectarle su ponzoña paralizadora, cuando
reaccioné instintivamente con el machete y di cuenta del plátano.
Este tardó algo en soltar a mi amiga, mientras goteaba una savia
viscosa y repugnante de color amarillento. Mi
caballo ya se situó a prudente distancia de los plátanos, llamándome
con relinchos y balbuceos. Tras
levantar a la muchacha, corrí con ella a un arroyo cercano, lejos de las
plantas mutantes a fin de despojarnos de la savia maldita, que ya
comenzaba a roer nuestras ropas. También Tesayvera hizo lo propio.
Luego corrí hacia Chacmol y de un salto me situé sobre su lomo
con mi amiga. Hasta olvidé el enorme racimo de plátanos que quedó
goteando su viscosa savia de pungente hediondez.
Creo que debí perder el apetito Al
trote corto salí de ese bosque, lejos de la agresión del plátano
mutante; mas debo reconocer que yo agredí primero. En silencio retornamos
al predio del campus. Estaba escrito: debía seguir aprendiendo que con la
naturaleza no se juega. Torné al sendero del bosque orillero, volviendo
nuevamente a la carretera agrietada por los años.
Mi compañera no dijo nada, pero se notaba su turbación a causa de
lo ocurrido. Era
preferible regresar al campus. Aún
faltaban muchos volúmenes y miles de apuntes que asentaba en delgadas
hojas para mi resumen de todo lo leído. Tesayvera dio en ayudarme a
decodificar muchas referencias a pasados remotos de antes de la conquista
de los blanquiñosos. Tras
casi un par de tun, calculé que ya tenía lo necesario para mis
proyectos, por lo que resolví abandonar el lugar y dirigirme más al sur.
Ésta vez, Gwÿràtupão me ofrece un viejo AK-47 y abundantes
proyectiles del 5.56 para defenderme de alimañas durante el viaje.
También Tesayvera insiste en acompañarme en esta azarosa travesía. Ciertamente,
ahora voy mejor provisto que cuando llegara de Nueva Teotihuakan, y, tras
estudiar los mapas, emprendo el camino en silencio.
Ésta vez, no me dejaré tentar por los frutos sospechosos de ningún
vegetal con más de dos hombres de altura... y la fuerza de cien.
Tras varios uinal, llegamos a un gran río que, según mi
mapa, debe ser el Orinoco el cual me conducirá al viejo Amazonas. Sin
dudar, me aboco a la construcción de una jangada, mientras la muchacha
prepara algo de comer. Estos
lugares no recibieron contaminación, por lo que la naturaleza no se
diferenciaba mucho de la de otros tiempos. Ningún árbol intentó
agredirnos y sólo los insectos nos molestaron un poco.
Tras una refección, nos echamos bajo la fronda a merecido
descanso. La
cabalgata es agotadora, pese a la amabilidad de mi amigo caballo (aunque
él, prefiere que se lo llame Chacmol), el cual nos conduce a paso
tranquilo. Tras dos y medio kin,
tengo los troncos necesarios para la jangada.
Unas fuertes y flexibles lianas me permiten usarlas para armar el
conjunto, lo que me insume otros tres uinal más; tras esto,
debemos aguardar las lluvias estacionales que nos permitirán lanzarnos a
navegar, ya que con mis solas fuerzas no podría botar esos troncos, sino
con la crecida del río. Tuvimos
tiempo de erguir un techo rústico de paja en la jangada, para protegernos
de la intemperie, así como una piedra plana para hacer fuego a bordo sin
desembarcar de ella. Tras los preparativos, aguardamos casi un kin
hasta las primeras lluvias. Mi
caballo se instaló en la parte de atrás, ya que no le importaba mojarse;
Tesayvera y yo, bajo el pajizo techo.
No tardaron las aguas en desbordar su cauce y hacer flotar el pontón
de troncos, a los que maniobré con una pértiga hasta llevarlo al medio
de la correntada. Mapa
en mano, fui siguiendo el curso del río, aunque con dudosa destreza. Debí
calcular dónde desviar al sur en uno de los confluentes que conducían al
Amazonas. La travesía fue más accidentada de lo que supusiera
antes de emprenderla. La
correntada era veloz y los bandazos de la balsa nos tenían como pelota de
tlaxchtli y casi no probamos bocado en el primer tramo, hasta que
cesó la lluvia y, si bien no disminuyó la velocidad, superamos los
turbiones violentos y nos nivelamos bastante. Dejé
que el instinto —más que los mapas— me guiase en esta aventura.
Tesayvera, dormía plácidamente luego de tanto sobresalto, como si soñase
con una carrera de nubes en el horizonte.
Intenté llevar el rumbo con la pértiga y tratando de mantener una
dirección, ya que a veces girábamos como hoja al viento. Por fortuna tenía
bastantes hojas de coca y pudimos prescindir de otros alimentos que no estábamos
seguros de retener en nuestras entrañas a causa del balanceo mal
disimulado de nuestra precaria embarcación. Tesayvera las hubo probado
por primera vez y, si bien le supieron algo amargas, acabó por tomarles
el gusto; aunque le disgustaba el alcalino sabor de la lejía de ceniza. Tras
varios uinal de travesía, vimos un recodo en la embocadura de un
afluente que vertía aguas hacia el sur, y hacia allí dirigimos la
jangada. No tardamos, pese a
la correntada, en llegar allí, donde resolvimos acampar hasta
orientarnos. Tras hallar un
lugar alto y a salvo de sorpresas, intenté hacer fuego con un pequeño
yesquero heredado de las civilizaciones muertas y con su depósito de gas
butano casi lleno. Gwÿràtupão
me había obsequiado varios para la travesía, y bien que servían.
Cuando nuestro fuego lengüeteaba alegremente una caldera con agua
de hierbas para tomar mate (costumbre que adquirí en Karaivëretã),
antes de preparar algún alimento, fuimos rodeados silenciosamente por
varios hombres semidesnudos de hosca mirada.
Uno de ellos se adelantó y, señalándome la jangada, preguntó en
guaraní con acento amazónico: —¿De
dónde vienes con eso? —aunque no lo dijo en tono amenazante, sino de
curiosidad, señalando a la jangada y a Chacmol.
Quién sabe desde cuándo medraban en la selva sin contacto alguno
con otro ser humano semicivilizado. Le
relaté, en mi pésimo conocimiento de la lengua, con ayuda de Tesayvera,
de nuestro lugar de procedencia y el origen de la muchacha y mi bestial (¡perdón
Chacmol!) cabalgadura. A mi
vez, le pregunté acerca de cuanto supiera de la última matanza entre los
blancos y el modo de llegar al Amazonas o Gwyra’y Guazu (Gran-río-de-los-pájaros),
como lo llamaban los reconquistadores tupí-gwarán. —No
sabemos nada —comenzó el hombre de la jungla con parsimonia—. Hace
mucho, mucho tiempo que vivimos en paz, desde que las voces del aire
enmudecieron para siempre. Mis
bisabuelos, traían de Manaus unos aparatos que permitían oír música de
los blancos y voces en su lengua. Luego,
callaron misteriosamente como si todo se derrumbara de una vez.
Nos escondimos en la selva, pensando que el veneno de los blancos
nos haría mal, pero hasta ahora no nos enfermamos y seguimos en este
lugar. —¿Podrían
acercarse a compartir nuestro mate? —pregunté,
aliviado de no tener que enfrentarme con ellos.
En silencio se acercaron a rodear la hoguera.
También ellos disponían de yerba mate y elementos del uso.
Poco más tarde, estábamos todos celebrando el encuentro entre
hermanos originarios; aunque algunas pifiadas lingüísticas de mi parte,
les causaron hilaridad antes que malestar.
Es
que el náhuatl y el quiché, mis lenguas, son bastante diferentes al
guaraní amazónico, y, seguramente, lo sería aún más al de los pueblos
del sur. He aprendido el
idioma en la región Caribe (Karaivé), pero con un ligero acento chévere,
heredado tal vez de los afroamericanos de la era de la esclavitud. Tras
varias horas lúdicas con los txurracamães y xavantes, llegaron algunas
mujeres de su clan, con frutas y alimentos de caza ya preparados. Supe que
estábamos en la desembocadura del río Ka’urã, el cual, debíamos
remontar hasta el río Branco, aún no renominado, que desemboca a su vez
en el río Negro, el que llega hasta Manaus (actual Távaguaçu) en la
cuenca del Amazonas. Relaté a los cazadores, acerca de las últimas
grandes guerras que aniquilaran las ciudades de los blancos y mi interés
por investigar las causas de dichas guerras.
También insinué la manera de confederarnos todos los originarios,
para reconstruir nuestras naciones en una nueva era de paz y respeto a la
naturaleza. Todos aceptaron
de buen grado la idea y me aseguraron que hablarían con otras tribus,
antes enemigas y ahora hermanadas por lazos de sangre y parentesco, a fin
de ver la manera de lograr repoblar el continente sin desangrar bosques ni
abusar de la tecnología contaminante de los extintos civilizados. Tras
despedirnos emocionados de nuestros hermanos, nos hicimos nuevamente al
agua. Ésta vez, con mástil y velamen de pirí (tejido
de totora) para poder remontar el río Ka’urã. Estábamos en las
antiguas fronteras de la ex Venezuela y Brasil. En nuestro trayecto, pasaríamos
cerca del gran salto de Auyantepui de casi dos mil codos de altura. Calculé, en ojo, que tardaríamos varios uinal en
llegar a Távaguaçu, la que seguramente estaría habitada, aunque no por
blancos. Según
los informes, recabados en mi viaje anterior, Manaus fue bombardeada con
gases tóxicos que en pocas horas aniquilaron a la población en muchas
millas a la redonda, e incluso millones de animales y peces, en lo que
fuera la mayor factoría de tecnología del extinto Brasil, alimentada por
el Japón, cuyo destino aún ignoramos a causa de la ruptura en las
comunicaciones. Sin mayores
contratiempos, fuimos acercándonos a nuestra primera meta en el sur del
continente, pese a algunas lluvias ocasionales. Según dijeron, sólo al sur del Brasil alentaban aún
los blancos sobrevivientes del holocausto, especialmente en Río Grande,
Paraná y Mato Grosso austral, los cuales conservaban aún sus toponimias
respectivas… y su racismo irracional. Por
fortuna, los vientos del norte fueron propicios y pudimos llegar al río
Branco, que ahora discurría hacia el sur, como tributario del río Negro.
Pasarían muchos tun, antes de que estas regiones tuviesen
nuevas toponimias en lenguas nativas, pero por ahora, no había apuro por
corregir mapas. Sin saber cómo ni cuándo, Tesayvera fue mi mujer —como
quien no quiere la cosa— y colaboradora más eficaz, durante este viaje
que estoy relatando. Creo
que pudo haber sido durante la travesía Orinoco-Ka’urã-Río Branco. No
lo recuerdo bien a causa del tiempo transcurrido desde entonces.
Sólo sé que ella me ayudó bastante en el manejo de la jangada,
ya que tenía experiencia en alta mar en el antiguo Caribe. Tras mucho
tiempo de navegación, pudimos entrar en el río Negro, gracias a los
tupinambá del lugar, denominado Roraima en mi mapa, ya en territorio del
antiguo Brasil, ahora seguramente bajo otras denominaciones.
Unas millas más, y llegaríamos al cruce río Negro-Amazonas, a la
antigua Manaus. Tesayrvera
estaba cada vez más bella, quizá por el esfuerzo, bajo el ardiente sol
tropical, de guiar conmigo la inestable jangada a la que debimos atracar
para reparar y cambiar algunas lianas podridas por el agua. Durante
nuestra parada en el sitio, antiguamente nominado como Archipiélago de
las Anavilhanas, un grupo de islotes del río Negro, nos visitaron
cazadores y pescadores atraídos por el velamen de nuestra embarcación.
Tras interiorizarlos en portugués
acerca de las razones de nuestra travesía, me informaron que la antigua
Manaus estaría no muy lejos, al sudeste; siguiendo el cauce del río
hasta su desembocadura en el Amazonas.
La antigua ciudad estaba algo cubierta de maleza y árboles
gigantes, aunque algunos lugares estaban habitados por descendientes de indígenas y
mulatos mestizados. Tal vez, luego de visitar Manaus o Távaguaçu, podríamos
salir de nuevo al mar por el delta de Marajó regresando a nuestro país
por la costa Karaivé, o en su defecto seguir hasta el Madeira y
remontarlo hasta el Mamoré para ir hasta el país de Tahuantinsuyu en las
antiguas Bolivia y Perú. Ya veríamos. Primero debíamos llegar a Manaus
y no sabíamos con certeza qué pasaba allí, y tampoco lo sabían
nuestros informantes tupinambá. El bombardeo de Manaus pudo haber
producido mutantes y era mejor estar en guardia.
Chacmol estuvo quietecito durante la travesía y sólo estiraba sus
largas patas en las paradas nocturnas. Ya no navegábamos de noche, desde
que una enorme lampalagua mutante casi me deja viudo. Fue
en una de las curvas del río Negro, cuando me acerqué a un islote para
revisar las lianas de la jangada, el enorme reptil trepó de pronto por la
pértiga que Tesayvera manejaba en esos momentos. Su grito me alertó, e
instintivamente tomé la pesada espada gótica que me regalara
Netzahualcoyotl. Al salir a
popa de la balsa, ya el reptil aprisionaba a la muchacha con sus poderosos
anillos, apenas dándome tiempo a cortarle la cabeza y dar mandobles
contra su pesado corpachón de más de seis hombres de longitud y el
grosor de uno. Tras dar
fin al animal, reanimé a mi mujer y suspiré aliviado al comprobar que no
tenía huesos fracturados a causa de la presión de la constrictora.
Desde
esa noche, procuro hacer un alto, con las debidas precauciones.
Entre ellas, la de hacer grandes hogueras para desanimar a
predadores nocturnos de tierra firme.
Caso de llegar a la antigua Amazonia
andina, tal vez podríamos explorar Cuzco, Majchu Picchu o Lima y salir
luego por el litoral del Pacífico hasta el país de los otavalo (antes
llamado Ecuador) y retornar. En tal caso, debíamos buscar algo más sólido
para navegar que una frágil jangada de troncos. Manaus
ya estaba escondida por la tupida selva y casi pasamos de largo ante ella,
si no fuese porque sabía que se encontraría en la misma desembocadura
del Negro. Muchas piraguas de troncos y cachiveos recorrían esas aguas
verdosas y pletóricas de vida, pese a la contaminación aún latente. Sólo
rogaba para que no me mordiesen pirañas, mutantes o no, que según los
indígenas del lugar tenían casi la longitud y peso de medio hombre... y
el apetito de varios. Por
fortuna, nada pasó y, tras poner pie en el derruido muelle del antiguo
puerto amazónico, respiré aliviado.
Muchos indígenas estaban allí aguardando nuestra llegada,
alertados tal vez por los tupinambá. Exultantes, viriles, guerreros a más no poder, como podando
láminas de la pesada atmósfera para ambientar la recepción. La jangada
apenas tenía resuello para atracar, que sus lianas ya estaban prestas a
deshacerse como palabras al viento. Los
guerreros no hicieron ademán de remembranzas bélicas, pero tampoco sus
expresiones eran demasiado amigables, como para sugerir honores a extraños
vestidos como los blanquiñosos de antaño.
Falsa fue mi apreciación. Warhao el jefe del clan, no sabía sonreír
a causa de una especie de platillo que tenía incrustado en el labio
inferior, pero le daba aura de mando.
Con
un ademán gentil y excelente portugués de culto linaje, nos endilgó un
ríspido discurso de bienvenida que me supo a hierba fresca. Hacía
bastante que no hablaba el portugués que aprendiera en Nueva Teotihuakán,
y estaba un poco cerrado de orejas; para
mi sorpresa, Tesayvera le respondió agradeciendo la bienvenida y rogando
venia, para investigar en los depósitos del saber que hubiesen sido
ahorrados a la destrucción. Luego,
fuimos conducidos con ella y Chacmol a un elegante aunque algo deteriorado
edificio, que antaño perteneciera al gobernador del Estado. Varios
kin pasamos, con mi mujer y colaboradora, revisando libros de las
muchas bibliotecas de la ciudad, primorosamente cuidados por los guerreros
guardianes del saber. Quienes, a pesar de su desnudez aparentemente
primitiva, no desmerecerían formar parte de alguna academia de letras o
de ciencias. Tenían
bastantes conocimientos que me sirvieron para ir atando los hilos de la
compleja trama de la historia de nuestros sufridos pueblos y de los
tiempos del post-cabralismo, en esa enorme porción del continente,
llamada en pretéritos tiempos: Brasil.
Había entre ellos xavantes, kaiowás, tupinambás y de muchas
otras naciones australes, casi todas de tronco lingüístico tupí-gwarán. Tras
mejorar —con ayuda de Tesayvera— mi deficiente portugués, fui
interiorizándome de los pormenores de cuanto deseaba aprender.
No desperdiciaría tiempo en lecturas superfluas, que muchas había;
dándome maña para separar el trigo de la paja y hacer los apuntes para
mi síntesis. Cinco
uinal nos llevó recuperar las memorias perdidas; tarea en la que
también estaban enfrascados los guardianes de viriles atributos
plumarios, cuya sapiencia me llenó de satisfacción, y pude comprobar que
mis hermanos no estaban del todo descaminados en cuanto a mantener su
identidad, aunque sin renunciar al saber universal. Mis
anfitriones me dieran a probar virola y ayahuasqa a fin de
ajustar mi mente a los desafíos del futuro y conectarme con otras
realidades. Por mi parte, compartí con los chamanes amazónicos algunos
botones de peyotl que llevaba en mis alforjas.
La ayahuasqa me abrió la percepción de lo pretérito y lo futuro,
así como me permitió proyectar mis pensamientos a Nueva Teotihuakan,
hasta la mente de Netzahualcoyotl, el cual pudo percibir mis mensajes, así
como yo los suyos cual vulgar onda-vía-satélite. Tras
informar cuanto estábamos investigando, me relató su encuentro con
hermanos de más al noroeste, mescaleros, sio ux, chiricahuas y navahos
que estaban emigrando en busca de tierras feraces hacia el sur, tras la
reconquista de todos sus territorios, y, que también estuviesen libres de
contaminación y especies mutantes. También
me relató la reconquista de la última fortaleza de los territorios del
norte, denominada Area 59, por parte de los aztecas, mayas apaches y otros
de nativa prosapia. Lo hizo
con lujo de detalles como para que lo asentase en mis apuntes de viaje. Por
mi parte, le informé que estaba en tren de poner fin a mi estancia en
Manaus-Távaguaçu y probablemente iría hacia poniente, a
Tahuantinsuyu, tras lo cual retornaría a Karaivëretã, antes de retornar
a mi nación de Nueva Teotihuakán. Un
uinal más tarde, abandonaba Manaus remontando el Gran-Río-de-los-Pájaros
hacia el sudoeste. Una jangada de mayor porte, tripulada por
seis guerreros-guardianes —que me acompañarían hasta el
nacimiento del río—, era nuestra nueva nave.
Por mi parte, estaba tranquilo.
Evidentemente, pese a las distancias y dificultades, estaríamos
comunicados entre nosotros para la ciclópea tarea de regenerar la Tierra;
y también de moderarnos, a fin de no retornar al pasado de depredación y
derroche de recursos naturales. Tardaríamos
bastante en llegar a Iquitos y de allí remontar el Ucayali, desde donde
tentaríamos llegar hasta el Cuzco, en piragua o a lomo de Chacmol. En
Iquitos, cabecera del Gwÿra’y’guazú, el antiguo
Amazonas de Orellana, nos despediríamos de nuestra escolta, los cuales
regresarían a Manaus por la misma vía fluvial.
Quedamos librados a nuestros propios recursos; aunque, según nos
dijera el cacique Warhao, tendríamos buena acogida en los altos montes
del oeste, por parte de los descendientes de los incas, los aymará y los
mapuche, ahora integrados en una sola nación soberana. Esta debería, en
lo futuro, agruparse a otras hasta lograr ser todos nosotros uno en
millones. Supe
que muchos de éstos, sabían conducir las viejas naves que pertenecieran
a los blancos, quienes apenas comenzadas las hostilidades se refugiaran
entre los indígenas o perecieran en las ciudades a causa de la dioxina y
gases letales; aunque habían unas pocas colonias aisladas, mucho más al
sur de la antigua Patagonia chilena, donde los tzitzimines permanecían a
la espera de retomar el poder. Cosa
dudosa sin auxilio externo. Éstos, descendientes de alemanes nazis, no
deseaban mezclarse con los nuestros y a causa de permanecer aislados y
practicar la endogamia, se estarían degenerando biológicamente.
Pues, sabido es, que las mezclas étnicas son buenas para la sangre
y la evolución, no así lo otro. Por
otra parte, el agujero de la capa de ozono provocó entre los blancos puros,
mortales melanomas de piel. Aún
así, los racistas no escarmientan. Si
supiesen lo que les aguarda, rayos UVX mediante, hasta se aparearían con
africanos para adquirir melanina antisolar.
Nosotros, descendientes de hombres de montañas y alturas, tenemos
el cuero curtido para sobrevivir en el llano y en la selva, tanto en la de
cemento, como en la otra. Han
transcurrido cuatro tun, más
cinco uinal y siete kin desde mi partida de Nueva Theotihuakán
hacia el sur; —en un peregrinaje si se quiere, turístico— a las
fuentes de enlaces históricos entre hechos no conocidos en un lapso de
casi cinco generaciones. Necesitamos
saber cuanto nos depararía el futuro, sin depender de dioses ni de la
maldita casta sacerdotal de incienso y cuchillo. Ni tampoco la de cruz y
Biblia alguna que no fuese la raíz y frutos del árbol de las ciencias.
Y cuando digo ciencias no me refiero sólo a la de
ecuaciones teóricas y física cuántica; sino a la de herbolarios y
bosques impolutos; la de chamanes imaginativos y viajadores del tiempo; la
de auscultadores del lenguaje de las nubes y los pájaros; la de los
psiconautas de lo profundo del ser, hasta el abismo que media entre dos
nadas y El Todo. En
la cubierta de la jangada teníamos un pequeño techado a dos aguas de
pajiza estirpe, hamacas de fibra de coco y cuanto precisamos para reposo.
Nos turnamos cada tanto en las tareas de impulsar la jangada con pértigas
o maniobrar velamen para derrotar a la correntada del río más caudaloso
del planeta; y también para vencer al tiempo, que todo lo abrevia en sus
entrañas, hasta la disolución total. Estamos llegando, según mis
escoltas, a Karajás; región de lagos a unos trescientos kilómetros de
Manaus. En un uinal más, llegaríamos a la boca del río Juru’á,
desde donde podríamos desviar hacia la antigua Bolivia y, de allí a unas
ciento veinte jornadas, hasta Cuzco, montados en Chacmol.
En ciertos sitios, pareciese que hubieran especies mutantes
vegetales y animales, aunque últimamente los humanos se animalizaron
bastante. Los g’thaz son patente ejemplo de ello, aunque no
por su culpa, claro. Tesayvera,
en tanto, pasaba en limpio mis apuntes en lengua castellana, la que después
verteríamos a otras originarias. Una
rudimentaria mesa de costaneras le servía de escritorio y una rústica
banqueta, para reposar su humanidad.
Se convirtió ella para mí, en sinónimo de ayuda todotiempo. Era
natural que así fuese. Ella
tenía mucho más academia que la boca que os habla y la consultaba
para lo que fuese menester de realizar.
La dispensé de las labores de fogón y cocina, relegando estas
fajinas en los guerreros guardianes, que bien conocían los secretos
culinarios de la selva y del río. No quise caer en los prejuicios patriarcalistas de antaño,
herencia degenerada de quién sabe qué pasado oscurantista de doble
moral. Tesayvera, es tan
eficiente en el saber como en otras materias. Hasta me atrevería a
sospechar que tiene dotes de guerrera. Largos
kin transcurrieron, hasta que arribamos a lo que fuera la naciente
del larguísimo Gran-río-de-los-pájaros.
La antigua Iquitos —a la que, según parece, no cambiaron su
toponimia aún— sigue casi deshabitada, aunque sus callejas resisten la
invasión vegetal. Tal
vez por estar mantenidas por sus escasos habitantes de variopinta
procedencia. Por lo
menos cien naciones y troncos lingüísticos se dieran cita allí, para
intentar perpetuar la sangre y la cultura aborigen en el tiempo y en el
espacio. Incluso podría adivinarse algunos rasgos mestizados
con genes de tzitzimines o africanos, traídos antañísimo por tratantes
de esclavos. Poco
tiempo hubimos de permanecer allí, ya que la
información que recogimos era oral y se remontaba a los primeros tun
de la Gran Guerra Intercontinental.
Despedí a mis gentiles acompañantes, quienes regresaron en
nuestra jangada, ya río abajo y con esfuerzo moderado.
Mientras, arreglé la construcción de otra más pequeña para
remontar el Ucayali hasta cerca de sus fuentes.
Casi un uinal de jornadas, con suerte y vientos boreales
estaríamos en tiempo allí. Las
noches selváticas son poéticas y pletóricas de sonidos y luces
volantes. La cuenca del bajo
Ucayali no era la excepción.
La selva no enmudece nunca en su infinita biodiversidad, acumulada
tras eones de evolución. La
comparo con los calcinados desiertos de la antigua Arizona; el Gran Chaco
sureño o la árida Puna de Atakama, donde apenas medran raquíticas y
espinosas manchas verdes y erizadas cactáceas de rastrero linaje.
La selva subtropical de los Andes Amazónicos es única en variedad
de fauna y flora. Mas al
mismo tiempo, es un sistema frágil, en el que cualquier cambio trae
consecuencias graves en todo su ecosistema.
La gran devastación del último tercio del siglo XX, hubo desatado
sequías alternadas con inundaciones prolongadas y alterado en efecto
dominó, todo el clima del planeta aunque en menor escala. En
lo presente y futuro, hemos de tomar cuenta de nuestros hermanos árboles
y animales, a fin de que Cihuactetheo-Pachamama-Gaia-Ñande-Syrenondeté,
recupere la fecundidad de su vientre, antaño violado por la maquinaria
infernal de los tzitzimines, sacrificando entonces el futuro, por
migajas de presente. Por
entonces, según supe en Távaguaçu, en dicha época, muchos antepasados
de mis hermanos gwarán, decidieron suicidarse o autoinmolarse, a causa de
las injusticias y la opresión, de un sistema que
consagraba al lucro las víctimas humanas; sólo que en lugar del
cuchillo ritual de obsidiana, sus sacerdotes-gerentes esgrimían el hambre
y la discriminación contra los no-alienados por el sistema. La
iglesia del crucificado, finalmente, optó entonces por mis antepasados y
los campesinos mestizos sin tierra; pero ya fue tarde para revertir
la situación. Eso sí; el
entonces jefe de dicha iglesia, emitió, en el 1992 de la era de los
tzitzimines, un documento de autoindulgencia por todo el daño causado a
millones de nuestros antepasados a lo largo y ancho de cinco centenares de
tun. Un gesto de gentileza tardía pero necesaria;
hueca y formal, pero consoladora; diplomática e hipócrita, sin
lugar a dudas. Para
no gastar mucha tinta, aprovechó el mismo papel para disculparse ante los
descendientes de esclavos, secuestrados del Africa con anuencia papal y
licencias reales. Los
guerreros-guardianes me hacen saber que nos aproximamos a la curva de
Ancahuay. Más allá
nos aguarda la serranía —precursora de las montañas andinas—, desde
la cual iremos a pie o, mejor: en las patas de Chacmol, hasta el Cuzco o
Cusqo. A decir verdad, esta
vieja ciudad, que ya tenía dos mil y tantos tun antes de la
llegada de los ladrones de oro, me interesa más que la antigua capital
virreinal de Lima, asiento de la no tan santa Inquisición.
Allí reposan instrumentos infames de tormento que aún se
conservan, para refrescarnos memorias, acerca de la brutal ignominia
colonizadora disfrazada de piedad. Tesayvera
me invita un caliente y confortante mate amargo para suavizar los primeros
fríos de las alturas. A
mitad del curso del Ucayali, estamos como a ochocientos metros sobre el
nivel del mar, enfriándonos las ideas.
Pronto, abandonaremos la jangada y nos despediremos de nuestros
nuevos amigos y hermanos. Desembarcamos
en Tambo, donde el Ucayali surge del Urubamba.
Muchas jornadas nos aguardan, aún más al sur, hasta Cuzco, pero
llegaremos sin duda. Envío
muchos calurosos abrazos a Warhao y su gente, prometiéndoles regresar un
día. El curso del Urubamba, nos lleva directo al Cuzco, pero no es
navegable y debemos seguirlo por tierra en la antigua carretera incaica.
También Majchu Picchu nos aguarda, con sus secretos aún
insondables para los profanos, pero asequibles a los amautas y chamanes de
la nueva era de paz. No
tememos al futuro, si mantenemos nuestra postura de conservar nuestras
culturas en un proceso integrador de verdad; donde todos nos conozcamos a
través de nuestros usos, costumbres y lenguas, vivas o no.
Sé que una gran cantidad de comunidades y naciones, ya no existen
como colectivo humano, a causa del exterminio, el genocidio programado
—con letal precisión
administrativa digna de las SS de la primera mitad del siglo XX— y a
causa de enfermedades ‘heredadas’ de los tzitzimines de cueros pálidos.
Pero conservaremos sus memorias y reconstruiremos la historia de
todas las naciones originarias, desaparecidas o no. La
fiel Tesayvera, a la grupa del servicial Chacmol, sigue tomando notas de
nuestro derrotero, posición por posición.
Una vieja brújula y un sextante arrumbado de algún museo
marinero, la asisten en la tarea de determinar nuestras longitudes y
latitudes, de acuerdo a la antigua usanza naval. No nos podemos perder, con la precisión que demuestra ella
para estos menesteres, dignos de la epopeya de Odiseus. Nuestra amigable cabalgadura trepa infatigablemente los ásperos
caminos del inca, sin desmayos y con las paradas justas para dar un bocado
y un ligero encuentro con el sueño.
No más de lo preciso. No
tardamos en dar con algunos hermanos quechwas que también se dirigen a
Cuzco. No domino esa lengua, pero el viejo idioma de la aventurera
Castilla nos sirve de nexo comunicativo.
Tras darnos a conocer, hicimos un alto para compartir experiencias
y alimentos, así como el ritual del mate.
Los nuevos conocidos son amautas peregrinos que acuden al Inti
Raymi, la fiesta del Sol, a celebrarse en la antigua capital del incario.
Me
hablaron de la epopeya de los cocaleros, desde las postrimerías del siglo
XX e inicios del XXI, de la
mano de líderes indígenas que restituyeran a los suyos la dignidad
perdida. También de la
gran revolución de 1952, en la antigua Bolivia, donde los indígenas
rescataron su honra y el derecho ciudadano, arrebatado por las oligarquías
blancas. Tienen
muchos motivos para agradecer a Inti. Especialmente el hecho de seguir
vivos y a salvo de la guerra que asolara a tantas naciones y al planeta
entero. Acullicamos con ellos la coca sagrada y compartimos
información de primera mano. Supimos
que muy pocos blancos quedaron en la región andina a causa, más que
nada, del temor al bombardeo. Pero
muchos se mestizaron, casi dos generaciones atrás, y aceptaron de buen
grado ser gobernados por los sabios amautas antes que por los suyos, tras
el colapso de los estados y gobiernos.
Por otra parte, estaban cansados de la violencia militar y
guerrillera y el cambio supuso un alivio general al conflicto de larga
data que tenía al Perú entre dos fuegos. Miles
de tzitzimines emigraron a Europa, sólo para ser rechazados, justo en
momentos en que se produjeran los ataques que lo redujeron todo a cenizas
vitrificadas. Según dijeron, en la antigua universidad de San Marcos, habrían
quedado miles de libros que serían utilizados para el mismo objeto que
nos llevara hasta allí; pero podríamos compartirlo todo enviando a Lima
estudiantes y recibiendo en Karaivëretã a los enviados del incario en
fraternal intercambio. No deberíamos perder esta oportunidad de
hermanarnos, dejando de lado cuanto nos separase.
La
creación de un nuevo Estado Continental nos llevaría muchas
generaciones, pero también, empeñando todas nuestras esperanzas en ello.
Por de pronto, de parte de los hermanos mayas de Yukatán teníamos
la herramienta de medición del tiempo que marcaría nuestro tránsito al
futuro: el calendario tzolkin, el cual coincide con los ciclos
circadianos y biológicos de todos los seres vivos, permitiendo una
simbiosis con la naturaleza. Los blanquiñosos han cometido el error de no adaptarse a la
naturaleza, sino que intentaron hacerlo al revés. Ahora,
intentaremos de nuevo ser una nación entre muchas naciones, respetando
unas a otras y adoptando códigos comunes que nos enlacen de una vez y
para siempre. Que nos convirtieran nuevamente en seres verdaderamente
humanos de una vez por todas. Seguimos
estribando en las montañas, ascendiendo lentamente, no sólo en altura física,
sino en estatura espiritual. Y
cuanto más cerca estemos del cielo, más nos alejaremos de los viejos e
ineficaces dioses de utilería, que por tantos miles de tun nos
sojuzgaran. El
tiempo dirá si hemos sido justos, pero de una cosa estamos seguros, mi
mujer y yo: Nada volverá a ser como antes. Jagwareté El
rebelde de Yvytyruzú Caía
la tarde, cansada y marchita, como queriendo desnudar a la noche que se
anunciaba venir desde el oriente; mientras, las luciérnagas preparaban
sus fanales luciferinos para perforar la oscuridad ascendente, quizá para
desafiarla o burlarse de ella.
Los habitantes selváticos atronaban el aire, con su ruidoso coral
—mal afinado pero sincronizado, de anfibios, pájaros e insectos—,
prestos al concierto animal de la oscuridad. El
comandante Jagwareté, señeó en silente lenguaje, a sus guerreros
a guardar prudencia, mientras preparaba sus aperos cazabobos.
Variopintos en procedencia y armas, pintarrajeados y semidesnudos, sus
fieles de la resistencia activa no dudaron en congelar sus voces hasta
entonces susurrantes. Pronto
pasaría la caravana invasora o con pretensiones de serlo, y el factor
sorpresa debería ser gravitante en ese tipo de operaciones tácticas. Los
cantos de las aves iban en crescendo furioso a medida que declinaba
el enrojecido sol; que aprestaba su lecho situado en la Tierra-sin-mal
—según decían las leyendas de los ancianos—, horizonte abajo, más
allá del Gran Mar de Poniente, tras los nevados picos andinos. La
guerra planetaria, pese a sus varios años de finalizada, dejó sus
secuelas en la región de la cuenca atlántica.
Algunos karaímörötï (blancos
no mestizados) de hacia el antiguo Brasil austral, aún se negaban a
reconocer a los gobiernos autónomos indígenas, y, de tanto en tanto,
incursionaban desde allende el Paraná, o desde el Pantanal con sus
fuerzas regulares, o montoneras. Éstas, casi
todas compuestas de mestizos o mulatos — que por lo menos entre la carne
de cañón no había segregación racial— , y los rubios oficiales gaúchos
estaban satisfechos de ello, aunque no de los resultados magros de sus
campañas.
Jagwareté,
como de costumbre, los dejaba penetrar tierra adentro para luego hacerles
difícil la salida, e incluso la estadía.
Los caminos eran casi intransitables a causa de la caducidad del
viejo asfalto, aunque no para los blindados de los karaímörötï
de pálidos cueros y amarillo pelaje europeo. Su
asistente, Tajykãtï le alargó un pesado paquetito, bien apretado y con
dos o tres hilos metálicos brotando del mismo como yuyos rebeldes.
Jagwareté, conectó los cables con otros de símil color que
conducían a la barrosa carretera abandonada; a fin de prever errores
irreparables en las conexiones. Tras
esto, preparó un diminuto transmisor e hizo señas a los suyos para
despejar el área. Veloces
como liebres silvestres, se alejaron lo suficiente para verlo todo, sin
exponerse a ser vistos desde el sucedáneo de carretera que cruzaba el
monte tupido por el tiempo. Hacía
mucho que los madereros desaparecieran de allí, entre otras cosas a causa
de haber devastado los antiguos bosques. Tras la guerra, hubo una larga
tregua entre los miles de millones de alimañas y virus cancerosos del
planeta, es decir: humanos, trajo aparejada una regeneración y un
reverdecer de la flora y fauna. Ciertamente,
en las regiones más contaminadas directamente por la guerra, tuvieron
lugar malformaciones y mutaciones en muchos casos aberrantes; en otros,
se dieron simples adaptaciones a un nuevo medio hostil a la vida
orgánica. Ahora, se
intentaba someter a los indios de la región sudoeste a un forzado
exilio hacia los páramos pre-andinos del Chaco Boreal. Motores
de blindados rugieron en la lejanía su desafío de muerte. Tanquetas y
camiones semipesados, rodaban en pos de los rebeldes por los zigzagueantes
senderos y picadas subtropicales. Los
pintarrajeados y semidesnudos insurgentes se dispusieron a ejecutar, cada
uno su parte, en la sangrienta orquestación de su supervivencia, forzada
aunque divertida. Cuando
el primer blindado de la caravana hubo pasado por cerca de ellos, contaron
lentamente hasta diez, siendo interrumpidos, a los once por explosiones
casi simultáneas, seguidas de estallidos de napalm casero bajo el
convoy. Algunos ocupantes de
los vehículos sólo atinaron a saltar de los mismos en desordenada
cadencia, para caer abatidos, más que nada por estar iluminados y
visibles por los incendios —tan
unidos entre sí, que parecieran uno sólo— y por la excelente puntería
de los alzados, quienes no desperdiciaron disparos ni saetas emponzoñadas
de curare amazónico. De
tanto en tanto, pasaba un avión rasante, probablemente incursor, a
rondar, aprovechando la carencia de defensa antiaérea. Debió divisar el
dantesco y poco prometedor espectáculo desde las alturas porque, tras dar
dos vueltas más, regresó a por donde vino. Las
voces de la selva enmudecieron por largo tiempo, mientras lo que quedaba
del convoy militarizado se consumía a varios cientos de grados celsius,
obstaculizando el camino; el único camino que conducía a las serranías
del Yvytyruzu, cuyos bosques —a casi cuarenta años de la guerra—
estaban a punto de aserradero nuevamente.
Aunque gran parte de la tierra fuera erosionada por los elementos,
pudo mantener su verdor y recuperar su feracidad. Esa
madrugada, Jagwareté y sus fieles estaban evaluando el séptimo atentado
contra fuerzas invasoras; las que por temor a vegetales y animales
mutantes que pudiesen medrar en los bosque, no enviaban tropas de a pie,
sino en blindados. Pero éstos, no eran tan invulnerables como lo
especificaban los folletos de los fabricantes de las tanquetas Sucurí
y Jarará. El
aceite de coco, en iguales dosis con gasolina, hacía estragos en los vehículos.
Tampoco los indígenas eran tan ingenuos, como pensaran los rubios gaúchos
europeizados de más allá del Paraná.
Los hacendados y empresarios que movilizaban fuerzas para la toma
fraudulenta de recursos forestales y ganaderos de esta región, estaban
urdiendo desquites punitivos contra los rebeldes alzados en defensa de sus
selvas milenarias, de sus tierras ancestrales recién reconquistadas, de
sus principios de libertad recién saboreada con las mieles de la
autodeterminación soberana. -Creo
que ésos han de regresar y en mayor cantidad, pues todavía no
escarmientan —expresó el caudillo pãi-tavytërã a sus hombres
de armas. No hacerles frente
en forma suicida. Ataques y
retirada, como los guerrlleros del siglo pasado. —Tenemos
bastantes explosivos aún y suficientes proyectiles livianos —respondió
el capitán Mainumby, el lugarteniente y sub-comandante, ajustándose el
pasamontañas—. Mas
carecemos de armas antitanque, salvo que algunas quedasen aún cerca de la
abandonada capital, en los cuarteles desiertos...
—acotó seguidamente. —También
tenemos bazookas que sisamos de los caídos del último ataque
—replicó Jagwareté—. Ahora
mismo las están juntando y clasificando para nuestro arsenal. Tenemos
suerte que ellos no conozcan bien el terreno, en cambio nosotros... En
Porto Alegre —a orillas del rumoroso Guaíba—, el barón de Terra Nova
y soberano del Reino Unido Paraná-Grandense, golpeó salvajemente la mesa
encarando a los responsables de la conquista de la región sudoeste,
allende el Paraná. —¡Hato
de imbéciles! ¡Es el séptimo intento de reducir a ese rebelde que nos
impide ocupar esos territorios regenerados!
¿Es que debo hacerlo todo yo en persona? ¿Cómo puede, esa
montonera de desharrapados, tener a raya a nuestras fuerzas de penetración,
con apenas un puñado de guerrilleros semidesnudos? —Creo
que será mejor utilizar tropas aerotransportadas y caerles encima a sus
espaldas, excelencia —sugirió
el coronel Ayrton Pereira Da Lima Tavares, jefe de Estado Mayor del Reino
Unido de Paraná-Río Grande, creado a partir de la desmembración de la
antigua república del Brasil.
Éste se hallaba ahora dividido en pequeñas porciones, la mayoría
en poder de los indígenas, algunas con formato de república, otros en
principados protegidos y dos indecisas aún, en formato políticamente
desconocido, hasta el antiguo estado de São Paulo. —¿Con
estos incompetentes? ¡No me haga reír, coronel Da Lima! Si por lo menos
hubiesen hecho un prisionero que nos facilitase datos ciertos del
escondrijo de esos pelados... pero ni eso siquiera.
Ya perdimos más de tres regimientos blindados y dos brigadas de
caballería intentando penetrar en esos montes aún vírgenes. Busquen la
manera de introducirse entre ellos. ¿No hay indios guaraníes en Mato
Grosso del Sur que pudiesen servirnos de espías? —Si
existiesen aún, sería un milagro, excelencia. Fueron exterminados
durante el siglo pasado a causa de la presión de los hacendados. ¿Recuerda
Ud.? Además, los
tobas, matacos, ishi’r y Sanapaná de la antigua provincia del Chaco
argentino, se unieron a los rebeldes —expresó el teniente coronel
Maranhão Pinto de Barros Barreto y Albuquerque. —No
podemos regar napalm sobre esos bosques.
Tampoco agente naranja, o Round-Up.
Echaríamos a perder esa maravilla vegetal. Deberíamos ocuparlos así: vírgenes. Pero ésta vez consideremos evitar los errores de una
devastación no selectiva. ¿Comprende teniente coronel?
Ahora, les concedo veinticuatro horas para esbozar ideas
inteligentes en mi comando —acotó
el barón sin poder disimular su frustración. —¡A
sus órdenes, Su Majestad! —taconeó el equipo militar en forma unánime
antes de retirarse por una tangente lateral, pensando en cómo cumplir la
arbitraria orden. Inti
Nahuel Peñi, el líder mapuche mestizado con aymará, comunicó el
escueto mensaje de Jagwareté ante
sus chamanes y amautas. Tras
la relación, preguntó a los sabios: —Tenemos
el deber sagrado de colaborar con nuestros hermanos gwarán y así lo
siente mi corazón. Pero,
tras siglos de lidiar contra los blanquiñosos, he aprendido el valor del
consenso. Por tal motivo, solicito venia favorable de los quracas
y pueblo todo para acceder a ello; pero juro respetar la decisión de la
mayoría. Los súbditos del micro-imperio
del Brasil (siguió siéndolo desde 1889, tras el coup d’Etát
contra Pedro II, con fachada de república, pretensión de “estados
unidos” y megalomanía de alemanes o norteamericanos), aún son
poderosos en armamento, pero desconocen nuestros territorios. Todavía
esos nuevos imperialistas temen a nuestras pociones mágicas para las
alturas; de coca, callampa y ayahuasqa, mas
intentan reconquistar al antiguo Paraguay, anexado desde 1870 en
adelante. Los quipus,
cuentan que, desde entonces, la tierra de Gwarãretã quedó cautiva de
los intereses del sub-imperio (por entonces, lo había anexado Estados
Unidos; o sea que los Estados Unidos do Brasil, invirtieron el orden de su
nombre oficial, para denominarse Brasil dos Estados Unidos). ¿Me sugieren
algo, sabios presentes? —Te
recuerdo Inti, que, tras la guerra de tres naciones contra Gwarãretã,
fue éste cautivo de intereses bifrontes, defendidos por un llamado Centro
Democrático y una Asociación Nacional Republicana. ¿Recuerdas?
—recordó Uturunko Illimán el amauta de Ollantaytambo—.
Ambos partidos políticos, creados tras la guerra genocida,
defendieron —por turno no tan riguroso— los intereses de Argentina y
Brasil, hasta la última Gran Guerra Intercontinental en que las naciones
formadas desde el siglo XIX desaparecieran fragmentándose o uniéndose en
federaciones, como nosotros. —Ahora,
los gaúchos quieren retomar sus pretendidos derechos adquiridos
sobre esa región, que abarca parte de la ex Argentina.
Tras la destrucción de la antigua Amazonia, ven en esos bosques
otra fuente cercana de recursos materiales.
Cuando cunda la destrucción y el hambre consecuente ¿podrán
comer billetes, oro y tarjetas informáticas?
Me pregunto... —dijo Inti Nahuel Peñi. —Tienes
nuestra confianza, Inti —dijo el más anciano quraca y capitán
general del Sur Patagónico—. No
necesitas consultarlo. Dispón
lo necesario para ayudar a Jagwareté y sus guerrilleros. —He
recibido un mensaje del general Atlacàtl, desde el norte, vía
extrasensorial. Dice que pudo
conquistar la fortaleza del Area 59 y dispone de diez mil guerreros, e
incluso de aeronaves de la última generación de antes de las guerras.
Puede auxiliar a nuestros hermanos de la selva sin demora; sólo
que ya no quedan pistas utilizables en la región, salvo en el desierto de
Calama, al norte, o en los llanos de Nazca.
Pero si fuera para tender un puente aéreo de base logística, podrían
establecerse allí con sus pertrechos y hacer ataques con helicópteros
artillados —explicó Inti Nahuel Peñi. —¿Aún
quedan algunos blanquiñosos en el norte del continente?
—preguntó Uturunco (puma)—.
Pensé que fueron todos exterminados, ya que el bombardeo allá fue
arrasador. —Los
que quedaron, se integraron con los originarios y hasta fueron bien
recibidos, jurando respetar leyes y costumbres de los pueblos nativos de
Abya-Yala o Nuk’atlan... o como se llamase ahora la vieja América de
europeos, criptojudíos y cristianos farisaicos. Ésta, así mal llamada,
en recordación a un mercachifle veneciano que la cartografiara para
futuros loteamientos especulativos —exclamó Kallpulli Condorcanki, el
amauta de Cajamarca, finalizando la reunión—.
Ahora recuperará sus fueros milenarios. El
general Atlacàtl, descendió con su aeronave Antonov 225 en Nueva
Teotihuakán, con toda la parsimonia y majestuosidad que lo permitía la
deteriorada pista del antiguo aeropuerto de Okeefenokee; situado
cerca del esteral-manglar del mismo nombre, desde donde aún se podían
divisar las ruinas de un parque de diversiones pasatistas, famoso en el
siglo pasado. Huinakulli lo
esperaba en la cabecera sur en compañía de sus hombres, tras haber
completado el circuito por el sur del continente hasta el paralelo 5 y los
80 grados de latitud oeste en busca de la reconstrucción de la historia
general del continente, tras la Gran Guerra Intercontinental que
precediera a pequeñas guerras de baja y media intensidad; aunque de
manera convencional: es decir, con armas de mano y almas de piratas. El
elefantiásico transporte volante se detuvo ante la multitud que lo
aguardaba, tras lo cual, descendió su escalerilla de descenso. Llevaba
consigo cuatro helicópteros de asalto artillados y carburante, hacia el
sur, donde resistían aún los guerreros de Jagwareté.
La escala técnica tenía por objeto realizar una reunión estratégica
con los hermanos de Nueva Teotihuakán antes de dirigirse a la puna de
Calama, único sitio disponible para el aterrizaje de su Antonov
cargado. Pensaba establecer allí una cabecera de puente, ya que sólo
desde el norte dispondrían de equipos técnicos, para ayudar a repeler a
los tzitzimines invasores desde lo que restaba del Brasil. Atlacàtl
sabía que no habría paz sin justicia y no habría justicia sin amor.
Mas para ello, se debía neutralizar a quienes pretendían imponerse por las armas, para usurpar territorios
regenerados y boscosos con fines de lucro.
De no consentir rendirse, no habría piedad para con los réprobos.
Sonrió el viejo general azteca al divisar a Huinakulli, con quien ya
compartiera aventuras juveniles en Nueva Tenochtitlan, en la escuela de
chamanes y hombres-medicina. —¡Huinakulli,
viejo zorro de los pantanos! ¡Tanto tiempo!—exclamó, aliviado de verlo
con vida tras tantas peripecias. —El
viejo águila de las montañas ha vuelto. ¿Cómo estás general? Se te ve
muy crecidito para tu edad —saludó Huinakulli—.
¿De dónde sacaste ese monstruoso montón de chatarra que vuela? —Lo
tenían los norteamericanos, desde el dos mil y tantos, en pago de una
deuda de los rusos con el FMI. Habría
sido embargado en Europa con otros de nueva generación.
En el próximo volido, voy a traer un Mil Mi 90
dentro. Necesitaré una
pequeña flota para abastecer a Jagwareté en el Yvytyruzu.
Están muy aislados y casi sin carreteras. No puedo llevar mis
elefantes allí. El aeropuerto de Asunción o Kariögwäré’y (Río
de los Kariög) está en pésimas condiciones. Y creo, por lo que sé, que
siempre ha estado así desde su fraudulenta construcción, cuando llevaba
el nombre de un tirano militar del siglo XX. —Dispondré
lo preciso para hacerte una base en Nueva Teotihuakán a fin de que puedas
manejar estratégicamente las zonas en conflicto.
Ahora, estamos de igual a igual con los tzitzimines, e incluso
hasta podríamos superarlos en recursos.
Los gaúchos sólo disponen de lo acumulado antes de las
guerras. Sus fábricas de
material pesado ya no funcionan y su dependencia tecnológica de los
norteamericanos y europeos les impide proseguir.
Además ya no tienen leña para sus altos hornos —explicó
Huinakulli—. La quemaron toda, a fines del período oscuro. ¿Recuerdas
el derrumbe de las grandes represas del Paraná, que oscurecieron durante
muchos tun toda la región e inundaran todas las ciudades del
litoral paranaense, hasta el estuario platense? Fue la peor tragedia del tercer decenio de este siglo y cobró
cientos de miles de ahogados o desaparecidos. —Supe
eso. ¿Justicia de la naturaleza? ¡vaya uno a saber! pero de que pagaron
caro sus excesos, lo pagaron. Luego
vinieron las guerras en seriada e ininterrumpida sucesión. —Pero,
estamos a tiempo para almorzar con tus tripulantes y técnicos... —dijo
Huinakulli, el buscador de historias perdidas. —Agradecido.
Luego te presentaré a tres hermanos rojos; un mohawk, un crow y un navaho
que se evadieron de la fortaleza antiatómica de Iron Mountain, en la
antigua New York. Están
instruyendo a los nuestros en ciencias y tecnologías-punta.
Además, mi hija Xochitl contrajo enlace de pareja con el hijo del
Dr. Rosenstahl, nuestro viejo enemigo del Area 59. ¿Lo recuerdas? Jagwareté,
observó desde la copa de un altísimo tajyhü (lapacho negro) los
desplazamientos de aviones exploradores.
Eran una pareja de viejos Embraer AMX subsónicos que
volaban separados y a regular altura, como buscando caminos ocultos por el
follaje. Imposible apuntarlos
con las viejas armas automáticas. No
tenían visibilidad suficiente. Los
dos halcones de metal giraban, aunque sin atreverse a un ataque. Quizá
desearan no estropear el bosque después de todo. Su espía en la corte
del barón de Terra Nova, así lo había informado. Este los mantenía al
tanto de cuanto se tramase allí. Por tal vía supo que no emplearían armas devastadoras, ya
que tuvieron que replicar un ataque norteamericano en el pasado y quedaron
a su vez devastados, lo que motivara su desmembramiento y disolución. Los
pocos rufianes que heredaran las lejanas haciendas feudales del sur,
optaron por retener la porción sobreviviente.
Ahora, intentaban tomar cuenta del territorio que otrora fuera su
vasallo y tributario: el último reducto boscoso, tras el colapso de las
selvas centrales de la vieja Amazonia. Observó
que los dos AMX adoptaban maniobra de combate. Lo supo con certeza,
cuando uno de ellos, tras esquivar infructuosamente un misil láser,
estalló aparatosamente como si quisiera pintar todo el cielo en su
expansión de fuego y humareda. El
otro intentó una escapada a todo posquemador, pero el trisónico misil
venido de alguna parte lo alcanzó de lleno,
detonando con fiereza y desintegradora eficacia. Los
pilotos no habrían tenido tiempo de eyectarse siquiera. ¿Quiénes serían
los anónimos guerreros que pusieran su granito en la patriada?
De pronto, los vio: dos cazabombarderos supersónicos F-22
Raptor, quienes saludaron con una inclinación alar retornando a
occidente. Dos altas columnas
de humo grisáceo oscuro, dieron fe de la sepultura de los AMX
verdeamarillos en medio de la oscura fronda del Yvytyruzu. De pronto sintió
un cosquilleo muy en el fondo de la conciencia; como si alguien intentase decirle
algo desde la distancia. Recordó
el pedido de auxilio a los hermanos del oeste quechwas, aymarás, collas y
mapuches. Descendió lentamente del árbol y se dirigió a las cuevas
rupestres del imponente cerro Yvytyruzu, donde tenían su cuartel de
operaciones. Una vez allí, ingirió un poco de ayahuasqa y se echó sobre
un jergón de piel de oveja a meditar.
No tardó en hacer contacto con Inti Nahuel Peñi, quien se
la había enviado con sus chasques. Muy
pronto sintió el susurro de su voz en los recónditos meandros de su
mente. —Aquí
Nahuel, desde el lejano Sur. ¿Me tienes?. —Te
tengo, Inti, bienvenido a nuestro espacio virtual. —Hay
cinco mil guerreros jóvenes a tus gratas órdenes.
Si lo deseas, podríamos atacarlos en su territorio.
No tenemos aeronaves ni misiles, pero sí mucho coraje ¡aijuna!
¡Hace tiempo que quería darle su merecido a esos huincas de la
gran remadre! Nuestro
arsenal, son viejos trabucos, tipo M-16 y FAL belgas que
pertenecieron al antiguo ejército de Chile y Carabineros.
Muchas balas tenemos también para regar de aceitunas todo
el Reino Unido Paraná-Grandense. ¿Topas? —Gracias.
Recién pude contemplar un espectáculo celestial gratificante, hermano.
Dos aparatos del Reino Unido de Río Grande-Paraná, fueron
volatilizados por extraños aviones negros de fines del siglo pasado.
Por la información que tengo, son viejos F-22. ¿Sabes algo al
respecto? —Son
de las fuerzas conjuntas méxica mayas de Chiapas, Yukatán,
Tlaxcalchitl y Zuñi-Anasazi. Las
lidera el general Atlacàtl de la región de la ex New México.
Se confederaron todas las tribus del norte bajo una sola
mancomunidad y reconquistaron el noventiocho por ciento del territorio
comprendido entre el Círculo Polar Artico, hasta Yukatán, y casi hasta
el Ecuador. Ahora nos toca a nosotros. Viene hacia aquí a fin de
dotarnos de fuerza del aire y electrónica-punta. Va a instalar sus bases
en Calama, Nazca y donde pudiera posar sus enormes pájaros.
Teníamos esta sorpresa para ustedes, hermanos gwarán.
Espero que pronto podríamos vernos libres de los cueros pálidos...
aunque fuese asimilándolos con nosotros. —Comunícate
con él y dale las gracias de parte de mi pueblo todo. Estamos aislados y
lejos de las vías fluviales, excepto el Tevikuary, pero casi no tenemos trotyl
y munición. Sólo los
bastimentos abundan, aunque no cazamos ni pescamos más de lo preciso.
Dile que lo recibiremos con todos nuestros brazos. Después veremos si el
barón tiene algo de varón y sale a dar la cara, en vez de enviarnos a
esos kambá partida. A
veces nos da lástima tener que darles duro, a esos pobres infelices que
ninguna culpa tienen de este entrevero. —Ten
la mente afilada, que Atlacàtl pronto estará en comunicación contigo.
Está estacionando helicópteros y aviones de combate en Calama y
Nazca. Tiene un vertol que podrá aterrizar en la cumbre de tu
cerro. Prepárale una pequeña pista nivelada de unos diez hombres de
longitud por doce de ancho. Le bastará. —Me
mantendré alerta. El barón de Terra Nova está craneando algo con
su estado mayor de incompetentes graduados en la Nova Escola Militar do
Reino Unido Paraná-Grandense do Sul; un nombre tan largo como
grandilocuente, e inútil como farol de ciego.
Gracias nuevamente Inti Nahuel Peñi. Hasta muy pronto. Sin
darse cuenta, el guerrero gwarán se quedó dormido por el esfuerzo mental
realizado en su metafísica comunicación y comunión espiritual. El
único puente en pie sobre el Paraná, hubo sobrevivido al derrumbe de la
gran represa, pero con graves daños.
Aún así, pudo soportar el paso de tanquetas y camiones de tropas
que se dirigían al oeste para un nuevo intento de someter a los gwarán y
sus bosques. Ésta vez no iban a dejarse sorprender.
Los bugres
(indios) no tenían aviones de observación, ni nada parecido.
Pero ¿cómo fue que desapareciesen dos cazabombarderos gaúchos
del aire? ¿Tendrían misiles antiaéreos sin que la inteligencia del
Reino Unido del Sur lo supiera? ¡Vaya dilema, meu Deus! El
artillado convoy avanzaba lentamente en los pésimos caminos zigzagueantes
y barrosos de roja tierra; pegajosa y caliente; como una aviesa serpiente
de hierro en busca de presa fácil. A
sus flancos, para evitar sorpresas morrocotudas e imprevistas como todas
las sorpresas, iba un par de pelotones de infantes a pie; dizque para
proteger con sus carnes al valioso blindaje de las tanquetas.
Es que la carne desocupada abundaba y el acero no tanto. Faltaba
poco para el mediodía y semejante caravana de trepidantes motores y
orugas no podría pasar desapercibida.
Hasta los chillones macacos enmudecían a su paso, a veces con
curiosidad otras por temor al ruido.
Los infantes, pertrechados como para una guerra pesada chapoteaban
con sus pesadas botas en el infame lodazal rojo
—espeso como crema de chocolate—, maldiciendo en portugués
arcaico y en jíria riograndense de mulatos con sotaque
carioca y energumenismo de matones nordestinos. Los
más afortunados, iban sudando como galeotes dentro de los transportes,
bajo el ardiente sol que regaba a raudales sus rayos ultraviolentos sobre
los hierros en desordenado movimiento. Una vanguardia de zapadores y
motociclistas iba en la punta a fin de detectar minas, trampas o algo
peor. Poco bueno podría
esperarse de esos sucios y morenos guerrilleros despudorizados —que
combatían como los hoplitas griegos y espartanos, con el pene al aire—
¡y encima incircuncisos!
De haber peligro, pronto lo sabrían los de más atrás, al oír
las minas retumbar, llevándose al paraíso a los de la vanguardia
exploradora convertida en explotadora, merced a topar con algunas
minas M-33 anticarros enterradas por ahí. Pasaron
a través de la espesura, atravesando las ruinas de lo que fuera la capital
de la madera en tiempos muy idos.
Tan idos que casi fueran olvidados, aunque algunos muy memoriosos
recordaban a la antigua Ajos de las leyendas
post-coloniales, con un dejo de nostalgia irredenta de azules y verdes con
aromas de lapachos y cedros tronchados por hachas-sierras xilófagas e
irreverentes como termitas con hambre atrasada. Los
avanzados del Reino Unido captaron el zumbido de cuatro AMX sobre
sus cabezas. Seguramente
protección aérea en misión tranquilizadora, aunque muy poco podrían
hacer para protegerlos. La
visibilidad bajo el dosel umbrío era menos que nula y las órdenes del
barón de Terra Nova era terminante: ¡Nada de bombardeos en los bosques! Apenas
los oyeron pasar, ya que tampoco los soldados podían vencer el follaje
que ocultaba a la vista cuanto no estuviera en el cenit sobre el camino, y
a bastante altitud. Pocos de
ellos pudieron divisar a dos pájaros supersónicos que se descolgaron de
las alturas para caer como halcones famélicos sobre los desprevenidos
pilotos gaúchos, que se la pasaban mirando hacia abajo, como
protegiendo a los suyos con sus mira das nomás.
Los dos cazabombarderos intrusos tardaron pocos segundos en hacer
blanco sobre los lerdos subsónicos AMX, convirtiéndolos en
artificios de pirotecnia de ruidosa factura y festivalero aspecto de Húdah-kái
(quema de Judas). Al
escuchar el fragor del breve combate aéreo, la caravana se detuvo y los
tripulantes saltaron a tierra para tomar posiciones.
Tras una hora en silencio nada más escucharon, que los gorjeos y
trinos de las aves del monte y los gritos de los karajás (monos
aulladores) que desafiaban al entorno.
Pasada la desagradable sorpresa, probablemente precursora de otras
más desagradables, volvieron a rugir los motores de la serpiente metálica
que reanudaba su reptar por el fango. ¿De dónde habrían salido esos
aviones negros que desafiaban la inteligencia del Reino Unido?
Obviamente no eran de los gwarán, ya que éstos, ni siquiera poseían
la dignidad de un uniforme militar. Apenas viejos fusiles o incluso
arcos y flechas, aunque de silenciosa efectividad.
Se estaba gestando algo oculto en esta guerra absurda, cruel y
clandestina. El estado mayor del Reino no tenía prevista la aparición de
aeronaves enemigas en el territorio a reconquistar. Era
frustrante el hecho de que el antiguo Paraguay —que fuera conquistado
con argucias diplomáticas, tras una guerra genocida— desaparecido, casi
para siempre tras la Gran Guerra Intercontinental, no pudiese ser
reconquistado por ellos nuevamente y poseído como quien viola a una
paloma indefensa. Evidentemente, alguien hubo errado sus cálculos de
probabilidades por falta de probidades. Este era el octavo intento de ocupar militarmente la región
central de Gwarãretã, como la llamaban los nativos rebeldes en su
milenaria lengua. La
caravana, claqueante y rugidora, salió del bosque en un descampado pero
no detuvo la marcha. No se divisaba nada sospechoso y la desconfianza
aturdía los sentidos de los invasores en una fanfarria poco triunfalista.
Aún no alcanzaron el punto donde fueran destruidas las otras
avanzadas anteriores, pero decidieron formar un círculo de vehículos,
como en el old-far-west, a fin de protegerse mejor de los indios.
O, al menos eso pensaban, sin sospechar que los tiempos cambian y
que las doradas épocas de la caballería murieron para siempre, con
Custer, Mc Clellan, Solano López, Caxías y Napoleón III, estrategas de
utilería, si los hubo. Tras
formar el círculo, decidieron vivaquear para reposar sus cansados
huesos; ateridos de calor húmedo por la larga marcha ininterrupta desde
que cruzaran el decrépito Ponte da Amizade.
Pronto, el aroma tentador del rancho de tropa vibraba en el aire,
ante las narices de los hambrientos soldados, quienes platos y marmitas en
mano aguardaban con impaciencia el potaje de refección.
El sol estaba al caer tras los lejanos cerros del Guairá y lo único
que no notó nadie, era el ominoso silencio reinante, como si aves e
insectos presintiesen algo inexorable e inminente en ciernes. Mientras
hacían fila para servirse el modesto feijão prêto de la olla del
rancho, un flap-flap característico llamó la atención de unos
pocos, aunque nada vieron en las alturas.
Ello, simplemente porque nada había en el cenit, aunque el flapeo
iba en crescendo, como acercándose hacia ellos.
Efectivamente; desde los altos bosques que habían dejado atrás
hacía poco, surgieron cuatro monstruos negros con rotores sibilantes, que
dejaron caer sus huevos en medio del círculo de blindados, sin que
atinasen a defenderse. En
medio de horrísonas explosiones de napalm, los gaúchos se
dieron a la desbandada, sólo para ir tomando tierra, tras ser
ametrallados por otros helicópteros Warhawk americanos y Hokum
rusos, que también los había, y muchos. Pocos
minutos bastaron para que la orgullosa columna de blindados fuese pasto de
las llamas y transformada en chatarra retorcida.
Los sobrevivientes, optaron por la más antigua de las tablas de
salvación: rendirse incondicionalmente y gritando clamores de piedad,
como niños sorprendidos en falta. En
menos tiempo aún, aparecieron los desnudos guerreros de inexpresivas
miradas, rodeándolo todo desde sus escondites y apuntándoles con sus
viejos y variopintos fusiles y hasta rústicas pero efectivas flechas de
guayacán y puntas aserradas. El
comandante Jagwareté, aceptó la rendición de los gaúchos
ordenando el traslado de los prisioneros a su cuartel provisorio en medio
del denso bosque aledaño. Tras los interminables interrogatorios, supo el
tendotá (caudillo), que se estaban preparando más fuerzas
conjuntas para una invasión masiva y que las recién derrotadas, eran un
señuelo para atraerlos allí. La
columna gruesa, venía a menos de cincuenta millas detrás, con cien
tanquetas Jarará, Gibóia y Sucurí, cincuenta
blindados TMX más cien camiones pesados de tropa y cuatrocientos infantes
aerotransportados que caerían en paracaídas sobre ellos desde viejos
transportes Amazonas de factura Embraer del siglo pasado.
Jagwareté no dudó en ponerse en comunicación; esta vez, radio de
por medio, con el general Atlacàtl para ponerlo al tanto de la situación.
Este, no tardó en responder positivamente: —No
te preocupes, hermano. Pronto estaremos sobre ellos. Primero nos
ocuparemos de los transportes aéreos y luego de las fuerzas de tierra. ¡Allá
vamos! El
claqueante sonido de cadenas-oruga de los tanques TMX, de europea
factura y mordientes cañones no tardó en hacerse sentir en la inmensidad
selvática del Ka’ágwazu, seguido de los ronroneantes camiones de doble
eje, cargados de soldados dispuestos a todo, menos a dejarse matar.
Una pintoresca columna de motociclistas encabezaba la marcha
forzada, seguidos de zapadores e infantes de a pie, barreminas en mano y
fusiles terciados, listos para lo que fuese. Si bien se sentían poderosos
y bien pertrechados, sabían que estaban pisando patio ajeno y no conocían
bien el terreno, salvo alguna que otra lectura de mapas viejos de antes de
la gran guerra —cuya toponimia habría variado bastante— y sin señalizaciones
válidas en la actualidad. En
realidad, no sabían exactamente contra quiénes se las verían y
simplemente obedecían órdenes emanadas del Palacio da Aurora,
residencia del rey, el barón de Terra Nova, a quien pocos conocían de
cerca. Tras
larga y agotadora marcha, especialmente para quienes iban de a pie,
salieron del bosque para hallar los calcinados y humeantes restos de la
caravana precedente, aún formando el círculo con que creyeran poder
protegerse. Azorados, los responsables del convoy tomaron tierra y
rodearon espantados lo que quedaba de sus camaradas.
Los
tanques dieron una vuelta alrededor de los restos, como queriendo
resucitar a los calcinados metales, aún humeantes y yacentes, antes de
percatarse de los misiles que comenzaron a caer con horrísonos silbidos
entre ellos, provenientes tal vez de las alturas. No tenían escapatoria,
por lo que decidieron hacer cuerpo a tierra, mientras los TMX
dieron en girar sus torretas disparando en todas direcciones a ciegas,
intentando tal vez, conjurar a los demonios agresores con salvas de
cordita de pungente aroma y
balas inútiles de errática trayectoria. Una
flotilla de helicópteros —negras y ágiles libélulas carnívoras—
los atacaron desde todos los ángulos con cañones Minigun,
cohetes guiados por láser y bombas Paveway-Smart. Los
comandantes gritaban hasta enronquecer, sin ser oídos ni obedecidos ante
el ¡sálvese o quem puder! prioritario.
Muchos soldados gaúchos, eran en realidad oriundos de otras
regiones más castigadas del antiguo Brasil, y no estaban dispuestos a
morir por la patria ajena, y menos por la madera que exigían los
empresarios del Reino Unido del Sur como botín de guerra.
No
más de diez minutos duró la batalla, con el saldo de varios tanques
incendiados, todos los camiones destrozados,
mil muertos, muchos desaparecidos y dos mil doscientos con las
manos sobre la nuca; aunque no veían a quienes los estaban masacrando, ni
sabían a quiénes deberían pedir cuartel.
Una hora después de terminar todo, los sobrevivientes todavía tenían
las manos sobre la nuca, formados en disciplinada fila y aguardando a sus
vencedores sin haberlos visto aún.
No tardaron demasiado en aparecer frente a ellos, mientras los
helicópteros iban aterrizando de a uno alrededor de la apretada fila de
los que pedían clemencia. Poco
más tarde, un convertiplano V-22 Osprey, apareció en los cielos
buscando un claro para aterrizar con sus pilotos y un importante pasajero:
el general Atlacàtl, quien venía a quedarse en el teatro de operaciones,
con sus escalpelos de fuego y metralla. Tras
la maniobra de descenso, el viejo Vertol de dos grandes rotores
gemelos fue acercándose al punto de reunión.
Según dijeron algunos prisioneros, los aerotransportados no tardarían
en llegar, para lo cual el general mexicàtl ordenó emplazar un
lanzamisiles múltiple que traían en el V-22. Sus halcones de acero harían
el resto. Efectivamente;
a los cuarenta minutos oyeron los característicos susurros de turbohélices
en bandada. Atlacàtl tomó el
transmisor e intentó comunicarse con los gaúchos, quienes
sin saberlo aún, venían a morir —insepultos quizá y sin extremaunción—
en tierra ajena. —Aquí–Aguila
Uno llamando a flota riograndense. ¿Me escuchan? ¡Filhos da puta
mãe! ¿Escutam? Só vou falar uma vez mais e lógo vou abrir fógo sobre
vocés ¿Escutam agora? Tras
un corto ruido de estática se oyó la respuesta por la radio del Osprey: —Ouço,
mas—¿com quem tenho o gosto de falar? ¿Com o Jagwareté, o cachorro
(perro) rebelde? —Aquí
Aguila uno. Tienen exactamente diez segundos para girar ciento ochenta
grados y desaparecer hacia el este, de lo contrario serán derribados. ¿Escucha? —Escuto.
¡Vocé tá dóido rapaz! Tá louco mesmo.
Agora vou lançar meus homens sobre vocés.
Não vou recuar mesmo, não, que temos proteção aérea. —Agora,
preguen, filhos da puta porque estão cruzando a línha da minha paciència. ¡Olhem pra cima e véjam! —gritó el general azteca,
mientras los guerreros locales aprestaban sus antiaéreos. Desde
muy alto, más allá de los cirros blanquecinos de la estratosfera,
cayeron los trisónicos F-22 sobre la flota aérea invasora, dando poco
tiempo a los paracaidistas para abandonar los
Amazonas que se cernían sobre la región. Los misiles aire-aire
hicieron el resto. Por su
parte, más helicópteros aparecieron atacando a los cuatrimotores de la
fuerza enemiga, quienes apenas tuvieron a bien defenderse del sorpresivo
encuentro. Al ser alcanzados
los Amazonas, los soldados intentaron saltar como fuese, aunque
demasiado tarde. Los bandazos
desordenados de las aeronaves, impidieron a los aterrados paracaidistas
hallar puerta de salida, y
cuando la hallaban, ésta giraba hacia el cielo, hasta que finalmente todo
estalló en una infernal cadencia al estrellarse los aviones averiados,
uno tras otro. De
los doce transportes, sólo uno logró eludir el ataque, a costa de huir
como pudo a su base. Los
demás, pudieron derramar unos cuantos
paracaidistas, pero los restantes fueron a rendir cuentas a Exú.
El impasible Jagwareté contempló el desenlace de la aventura de
los invasores, quienes ni siquiera tuvieron oportunidad de rendirse.
Ya sus hombres rastrillarían la selva en busca de los
sobrevivientes. En cuanto a
los otros, era mejor darlos por perdidos a los caranchos y hormigas.
No valdría la pena sepultarlos. Poco
más tarde, vía ayahuasqa y peyotl, pudieron comunicarse
telepáticamente con los hermanos del norte y del Gran-Río-de-los-Pájaros,
Huinakulli, Gwyratupão,Warhao y sus hombres ya en pie de guerra.
Prepararían un ultimátum a los blanquiñosos del Reino Unido del
sur y otros. O se reconocía
la autonomía de Gwarãretã y la república andina de Pachakutec, así
como las regiones del norte gobernadas de hecho por los indígenas a
partir del paralelo 5, cesando las agresiones fuera del llamado Reino
Unido Paraná-Grandense; o, en caso contrario tomarían represalias las
tribus confederadas. También, exigían a los del Reino Unido, un
plebiscito para liberar a los pueblos cautivos dentro de su territorio y
sistema ¿político? feudalizado. El
barón de Terra Nova dio un violento puñetazo al escritorio, con tan mala
suerte que el cristal que lo cubría se astilló haciéndole un severo
corte en el revés del puño, nada grave, pero el ridículo cubrió toda
su sombra y el resto. —¡Maldita
sea la hora en que confié en un hato de imbéciles para esta sagrada misión
de restitución de nuestro patrimonio occidental! —bramó, cual
orgulloso toro a punto de ser castrado —.
¡Cinco regimientos blindados y casi diez mil hombres perdidos, por
causa de algún idiota de Inteligencia que calculó mal esta jugada! ¡Y
encima me envían un ultimátum, como si yo fuese un presidentillo de
republiqueta bananera! ¡Respondan a esos insolentes que no claudicaremos,
y yo, yo, personalmente asumiré el coste y dirección de esta guerra! El
paciente Secretario Real, tomaba nota de los exabruptos proferidos por el
real energúmeno S.M. Joaquim Jairo Levi Brandão, barão da Terra Nova,
rei do Paraná e Río Grande e visconde do Guaíba, además de otros títulos
autoconferidos que no vienen al caso detallar.
Evidentemente, la cosa iba para el lado de los tomates y las
chauchas. Una guerra nunca es
deseada por nadie en su sano juicio, y menos por quienes deben poner el
pellejo como bandera de alguna causa desquiciada.
Al menos, nadie que no tenga algo que ganar con ella.
Y siempre, la mayoría tiene mucho que perder, aunque su bando
fuese vencedor. De pronto, el barón se sintió más solo que poste en el
desierto. ¡Tanto tiempo
esperando la oportunidad de disponer de madera mientras se regeneraban los
bosques de Mato Grosso, para acabar derrotados por una banda de pelados! Si
los informes de la tripulación del Amazonas —de los que pudieron
escapar de la masacre— fueran dignos de crédito, los bugres del
sudoeste del Paraná tenían, no sólo armas, sino aviones de tecnología
más avanzada de lo que hubo supuesto. O de lo contrario, recibirían
ayuda de algún lado. No era posible que... El
barón de Terra Nova, ordenó a su secretario real que no se lo molestase
y luego se encerró en su despacho a llorar a carcajadas. Los
días pasaron en relativa calma, como todas las calmas que preceden a las
tribulaciones; esa relativa calma del buitre que revolotea en las alturas,
aguardando el desenlace de la agonía del sediento en medio del desierto;
o la calma de la esposa que aguarda al marido calavera (o al revés), para
ajustar cuentas. Lo cierto es
que, si bien terminaron las incursiones en territorio gwarán, tampoco
hubo respuesta alguna de parte del barón de Terra Nova, aunque un
sospechoso movimiento de tropas irregulares hacia Foz do Iguaçu no
presagiaba nada bueno para los gaúchos.
El
comandante Jagwareté y el general Atlacàtl se reunieron con los
prisioneros a fin de decidir qué hacer con ellos. Muchos de éstos eran
mestizos o mulatos y muy poco tenían que ver con los
intentos de agresión, por lo que el mexicàtl les preguntó si
deseaban regresar a su país, ser fusilados o integrarse con los gwarán y
convertirse en aliados de la libertad. —La
gran guerra terminó antes de nacer yo.
No sé cómo, fui a parar en Porto Alegre buscando trabajo y me
enrolaron forzadamente en un ejército ajeno a mí
—dijo uno de los soldados enemigos, y prosiguió:
—Nos dijeron que todo sería muy fácil.
Simplemente debíamos ocupar este territorio y luego vendrían los
empresarios a sacar madera. Nada
más. —¿Y
les pareció fácil después de lo que pasaron? —preguntó Jagwareté
con sorna no exenta de compasión. ¿Piensan volver a intentarlo esta vez?
Ya son ocho veces que han procurado invadirnos y ahora estamos
mejor que nunca. Este hombre que ven aquí, ha derrotado a los más duros
guerreros en la antigua América del Norte, y dispone de los mejores
aviones y helicópteros de combate construidos antes de la guerra.
¿Les parece que debemos deshacernos de ustedes, o tienen alguna
propuesta sana que hacernos? Los
prisioneros, quedaron consternados y tiesos al sopesar la posibilidad de
acabar frente a un pelotón de fusilamiento o algo peor.
Recordaron que los oficiales hicieron correr la voz de que los
prisioneros serían comidos vivos por los bugres de la región.
Al ver sus rostros carcomidos por la angustia, Atlacàtl sonrió y
les explicó, cual si adivinara sus cuitas: —No
es cierto que los prisioneros serán comidos vivos. No somos tan salvajes,
señores. Primero hay que cocerlos a fuego lento, con especias, chile
picante y salsa de ají verde al vino. ¡Y estarán deliciosos! Los
cautivos abrieron los ojos cual ventanas de castillos embrujados y sudaron
como jarras con agua helada de tereré. Ser comidos no figuraba en
sus planes de Estado Mayor. Debían
ser cautos en sus respuestas, por las dudas. No fuese que se cumplieran
las profecías de los oficiales del Reino Unido del Sur... todas fallidas
por otra parte.
Finalmente
—en forma unánime y sin excepciones—, decidieron adherirse al
movimiento de resistencia activa de los indígenas, pues que casi todos
los soldados del Ejército Real, eran mestizos o mulatos y pertenecientes
a las mayorías proletarias del Reino de opereta de los terratenientes
conservadores blancos. Mera
carne de cañón, sin derecho alguno a igualdad de oportunidades con
respecto a éstos últimos, quienes aún tenían el poder que casi les
arrebatara la guerra intercontinental de 2032
DC en adelante. Por
lo menos, estarían en igualdad de condiciones y lucharían por lo que
estimaban suyo: la vida y la tierra.
El jefe Jagwareté les explicó que no debían temer a los cueros pálidos
del este, sino a sus propias conciencias. —Si
desean unirse a nosotros, ¡bienvenidos, hermanos de Abya-Yala a nuestra
fuerza de resistencia! A
partir de hoy, todos vuestros camaradas que aún sirven al barón de Terra
Nova y sus secuaces, tienen mi palabra de que serán bien recibidos si
decidieran desertar de ese ejército de morondanga manejado por
maturrangos, petimetres y pisaverdes de vistoso uniforme y nula
inteligencia. No os tomaré juramento alguno, pero aceptaré vuestra
palabra en prenda. El general
Atlacàtl será testigo de ello, y lo nombraré ejecutor oficial de
quienes la violen. ¿De acuerdo? Todos
sin hesitar aceptaron con un estentóreo ¡Sí señor! a la
propuesta del jefe gwarán. Tras
esta toma de partido, los prisioneros fueron conducidos al
cuartelillo-caverna de Yvytyruzú a fin de ser entrenados en tácticas de
guerrilla, despojándose del pesado, ampuloso e ineficaz uniforme militar
de los blancos. En cuanto a los aliados mapuches, incas y otros, irían
llegando para integrarse al movimiento en breve. Inti Nahuel Peñi no
tardaría en llegar con una columna de guerreros, con quienes estaba
cruzando el antiguo Chaco paraguayo en viejos camiones del extinto ejército
boliviano, ahora en manos quechwas y aymarás.
En realidad, los gwarán no precisaban un gran ejército, sino
simplemente sentir la adhesión solidaria de sus iguales; quienes por
largo tiempo, fueran oprimidos por la pesada carga de la injusticia y las
desigualdades; de quienes fueran esclavos por la fuerza, en su propia
tierra. El
barón de Terra Nova, ante la disyuntiva de tener que proseguir el asedio
de Gwarãretã por presión de los latifundistas y empresarios
riograndenses y paranaenses... o acceder al ultimátum de los bugres,
decidió convocar a su gabinete civil para trazar un curso de acción,
antes de convocar a sus condottieres, jagunços y mercenarios. La
palabra capitulación, no figuraba en su diccionario y la descripción
difusa de los sobrevivientes de sus aventuras bélicas, respecto al
potencial de los guerrilleros, no lo desanimaron del todo de proseguir la
escalada; aunque las pérdidas en hombres y material fuesen cuantiosas.
Las millones de hectáreas de bosques subtropicales regenerados
dentro del territorio indígena lo justificaban.
Hizo las cuentas y éstas, lo ilusionaron de lo presuntamente
ganancioso del asunto. Los
más conspicuos hacendados y latifundistas de los Estados confederados en
el llamado Reino Unido del Sur, acudieron a la reunión con el gabinete
civil del rey: S.M. Joaquim Jairo Levi Brandão,
barão de Terra Nova e visconde do Guaíba.
Los adiposos empresarios, amos de horca y cuchillo —tras
sobrevivir sus padres a la Guerra Intercontinental que precediera al
desmembramiento del Brasil—, decidieran tener un gobierno monárquico
que estuviese a tono con el sistema feudal que siempre imperara en la
antigua república federativa.
Por otra parte, los libraba de las costosas y riesgosas elecciones
periódicas de antaño, en que los partidarios de las izquierdas, tomaran
el poder a principios del siglo XXI y casi liquidaran a las obsoletas
estructuras de latifundistas y mega-empresarios del inmenso país, hoy
subdividido. No olvidarían
la lección por mucho tiempo, y, tras pensarlo un poco, instauraron la
monarquía, aunque sin los Bragança, exterminados durante un bombardeo en
la vieja Río de Janeiro, hoy redenominada Tupínambáretã.
Prefirieron a un latifundista de Río Grande del Sur y empresario
exitoso y además masón especialmente experto en la usura, para su primer
rey. Ahora,
tras los fracasos de ocho expediciones comenzaban a dudar del exitoso
y sopesar las posibilidades de exigirle cuentas. Huinakulli
y el líder Inti Nahuel Peñi, se encontraron por primera vez en Calama. El primero llegaba del norte y el segundo del sur del
continente. Nada más
conocerse, se juraron mutuamente no descansar hasta abolir todo régimen
monárquico y empresarial en el continente; restaurando libertades y
respeto al semejante. Algo
que, ciertamente tampoco los antepasados indígenas supieron hacerlo; lo
que desatara sobre ellos la feroz opresión luso-española e inglesa. Los
actuales líderes indígenas, eran conscientes de ello y de la necesidad
de crear un nuevo orden de integración sin sometimiento
y de respeto, sin imposiciones ni coacción.
Obviamente debían desechar muchas tradiciones sangrientas de sus
antepasados, en cuyas guerras intestinas se desangraran por muchos siglos. También adoptarían nuevas corrientes de pensamiento
humanista, algo más acordes con la armonía interior del ser humano y con
las nuevas pautas de conducta social, aprendidas de los filósofos que
dejaran sus huellas en muchas escuelas
chamánicas. No
todo lo que heredaran de los suyos era bueno; no todo lo que les legaran
los cueros pálidos era malo. El
equilibrio y la autocrítica son señales de incipiente sabiduría y
despertar de conciencia. Los chamanes de todo el continente estaban
haciendo esfuerzos para lograr la autodeterminación de los pueblos y
naciones originarios. Sólo
así, lograrían la derrota de quienes detentaban aún poder en ciertas
regiones, pretendiendo extender su hegemonía contra los insurgentes,
quienes luchaban por sobrevivir y reorganizarse nuevamente.
Largas jornadas faltaban para la satisfacción de un largo anhelo
de libertad y justicia. Ordenó el tendotá un festín en honor a la victoria y salutación a los hermanos que no tardarían en llegar desde el poniente a poner hombro y corazón en la lucha. Jagwareté no iba a escatimar fatigas en la conquista de sus objetivos; que eran los deseos de todos ellos. Además, muchos de los hermanos provenientes de Nueva Teotihuakán eran sabios en lo concerniente a La Palabra y no dudaría en solicitar su concurso para dictar leyes y códigos que regulasen en lo sucesivo las relaciones entre iguales; entre hermanos, unidos en torno a un ideal común: la unidad en la diversidad cultural. —Hemos
tenido fracasos y pérdidas, Su Majestad, y ninguna ganancia hasta ahora
—expresó el conde Sampaio Manoel Moacir da Beira-Mar, estanciero de la
región—. No dudaremos en
contribuir al esfuerzo de esta guerra, pero necesitamos resultados
concretos. Además, no
podemos tolerar este ultimátum insolente de los bugres, que, con
insultante osadía han dirigido a través de S.M. a todos nosotros. —Los
escucho, señores —dijo el ahora indeciso barón de Terra Nova—.
¿Tienen alguna sugerencia, o simplemente críticas a la manera de
encarar estas operaciones? Les
recuerdo que nuestro ejército, pese a sus pertrechos, es algo deficiente
en material humano. Los
oficiales fueron casi improvisados con hijos de hacendados y nobles de
este reino, pero no respondieron a las nociones mínimas de estrategia.
No podemos luchar en terreno desconocido con enemigos desconocidos.
Los informes de inteligencia, no previeron que los bugres
tendrían armamento de tecnología punta.
Todos somos culpables de estos fracasos, no sólo mi persona. —¿Y
qué pasará si nos vuelven a derrotar esos descastados? —preguntó el
Vizconde de Porto Alegre, empresario financiero de la región—.
¿Se atreverán a invadirnos y cumplir con sus amenazas? —De
una cosa estoy seguro, señores —respondió
el ahora más seguro rey—. Los bugres nunca amenazan en vano. Salvo que mueran antes de cumplir con su palabra, que para
ellos vale más que su vida. Sí,
creo que la cumplirán. Salvo
que nos avengamos a sus demandas y los dejásemos en paz, intentarán
tomar nuestro país y expulsarnos o exterminarnos de una vez todas.
Esa es la situación y a esto nos han llevado los incompetentes que
tenemos por oficiales. —¿Con
qué armamentos contamos para un ataque masivo por varios flancos?
—preguntó el duque de Paraná y Lord de Foz do Iguaçú. —Aún
tenemos artillería operativa, de pesado, medio y leve calibre, más tres
acorazados de río, algunos monitores sobre el Paraná, unos veinte
aviones de combate en situación operacional; cincuenta transportes Amazonas
y cinco mil hombres de caballería e infantería.
Nada más. —Y
los bugres ¿con qué cuentan hasta ahora? ¿Tienen informes
fidedignos acerca de su poderío? —preguntó el vizconde de Porto
Alegre, algo desalentado al ver esfumarse sus esperanzas de lucro rápido. —Los
informes que teníamos, les atribuían armas automáticas del desaparecido
ejército paraguayo, unas pocas toneladas de municiones y explosivos,
arcos flechas y cerbatanas envenenadas. pero ante los incuestionables
hechos acaecidos, deduzco que tienen el apoyo de poderosas fuerzas
militares. Seis AMX, ocho fuerzas de tareas y once transportes Amazonas,
con todo y paracaidistas, fueron puestos fuera de acción.
Y sólo con cazas supersónicos armados de misiles de largo alcance
podrían derribar a los AMX. Estos
fueron diseñados en Europa por la antigua Aeritalia y construidos bajo
licencia en el desaparecido Brasil, en varias factorías de la Embraer.
Disponían de electrónica y radares además.
No sé qué pudo haber sucedido. —¿Tiene
a disposición hombres que hablen el guaraní y además lo lean y
escriban, Sua Majestade? Los
necesitaríamos para que se incorporasen como quinta columna a su banda de
asaltantes de caminos —sugirió
el coronel Marabunta Ribeirão e Fagundes Do Río Prêto, comandante del
IR-1 (Inteligencia Real-Uno)—. Si
dispone de alguien, demos una tregua para dar tiempo a una misión de
espionaje en territorio de los bugres. —¡Excelente
idea! —exclamó con no poca ironía el barón-rey. —Sólo que deberíamos
contratar a alguien que no existe.
Por lo menos en este reino del Sur.
A fines del siglo XX, los kaingãng (ka’ygwã) o kaiowás
de Mato Grosso norte y sur, se suicidaban en oleadas o los mataban los jagunços
(pistoleros de alquiler) de los fazendeiros.
Para los inicios de nuestro siglo, han desaparecido por completo.
Además, se harían matar antes que trabajar para nosotros, si
existiese alguno por ahí. —Entonces,
busquemos otra salida. No
podemos decidir sin tener datos de relevamiento reciente acerca del poderío
de los gwarán y sus aliados desconocidos.
Sé de buena fuente, que las republiquetas de los bugres del
oeste, transandinos o cisandinos, están organizadas en pequeñas comunas
autosuficientes, pero mantienen fuertes lazos entre las tribus
confederadas de este continente.
Ello, fruto de una larga labor de su parte a lo largo de medio
siglo XX y tres cuartos del XXI mientras nosotros, los amos del
continente, nos desangramos en inútiles guerras por simples malentendidos
—explicó el coronel Marabunta, con aire doctoral. —Deseo
aclarar al ilustre expositor, quien nos deleitara con sus últimas
palabras, que las guerras tenían por objetivo los postulados de Iron
Mountain, acerca de su deseabilidad, como niveladora demográfica;
como generadora de inventos y tecnologías-punta; como motora del comercio
y el desarrollo de las naciones hegemónicas, aún a costa de las periféricas
(hasta me atrevería a decir: marginales) —retrucó el barón con la
sorna más gruesa de su cínico repertorio, prosiguiendo a continuación—.
Quienes creyesen que una guerra responde a motivaciones patrióticas,
miente descaradamente, y lo asumo a plenitud. ¿Para qué ser hipócritas
entre nosotros, hermanos de los Misterios de la Sacra Logia Universal de
Elegidos del Gran Ingeniero del Universo?
Seamos sensatos y cantemos la justa en esta guerra santa que hemos
emprendido contra la barbarie, la ignorancia y la falta de respeto a
nuestras áureas divisas; donde el cetro es el caduceo de Mercurio-Hermes,
el de la Tabla de Esmeralda; dios del comercio y de los ladrones. ¡No
podemos retroceder en nuestras intenciones globalistas, porque somos los
elegidos del Gran Ingeniero del Universo! —Entonces
—opinó alguien al fondo—, estamos
perdidos. Los
guerreros de Tikal y Chichen Itzá formaron de a cinco en fondo en la
pista de Xibalbaktun, en espera del gigantesco Mriya (sueño),
pilotado por el ingeniero Hunter, que los conduciría hasta Calama, desde
donde irían por tierra hasta las boscosas tierras de Gwarãretã al sur.
Los mèxica y mayas de Huinakulli, ya estaban allá, listos para lo
que fuese. El último reducto
de los tzitzimines en el sur, estaría siendo puesto a dura prueba por la
confederación indígena coaligada en defensa de los gwarán agredidos por
los blancos sin declaración previa de hostilidades. Poco
más tarde, estaban en vuelo en el Antonov 225, el cual holgadamente podía
transportar hasta seiscientos hombres. No tardarían en llegar dos viejos
C-17 americanos, pilotados por Daly Sasquatch y Bor Thimoxtzin de Tikal,
entrenado por Hunter con otros indígenas de la región.
A más tardar en doce horas, estarían todos en Calama como para
unirse a las huestes de Jagwareté y la lucha libertaria de los gwarán.
Pareciera que la historia iniciaba a revertirse en pro de los
largamente postergados y discriminados por la injusticia.
Esta, sería una lucha sin cuartel, aunque sin la brutalidad de
otros tiempos; especialmente la empleada en las últimas guerras europeas. El
tendotá de la nación pãi-tavytërã, no era simplemente un
caudillo acorralado por el sistema que se negaba a morir, sino el símbolo
de una larga lucha por la autodeterminación y la libertad de un pueblo
oprimido por infames cadenas, desde tiempos inmemoriales; porque hasta la
memoria les fuera arrebatada por quienes —en nombre de un soberano
ausente y de un dios extraño— impusieran su dominio férreo sobre todo
un continente, implicando un intento (en muchos casos fue más allá) de
destrucción de las culturas originarias en lo material y en lo
espiritual, poniendo fuera de la ley a los insumisos. El
gigante del aire se posó en la planicie del desierto de Calama y rodó
hasta la cabecera sur, deteniéndose majestuosamente ante los caudillos
reunidos para recibir a los efectivos de la Confederación del Norte,
quienes ordenadamente desembarcaron para sumarse a la reconquista de la
libertad perdida, aunque no del todo.
Siempre
—aún en los momentos más angustiosos de opresión—, queda un
resquicio de libertad interior inalienable, pese a los hierros candentes y
a los verdugos seglares o clericales; pese a las murallas de las mazmorras
y a los capataces de las latifundiarias haciendas.
Esa libertad interior que se prolonga más allá de la muerte física
y es patrimonio de cada ser consciente de sí mismo y de su lugar en el
cosmos. Esa libertad, preludio de la mítica Tierra-sin-Mal (yvymãrãvé’ÿ,
en guaraní) de muchas culturas armónicas (“primitivas” decían los
antropólogos de la vieja escuela) que enseñaban el respeto a la
naturaleza, tenía su raíz en el alma del Hombre y no tanto en los
sistemas políticos o empresariales que intentaban sojuzgar nuevamente a
un mundo devastado por guerras y contaminación. El
comandante Jagwareté aterrizó en compañía de Atlacàtl, Huinakulli y
el líder mapuche Inti Nahuel Peñi en Calama, a bordo del vertol V-22 Osprey.
Ya los guerreros aztecas y mayas esperaban para el mitin
asambleario de la futura Alianza Continental. Solamente faltaban los
hermanos sioux, navahos, crows y apaches del norte, los cuales a causa de
la guerra hubieron perdido muchas de sus reservas; más por la contaminación
química y biológica, que por explosiones nucleares efectuadas, aunque
habría tierra para todos, en cualquier lugar del continente, hogaño casi
despoblado. El
objeto de la asamblea continental, era la redistribución de hábitat a
muchas parcialidades desposeídas o expulsadas de sus tierras ancestrales;
así como la reconstrucción de muchas culturas y pueblos extinguidos o
desaparecidos. Para ello, Huinakulli hubo acopiado datos acerca de la
historia, lenguas y costumbres de muchas tribus y clanes, a fin de
reorganizarlos con sobrevivientes, no sólo indígenas, sino mestizos,
blancos, negros y mulatos descendientes de la era postcolonial, que también
necesitaban un lugar bajo el sol para crecer como seres humanos. La
sesión de la asamblea continental no estuvo exenta de asperezas y quizá
algo de nervios, pero también de ideas y conceptos clarificadores acerca
de los objetivos de autodeterminación.
Los caciques, quracas y theotonocallis desarrollaron un plan para
la redistribución de tierras y recursos a todos los pueblos desplazados
de sus tierras, lo que incluiría a los no indígenas, que deseaban
integrarse con las nuevas naciones y culturas emergentes. Otra de las
resoluciones de la asamblea, fue la de abolir todas las antiguas fronteras
creadas por los colonizadores y los independentistas posteriores y
declarar patrimonio común a todo el continente. Tan sólo faltaba definir
el símbolo que identificase a la confederación, aunque no deseaban
banderas ni escudos separatistas; los que por largo tiempo estuvieran tras
las guerras y matanzas en todo el planeta, en cruzadas de dudosa
legitimidad y pésima santidad, eligieron simplemente el color blanco de
la Paz y el verde vegetal de la madre natura. Pronto
llegaron los hermanos del norte a sumarse a la asamblea con sus atributos
plumarios tradicionales de siglos. Los pueblos innuit habían
desaparecido en el primer tercio del siglo XXI, entre otras causas, por el
hambre y las enfermedades producidas por la contaminación y el
calentamiento global, que redujera su hábitat en el Círculo Polar Artico;
los deliberantes resolvieron repoblar las regiones árticas, una vez
disipada la contaminación y controlados los factores negativos que
incidieran en el exterminio de la población humana y animal de la región. Incluso,
en el antiguo Paraguay, la población gwarán, a principios del siglo XXI
apenas contaba con menos de seis mil personas; y su pervivencia se concretó
mediante la mucho más numerosa población de esta etnia en Brasil,
Venezuela, Colombia y las Guayanas de entonces, que sumaban poco más de
medio millón de individuos, lo que permitió la perpetuación de esa
cultura y lengua. —Los
actuales sistemas unificados de escritura, permitirán que la cultura se
difunda y se convierta en multiétnica, de manera tal que todos nosotros
valoremos el aporte a la poesía, el canto, la literatura narrativa y de
opinión —comenzó Huinakulli—. El
alfabeto Sequo’y’ah servirá para todas nuestras lenguas, que
serán aprendidas por las demás naciones y, a la vez, aprenderemos
nosotros las vuestras para conocernos mejor. Es así como habrá una
verdadera fraternidad, y, de paso, demostraremos con ejemplos a los tzitzimines
que hubiesen sobrevivido a estas tribulaciones actuales, que somos uno en
la diversidad y diversos en nuestra unidad. Un
cerrado coro de aplausos rubricó sus palabras por parte de los presentes.
Y ello, se daría pese a los egoísmos aún latentes, a los
resquemores todavía tibios, a los viejos imperialismos religiosos y a las
divisiones de castas. Especialmente
en el centro y sudoeste del continente.
Ello les permitiría emerger a un nuevo milenio, limpios de las
lacras antiguas; muchas de ellas heredadas, otras adquiridas de los
conquistadores, pero todas descartables.
La sana autocrítica era precisa, justa y necesaria para purificar
el presente y santificar el futuro. El
barón de Terra Nova, tomó el mando de la columna motorizada, poco antes
de emprender el cruce del Paraná a través de pontones.
Otras columnas, navegarían desde la región del Pantanal, y entrarían
desde el norte por el río Pajagwa’y (ex Paraguay), en tanto que
una tercera, lo haría a través del cauce seco del antiguo río Apa.
No dejaría baza sin jugar en esta oportunidad, más que nada, por
la presión de los hacendados y
empresarios que se la jugarían al todo o nada; aunque tenían
previsto irse a otro punto del planeta caso de fracasar, antes que los bugres
pudiesen cumplir sus amenazas punitivas. El
secretario del barón: Hunak S’hahalik, de ascendencia ishir, y
no árabe, como pensaba el rey, en la soledad del Palacio de la Aurora
—donde apenas quedara la guardia palaciega y media docena de
servidores— bebió un largo trago de la ayahuasqa y púsose a mascar un botón
de peyotl, antes de encerrarse en sus aposentos a meditar.
Tras cerciorarse de no ser objeto de vigilancia, se sentó en
posición de loto y se concentró en un punto luminoso; una vela de cera
encendida, y tras larga espera, sintió la mente de Jagwareté
unida a la suya. Una vez
establecida la conexión, le transmitió cuanto sabía de los
planes de invasión del barón de Terra Nova y sus tres columnas de
penetración, dando fecha, hora y lugar de partida de cada una de ellas. El resto, quedaba a cargo de los guerreros gwarán y
sus aliados. —Una
vez neutralizadas estas tres columnas, avanzaremos hacia ellos desde aquí
—explicó el general Atlacàtl a los allí reunidos—.
Otras fuerzas nuestras, lo harán desde las selvas costeras y desde
Tahuantinsuyu, a través del Gran-Río-de-los-Pájaros y sus tributarios.
A mi vez, los hostigaré desde las alturas con mis aves de metal,
aunque sin atacar objetivos civiles.
Tengo otro pajarito japonés de doble fuselaje y del tamaño de
tres viejos jumbos que nos hará el acarreo de pertrechos desde el norte. Los helicópteros se encargarán de los motorizados
y los guerreros hostigarán a los señores fazendeiros por tierra.
Una vez en el Reino Unido, buscaremos consolidar nuestras
posiciones. Pero insisto,
hermanos, a no intentar acelerar el proceso de manera radical.
Esto tomará su tiempo, porque nuestra intención es hacer el menor
número posible de muertos en ambos bandos.
Por tanto, haremos guerrillas de desgaste, hasta que se avengan en
aceptar nuestras condiciones. Nuestros
informes nos sugieren que este es el último intento de tomar el
territorio de Gwarãretã y empeñarán toda su parafernalia bélica, en
tanques, aviones y embarcaciones; así como el grueso de su material
humano. Muchos de ellos, ya
están aleccionados para desertar y unirse a nosotros, pero antes de
aceptarlos, serán sometidos a la prueba de la virola y la ayahuasqa,
para saber si llevan buenas intenciones o son proclives a traicionarnos.
De probar su sinceridad, serán nuestros aliados.
De no, serán juzgados y expulsados del continente con los otros
patrones de la tierra. Por
su parte, Jagwareté, el rebelde de Yvytyruzu expresó:—Muchos de
nosotros hemos de caer, seguramente, frente a las fuerzas enemigas.
Pero quienes sobreviviesen, serán recompensados con una patria común
fraternal y solidaria. Sin
caudillos, regidores ni nada parecido a lo que los cueros pálidos conocen
como “autoridad” o simplemente tiranos.
Ellos están empeñando todo su poderío para vencernos y la lucha
será dura y hasta cruel, pero evitemos quitar la vida a traición, sino
de frente Es todo, hermanos. Y ahora, cumplamos con nuestro deber. Las
fuerzas invasoras del Reino Unido, divididas en tres cuerpos entraron a
Gwarãretã cierto día, en un desesperado intento de someter
definitivamente y exterminar a sus habitantes.
Un flota de lanchones con escolta de monitores cañoneros, bajaba
lentamente por el río Pajagwa’y, más conocido por su antiguo
nombre de Paraguay, desde el Pantanal, en tanto que, tras prudente
sincronización, las otras dos penetraron por el Paraná y por el cauce
seco del Apa sin ser interrumpidos en los primeros tramos.
La columna embarcada pudo llegar hasta las cercanías de las ruinas
de la antigua capital llamada Asunción, situada al occidente de Yvytyruzú,
aproximadamente a la hora novena. Allí,
debieron realizar un desembarco combinado, aparentemente sin novedad.
En esto estaban, cuando el infierno se desató en las playas del río,
donde aguardaban ocultas minas M-33, así como una repentina lluvia de
granadas de mortero del 4.2, desde las orillas chaqueñas. Los incursores no pudieron reponerse de la sorpresa,
mientras el tableteo de los cañones de 12,7 y 30 milímetros de los helicópteros
artillados, barría la playa en busca de carnes que morder y vehículos
que perforar. Muy pocos
soldados tuvieron a bien escapar del chaparrón de fuego para refugiarse
en el bosque orillero, donde los aguardaban desnudos guerreros, pintados
de tizne, de fiera mirada y pavorosa puntería.
Dos mil quinientos prisioneros quedaron como saldo de la jornada;
la que húbose definido en menos de una hora, con escasas pérdidas en
heridos para los defensores. Bajo
índice de difuntos hubo, pese a la prolífica distribución de cordita, pólvora
y altos explosivos, generosamente donados por el extinto gobierno
norteamericano a las generaciones futuras. Es
que los guerreros confederados tomaron en cuenta el pedido de Jagwareté,
de evitar números altos de cadáveres a fin de contar con aliados nuevos
con que derribar al penúltimo bastión racista que restaba en el sur del
continente. El
desastre acaecido a la primera avanzada, no impidió que las otras dos
intentasen penetrar para un abrazo de pinzas que les posibilitaran la toma
del territorio aniquilando a los rebeldes; pero del dicho al hecho y del
plan a su concreción, existen trechos intransitables algunas veces.
Lo que restaba de la aviación del Reino Unido del Sur intentó
realizar misiones de apoyo a los invasores. Tomando
en cuenta los resultados anteriores, resolvieron formar en caja
para defenderse de ataques de interceptores rebeldes, los que según
informes, eran de temer por su velocidad y precisión de tiro.
Para entonces, los AMX estaban protegidos en las alturas por
viejos Xavantes y Mirages III, aunque la efectividad de
estos últimos era dudosa como las intenciones de sus comandantes. La
columna invasora que penetró
por el Paraná serpenteaba bajo la umbría selva; desafiando al barro y la
lluvia, pensando los estrategas que ésta los haría pasar desapercibidos,
y que los guerreros rebeldes estarían bien guarecidos de ella en algún
lugar abrigado. Craso
error de apreciación. El
comandante Jagwareté, estaba alertado con antelación y tomó sus
providencias: minas M-33, condimentadas con envases de napalm ocultos bajo
las mismas, aguardaban a la caravana de metálico son y ronca voz de
motores, mientras en las alturas, los cazabombarderos de apoyo los
tranquilizaban con sus sibilantes pasadas de ilusoria protección. Casi
sin percibirlo los pilotos gaúchos, cuatro veloces interceptores
como brotados de la nada, atacaron los flancos de la formación de Xavantes
y Mirages al mismo tiempo; sin dar ocasiones de reacción evasiva.
Pronto, el cielo se pintó de nubes redondas de color blanco grisáceo
que competían con el encapotado celaje de
lluvia primaveral, tras las explosiones de los cazabombarderos al
recibir y alojar a los misiles Sparrow y Atoll que
vinieron a por ellos. Los AMX intentaron presentar combate a los F-22,
que acabaran con la escolta en menos de cinco minutos. Poco
pudieron hacer los pilotos de los lerdos AMX, frente a los veloces y
maniobrables avispones que, sin salir de formación fueron repartiendo aceitunas
por el espacio hasta despejar el nuboso cielo de manchas verdeamarillas de
camuflaje y banderas heredadas del imperio del Brasil y aún vigentes en
el Reino Unido del Sur. Muy
abajo, en plena selva del Ka’agwazú, las cosas no iban mejor para los
soldados del barón de Terra Nova. Los
zapadores de vanguardia pudieron localizar las minas, a costa de sus
propias vidas, desparramadas por el entorno, gracias a oportunas
detonaciones radiocontroladas; ya que Jagwareté prefería este método
por ser más efectivo que las espoletas de presión-relevación normales. Los
blindados y su tripulación detuvieron su marcha al sentir el calor de las
bombas de napalm regadas por el sendero barroso y resbaladizo.
Dado lo estrecho de la picada, no había opción de retroceder con
tanto fierro en marcha de pesadas cadenas-oruga y blindajes; por tanto,
debieron tomar posiciones y aguantar el aluvión de misiles gentilmente
despachados desde rasantes y veloces helicópteros de asalto, que, casi
sin ser vistos, pasaban dejando caer bombas incendiarias y explosivas a
fin de asegurar resultados para su equipo de pelota-tatá
(pelota de fuego, antiguo deporte de invierno de fiestas
patronales religiosas). No
tardaron los comandantes de la columna invasora en hacer flamear —pese a
la copiosa lluvia— una gran pieza de lienzo blanco, que traía alguien
previendo tal contingencia. Esto
fue divisado desde lo alto y como por ensalmo cesó el ataque, dejando a
cargo de los desnudos combatientes tiznados, la toma de prisioneros y la
requisa del material abandonado y aún indemne para su reciclaje. No
tardaron los gwarán en hacerse presentes en el teatro de
lucha —con sus vistosos colores pintados sobre la piel—, vestidos nada
más que con sus cananas y fusiles, arcos, ballestas y flechas. Los
aterrados soldados y oficiales del Reino Unido del Sur, manos a la nuca y
con espasmos intestinales, los recibieron hasta con alivio. Pese a su
fiero aspecto y torvas miradas, eran más simpáticos que los halcones de
metal que merodeaban aún en los cielos encapotados de lluvia. Encolumnados
en fila india, los efectivos del fallido Ejército Real fueron conducidos
hasta un claro de la selva, donde unos rústicos techos de paja camuflados
con ramas verdes, hacía de cuartel guerrillero de los gwarán.
Una vez allí, despojados de armas y uniformes, fueron interrogados
y separados luego en grupos de veinte en otros tantos ranchos periféricos,
protegidos de la copiosa lluvia. La
columna incursora que cruzara el cauce seco del viejo río Apa, hacia el
norte de la región, no tuvo mejor suerte que las dos primeras, ya que
eran aguardados desde tres días antes en las fragorosas serranías del
Amambay, en las cercanías del antiguo anfiteatro natural denominado
Cerro-Korá, hasta donde se acercaron los incursores para hacer un corto
campamento antes de avanzar hacia el centro por la vieja y deteriorada
picada que conducía hasta Yvytyruzu, sin sospechar la celada que los
aguardaba.
Tras
ordenar el vivac, los comandantes y oficiales se reunieron para
urdir el plan de ataque en la certeza de que sus movimientos pasarían
desapercibidos. No intentaron
ninguna comunicación radial con las otras columnas, a fin de no levantar
perdiz caso de ser interceptadas sus comunicaciones.
Tenían por cierto, que las otras columnas estarían en plena
batalla contra los insurgentes, y por supuesto, con victoria asegurada.
Una muralla de cerros verdiazulados se recortaba contra un encelado
horizonte de nubes lluviosas y fuertes vientos del norte.
Calcularon que ello los protegería de eventuales observadores y no
despertarían sospechas en esos despoblados andurriales donde tuviera
lugar la última batalla de una guerra genocida, hacía más de dos
centurias. Los
oficiales tomaron esta efeméride como augurio de una victoria sobre los
gwarán; sobre la barbarie incivilizada y cuanto representara la cultura
marginal, que aún se resistía a morir para dar paso al progreso
empresarial bien entendido, incluso por ellos mismos. No
imaginaban siquiera que por encima del amplio techo nuboso, ojos
infrarrojos seguían los movimientos de la columna, ahora formada en círculo
errático dentro de las posibilidades del escabroso terreno serrano.
No les cabía en el zapallo que estuviesen en una encerrona; pero,
sabido es, que los militares son estrictos cumplidores de órdenes y poco
apego tienen a la imaginación, salvo que se sintiesen en peligro, aunque
ya tarde para entonces. Los
avispones fueron puntuales en acudir a la cita, aunque sin ser
convocados por la contraparte.
Si bien tenían una vaga idea del potencial rebelde, la
inteligencia militar del Reino Unido del Sur, omitió por prudencia tal
información; lo cual —como dijéramos— fuera una imprudencia de su
parte. El factor
sorpresa, hizo estragos en la ya escasa moral de los pre-combatientes,
quienes sólo atinaron a buscar abrigo, donde fuese que los ocultara de
las miradas de lo alto. Pero
las miradas de los Raptor de letal aguijón, podían percibir hasta
las sombras de quienes
estuviesen ocultos a causa de su rastro térmico.
Muy pronto, las rapiñeras avispas de metal y fuego pusieron sus huevos
sobre los aterrados soldados. Esta
vez, todos olvidaron lo esencial sin excepción: nadie se acordó de traer
una sábana blanca por si acaso.
Este olvido debió ser imperdonable, pues —además de la mansa
lluvia que lo humedecía todo— las bombas no daban tregua ni cuartel a
los aterrados guerreros de opereta y sainete, con más uniformes y
fanfarria que coraje y decisión. Muchos
se pusieron a gritar en medio del fragor de la breve batalla y del
estruendo de la pirotecnia bélica. Algunos
incluso habían enronquecido a causa del aroma de la cordita, la pólvora
y el tolueno sin modos para hacerse oír por algún espíritu bueno que
les aliviase el temor. Finalmente,
cesaron —la llovizna y el bombardeo aéreo— sin que ninguno de los
sobrevivientes pudiera hallar por lo menos papel blanco del reverso de algún
mapa, para pedir misericordia y rendir armas y bagajes a los desconocidos
que los diezmaran en menos de diez minutos. ¡Pensar que, hasta banda de músicos
tenían con ellos, para la entrada triunfal en la futura Provincia do
Paraná Meio! Los
guerreros méxica, mayas y mapuches, quechwa-aymaráes aliados en la lid,
se unieron a la columna que avanzaba hacia el oriente —inexorable como
la vejez—, en viejos camiones de extintos ejércitos regionales de la
vieja era de los nacionalismos, felizmente superada.
Seguramente los gwarán y sus aliados chiriguanos, tobas, matacos,
ish’ir y otros, estarían en vanguardia machacando a los gaúchos en
guerra de guerrillas y hostigamiento.
Los helicópteros artillados harían también de las suyas en Porto
Alegre, que a estas alturas habría perdido, sin duda, la alegría. Nada
más, faltaban los cazabombarderos furtivos F-117 Nighthawk y Sukhoi
Su 35 rusos de última tecnología, hallados en Mojave, los que
estaban aún a la espera de la batalla final de ablande.
El puente aéreo quedó tendido entre Calama y Foz do Iguaçú
donde, tras tomar el aeropuerto local, los gwarán pusieron literalmente
la alfombra para el aterrizaje de los supergigantes transportes Antonov
y C-17, de tropa y pertrechos, no dejándose intimidar por la tibia
resistencia de los pocos gaúchos y farroupilhos, que defendían
la frontera, sin demasiada convicción.
Una vez consolidada la cabecera de puente —en lo que fuera una
ciudad poco deteriorada hasta un par de días antes—, los guerreros
dieron señal de pase verde a los transportes Antonov y C-17
para descender con su cargamento de esperanzas y libertad, amparados por
pertrechos, aprestos, hombres y coraje. El
barón de Terra Nova se hallaba entre los prisioneros de la segunda
incursión y era el tenedor del albo lienzo que detuviera la lluvia de
balas de 12,7 y 30 milímetros de los Warhawk y Hokum que
los atacaran horas antes. Por
prudencia, evitó darse a conocer como el que era y prefirió fingirse un
militar más de los mandos Reales, pero no pudo evitar que uno sus
oficiales lo señalase con el dedo correspondiente, identificándolo
vergonzosamente. No tardaron
en venir a por él, conduciéndolo ante los líderes de la coalición de
tribus continentales. Jagwareté
no se hallaba allí por estar en el frente de la frontera, pero sus
lugartenientes Tajykãtï y Mainumby con los demás jefes de la alianza,
se hallaban prestos a dialogar sobre la suerte del rey de una nación de
ficción monárquica, en el sur subdesarrollado de un continente; al que aún
llaman América, aunque con un dejo de nostalgia. —¡Deben
tratarme de acuerdo a mi rango, nobleza y jerarquía!
—protestó el barón de Terra Nova al saber que tendría un
sumario juicio marcial por parte de sus captores. —Su
rango y jerarquía, señor Joaquim Jairo Levi Brandão y etcétera, no
tienen valor alguno en una nación libre como la nuestra.
En cuanto a lo de su presunta nobleza, mejor ahorrar comentarios.
Dentro de poco, esta nación será todo el continente —respondió
Inti Nahuel Peñi, uno de los presentes—.
Usted no es más ni menos que nosotros y debe dar gracias a su
dios, o a su Gran Ingeniero del Universo, por el hecho de haber caído en
nuestras manos. Otros,
lo hubiesen fusilado sin juicio por crímenes de guerra e intentos de
agresión a nuestras naciones.
Mejor cállese y reserve su elocuencia para el tribunal sumario que
lo aguarda. Esto
último tuvo la particularidad de helar la sangre del acusado, quien
derramó lágrimas en pro de salvar su pellejo, aún no informado todavía
del curso de las operaciones. Si
supiera que su barroco palacio kischt
estaba siendo bombardeado desde los cielos, se sentiría peor aún,
ya que todavía abrigaba esperanzas de que los suyos llegasen a tiempo,
como el Séptimo de Caballería de las películas viejas del oeste
donde los malos eran siempre los indios. De haber sabido que todas sus esperanzas estaban en
franca declinación, probablemente habría solicitado varios rollos de
papel higiénico. Las tripas no mienten. Ese olor a mierda delata la
cobardía, sin duda, y el miedo es sincero. El
centro de Porto Alegre estaba en llamas y sus habitantes no esperaron
pasivamente que los incursores acabasen con lo que quedaba en pie en su
microcentro e industrias estratégicas, para solicitar una tregua
incondicional en ausencia de su gobernante, el barón de Terra Nova. Los
atacantes accedieron a fin de dictar los términos de la cesación de
hostilidades, ya que, tras dos semanas de lucha, sus fuerzas ocuparon gran
parte de Río Grande y Paraná, con no demasiadas pérdidas.
Por lo demás, muchos habitantes del Reino Unido del Sur, que
pretendía perpetuar las instituciones feudales, basados más que nada en
el Catecismo de San Alberto —que pregonaba el origen divino de las
autoridades y otros ungidos de cada nación—, decidieron unirse a los
rebeldes. Más que nada por
la hartura de sentirse súbditos y vasallos antes que seres humanos en
confraternidad. El
barón de todos modos, debió intuir lo que le aguardaba. Tras ingresar al rancho que le serviría de prisión bajo
fuerte custodia, el barón encontró bajo el catre de tramas vegetales, un
rollo de cuerda olvidado. El
centinela que le acercó alimentos al día siguiente, lo halló pendiente
de una viga de la techumbre rústica de paja brava. Luego, Tajykãtï
recordó que bastara haber olvidado el rollo de cuerda para evitar tener que
convertirse en verdugo de alguien, que ni siquiera merecía la gloriosa
muerte de un soldado, frente a un pelotón. La
rendición de los gaúchos fue incondicional y aún cuando muchos
decidieran emigrar, una gran mayoría aceptó ser gobernada por los
representantes indígenas, aunque bajo un régimen de igualdad y justicia,
sin fronteras, discriminación ni barrera alguna.
La resolución de la magna asamblea reunida en Gwarãretã, el
decimocuarto kin del decimotercer uinal del dos mil noventa y cuatro, fue
la de abandonar las ruinas y cuanto restaba de las megalópolis
continentales y redistribuirse la tierra para evitar el deterioro a que
fuera sometido el planeta durante el siglo anterior y parte del actual.
Además, habría un Consejo General de Ancianos y Chamanes,
responsables de las decisiones que afectasen a todos los pueblos, sin
distinción de troncos lingüísticos o número de miembros. Jagwareté,
el reconquistador de los gwarán entregó el mando al Consejo de Chamanes
de su pueblo y pidió retirarse para meditar y prepararse a integrar el
Consejo de Ancianos más adelante, en su edad provecta. Ya habrían otros
más jóvenes katupyry
(briosos), que fuesen dignos de la responsabilidad de liderar una nación
libre; de conducir una confederación sin fronteras que tardara en
emerger, a causa de la corrupción política y excesiva dependencia de países
tecnificados, también exportadores de corrupción.
Tal
vez, dentro de cientos de tun, las leyendas hablasen de titánicos
guerreros voladores en bestias aladas de metal que vencieran, con ayuda de
rayos lanzados desde sus mecánicas
cabalgaduras. No
habrían más injusticias; porque sólo quienes tienen conciencia de
haberlas sufrido, las pueden comprender y rechazar.
No precisarían de adelantos tecnológicos de alto impacto
ambiental y elevado costes sociales.
Evitarían en lo sucesivo tener necesidades superfluas o
suntuarias, que representasen abuso de los recursos naturales en pro de lo
banal y veleidoso. Sólo así
reaprendería la humanidad sobre los errores del pasado. Huinakulli
el maya, convertido en maestro de maestros en la universidad humanista de
Nueva Teotihuakán, hubo perdido interés en las legendarias ruinas
heredadas de las grandes guerras.
Las leyendas pasan, lo perenne permanece. Los del futuro seguirían conociendo su pasado a través
de las narraciones míticas de lo que pudo haber sido, hasta estar
preparados para asimilar la historia, con sus luces y sombras.
A pasos del siglo XXII, lo oral iba tomando fuerza nuevamente, tras
miles de tun de utilización de los registros escritos, aunque éstos
sigan siendo fuente de información.
Esto
estimularía las memorias de los pueblos y su consustanciación cultural
en crecimiento continuo hacia el Ser.
Su mujer, Tesayvera, ya convertida en maestra de generaciones
nuevas, estaba a punto de coronar su tesis acerca de la historia
interrupta de quince generaciones de desarraigo, casi tres generaciones de
sobrevivientes y el enlace entre lo pretérito y lo futuro en la nueva era
contra quienes les negaban justicia. ¡Vaya uno a saber!
De todos modos, los guardianes del Saber siempre estarían en vela,
para que todos accedan al conocimiento de sus orígenes míticos; de su
pasado histórico y de un futuro mágico a descubrir y construir. En
lo porvenir, deberían todos ser regidos por la Imaginación, antes que
por los dioses o sus intermediarios en el mundo.
Todas las tribus del continente, unidas en un común destino de paz
y justicia, estarían gobernadas en delante por los más sabios, como
siempre debería haber sido, antes que por sistemas pervertidos donde
imperaban los mediocres y los tiranos disfrazados de demócratas,
amparados por armas y mercenarios institucionalizados.
Jagwareté el rebelde, votó por la abolición de las armas y su
conversión en herramientas de paz y trabajo, antes de renunciar a su
liderazgo a favor de un joven sucesor, quien a su vez estaría asesorado
por consejos de ancianos elegidos en soberana asamblea, por consenso, que
se renovaría cada lustro. El tercer milenio ya no sería, por lo menos en Abya-Yala, un tiempo de incertidumbres y turbulencias, sino de justicia, libertad y sobre todo de amor universal. La lección había sido dura, pero todos la aprendieron de una vez y para siempre. América había pasado a la prehistoria, mientras Abya-Yala-Nuk’atlan renacería para siempre. |
Chester Swann
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