Así ―sin testimonios de primera mano y buena fe― no se podría comprender una pesadilla semejante. Una pesadilla tan larga como media eternidad o un cuarto de ignominia secular, entre cuatro paredes sucias y grises de tedio.
Casi no se podría contemplar luz alguna en la oscuridad en cuarto creciente que tomó por asalto a todo un continente con su alado escuadrón de cóndores de utilería y carroña uniformada. Lo ténebre iba in crescendo como sinfonía fúnebre o pésima ópera bufa en las entrañas de sociedades decadentes y conformistas, como rebaño de corderos desprovistos de inocencia, lamiendo en filas disciplinadas las manos de sus matarifes sacrificiales.
Existieron en esos perversos tiempos de infamia, tumbas para vivos, sin nombre pero con documentación y prontuario, y ¿por qué no? también para muertos a quienes para seguridad, mataran hasta dos veces. La primera, sus cuerpos y luego sus memorias, aunque no siempre lo lograrían. Sólo mataron la memoria del pueblo que se niega a revisiones por temor… o exégesis de prudencia no ajena a la cobardía.
Esas tumbas para vivos estaban cerca de los vivos para recordarles la fragilidad de sus etéreas libertades virtuales que, al primer pinchazo de la cruda realidad, estallarían cual burbujas irisadas de detergentes soledades. Sí. Las tumbas existieron y sus plutones y carontes aún medran en la niebla de los olvidos, cual volátiles espíritus de la oscuridad, prestos a regresar. Recuerdo una de esas tumbas con muchos cristos y lázaros (algunos pudieron resucitar; otros, no tanto), empujados por annases, caifases y judas de distinto color al de los enterrados en ellas. Caronte recorría las calles en un vehículo rojo para apurar el cruce aquerontiano de los condenados al reino de los plutones, uniformados o no; que también los hubo.
Varios de ellos, llegaron en garras de cóndores desde los aires limítrofes. Otros, partieron a ocupar foráneas tumbas, por similares medios de siniestra locomoción. Niños, hombres, mujeres... nadie estaba a salvo de los cóndores funerarios que se esmeraban para poblar el otro mundo con cuantos cuerpos pudiesen rescatar del seno de la Libertad. Y ese otro mundo, aún existe, aunque no en forma visible. Ya no están los siniestros cóndores de austral estirpe carroñera, sino águilas calvas y sus nuevas doctrinas globalistas y guerras de baja o alta intensidad, según cuánto se jugara en ellas.
Conocí una de esas tumbas de cadáveres caminantes, aunque no fuese mucha la distancia a poder andar en círculos estrechos, bajo un cielo muy raso. A veces, muchos cadáveres debían compartir la misma cripta, en un informe montón de humanidades desechables como bolsas de papel de estraza; despojados de toda intimidad y de toda dignidad. Incluso, los pretorianos podían decidir judicialmente, si alguno de los cadáveres podría resucitar o no; o si debería morir definitivamente de expeditiva y sumaria manera. Todo era posible en la ergástula. Desde soñar con la esperanza; esa puta vestida de verde, hasta dar por terminada la vida útil y suicidarse con la dignidad del estoico.
En esa cripta del olvido, conocí a muchos muertos vitales, que ignoraban o fingían ignorar las causas de su entierro, e incluso, algunos se olvidaban a sí mismos pretendiendo que estaban vivos, sólo porque sus cuerpos aún latían. Allí veíamos cada día de la larga noche de soles sucesivos y sombras intermitentes, como queriendo guiñarles el ojo a la esperanza y a la resurrección.
He sido uno de los muertos resucitados y puedo atestiguarlo por mí mismo. Las risotadas de los plutones y carontes que custodiaban a sus muertos favoritos, retumbaban en las incómodas noches de pesadilla que nos circundaban cada oscuridad intermitente. Los que estaban destinados a las torturas cotidianas, iban incrementando su adrenalina a partir de la caída de cada sol y el remonte de cada luna más allá de los inexistentes horizontes imaginarios.
A veces se podían intuir los horizontes, aunque no la imaginación, cegada por la atrocidad y las sevicias que hábilmente nos prodigaban los pretorianos de las tumbas con precisión fríamente administrativa.
Cierto día, un niño fue introducido a nuestra ergástula, tras ser cazado por esbirros en el acto de robar un gallo viejo para saciar el hambre de los suyos. Más le valiera ir directo a la tumba real, evitando la intermediación de los carroñeros. Su estancia en la tumba de los muertos no duró lo bastante para que algún venal magistrado lo condenase. La misma noche de su ingreso, fue despellejado vivo por el propio plutón con un látigo de cabos trenzados mientras cuatro cadáveres con permiso y prórroga lo sujetaban de sus miembros en el aire, para mayor comodidad del verdugo.
Los demás cadáveres residentes, escuchamos sus infantiles gritos, con rabia e impotencia desde dentro de la cripta. Contamos cien golpes hasta que los gritos perdieran intensidad y se evaporasen en la oscuridad incandescente de la ergástula. Luego supimos que al verdugo se le fue la mano y el niño pasó la frontera del no-regreso definitivo. ―Por lo menos se salvó de nuestra muerte cotidiana y por cuotas ―comentó uno de los cadáveres anónimos, cuyo nombre, sólo conocíamos por el caronte que pasaba lista tres veces cada 24 horas. ―Descanse en paz ―dijo otro, resignado como perdedor de elecciones. Y finalmente, pusimos una raya más al eterno calendario de nuestra muerte sin final, esperando una improbable resurrección provista por algún verdugo uniformado. Los cóndores, mientras, revoloteaban sobre el país buscando presas que arrastrar a la ergástula, con ferocidad y precisión brutalmente aplicadas.
Esta vez, se cebaban en campesinos desconformes con las cuotas de acopio y los precios prefijados. Los cadáveres oímos mencionar a otras tumbas abiertas bajo el mismo cielo que la nuestra. Algunas de ellas, directamente bajo el suelo, para los que estaban destinados a innominadas sepulturas sembradas a lo largo y ancho del país,
sin cruces, marcas o epitafios que las identificasen.
Sobrevivir a la ergástula de muertos-vivos era el drama cotidiano de quienes compartíamos la cripta-calabozo de los inmisericordes plutones policíacos de la escoria austral. Y las órdenes para el martirologio del sur venían del cono opuesto del planeta, no admitiendo blandura alguna en la represión de toda disidencia que cuestionase esa estructura babilónica de opulencia versus miseria que campeaba por sus fueros en nuestros países.
Supimos que el niño sorprendido en el acto de robarse un gallo viejo de la casa de un militar fue ingresado en coma al hospital policial y luego dado por fugado; es decir, desaparecido. Un NN más cuyos anónimos huesos se sumarían al largo listado insatisfecho de desaparecidos de este inmenso cementerio llamado América, tierra de injusticias, genocidios y represión.
"―¡De pie todo el mundo, fuera de la celda!" ―gritó el energúmeno comisario Ramón Zaldívar, en las rejas de la tumba que nos alojaba en el tétrico edificio de la llamada "oficina de vigilancia y delitos" de la policía política de Stroessner. Supimos los cadáveres de esa necrópolis urbana, que habría revisación y control de listado de presos. Ya ni idea teníamos de día-fecha-hora y siquiera en qué año y siglo estábamos agonizando. ¿Para qué tomarían lista, si ni siquiera nombre teníamos los muertos-vivos sepultados en la ergástula? De pronto uno de los carontes se me acercó y con una tibia sonrisa de coleccionista carroñero me espetó: "―¡Prepare sus cosas, que va a salir en libertad!"
La incredulidad invadió mis sentimientos a pleno. ¿Salir en libertad? ¿Yo, Lázaro? ¿No sería que me iban a aplicar la ley de la fuga con un piadoso disparo en la nuca o la espalda, como se presume que deben ser ejecutados los fugitivos? Personalmente yo no estaba seguro de haber hecho méritos para esta agonía lenta y rutinaria en las prisiones políticas del tirano paraguayo, que a su vez era parte de la colección de mariposas cautivas de la tiranía del imperio mundial de la Gran Finanza.
"―¡Prepare sus cosas, a usté le digo carajo! ¿Es que no me oyó o quiere que le rompa las costillas?" Volví crudamente a la realidad, pensando que me aguardaba el fin de mi calvario. Sea por salir de la ergástula o por seguir el camino sin retorno de los cientos de NN sembrados en todo el territorio. Luego supe que, tras largos cabildeos, los plutones decretaron que yo era inofensivo, a pesar del contenido cáustico de mis versos, canciones y compuestos. No era hombre de armas ni de militancia en movimiento alguno "contra la majestad del Estado, las leyes y las instituciones". Era un simple artista y no apeligraba la estabilidad del Poder. Y esto pudo haber sido la causa de mi resurrección.
No agradecí a nadie, ni oré a dioses a los que no tengo el gusto de conocer, ni realicé caminatas de penitencia para pagar promesas a virgen alguna tras mi resurrección. Simplemente, abandoné cuanto poseía en la ergástula, menos mi guitarra. Lo demás, se lo dejé a los otros que proseguirían su rutina infernal de muertos-vivos y de cuyo destino nunca más supe.
Sólo sé que muchos no pudieron haber sobrevivido a la ergástula, salvo que algún golpe providemencial de algún general desconforme con la repartija de los ya magros despojos del país, los haya liberado. Pero más de uno habrá dejado definitivamente sus huesos en la ergástula de los muertos-vivos y de los muertos-bien-muertos llamados NN.
No creo en ellos; pero que los hay, los hay. |