La búsqueda
|
Cuando
llegué
a
Guaramburé, casi en los linderos del lago Ypötï,
no me imaginaba
aún las dificultades que nos aguardarían en la búsqueda.
Mis dos acompañantes mascotas y ayudantes voluntarios apenas cabían en
su propia envoltura de carne y huesos, del terror abismal que los
embargaba como oficial de justicia descarriado. No digo que uno no debiera
tomar precauciones y ser prudente; pero de ahí a tener pánico de
cualquier cosa hay
un año
luz de circunferencia, digo diferencia.
Por
otra parte, teníamos armas, bagaje y herramientas para cualquier
contingencia. Desde pegar el vil botón caído de una sfurcia mimetizadora
hasta soldar el cañón de un catzobuk con soplete de hidroxinógeno. Nada
nos detendría en nuestra paciente búsqueda. ¿Me preguntan qué buscábamos
entonces?
Aún lo recuerdo
muy vagamente dado el tiempo transcurrido, pero creo que era un hueso
maxilar
bifronte del distinguido, pero ya extinguido y mítico
ornitorrinco hormiguero
ovovivíparo,
perdido desde el período perjurásico.
Incluso
mis dos acompañantes-mascotas, trataron de disuadirme entonces de
encontrarlo al borde del lago, sugiriéndome que lo encontrásemos algo más
al norte de nuestra sombra cenital. Tras ubicar geográficamente a
nuestras sombras, siguiendo la sinuosa línea sub tropical de Aries que
circunvala
el hemisferio
ecuatorial del Chacón
meridional,
nos dispusimos a encontrar el dichoso hueso. Sólo que para
entonces, quizá dejase de ser un ornitorrinco hormiguero para
transformarse en mangosta melífaga. ¡Esta fauna mitológica está cada
vez más irresoluta!
Cosas de
la biología fantástica, digo yo.
Lo
cierto es que mis eficaces colaboradores estaban tiesos de pavor y la
causa exacta me era aún desconocida entonces. El miedo es harto
contagioso por razones no del todo claras, y los dos no sabían quién
contagió a quién y yo tampoco. Sospecho que la revisión de viejos
documentos, —olvidados en el baúl del vecino— tuvo algo que ver con
esta anomalía, o mejor, animalía. En ellos se hablaba de un animal totémico
desconocido, que habitaba las profundidades del lago y salía los días miércoles
del tercer mes de los años bisiestos terminados en pares, a exhibirse
superficialmente y de paso fagocitarse algún cristiano, gnóstico o ateo
funcional que se pusiese a tiro de sus fauces. Tal lo afirmaban esos códices
apócrifos, celosamente ocultos a los profanos.
La
existencia del dichoso animal nunca ha sido debidamente comprobada, ya
que, quienes lo vieron... o creyeran haberlo visto, fueron devorados o
simplemente olvidaron lo pasado, pisándolo, como lo hace el pueblo ante
la corrupción. Y como saben, cualquier leyenda se inicia como alucinación
individual, luego se hace colectiva y por último, masiva. Dicen, o
presuponen, que dicho monstruo es un delfín atiburonado sextúpedo
—aunque invertebrado y de lomo cartilaginoso— similar a ciertos políticos
de espinazo flexible como salario de magisterio tercermundista.
Pero
volviendo a nuestra presencia en el lago, se estaba haciendo ligeramente
insoportable pese al paisaje, pletórico de jojobas, cactófagos y
guayacanes desperdigados en fila india por el entorno. Un hilillo de agua
ligeramente turbia salía de las orillas del charco con ínfulas de lago e
iba ascendentemente, a extraviarse hacia los altos montes circunvecinos,
donde tornaba a evaporarse y repetir su eterno ciclo cada vez más
rotativo y cada vez menos periódico. ¡Qué naturaleza indecisa ésta!
Uno de mis colaboradores se pasó de vueltas con el pánico quedándose
paralizado por dos lunas y media, inservible para nuestros fines. El
hallazgo o no, del bicho totémico, podría traernos más complicaciones
de las esperadas y la más desesperada de las implicaciones.
Ese
animal mitológico, —decían los antiguos sacerdotes de la Lujuria
Lunar—, era parte de nuestra heredad perdida tras el pecado
pre-original. La tarea de recuperarlo sería la culminación de toda una
vida de oblación sacrificial vivida a regañadientes. Como sabrán, mis
colaboradores estaban sin cesar de temblar desde que nos aproximamos al
lago y
uno de ellos, aullaba
para tranquilizarse mientras, el otro,
silbaba trémolos en mi bemol menor en septima disminuida, como
tratando de exteriorizar
su inquietud. Los comprendí perfectamente. El primero, era
el knopus más fiel que tuve jamás. Tan mimoso que cuando mi hijo lo
torturaba con fuego por sus rabos, le lamía la mano a éste con tal
devoción que se olvidaba de sus incendiarias penas de torturado. Casi me
recordaba al pueblo mangurujuense y su masoquista vocación de ser
domesticados.
El otro fiel
ayudante-mascota, un psik, era muy servicial y buen confidente para mis días
en baja. Gustaba de relatarme en su lengua transmaterna, lejanas leyendas
de princesas ranas y emperadores gerentes o gerontes —no recuerdo
bien— de megalopólicas empresas post-diluvianas, en pos de regalías,
ilicitaciones y subsidios ilimitados.
El
lago ardía bajo la novena luna semiplena —a tal punto, que debí usar
gafas ultra coloradas—, pero la presencia del monstruo milenario se hacía
desear, como si lucrase con nuestra
temerosa
expectativa ante un hallazgo trascendental. Mi fidelísimo knopus ayudante
se recuperaba poco a poco de su vigilia de pavura.
Ya no trinaba silbidos en mi bemol menor, y su taquicardia era
normal: 188 latidos por minuto en cada uno de sus tres corazones (ya os
dije que era harto cariñoso).
El
psik dormía, tras largas horas de temblorosa vigilia.
Sus dos pares de rabos se alternaban para espantar a los insectos
—dermatófagos, volátiles y saltábiles andantes— en sincronizada y
automatizada labor, no exenta de cuotas de placer auto infligido.
Me
sentía solo ante la explosión de luz selénica, como si tras una vida
entera buscando el perdido hueso del ornitorrinco hormiguero, hallase sólo
su polvareda o su fósil momificado. ¿Aguardaría quizá más público
para hacerse presente? ¿Querría más testigos de su ausencia?
Suspiré por enésima vez, como locomotora en celo de
ferrocarril en bancarrota.
El
monstruo de las profundas superficialidades del lago Ypötï no hacía
ningún esfuerzo para dar a conocer su triunfal reaparición, tan
aguardada por muchas generaciones de mangurujuenses. Mas, mi paciencia podía
llegar a límites más allá de lo absoluto.
No
dejaría de ojear sus quietas y superficiales aguas de profunda soledad.
Algún día lo vería emerger del fondo de los recuerdos viscerales y
atraparía su imagen para siempre. No me dejaría devorar la imaginación,
bajo ningún punto de vista. Sépanlo de una vez. Atraparía, si pudiese,
en verdad os digo, al monstruoso delfín atiburonado —catatónico e
indeciso— que moraba en las profundidades de la memoria. No escaparía,
ni aún escudándose tras los fríos muros del pensamiento especulativo de
toda extrapolación filosófica que se preciara de tal.
Recuerdo
años atrás, cuando era superficial de Inteligencia de una conocida
unidad del Ejército de Perdición (el de Salvación había quebrado ya su
capital moral a causa del
Efecto
Guaripola
), y tocaba entonces
el
cornafuso en la banda del sargento Tamarindo Péstez.
Claro que lo hacía sólo por vocación de ser vicio; nada más.
En aquella oportunidad, fui llamado por mis aspirantes a
superiores, a fin de participar en la búsqueda del antepretehistórico
hueso, extraviado en los ignotos alrededores de este lugar.
La emoción que me embargó en aquella ocasión, habría sido tan
intensa que casi perdí el silbido que no el habla.
¡Imaginen
ustedes cuánto honor, para mi modesta persona, el hecho de haber sido
designado para tal honrosa misión! Como todos ustedes saben o creen
saber, el lago Ypötï —situado
en
el
hemisferio ecuatorial—
es tributario del río Pokarë, y
alberga,
—o al menos eso creía—
casi
todos los misterios de nuestras
magnas
tradiciones; entre ellas, el perdido hueso del mítico ornitorrinco
hormiguero. Debía hallarlo, aún a costa de los más ingentes y tangentes
esfuerzos, que bien lo habríamos.
La
novena
luna semiplena descendía
hacia su lecho situado tras el plateado horizonte del lago,
bostezando olvidos tras una noche orgiástica de luz, pero el
esquivo monstruo del lago retardaba su irreal aparición. El knopus, aún
tremolaba de pavor y sólo se calmaría cuando la novena luna plena
descendiese totalmente a su cuna, más allá del horizonte.
El psik velaba aún y no daba señales de fatiga. Por tanto, lo dejé
en guardia para que cuidase del instrumental y el equipo de rastreo de
huesos y palabras perdidas en diccionarios posmodernos.
Tal
vez no supe estar a la altura de tal misión, o quizá
mis ayudantes eran algo más tímidos, cobardes y medrosos de lo
prudencial. Nuestras sombras tampoco cambiaban de sitial como para que
pudiésemos ubicar el lugar exacto donde podría hallarse el dichoso
hueso.
Decidí
levantarme de nuevo y salir a esperar la poco probable salida del monstruo
del lago. El engendro se hacía aguardar demasiado para mi disgusto. El
knopus
había dejado de
emitir esos sonidos de sexofón desafinado que le inspiraba el hipotético
temor al engendro (no podía ser otra cosa, supongo), y se restregaba
contra mis extremismos inferiores.
Le
di una cariñosa patada percusiva, que lo proyectó varias yardas a la
izquierda de mi sombra, alejándose al trote para unirse al psik que aún
velaba inmóvil como estatua de carne peluda.
Me
puse en marcha hacia el borde inferior del lago, desde donde manaba el
hilo de agua que se escurría hacia los altos montes, al otro lado del
horizonte. No tenía planes acerca del hueso. Tal vez el ornitorrinco
hormiguero húbose transmutado en mangosta melífaga de nuevo. Nunca se
sabe lo que sucede con los míticos animales extraviados de la memoria,
una vez que estén a buen cubierto de nuestra vista, o luego de esquivar
el bulto a la arqueología. Tal vez no estuviese tan extraviado como se
cree. Recuerdo que las horas abismales pasadas en la vera del lago, me
trastornaron ligeramente provocándome pesadillas y livianillas turbias
como licitaciones públicas.
Ustedes
saben que es muy duro encarar una misión como aquella sin el apoyo
decidido de los verilios, camarólogos y neuroplásticos; y todo
ello, sin contar con la carencia de litocarburos efervescentes, tan
necesarios para detectar palabras ocultas en el criptograma subliminal.
Me preguntarán, sin duda, cuáles fueron los resultados
de aquella no muy fausta aventura.
A
decir verdad, nunca pude encontrarme espalda a espalda, en vida, con el
delfín atiburonado; ni llegué a saborear
caldo alguno de hueso de ornitorrinco hormiguero, ya que, las veces
que estaba a punto de hallarlo, se transformaba, cual veterano travestí,
en mangosta melífaga: un repelente mamífero reptilíneo de ambiguas
formas.
Pero no desistiría
de tal empeño. El futuro es incierto y azaroso para con quienes fracasan
en sus búsquedas y se extravían en los meandros vibóreos de la memoria
pseudo-dimensional. Amnesia que le dicen.
Mis
dos ayudantes sextúpedos, el psik y el fiel knopus (Aún no les puse
entonces nombre alguno, por si acaso les daba por querer cobrarme
salario), retozaban en la blanda arena aguardando mi decisión de dejarlo
todo y regresar a la ciudad de Disfunción, capital de mi país.
El
monstruoso delfín
atiburonado,
de muy flexible espinazo neopolítico, seguía sin hacer acto de presencia
y privándome de poder ubicar el perdido hueso. Mi insistencia, proseguía
con terca resolución
burocrática.
No debía volver sin la preciada reliquia ósea, asaz demasiado importante
para los intereses de mi país y su cultura, por siglos suspendida en las
evanescencias del tiempo y el espacio.
Ese hueso era vital para nuestra identidad y nuestro reencuentro
con los manes, lares y penates de la patria.
Según
los sacerdotes de la Lujuria Lunar, el ornitorrinco hormiguero, fue, en
tiempos muy pretéritos, el gran totem sagrado de nuestros antepasados, e
incluso de nuestros post-presentes. Aún hoy, en algunas regiones del país,
se rinde culto a su vieja memoria olvidada. Dicho culto se convirtió en
política de veneración carismática sin perder fuerza ni color popular.
Me
viene a la amnesia, de tanto en tonto, un tropel de recuerdos, desgastados
por los días y los siglos. Dubitativos pensamientos, roles, nombres,
apodos, patronímicos y rancios apellidos ilustres, de seres ilusorios aún
no identificados por la historia, desfilan en mi mente. Pasé largas y
angustiosas jornadas a la vera inferior del lago, aguardando con
laudatoria paciencia la ímproba aparición del delfín atiburonado, que
me orientaría en la misión. Por supuesto que en vano, como guardabarros
de transatlántico o hélice de motocicleta.
El
engendro se hallaba muy cómodo en la profunda superficialidad del lago y
no daba señales de vida. En tanto, los estúpidamente fieles sextúpedos
colaboradores: el psik y el knopus, ya relajados, se distendieron
finalmente como intuyendo la nula presencia del largamente esperado
engendro, cuya sola mención los aterrorizaba. En cuanto a mí, no podría
ya retroceder o desertar de mi búsqueda. Ustedes saben que las viejas
tradiciones precisan
contínuamente
de ser retroalimentadas, para que no se debiliten con el trote impávido
del tiempo, que todo lo borra y diluye en el océano de los olvidos más
profundos. No tenía salida, sino proseguir esperando.
Mas
el dichoso engendro, no aparecía ni en retrato holográfico.
El cansancio y la frustración de la espera, íbanse acentuando en
forma aguda y prosódica, cual salobre agonía en terapia extensiva. La
solitaria quietud del lugar, fue violada en tropel por los granizados
graznidos de un knuff tricorne, extraviado tal vez de su ruta habitual, ya
que esos rumiantes carnívoros no suelen deambular por esa región. Quizá
olfateara su alimento favorito en la distancia. Recordé
en aquel momento que el alimento favorito de un knuff era
justamente quien les habla, o algún congénere semejante. Como no existían
otros, en muchas trillas a la redonda, deduje que fui yo o mi aroma quien
lo atrajo. Llamé a mis dos colaboradores —con un silbido en Sol menor
en sexta aumentada— y tomé un arma blanca cargada con proyectiles de
luz solidificada.
Debería
librarme del carnívoro rumiante antes que él se librase de mí.
Por suerte esta pavorosa contingencia estaba prevista en el
libreto, como verán.
De
pronto, a diez pasos al sur de mi sombra, surgió la terrible forma del
knuff tricorne, de entre la espesura del monte de jojobas. Sin dudar,
dirigí hacia el mismo el tubo de luz solidificada y oprimí el corazón
del disparador. Tras un destello cegador, el knuff recibió un duro
impacto de luz blanca y, tras proferir otro amenazante rugido, se desplomó
—herido en su
amor propio,
sin duda— como consta actualmente en el diccionario de las lenguas
precivilizadas, o en raras y lujosas enciclopedias de edición incunable,
con sus blancas páginas entintadas de sapiencia.
Tras
recargar el arma blanca, me apliqué un poco de repelente discursivo para
rechazar a los voraces insectos dermatófagos que pululaban por las cercanías
de nuestro frugal campamento. El pobre psik apenas podía alejarlos con
sus dos pares de rabos ortopédicos. Le apliqué también un poco de
repelente.
El
knopus no tenía problemas, ya que no atraía sobre sí a dichos insectos.
Una mera cuestión hormonal, según parece. O, tal vez los repelía por sí
mismo, como ciertos políticos repelen al sentido común y a la lógica
sin ayuda alguna.
Sobre esto
último no desearía aventurar opiniones apresuradas, ya que ello merece
una reflexión más profunda y digerida.
Tras
recargar el arma blanca y otra prolongada espera desesperada, comencé a
deducir que el monstruo del lago era un ser inexistente, o
simplemente no deseaba ayudarme en la ardua localización del hueso
del ornitorrinco. Yo estaba casi seguro que no me devoraría a mí ni a
mis ayudantes, ni intentaría llevarnos a sus ácueos dominios para
tenernos como mascotas.
El
tiempo acaba por diluir las leyendas y los mitos, sin misericordia ni
tregua. Ustedes lo saben mejor que yo. Tal vez, hasta recuerden aún al
Mangurujú, bicho epónimo de nuestra patria.
Llegó a desaparecer poco a poco. Primero de
ríos y arroyos; luego de lagos y de la
imaginación popular. Finalmente, se esfumó hasta de
oficinas y dependencias ministeriales y por último de la oculta toponimia
nacional.
Hoy
apenas es un ejemplar legendario. Un ser burocrático que, muy
trabajosamente, sobrevive en membretes de documentos y billetes de banco
inflacionarios o bonos del Tesoro.
Mas
ustedes saben que la esperanza es lo último que se aleja de nosotros.
Cierta terquedad —de matices sonoramente onomatopéyicos— aún mantuvo
latente mis ansias de esperar la aparición del
mitológico engendro del lago Ypotï, el cual a ésas alturas
apenas tenía caudal como para una laguna de cuarta. El implacable sol y
la polución sonora del silencio imperante, lo iba reduciendo a mero
espejismo innominable.
Observé
la proyección de mi sombra y tras consultar el reloj de quartzsol, resolví
aguardar la salida de la décima luna. Eché un astigmático vistazo a mis
viejos libros —que siempre llevo conmigo en mis expediciones— buscando
alguna clave oculta que me permitiese interpretar la situación.
Tras
consultar página tras página de mis valiosos códices, comprobé
alucinado que habían enmudecido quizá para siempre. Tal vez la humedad,
o simplemente una amnesia irreversible acallaron sus voces. Me sentí más
desolado que nunca, como podrán comprender. Más abatido e impotente que
Hypathia ante el incendio de la biblioteca de Alejandría; o César ante
Brutus que lo apuñalaba filialmente. ¡Mis queridos libros de Prehistoria
Mitológica reducidos a páginas en blanco, como cerebro de ministro de lo
Interior! ¡Mis valiosos incunables, convertidos en chatarra literaria,
como viles certificados de ahorro en negro! ¡En páginas mudas como
empleados públicos en jornada laborable! ¡Inútiles como carnet de
soldado veterano jubilado!
Magro
porvenir esperaba a mi país; la República de Mangurujú
y sus habitantes, en caso de fracasar
en mi búsqueda de la sinrazón
del
ser
necional y otras sinrazones tan caras al pueblo. A partir de allí,
tuve que confiar sólo en mi agotado instinto, y en el áspero olfato de
mis aún fieles colaboradores: el knopus y el psik, que se reponían poco
a poco de los días de terror sufridos. No disponía yo de referencias
conocidas acerca de cómo sería el ornitorrinco hormiguero. Ni tan
siquiera vagas alusiones de fábulas y modernas tradiciones futuristas, o
por lo menos alguna descripción de nuestros remotos antepasados que
pudieron quizá contemplarlo entonces. Mi ignorancia supina superaba los
peligrosos límites aceptables. La intuición no me iba a servir de mucho
tampoco.
Con un silbido en
tono de sol en séptima menor, llamé al psik y en su lenguaje de señas
le ordené rastrear matorrales, arenales, cerros y collados, donde había
nacido aquel hombre del
bermejo
partido desgarrado. No se perdería nada con intentarlo. Luego convoqué
al knopus y con trinos armónicos (No conocía éste otro lenguaje),
le sugerí que se zambullese en el lago, —cuya
superficie se hallaba a la sazón bastante mermada— y olfatease
bajo las aguas. Pese a su acendrado temor ancestral a los delfines
atiburonados, no dudó en hacerlo. Sólo me restaba aguardar los
resultados. Más no podía deshacer.
Tras
media hora y cuarto de inmersión, el knopus emergió con las fauces vacías,
pero con un brillo esperanzador en sus facetados ojos. Sus trinos
ligeramente desentonados por la prolongada inmersión, me indicaron que
habría algo parecido a un viejo exoesqueleto en el fondo, pero no estaba
muy seguro de su origen. Luego de breve reposo, lo envié de nuevo a
explorar el lugar de su hallazgo, tras su somera descripción de los
huesos que supuestamente poblaban el fondo.
Hice
un boceto previo del exoesqueleto hallado,
de acuerdo a lo descrito por el knopus explorador subacuático,
para intentar luego analizarlo detenidamente. El psik aún no regresaba de
su terrenal exploración, lo que me intranquilizaba un poco, aunque éste
era lo bastante prudente y sabría eludir a los astutos depredadores,
recaudadores y aduaneros de la región.
En
tanto, el knuff tricorne se recuperaba del impacto de luz solidificada con
que repelí su incursión, y tras emitir un débil quejido de reprobación,
se alejó hacia la espesura del monte de jojobas gigantes. Evidentemente,
mi reacción lo había disuadido de atacarnos y resolvió,
de
motu proprio
,
buscar
otras presas más desinformadas y accesibles. Me dio un poco de lástima
dejarlo con hambre, pero debo apreciar demasiado mi carne como para
prescindir de ella en tanto respire yo.
A los pocos, reapareció el knopus desde el fondo del lago. Había
dibujado algo, pero la humedad tornó ininteligibles sus torpes trazos de
tinta plana.
Sentí un
escozor en el alma al suponer
que
debería ir yo mismo en pos del objeto hallado.
De
pronto, se me ocurrió buscar una larga cuerda que incluimos por si acaso
en el equipaje.
Tras trinarle
en re bemol menor
—para
ordenarle bajar al fondo con la cuerda y atar el exoesqueleto hallado—
dije que trataría
de izarlo
a la superficie, tirando de ella entre los tres.
El psik no tardaría en regresar, y sólo deberíamos aguardar el
resultado de la operación. Mi fiel knopus fue al fondo con la cuerda. Sus
cuatro pulmones le permitirían permanecer lo justo y necesario para
concretar la faena de rescate, de lo que pareciera ser la reliquia ósea
que procuráramos tanto tiempo.
Media
hora más tarde, el psik retornó con las garras desgarradas de cavar frenéticamente
por los alrededores.
En su
fino lenguaje, me transmitió lo vano de su larga búsqueda y su sincera
desesperación ante nuestra frustrada expedición. Para tranquilizar sus
ansiosas taquicardias, le expliqué que su compañero el knopus, habría
encontrado algo en las profundidades del lago y
no tardaría en regresar. Una vez calmado y con el aliento
normalizado, aguardamos la reaparición del knopus, tras la cual, sólo
deberíamos jalar la cuerda para obtener nuestro precioso botín paleontológico.
Este
se hizo esperar algo, pero reapareció trinando de satisfacción aunque
algo desafinado.
Sin dudar
nos dispusimos a jalar la cuerda, lo que hicimos con redoblado esfuerzo,
pues el peso del viejo exoesqueleto
superaba
mis previsiones.
Tras
largos minutos de jadeos, sudores y saliva, logramos acercar lo recuperado
a la costa del lago. La impaciencia y la emoción casi
nos devoraban ante la expectativa de culminación de nuestra larga
búsqueda. Observamos lo capturado y quedé plenamente convencido de que
era lo buscado. ¡El honor y la gloria nos aguardaban en la capital!
¡El hueso mítico volvería al altar de la patria!
El
animal debió haber sido bastante robusto y pesado.
La capa ósea externa, que lo cubriera en remotas eras, pesaba
mucho.
Tenía aletas
palmeadas como las del extinto pingüino emperador y carecía de orejas.
Su enorme pico dentado y aserrado aún se conservaba en buen estado
y, sus ciento doce costillas falsas no habían sido profanadas por
depredadores ni prostituidas por la humedad del lago. Tras el impacto
emocional del momento razoné fríamente y decidí comunicar nuestro
hallazgo a los sabios sacerdotes de la Lujuria Lunar, residentes en
Disfunción, la capital.
Intenté
comunicarme con la Sociedad Paleohistórica para transmitir la noticia del
hallazgo. Mi telepulsador láser funcionó perfectamente y pude obtener
contacto con el propio presidentísimo de la Honorable y ciento diecisiete
veces Magna Asociación Científica de Manguruju.
Este me recomendó que le cursara la más completa descripción de
los restos hallados, lo cual hice inmediatamente. Esta relación —a
causa de mis escasos conocimientos de paleontología— se dificultó un
poco, pero tras una hora y veinte minutos de transmitir detalles del fósil,
llegó la amable respuesta del tres veces ilustrísimo presidente:
“—¡Imbécil
de seis por ocho, eso que me describe son los restos de un delfín
atiburonado,
cuyo único ejemplar conocido habitaba ese lago! ¡Prosiga búsqueda
del hueso del sagrado totem patrio como sea! ¡Búsqueda no debe cesar jamás
para gloria de la nación! Stop”.
En
vano insistí en que me transmitieran datos fidedignos acerca del
ornitorrinco hormiguero, por lo que levanté el campamento y regresé a
Disfunción. Lo único positivo es que mis fieles colaboradores perdieron
el miedo al delfín atiburonado para siempre. Ahora, supongo que querrán
saber cómo acabó mi búsqueda tan llena de subsaltos y emociones. Tras
mi regreso a la capital, me comunicaron mi dimisión unilateral y cesantía
irrevocable del equipo de mitología histórica patria y de mi cargo de
buscador oficial de huesos extraviados.
También
pidieron mi desafuero vitalicio, por ignorar cómo era el ornitorrinco
hormiguero y por desconocer el Himno Patrio Reformado al Hueso Perdido. ¡Ah!
¿me preguntan acerca del knopus y el psik que me acompañaron en dicha
misión?
Finalmente,
tras una temporada de descanso llegué a la conclusión
decisiva de que quizá todo fuera un sueño y tal vez pudieron no
haber existido ambos.
Por
la cara que ponen, veo que ustedes no están ciento por ciento seguros de
la veracidad de mi relato acerca de dicha aventura en la búsqueda del
hueso prehistérico.
A decir verdad, yo tampoco. |
Chester Swann
de
"Cuentos para no dormir"
Obra registrada en el Registro Nacional de Derechos de Autor
Del Ministerio de Industria y Comercio de la República del Paraguay
Bajo el folio Nº 2.445, Foja 87.
Art. 34 del Decreto Nº 5.159 del 13 de setiembre de 1999
A los efectos de lo que establece el Art. Nº 153 De la Ley Nº 1.328/98
“De Derechos de Autor y Conexos”
Ir a índice de América |
Ir a índice de Swann, Chester |
Ir a página inicio |
Ir a mapa del sitio |