Jasuká Vendá |
Los
degradados valles del Amambay, otrora exuberantes y más verdes que
cuentos de viejos experimentados y añorantes de mejores tiempos, pasaban
bajo nuestra vista al paso del viejo camión de tora, como llaman
en Brasil a los transportadores de rollizos.
Tras
una frustrada expedición al mítico Jasuká Vendá, o Cerro Guazú,
en busca de presuntas inscripciones rupestres, retornábamos a lomos de
una de estas carretas mecánicas —que llevaban a los aserraderos
fronterizos lo poco que iba quedando, como si a los empresarios les
importase un ardite nada que no fuesen lucros inmediatos—, hacia nuestra
base en Chirigüelo. Tras
varios kilómetros a marcha en "primera reducida", es decir a
paso cansino de cortejo fúnebre, llegamos a un puente sobre un arroyito
innominado por los geógrafos a causa de su reducido caudal de cercana
naciente. Allí,
hicimos un alto forzoso, —contra nuestra voluntad, como se verá—,
para que el conductor pudiese quitar de dicho puente cuanto de hierro
tuviera entre sus vigas, dejándolo inservible.
Además, el camionero y sus ayudantes, desmontaron el maderamen en
un periquete y con maestría digna de mejor causa, alzándolo sobre los
rollos en la carrocería. Ante
nuestra extrañeza, el conductor comentó con el clásico cinismo
fronterizo: —E
o nossa última viagem, e posso vender os ferragens da ponte aos metalúrgicos
de Ponta Porá. Eles pagam
bem pelos ferros velhos. Aquí
na zona, os árbores acabaram já, e prontinho vou ter que procurar outra
mata pra fornecer de madeira aos serreiros[1]. Ante
nuestra perplejidad, el camionero explicó que dicho puente lo habrían
construido los "bugres" —como denominan peyorativamente a los
indígenas guaraníes de la región—, y poco les importaba dicha vía a
los depredadores de bosques, al no tener que volver a pasar por allí en
mucho tiempo. Horas
más tarde, el tractocamión reanudó la lenta marcha por los barrosos o
arenosos caminos de Fortuna Guazú, rumbo a la ruta principal.
La indignación ante su inicua acción, estaba sofrenada entonces
por la gentileza de ofrecernos "carona" hasta las cercanías de
Pedro Juan Caballero, ante la carencia de transportes de pasajeros por
esos desolados andurriales, olvidados hasta del mismísimo demonio,
suponiendo que éste existiera. Nada
pudimos hacer para evitar la destrucción de dicho puente, pues que
incluso su tablazón y vigas fueron alzados sobre el lerdo camión para
llevárselos hasta el aserradero del patrón, siempre a marcha lenta, a
causa de los pésimos caminos y el peso de la carga. No
tardamos en llegar a otro puente de madera en un vado, el cual corrió la
misma suerte que el primero; lo cual apenas insumió poco más de dos
horas a los rapaces fronterizos.
Para estas alturas, el camión apenas soportaba su carga y el
estado del camino, resbaladizo tras copiosas lluvias y con un sol
calcinante encima nuestro tostándonos sin desearlo.
Como
íbamos sentados sobre la carga, mis acompañantes y yo: Sharon la
norteamericana, que también ejercía de esposa de este servidor, Berta la
formoseña, Jackson el brasilerito y quien esto relata a su manera, debíamos
hacer esfuerzos para mantenernos asidos allí, ante los barquinazos y
patinadas que casi amenazaban con desalojarnos de tan incómodo
transporte. Tan
sólo aferrándonos a los cabos de acero y cadenas que sujetaban los
pesados maderos, podíamos permanecer en esa posición, aunque el calor no
lo pudimos abreviar, mal que nos pese, ni siquiera con la amarga
infusión del tradicional tereré. El
tercer puente se salvó del saco, a causa de ser demasiado grande y por
sobre todo, al carecer el camión de espacio para transportar sus
despojos. Quizá en un próximo
viaje lo desmantelasen, aunque aquí no se trataba de un arroyito, sino
del río Ypané’mi, de respetable caudal; especialmente durante la época
de lluvias, que en el Amambay se da tres o cuatro veces a la semana en
forma de chaparrones no tan inesperados.
Aunque la voracidad de los empresarios de frontera no lo tendría
en cuenta, salvo por el detalle de un retén militar en su cabecera, capaz
de disuadirlos de tal hazaña, aunque no demasiado.
A veces los sobornos generosos dan luz verde y vía libre al pecado
capital (o del capital) y al crimen. Muchos
kilómetros nos aguardaban aún para llegar, por lo que sólo nos quedaba
la opción de pasarla lo mejor posible, olvidando a los insectos hematófagos,
avispas, solazos y chubascos intermitentes que matizaban de humedad
nuestro lento avance. Una
vez en ruta asfaltada, debimos pasar la noche al raso, pues estaba
prohibido el tránsito nocturno de camiones rolliceros por el asfalto,
pese a que faltaría menos de diez kilómetros para llegar al reposo de la
tranquila hacienda de mi suegra, Mrs. Harriett Weaver.
No tuvimos más remedio que pernoctar hasta el amanecer, en que
finalmente reemprendimos la marcha pachorrenta hasta nuestro destino. Pero
antes de proseguir, les diré cómo empezó esta incómoda aventura… y cómo
terminó en una frustrada búsqueda de lo obvio. Mi
prima Berta, amante de incógnitas, rarezas varias y mensajes ocultos
venidos desde el espacio u otras dimensiones desconocidas, oyó hablar en
cierta ocasión de unas "escrituras rúnicas" dejadas por
presuntos navegantes vikingos, metidos no sabemos cómo, a caminantes
intercontinentales o turistas precolombinos, en unas cavernas del Cerro
Guazú o Jasuká Vendá. La
lectura de "Los vikingos del Paraguay" de un ingeniero paraguayo
de apellido Pistilli, y algunas delirantes divagaciones de un francés de
nombre Jacques de Mahieu, fueron la espoleta del detonante que encendiera
la mecha de la imaginación explosiva de mi prima Berta.
Ésta, ni corta ni perezosa, nos propuso viajar al Amambay a fin de
cerciorarnos de la veracidad de tales digresiones, aunque la verdadera razón
fuese el hecho de que mi esposa Sharon fuese copropietaria de una fazenda
en Chirigüelo con su familia. La
ocasión la pintaba calva para unos días de relax y vacaciones de
aventura por los escabrosos cerros de Amambay, por lo que nuestros
argumentos en contrario fueron cayendo como fichas de dominó, unos tras
otros, víctimas de su verborragia entusiasta. A
los pocos, nos hallábamos en Chirigüelo, en casa de mi suegra a fin de
preparar el asalto al Cerro Guazú. A causa, como dijera antes, de la carencia de transportes de
pasajeros por los difíciles caminos de la región, debimos recurrir para
llegar a Jasuká Vendá, de los servicios de un macatero o buhonero,
que proveía a los comerciantes de esas apartadas fazendas o
capueras, quien previa oblación de diez cruzeiros a por cabeza, aceptó
trasladarnos hasta allí en la carrocería de su "Bandeirante"
en compañía de sus mercancías. Ya
veríamos cómo resolver el retorno, pero era más importante conocer el mítico
"Omphalos" de los guaraníes, donde los misteriosos petroglifos
invitaban a la aventura y a la imaginación. Tras
horas de barquinazos y sacudones, llegamos a la estancia de un viejo
poblador llamado Nenito Torres, donde solicitamos su venia para montar
nuestra tienda en su patio. Este
nos explicó cómo llegar al cerro, cuya mole desafiante se observaba al
horizonte, con la engañosa sensación de cercanía, cuando en realidad se
hallaba a más de dos leguas de nosotros, casi en el límite entre el
departamento de Amambay y Kanindejú. Nuestro
desconocimiento de los intrincados senderos selváticos, nos llevó a
contratar a un guía indígena que nos llevase hasta las misteriosas
cavernas (Ita koty, dicen ellos en guaraní). Nada dejaríamos en
el tintero, y hasta provisiones secas y agua deberíamos llevar a hombro.
Tras tres horas de marcha casi forzada llegamos al pie del
imponente cerro, aún cubierto de fronda, aunque ya lo estaban raleando
para alimentar los voraces aserraderos de la frontera seca; lo que es
decir: para contrabando de madera paraguaya al Brasil, desertificando de
paso nuestro hasta entonces ubérrimo paisaje atlántico.
Antes
de ascender por el empinado sendero de camiones rolliceros, nos dimos un
chapuzón en un tajamar alimentado por un arroyo y recargamos nuestro
termo de diez litros de agua fresca.
No imaginamos siguiera la falta que nos haría después. Con
el impasible guía, silencioso como pez y poco acostumbrado a responder
preguntas de citadinos ignorantes de las cosas del monte, fuimos
ascendiendo entre risas y jarana durante toda la tarde, hasta cierto lugar
donde una tabla —enorme como nunca las he visto y de casi seis pulgadas
de espesor—, se atravesaba en el sendero, ya estrecho e intrincado de
lianas, raigones y maleza. El
guía no supo explicarnos qué diantre haría allí semejante tablón,
salvo indicar el fin del sendero… y esta ignorancia nos costó caro,
como verán. Seguimos derivando por la espesa jungla, ya
fuera de los senderos, sin hallar las dichosas cavernas rupestres ni señales
de ellas, sino selva intrincada e interminable, por lo que sugerí
prudentemente hacer un alto para acampar en algún claro.
Simplemente, estábamos más perdidos que ciego en tiroteo cruzado,
aunque no quise admitirlo. Prontamente Jackson, cachorro de boy scout, armó la
tienda mientras el guía y yo procedimos a reunir leña seca para una
fogata; no fuera que alguna fiera nos amargara la noche.
La pequeña tienda apenas podría albergar a tres personas, por lo
que decidí que el guía se hiciera cargo de la primera
"guardia" hasta medianoche; mientras intentaría reposar sobre
una vieja manta para asumirla después hasta el amanecer. La
noche se me hizo más larga que retahíla de borracho tartamudo, entre
embestidas de insectos que caían a la hoguera y el frío reinante en las
entrañas del monte. Tras el
amanecer, decidí unilateralmente desistir de la búsqueda de cavernas, ya
que evidentemente el guía —si bien quizá oyese hablar de ellas— no
sabía el lugar exacto de su localización, y el dichoso cerro tenía ¡más
de catorce kilómetros de selvática longitud! formando casi una herradura
o c;irculo truncado cual gigantesco cráter
boscoso difícil de contornear a causa de la maraña que nos
cerraba el paso a cada instante.ras una mirada al entorno, se me antojó
que podría ser un antiguo cráter meteórico de por lo menos diez
millones de años de antigüedad (Esto me lo confirmó un geólogo ¡veinte
años después!) Muy
a nuestro pesar, decidimos retornar tras levantar el precario campamento,
casi en ayunas y sin una gota de agua en nuestro depósito.
El descenso no fue tan penoso, y fuimos chupando las gotas de rocío
acumuladas entre los helechos abundantes; hasta que a eso de las nueve el
viento y el sol habían
secado hasta el último vestigio de agua, y no se percibía olor a tierra
mojada que delatase la presencia de algún arroyo o vertiente. Tras
interminable caminata, retornamos hasta el enorme tablón que pareciera
burlarse de nuestra ignorancia. Una vez allí, comenzaba de nuevo el sendero de camiones
hacia la base del cerro. Horas
más tarde, y sedientos como camellos, llegamos a la base del cerro, donde
nos dimos un refrescante chapuzón y llenamos de nuevo nuestro termo, no
sin antes saciarnos de agua fresca y disfrutar de un hospitalario almuerzo
de feijoada brasileira, en casa de un encargado de la fazenda
del lugar. Casi
al oscurecer llegamos a la estancia de nenito Torres, el cual se extrañó
ante nuestro fracaso, comentando socarronamente: —¿No
vieron el tablón grande que dejó el general Samaniego para indicar el
lugar de las cavernas? ¡Si
estaba a la vista! Apenas a diez metros del tablón está la primera
caverna con esos dibujos raros… Para
entonces, el guía indígena había cobrado su estipendio, borrándose
inmediatamente del lugar, por lo que no pudo contemplar nuestra expresión
de bronca y frustración, tras el comentario sarcástico de don Nenito
Torres. ¡Habíamos
estado tan cerca y erramos el camino!
Recién al año siguiente volveríamos al lugar.
Esta vez mejor preparados y en compañía del lingüista
norteamericano Jim Woodman y el guía Joe Weaver, residente en Chirigüelo.
Pero ya evitamos equivocarnos de camino.
Demás está decir que Pistilli y Mahieu estaban equivocados y los
petroglifos no eran runas, sino simples trazos indicando la ruta del sol. Pero…
¿Quién nos quitaría lo bailado? Nota: [1] “Es nuestro ultimo viaje y puedo vender los hierros a los metalúrgicos de Punta Porã. Ellos pagan bien por chatarra. Aquí en esta zona terminaron los árboles y pronto debemos buscar otro bosque para proveer de Madera a los aserraderos. T, del a. |
Chester Swann
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