Entre luna y luna |
A:
NN |
Transité
bastante esta noche —como quien compite en succionar distancias entre
dos puntos disímiles... como la vida y la muerte, o entre dos deseos
acuciantes y antinómicos—, entre dos criterios reluctantes que buscan
un acercamiento ontológico concordante de un extremo a otro.
La fatiga no me hizo mella alguna, ni
atenuó mis impulsos primigenios y redundantes de redescubrirme, a
través de mis antiguas vivencias casi olvidadas.
Mis
recuerdos se negaban a ser borrados definitivamente de mi conciencia, y
seguían allí aún latentes después de tanto tiempo ¿Tanto? esa
palabreja ya ha perdido sentido desde que el espacio ha ocupado su lugar.
De todos modos, el tiempo —o como se
denominase esa entidad inquieta, ambulatoria e indomeñable—, ha dejado
de tener importancia para mí. Apenas guardo gotas de segundos muertos e interminables en
algún rincón de la subconsciencia, que es lo único indestructible que
cargamos hasta más allá de la vida.
Nada será igual a nada, en este absurdo continuum
espacio-temporal desprovisto de presentes que me agobia, como roca
de Sísifo en ascenso por la Montaña del Destino; cuya ladera queda en
cualquier parte, y cuya cima está en lo más profundo de uno mismo.
Como los recuerdos que se niegan a darse por olvidados ni rendirse
ante las hojas caídas de viejos almanaques vencidos por el tiempo. Contemplo —es un decir— mi entorno,
buscando cuanto me era familiar:
las calles, entonces aún no pletóricas de pasos y del reptar de
neumáticos gastados rotando sobre sus ejes.
Esos pasos trepidantes cual corazones amotinados ante unas visiones
alucinadas, como las que solían acariciar mis noches de insomnio y
soledad prepuberales. La
ciudad no ha cambiado mucho desde mis ausencias.
Las mismas arterias, henchidas de ruidos concatenados o silencios
latentes, ahora pavimentadas de baches por el desnaturalizador progreso.
Los mismos desechos de papel de antaño; hogaño acompañados de
polietileno y otros abortos químicos, rodando a impulsos de algún céfiro
boreal desbocado —como buscando retornar a sus orígenes o regresar a
los vertederos donde yacerían para siempre— cual cadáveres anónimos
del derroche. Basura y más
basura, que compite con las emanaciones gaseosas de motores exhaustos y
sudores mefíticos de seres —humanos o no—, visten las calles desnudas
como deseando sortear los charcos de la lluvia y las rejillas de drenaje, empastadas de barro y desperdicios. Diviso los muros y paredes —aún en pie, de
lo que fuera mi hogar por tantos años—, devorados casi por la tupida
maleza y el abandono enmarañado; desprovisto ya de bullicio y osadía
infantil. Los escasos vidrios
de sus ventanales carcomidos, aún revierten de tanto en tanto reflejos de
las mortecinas luces intermitentes que exhalan los vehículos trashumantes
en la madrugada indiferente, como buscando ninguna parte a dónde ir a
depositar la luz reflejada. Tras franquear la derruida verja oxidada
—que alguna vez tuviera color a musgo
esmalte mediante—, recorrí con la mirada de mi conciencia —la
más lúcida de las miradas y la única que me queda—, el añoso entorno
de cuanto acunara mi infancia; ese hábitat que trocara mi adolescencia en
rebeldía pre-adúlta por la rebelión misma, sin causas aparentes que la
provocaran. Rememoré las primeras palizas con que ¿recompensaban? mis travesuras
|
innombrables; o mis diversas
maneras pasivas de decir “no”, ante imposiciones de la jerarquía
patriarcal de lo que fuera mi familia.
Una familia tan conservadora como un glaciar andino; aunque no tenía
una idea clara acerca de qué se debía conservar, ni para qué, ni para
quiénes. Mi madre —tan rígidamente
religiosa como irreverentemente deslenguada—, la pasaba dándome
monsergas en mis años de capullo, en correcto castellano como invectivas
casi soeces en un pintoresco guaraní durante mi impotente minoridad; esto
era lo más resaltante entre las miríadas de recuerdos que todavía
medraban en mí. Algunos más
evanescentes que otros, quizá, pero no menos persistentes, como polillas
en ropero antiguo. Podría
citar algunos de los insultos más “simpáticos” —aunque
intraducibles— de su vastísimo repertorio de invectivas verbales, pero
en castellano, el gracejo maledicente pierde su gracia y expresiva
explosividad. Al final, sus
improperios improvisados, causaban más risa que rencor o humillación.
Mas su cólera era de temer. Hartas
veces me hizo objeto de ella, cuero
en ristre, como una suerte de marquesa de Sade rediviva.
Mi padre era doblemente temible, ya que pocas veces alzaba la voz y
hasta sus vergajazos eran casi tan silenciosos cuan dolorosos.
Tanto que a veces, sólo por mis alaridos de terror se sabía en la
vecindad que yo estaba siendo disciplinado, según decía mi adusto
padre como tibio eufemismo a sus duras puniciones, propinádanos a mi
hermana y a mí por los más baladíes
motivos. Los roedores incisivos del
tiempo transcurrido, dejaron ominosas huellas de sus mordeduras, en el
frontispicio neoclásico decadente de lo que fuera mi casa paterna.
Si bien ésta era alquilada, no carecía de un sentido de
propiedad, por los muchos años que hemos pasado en ella.
El viejo molino de viento que nos proveía de agua del pozo, aún
lucía su oscura mole metálica impregnada de óxido desafiando al
galvanizado del metal en el fondo del patio, aunque ya desactivado desde
hace tiempo por falta de usuarios. Busco las moradas de quienes fueron mis vecinos, en esos años
agitados de la guerra fría. A
la izquierda de las sombras se yergue un moderno edificio de apartamentos
en condominio; mientras que a mi diestra un chalé-torta alza su bermejo,
opulento e irreverente tejado francés.
Quizá la morada de un nuevo rico.
Es decir, algún político o empresario de lo oscuro y prohibido.
Las ruinas de lo que antaño fuera mi hogar, desentonan en esta
zona residencial en que se ha convertido este barrio; cual si fuese un
erial caótico rodeado de exóticos jardines de paradisíaca exuberancia.
No logro memorar el carácter de todos los que fueran mis vecinos de
cuadra y del barrio, no rescatando mis esfuerzos más que pálidos
destellos nebulosos de recuerdos; salvo dos amigos íntimos de infancia, a
los cuales acudí cuando las persecuciones políticas en mi país. Uno de
ellos, ya adulto, fue quien me delató a los cóndores carroñeros que
pisaban mis huellas a corta distancia años más tarde, cuando mi madurez
invitaba al reposo y mis ideales, a la militancia activa contra el tirano
de mi país. ¿Tan distanciados hemos estado, que apenas doy con sus nombres o
facciones? ¿Es que nunca
existieron realmente, como entelequias virtuales o ficción esquizoide?
No lo comprendo. Apenas
me vienen a la memoria el polaco Kostewski y sus retoños; y los hijos de
un coronel rebelde, emigrados del cuarenta y siete como nosotros, que un día
llegaran desde Encarnación a Posadas, perseguidos por la facción
triunfante, hasta este lado del Paraná.
No recuerdo ya sus
nombres y apenas vislumbro el de sus hijos con quienes jugaba a la pelota,
bolitas y hasta guerrillas a hondazos.
A veces, tras las pichaduras de las derrotas, no nos hablábamos
un tiempo, buscando después maneras de reconciliarnos como si tal cosa. Los hijos del polaco, cuyo
nombre no se me olvidó, eran más amigos del trabajo que del juego, y
pocos contactos tuve con ellos, aunque fructíferos.
De todos modos no guardé rencores hacia éstos. Más bien que
dulces aunque urticantes recuerdos de Mariuska, la adolescente que
despertara mis protoinstintos de pubertad.
Ella, muy inteligente por
cierto, resolvía a veces mis problemas de regla de tres compuesta e interés
simple, mientras yo frente a ella, la radiografiaba con la imaginación.
El polaco tenía una especie de hotel-bar donde todos trabajaban
por turnos, siendo ésta la causa de mis infrecuentes contactos lúdicos
con sus hijos, mayores que yo por otra parte. Echo un vistazo a esa luna
plena de platinado tambor batiente, que me mira desde las alturas, reprochándome
la trasnochada inconfesa y recalcitrante de alma en pena.
De tanto contemplarnos cada mes, ya nos conocemos casi de memoria.
Puntualmente nos encontramos en estos andurriales cada veintiocho días,
en que la nostalgia me impulsa a buscarme entre estas ruinas devoradas por
la carcoma y los años avasallantes.
Fue aquí mismo donde me apresaron,
antes de remitirme a Asunción en un avión militar argentino, en
los años setenta y siete. Hasta una rosa desflorada que
imperaba en aquel rincón con sus espinas, ha desaparecido como exilada
hacia el misterio. Nuestro hábitat,
que tenía un jardín respetable de magnolias y jazmines del Cabo, es
ahora una maraña de maleza indómita. Pareciera que nadie hubiera
manifestado interés en restaurar el solar, o reciclarlo con alguna obra más
contemporánea. El abandono,
que usurpara la casona y su entorno, ha gobernado incólume todos estos años
adormecidos por la dejadez y la apatía de sus propietarios, quizá
venidos a menos tras la caída de Perón en los años cincuenta y cinco.
¿Habrían desaparecido los herederos de esta propiedad?
¿Ya no existiría el clan que fuera propietario de toda la
manzana? ¿Habrían
muerto quienes fueran
mis conocidos y vecindad? ¡Vaya! El
eco ominoso del silencio trata de responderme a gritos invisibles:
—¡Sí! ¡Nada ha
quedado de cuantos has conocido o desconocido en este pueblo con ínfulas
de ciudad! Pero no hago caso a las voces replicantes del silencio
nocturnal, sino a los chirridos de los insectos y las aves noctívagas que
odian al sol, o simplemente nada hacen por conocerlo.
Alguno que otro vehículo utilitario deja intermitentemente sus
huellas sonoras y su estela humeante y maloliente de combustión
defectuosa. En aquellos tiempos de mi
infancia, la fauna mecánica era novedad para mí, recién llegado de una
bucólica aldea paraguaya, y los primeros cascarudos VW alemanes,
mezclándose con viejos Ford a bigotes
de traqueteante andar, circulaban por sus térreas calles
polvorientas. Apenas camiones y carros polacos abundaban en este lugar,
siendo inexistentes los enormes carros coludos de ocho cilindros,
que ya inundaban Asunción por esas mismas calendas de guerra fría y
persecuciones sectarias. La guerra civil que dividió al Paraguay entre privilegiados y
parias —con sus secuelas de agresión y crueldad—, nos trajo a este
pueblito llamado Apóstoles, con todo y maletas.
La “revolución” derrotada nos acercó más a los emigrados
europeos y eslavos, que por entonces huían de las guerras y progroms desatados
en sus patrias lejanas y ya inaccesibles, holladas por bombardeos
incivilizados y soluciones finales con chimeneas.
Tanto nos acercó a ellos el infortunio, como nos apartó de los
nativos misioneros y correntinos, quienes veían al inmigrante como despatriado
antes que como hermanos perseguidos.
Pocos de éstos últimos contaron con mi amistad incondicional de
niño-siendo-hombre-a-la-fuerza. Fue
por esos días en que mis padres tomaron los bifurcados rumbos del
divorcio, dejándonos, a mi hermana menor y a mí, el amargo sabor de la
mentira institucional sacramentada entre los labios.
Nunca supe la causa real de sus desavenencias.
Apenas nos quedó a ambos la opción de seguir con mi madre, pese a
su carácter autoritario, mientras mi progenitor se esfumaba por la puerta
angosta del olvido. Recién
varios años después lo volvería a ver,
y casi me costó trabajo reconocerlo, tan enfermo y maltratado
estaba en esa prisión militar de Peña Hermosa donde purgaba sus ideales
revolucionarios. Me desplazo un poco más,
mientras hilvano el pespunte de mis recuerdos. ¿Por qué me siento atraído
por este lugar, habiendo yo pasado mi vida —o la parte no truncada de
ella— rodando por un mapa a escala natural?
No lo sé. Sólo puedo percibir una suerte de morbosa atracción
por el solar de mi infancia, y
no sólo por causa del recuerdo de Mariuska,
mi primer objeto de dansiedades de pre-adolescente. La rubia polaquita ponía tanto cariño y paciencia a mis
dislates aritméticos, que llegó a conmoverme.
¡A mí, nada menos! que siempre me he jactado de no pactar con el
romanticismo; que siempre me he negado a rendirme ante una sonrisa, siendo
más bien cínico y pragmático como político neoliberal.
Aunque no fuera por neoliberal que me persiguiesen después hasta
aquí, en mis años maduros, sino por lo viceversa.
De todos modos, las campanas de la iglesia de San Pedro y San
Pablo, patronos del pueblo de Apóstoles, me recuerdan algo y me indican
que está por desertar la oscuridad ante los embates del cercano venero
astral diurno, cuyos dorados rayos van pugnando por surgir del oriental
horizonte. Debo apresurarme y retornar a mi morada permanente en el
Paraguay. A la única fracción
de tierra a la cual pertenezco, antes que ella a mí. Antes que rompiese el alba,
debo retornar donde reposan mis ya deshechos y descalcificados huesos; a
yacer nuevamente en mi fosa NN, desterrada en algún lejano y oculto
paraje por mis verdugos... hasta el próximo plenilunio. |
Chester Swann
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