El entierro |
—¡Les
juro, muchachos! No estoy en
curda como se imaginan, y esta verborragia aclaratoria no es fruto de la
dispepsia; ni resabio de frustraciones de nuevo pobre, producto de las
especulaciones de la política ecuménica, digo económica.
Ese entierro existe, en cierto lugar del viejo cementerio de
Piribebuy, allá en la Cordillera, debajo de los cimientos de un panteón
antiguo, más o menos de la época de mis tatarabuelos maternos, que en
paz descansen —exclamó, con vehemencia de orador ateniense, Calixto
Pardales el anfitrión—. Miren
si será cierto como que dos y dos son cuatro, que mi bisabuelo me lo contó
antes de morir de viejo y aburrido, pero sano como la gente de antes, allá
por los años cincuenta y cuatro, y, según me juró él también, que había
platos y tazas de antigua porcelana inglesa de Wedgwood, rosarios de
filigrana de oro de legítima alcurnia luqueña, monedas de libras
esterlinas a puñados, espuelas de plata 900, cadenas, anillos de ramales
de oro 22 y qué sé yo qué más. Todo
junto en un rústico ataúd de cedro, inhumado a escondidas, para salvarlo
del saco aliado cuando Humaitá cayera y Asunción fue evacuada por López.
Los
alegres contertulios, ya bastante achispados por la cerveza ingerida esa
noche, sonrieron incrédulamente al calcular que el amigo estaba
vocalizando con flatulentas sustancias aeriformes; como hablando
literalmente al pedo. Aunque
no se podía negar la erudición histórica de Pardales, al menos en
cuanto a lo concerniente a la guerra de 1864 al 70. Esa
cuestión de los “entierros” y nebulosos tesoros perdidos de la Guerra
Grande era muy reiterativa y pasada de moda.
Sabían de algunos crédulos que gastaron fortunas, no siempre bien
habidas, en la compra de detectores de “tesoros” ofertados en Mecánica
Popular y otras publicaciones para aficionados a perder el tiempo, con
resultados nulos o hallazgos de viejas balas oxidadas de cañones, fusiles
de chispa, trabucos y culebrinas de la Guerra Grande, por los antiguos
campos de batalla, sin valor comercial y apenas para enriquecer el acervo
de museos de por ahí. Muchos
de estos ilusos por una tardía fiebre del oro, dejaron jirones
deshilachados de su vida, itinerando aleatoria y fútilmente en pos de
esos presuntos tesoros familiares, e incluso del mítico “tesoro de López”,
consistente en siete carretas con baúles metálicos henchidos de oro y
plata, amén de otros valores y reliquias pertenecientes al Estado
paraguayo, cuya existencia nunca fuera confirmada por documento alguno;
como si la historia documentada del Paraguay se hubiera detenido
bruscamente tras el saco aliado de Asunción.
La
erudita relación de Calixto Pardales, acerca del tesoro de sus
antepasados, sonaba, como tantas otras, a puro cuento de fogón y caña
pendenciera de corrillos de boliches campestres.
Sus amigos no darían crédito con facilidad a tales relatos fantásticos,
pero de todos modos intentaría convencerlos de embarcarse en la azarosa
aventura del rescate. Que las
ilusiones deben ser mantenidas a rajatabla, para que no cunda el desánimo.
Especialmente cuando los trabajos permanentes escasean, en un medio
hostil y competitivo del “sálvese quien pueda” y se deben buscar otros
ingresos extraordinarios no usuales, que no derivasen precisamente del
robo clásico, u otras al margen de la ley; actividades muy apreciadas por
funcionarios, ministros, generales, magistrados y otros exponentes de la
corporativa fauna zoopolítica nacional. Claro
que, si bien Calixto y sus amigotes de francachela onomástica no eran los
que se diga fanáticos del trabajo, tampoco eran de trajinar
laboriosamente por senderos ajenos a la ley, salvo algunos gambitos y
dribleadas a los inspectores del fisco, que solían hurgar en sus
contabilidades con malsana curiosidad. Calixto
alzaba la voz, como para dominar la cacofonía del atroz temporal que
azotaba la ciudad, con el correspondiente diluvio matizado por truenos y
relámpagos de dar pavor a los supersticiosos.
Sus amigos habían acudido para celebrar su onomástico, pero, de
pronto se vino la tormenta, quedándose todos allí, hasta que pudiera
amainar la furia desanudada de los elementos.
Mas
ya eran casi las dos de la mañana y el meteoro parecía no darse tregua,
dejando las calles como torrentes desbocados en desmadre, no figurando aún
en el mapa como curso hídrico con nombre toponímico de rigor, salvo la
equívoca nomenclatura municipal de la vía domiciliaria, para tiempo seco
normal. Para
entonces, Calixto y sus adláteres ya estaban dando cuenta de las últimas
botellas y latas de espirituoso contenido, aunque su sed parecía
inagotable como los raudales callejeros y sus celestiales fuentes hídricas.
—Pará,
loco —exclamó Ulpiano Montero con vehemencia casi demencial—.
Que no podemos seguir hablando de tesoros con el buche desprovisto
de espíritu. ¿Alguien se
anima a desafiar a Zeus tonante y a las furias de los acuáticos elementos
para nutrir nuestra exhausta bodega?
Yo pongo diez mil aborígenes, de mi exiguo peculio para la
colecta, y cada uno de ustedes lo propio en equitativas partes.
Después de mojar el garguero con largueza y magnanimidad, podremos
seguir con esa historieta de los tesoros; que la sequía es mala consejera
y entorpece la retórica. ¡Poniendo
estaba la gansa, señores! —A
estas horas intempestivas y con esta tempestad, que no desmerecería a las
iras de Poseidón y sus nereidas, ni el más pintado de nosotros accedería
a ello —replicó Indalecio Fortín, otro de los asistentes al casi
agonizante ágape onomástico—. Además
¿Acaso habrá algún heroico bolichero nocturno que abra sus puertas a
estas horas y con esta tormenta de dar pavor y calofríos?
Ni con el coraje enhiesto cual estandarte alejandrino, seríamos
capaces de desafiar tal meteoro, en pos del más exquisito y exótico
elixir etílico que imaginarse pueda.
Y menos aún, para acudir al rescate de la más plebeya y ruin de
las cervezas, que el ánimo se me arruga de sólo imaginarlo.
Mas de todos modos, nobleza obliga, no puedo permitirme desmerecer
de la propuesta del compañero. Aquí
predispongo otros diez mil soldados voluntarios del guarán, a vuestro
arbitrio solidario. —En
cuanto a este servidor —arguyó, con viril tesitura de barítono
desafinado Joaquín Matútez, otro de los invitados—, no me trepida el
ánimo ni temblequea la mano para ir en pos del rubio elixir espumante de
nórdica estirpe y rescatarlo de la cautiva soledad de alguna bodega,
pero… como dijera el orador precedente, en uso y abuso de razón, no sería
probable que hubiese algún estanco de expendio abierto.
Propongo, no obstante, posponer nuestros filosóficos dislates para
mejor oportunidad, cuando haya amainado la tempestad que castiga
inmisericorde a la ciudad. He
dicho. —Proposición
aceptada, por mi parte —acotó afirmativamente un tercer comensal, de
nombre Bilioso Bermúdez, alzando el brazo diestro cual gallardo
gladiador—. Que no he de
flaquear en el entrevero, mientras los silfos boreales se mantengan
alejados de la región y las centellas brillen por su ausencia. Pero en las circunstancias vigentes, sería impropio de
caballeros ensoparse en una empresa a todas luces descabellada, o
descaballada, como prefieran, que no disponemos de coches motorizados ni
piafantes solípedos garañones para tal menester.
¡Voto por la tregua espirituosa! Moción
denegada por mi parte —clamó Rumilio Cabrero, el más insaciable
degustador etílico de entre los presentes y ¿por qué no? de muchos
ausentes de sedienta naturaleza—. Que
no es de caballeros ni guainos viriles, dejarse anonadar por una vulgar
llovizna insustancial, que para tal se inventaron los paraguas y galochas.
¿Acaso se dejarán arredrar por goterones incoloros, inodoros e
insípidos? ¡Ofrezco este
cuerpo, para tan magna misión restauradora de nuestra menguada provisión
de bebistrajos, y otros diez mil indios de curso legal para la patriada,
aunque el agua presuponga, para mí al menos, riesgo de oxidación
prematura por saturación de humedad!
Los
otros lo miraron, como midiendo la audaz proposición, y, al mismo tiempo
hicieron cálculos de disponibilidad financiera para la
vaquita. Sabían que el amigo Rumilio sólo utilizaba agua para
higiene, es decir: uso externo, no para vicios saciables de otros modos. —¡Pongo
veinte mil soldados voluntarios a disposición de la misión! —anunció
triunfalmente Calixto Pardales, al tiempo que exhibía cuatro billetes de
a cinco mil—. ¡Y que los
hados sean propicios al valiente auto encomendado para la búsqueda del
vital líquido apaga-sed! Pondré
a disposición del valeroso adalid un soberbio paraguas y mis botas de
caucho, además. Que las
glorias se conquistan y no se mendigan a los dioses ¡Rayos, truenos,
centellas y quesos! El
ofertante, Rumilio Cabrero dudó unos instantes, pero finalmente aceptó
el reto. Tras munirse de
paraguas y calzado impermeable —además de suficiente circulante de
curso legal, proveniente de varias manos generosas—, se lanzó raudo a
las tinieblas de la madrugada, con más de cien mil aborígenes aportados
por los ávidos contertulios, más una mochila para el mandado.
Pasaron
más de dos eternas horas-calendario, antes que el Rumilio Cabrero
reapareciera con las manos vacías y la golilla en similar estado, aunque
ensopado hasta los huesos, pese al británico paraguas.
—No
encontré ningún expendio de bebidas accesible a nuestras necesidades
—manifestó en tono de disculpa—.
Sólo si esperamos hasta las ocho de la mattina satisfaremos nuestras urgentes necesidades; pero ahora estoy
como perro mojado y apestando a lo mismo. Afortunadamente, el agua sólo
me mojó por fuera, que de no, se me oxidaba el hierro que llevo en la
sangre, con insospechadas consecuencias.
Necesito secar mis prendas y reposar para reposición de energías
invertidas en el vano trote callejero.
¡Más de veinte cuadrículas he pateado infructuosamente en pos
del mandado! —Te
prestaré unas bermudas a la medida y una remera de algodón —le dijo,
solícito el dueño de casa—. Mientras
tanto, podés poner las tuyas bajo el ventilador de techo.
¡Creo que aquí finaliza el primer capítulo de nuestra imaginaria
aventura, en pos del tesoro de mis tatarabuelos que en gloria sean! —¡Que
nada! —proclamó despectivamente el Rumilio Cabrero, sacudiéndose como
un perro mojado—. Llamé
con mi celular a una distribuidora de cerveza brasileña, y, en diez
minutos cae el repartidor con diez cajas de a docena de la rubia.
Vamos a completar lo que falta y… ¿O me creen falto de recursos,
si de chupar se trata? ¡No me subestimen, che!
¡A papá mono con bananas de plástico! —Sos
un genio! —le dijo Bilioso Bermúdez con entusiasmo en cuarto creciente. —Me
llamo Rumilio, no Eugenio —reclamó el Cabrero, fingiendo no haber oído
bien—. ¡A fe mía que a
ustedes no se les hubiera ocurrido tamaña estrategia comunicacional en
esta era de la electrónica-punta! —Pues,
claro que no —replicó Pardales—. En una noche de perros, con perdón del mojado, aquí de
cuerpo presente, no podía creer que se pudiera contactar con una
distribuidora delivery de birra
a la orden. Me saco el
sombrero imaginario ante tu agudeza mental y tu destreza telefónica.
Pero… ¿Por qué tardaste dos horas para darte cuenta? —Es
que tuve que lanzar dos telefonemas, a mi casa y despertando a mi santa
mujer, para averiguar los números de la oficina de guardia de la
distribuidora, mientras mi epidermis sufría los rudos embates del
temporal, hasta que, cuando retornaba a estos lares, pude dar con ellos e
instruirles en las coordenadas de tu domicilio. ¿Está claro?
¡Que se ponga mamá gansa! Así
diciendo, el Rumilio palmó los cien mil aborígenes de la vaquita y exigió
el saldo a los concurrentes, justo cuando sonaba el timbre. No
demoraron los alegres contertulios en acomodar las latas de la espumante
en el congelador de Pardales, casi hasta llenarlo.
Lo que no cabía, quedó para ser consumido de ipso facto y al
natural, mientras los lejanos gallos iban anunciando las cinco y cuarto.
Para entonces, la temperatura de la fiebre del oro de Calixto
Pardales había remitido, no así la desértica sed que los anonadaba
hasta lo indecible. Prontamente
se reanudó la interrupta charla, acerca de los tesoros enterrados por las
campiñas paraguayas, con la vehemencia acostumbrada y ya convenientemente
lubricados con el aún no muy fresco brebaje de cebada.
—¡Les
propongo hacer una excursión nocturna a Piribebuy una noche de éstas en
pos de ese entierro —clamó Calixto Pardales, exhibiendo cara de
sepulturero exhumador de misterios insolubles. —Primero
vas a tener que ir vos, hacer un plano, estudiar el sitio seguro y
documentarnos con algo más que delirios paranáuticos y esquizofrenéticos
—replicó Joaquín Matútez con expresión de escéptico impenitente—.
De seguro tiene que haber algún registro, o padrón electoral, de
los habitantes del camposanto en cuestión en algún lugar, y más aún si
son parientes tuyos, que por ahora es delito turbar el merecido reposo de
los finados, salvo para votar cada cinco años.
Mirá que no me gusta el deporte de cavar fosas al cohete en medio
de las nocturnas tenebritudes; y creo que a ustedes tampoco.
Bastante tengo con hacerle pata a mi mujer en el jardín de mi
casa, como para desgañitarme paleando tierra santa al voleo.
Además no quiero profanar el sagrado reposo de tanto finado que
habrá por ahí. Afuera
la lluvia proseguía, monótona y sin pausa, pero no impactaba en el ánimo
de los bebedores, a quienes no parecía hacer mella la mojadura interior a
que estaban sometiéndose. Pardales
no demoró en replicar a Matútez con presteza. —Ya
lo tengo todo estudiado, estimados presentes.
El panteón de mis tatarabuelos, debidamente identificado con pelos
y señales, está bien al fondo del viejo cementerio; tiene un cimiento de
piedra arenisca encima del cajón de cedro.
Apenas enterraron sus reliquias familiares, los aliados atacaron la
ciudad e incendiaron el hospital con todo y heridos, en venganza por la
muerte del general Mena Barreto, soplanucas favorito del amanerado príncipe
Gastón D’Orleans, alias conde
D’Eu. Pero no llegaron a
tocar el cementerio, salvo para enterrar a las víctimas del incendio y
saco de la ciudad. ¿Me siguen? Calculo
por lo bajo que allí hay más de quinientos mil dólares en reliquias. —¡Bola!
—exclamó el finolis de Indalecio Fortín, como dudando de la cotización
del entierro—. ¿Cómo podés saber el valor de algo que ni siquiera estás
seguro si existe o es producto de los delirios agónicos de tu bisabuelo? —¡Paren
la máquina! —protestó el anfitrión y depositario del secreto obrante
en algún ignoto escondrijo—. ¡Yo
sé de qué estoy hablando! Imagínense
nomás, sólo las más de cien monedas de oro, en libras esterlinas, puede
valer más que eso. Ahora no
me vengan con historias, que tenemos birra en abundancia y tiempo de sobra
para planificar el rescate de ese entierro.
¡Miren! ¡Está
escampando, justo ahora! —¿Y
qué pito tocaremos nosotros en este asunto, suponiendo que el entierro
exista? —preguntó Ulpiano Montero, el más mesurado del grupo. —
Ustedes, si quieren participar del botín, van a tener que pelar el lomo,
encallecer manoplas en las empuñaduras de las herramientas y colaborar
con la logística manducatoria y, sobre todo, libatoria —explicó, en un
tono más imperativo que sugerente, el anfitrión—.
El medio, exacto y al peso, para este servidor y heredero
universal; el otro medio para ustedes en partes equitativas y justicieras.
¡Y nada de batir lenguas, que el fisco y sus hacendosos jaguares
no deben tener idea del proyecto emancipador que estamos poniendo en
marcha! —¿Y
quién te asegura que estamos en condiciones de hacer de topos, sacabuches
y proveedores para tu descabellada misión? —preguntó Rumilio con sorna
esperpéntica—. Además,
mis huesos no están para tamaña empresa superlativa de esclavos romanos.
Lo confieso sin vergüenza. ¿Y
cuál será tu inestimable función y responsabilidad en esta aventura,
aparte de dirigir el tráfico como vulgar soplapitos atrincherado en Palma
y Alberdi a hora meridiana? —¿Y
les parece poco? —reclamó
Pardales exaltado—. Tengo
el secreto, que, en caso de indecisión dubitativa de parte de ustedes,
puedo transferir tranquilamente a otro equipo operativo de mi confianza…
o, en el peor de los casos, ha de morir conmigo para siempre.
Además, pondré el vehículo, la gasolina, las herramientas, el
eventual alojamiento y hasta les puedo contar chistes y cebar tereré
mientras trabajan en la búsqueda. —Por
mi parte —replicó Ulpiano Montero, declino mi candidatura a peón de
cementerios, que palas y zapapicos no pertenecen a mi modosa vocación
laboral. —En
cuanto a mí —añadió Palurdo Peral, quien hasta entonces nada dijera,
quizá por no tener palabras en la mollera que amenicen la función—,
declino el honor de acompañarte en esta patriada, pero te deseo todo el
éxito del mundo y prometo no decir esta boca es mía al respecto, que la
envidia es grande y artera y la angurria del fisco astuta y certera. —Igualmente,
gracias —exclamaron Bilioso Bermúdez, a dúo con Indalecio Fortín.
—Y
que el cielo bendiga tus buenas intenciones, colmándote de gracias y
riquezas soterradas en abundancia —terminó Fortín, en solo cantado a
cappella—. Pero podemos formar un equipo de barra brava, para alentarte
mientras sacudís sigilosamente la tierra de tus mayores y prometemos en
forma colectiva, no delatar tu silenciosa y proficua labor en pro de
restituir la heredad de tus mayores al altar votivo de la familia
Pardales. Te juramos que los
del fisco y otros fisgones de la economía no se enterarán de tus afanes.
Tampoco la prensa radial, escrita y televisada con todo y paparazzi
quedarán fuera del caso. —¡No
pueden hacerme esto, mis amigos! —gimió Calixto Pardales en tono
desolado y deslunado—. ¡Tanto
que he rezado a la virgen de Ca’acupé, para que me conceda la suerte de
contar con un equipo cañón para la búsqueda del entierro, que hasta le
prometí el rosario de filigrana de oro para ella solita! —No
te preocupes, Calixto —lo consoló Joaquín Matútez—.
Total, ella no ha de saber rezar el rosario y, a lo mejor ni
siquiera tiene memoria para las promesas, como los políticos, pero al revés.
Mejor seguimos chupando birra a tu salud y brindando por el éxito
de tu proyecto, que un entierro no aparece por ahí todos los días, salvo
el de los finados. —De
todos modos —dijeron todos a coro, como en un concierto
desconcertado—. La hemos
pasado bomba y te deseamos millones de felicidades por tu cumpleaños. Y,
sin decir “agua va”, todos los convidados al ágape se pusieron a
desafinar alegremente “Happy birthday to you” en un atroz inglés
sudaca y sin apagar velitas, mientras Calixto Pardales derramaba lágrimas,
quizá de emoción, aunque nadie estaba seguro de ello. |
Chester
Swann
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