Enterrados vivos |
Los
reclusos del Pabellón D, oyeron el grito estentóreo del viejo celador
Zelaya, más conocido como "Tukumbó", a causa de su inseparable
látigo de siete cabos trenzados.
En el vientre de la noche cristalizada de frío y soledad, las
tristes galerías resonaron en un ominoso eco autoritario: —¡Todos
los internos fuera de sus celdas! ¡Fuera todos, que hay revisación! ¡Hasta
tres, para salir de las celdas!. —¡Que
el diablo te coja en su santo infierno! —masculló Ivo Da Costa el
pedrojuanino en espera de sentencia desde hacía siete años. —¡Hijos
de mil leches! —gruñó el petiso Sapará,
el de los ojos verde-gatuno, antes de levantarse de mala gana del duro
suelo de la celda de piso superior del Pabellón D, tumba de los
sin-condena. Se venía el malón carcelario para revisar sus pertenencias
y debía deshacerse del fardelillo de marihuana que compró de un guardiacárcel.
¿Dónde lo habría dejado? De pronto recordó que estaba en su bolsillo.
Prestamente lo arrojó por la ventana sin cristales que miraba al sur, por
donde el viento austral los visitaba sin ser invitado en las noches más
frías, como burlándose de sus penurias de olvidado de todos. Hasta del
mismo olvido. Y de
seguro los guardias restantes estarían abajo, listos para coger cuanto se
arrojase desde los ventanucos de las celdas para venderlo después a
otros.
Todos
salieron al corredor con las manos en los bolsillos, si los tuviesen, ya
que la temperatura parecía haber salido huyendo en estampida de un
refrigerador desbocado. Los
policías de las fuerzas especiales de choque, aparecieron por las rejas
que oficiaban de entrada al pabellón con fusiles de asalto, metralletas,
caretas antigás, chalecos blindados y equipo de guerra, como si en lugar
de vaciar celdas, fuesen a Viet Nam a competir con Rambo. Los
feroces y sádicos guardiacárceles venían detrás, y cachiporra en mano,
obligaban golpes mediante a los rezagados a salir para el cateo.
Tras varios minutos de terror y nerviosismo, los fiscales
intervinientes comenzaron a retirar la cosecha de la noche en medio de fuertes medidas de inseguridad: puñales
caseros, paquetes de sustancias desconocidas, petacas de caña y alcohol
de quemar, así como objetos sospechosos varios, cartas, revistas, libros
y ropa vieja. Nada se salvó
de la requisa forzada. Una
hora más tarde, los reclusos aún seguían tiritando y rechinando dientes
en los pasillos, aunque algo más acostumbrados al frío. Los fueron
llevando luego al patio de la prisión, en fila india y con las manos
sobre las cabezas. Otra
noche hurtada al descanso —por demás magro— de los presos de la cárcel
pública capitalina. Los
tendrían allí, a la intemperie hasta la culminación del cateo y la
individualización de los propietarios, de los artículos prohibidos
hallados en las celdas, inmisericordes como la ley de la desigualdad y sus
cancerberos. Faltaba
poco para amanecer, si puede llamarse amanecer a otro día más en el
infierno terrenal denominado Tacumbú, y aún seguían tendidos a la
intemperie en el gélido patio con las manos en las nucas, bajo la férula
de los policías especiales y perros, amaestrados para destrozar al
primero que saliese de fila. Los
fiscales mandaron extender unas raídas mantas en el pasillo, donde se
depositaron los objetos prohibidos con los números de cada celda a fin de
identificar a quienes las ocupaban y castigarlos de acuerdo a la gravedad
del caso. Para la media mañana,
muchos reclusos desaparecieron rumbo a la tétrica prisión de Emboscada,
antesala de la muerte en vida, y los más afortunados fueron a parar a las
celdas aisladas de la prisión, o a jaulas al aire libre, donde se pudrían
los rebeldes y díscolos, al viento, la lluvia o al sol.
Daba igual. La
igualdad de la Ley no era para todos, evidentemente. Tras
el aguanoso 'matecocido' reforzado con tres duras galletas de harina y
agua y dosis de bromuro para atenuar las fogosidades genitales de los
presos, volvió la calma momentánea en el atroz sitio. Poco
más tarde, seguramente, la vivaz presencia de la prensa documentaría el
cacheo de celdas y sus resultados, aunque ello no cambiaría nada la
corrupta rutina de la prisión "modelo" del país. Ningún
periodista preguntaría a los presos castigados, quién de los guardias le
hubo vendido el "toco" de marihuana o el puñal con que pensaba
defenderse o matar. Ningún
escriba de prensa sabría jamás el turbio negocio de las autoridades de
la cárcel que abastecía a los reclusos de alcohol o drogas e incluso de
armas a buen precio y hasta de mazos de naipes de pendenciera estirpe. Porque
en Tacumbú, situada más allá del límite del mundo de los vivos, todo
tiene precio. Absolutamente todo. Desde un cigarrillo liado a mano, hasta la anticipada libertad vía escape, o permisos
para salir de vez en cuando, dar un golpe y regresar. Como en todo
submundo, la vida humana vale muy poco y se cotiza de acuerdo al estatus
de la posible víctima. El
chaqueño y rubio Vera Pukú,
preso por abigeato, compartía celdas con el luqueño Marmolejo, condenado
a treinta pirulos por
parricidio, aunque éste nunca quiso dar su versión a los compañeros...
hasta ese día. Ellos habitaban en el Pabellón A, donde están los
sentenciados; los enterrados vivos de la sociedad, que elude contemplarse
en ese espejo de las miserias humanas que es la cárcel. Los presos no
tienen otra alternativa que acoplarse a la cadena de corrupción que
impera absoluta en el lugar, que por otra parte, es un reflejo de lo que
es el país entero y ¿por qué no? el mundo en que sobrevivimos. "
Hoy hase 2.570 días que estoy en Tacumbú. Mi abogado hase 8 mese que no
aparese por acá, depuez que le entregué 100.000 guaraní para que haga
revisar mi cazo. Ni mi pariente cuéra ya no viene a verme.
Seguro que mi mujer ya se murió de hambre o se fue a Buenos Aire a
trabajar. Ya no se máz que voy a haser en este infierno mbore de
Tacumbú. Ayer mataron a golpes a Jiménes, el de la selda 8, pero le
clavaron todo mal para culpar por nosotro.
Lo juese se olvida todo de nosotro y eso que ecriben para lo diario
tampoco dise la verdad sobre nuetro cazo y solo cree lo que dise la policía
y eso guardia corruto y mbore que miente todo por nosotro, solo porque
somo pobre y no tiene plata como eso ricachones que están alla cerca de
la guardia con ventilador y todo, por robar mucho y vaciar banco y estafar
al monton." El
papel no tenía firma, pero el fiscal interviniente supo de quién se
trataba. Nicasio Pereré, oriundo de Horqueta, causa: homicidio en defensa
del honor de su madre, brutalmente apaleada por su padrastro dipsómano, o
mejor; borracho a secas. La
violencia familiar aún era tema tabú para la justicia y el juez de la
causa se desentendió del caso por que no había millones en juego.
El recluso no tenía sentencia y ni siquiera fue citado a declarar.
El fiscal, novato como era en cuestiones penales, trataba de que se
hiciese justicia, pero no imaginaba que ésta es aún artículo suntuario
en este país de jazmines con olor de carroña llamado Paraguay; que por
algo termina en "ay", como si el dolor fuera la constante en su
historia. —
¡Tráiganlo a Nicasio Pereré!
—ordenó al guardiacárcel el fiscal. Rato más tarde, el susodicho
estaba ante él, con la misma expresión de incredulidad y tristeza que
decoraba las facciones de los más de 1.800 enterrados vivos en las
mazmorras oficiales, donde apenas cabría menos de la mitad con incómoda
holgura. —No
tengo mucho tiempo —comenzó
el fiscal —pero quiero que me
relate a fondo su caso, y le prometo que insistiré en que el juez retome
su proceso. Nicasio calló unos instantes, como dudando de gastar
saliva inútilmente. ¿Quién se fijaría en un anónimo ciudadano
encausado por homicidio, y encima contra la autoridad paterna? Pero
intentaría de nuevo. Por lo menos, algunos periodistas estaban allí y
nada perdería, salvo un poco de tiempo que de momento le sobraba. —Esa
noche estaba ayudando a mamá a preparar la cena y sin darme cuenta volqué
y rompí una botella de caña de mi padrastro. El vino al escuchar el
ruido y comenzó a pegarme con los puños, y luego saltó sobre mi mamá
que intentó defenderme. Ahí no pude aguantarme, señor fiscal, y tomé
un cuchillito de ésos de mesa y le clavé por su lomo varias veces, y el
muy maldito seguía golpeando a mi mamá... hasta que se dio vuelta y le
degollé de un tajo. ¡Así se pudra en los infiernos el muy hijo de puta!
Ahora, ni mi mamá no viene a verme, y encima, me retó mucho por
matar a su hombre ¿sabe? Dicen que el amor é’ ciego, pero ha de ser
también sordo además. El
fiscal lo escuchó atentamente y trató de rememorar lo que pudo acerca de
Nicasio. A lo sumo tendría dieciocho años cuando ocurrió el homicidio;
el hombre no tenía antecedentes ni gozaba del odio de sus vecinos. Incluso, acababa de salir con permiso del cuartel.
Y como éste, había tantos casos en que, por no jugarse grandes
sumas de dinero, se estancaban en los cajones del Poder Judicial. —Esta
es nuestra justicia pronta y barata —pensó desalentado el fiscal.
Pero lo intentaría una vez más. Era el trigésimo cuarto año del
reinado del tirano Stroessner y apenas se podía vislumbrar un rayo de
esperanza, copado como estaba el Estado de ejemplares corruptos y
corruptores, como el propio Dr. Morales (¡cómo serían los inmorales!),
presidente de la Suprema Corte, nombrado a dedo por el presidente, a quien
sucediera el Dr. Luis María Argaña, gran prócer del acomodo y el
oportunismo. El
fiscal estrechó la mano del recluso, como despidiéndolo y le dijo apenas
con un susurro: —¡Fuerza y ánimo, Nicasio! El juez tendrá que oírme.
Nicasio
congeló unos instantes su incredulidad y trató de inyectarse unos
miligramos de esperanza, pero la jeringa se le quebró en seguida. Lo veía
difícil y dudaba de las palabras del fiscal, pese a sus aprentemente
buenas intenciones y afabilidad. —Ese
tipo seguro que es un mbóre de primera.
Apenas salió de este infierno y ya se olvidó de mí.
Ya hase 3.006 días que me pudro enterrado vivo en este chiquero y
el fiscal ndajéko ni su sombra asoma por aquí.
Seguro que en la próxima requisa va a apareser por ahí nomás y
ni me va a saludar con la cabeza. Y
es capaz que ni siquiera pregunta por mí.
Los del pabellón B me invitaron a jugar un truco, pero seguro que
es para vigilarnos mejor. Un día de estos voy a pasar por ahí. Aquí en
el Pabellón C hay purete maricas y ya me arrinconaron dos vece.
Por qué pico mamá no viene a visitarme y mi hermano cuera ni
asoma el pico por esta cársel de cuerpos y alma.
A vece quiero morirme de una ves por toda. Pasa
masiado despasio el tiempo en eta cársel de mierda.
Para qué carajo le maté a ese viejo hijo de puta.
Le hubiera cagado a patada nomá, así no me enterraban vivo acá
en este calabozo hediondo. —Así
es su señoría. El pobre tipo no tuvo realmente la intención de matar al
borracho de su padrastro, pero le maltrató a la madre... —¿Acaso
era la primera vez que le puso la mano encima a su concubina?
—respondió interrogativo el juez.
Ese tipo mató con saña y alevosía y merece por lo menos quince años.
No me venga con esa presunción de inocencia.
No nos pagan para eso. Usted
debe acusar, yo escucho a su abogado y estudio los alegatos antes de
dictar sentencia. ¡Para eso soy juez! —Escuche,
señoría. Para acusar, están los parientes del finado, y recuerde que no
siempre las leyes son justas y no siempre los actores de un drama como
este lo han hecho por gusto. El
chico se dejó maltratar, y varias veces.
Pero le tocaron a su madre y... además, usted, con todo respeto,
está preopinando acerca de su culpabilidad. —Mire
señor fiscal. Limítese a obrar conforme a la ley y a nuestras
costumbres. Agredir al padre o al padrastro, es agredir a una autoridad, y
la autoridad es sagrada. Sea como fuese, es culpable. Si somos blandos, el
mal ejemplo va a cundir por todo el país. Si por mí fuese, lo mandaba
fusilar como a Gastón Gadín. —Como
usted ordene, señor juez, pero no estoy de acuerdo. Con su venia, me
retiro. pero haré un informe y mi dictamen a la segunda instancia. ¿Cómo
ese muchacho va a contar con un abogado si apenas tiene que comer de la
bazofia de Tacumbú? Y el defensor de pobres y ausentes no toma el caso.
Dice que por recargo de trabajo… —Eso
a usted no le incumbe, y ahora, haga el favor de retirarse, que me espera
el presidente de la Corte. —Otro
cortesano de don Félix
—pensó el fiscal al retirarse. Pensaba seriamente en renunciar, pero si
no hacía carrera, no haría justicia. ¿Qué hacer? Creo
que voy a aser guelga de hambre hazta morir. No aguanto más estar en esta
cársel. Ni mi parientes cuéra no viene nunca y mi mamá tampoco.
Estoy muy solo en este agugero de mierda y apenas consigo para
comer de esa cosa puerca que cosinan para lo presos.
Ya son 3.200 días que estoy y recién mañana voy a declarar al
juez mbóre ese. Ni lo
abogado de reo pobre no me atiende mi cazo y no tengo ni donde caerme
muerto. —Preguntado
el compareciente, si era la primera vez que la víctima del homicidio
maltrataba a su señora madre y al compareciente y sus hermanos, respondió
el reo: Que no era la primera vez, y siempre aguantó los golpes sin
defenderse, pero le daba
rabia ver a su mamá recibir golpes de puño, puntapiés y objetos
contundentes de su concubino, o sea, su padrastro,
la víctima... del asesinato... —Espere,
no fue asesinato, señor secretario, homicidio nomás. Así me dijo un
abogado... —¡Cállese
el compareciente y limítese a responder las preguntas del juez! —bramó
el secretario, tan diligente como siempre. —No.
¡Le dije que yo no le quise matar, pero cuando le pegó a mi mamá...! —Se
cancela la declaración por rebeldía del compareciente hasta nueva fecha
a ser fijada por el juez de autos. La
imperturbable y fría voz del secretario del juez no admitía réplicas y
a golpes de cachiporrra y esposado, se lo llevaron de regreso a Tacumbú. Tres
días más tarde, en un apartado rincón de noticias policiales de los
diarios de entonces se leía: "Recluso
de Tacumbú asesinado por sus compañeros de pabellón.
Se desconoce el móvil del crimen y se sospecha un ajuste de
cuentas" Por
lo menos Nicasio Pereré terminó con su absurda sensación de estar
enterrado en vida, pero lo que los diarios no publicaron, fue que éste
hubo sido brutalmente apaleado por "Tukumbó" Zelaya, el sádico
guardiacárcel, por encargo de un juez del crimen, hasta matarlo a golpes.
Ya buscarían entre los reclusos quien cargase con el muerto,
total, en las celdas de Emboscada sobraba lugar y había bastantes presos
"marcados" para ser eliminados a fin de aliviar la carga demográfica
del presidio Mayor del Paraguay. No olvidó Zelaya de clavar
varios puntazos al cadáver aún tibio de Nicasio para aparentar un
crimen entre reclusos. Ya
hallarían a quién echarle el fardo. Un año después de derrocado el tirano, en el lujoso Salón de Convenciones del Banco Central del Paraguay, los convencionales constituyentes reunidos en solemne sesión, votaban masivamente y por unanimidad a favor de la abolición de la pena de muerte en la nueva Constitución Nacional de la República del Paraguay. Es decir, el Estado aboliría a sus verdugos, que para aplicar la pena sólo hacen falta sicarios y policías de gatillo fácil; y ésos, nunca quedarían desocupados. |
Chester
Swann
de "Sobrevivientes anónimos"
Obra
registrada en el Registro Nacional de Derechos de Autor
Del Ministerio de Industria y Comercio de la República del Paraguay
Art. 34 del Decreto Nº 5.159 del 13 de setiembre de 1999
A los efectos de lo que establece el Art. Nº 153 De la Ley Nº 1.328/98
“De Derechos de Autor y Conexos”
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