En el Nombre de Allah…y Jesús |
Baidr Abdul Aziz Ben
Uqbar se levantó ese día
muy temprano, casi de madrugada cuando aún las estrellas daban batalla de
resistencia al inminente sol. Sus sueños habían tenido el
cariz de pesadillas recurrentes, y, poco reposo con mengua de energías le
depararon en los últimos días. Aunque esas atroces pesadillas
lo acompañaban intermitentemente desde muy pequeño, cuando se hallaba en
un campamento de refugiados en El Líbano, con sus padres y hermanos en
1982.
Habían recalado allí sus abuelos ya en 1948, huyendo de la guerra entre ingleses y judíos, donde ellos, los palestinos, se hallaban entre dos fuegos: los terroristas de las bandas Irgún y Stern por un lado y los soldados de Su Majestad británica por el opuesto. Seguramente habían nacido, él y sus compatriotas, signados por la fatalidad o quizá marcados para sufrir pruebas u ordalías en defensa o prueba de su fe. Su juventud no disimulaba prematuras ojeras y surcos sinuosos en su cetrino rostro; tal vez producto de sufrimientos, tensiones, miedos y la lucha por sobrevivir cotidianamente, casi desde que naciera. Supo, desde muy niño lo que es estar acosados por un enemigo, superior en organización, equipo bélico y tecnología; además de expertos en ingeniería social, genocidio planificado y demoliciones a la orden. Poco entendía Baidr de política y casi nada de conocimientos técnicos. Apenas era agricultor y sobrevivía penosamente en Ramallah, tras retornar desde el Líbano a las tierras de sus mayores, cultivando cacahuetes y sésamo. Tras las abluciones matutinas, realizó la primera oración del día, de cara al este. Luego, se sirvió una taza de té y se dispuso a acompañar a sus hijos pequeños a la escuela, antes de iniciar sus labores de la jornada. Por supuesto, también sus pequeños
debieron orar antes del magro desayuno de té salado, pan ázimo con queso
de cabra a las primeras luces de la mañana. Primero Allah,
después lo demás, que así se lo habían enseñado y no podía menos que
transmitirlo a su descendencia. Su mujer, Aischa, ya estaba
lista para acudir al mercado con los productos de la tierra y su borrico,
aunque su hombre se haría cargo de los niños esa mañana. Baidr se dirigió, lo más presuroso que pudo, con los niños a la cercana escuela, debiendo sortear varios retenes de soldados israelíes fuertemente armados, quienes se sentían aún dueños de una tierra ajena. En cada uno de ellos, debió exhibir un salvoconducto que lo habilitaba a pasar, sin ser arbitrariamente detenido o maltratado por la fuerza invasora. Por supuesto que, en cada retén, todos ellos incluidos los niños, eran minuciosamente registrados por la soldadesca, entre risotadas y pullas en hebreo, yiddish e inglés que Baidr no comprendía. Pese a todo, éste ya se había acostumbrado a tales rutinas que, no por humillantes eran menos ostentosas y prepotentes. Y tan sólo denotaban el miedo de los israelíes hacia los otros; hacia los sometidos a su arbitrio y fuerza bruta, pese a ser primos hermanos de sangre. —¿Por qué nos hacen todo esto, padre? —preguntó Youssuf el mayor de los niños a Baidr, con más curiosidad que temor y con más desprecio que ira. Éste no supo de momento la respuesta exacta que dar al inocente. Apenas se encogió de hombros y le respondió en voz queda: —Tienen miedo de Allah, y de nosotros. Sólo tienen miedo. Mucho miedo. Por eso lo hacen. Pero Allah es misericordioso, aún con los canallas. El niño nada respondió. Estaban llegando a la escuela y, tras un tierno abrazo a cada uno, se despidió de ellos, sin saber que no los volvería a ver con vida. Baidr retornó a su hogar para cambiarse sus ropas y retomar su trabajo. Eran épocas duras para los campesinos y debían hacer esfuerzos para mantener sus cultivos, acarreando agua de un pozo y regar sus cultivos recientes, planta por planta, hasta tres veces al día. Había andado un buen trecho, cuando escuchó el característico flapeo de los rotores de helicópteros militares. Al principio supuso que era una patrulla aérea de rutina, pero las posteriores explosiones le hicieron temer lo peor. Uno de los helicópteros, en vuelo rasante disparó misiles contra el barrio donde se hallaba la escuela y algunas viviendas de civiles. Baidr vio las estelas y oyó los estampidos de los proyectiles, y su corazón se estrujó de angustia. Tuvo la opción de huir de la razzia militar, pero retomó sus pasos casi corriendo, para volver junto a sus niños. Llegó tarde, tan sólo para contemplar los escombros de la escuela y varias casas aledañas. Quiso acudir, pero el retén militar no se lo permitió. —¡Alto! —le gritó en árabe uno de los soldados, apuntándolo con un amenazante M-16—. ¡No puede pasar a este sector! ¡Nuestros hombres están atacando objetivos terroristas allí! ¡Deténgase o disparo! —¡Mis hijos están en esa escuela! —gimió Baidr, casi entre lágrimas de impotencia—. ¡Déjenme rescatarlos, por favor! Un disparo hacia sus pies lo llamaron a allanarse a la orden y se arrojó a los pies de los soldados para implorarles por la vida de sus hijos. —¡No se mueva, o tiramos a matar!
—volvió a ordenar imperativamente uno que parecía ser un suboficial
del IDF. —¡Estamos limpiando de terroristas este sector y nadie puede
pasar hasta que terminemos la faena! Una hora y media más tarde, finalizada
la operación, una patrulla de diez soldados fue con él hacia la derruida
escuela, tan sólo para contemplar un cuadro desolador. Cuatro
docentes mujeres y diez niños habían sido masacrados por misiles
aire-tierra, a más de ráfagas de ametralladoras cuando intentaban huir
de allí. Varias casas de la periferia habían sido alcanzadas;
parcialmente algunas y otras arrasadas hasta los cimientos, con varios niños
más muertos y heridos en ausencia de sus padres. Todo ello,
para reportar que uno de los supuestos líderes de la resistencia
palestina había huido y varios civiles fueron abatidos por error táctico. Cuando retornaban en la ambulancia israelí,
Baidr divisó a su mujer Aischa que, alarmada por el bombardeo retornaba a
toda prisa del mercado, con todo y acémila, pidiendo al conductor que se
detuviera. —¡Maldito seas, mil veces! —gritó a Baidr con voz enronquecida de ira—. ¡Por permitir que estos animales salvajes dispongan de los despojos de mis hijos! ¡Bájate inmediatamente de ese vehículo y lleva tú mismo a nuestros hijos en tus brazos! ¡No quiero que estos malditos sionistas se hagan cargo de sus víctimas! ¡Cerdos impuros y cobardes, que sólo saben matar sin exponer su pellejo como hombres! Baidr, avergonzado bajó los restos de
sus hijos de la ambulancia y se quedó en medio del camino, llorando con
el rostro pegado a la tierra, mientras los soldados y su vehículo se
retiraban de allí, bajo una lluvia de piedras y maldiciones de los
pobladores. Aischa, en tanto, hizo lo propio, jurando venganza
en nombre de Allah. —¡No te hubieras detenido allí en ese
puesto, estando en peligro la vida de mis hijos, cerdo hijo de mala madre! ¡Hubieras
dejado que te maten, y yo estaría orgullosa de ti, aún llorando sobre
vuestros cadáveres! ¡Ahora, sólo te corresponde devolver a
esos cerdos impuros este duro golpe que nos han infligido! En ellas, recordaba otro ataque, años atrás, durante su infancia, en un campamento llamado Chatila, en El Líbano, en 1982. También allí, los halcones de Ariel Sharon masacraron a sus padres y dos hermanos, siendo él, el único de su familia en salvarse por milagro. Quizá lo dieron por muerto, pero la orden de Sharon era no dejar sobrevivientes ni testigos. Afortunadamente, sí los hubo. Y éstos dieron testimonio de dicha atrocidad, pese a la indiferencia del mundo ante su suerte. Luego vino la Intifada; maldiciones, piedras y cascotes, contra fusiles de asalto, tanques, aviones, helicópteros de ataque y máquinas de demolición, arrasando viviendas para hacer lugar a los nuevos colonos hebreos en la tierra ocupada. Ahora, Baidr volvía a revivir esos negros días, en carne propia. Pero una mirada alucinada y casi demencial brillaba en sus ojos, en lugar de la mansedumbre que solía ostentar ante los puestos de vigilancia de los invasores. Propuso a su mujer vender su pequeña propiedad y mudarse a Gaza a buscar otras oportunidades en una ciudad. —¡Ni lo sueñes! —le recriminó la mujer quitándose la pañoleta que cubría su cabeza—. ¡Aquí están mis hijos enterrados, y aquí, hemos de morir! ¡Pero primero, has de cumplir con tu deber de hombre, o te maldeciré hasta tu muerte en el nombre de Allah! Días después, Baidr con el rostro demacrado y la barba crecida emprendió un viaje a Gaza, prometiendo a Aischa ocuparse de sus deseos de vindicar la muerte de sus niños. Pero primero, se ocupó de engendrar otro descendiente que pudiera perpetuar el linaje de los Aziz Ben Uqbar… y vengar a sus muertos en el futuro. Porque la guerra no iba a terminar con la intromisión de Occidente, ni con el cambio de gobierno en Israel o en Palestina. Nadie quería dar el brazo a torcer, pero era evidente que la cosa sería una suerte de lucha a muerte entre Davides palestinos y Goliaths hebreos, apoyados por los Estados Unidos e Inglaterra, donde los sionistas empuñaban las palancas de mando. Ellos, los palestinos eran un estorbo a los planes expansionistas de las potencias euroamericanas, y era evidente que estaban a priori condenados al exterminio. Pero no les sería tan fácil. La diferencia es que, entre los abundantes pertrechos militares de los soldados israelíes: aviones, misiles, tanques, helicópteros, fusiles de asalto de precisión y otros, no figuraba en su inventario el coraje. Y eso, a ellos les sobraba. Baidr tardó mucho en regresar para retomar su rutina. Esta vez, se había despojado de la barba y mejorado su aspecto personal. Aischa estaba encinta de siete meses y recibió a su marido como si nada hubiera pasado entre ellos. Mas una nueva expresión de firmeza se plantó en el rostro de Baidr, como incitándolo a no rendirse ante la vida, ante la muerte ni ante los invasores. Esta vez, Aischa quedaría a cuidar el niño recién nacido mientras Baidr llevaba sus productos al mercado a venderlo, día de por medio. Como de costumbre, atravesando retenes fuertemente armados y siendo registrado hasta cuatro veces en cada jornada, aún con el salvoconducto expedido por el comandante de las fuerzas ocupantes. A medida que pasaba el tiempo, a las patrullas les resultaba familiar el pobre campesino con su acémila y sus bolsas de cacahuete y sésamo, rumbo al mercado. Hasta le hacían bromas y comenzaban a relajar el control y los cotidianos registros minuciosos. Baidr continuaba su rutina con humildad y
aparente resignación, pero en su alma anidaba aún el rencor hacia
quienes mataran a sus hijos "por error táctico"; aunque podría
decirse que más bien mataban por costumbre, y para imponer el temor entre
la díscola población civil palestina que se resistía a ser poseída y
humillada. A regañadientes se los dieron, ya que
estaban prácticamente bajo estado de sitio. Baidr nada dijo,
ni profirió queja alguna por la excesiva burocracia hebrea. Aceptó
estoicamente filas interminables y un sol abrasador para poder munirse de
los documentos exigidos por los ocupantes. De no contar con
ellos, podía ser arrestado y encarcelado sin juicio, ya que en la región,
el ser sospechoso ya es indicio irrefutable de culpabilidad. Una vez en Gaza, tras múltiples peripecias, Baidr acudió a una mezquita para conectarse con un jefe de célula de la resistencia palestina, el cual conversó durante más de dos horas con él, acerca de la muerte de sus niños y la situación en Ramallah y Cisjordania. Luego se proveyó de los insumos que precisaba para su pequeña granja y se dispuso a regresar a su hogar. Sorteó todos los puestos de control, gracias a la documentación que portaba, aunque no pudo evitar registros superficiales de la carga que llevaba a su aldea. Afortunadamente no tuvo problemas y pudo abrazar a su mujer con alegría. ¡Ya era nuevamente padre! Dio en salir de paseo con el bebé
—cuando tenía algún tiempo libre— en una desvencijada bicicleta,
llevándolo en una mochila "canguro" a sus espaldas, suscitando
alguna simpatía entre los soldados que lo conocían. —¿Te vas a convertir, Baidr? —le preguntó Rafael Hahmed, que así se llamaba. —¿Acaso tu Dios no es el mismo que nosotros amamos? —respondió Baidr resuelto—. Nada me impide reverenciarlo, salvo la incomprensión de ustedes y ellos. Tal vez se refería a los israelíes con esa despectiva nominación, pero tranquilizó a su amigo. —No te preocupes. Yo te comprendo y no me voy a negar a tu pedido, ahora que estamos en pleno diciembre y debemos mostrar buena voluntad. Te daré uno que guardo entre mis reliquias. Claro, no es de plata, apenas de peltre, pero te va a gustar. Tras agradecer a Rafael, Baidr retornó a su hogar con un extraño fuego en la mirada. ¿Cuál sería la diferencia entre las creencias monoteístas? Salvo la intolerancia entre judíos, cristianos y musulmanes, nada. ¿Acaso Allah, Yahvé y Jesús no proclaman la misericordia, el amor y la Unidad? Baidr retomó su rutina y siguió, como si nada pasara, paseando con el pequeño en la vieja bicicleta, a veces saludando amistosamente a los numerosos y bien pertrechados retenes de las fuerzas invasoras. A pocos días de las Navidades, se acercó pedaleando sonriente, a una de las patrullas con el pequeño bulto en sus espaldas, como para desear felices fiestas a los soldados, ahora con un crucifijo pendiente de su cuello. Mas el bultito, bien abrigado que llevaba consigo, en el canguro no era su hijo, aunque lo parecía, sino un recuerdo de sus tres niños asesinados a mansalva. La sonrisa mansa de Baidr, sus brillantes ojos glaucos y su reluciente crucifijo, fue la última cosa que pudieron divisar los doce soldados allí reunidos, antes de dispersarse fragmentados por los aires con todo y armas. |
Chester Swann
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