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Dulces 15 años |
Gigi
Lafuente era una de las niñas más presumidas del barrio, de ostentosas
residencias cuya kischt
arquitectura palaciega remedaba tortas de boda, pésimamente decoradas.
No importa el nombre, ni la ubicación, ni la situación del
mismo, que las desdichas y su contraparte antinómica son ubicuas, y,
hasta pueden convivir juntas en perfecta armonía bajo un mismo techo,
con goteras o sin ellas; o en eterno conflicto, dentro de un mismo
cuerpo-de-mente, odiándose como hermanas.
Pero Gigi Lafuente, por ser hija única de un matrimonio más o
menos avenido, no sólo se creía princesa, sino tenía, además,
complejos de emperatriz romana, a lo que acompañaba un carácter
imperativo y una impulsiva e irreflexiva soberbia, digna de Afrodita
portando la manzana de la discordia. Sus
permisivos padres —no sólo para con la unigénita Gigi, sino para con
ellos mismos—, si bien tenían sus conflictos personales, de celos o
de bienes compartidos, parecían disimularlos navegando ostentosamente
en el maremágnum proceloso del tráfago social, dejando sus roces y
discusiones para la intimidad de su alcoba insonorizada; aparentando
armonía, en los exclusivos y excluyentes clubes sociales que
frecuentaban. La
dama accedía a ellos por su ilustre alcurnia y plurales apellidos de
abolengo, uncidos unos a otros como un tren de vagones vacíos, cuya
indeseada máquina era el pater
familias. El señor
Lafuente, hubo accedido por su dinero y poder político, al que no le
está vedado ingreso a categoría social alguna.
Al menos en el Paraguay, donde todo, absolutamente todo, tiene su
precio. En efectivo,
afectivo o especies. La
niña Gigi, desde sus tiernos añitos parvulares iba forjándose una
leyenda de pataletas, histeria y caprichos poco agraciados, pese a sus
rasgos casi angelicales y a la perfección de su rostro que, de tanto en
tanto, ostentaba los nobles rasgos de su aristocrática madre, toda vez
que no estuviera enfurruñada de aburrimiento.
Su
padre, influyente político y funcionario —aunque poco favorecido
intelectualmente—, brillaba en el hogar. Más que nada por sus ausencias…e infidelidades conspicuas
a extramuro. Es que
el ejercicio del poder, al menos en Latinoamérica, tiene cierto tufillo
feudal; cada caudillo vendevotos ejerce derechos de pernada en su
jurisdicción. En este
caso, las oficinas ministeriales a las que el señor Lafuente asistía
—no se dice que trabajaba—, se hallaba saturado de funcionarias
inferiores y secretarias, ambiciosas de ascensos pero faltas de
competencia, salvo excepciones. Todas,
dispuestas a todo, con tal de trepar a las alturas áulicas, así
debieran arrastrarse ante los que mandan; que la verticalidad rige lo
horizontal. La
madre de Gigi, doña Ligia Martínez Zubeldía y Zamora, noble matrona
de cierta alcurnia de heredados apellidos, había consentido en casarse
con su actual esposo, a causa de venir a menos sus progenitores, por
problemas derivados de una mala administración de su patrimonio, y, por
pertenecer a la corriente política ahora en la planicie.
El
compuesto apellido de peninsulares orígenes de la señora de Lafuente,
se remontaba a cinco o seis generaciones de la aristocracia rural e
intelectual, pero como se dijera precedentemente, alejada de los círculos
internos del poder político. Esto
también hubo contribuido a la decadencia económica del clan y a su
reclusión u ostracismo en coquetos clubes, logias, penumbrosas
bibliotecas, o, en nostálgicos cenáculos culturosos de postín. El
señor Lafuente, en cambio, era lo que aquí y en todas partes se conoce
como un snob o
“nuevo rico”. Es decir, de rústicos orígenes proletarios y ascendido de
categoría, por sus más que dudosos méritos políticos, y astucia
lobuna para las divisas fuertes. Nada
extraordinario por otra parte. De
hecho, en los últimos sesenta años hubo un auge de nuevos ricos y
también de nuevos pobres, debido a los altibajos del poder, gran
desnivelador de rancias fortunas familiares. La
nueva clase paraguaya, emergida del primigenio barro, de popular y
plebeya raigambre y a punto de conquistar —inmerecidamente si cabe la
aclaración— parnasos casi inaccesibles al vulgo, acompañó al
ascenso meteórico y simultáneo de la corrupción, como forma de hacer
fortunas rápidas. Es que,
no siempre las distancias más cortas entre principios y fines son las más
rectas, si cabe la geométrica metáfora. Mas
también muchas familias patricias del àncient
regime, a causa de sus heredadas convicciones conservadoras,
debieron ceder espacios a los advenedizos emergentes.
Por tanto, no era nada extraño que hubiesen matrimonios de
conveniencia entre los venidos a menos y los idos a más, como en este
caso particular que nos ocupa. Gigi
Lafuente, en efecto, era hija de una dama “liberal” y de un padre
“colorado” (las comillas son nuestras), lo que explicaría un poco
el origen de sus desajustes emocionales casi al borde de la
esquizofrenia, también herencia de sus mayores.
Dicen que el aceite y el vinagre no
pueden mezclarse, pero sí, aderezar una ensalada, lo que era el caso de
los Lafuente-Martínez Zubeldía y Zamora.
Lo que se dice vulgarmente, un braguetazo de conveniencias
mutuas; un enroque
utilitario de apellidos, con y sin prosapia. La
niña acudía —siempre acompañada de niñera y chofer— a los
colegios más caros; que no eran necesariamente los mejores académicamente
hablando, mas aparentaban oler bien.
La portación de uniformes, distintivos, buzos y cocardas de
dichos colegios, eran todo un blasón para presumir ante amigos, amigas,
vecinos y, hasta con rivales de juegos.
Gigi
no demoraría en mostrar la hilacha, mucho antes de alcanzar la
pubertad, protagonizando escándalos por un quítame allá esas pajas,
tanto en su colegio, como en su vecindario exclusivo y en los clubes
aristocráticos que frecuentaba. Pocas
amigas tuvo en su infancia, salvo sus costosas muñecas y una que otra
niña rica y de abolengo, de su club o de su vecindad.
Pocas veces accedía a la presencia de su siempre ajetreado padre
o de su neurótica madre. Ésta, más frecuente en el gimnasio, en el spa, en lo de su estilista o en el club, que en su hogar, cuando no
en lo de su psicólogo de cabecera; el padre, en sus ocupaciones de
operador político, funcionario de medio tiempo o Casanova de tiempo
completo. Además, siempre
debía estar, untuosa y obsecuentemente, cerca de los poderosos de
turno, asistir a mitines, pantagruélicos asados, cumpleaños y sesiones
ordinarias del comité central del partido de gobierno del cual era
miembro. Para
consuelo de los pobres televidentes de culebrones, dicen por ahí que
los ricos también lloran. Vano
consuelo de tontos es, cuando son los nuevos ricos quienes hacen llorar
a los nuevos pobres. Gigi
no perdía ocasión de presumir ante sus vecinos menos favorecidos —de
clase media tirando a un cuarto—, de sus bicicletas italianas, de sus
muñecas francesas o de sus costosos gadgets
electrónicos importados, aunque poco le duraban éstos.
Sus caprichos obligaban a su fatigada servidumbre a estar
pendiente de ella, ante las reiteradas ausencias de sus padres.
Y entre tales, eran sus deseos de poseer esto o aquello; y
obtenerlos de cualquier modo para olvidarlos poco después. Pero
si la hiperactiva infancia de Gigi Lafuente fue un desacato a la lógica,
su adolescencia era una declaración de guerra a todo y a todos.
Su egolatría alcanzó tales alturas que, poco le faltó para
perfeccionarla a punto de arte mayor.
A los doce, gustaba de lucir como una veterana estrella del rock,
o una curtida modelo de TV, con teñidos, maquillaje y
piercing como para metalizarse la piel en los sitios más sensibles
y generosamente expuestos. Pero,
sarna con gusto no pica, dicen las consejas de los abuelos.
Gigi con tal de lucir contemporánea,
era capaz de soportar estoicamente cualquier cosa, menos a los libros. A
sus trece se mandó hacer, a escondidas por supuesto, su primer tatuaje
en los glúteos, para lucirlo en las playas o en la piscina de su club.
No demoraría en hacerse otros en diversos sitios poco visibles
(con ropa, por supuesto) de su epidermis, tan sólo para agradar al
jovenzuelo con quien tuvo su primer metejón frustrado de adolescente.
Pero más que nada, para enfurecer a sus compañeras, menos
favorecidas por la medida permisividad de sus padres y más controladas
por éstos. Gigi
Lafuente íbase convirtiendo en una suerte de precoz y procaz femme
fatale, aunque más para sus padres y sirvientes, quienes debían
soportar sus desplantes e insultos proferidos con ligereza y audacia
digna de mejores causas. Aunque
para el desacato y la transgresión gratuita no se requieren causas,
salvo como pretextos para justificar extralimitaciones posteriores. Gigi
no demoraría en incursionar a la búsqueda de sensaciones morbosas;
aburrida como andaba dentro de su excluyente entorno.
Necesitaba afirmar su ego y para ello era preciso romper límites;
aunque debiera fingir y ocultar sus debilidades, para no alarmar a sus
padres y conocidos. Una
“niña bien” debe cumplir ciertas normas, y, si no las cumple,
disimular sus renuncias y claudicaciones a las “buenas costumbres”
impuestas en su círculo social. En
cierto modo, hasta muy tarde no cayó en cuenta de que se hallaba
cautiva de sí misma. Y ¿cómo
liberarse cuando se es prisionera de sus propias libertades? Obviamente,
Gigi no iba a ponerse a filosofar acerca de la vida, sus vericuetos,
bifurcaciones y meandros, cuando siempre se hubo guiado apenas por sus
impulsos y sus instintos. Tampoco sus padres mucho hicieron para
orientarla, o siquiera compartir con ella sus pesares o problemas
etarios. Siempre creyeron
que todo se arregla con dinero y todo puede comprarse.
Hasta las honras mundanas y pasajes al Paraíso, llegado el caso.
Gigi
probó su primer cigarrillo a los once años, y experimentó su primera
borrachera a los doce; siempre a escondidas de sus padres y sólo con
algunas amigas mayores que ella. Éstas
no demorarían en inducirla a ir más allá, apurando el cáliz hasta
las heces; aunque Gigi no precisaba de inducciones para hacerlo, que,
para ciertas cosas, bien que se bastaba sola. A
los trece y poco, accedió a ser desflorada por un compañero de
colegio, aunque tuvo serias dudas previas al respecto.
Más que nada, por probables riesgos de embarazo, ya que conocía
a varias ex colegas de su curso, que debieron abandonar sigilosamente el
colegio, para abortar, o dar a luz en el extranjero el fruto de sus
devaneos. Mas tras sopesar
los riesgos y recibir asesoramiento de sus amigas mayores, resolvió debutar
en un motel, renunciando a sus primicias prematuramente para convertirse
en mujer. El
compañero tampoco era lo que se dice un experto en el tema.
Es más, resultó ser un primerizo chambón y frustró
miserablemente los anhelos eróticos, que no amorosos, de Gigi, quien
sufrió más con los torpes escarceos de su pareja, que con los tatuajes
y perforaciones de piel, a cambio de nada.
Por un buen tiempo obvió repetir la dolorosa experiencia,
decidiendo buscar otras sensaciones placenteras más probadas… como el
alcohol y la dulce embriaguez en la intimidad, en compañía de sus
amigas de colegio. Cuando
poco le faltaba para los catorce, ya era una consumada catadora de
vodka, whisky y tequila, desdeñando cócteles livianos, nobles vinos o
plebeyas cervezas; evitaba dar escenas de excesos, gracias a la cocaína,
generosamente proveída por sus compañeros de colegio. El clorhidrato la mantenía en aparente sobriedad, y
contrarrestaba algo los efectos de sus desbordes. Pero éstos iban en aumento y necesitaba cada vez más de
ambos. No
demoró demasiado en ser descubierta en el colegio ingiriendo bebidas y
jalando polvo blanco, lo que le costó el bochorno de ser borrada de la
nómina y puesta en evidencia ante sus otros compañeros que ignoraban
sus deslices… o fingieron hacerlo.
Los padres de Gigi debieron formar una suerte de consejo de
guerra para poner coto a sus onerosas travesuras, pero se les hizo tarde
para entonces. Gigi casi se
hallaba en la recta final de la, aparentemente placentera, autopista de
la perdición. El
padre, poco caso hizo del bochorno, pues por provenir del lumpen
aliterado, no ganaba ni perdía reputación. Para su aristocrática madre, en cambio, fue traumático el
hecho de ver a su adorada Gigi de boca en boca, pese a que el suceso
aparentemente no trascendió más allá de los muros del colegio, aunque
los chismes se propagan como fuego en pajar.
Entonces, tomo una resolución heroica. Llamó
a Gigí para darle el ultimátum; cosa que debió haber hecho años atrás. —Te
voy a poner en un colegio rasca,
para que aprendas, hija. Y
si no te superás de una vez por todas, no vas a tener tu fiesta de
quince ni tu debut en el Club. ¿Está
claro? Gigí
derramó hartas lágrimas, no por su desliz ¡qué va! sino por tener
que terminar sus estudios en un colegio de clase media tirando a cuarto
y ver en peligro sus planes de tener una ostentosa fiesta de quince.
Además ¿En qué debía superarse?
En lo académico, sus notas eran de regulares para abajo; en
conducta, menos que abajo y en “buenas costumbres”, reprobó todas
las materias. Afortunadamente,
su prematuro “debut” no la dejó encinta, gracias a las precauciones
aprendidas de sus amigas, y a la inexperiencia de su compañero. De
todos modos, se supo en falta, aunque más sintió el ser puesta en
evidencia, que por lo hecho.
Gigi prometió solemnemente, bajo fe de perjurio, ser más
comedida y menos traviesa, con tal de no perderse su fiesta de debut ,
su vestido largo en el Club, y el ágape en su residencia.
Mas era notorio que, la niña no pensaba alterar sus adquiridas
costumbres y hábitos, sino hacerlo todo con más discreción.
Para entonces, su madre dio en hacer periódicas inspecciones en
su cuarto, en sus bolsos y bolsillos, mientras ella dormía o cuando se
hallaba ausente. Fue
en una de ellas, que descubrió paquetes de preservativos, cigarrillos,
pastillas de ansiolíticos, una petaca de whisky y hasta pequeños ravioles
de papel manteca con un polvillo blanco y amargo. Nada dijo entonces, pero incautó lo hallado y la fecha fue
cuidadosamente apuntada en un cuadernillo, a cuenta del crédito de
buena conducta, pero en la columna del “debe”. Gigi
pegó el grito al no hallar sus preciadas posesiones y culpó a la
servidumbre, aunque tampoco hizo bulla al respecto para no ponerse en
evidencia. Una noche, salió
subrepticiamente y se dirigió a la casa de una amiga y confidente, de
ésas que proveían de sustancias alteradoras al grupo. —Necesito
un poco de eso que sabés —suplicó a su amiga—.
Me sacaron lo que tenía en mi casa, y sospecho que mamá lo
hizo. Para colmo, si no hago buena letra me va a dejar sin mi
fiesta de quince y sin debut. —Te
lo puedo conseguir —le respondió su amiga—.
Pero tenés que saber que a mí no me lo regalan, y ahora no
tengo dinero. —Puedo
conseguirte algo —le dijo Gigi en tono compungido, pensando en robarle
algo a su madre—. ¿Alcanzan cien mil?
Mañana mismo te los traigo.
La
amiga rió a carcajadas ante la aparente inocencia de Gigi, antes de
responderle. —¿Estás
loca, flaca? Con eso apenas
alcanza para medio gramo. Sabía
que estaba mintiendo. La
cocaína era cara, pero no tanto como para eso.
Pero deseaba resarcirse de las rayas
que compartió gratis con Gigi durante más de un mes.
De todos modos la invitó a compartir un porro,
que de eso sí abundaba. Gigi
nunca había probado la hierba, un poco por temor a perder la chaveta y
ser puesta en picota. Más
de una vez había asistido a las fumatas de sus amigos, pero no se
decidió participar, al verlos reírse desaforadamente y ostentar una
euforia ajena a ellos. Ésta
vez aceptó. Una
hora más tarde, la amiga la llevó en su carro hasta su residencia, a
la cual ingresó tan sigilosamente como había salido de ella.
El efecto de la hierba no resultó tan demoledor como había
temido, pero la ilusión de poder la embargaba nimbando su rostro, con
esa aura que sólo lucen los místicos y los bobos.
Al llegar a su cuarto, se sorprendió de hallar allí a su padre. ¿De
dónde venís a estas horas? —interrogó amenazante el señor Lafuente—. No me vengas con historias raras, que estamos al tanto de tus
andanzas. Tenemos cubiertos
tus movimientos y sabemos dónde estuviste… y con quiénes. ¿Estás volada?
Si creés que te vamos a dar dinero para ciertos vicios, estás
en la lona. A partir de
ahora, Manuel, el chofer, te va a llevar al colegio de ida y vuelta.
¡Y cuidado con dar un paso en falso, que te voy a encerrar en la
estancia para que te hartes de ver campo y vacas hasta el horizonte! —¡Pero
papá! —intentó justificarse Gigi —¡Estoy bien! Apenas salí a dar
una vuelta por que no podía dormir… Iba
a proseguir, pero una sonora bofetada la devolvió prestamente a la
realidad. El
golpe, el primero que recibía en su vida y quizá en forma extemporánea,
la arrojó sobre su cama como un pelele.
Para entonces, don Lafuente ya tenía su cinto de cuero bien empuñado
y no demoró en darle una zurra inolvidable.
E iba a seguir dándole más, cuando apareció la señora Ligia
Martínez Zubeldía y Zamora de Lafuente; tal vez, fatigada de arrastrar
tantos sonoros e inútiles apellidos tras de sí.
Doña Ligia se precipitó sobre su marido para detener la golpiza
e interponerse ante su hija. —¡Basta!
—gritó la matrona angustiada—.
¡Ya es tarde para hacer algo que debiste haber hecho hace años!
¡Dejala en compañía de su conciencia, si todavía la tiene, y
mañana la mandaremos a la estancia!
Creo que merece pasar sus quince años entre vacas, cerdos y
potrancas. ¡Ya estoy harta
de la lengua viperina de mis amigas, por causa de esta pécora que no
supo valorar nuestro cariño…! —¿Cuál
cariño, mamá? —gritó entre hipos y sollozos Gigi— ¿Acaso no me
dejaron todo el tiempo sola, apenas en compañía de sirvientas y
juguetes caros? ¡Ahora,
quiero conocer el sabor de la vida; salado, agrio, dulce o amargo, pero
conocerlo por mí misma! ¡Y
no sueñes que me voy a ir a tu hedionda estancia! ¡Antes me mato! —¡Callate,
maldita, que no me vas a conmover con tus lágrimas de cocodrilo!
—replicó airada su madre. Andá
a bañarte y prepará tus cosas, que a las cinco de la mañana salimos
para Concepción. Gigi
no paraba de sollozar histéricamente.
No tanto por los cintarazos, que apenas los sintió, sino por ver
derrumbarse todo su mundo, sus ilusiones de debut social y su fiesta
rumbosa de quince años, su albo vestido de diseño exclusivo y
champagne brut.
Todo, para pasarla aburrida y sin amigos en una estancia
arruinada y decadente, sin luz eléctrica, teléfono ni agua corriente. Sus
padres, tras proferir más amenazas acerca de un largo ostracismo rural,
se retiraron a su cuarto. Gigi
siguió sollozando espasmódicamente un buen rato hasta que se quedó
dormida por efecto del cannabis. Despertó
bruscamente cuando alguien golpeó su puerta. —Preparate
que en una hora salimos —dijo la severa y terminante voz de su madre. Gigi
se sobresaltó, pero hizo caso omiso del anuncio.
Se quitó todas sus ropas de la noche anterior hasta quedar
totalmente desnuda; roció su cuerpo, prematuramente exuberante con Chanel
Nº 5, se puso un vaporoso baby
doll de organdí y se dirigió descalza al balcón de su cuarto,
situado en el tercer piso de su residencia, sobre la terraza.
Abajo,
muy abajo, el bien cuidado jardín estaba ya preparándose a la apertura
de las flores y los primeros trinos de las aves daban un toque casi mágico
al cercano amanecer. Por
primera vez, en mucho tiempo, pudo apreciar la belleza de una mañ,ana a
punto de parir al astro rey con el verde entorno coreado de pájaros
madrugadores. Gigi
se enjugó unas lágrimas y abrió de par en par las ventanas.
De pronto sintió de nuevo los golpes imperativos en la llaveada
puerta de su dormitorio. Asomó al balcón como midiendo la distancia entre ella y las flores prematuras que pronto abrirían sus corolas a la cercana primavera. Aspiró con fruición el fresco aire mañanero y se sentó sobre el balaustre unos segundos. Luego cerró los ojos en un supremo gesto romántico, antes de lanzarse al vacío en un último vuelo de alas rotas. |
Chester
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