Si quiere apoyar a Letras- Uruguay, done por PayPal, gracias!! |
De cómo un almabienaventurada huyó del paraíso celestial
|
|
|
|
|
Tomadme
por loco si queréis, mas no dudéis de las palabras de este
servidor. No me ofende
profesar
el
desvarío
ni
la poesía
contenida en los sutiles suspiros insondables del cosmos
y que aún laten en mi interior. La santa locura de lo místico me impulsó en vida a la búsqueda de lo absoluto, obcecándome neciamente en el mal llamado Sendero de la Bienaventuranza. Conseguí tras negármelo todo a mí mismo por la vida, trasponer las puertas del Paraíso tras mi desencarnación física, pero... ¡a qué precio, amigos! Me autoflagelé con el látigo de la templanza, me marginé con las alambradas espinosas de una falsa humildad, e inmolé los goces de la materia viviente, en el ara hipócrita de |
|
las virtudes farisaicas. En fin, me torturé ¿santamente? para tener el dudoso privilegio de integrar la legión de los castísimos bienaventurados. Es decir, de los enemigos de la efímera alegría que endulza —de tanto en tanto— nuestra azarosa pasantía en el Valle de Lágrimas.
No
negaré la dicha que me produjo mi
ingreso
al
Empíreo tras
la
muerte física.
Todo luz, todo claridad;
música
angélica de galácticos instrumentos
y espirituales voces de cristalino timbre... ¡al
punto
del hartazgo! La
mistérica y severa paternalidad del viejo
demiurgo Sabaoth nos inspiraba
más
temor
que amor. Sus hieráticas huestes angélicas, de filosas y flamígeras
espadas
y
candentes
adargas,
no
nos hacían sentir
libres ni
filiales.
Más
bien, sentíame
poseído
por
alguna
pesada
y
omnipotente
burocracia celestial,
si
no alimento de ella o algo peor.
Una
perspectiva de eternidad en el paraíso llegó a hacérseme
insufrible hasta las heces. Ciertamente no padecía esas
sensaciones corpóreas de sed, hambre, dolor, vacuidad o plenitud. Tampoco
experimentaba la cruda dureza de las expiaciones
a que me sometí en vida física
para poseer la corona de los Elegidos del Señor; pero cierto
tufillo de decepción
y
tedio se extendió a lo largo, alto y ancho de mi alma
—sin cuerpo que la aprisionara ni mente falaz que la tentase—
y lo luminoso fuese tornando gris y casi opacente, lo musical fue
haciéndose ruidoso, lo laxo volvióse
tenso, cual
arco
saetario de los Guardianes del Umbral. En fin, la dicha inicial tornóse
en aburrimiento grisáceo
ad æternum
.
Por
otra parte, la inacción beatífica y las
reglamentarias alabanzas corales al Más Alto, se tornaron
irritante y lacayuna
rutina
celestial. Sinceramente, no esperaba todo esto cuando anhelaba “la salvación
eterna”. Como alma bienaventurada no disponía de opciones. Ni siquiera
un
tour
por alguno de los purgatorios,
una expedición
exploratoria
al submundo del Averno (¡ida y vuelta, por supuesto!), o visitas furtivas
a la legendaria Gehena. Debía, como todos, permanecer entre las almas
castas y puras (ergo; aburridas e insulsas) que habían malgastado sus
vidas físicas para llegar al
mítico
Paraíso Celestial. Fue al darme cuenta de todo ello y razonar sobre lo
que me aguardaba, que decidí meditar el modo de huir de la diestra del
Padre;
con todas las consecuencias que ello me deparase.
El
Paraíso no tiene
murallas
visibles, rejas
ni candados.
Pero si difícil es vivir duramente —castigándose con cilicios,
penitencias y cálidas
meaculpas—
para ingresar en él,
imposible
o poco menos es salir
de allí.
Siglo
tras siglo lo
intentaba, mas nadie se daba por enterado de mi hastío y
urgentes deseos de evasión de la Patria Celestial. Ni tan siquiera
los ángeles, arcángeles, querubines, serafines, tronos, potestades y
archidones de la celestial cohorte jerárquica, redoblaron la férrea y
administrativa vigilancia de las puertas intangibles y las inviolables
fronteras celestes. Simplemente
me
ignoraron
o quizá fingieran
hacerlo.
Si
por lo menos aquéllo
fuese
el
tal “paraíso
terrenal”, de sabrosos frutos y colorida
flora ubérrima,
tal vez
me
sintiese más a mis anchas, como diría algún grosero marino gallego.
Pero en el universo dimensional de la no-forma, todo es
espiritual y puro
—tal vez
para evitar nuevas incursiones fálicas de la tentadora sierpe de la
sabiduría—, previendo el peligro de recaídas y ocultas subversiones
contra la deidad altanera, feroz y omnipotente, ¡vaya uno a saber!
Hasta hubiese deseado profesar el nihilismo
nietzscheano para ser juzgado por la celeste inquisición y
expulsado nuevamente al mundo, o donde quiera que hubiese vida.
Naturalmente,
la comunicación
con
el caluroso Hades era imposible. En cuanto a los limbos
purgatorios, estaban
más
cerca del mundo terrenal, pero alejados —en años-luz— de nosotros los
espíritus bienaventurados
per
sæcula sæculorum
para
desgracia mía.
Busqué
la compañía de otros espíritus como yo, consumidos por el tedio eternal
y cuya efímera existencia física se hubiese caracterizado por el desapego y la negación de sí mismos. Es decir: santurrones, beatos,
ciegos devotos del áspero fanatismo del cilicio penitencial y enemigos de
la belleza, la alegría, la sabiduría filosófica y el excitante goce de
la especulación intelectual. De seguro, estarían tan arrepentidos como
este servidor
de haber
desperdiciado
sus sentidos y
su vida terrenal e irrepetible, persiguiendo exageradas quimeras
celestiales y escatológico cual dudoso cielo. Pensé que tal vez me
comprendiesen y compartieran
mi
hastío.
Encontré
¡oh, desgracia! un alma, que en vida fuera monje dominico; ascético,
cruel, apasionado y algo
perverso,
como salido de la delirante imaginación de Sade.
Ganó éste, su
sitial
paradisíaco
delatando a divertidos herejes, más devotos de la carne y el buen vino
que de lo demoníaco o maligno. Pero cuando supe que su nombre fue sinónimo
de torquemadismo sádico, huí de su compañía como de
mortífera peste. ¡Hasta podría haber sido el mismísimo
Torquemada!
Otra
alma que
conocí en las
alturas se me reveló como detentora, en su vida terrenal, de gloria y
poder
omnímodo como
vicario del Señor. Pero sus muy tortuosos métodos de evangelización no
gozaban de buena fama.
Habría
sido Papa, con el nombre de Rodrigo Borja o Alejandro VI —quien tuvo
hijos bastardos e incestuosos y sobrinos criminales—,
siendo él mismo, protervo y falaz. Quizá su tardío
arrepentimiento lo trajo —aunque a tientas—
al Paraíso. Tampoco pude relacionarme con tal empedernido
bellaco, que bien supiera de epicureísmo antes que de aristotelismo.
Procuré
conocer algunos lúcidos espíritus angélicos descontentos, como los
que se sublevaran eones atrás contra el demiurgo y engrosaran las
huestes subversivas de Lilith y Belial. Tal vez fuesen éstos más
permeables —a las ideas libertarias que no libertinas que serpenteaban
en mí— y me condujesen a secretos pasadizos de salida. No lo conseguí.
Un ángel
de andrógino
aspecto de nombre Anaël, casi delató mis propósitos a la jerarquía.
Todos los ángeles de dudosa o tibia fidelidad fueron exportados o
deportados al Hades, junto con su caudillo rebelde; el luminoso
arcángel Luth Baal.
Los
muchos que quedaron
en
el Empíreo eran fidelísimos y fanáticos vasallos del
Más Alto. Incluso éstos, reprobaron mis tímidas insinuaciones
acerca de una liberación.
Si
no delataron mis intenciones, sería por la escasa importancia de un alma
perdida en el océano beatífico. Mas me sometieron a
discreta vigilancia para evitar la propagación de ideales
contrarios a los imperantes en la Gloria Celestial.
Me
incorporaron —medio forzadamente, justo es reconocerlo— a un coro de
Elegidos, donde bien poco pude hacer para lograr mi meta. Hube de entonar
salmos, elegías, misereres, alabanzas, oraciones, letanías, endechas,
odas, loas, jaculatorias y aleluyas al demiurgo —pese a mi
reluctancia— sin disponer de tiempo libre para maquinar fugas
imposibles. Todas las vías
estaban
vedadas
a la evasión tan largamente anhelada.
La desesperación que me atenazaba aumentaba en forma exponencial y geométrica, sin alivio ni respuesta. ¿No habré pretendido la gloria y, por causa de mi vanidad llevado a una suerte de infierno conceptual e incognoscible? No lo sé aún. Apenas tenía respiro entre un salmo y otro. Hasta deliraba creyendo ver desnudas Evas entre las numerosísimas legiones de almas luminosas que me rodeaban. Mi tensión experimentaba estados rayanos en lo esquizoide, sin alivio posible. Llegué a razonar que mi presencia en ese lugar era más bien producto de algún craso error burocrático de la Jerarquía, que de mi piedad terrenal.
Tampoco parecía notar descontento entre las miríadas de espíritus que me rodeaban hasta casi asfixiar mi angustia. Todos aparentaban estúpidamente eufóricos y horriblemente beatíficos, cual si estuviesen poseídos por alucinógenos alteradores de conciencia. Parecían éstos efectivamente gozar de su servilísimo sometimiento al demiurgo Sabaoth o Ialdabaoth; también conocido como Yah’Veh o Tetragrammatón, para quien en-tonábamos himnos zalameros y alabatorios y alguno que otro ¡hurra! de militantes ultras, beodos, retros y desbocados de
opus ætillicum
. Mi desazón continuaba en ascenso; como los calenturientos deseos que me impulsaban hacia lo fisicarnal, febril e hiperbólico.
Si
tuviese corazón acabaría éste por
estallarme de tensión,
sin
duda. Llegué a pensar que mi presencia en el Empíreo fuese algo así
como una especie de cópula contra natura. ¡No sabéis lo que implica
sentirse sapo de otro pozo; como monja en burdel, Lenin en el Escorial;
cardenal en el Kremlin o político paraguayo en Harvard! ¡Más
desubicado, imposible!
En
vida física supe lo que era
rendir
culto
y fiel
devoción
de
lealtad a inmisericordes tiranos. Si bien, traté de mantenerme
apartado de cortesanas pompas,
fui
—alguna que otra vez—
impelido
a besamanos y vasallaje y
hasta
a
humillantes
sesiones de
Te Deums
,
ofrecidos por
el príncipe de turno,
agradeciendo
a la divinidad por su totalitario poder. Mas, nada comparable a la seráfica
y beatífica tiranía de un ser supremo
—o que por lo menos cree serlo—
aduladores y necios fanáticos
mediante.
He
visto, en vida terrenal,
a
legiones
de sacerdotes
y
purpurados
cometer sacrilegios que, a cualquier infeliz llevarían al patíbulo
o la hoguera seglar. He sido testigo de deslices pecaminosos, de
insospechables esposas del Señor, amparadas en el secreto de confesión y
en su abolengo. Fui
conocedor
de
crímenes y asonadas palaciegas en nombre de lo más sacro;
de incestos y aberraciones clericales y laicas, dignas de anatema.
Hasta
he firmado bulas y
enchiridiones
—contra
reales o supuestos herejes y relapsos— con lo cual, sobradamente me
hubiese correspondido un sitial en el reino de
Baal
Z'ebuth
o en las profundidades
visitadas
por el divino Dante. ¡Pero ya era tarde entonces para arrepentirme de
todo lo que no hice!
Y
heme entonces en las alturas, en el coro de los escogidos,
maldiciendo el tedio
de
la pura y
eternal
bienaventuranza
de los corderos, o dicho mejor:
carneros
del Señor. Evidentemente, las Leyes Cósmicas deben tener algunas fallas
u omisiones. Reconocí entre las innúmeras almas a tantos pecadores como
virtuosos arrepentidos, sublimados por algún craso error del
solemnísimo
aparato
de las pompas celestiales, quienes creen aún disfrutar del privilegio de
su condición de supina ignorancia y beatitud
y, donde uno, no está seguro de cuál precede a cuál, ni de las
supuestas virtudes
de ambas.
Sólo sé, que son mucho más felices los ignorantes o
mediocres que el sabio estoico y el filósofo, curtidos en el dolor
y la duda: esa madre sufrida del saber.
¿Qué
cómo logré finalmente huir de la bienaventuranza celestial?
Bueno, me enteré por
infidencias
de un
espíritu
pobre
de solemnidad —uno de esos bobos que aspiran a heredar el
reino—, de que un grupo de querubes de
inferior jerarquía entre los fieles legionarios divinos,
partiría al mundo material en misión de
agents
provocateurs
,
para tratar
de conquistar almas para el demiurgo. ¡Es que los luciferinos cosechaban
conciencias que daba pánico! El demiurgo, Yahvéh-Ialdabaoth —también
conocido como el innombrable, Altísimo, Bendito o Tetragrammatón
(Tetragrammatwn, el de los cuatro grafemas)—, es celoso y
terrible cuando de almas y
teolatría
se trata, y no toleraba disidencias a su culto.
Me
ofrecí como fiel voluntario para reencarnar en la Tierra. Si bien, no las
tenía todas conmigo y ciertos vigilantes dudaban de mis propósitos,
logré eludir
los rígidos
controles de las alturas siendo
admitido
a dicha Misión proselitista. Sólo faltaban unos trámites de
personalización acerca de los seres cuya identidad asumiríamos en el
llamado “Valle de Lágrimas”, para partir luego a renacer
en el cuerpo de un futuro predicador fundamentalista
neotestamentario de fustigante lengua, dudosa moral y
apocalíptica verborragia. ¡Lo que fuese con tal de abandonar el
Paraíso!
¿Se
darían cuenta de mis intenciones? Es probable, pues el demiurgo es casi
omnisciente y era muy probable que adivinara mis sentimientos. Pero estaba
seguro de que mi presencia en el Empíreo estaba demás.
Amo demasiado la libertad para gozar
de la celestial prisión y de sometimiento alguno a nadie que no
fuese mi propia conciencia.
Mas,
para que mi plan saliera bien, era preciso asumir mi calidad de evadido
del Reino de los Cielos. Sería
eternamente
proscrito, sin acceso a los avernos ni regreso posible. Mi nombre sería
puesto en anatema y borrado para siempre de los angélicos registros. Me
tornaría maldito como el Judío Errante, como Baruch de Spinoza, Voltaire,
Nietzsche o como las derruidas murallas de Jericó y Cartago. Hube de
sopesar todas las mínimas posibilidades y asumir las consecuencias de mis
afanes libertarios.
Al
final, me decidí por la libertad. ¡Y heme aquí, en este planeta, entre
vosotros;
condenado por
siempre a vivir, morir, renacer
y
re-morir, volviendo a
renacer
y a recontra
morir
hasta el
final de los tiempos!
Mas,
les puedo asegurar que ha valido la pena.
Nada como el libre albedrío de elegir entre la razón y la sinrazón;
entre la esclavitud áurea, o la
subterránea
libertad; entre la implacable justicia y la hipócrita caridad;
entre
ser cínico
fariseo o vil publicano, virgen o Magdalena, opulento o miserable.
¡Todas las vidas y pasares me estarán eternamente permitidos! Hasta podré
ejecutar
los doce
trabajos de Hércules e incluso, ejercer el oficio de pecador impenitente
o santo irredento, sin temores de ultratumba ¡total, ya estuve allí!
Tiempo es lo que me sobra.
Han
marcado mi frente con el estigma de Caín, por lo que nada ni nadie podrá
hacerme daño jamás. ¡Y no se imaginan ustedes las ganas de vivir y la
famelitud de sensaciones que llevo conmigo!
¡Alcáncenme una guitarra, una copa de vino generoso y que prosiga la fiesta!
|
Chester Swann
de
"Cuentos para no dormir"
Obra registrada en el Registro Nacional de Derechos de Autor
Del Ministerio de Industria y Comercio de la República del Paraguay
Bajo el folio Nº 2.445, Foja 87.
Art. 34 del Decreto Nº 5.159 del 13 de setiembre de 1999
A los efectos de lo que establece el Art. Nº 153 De la Ley Nº 1.328/98
“De Derechos de Autor y Conexos”
Ir a índice de narrativa |
Ir a índice de Swann, Chester |
Ir a página inicio |
Ir a índice de autores |