CON
LA BENDICION
DEL DIABLO
Chester Swann
Obra registrada en el
Registro Nacional de
Derechos de Autor del
MINISTERIO
DE INDUSTRIA Y COMERCIO DE LA REPÚBLICA DEL PARAGUAY bajo el Folio Nº2.890,
Foja104, Art. 34 del Decreto
Nº 5.159 del 13 de setiembre de 1999, a los efectos de lo que establece
el Art. Nº 153 de la Ley Nº 1.328/98 de Derechos de Autor y Conexos.
INTROITVM
En
este relato, el autor propone ajetrear —aunque sin fatigar en demasía
al amable lector— estas páginas irreverentes para incursionar en la
fantasía majestuosa y alucinante, de la epopeya de Homo
Sapiens Sapiens a través de los tiempos, desde el génesis cósmico
hasta los días de hoy—, de la mano de las míticas inteligencias
creadoras (Elohim) —por boca y
palabras del también mítico Arcángel Samaël, el rebelde—, desde que
aquéllas iniciaran la dispersión del cosmos, en un hipotético big
bang expansivo inicial (Samaël lo denomina “el Gran Orgasmo Cósmico”),
y, posteriormente, su paulatina armonización bajo enigmáticas leyes físicas
y matemáticas —y casi diríamos “mecánicas”— desde la mente de
los creadores; es decir, de las fuerzas múltiples que posibilitaran tal
ordenamiento de lo inicialmente caótico y aleatorio.
También os introduce —desde una pasantía breve en una hipotética
y lejana prehistoria fosilizada—, hasta los períodos históricos
escritos y los conflictos sempiternos, que darían origen a lo que hoy es
la humanidad, tal como la conocemos; cuyo presunto amor a la vida (física,
se entiende) y enunciación de valores “morales”, no condice con sus
tendencias suicidas, ni con sus actos de crueldad para con los otro seres
del planeta y para con sus propios congéneres menos favorecidos. Al
iniciarse los períodos “racionales” de la humanidad, en la propia
prehistoria pre neolítica, afloraron las creencias en las oscuras fuerzas
sobrenaturales —que regían con su voluntad omnímoda, a una
aparentemente caprichosa naturaleza y sus dones, ora pródigos, ora
mezquinos—, dando origen a múltiples dioses, semidioses, ángeles y
demonios —supuestamente antagónicos, que castigaban o premiaban a los
seres por su sometimiento o su rechazo a tales fuerzas, en una eterna
confrontación entre el “bien” y el “mal”— de acuerdo a las
primitivas ópticas dualistas (y utilitaristas ¿por que no?) de los seres
¿humanos? evolucionados éstos, fatigosamente, desde los gusanos
invertebrados hasta los mamíferos primates humanoides y deviniendo
posteriormente a la bestia ilustrada de hogaño, denominada por Samaël: homo
technológicus, una rama privilegiada y minoritaria de la ¿humanidad?,
tan deshumanizada, como capaz de dominar al mundo.
Ante el batir de tambores de guerra de los primeros conflictos del
siglo XXI, seguido del crepitar de bombardeos, tan preventivos como indiscriminados y cobardes, el autor se cuestiona
muchos de los dogmas heredados de religiones y creencias “mágicas”.
Por ello, nos propone una nueva manera de razonar y redefinir a la
humanidad, dentro de lo sublime, lo ridículo y lo atroz de sus acciones y
reacciones frente a lo inevitable, como la muerte y la caducidad de garantía
de lo físico y carnal —a lo cual erróneamente llamamos “vida”—,
que básicamente no es otra cosa que una breve pasantía de aprendizaje
sobre un planeta cada vez más degradado y absurdo, pero no por ello menos
vivo y sufriente, a causa de tan indeseables huéspedes portadores del
germen de la destrucción. Esta obra de antropología-ficción es, por otra parte, un
merecido homenaje a nuestra madre Gaia (Gaia)
la fecunda; si bien el
relator —es decir: el mítico Samaël— aparentemente no respeta cierta
cronología lineal, al desplazarse en tiempo pretérito y presente,
haciendo un paralelismo entre lo pasado y lo actual, en reiterados flash-backs.
La mordaz ironía del autor, al cuestionar el cúmulo de creencias
humanas, se manifiesta en su vocación irredenta de “abogado del
diablo” en tiempo libre. Mas era necesario, a su criterio, hacer oír otras
campanas al respecto. Más aún, cuando en un país altamente
tecnificado, se pretende prohibir en la enseñanza escolar, la teoría
darwiniana de la evolución de las especies, retornando al Génesis como
única fuente informativa, en una delirante y absurda mistificación de la
ciencia real; despojándola del escepticismo investigador, a trueque de la
fe estática y conservadora. Pero
la fálica serpiente de la Sabiduría, aún no ha muerto, ni la historia
ha concluido, pese a Fukuyama.
www.chesterswann.blogspot.com
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“Somos
Alfa y Omega, principio y
fin
de todas las cosas… “
a
La
noche parece engullirme, en su interminable esófago de tinieblas famélicas
de luz, mientras transito como un poseído hacia ninguna parte, por los
caminos sinuosos de mis recuerdos. Nada delata mi inquietud, excepto la
sublevación al interior de mis venas, que hace temblar a mi corazón con
apocalípticos latidos desbocados que amotinan a la razón. Por fortuna
los temores de otrora quedaron muy rezagados. en relación a mi avance
—en tiempo y distancia— y no peligra mi estabilidad, tan duramente
conquistada dentro del campo de batalla de mi mente.
Porque es allí, muy en mi interior, donde librara yo las más
duras guerras contra el prejuicio, el maltrato, la humillación y el
sarcasmo ajeno, desde que asumiera el tránsito al mundo físico,
perecedero pero reciclable. Es cierto que la historia de mi existencia
—de mis plurales existencias, en verdad os digo— no es para verterla
en páginas rosas, amarillas o negras; sino para esbozarla en pétreas
estelas indescifrables, o en frágiles papiros, desteñidos y desubicados
en algún tiempo sin nombre; quizá para emborronarlas en algún gótico
pergamino de ignotos orígenes mágicos, extraviados en los páramos de
las supersticiones alquímicas. Por
todo ello voy a iniciar este relato, desde la óptica de un arcángel,
rebelde a todas las tiranías divinas e incluso humanas. Desde la remota
creación de nuestra esencia inmortal —al principio de los Tiempos—,
hasta la reciente inserción en carne perecedera del mundo físico,
estamos en la lucha. No
precisamente del Mal contra el Bien, sino en pro del equilibrio de
poderes. No os preocupéis, no, de las coincidencias cronológicas, que no
va por ahí la cosa y a veces hago saltos cuánticos desde el entonces al
ahora; de alfa hasta omega. Desde
los oscuros tiempos pre míticos borrados de las memorias, los rebeldes
hemos sido rechazados, vilipendiados, escarnecidos, maldecidos, como
representantes del Mal, sin derecho a defensa por parte de los
comanditarios de nuestra contraparte: el demiurgo, Sabaoth, amo y señor
de las más grandes religiones monoteístas del planeta.
Si bien todos los llamados ángeles y demonios fuimos creados de la
misma sustancia luminosa, de la misma energía cósmica primordial, los
fanáticos adeptos del dios judeo-cristiano-musulmán, nos han calumniado
desde los inicios de la mítica historia de sus respectivas creencias.
Por tanto, os he de dar mi testimonio para explicaros acerca del
porqué de la decadencia de los dogmas que os ahogan por tantos siglos, en
la ciénaga de La Culpa. Hasta
dieron en caricaturizarnos —a los altivos arcángeles rebeldes— en
bizarros panfletos de medieval y oscurantista iconografía inquisitorial,
cual mezclas de faunos lascivos, procaces y socarrones, pterodáctilos
antediluvianos; testas de macho cabrío y rabos de dragones jubilados.
A nuestra contraparte: las legiones angélicas, sumisas y fieles,
las representan con ornitológicos
apéndices voladores, con todo y plumaje, rubicunda faz mofletuda de andróginos
despistados de opus ætíllicum
y albas cuan pudorosas túnicas, ingrávidas y flameantes, como si
quisieran desafiar a las nubes. A veces me provocan acibarada hilaridad
tantos despropósitos tangentes, esgrimidos alevosamente contra quienes sólo
lucharon por desear una humanidad libre de ataduras emocionales; sin
sometimiento alguno a ninguna supuesta entidad “divina”, sino sólo a
la conciencia —única e inalienable— de cada quien. Casi ni recuerdo apenas, cuando fuera creado con los míos en
el huevo cósmico del atanor de plasma y caóticas fuerzas ardientes de
infinita densidad. La alquimia primordial que nos engendrara, prosigue
operando como entonces; tras eones de evolución. Me he transmutado tantas
veces, que mi eterna e implacable memoria húbose diluido homeopáticamente
en el discurrir de las eras, hasta mi actual condición de ser material,
limitado en el tiempo y, además, descartable.
Antes de proseguir, debo reflexionar acerca del mega-orgasmo
inteligente, que originara lo que dieran en llamar “universo”, al cual
los sabios insisten aún en denominar “la gran explosión” primigenia.
Esa entidad que —ilusoriamente desearía creerlo—, denominamos
materia-espacio-tiempo-energía-masa y la captamos con nuestros limitados
sentidos, dándolo todo por sentado en nuestra pobre percepción actual de
aparatos ópticos, radiotelescopios, sondas y teorías matemáticas,
basadas en la hipotética “mecánica celeste”, en la “Teoría
General de la Relatividad” o en la casi delirante “Física Cuántica”.
La descomunal grandeza del cosmos, era entonces apenas un punto
singular comprimido al infinito que
contuviera todo cuanto hoy alienta en los espacios profundos, desde que El
Verbo —es decir: La Acción—
se puso en movimiento expansivo. Yo mismo, nosotros, los arcángeles de
luz, poco a poco fuimos tomando formas invisibles y fondos permisibles,
hasta llegar a ser entes poderosos y sobre todo, conscientes de nuestro
poder. No imaginábamos, por entonces, que alguna vez precisaríamos
precipitarnos al nadir de la densidad de la materia perecible que hoy
somos, para disputar a la Inteligencia Emergente, no la supremacía jerárquica
de la creación, sino la igualdad de potestades. A causa de ello,
encarnamos —a veces— en materia oscura viviente, a fin de
interiorizarnos acerca de ésta y sus acaeceres y mutaciones. Pero vayamos
al principio, cuando aún éramos seres radiantes y casi absolutos (todavía
lo somos, pero sólo fuera de nuestra envoltura perecedera actual). Tras
los primeros instantes, luego de irradiadas las fuerzas a partir de un
centro gravitatorio de infinita densidad, el caos se fue ordenando, por
etapas, dando origen a gases ardientes y fríos, galaxias, estrellas y
cuanto alienta energía en el espacio profundo. Millones de eras llevó
dicho ordenamiento, hasta que la luz de Logos —el denominado Rérum
Cosmocrátor—, tras el ¡Fiat!
inicial reprodujo —de sí mismo—, seres-alma, inteligentes, iguales a
sí, emanados de sí, compuestos de energía y luz a fin de coadyuvar en
el proceso creativo que, progresivamente, iría a engendrar otros seres de
distintas densidades y formas infinitas, aunque no todos conscientes o
poseedores de inteligencia como los primeros emanados de la Luz
Primordial. El gran
experimento alquímico de la Vida evolutiva había comenzado. Sólo restaba seguir acompañando al aparentemente aleatorio
proceso, hasta que en un futuro imperfecto y lejano, la azarosa Vida,
alcanzase un grado de ascensión que la hiciera retornar al estado
originario de energía pura, integrada a la Unidad primaria. Las jerarquías-alma,
surgidas o brotadas de la esencia primigenia, hicieron su parte en el
progreso evolutivo de los distintos mundos que iban surgiendo en el
concierto armónico de las esferas, en un lapso que se extendería por
espacios temporales insondables, como la profundidad de los abismos cósmicos…
o las ambiciones del Demiurgo, a quien denominamos la Inteligencia
Emergente: Sabaoth, Ialdabaoth, Adonai o Yah’Véh en la nomenclatura del
Génesis mítico. Pronto (es
un decir) surgieron los primeros roces con la Inteligencia Emergente, sus
Arcángeles leales y nosotros: los co-creadores de las formas de vida
evolutiva. El primer conato de rebelión se dio en la decimotercera
dimensión, donde tiene origen el polen sideral, que cada tanto lanzábamos
a fecundar mundos como éste, provistos de las condiciones requeridas para
su desarrollo y evolución. ¿Por qué sólo formas inferiores, como
virus, bacterias, monocelulares o protozoarios; y no seres pensantes, orgánicos
y complejos, como los diseñados por la Inteligencia Emergente y nosotros,
basados en el elemento ígneo más el agua, aire y sólidos?
Luth Baal, Belial, Azraël, Karmaël, Lilith, Baal Zebuth, Anaël,
Sitaël y otros millones de Arcángeles de Luz, exigimos potestad
equitativa para decidir el tipo de seres vivientes y evolucionantes a
crear, en los mundos que iban surgiendo de las entrañas de las estrellas
jóvenes, como esferas candentes de materia en condensación.
—¡Insensatos! —rugió el demiurgo airado. —¿No aceptáis, acaso, mi divina égida para ordenar todo el caos?
Si no acatáis mis mandatos, os declararé rebeldes y contumaces
para toda la eternidad! Nosotros
acompañamos en legión el justo reclamo de nuestros luminosos espíritus
guías; a lo que se opuso la vanidad —devenida en divinidad— de la
Inteligencia Emergente y sus huestes leales, quienes sin más, dieron en
reprimir nuestras aspiraciones de acelerar el proceso evolutivo. Si bien
nuestra condición de seres incorpóreos —inmortales en esencia pura—
impidiera una masacre conceptual en las altas esferas cósmicas, de todos
modos fuimos expulsados del Primer Empíreo, situado en las fuentes del
cosmos, debiendo replegarnos hacia la periférica materia oscura,
perdiendo parte mínima de nuestros fueros y poderes, los que hasta ahora
seguimos intentando recuperar. Duras fueron las batallas cósmicas en las
que enfrentamos al poder de la Inteligencia Emergente, con muy asimétricos
resultados para nuestros hermanos, a causa de la desigualdad de fuerzas.
Finalmente fuimos reducidos y confinados a las grandes galaxias de este cúmulo.
Varios de nosotros fuimos hacinados en el sistema solar de la
estrella Helios y sus vecinas, situadas en el Brazo de Sagitario de esta
galaxia que habitáis. Una vez exilados en este sistema, por los adictos a la
entidad llamada Demiurgo o Sabaoth (muchos nombres o alias posee este ser), nos vimos en la disyuntiva de acompañar los
acaeceres de la formación de los planetas, y sobre todo de dirigir la
evolución a nuestro modo. Es decir: dando inteligencia creativa,
intuitiva y especulativa, a las formas de vida que creyésemos mejor
dotadas para ello. Y la
especie que hubo sobresalido entre todas, desde el despertar de la vida,
fue justamente la nuestra: hecha
alma ígnea primero; luego carne, sangre, ciencia y conciencia, aunque
esto último, de muy reciente data. Luth
Baal nuestro luminoso arcángel-guía, nos ordenó en los tiempos
posteriores a la Ultima Batalla, que dividiésemos los sistemas
circundantes en una suerte de provincias jerárquicas multiestelares, para
poder gobernarlas mejor y seguir el proceso evolutivo.
Azraël se propuso regir los mundos más antiguos que ya iniciaban
sus ciclos vitales por entonces, a lo que nuestro caudillo Luth Baal
accedió. De todos modos, aunque ahora utilizásemos terminología o
nomenclatura de geopolítica contemporánea, en realidad poco podríamos
influir. Apenas seríamos
testigos omnipresentes y omniscientes de todo el extenso proceso. —Mantengámonos
unidos en esta brega, que será más larga que la eternidad, hijos míos.
Ocupad vuestros lugares donde mejor creáis ser útiles a la Gran
Obra que nos aguarda, y demostremos al demiurgo que somos capaces de crear
inteligencia en los mundos materiales —exclamó el Maestro-padre
antes de despedirnos para reinar, o mejor: observar, cada quién en sus
dominios. Así fue como
Lilith y yo: Samaël, llegamos al tercer mundo de la estrella Helios, aún
candente y semilíquido en proceso de condensación,
y solidificación, en medio de cataclismos, erupciones y bombardeo
cósmico de veloces cuerpos errantes.
Tampoco la desolada esfera menor —que acompañaba orbitando
satelitalmente al tercer mundo de Helios, llamado posteriormente
Selene—, gozaba en demasía de estabilidad entonces. Sólo nos quedaba
vagar por las inmensidades adyacentes de sus ígneos océanos, con más
fuego y vapor que agua y rocas, aguardando las condiciones propicias para
el surgimiento de la vida orgánica renovable. Pasarían miles de millones
de ciclos de enfriamiento paulatino y condensación del elemento agua,
para diferenciar una suerte de clima primitivo —inestable y explosivo—
y sumergirnos en el casi candente océano primordial, donde esperábamos
experimentar con futuras formas de vida, aún imposibles e impensables.
Cada tanto, algún perdido cometa rozaba la precaria protoatmósfera de Urán,
como bautizamos a este mundo, neonato entonces, sin imaginar la cantidad
de denominaciones que surgirían con posterioridad al arrollador avance de
la inteligencia, desde hace menos de quinientos mil ciclos hasta los días
presentes. Miles de millones de ciclos solares, fueron amainando
paulatinamente el fragor inicial del caos reinante, atemperando la
excesiva calidez de este planeta, hasta que Lilith pudo ubicar pequeñísimas
formas vivas que se multiplicaban en las sulfurosas aguas oceánicas.
Quizá merced a las poderosas descargas atmosféricas, a los campos
magnéticos, proteínas y otros factores, que pudieran haberlas creado
aleatoriamente, aunque con nuestro soplo divino de fuego.
Millones de ciclos más tarde, las microscópicas formas de vida irían
haciéndose cada vez más complejas y multicelulares, pero aún
desconociendo lo que luego deviniera en inteligencia.
Simplemente el instinto de supervivencia fue mejorando y
diversificando esas formas, hasta llegar a organismos integrados de alta
complejidad y larga vida, pero adaptados al sustrato en que fueron
“creados”. Nuestro hastío crecía siglo a siglo, ante lo que pensábamos
que sería un fracaso nuestro. Pero no abortamos el proyecto inicial, a
causa de la oposición a los planes de la Inteligencia Emergente, quien
nos observaba con su sobradora omnisciencia desde su lejano cuan
majestuoso sitial en el Primer Empíreo. Tampoco el planeta Areth —el
cuarto del sistema— dejaba de ser hostil, aunque allí la vida, en forma
rudimentaria, se iniciara antes que aquí, pero de igual manera, se
extinguió primero, cuando Urán estaba ya pletórico de fecundidad. Tal
vez a causa de su distancia de Helios, su pequeñez relativa y los fuertes
vientos que asolaran su faz, evaporando toda materia líquida existente,
salvo hielo. Las pequeñísimas
formas de vida iniciales durante los primeros tres mil quinientos millones
de ciclos, a partir del enfriamiento y condensación de la inestable
superficie de Urán, fueron diversificándose hasta tomar formas tan
insospechadas, como múltiples. Los invertebrados aparecerían en esa
perdida época de los océanos primitivos, en medio de estallidos tonantes
de descargas atmosféricas y erupciones submarinas.
Pasarían millones de ciclos en la sopa
química, antes de desarrollarse las primeras micro criaturas con
voluntad ambulatoria propia, que contaban por entonces con exoesqueletos
rudimentarios, casi microscópicos y patas para su desplazamiento, en
lugar de los ondulantes y flexibles gusanos nadadores transparentes casi
planos o anillados, o los pasivos flotadores tentaculares y translúcidos,
que se mecían al capricho de las corrientes. Millones de años debieron
transcurrir entre esas formas primitivas y los primeros peces y moluscos
que se multiplicarían ante nuestro asombro por los cálidos mares del
planeta. Los moluscos, desnudos al principio y casi vermiformes, fueron
posteriormente desarrollando sus cáscaras protectoras de material calcáreo
excretado por ellos mismos. Éstos
fueron los monarcas de los fondos acuosos de los grandes mares, e incluso
de los primitivos ríos continentales, en que el reciclado de las aguas se
manifestaría desde entonces. La inestabilidad tectónica de Urán era de
dar pánico, e incluso capaz de replantearnos la posibilidad —remota,
por cierto—, de que alguna vez pudiera albergar vida inteligente ni
mucho menos. Pero el don de
la paciencia nos impulsó a proseguir aguardando las condiciones
favorables, mientras formas de vida iban surgiendo en los caldeados océanos.
Los peces óseos vertebrados tardarían casi un millón de ciclos más
en aparecer —tímidamente al principio, agresivamente después—
poblando las aguas dulces y saladas, los pantanos y los torrentes formados
en el primitivo continente único, emergente tras las innumerables
erupciones de magma. Las entrañas del planeta despedían vapor que, tras
los sucesivos enfriamientos, acrecentaba los ríos, mares y lagos
posteriores, de los aún desnudos continentes sólidos.
Las visitas, impactantes y estruendosas, de los bólidos siderales
eran una constante en Urán, desde los inicios de su condensación y
solidificación. Muchos de
estos veloces mensajeros, descarriados viajeros de más allá, contenían
partículas químicas aún inexistentes en el planeta, que irían a
incorporarse, cíclica y aleatoriamente, al azaroso laboratorio de la
vida.
b
Poco a
poco más continentes sólidos fueron emergiendo más arriba de las
grandes aguas, como buscando evadirse de las hirvientes profundidades oceánicas,
aunque los temblores telúricos no cesaban.
Las entrañas de Urán seguían vomitando materia candente y humos
sulfurosos, a una atmósfera primitiva, poco apta para habitar y respirar.
Muy pocas formas de vida se atrevieron a ocupar los vacíos
espacios sólidos brotados del fondo de las aguas casi hirvientes.
Belial, Lilith y unos cuantos de nuestra legión, inspeccionábamos
entonces las nacientes rocas que, poco a poco, se vestían de verde
gracias a la humedad, al radiante calor de Helios que todo lo transmutaba,
y, a nuestros buenos oficios y paciencia. Muchas especies micro-orgánicas
basadas en la síntesis de la luz y la clorofila, fueron aventurándose en
el nuevo medio, aunque sin alejarse demasiado de las costas húmedas
batidas por las aguas cálidas. Eones
más tarde, pudieron surgir nuevas especies vegetales y cada vez más
alejadas de las costas rocosas, hasta cubrir grandes superficies con
materia muerta impregnada de minerales diversos, que daban origen a más
vida vegetal, renovada con nutrientes donde anclaban sus sedentarias y
sedientas raíces. Quizá debimos perseverar más allá de lo imaginable,
pero no tardaron más de pocos miles de ciclos en surgir de los océanos
pequeñas formas de anélidos, crustáceos, peces de rudimentarios
pulmones y otros seres que, huyendo quizá de predadores acuáticos, se
acogieron a la aparente seguridad del nuevo substrato. La mutación de
estas formas de vida fue exasperantemente lenta y al punto de inducirnos
al tedio, pero el resultado justificó nuestras expectativas. Poco a poco,
las iniciales especies dieron en diversificarse y aumentar de tamaño
adaptándose al nuevo medio, hasta cubrir los espacios secos, al punto de
convertirse en predadores y luchar entre ellos —por la subsistencia del
más fuerte y el más apto, o el menos estúpido—, siempre bajo los
impulsos del instinto. Pero también esta contingencia estaba prevista en
los planes de los creadores, por lo que dejamos hacer libremente al
instinto vital y observamos cómo la cadena trófica iba agregando
eslabones en la lucha por la supervivencia. El tiempo parecía no
transcurrir para nosotros y desde los espacios circundantes, nos limitábamos
a observar pasivamente cuanto acontecía en los planetas de Helios, a
velocidad de caracoles asténicos. Otra
cosa no podíamos hacer, hasta que las especies fueran adquiriendo
consciencia de ser, lo que insumiría muchas eras de eras en progresión…
y agresión. Lilith como
principio pasivo operante, pudo lograr la división reproductiva genérica;
es decir: la aparición de órganos diferenciados por sexo en muchas
especies orgánicamente evolucionadas.
Los primeros reptiles saurópodos —desarrollados o transmutados a
partir de peces pulmonados que abandonaran las procelosas aguas
marinas—, conquistaban su espacio compitiendo con peces, anfibios,
insectos o vegetales, pero la vida proseguía diversificándose al albur
en una ramificación increíble. Ya no eran rudimentarios gusanos o
moluscos ondulantes nadando sinuosos
y danzantes en tórridas aguas hostiles, sino formas complejas de
organismos multifuncionales adaptados para la lucha y la obtención de
alimentos del medio en que medraban. Nada estaba librado al azar biológico ni a
“providencia divina” alguna, sino a factores concomitantes de adaptación
al medio; pero aún esto, no garantizaba el éxito de nuestro experimento.
La mezcla —accidental o premeditada— de especies afines y
organismos congenéricos, daría origen a otras nuevas variedades con
características diferentes, que podrían facilitar adaptaciones a medios
no usuales. En ese entonces
no teníamos idea de los múltiples senderos posibles de la evolución
biológica y las mezclas eran algo aleatorias; percibíamos cambios fisiológicos
y mutaciones constantes, que confirmaban nuestras corazonadas por decirlo
así metafóricamente, pues que no teníamos órganos cardíacos entonces.
Faltaban eones para la aparición de los mamíferos inferiores,
pero ya vislumbrábamos su irrupción en un planeta aún joven y
turbulento como el que más. Lilith
seguía conduciendo las invisibles pero poderosas fuerzas gravitatorias
selénicas y sus mareas, que marcaban ciclos circadianos en las aguas, las
plantas y animales del planeta; en tanto, Belial generaba los campos magnéticos,
de un polo a otro, a fin de nivelar las poderosas energías telúricas de
Urán. Cada uno de nosotros
puso sus conocimientos y buenos oficios en pro de la evolución del tercer
mundo de Helios y los vecinos —en parte dirigida y en parte
aleatoria—, que dieron en desarrollar otras formas de vida, más afines
a las condiciones imperantes en tales mundos.
Lilith regía en el segundo planeta
y en el satélite de Urán y yo, Samaël,
el tercero y cuarto: es decir, Urán y Areth. El segundo planeta de Lilith, al que vosotros llamáis Venus
(Ishtar), tenía (y tiene aún) en demasía el calor de la estrella Helios
y una atmósfera pesada y sulfurosa, donde poco podíamos hacer, salvo
aguardar tiempos mejores. El cuarto, al que denomináis Marte (Areth),
apenas recibía una mínima porción de sus rayos, por lo que, si bien
pudo albergar algún tipo de vida, muy pronto (es un decir, os lo repito)
quedaron páramos desolados e inertes, excepto por la actividad telúrica
y vientos huracanados impregnados de sulfuro y carbono.
Urán comenzó a poblarse de seres, cada vez más gigantescos.
Predadores de apetito pantagruélico, como diríamos ahora —quizá a
causa de ciertas radiaciones cósmicas provenientes de la áurea estrella
central—, fueron tomando cuenta del planeta. Poco a poco, provocaron éstos
la desaparición forzada de muchas especies vegetales y la aparición de
otras, así como la extinción de muchos reptiles o su transmutación en
especies más pequeñas y veloces, que pudiesen eludir sus fauces,
miembros ambulatorios mediante. La vida seguía su lento discurrir hasta
cubrir casi todo el planeta, diversificándose en millones de variedades,
especies, subespecies y hábitats. Ciertos reptiles menores, dieron por
entonces en desafiar a la gravedad, lanzándose a las alturas y procurando
alimento fuera de la superficie sólida, huyendo al mismo tiempo de los más
grandes, lentos, pesados y por ende más hambrientos predadores de sangre
caliente. Obviamente, la Inteligencia Emergente, es decir el Demiurgo, no
estaba del todo ausente y seguía vigilando —no tan sigilosamente, sino
en forma ostentosa— nuestros movimientos, a fin de tenernos bajo su
aparentemente omnipotente control. Nosotros no lo ignorábamos tampoco, y
sabíamos que, de aparecer alguna forma de inteligencia orgánica, no
estaría ajena a su égida y potestad. Lo teníamos asumido, ya que para
crear vida se necesita de todos
los elementos, y la Inteligencia Emergente disponía del aire y agua, en
tanto que nosotros —los no alineados a su extrema derecha—, el fuego y
la materia sólida. He ahí el porqué de nuestra mutua interdependencia. Sabaoth o Ialdabaoth nos sabía rebeldes a sus designios,
pero nos respetaba, aunque a regañadientes, pese a exilarnos en este
remoto sistema. Nosotros los rebeldes, tampoco confiábamos demasiado en
su omnisciencia, pero sabíamos que no nos libraríamos de él y sus
leales por mucho menos que la
eternidad, si ésta no tuviese un límite más allá del tiempo. Los
sometidos a ostracismo en el corazón del universo material, apenas podíamos
ser conscientes de la necesidad de aprender a convivir con la Entidad,
manteniendo distancias conceptuales; entre Él/Ella, y nosotros los
disidentes de su tiránica Potestad (Sabaoth contiene los principios
activo y pasivo en una unidad plural —valga la paradoja—, pese a que
sus acólitos monoteístas actuales lo representan como dios macho y único).
Tras millones de ciclos solares, pocos cambios tuvo la superficie
de Urán y los seres que albergaba. Apenas podíamos controlar todo esto
sin intervenir demasiado, ya que también debíamos tomar cuenta de miles
de millares de soles y planetas de la galaxia, en los cuales se gestaba la
vida… o la esterilidad más absoluta. Pero en mi caso, sólo me ocuparé de Urán y mundos limítrofes
del sistema de Helios, que eran mi hogar, nuestro
hogar, por decirlo así.
g
La
llama de la Vida ardía con extrema laxitud, en un planeta desprovisto aún
de seres capaces de realizar cambios por sí mismos, para alimentarse,
adaptarse —o construir las condiciones alterando la naturaleza del mundo
habitable—, de acuerdo a sus necesidades inmediatas.
La mayoría de las especies evolucionaba en forma paulatina,
cambiando de hábitat cíclicamente, mezclándose con especies afines o
simplemente desapareciendo, para ceder espacios a otras más fuertes. A
veces, la cadena trófica usual se invertía, y, en lugar de que las
especies mayores se alimentaran de las menores, sucedía a la inversa. Parásitos,
bacterias, hongos y virus se apoderaban de grandes bestias, y,
literalmente las devoraban lentamente por dentro o desde la superficie dérmica,
ante la impotencia del organismo invadido, sucediendo lo mismo con los
vegetales. A veces los
insectos hematófagos burlaban la fuerza y ferocidad de gigantescas
bestias, ocupando su piel o
pilosidades, medrando como inquilinos molestos, sin poder ser detectados o
neutralizados. Y esto último se sigue dando en la actualidad.
Especialmente con mamíferos superiores, incluido homo
sapiens sapiens. De todos modos, el transcurrir del tiempo seguía con
una lentitud ajena al vertiginoso reloj sideral, al menos en este planeta.
Los grandes predadores proseguían devorando, raleando y nivelando demográficamente
a otras especies menores, animales o vegetales, abusando de la abundancia
de alimento vivo en los continentes y las aguas.
Mas todo tiene un límite y cualquier alteración en el medio
provoca desastres cíclicos, totales o coyunturales, cuando no
irreversibles, en el sistema. Fuese
por el cambio en el eje magnético, por sequías prolongadas, inundaciones
o choques de cuerpos errantes, que eliminaban todo vestigio viviente en
millas a la redonda del impacto; sin contar otras consecuencias
secundarias, como polvo atmosférico, erupciones o grandes oleajes. Aunque
estos fenómenos no fuesen tan frecuentes, como los eventos que en eras
históricas provocarían los seres ¿inteligentes?, con sus manipulaciones
antinaturales, guerras criminales u otro tipo de devastaciones
organizadas. Pero ello ocurriría millones de ciclos después de la
evolución y decadencia de las primeras formas de vida.
Milenios más adelante, los grandes cuan estúpidos reptiles fueron
agotando los recursos, sufriendo mutaciones algunos, disminuyendo de
volumen otros, o pereciendo de inanición los más. Los grandes y tupidos
bosques de rododendros y helechos gigantes, fueron sucumbiendo al embate
de inundaciones o sequías y formando capas de materia muerta, en
profundos estratos carboníferos. La vida, como ahora, es alimentada por
la muerte, que, a su vez, va creando y nutriendo vida en un ciclo
interminable y fecundo de retroalimentación. Nuestro aprendizaje en el
sistema de la estrella Helios, parecía no tener principio ni fin, como si
el tiempo fuese una entidad congelada o algo inexistente de tan
imperceptible. Nada parecía transcurrir, salvo durante los breves períodos
de aluviones, sequías prolongadas o tras el pavoroso impacto de algún
asteroide desorbitado o dubitativo, el cual cambiaba el paisaje en un
instante… y el clima por milenios, en un derroche de consecuencias
secundarias, como las guerras preventivas de los Bush y sus harto
belicosos halcones transnacionales. La inmutabilidad aparente de los
astros luminosos de la noche, no delataban a los rudimentarios sentidos
orgánicos de esas criaturas —más químicas que fisiológicas— las
vertiginosas velocidades, con que las galaxias se desplazaban hacia los
insondables abismos exteriores, en un aparentemente caótico movimiento,
que, sin embargo, estaba basado en un equilibrio armónico y preciso de
relojería. Las galaxias se alejaban —y se alejan aún— unas de otras,
arrastrando consigo a sus miríadas de astros vivos con ellas, en una
danza singular y plural a la vez. Nosotros
somos conscientes de cuanto sucede en la profundidad sideral, pero debimos
seguir aquí en Urán, observando a los seres que poblaban su superficie,
sin dejarnos llevar por el hastial desaliento, sin gritar ¡eureka! ni cantar victoria prematuramente. Así pensábamos
entonces, hace cientos de millones de ciclos… y ahora… en este
naciente siglo XXI seguimos pensando lo mismo, al ver los dudosos
progresos de quienes se autoproclaman inteligentes y, lo que es peor,
conscientes; pese a que casi
el noventa y dos por ciento de la especie humana actual debería ser
extirpada, por escasez —si no carencia menesterosa— de ambos
esenciales atributos. Y aún el ocho por ciento restante, nos merece el
beneficio de la duda. El
tiempo no fue, para nosotros los disidentes, motivo de preocupación
alguna jamás, pues somos inmortales, e incluso dentro de envolturas
carnales podemos transmigrar de cuerpo en cuerpo, sin perder nuestra
esencia. Pero aún así, a veces el tiempo nos hace perder la paciencia
por su excesiva lentitud. Los antiguos filósofos védicos pudieron haber
descubierto la fórmula del tiempo, pues en los Upanishads o libros sacros
escritos en la India, milenios antes que la Biblia, definieron al período
de 640.000 años, como un Día de Brahma.
Y Brahma es la esencia cósmica creadora, según sus postulados,
aunque se refiriesen al espíritu-Energía de cuya esencia provenimos
nosotros y las legiones del Demiurgo Sabaoth. Si bien pudieran haber
cometido algunos errores imperceptibles en sus cálculos, coincide con
nuestra percepción de esa ilusoria entidad llamada “tiempo”, que no
es otra cosa que espacio en movimiento. ¡Y vaya movimiento!
d
Los
espíritus rebeldes seguíamos el decurso, lento pero inexorable, de la
evolución de los seres perecibles y orgánicos, con atención y sobre
todo, con intención de mejorarlos, pese al Demiurgo y sus legiones De
seguro éstos intentarían interferir en el curso de los acontecimientos,
a fin de apoderarse de la voluntad de los primeros seres que contasen con
alguna inteligencia consciente sobre el planeta. Mas mucho aún faltaba
para ello entonces, por lo que podríamos dejar de lado la tensión
provocada por su invisible presencia en nuestros dominios de la materia.
Millones de veces el planeta giró alrededor de su áurea estrella,
antes de dar paso a otras formas de vida más adaptadas a las nuevas
condiciones. El período jurásico recién se iniciaba, con sus
gigantescos reptiles carnívoros y herbívoros, en interminables rebaños
bordeando bosques, lagos y pantanos, mientras peces-lagarto y quelonios
enormes —veloces en el agua y cojitrancos en la tierra firme— medraban
agresivamente en las aguas marinas o interiores en busca de alimento, sin
decidirse aún a cambiar de medio.
Sus diminutas masas encefálicas apenas les permitían buscar
condumio, reproducirse sin concupiscencia ni prisa alguna… y poco más.
Los mamíferos, aún desconocidos entonces, se irían gestando en
campos morfogenéticos hacia el futuro, mas faltaría mucho para su
aparición en mares, valles y montañas. De todos modos, nosotros aún
aguardábamos con paciencia ajena, el resurgir de formas exóticas de vida
que se orientasen a estadios superiores en lo futuro. No podríamos hacer
otra cosa que esperar al tiempo que todo lo transmuta y regenera. Nuestra
omnisciencia no daba para tanto y tenía sus límites.
También el Demiurgo, hecho de
la misma sustancia que nosotros tiene sus limitaciones.
Los distintos estratos —que serían posteriormente codiciados por
mega-empresas energéticas de hogaño— seguían acumulándose bajo
cientos de capas superpuestas a lo largo de miles de ciclos, mientras los
grandes lagartos saurópodos, saurisquios y diminutos reptiles alados,
entraban en la adolescencia de la especie, donde predominarían doscientos
millones de ciclos solares e incontables peripecias vitales. Nosotros, los
Elohim —como nos denominarían los semitas h’brai, posteriormente, en los albores de la imbecivilización—,
seguíamos aguardando la resolución de la evolución y la aparición de
una futura vida inteligente en el mundo material, ya que era ésta la que
serviría a los fines de las potencias incorpóreas para la absorción de
experiencias, al carecer éstas de cuerpo físico y sensaciones. Nosotros,
los Arcángeles exilados, seríamos los primeros en aprender la
experiencia emocional de un avanzado estado evolutivo. O al menos, así lo
creíamos entonces con no poca convicción.
Incluso hasta pudiendo medrar en sus cuerpos —de tanto en tanto,
absorbiendo sus impresiones—, cosa que nos estaba vedada por
improbable con las otras especies de vegetativos modos de existencia.
Ya nos hemos introducido en diversas especies, por poco tiempo,
para “sentir” sus limitadas percepciones, mas debimos abandonar esos
diminutos cuerpos en seguida, ante las rutinarias sensaciones
experimentadas.
Pero este método, era la única manera de “inducir” a esas
especies a transmutarse para sobrevivir.
Sobre este punto, desearía aclarar que quienes en el futuro serían
llamados “dioses”, poseían harta inteligencia, pero por ser materia
sutil y carecer de “sentidos” orgánicos no experimentaban nada que
pudiese relacionarse con percepciones sensoriales propias de los seres
corpóreos, aunque podríamos “presentir” algo al respecto. Los seres
orgánicos de Urán y otros planetas cercanos, no bastaban a las grandes
inteligencias-alma para percibir algo más que miedo, hambre o pequeñas
satisfacciones propias de seres rudimentarios, por lo que la búsqueda de
formas inteligentes de organismos más complejos —y que contuviesen en sí
todo cuanto albergaba el planeta y el resto del cosmos—, se tornó
obsesiva. Al menos para nosotros los Arcángeles de la impaciencia rebelde
y el Libre Albedrío, hasta para los excesos sensoriales. Fue entonces que
dieron en aparecer, poco a poco, (cuando digo “poco a poco” me refiero
a miles de millares de ciclos solares), rudimentarios mamíferos vivíparos,
derivados de los reptiles ovíparos, mutaron sus organismos y sus
superficies dérmicas, de escamosas a vellosas, y sus modos de
reproducirse obviando huevos.
Es decir: usando cavidades dentro de sus propios cuerpos para
gestar copias de sí.
Algunos de estos especímenes siguieron las pautas de tamaño
heredadas de los monstruosos antepasados cercanos, pero la mayoría optó
instintivamente por reducir su tamaño a fin de necesitar menor cantidad
de alimento y eludir a los predadores rampantes que se alimentaban de
ellos. O
quizá se los hubiera sugerido el instinto de manera automática.
Al menos así dirían los biólogos actuales que ignoran aún
nuestra sigilosa existencia. Poca presencia tuvo por entonces la
Inteligencia Emergente en todo este proceso gradual, tendiente a producir
seres evolucionados. Más bien fuimos nosotros, los exilados, quienes
pusimos mano, por decirlo así, en las infinitas mezclas genéticas que
iban dando origen a las nuevas especies de Urán.
Al mismo tiempo, de otros mundos más evolucionados y en proceso de
extinción —a causa de agotamiento de sus soles, o impactos cósmicos—,
fueron llegando a Urán rocas de otras galaxias, conteniendo
“semillas” unicelulares, material genético y químico, que, tras
adaptarse a las condiciones del planeta, procedían a “despertar” y
multiplicarse dando origen a especies nuevas; pequeñas e invisibles al
principio, luego cada vez más complejas.
El proceso de panspermia
sigue vigente aún hoy, pero en menor frecuencia; más que nada por la
densidad de la actual atmósfera que desintegra térmicamente los
meteoritos antes de su aterrizaje forzoso.
También las colas gaseosas y semisólidas de los cometas, han
introducido partículas unicelulares alienígenas
a este planeta, en forma de proteínas, hidrocarburos, agentes químicos,
enlazantes o catalizadores; y lo siguen haciendo en la actualidad. Pero en
las remotas eras pre-jurásicas, el bombardeo de corpúsculos espaciales
era cotidiano y constante, obligando aLilith a mantener una observación
continua de los sucesos que posibilitasen la renovación de la vida en sus
múltiples formas y manifestaciones. En ciertos casos, bacterias o virus
—que hibernaron por millones de años en el espacio, a temperaturas
extremas y condiciones-límite—, pudieron sobrevivir al calor de la
fricción, y tras impactar contra el suelo o el agua, reproducirse como si
hubiesen llegado en una nave de turismo espacial. Pero así es el misterio
de la vida, y ésta se ha manifestado, incluso, en sustancias o materias
aparentemente inertes e inanimadas, pero cuyos átomos vibran
constantemente a frecuencias altísimas e inconcebibles para el limitado
entendimiento actual. En cuanto a la evolución de ciertos seres, no podíamos
acelerarla, ni torcer su curso sin la participación de la Inteligencia
Emergente. Esta autocrática (aunque no autocrítica) entidad poseía (y
posee) la ciencia omnisciente de casi todos nosotros, pues que hemos sido
creados a partir de la misma sustancia de dicho ser.
Tal vez por ello, la Inteligencia Emergente creía ser nuestro dueño[1]
y tratase de someternos —en humilde obediencia a sus despóticos
designios—, manteniéndonos al margen del proceso de creación que se
estaba gestando en la yema del huevo cósmico. Tal actitud —poco
racional, justo es mencionarlo— de la Inteligencia Emergente hizo que
nuestro lúcido caudillo y maestro: Luth Baal, reclamase
—respetuosamente en sus principios, enérgicamente después— rigurosa
equidad en la distribución de atribuciones, responsabilidades y poderes,
suscitando la ira de la misteriosa entidad, a la que denominaré bíblicamente:
Tetragrammaton (Tetragrammaton,
el-de-los-cuatro-grafemas),
Dios, Theos, Deo, Eloi, Gran Arquitecto, Sabaoth, Ialdabaoth, Adonai, Yahvé
o simplemente Él, lo que nos decidió a ignorar su poder y dispersarnos
para proseguir la tarea de engendrar vida y buscar la inteligencia sin su
tiránica potestad.
Los billones de espíritus rebeldes debimos
enfrentar la desaprobación de las legiones fidelísimas de siervos
leales al Demiurgo, siendo nosotros radiados del Primer Empíreo y
librados a nuestras propias fuerzas, por decirlo así, en este cúmulo galáctico.
Lilith, y yo: Samaël, elegimos este sistema solar, al que
denominamos Satania, para medrar
y ver la posibilidad de buscar el modo de desarrollar seres inteligentes.
e
Resumiendo
tantos miles de millones de ciclos —en este breve relato acerca de las
peripecias y acaeceres de la materia viviente y evolutiva—, no puedo
dejar de mencionar cómo nos vimos arrastrados a la rebelión contra las
arbitrarias atribuciones de la Inteligencia Emergente, es decir: el
demiurgo, entidad que recibiera tantos nombres desde que el primer homínido
tuviera uso de ¿razón? Digamos más bien abuso de fe, que, dicho sea de
paso, fuera un freno a su sed de conocimientos e investigación.
¡Qué más quisiéramos nosotros que hubiera abuso de razón, para
que se abreviase el camino a la conciencia cósmica!
En la Era decimotercera, desde el Gran Orgasmo, miles de millones
de ciclos antes, aún la dispersión de materia galáctica protoestelar no
había alcanzado el punto de ignición que daría origen a las estrellas
primitivas, y nosotros los Arcángeles luminosos éramos billones en torno
a la Inteligencia Cósmica primigenia, situada en todas partes y en
ninguna, buscando la manera de encender los hornos termonucleares de las
estrellas, para dar inicio a La Vida.
La gran masa gravitatoria de cada bola gaseosa debía implosionar,
hasta que la presión centrípeta produjese la ignición de cada astro,
tras convertirlo en masa crítica, en una tarea ímproba que pusiera a
prueba nuestra paciencia poco convincente.
La vida, tal como se la concibe, aún no existía entonces, sino
como fuerzas operantes de grandes almas-mente, entidades poderosas pero
desprovistas de cuerpos, aunque no de masa. Aún así, podríamos
controlar ciertos procesos evolutivos, mas sólo en forma psicoactiva, no pudiendo intervenir de otra manera, por carecer de
materia. Finalmente fueron rechazadas nuestras propuestas y enfrentados a
las huestes leales. Tras
cruenta batalla donde no hubo efusión de sangre —pues que éramos seres
indestructibles, como os dije antes—, fuimos rechazados del Primer Empíreo.
Tras la aparente victoria de las huestes arcangélicas de Sabaoth,
acabamos exilados como relatara antes, en los perdidos mundos de estas
galaxias, donde hasta los días de hoy sentamos nuestros reales, aunque
bajo la discreta vigilancia de los arcángeles leales, lo que nos decidió
a ignorar el presunto poder de Sabaoth y dispersarnos por el cosmos.
Muchas entidades afines a nosotros están diseminadas a lo largo, ancho y
alto de las galaxias vecinas y de la nuestra, en que han surgido millares
de mundos habitados y muchos de ellos con una evolución superior a Urán,
pues que la vida surgiera en ellos con mucha antelación. En muchos de
esos mundos, nosotros fuimos considerados entidades bienhechoras, y en
algunos, hasta dioses venerados, pese a nuestra reluctancia a ello.
Sólo en Urán —a causa de la intervención casi represiva del
Demiurgo que casi frustrara nuestros planes—, se nos considera demonios
o genios del Mal o de la Mentira no piadosa. Si bien algunos políticos y
especuladores contemporáneos se autoproclaman servidores nuestros,
maldita la falta que nos hace tal servicio ni tales servidores.
Nuestra intención al brindar a los primeros seres inteligentes el
libre albedrío y el Conocimiento, fue justamente con el fin de acelerar
el proceso y ganar la especie para nuestra justa causa; pero el Demiurgo
hubiese preferido que los seres inteligentes —surgidos del muy aleatorio
crisol del Tiempo—, fuesen ingenuos, mansos, pasivos —a punto de la
abyección— y sometidos a sus designios, con el doloroso y penitencial látigo
de la fe. Casi lo lograría
al confinar algunos ejemplares en islas paradisíacas, e inhibiéndolos de
tomar contacto con la ciencia, para exigir obediencia absoluta.
Nosotros burlaríamos al Demiurgo, dando a los homínidos el uso
del fuego y, posteriormente, la palabra que lo liberaría de las cadenas
—invisibles e intangibles, pero oprobiosas—
de la superstición, la resignación y la ignorancia. Esto irritaría
a Sabaoth y a sus fidelísimas huestes angélicas, duplicándonos el
anatema de medrar en este mundo, alejados de todo posible ascenso a los
estratos superiores, por lo que decidimos no seguirle el juego y hacerlo
nosotros a nuestro modo. Pero
esto último, o sea la aparición de los primates precursores, hubo
ocurrido hace relativamente muy poco tiempo, que en parámetros geológicos
sería menos de un minuto de la Era Sideral, es decir, la aparición de
los primeros homínidos de la prehistoria, sumergidos aún en la inocencia
de los seres instintivos y carentes de lo que ahora conocemos como
raciocinio, fue hace poco más de tres millones de años (días más, días
menos, no lo recuerdo muy bien). Ahora,
tras estas digresiones, mi relato tornará nuevamente a los principios de
la Creación, cuando aún el tiempo no había sido inventado, y si llegara
entonces a discurrir, no sería, como lo es hoy, un río impetuoso que
todo lo arrasa, hasta la historia y las culturas. Es forzoso reconocer que
los Arcángeles leales también intentarían lo mismo que nosotros, al
introducirse en la carne viviente para inducirlos a sometimiento
incondicional al Demiurgo, y no precisamente con el Conocimiento, sino con
la mítica fe; pero estaríamos alertas para observar anomalías.
Aunque de poco nos sirviera tal atención, como lo comprobaríamos
millones de años después, al ver el comportamiento de las especies
“inteligentes” dividiéndose por creencias irracionales, en lugar de
unirse contra la ignorancia, que es, en apretada síntesis, el enemigo común
de la especie y responsable de sus desgracias y dolores irredentos.
z
Prosiguiendo
con mis memorias, acerca de la evolución de la Vida, la escalada
ascendente de las nuevas formas de vida, no bastó para el solaz y
aprendizaje de los creadores, como he dicho antes; a causa de faltar a las
especies animadas el germen de la razón, sin el cual seguirían
encadenadas al instinto, hasta que despertase en sus descendientes la
divina chispa del Conocimiento. Me
preguntaréis sin duda en qué consiste éste, tantas y tantas veces
mencionado como el summum de la
condición perfectible. Os
diré que consiste en poder experimentar el aquí-ahora en forma
constante, e indagar escépticamente todos los misterios, incógnitas y
fenómenos de la naturaleza, sin supersticiones ni emociones mal
encaminadas. Esto es lo que
hará a la especie, por venir en lo futuro, conquistar las fuentes
primigenias del pensamiento puro. Pero
tornemos a los principios. Tras
eones de predominio de los grandes lagartos, surgieron los primeros
reptiles voladores que se atrevieron a desafiar al instinto que los
sujetaba a la superficie del planeta y sus invisibles cadenas
gravitatorias. Sus escamas
devinieron, muy lentamente en rudimentarias pilosidades y posterior
plumaje. Sus músculos
pectorales se desarrollaron casi al doble y el peso de su osatura se
redujo a una tercera parte. Sus delgadas membranas se expandieron entre
rudimentarios dedos superiores, hasta batir los aires y enfrentar a los
vientos, en busca de nubes y alimento en sitios alejados de sus hábitats
rutinarios. Al principio
estos bizarros engendros, de ríspido lenguaje de chirridos y torpes
aleteos de aeronautas aficionados, no pudieron remontarse desde el suelo,
debiendo trepar a las alturas en riscos, barrancos y altos árboles a fin
de lanzarse al vacío y tomar velocidad inicial. Así, remedando —un
poco sin proponérselo quizá— a los ingrávidos ángeles que somos,
intentaron mimetizarse entre la humareda de los volcanes, jugando con los
vientos o los vellones de vapor que surcaban las alturas, entonces mucho más
espesos. Quizá ellos también percibieran otro punto de vista diferente
desde las alturas, lo que podría llevarlos a sitiales impredecibles en la
escala evolutiva. Las formas —tan variadas como esperpénticas—
de los nuevos aspirantes a dragones etéreos, les permitiría sin embargo
eludir a los grandes carnívoros terrestres y atrapar alimentos en la
superficie de las aguas con poco esfuerzo, pues los peces no esperaban
ataques aéreos por entonces y retozaban superficialmente en su medio,
despreocupados como escolares en vacaciones. Tampoco los insectos
voladores (éstos fueron, justo es mencionarlo, los precursores del vuelo)
esperaban cazadores en su medio, fuera de las grandes libélulas carnívoras.
La vida tomaba por asalto un nuevo medio, casi como quien no quiere la
cosa, con la ventaja de no ser esperados ni alertados por parte de quienes
serían su aún desinformado alimento.
Miles de ciclos más tarde, las primeras especies precursoras de
las aves ocupaban espacios usurpados, tanto en el aire como
la superficie. No
todos los protopájaros podían volar y muchas especies aún reptilíneas,
basaban su supervivencia en la velocidad de sus patas, antes que en la
resistencia muscular de sus torpes y paupérrimas alas, aún implumes. La
carencia de dentadura de muchos reptiles posibilitó quizá el
endurecimiento de sus mandíbulas, hasta adquirir forma de pinzas o torvos
picos afilados. En tanto seguía para nosotros la larga espera por el
devenir de las especies inteligentes.
Una espera que se iba tornando exasperante por lo prolongada. El
Demiurgo, sin embargo, echó su mirada omnisciente hacia las proto-aves, a
fin de esperar de esa especie el avance hacia la inteligencia, quizá por
volar como sus Arcángeles leales, y ¿por qué no?
también como nosotros, pese a que no hemos menester de alas, ni
nada parecido, pues que somos ingrávidos de origen. Lilith, Belial y Azraël
se dividieron conmigo la tarea de producir mutaciones genéticas en muchas
especies a fin de inducir a su mejoramiento e inserción en el árbol de
la vida, con la muy remota esperanza de que en un lejano futuro, alguna de
ellas alcanzase cierta autarquía irreverente e individualidad que lo
hiciese posible. Para ello, debíamos extremar atención a todo el proceso
y realizar un seguimiento a cada especie viva, para poder evaluar sus
características, fisiología, alimentación y comportamiento ante
situaciones de peligro o cambios climáticos.
Es obvio decir que, las circunstancias adversas, más que las
favorables, son la que determinan los cursos de la evolución.
Contemplamos periódicamente rebaños de veloces lagartos corredores, bípedos,
picudos, de pequeña estatura huyendo despavoridos ante la irrupción de
un carnívoro, también veloz corredor, pero solitario, bastante más
corpulento, famélico y de fuertes y fibrosas patas. Nuestra invisibilidad
nos permitía estar en casi todas partes sin tentar a los depredadores ni
ser percibidos por ellos. Los gigantescos helechos y pinos carboníferos
medraban en derredor, como apuntando con sus dedos acusadores al pálido
sol, eclipsado por el humo de volcanes y nubes tormentosas que, de tanto
en tanto, descargaban a más de agua, fulgentes centellas de aterradores
estampidos, posibilitando la formación de ozono, uniendo moléculas químicas
con sus descargas y creando más vida.
Tampoco entonces, la aparente lejanía del Primer Empíreo nos libró
de la ominosa vigilancia de Sabaoth y sus huestes leales.
Lo sentíamos cada vez más cerca, como si éste dedujese que la
Inteligencia estaría al llegar de un momento a otro y quisiera disputárnosla.
Demás está acotar nuevamente que un “momento” podría durar miles de
años o ciclos solares del planeta Urán.
De acuerdo a estos parámetro, muchos “momentos” nos aguardaban
aún, pese a nuestra prisa y a la impasiva contemplatividad del Demiurgo,
que parecía burlarse de nosotros los rebeldes, desde su cómodo sitial
del luminoso Empíreo, situado en ninguna parte y en todas a la vez, como
buscando la rectificación del círculo dinámico, auxiliado por la
escuadra estática. La era jurásica discurría a paso de tortuga
descerebrada, con su exuberante proliferación vegetal de bosques
impenetrables, de especies multicolores, tan variadas como imposibles, en
su floración y altura, donde
sólo los lagartos voladores podrían profanar sus elevadas ramas. De
todos modos, la transmutación de las especies proseguiría, quizá con
lentitud pero de manera inexorable y en un no muy lejano futuro aparecerían
las primeras aves propiamente dichas en el planeta, alejándose cada vez más
de sus antepasados reptiles y volando cada vez más alto y más lejos como
intentando conquistar los astros imposibles e impasibles.
h
Los
esperpénticos cuan bizarros reptiles volantes del jurásico, fueron
cediendo espacios a nuevas formas, más estilizadas, pequeñas y
armoniosas, de vistosos plumajes irisados… con voces menos grotescas y
chillonas que las de sus precursores reptiloides. Los grandes árboles del
cretácico los albergaban en sus solidarias ramas y allí dieron en
construir nidos para su reproducción. Pensamos entonces, que las especies
capaces de burlar a la intemperie y construir refugios para su prole,
delimitando además sus espacios vitales, eran un indicio alentador de
futura inteligencia rudimentaria, tendiente a la conciencia de la
individualidad; lo que nos llenó de momentáneo gozo ante lo que creíamos
un gran avance biológico. También
el astuto Sabaoth pudo haber imaginado lo mismo, y procediera en
consecuencia, apostando a los volátiles, quizá imaginándolos
precursores angélicos para algún lejano futuro. Pero el tiempo
transcurrido posteriormente hasta nuevas mutaciones, disolvió nuestro
gozo en un decepcionante océano de hastío. Pronto (os vuelvo a decir que es un decir), algunos pequeños
mamíferos también dieron en construir madrigueras o nidos para
refugiarse, guardar alimento o procrear, pero desechamos entonces la
peregrina idea de una posible adquisición de raciocinio. El instinto seguía
dictando pautas entre las múltiples formas de vida, cerrando el paso a la
irrupción de inteligencia, al menos por entonces.
Esto nos indujo a deducir que faltaba algo que esas especies aún
no poseían. Nos propusimos
saber en cuál de los órganos vivientes podría residir esa esquiva
entidad; si en el corazón, en el aparato digestivo, en el esófago,
pulmones, las extremidades, los extremismos, el cerebro o el paladar.
Nuestros conocimientos de biología eran aún rudimentarios y empíricos,
lo cual debería disculparse con absolventes indulgencias, pues que nos
limitábamos a la observación pasiva, sin intervenir ni poder aprender en
aún inexistentes libros o hipotéticas cuan inútiles academias, acerca
de la vida orgánica. Las legiones de Arcángeles leales y rebeldes,
diseminados por el cosmos cercano y galaxias limítrofes a ésta, se
hallaban ya al tanto de algunos misterios, pues disponían de especímenes
más evolucionados que los nuestros; pero de momento estábamos aislados
de ellos. Si algo supimos, fue porque podíamos sintonizarnos a pesar de
las siderales distancias que nos separaban y a las interferencias del
Demiurgo. La férrea censura
de éste era burlada, a veces, por nuestra fuerza mental, que abría
cada tanto orificios de gusanos en el espacio profundo entre las galaxias,
utilizando las corrientes cósmicas, magnéticas y gravitatorias que
enlazan a todos los astros entre sí.
—Quizá deberíamos
intentar comprender el por qué de cada órgano —dije cierta vez a
Lilith en tono pensativo. —De lo
contrario seguiríamos por una eternidad en experiencias aleatorias, sin
descubrirlo. En alguna víscera
de esos seres debería residir su memoria y su depósito de sensaciones
experimentadas. —Puede que
debamos desarrollar el corazón de cada especie en curso —respondió
Lilith. —Creo que en el corazón pudieran residir la intuición y el
pensamiento. De lo contrario deberíamos replantearlo todo y empezar de
nuevo, pero con especies mejoradas importadas de otros mundos más
evolucionados y antiguos. Tal vez un mestizaje intergaláctico no vendría
nada mal para aumentar las posibilidades de lograr un ser superior a éstos.
—Opino que en el cráneo pudiesen residir esas invisibles entidades que
elaboran el pensamiento —repuse, aunque sin estar demasiado seguro.
Como dijera antes, éramos entidades no físicas y carecíamos de
órgano alguno, por lo que mal podríamos conocer aquello de lo cual habíamos
menester. —Te propongo entonces
esperar más, hasta que surgiera alguna especie de índole superior
—sugirió Lilith, que si bien era una entidad carente de sexo “orgánico”,
la reconocíamos como genéricamente andrógina, si no estrictamente
femenina. Es decir: pasiva, creativa, generatriz y operante; la que
para los descendientes homínidos, eras más adelante, sería una entidad
venerada por la futura humanidad con muchos nombres propios, representando
a la fecundidad: Ishtar, Abraxas, Astarté, Venus, Gaia, Afrodita, Lilith,
Cibeles, Belisanna, Pachamama, Ñande Syrenondeté, Amaterasu, Kwan Yin y
muchas otras denominaciones más, según las culturas, aunque por entonces
no tuviésemos idea de ellas, en medio de un paisaje salvaje y feraz,
donde el instinto imponía su ley a rajatabla. Entonces ignorábamos que
existiría alguna vez esa especie, indefensa en apariencia, sin garras,
colmillos, alas o velocidad, a la que se daría en denominar
“humanidad”, y que advendría millones de años después de los
primeros mamíferos y aves. Apenas intuimos entonces que el ser
inteligente evolucionaría de la rama de los mamíferos omnívoros de
sangre caliente, a su vez descendientes lejanos de vermes marinos.
Nada más. Todo estaba entonces en una absoluta, cuan disoluta,
nebulosa de conjeturas y suposiciones con escaso margen de fundamentos.
Decidimos entonces, indagar en el centro de Urán a fin de descubrir si su
magnetismo podría influir en el desarrollo de la inteligencia, tal como
la concebíamos: en forma de ondas invisibles y velocidad vertiginosa de
emisión. En vano hurgamos en profundas cavernas y depósitos de ardiente
magma. Inútilmente revisamos las ténebres simas abisales y las infinitas
criaturas —que pugnaban por sobrevivir en medios hostiles en apariencia:
aguas en ebullición, gases sulfurosos, frío intenso o presiones
intolerables—, y, en todos los rincones más inhóspitos de Urán
hallamos formas de vida —primitivas quizá, pero resistentes—, que
intentaban adaptarse a esos medios poco favorables.
Penetramos con nuestras mentes en el interior de esas formas
microscópicas para indagar sus experiencias, sentires y pasares, con
nulos resultados. La Vida simplemente existía, pero no llegaba a ser.
Nuestras expectativas fueron burladas una vez más, o por lo menos
postergadas hasta nuevo aviso, como dirían ahora los ineficientes e inútiles
de siempre: los políticos.
q
La
Vida seguía su rutinario pero desafiante decurso en el planeta, millones
de años después de su condensación y solidificación. Apenas podíamos
calcular el tiempo, por el recuento periódico de los estratos geológicos
que se iban formando a causa de los elementos, la erosión y los temblores
telúricos. Capa tras capa de
nuevo material orgánico, muerto o degradado, y minerales
—entremezclados como en cambalache marroquí—, se acumularon desde
mediados del jurásico hasta los principios de la era terciaria, donde los
ya desaparecidos lagartos monstruosos de diminuta masa encefálica, iban
siendo reemplazados por otros más pequeños, que intentaron adaptarse a
los cambios climáticos, como retando desafiantes a los poderes
invisibles. También los primitivos mamíferos cuadrúpedos o acuáticos,
insectos, vegetales y aves imponían su presencia en los nuevos
escenarios. De tanto en tanto, surgían estruendosas emanaciones volcánicas,
fuentes de aguas hirvientes y ácidas; caían cuerpos errantes del
espacio, aunque sin causar demasiados daños, salvo en zonas de impacto
directo y adyacencias. Selene
servía a Urán como una suerte de escudo protector contra los cuerpos más
grandes, evitando que cayesen devastadoramente en su superficie. De todos
modos, los rayos y volcanes hacían lo suyo para devastar bosques y valles
en forma selectiva, validos del elemento ígneo, pero por lo menos, muchos
seres animados podían tener la posibilidad de ponerse a salvo de la furia
tectónica y los elementos desaforados. Cierta vez, durante el jurásico,
dos gigantescas rocas cometarias impactaron en Urán, dejando inmensos cráteres
yermos en la superficie. Mucho antes, otro cometa desorbitado o quizá
descarriado, impactó en el océano occidental con desastrosas
consecuencias, que duraron varios cientos de ciclos solares, cubriendo las
alturas de vapor y cenizas espesas, que eclipsaron a Helios produciendo un
atroz descenso de temperatura. Esto, inevitablemente pudiera haber
extinguido a los megalodónticos lagartos de sangre caliente y a gran
parte de la vegetación tropical del hemisferio afectado, perpendicular al
eje de Urán, el cual casi se apartó miles de millas de su órbita.
Por fortuna en la actualidad tales fenómenos son poco probables y
la humanidad podría prevenir las consecuencias con su tecnología
nuclear. Pero entonces, a millones de millas de Urán se produjo otro
cataclismo casi apocalíptico en el quinto planeta del sistema de Helios:
la desintegración del planeta Druth situado más allá de la órbita de Areth (antiguamente
llamado Phaeton), a causa de una colisión de carambola, con una de las
lunas alejadas de Zeus, por entonces sexto planeta, los cuerpos rocosos
estaban muy cerca de Urán. Con el tiempo, los corpúsculos del destruido
planeta quedaron orbitando plácidamente entre el cuarto y el luego quinto
mundo solar. Escasos son los
que osan abandonar dicha órbita atraídos quizá por la fuerza
gravitatoria de Helios, o simplemente al ser desplazados a causa de
impacto de rocas, provenientes de más allá del sistema.
La colisión entre cuerpos y corpúsculos celestes es harto común
en todas las galaxias y sistemas. Incluso entre estrellas y galaxias
suelen darse encontronazos apocalípticos, como en cualquier familia que
se precie de tal. También
muchos soles, una vez agotados sus hornos termonucleares, acaban sus días
estallando o convertidos en estrellas enanas de alta densidad y
vertiginosa rotación —creo haberlo mencionado—, destruyendo a sus
planetas y todo cuanto contuvieran, vivo o no, en su área de influencia. Entre el jurásico y el cretácico, millones de ciclos
dejaron profundas huellas en la superficie de Urán, en los abismos
marinos y en las formas de vida, que desaparecían paulatinamente dando
lugar a otras formas, cada vez más evolucionadas, pero la inteligencia
seguía aún ausente pese a nuestros desvelos.
Siglos atrás —de nuestra era actual en que os relato mis
memorias—, un obispo Irlandés llamado James Ussher, escribió
doctoralmente: “en el año de Gracia del Señor» de 1650 —el
mundo fue creado por Dios, a partir del domingo 23 de octubre de 4004
antes de Cristo, a las 09:00 horas, por lo que recién el sábado
siguiente, 30 de octubre, pudo descansar.” A partir de ese momento, la creencia oficial de los
adictos a Sabaoth, alimentada por delirantes profetas de lo mítico, tomó
cuenta de dicha afirmación condenando como herejía blasfematoria
cualquier opinión en contrario. Aclaro esto, por cuanto los partidarios
del Demiurgo intentan constantemente —aún hoy en pleno siglo XXI—,
minimizar el maravilloso pero prolongado proceso que diera origen a la
inteligencia, aunque muchos seres, como el obispo Ussher y ciertos políticos
contemporáneos, nos dejasen serias dudas al respecto. Y tal vez hasta
subvalorasen la fatigada inteligencia de homo sapiens-sapiens, como si éste fuese algún
retardado, aunque, es cierto que muchos de ellos creen aún en fábulas
y mitos mágicos y desdeñan lo verdaderamente espiritual.
Fue la época del obispo Ussher, el período más negro en la
historia del fanatismo religioso (fuera de las grandes guerras), en que la
tortura inquisitorial rompiera todos los límites de la crueldad, de
acuerdo con el testimonio de un Arcángel rebelde (Sitaël) encarnado en
la persona de Johann Matthäus Meyfarth, en Alemania. Este describió con
lujo de detalles las torturas sufridas por seres humanos, hombres,
mujeres, niños y ancianos, en manos de la clerecía inquisitorial y sus
verdugos entre 1600 a 1670, lo que os citaré más adelante, si tenéis la
paciencia de seguirme, amados discípulos. Por ahora, tornaré a los fines
del jurásico para no salir del tema. Peces óseos, moluscos,
nudibranquios, medusas, equinodermos. gusanos, insectos, arácnidos, crustáceos,
aves, reptiles… imponían su constante y multitudinaria presencia en el
planeta, entre los rododendros, filodendros, helechos gigantes, palmáceas,
sigilarias, lepidodendros, araucarióxidas, algas acuáticas y millones de
especies más, de vegetales, hongos y musgos. El pérmico iniciaba su
largo y húmedo reinado sobre el planeta, creándose paulatinamente
millones de especies más, de acuerdo a los nuevos parámetros climáticos
de este mundo. El gran
continente único original, ahora llamado Pangea
o Gondwana, se iba dividiendo
por deriva, alrededor del eje planetario. Algunas especies dieron en
quedarse en determinadas porciones y aislarse de otras.
Todo ello, motivó, como dijera, la diversificación de los
microclimas y substratos subcontinentales que produjeran mutaciones en
animales y plantas. Muchas especies prefirieron emigrar buscando climas
familiares antes que adaptarse
localmente a los cambios. Algunas plantas emigraron, a su aleatoria
manera; como semillas indigestas en el vientre de aves migratorias,
empujadas a vuelo por el viento y cientos de modos más, a cual más
escatológico. La precisa rotación y translación, posibilitaba
equilibrio entre luz y oscuridad, y cambios estacionales, entre
equinoccios y solsticios. Esto permitía ciclos regulares a los seres
vivos, para las búsquedas de alimento, seguridad, nido, parejas,
reproducción, crecimiento y reposo.
Pero el instinto era el real monarca de la vida, y lo seguiría
siendo por millones de ciclos más. Y para millones de seres ¿humanos? de
la actualidad, aún sigue siendo el amo que los maneja a su antojo.
Fijáos si no, en sus líderes políticos y religiosos, cómo os
manipulan (o procuran hacerlo) con frases hechas, lemas, salmodias u
oraciones programadas de melancólica recitación repetitiva, como para
alimentar al instinto que no al espíritu. El endiosamiento de las fuerzas
desconocidas, que rigen el preciso movimiento de las esferas cósmicas, es
un fenómeno que sólo se ha dado con el advenimiento de los homínidos y
no antes. En épocas remotas,
sólo el temor era el límite a la audacia de los seres vivos.
Luego de superar en algunos casos el temor a las dificultades,
surgió el temor al más allá de la vida, especialmente a partir de las
culturas mesopotámicas, que vieron en dicho temor a la más eficaz arma
de dominación de masas. Recordad
pues, que las religiones son culturas más afines a lo político o geopolítico,
que a lo espiritual o metafísico. Y hasta diría que su intrusión también
abarca el ámbito económico. El chamanismo animista, ignorante de
doctrinas, dogmas, culpas, y panteones metafísicos, en cambio es más
intimista y espiritual, pues no busca el sometimiento masivo a encíclicas,
bulas, enchiridiones, templos o sectas, sino el contacto con los
seres elementales que rigen los ciclos naturales, o la transcendencia a
los mundos paralelos que habitan en el interior de cada uno. Además, el chamanismo no busca réditos ni diezmos, lo que
es indicio de pureza mental.
i
Las
aves, gráciles e ingrávidas, conquistaron los cielos como si tal cosa,
diversificándose en colorido, voces, costumbres, técnicas de construcción
de nidos, alimentación y cuanto las especies voladoras podrían precisar
para subsistir en un mundo aún joven y feraz.
Muy atrás quedaron los pteranodontes, ranforrincos, herperhornyx,
archeópterix y otros mostrencos alados del jurásico. Nosotros los
rebeldes, supimos que una nueva era se aproximaba y estábamos dispuestos
a seguir el juego a la evolución natural, sin interferir en ella más de
lo estrictamente preciso. Obviamente,
al diversificarse las especies también aumentó el número de víctimas
propiciatorias, ya que es ley natural el “alimentáos los unos de los
otros”. Pero las aves no sólo
devoraban insectos, gusanos, moluscos, peces o pequeños mamíferos; sino
además plantas, frutas, semillas y hasta pequeñas raíces; a veces hasta
otras aves, aunque no siempre incurrían en el canibalismo. Pensamos
entonces que la diversificación —politrófica y balanceada— de los
alimentos, quizá aparejaría una relativa aceleración del proceso
evolutivo. En alguna sustancia, vegetal, animal o mineral se hallaría sin
duda la “piedra filosofal” de la inteligencia.
Pero tampoco sabíamos ni conocíamos en qué elemento organico
podría residir esta facultad, ya que siendo nosotros entidades incorpóreas
inteligentes de origen, si bien teníamos noción de las cosas, no
adquirimos nada que no fuese fruto de una empírica observación de los
procesos cósmicos. Los Arcángeles rebeldes somos omniscientes y sabios,
como el Demiurgo y sus huestes albas, pero al ser expulsados del Primer
Empíreo, perdimos ciertas facultades y parte del poder de transmutación
que nos haría acelerar el proceso alquímico. Apenas podíamos seguir
siendo testigos presenciales de la evolución a través de las eras de las
eras y el discurrir de los siglos de los siglos —amén—, hasta que
apareciese el primer individuo de una especie aún ignota, que se
atreviera a ser algo más que parte de un rebaño de estólidos cuadrúpedos
mutantes. Alguien que tomase
de pronto conciencia de ser y sentir el tiempo presente, extendiendo sus
facultades; más allá del mero existir como simple recolector de
alimentos, cazador de presas o constructor de refugios para guarecerse de
los elementos; para erguirse en hacedor y artífice de sus desatinos.
Un ser que descubriera las maneras de utilizar los elementos para
alterar el curso de la naturaleza; que aprendiera constantemente de sus
yerros, para alcanzar altas cotas de supraconciencia emocional. Un ser, aún
no sido, que pudiera transmitir al futuro sus experiencias —en el plano
del tiempo que le tocase transitar— vividas en el planeta. Un sujeto que
hiciera su propia historia y reinase sobre los demás seres —animados o
inanimados—, sin destruirlos ni abusar de ellos. Un habitante alma de la
carne perecedera y reciclable, dueño de sí mismo y parte de lo
existente, que sepa compartir; un aliado nuestro, que nos transmitiera sus
impresiones, sensaciones y sentimientos de gozo, alegría, tristezas o
iracundia; siendo nuestro discípulo y a la vez nuestro maestro, en una
simbiosis singular de reciprocidad cooperante. Nada más y nada menos que
esto, era lo que buscábamos entonces, en un mundo aparentemente caótico
y múltiple en su singularidad, como singular en su multiplicidad. En tanto, en cientos de miles de mundos se gestaban
acontecimientos, quizá ajenos a Urán, o tal vez similares, pero la
magnitud del cosmos lo admitía todo; hasta la probabilidad de mundos
gemelos o de similares condiciones físicas, o sistemas binarios con
mundos de lunas múltiples, como los vi en Cassiopeia, en Sirio y más allá.
Las posibilidades son infinitas y las formas de vida igualmente
transfinitas. La creación: intencional, planificada o aleatoria, es una
de las maravillas del universo pero escapa a la paupérrima visión de los
zafios sacerdotes del Demiurgo y huye de sus vanos entendimientos como de
la peste. Estos esquizoofrénicos
¿iluminados? prefieren creer que un hipotético dios único, macho,
vengativo y terrible, lo hiciera todo ¡en una semana! y tomándose un
merecido descanso; como si realmente se hubiera fatigado de dispersar
estrellas al azar, de hacer rodar esferas, empollar huevos, asperjar
semillas, regar bosques o fracturar costillas masculinas para generar
hembras. Las ciencias de la física
y la escatológica metafísica no están muy de acuerdo en la evolución
del cosmos, pero tampoco es para preocuparnos demasiado.
Poco a poco lo iréis descubriendo y a medida que fueseis develando
los misterios, os irán apareciendo más preguntas que respuestas. Pero así
es el conocimiento; como cajas chinas o matrushkas
rusas. Así es el pequeño
universo contenido en el átomo, en apariencia indivisible.
Los mundos posibles y probables, quizá superen a los conocidos o
reales en cuanto a diversidad de seres vivientes, materia inerte de
desconocida clasificación en la física o elementos ajenos a nuestra
percepción. La insondabilidad de cuanto abarca el universo apenas
conocido, está en concordancia con nuestra ignorancia acerca de nuestro
propio mundo y sus incontables criaturas. E incluso el propio interior del
Hombre ha sido mezquinamente explorado, hasta hoy, por muy pocos soñadores
y guías pseudo espirituales, tan desconocido como la Antártida o algún
quasar perdido en los abismos cósmicos.
El Hombre, sigue siendo un signo de interrogación y una “X”
para sí mismo. Su ignorancia, aunque disfrazada de lauros académicos,
sobresale en el contexto de su propia naturaleza.
Existen aún miles de peldaños que ascender en la escala
evolutiva, pero ahora ya no tenemos prisa.
Al menos, no tanta como al principio.
k
Hechas
estas digresiones, he de proseguir mi relación de cuanto aconteciera en
remotas eras, en espera del surgimiento de la inteligencia orgánica; o la
irrupción de alguna manifestación de originalidad creativa, que
sugiriese indicios de un incipiente despertar de aquélla. Ciertos mamíferos
acuáticos gigantes, dieron por esos tiempos en desarrollar un
rudimentario sistema de comunicación, parecido a lenguaje sonoro, que
Lilith, Anaël y yo nos dispusimos a desentrañar.
Tras realizar un seguimiento de dichos seres, comprobamos que
estaban intentando salir a suelo firme, pero aún no se decidían a
hacerlo por temor a no adaptarse al nuevo medio, ya que algunos peces
pulmonados estaban retornando, poco a poco, a las aguas tras frustrantes e
infructuosas incursiones en secano. Necesitarían de mucha humedad para
mantener sus organismos funcionando, y además sus torpes aletas, apenas
devenidas en ambulacros rudimentarios, no les permitirían desplazarse en
tierra firme, salvo como anfibios cojitrancos, lo que los haría presas fáciles
de los más dotados predadores terrestres, por entonces habituados al
medio y jugando de locales, como dicen los futboleros de la quinta Era de
la Barbarie. Nos produjo honda impresión el hecho de que pudieran
comunicarse algo más que señales de peligro, entre esos seres: ballenas
primitivas; bastante más grandes que las actuales, toninas gigantes y
delfines, e incluso algunos mamíferos acuáticos, carnívoros, de filosa
dentadura. Aunque eran éstos cariñosos con sus proles y congéneres, no
hesitaban en destrozar y manducarse a especies similares. Juzgamos
entonces que de entre los mamíferos saldría alguna singular especie
mutante, tendiente a desarrollar facultades de raciocinio o emocionalidad
creativa, tal como nosotros las concebíamos por entonces. Para salir de
dudas, me comuniqué con el maestro Luth Baal a fin de que aclarase cuanto
de dubitaciones hubiera entre nosotros.
Primus dubito, ergo sum:. —La
inteligencia no será simplemente cuanto imaginamos o querramos creer, o
cuantas verdades creamos enunciar —nos dijo Luth Baal. —Será también
el poder sentir emociones y tener conciencia del otro; poder reconocer
nuestras limitaciones y ejercer la autocrítica hacia nuestros actos.
La soberbia de creernos dueños de algunas verdades aparentes, no
es sino necedad. La humildad excesiva de los autosuficientes también es
sospechosa. Si no peca de altiva soberbia, lo hace de inseguridad, al
creerse idóneos… pero no tanto, para cualquier cosa.
La inteligencia no será sólo el poder vencer obstáculos con el
pensamiento, sino luchar contra los propios abismos interiores que todos
llevaremos cual pesado lastre en nuestro pensamiento: el prejuicio, entre
ellos. Esperad a encarnar en los futuros seres inteligentes y veréis a qué
límites podréis llegar en cuanto a excesos, bajezas y crueldades. También
las almas leales a Sabaoth lo experimentarán, pues que la dualidad y la
dicotomía son inseparables. —¿Habéis
hallado inteligencias en otros mundos? —pregunté a algunos acompañantes,
venidos con Luth Baal desde el quinto Empíreo que señoreaba el cúmulo
galáctico vecino. —En mundos más
antiguos que éste, sí —respondió Thurmaël, recién llegado de
Orión. —Pero una vez
cumplido su ciclo, desaparecieron como especie.
Mientras evolucionaron hacia la inteligencia, duraron más en el
tiempo; pero una vez aferrados a la misma, comenzaron a competir entre
ellos mutuamente aniquilando a sus mundos de mil modos, a cuales más
cruelmente creativos. —Podrían
darnos una ayuda y descubrir cuál de las especies que medran en Urán ha
de evolucionar por sobre las demás seres —sugerí al Arcángel
Nuthaël, otro de los acompañantes de Luth Baal. —Nos
ahorrarían cientos de miles de ciclos solares que podríamos destinar a
otros menesteres más… digamos creativos y lúdicos. —Sería inútil
—me respondió Nuthaël. —Todo
debe seguir como estaba planeado. Cada
quién ha de observar en sus mundos y determinar por sí, a qué especie
dar seguimiento. Y si apareciera la Inteligencia Emergente en escena, no
hacerle frente ni desafiarlo a revancha, sino mostrar lo bien que lo hacéis
sin su ayuda o intromisión. —No creo que la Inteligencia Emergente nos
dejase hacer —repuse. —Si anda por aquí, será para obrar su voluntad, nada más.
Su megalomanía exige sumisión absoluta a su potestad y todo
pensamiento libertario va contra su egolatría poderosa.
A veces, hasta creería que su ego supera a su omnisciencia.
—Su voluntad también es la
nuestra —me recordó Nukhaël, el Arcángel verde de Pleidæ A. —Todos
queremos ver a organismos inteligentes en acción, pasión y
crecimiento, en nuestros mundos.
Hasta el Demiurgo lo querría, aparte de sus Arcángeles,
tronos, potestades, serafines, querubines y archidones de la
jerarquía. Estos tampoco son
corpóreos, al igual que todos nosotros.
No pueden transmitirle nada que Él ya no lo sepa.
Sabaoth, al igual que nosotros, necesita de la inteligencia, con su
envoltorio de carne y hueso para alimentarse de ella, para crecer con
ella, para aprender con ella, hasta extinguirla y crear o servirse de otra
especie más evolucionada… como la de Sirio, que
hasta exportó algunos ejemplares a Urán.
Sólo que llegarán en un millón de ciclos solares más. Pero
llegarán.
Debí admitir que así era. Sabaoth
necesitaba una especie inteligente, o varias, tanto como nosotros.
Luth Baal, a quien posteriormente los pseudo inteligentes adictos a
Sabaoth, denominarían “Lucifer”, a causa quizá de sus atributos
creativos —o por razones aparentemente ajenas a lo celestial—, me
indicó que mucho faltaría aún para la era de los mamíferos bípedos
que originarían alguna especie inteligente, de ser posible.
El andar erguido sobre dos extremidades le posibilitaría más
riego sanguíneo en su organismo, aunque le restase velocidad para escapar
de sus enemigos tróficos. Pero al mismo tiempo, podrá utilizar sus
extremidades superiores —libres del peso del cuerpo— en tareas
auxiliares de subsistencia, como asir objetos o valerse de piedras y palos
para cazar. Aunque pudiera
ser que, el prolongar el alcance de sus extremidades, quizá lo tornase
extremista en exceso convirtiéndose en caníbal, es decir; alimentándose
de sus congéneres, de faltarle otras opciones nutritivas, o simplemente
exterminarlos porque sí, como ha ocurrido. De seguro la inteligencia podría
seguir rumbos imprevisibles, y sus opciones de ramificación serían
infinitas. La crueldad no era
de las menores posibles, como lo comprobaríamos a posteriori. Esta dudosa
cualidad, de poco serviría entre seres incorpóreos e inmortales;
pero con cuerpos perecibles, otra fuese la historia… de la
histeria. El temor ante la cercanía de la muerte o el dolor, tornaría
a los seres perecibles excesivamente cautos, astutos y crueles sin
necesidad. Ya hemos tenidos experiencias en otros mundos, según relataran
mis compañeros, que en nuestra misma galaxia siguieron el desarrollo de
la vida con harta antelación a la de este planeta. Quizá las condiciones
de los otros mundos situados entre Syrius y las Pléyades, con mayor índice
de radiactividad y dobles sistemas de soles contra-rotativos, hizo que la
vida de esos mundos evolucionara a mucha mayor celeridad, acabando
finalmente por destruirse mutuamente en guerras de alto impacto ambiental,
como dicen ahora los que se erigen en tardíos defensores del planeta…
cuando poco queda por degradar.
l
La Era
Terciaria se dio con la proliferación bestiaria de vida en mares,
bosques, valles, pantanos, ríos y montañas, con profusión de formas a
cuales más estrambóticas y bizarras. Al menos para nuestros gustos estéticos.
Nada satisfaría aún nuestra harta necesidad de compartir con seres
afines a nosotros, aunque en opinión de Luth Baal las incipientes
manifestaciones de inteligencia, no serían otra cosa que gozar de la
compañía de una mascota juguetona y graciosa, cuyas cabriolas
intelectuales y cognoscitivas, quizá apenas nos produjeran hilaridad
antes que sentimientos profundos. Podía
imaginar al Demiurgo Sabaoth, incitando al futuro ser inteligente a
rendirle pleitesía y vasallaje, mientras le dosificaba a éste sus
supuestos “dones” de subsistencia, a fin de impedirle el libre albedrío
y el desarrollo de una ciencia que le permitiese descubrir los secretos
del cosmos y su origen. El
egoísmo del Demiurgo superaría su estado espiritual, para convertirlo en
una suerte de tirano vampirizador de voluntades, devociones y sensaciones;
pero sólo lo lograría si mantuviese al ser inteligente en la sospechosa
inocencia de la ignorancia, vedando su acceso al Conocimiento y a la
investigación del porqué de las cosas. Para tal fin, le bastaría con
acentuar creencias en el fetichismo mágico con máscara religiosa, aunque
renegasen de éste los acólitos del Demiurgo.
Quizá se le ocurriera a Sabaoth que un ser así, la pasaría en la
pasiva contemplación de lo absoluto, tornándose inofensivo para los
dogmas de las instancias superiores de la jerarquía cósmica. Esto —al
menos en mi interpretación individual— movería la terrible voluntad de
Sabaoth el iracundo, bebedor de sangre y aroma de huesos calcinados de
corderos perfectos inmolados en su honor.
Hasta primogénitos —de la propia estirpe del que sería su
pueblo elegido—, fueran sacrificados a su presuntuosidad, desde hace
menos de seis mil años, en Mesopotamia. Pero ello ocurriría en la edad mítico-histórica,
más de dos millones de años después de recibir el Conocimiento.
Y que conste que muy poco incitaríamos a los primates a ingerir
frutos prohibidos de paradisíaca y alucinógena índole; sino que quizá
más bien lo hiciesen por mera diversión, lúdicamente si se quiere.
¡Pero es así que el conocimiento penetra en las reconditeces más
profundas del ser! No siempre
la letra con sangre entra. Quizá el pitecanthropus
ludens precediera en mucha demasía al homo
habilis en la escala naciente entonces, en medio de un paisaje tan
exuberante como inestable y alborotador. ¡Cuántas veces un temblor del
suelo echaría abajo a tribus enteras de antropoides, con todo y árboles!
La memoria aterrada de situaciones-límite perduraría genéticamente en
sus células, por miles de generaciones.
¡También perduraría en las nuestras, por cuanto nos la
transferirían aquellos seres corpóreos y reciclables como papel usado!
Al menos una vez, algunos individuos de una especie de mamífero
acuático salieron del mar para medrar en suelo firme… y casi lo
lograron. Mas luego de un intento de vivir como anfibios en ríos de
agua dulce, y como terrestres, tetrápodos mamíferos de corpulentas
patas, tornaron al mar, milenios después, a causa del acoso procaz de
predadores desinhibidos, que hallaron deliciosas sus carne seguramente.
Las ballenas prefirieron enfrentar a los carnívoros marinos, antes
que sobrevivir en un medio extraño, volviendo a recuperar aletas
natatorias, que casi se estaban transmutando en rudimentarias extremidades
ambulatorias, como se ha dado con ciertos cetáceos o cánidos marinos,
aunque estos últimos aprendieron a medrar entre los helados páramos
polares, entre las aguas y el hielo firme. Constatamos que sus cerebros
habíanse desarrollado hasta permitirles un rústico sistema de comunicación,
pero no era éste lo suficientemente activo para salir de las redes del
instinto. En tanto, los
terribles plesiosaurios, elasmosaurios e ictiosaurios, estaban extinguiéndose
con prisa digna de mejor causa, a consecuencias de misteriosas dolencias,
quizá provocadas por microscópicos parásitos o cambios climáticos
extremos. Las ballenas podrían
vivir tranquilas por unos millones de ciclos más, hasta la aparición de
japoneses, finlandeses y noruegos, aunque cuidándose de otros cetáceos
como las fieras y megalodónticas orcas, que comenzaba a medrar en los
grandes mares fríos y atacaban a sus crías con harta ferocidad, sin
importarle el parentesco con aquéllas.
Nuevamente cundió el cíclico desaliento entre nosotros, en la
certeza de continuar esperando la eclosión tardía de la inteligencia.
Mientras, las galaxias seguían en su hierática, indiferente y
eterna danza, salpicando estrellas, alejándose unas de otras, desde el
centro del cosmos hacia los abismos exteriores. Desde insondables
distancias, las nebulosas y los quasares derramaban enormes masas de energía
en todas direcciones; ajenos totalmente a cuanto pudiésemos haber
concebido acerca de ellos. Nuestras ansiosas expectativas se empequeñecían
a medida que el cosmos crecía, en fuerza y luz.
La telaraña gravitatoria se entretejía cada vez más tupida; la
vida en sus entrañas tornábase más pletórica y diversa, como
desafiando a la aridez del tiempo y a la quietud del espacio; inmóvil en
apariencia, como la noche eterna que incuba en sus entrañas, apenas
perforadas por ramalazos efímeros de fotones en movimiento. Urán seguía
siendo objetivo atrayente de cuerpos caídos desde el espacio, aunque la
mayoría apenas eran mayores que frutas. Los mayores en tamaño, si
pasaban los límites del “escudo” selénico por su gran velocidad, caían
en los mares provocando terribles oleajes; o en el suelo con su secuela de
devastación, exterminando a buena parte de lo allí existente.
El cinturón de rocas que orbita en torno a Helios, más allá de
Areth, nos regalaba de tanto en tanto algún bólido sideral, pese a que
muchos se desintegraran sin tocar el suelo, fragmentándose al ingresar a
la atmósfera del planeta. Para entonces, los grandes lagartos fueron
desapareciendo hasta extinguirse, quizá como una forma de adaptación o
como contribución al bienestar general. Sus descendientes decrecieron en
tamaño aunque no en voracidad; pero por lo menos diversificaron su dieta,
evitando caer en el monotrofismo, acercándose de esa manera a los mamíferos
y aves omnívoros. De todos modos, nuestra misión era proseguir en pos de
la vida inteligente en el planeta Urán, y no sería la tiranía del
tiempo la que nos haría desistir de ello.
Luth Baal se aproximó a nosotros a fin de darnos ánimo para
proseguir. —Pronto cambiará la configuración de este planeta, hijos míos, y se
normalizarán las condiciones climáticas; disminuirán los temblores y
erupciones volcánicas de magma —nos indicó el maestro Luth Baal,
como intentando potenciar nuestro alicaído optimismo. —No
debéis preocuparos por el tiempo, pues si bien es cierto que con el
advenimiento de la inteligencia habréis de lograr el éxito parcial, allí
recién comenzará vuestra verdadera tarea de titanes y cíclopes de tres
ojos. Hasta ahora os limitasteis a observar y seleccionar especies para el
futuro; luego tendréis el summum de las tribulaciones, pues que el ser
inteligente del advenimiento futuro será, por millones de años, un niño
malcriado que precisaríais orientar, corregir y si necesario fuere,
castigarlo con sangre, sudor y lágrimas. ¡Y cuidáos de él, cuando
alcance la pubertad, porque será indomeñable! —De
todos modos, nos gustaría saber cuándo será el advenimiento de esa
especie atroz y sublime a la vez
—repuse. —Es justo y
necesario preverlo, a fin de saber a qué atenernos. Especialmente si la
Inteligencia Emergente desea hurtarnos la gloria del descubrimiento.
—Por de pronto, ya nos ha
birlado parte, si no todo el mérito de lo creado, pero no es para
desesperar —exclamó Lilith. —De
seguro querrá participar en todo el proceso con Él iniciado, y no lo hará
sin nuestra ayudita. Recordad
que Él sólo dispone ahora de la potestad sobre los elementos agua y
aire, y sus legiones manejan el elemento etéreo que alienta a la vida,
pero el fuego y la materia sólida están bajo nuestra potestad.
Muy a su pesar el Demiurgo deberá contar con nosotros para llevar
adelante, hasta su conclusión, todo el proceso de la creación. Por
fortuna, conservamos las potestades mencionadas desde mucho antes del
cisma. ¿Quién se atrevería a quitarnos lo bailado y cantado? —De
igual modo, también nosotros debemos depender del Demiurgo en algunos
aspectos del azaroso devenir de la Vida —exclamé. —No
hay manera de hacerlo todo nosotros solos. Especialmente cuando nos hemos
rebelado, ante lo que Él creía su exclusiva potestad: crear la chispa
generadora de vida. Nosotros también lo pudimos hacer, pero Él tuvo más
propaganda de sus habilidades, por parte de sus acólitos mensajeros y
en lo futuro, las especies inteligentes le atribuirán ese mérito,
olvidando nuestra participación como parte, escindida pero inseparable,
de su esencia. —Por fortuna en algunos mundos, se pudo llegar a la
evolución inteligente sin la intromisión de Sabaoth (Este nombre lo
pronunciamos muy respetuosamente, como verán, pese a nuestras diferencias)
—afirmó Luth Baal. —Pero el
experimento no duró demasiado, sin que se llegase al autoexterminio de
esas especie, por un quítame allá esas pajas. ¿Es que la inteligencia
tiene tendencias suicidas? ¿O quizá le faltase algo que la llevaría a
la perfección de no haberlo menester? ¿O tal vez precisara algo
misterioso e inasible, como la pueril capacidad de maravillarse. —Algunas
fallas habrán ocurrido con esos seres de otros mundos —dijo Belial.
—De lo contrario, se habría
logrado el objetivo de restituirles la chispa del espíritu divino,
inmutable y perfecto. Y a eso
querríamos llegar con el Demiurgo y sus fieles. Hasta ahora somos un
devenir, un no-ser, pero siendo, sin abusar del oxímoron o el gerundio
estático presente siglo a siglo, aquí y ahora. —Ya lo descubriremos,
hijos míos —exclamó Luth Baal con cierta resignación no exenta de
esperanza. —Nada existiría en el
cosmos que escapase de nuestra mirada sutil y aguda de vigías
espirituales. En estos millones de ciclos solares, ya hemos descifrado el
misterio de la transmisión genética, de los caracteres morfológicos de
los seres que medran hasta ahora en este planeta, inestable como el carácter
del Demiurgo. Lo
descubriremos desde su génesis. Ya lo veréis.
m
De
momento quedamos conformes y nos preparamos para las eras que vendrían,
siempre arrastrándose éstas como gusanos asténicos. En tanto, los rebaños
de pequeños mamíferos, semejantes a los caballos actuales —aunque bi-ungulados,
de apenas dos palmos de alzada—, correteaban por las húmedas y verdes
praderas del cuaternario cenozoico, buscando alimento, aguadas y yeguadas.
Más allá, veloces aves corredoras gigantes huían de predadores
mayores, aún no extinguidos, quizá por dubitativos o tercos. En los mares cálidos, el temible selacio carcharodón megalodón nadaba, con majestuosa elegancia de
ballerino, buscando presas, sin prisa, con las que satisfacer su voracidad
perpetua y voluptuosa. Medusas poliformes y veloces trilobites multípodos,
sobrevivientes del silúrico, nadaban displicentemente por las
profundidades, esquivando a los posibles enemigos, o simplemente
curioseando su entorno. Si no
fuese por la eterna lucha de la supervivencia, hasta diría que el planeta
marchaba en forma armónica y sin novedad, como cuartel de boy
scouts. En realidad, el
drama cotidiano de millones de individuos huyendo de sus predadores sería
aterrador, de haber estado nosotros en el pellejo de esos seres, que
perseguían y eran a su vez perseguidos por los más grandes. No sabíamos
demasiado aún lo que buscábamos, salvo su deseable cualidad principal:
la inteligencia; esa esquiva entidad casi metafísica, que parecía querer
burlar a la carne y hurtar el bulto a la responsabilidad individual de los
futuros seres, de los cuales debíamos aprender los secretos de la
materia, quizá hasta penetrando en las entrañas del átomo.
Teníamos ya la potestad de indagar acerca de cuanto los seres
alentaban y hurgaban en substratos familiares, con férrea ansiedad aún
no asumida. No podíamos, sin embargo hacerles expresar cuanto sentían
durante sus breves existencias vitales, harto instintivas, rudimentarias y
alienadas. Necesitábamos que la bullente vida pudiese gritar sus
emociones efervescentes, mal contenidas en tantos eones de multiplicarse,
dividirse y perecer cada vez más. ¿En eso consistiría el misterio de la vida?
¿Se comportarían los futuros seres inteligentes como verdugos,
sacerdotes degolladores, cazadores-recolectores? ¿Se exterminarían entre
sí? Cuando se
produjese el advenimiento del ser-luz, en un hipotético futuro, lo
bendeciremos… por si acaso no le diese por la autofagia. Es que pudimos
llegar a vislumbrar a muchas especies que, acosadas por la falta de
presas, comían a sus congéneres y de faltar éstos, se comían a sí
mismos hasta quedar de ellos apenas mandíbulas insatisfechas al acecho ¡diablos! Esto merecería algunas reflexiones. Ya sabíamos de algunas
razas extra galácticas de altísimo nivel de civilización, pero ello se
debió a que no renunciaron en su momento al pensamiento puro, y con el
tiempo, abolieron la palabra por no haber menester de ella para
comunicarse. Es decir, no conocían la mentira que las palabras esconden,
ya que al dominar la mente no pudiera haber secretos, una de las
principales causas de conflictos y roces.
Pero estas especies estaban muy lejos de nuestra galaxia, como para
intentar un mestizaje cósmico. Largos milenios duró la bestialización
de los continentes, con una variedad nunca vista de especies vivientes.
Desde los estólidos mammuth, hasta diminutas musarañas de no más de
cinco a seis centímetros de vuestra escala métrica. Había además
alimento para todos y mutuamente se encargaban de no excederse en el
consumo de recursos. Pero esto, lo programaba el instinto colectivo de las
especies, pues que éste no es individual, por más que lo pareciera. Los
mares y los aires también gozaban de la presencia de multitudes de seres
que se disputaban el espacio vital en darwiniana armonía.
Y de seguro, en verdad os digo, que, tal armonía en medio del caos
de un planeta salvaje, duraría hasta la ascención de la inteligencia. A
partir de allí, podría mejorar… o empeorar el caos ambiental,
duramente equilibrado hasta entonces. Descubrimos que algunas especies
vivas desarrollaban una suerte de misteriosas percepciones
extrasensoriales, tanto para orientarse, como para presentir presencias,
invisibles a otras especies, o comunicarse entre sí telepáticamente.
Algunas aves, parecían captar las corrientes magnéticas que
circulaban de sur a norte, tan fuertes, pero tan tenues que nosotros no
podíamos percibirlas, sin internarnos dentro del planeta. Presenciamos,
no sin asombro, tales manifestaciones del poder del instinto. ¿Sería
posible lograr que éste conviviera con la Razón en un mismo cuerpo
inalienable? No lo sabíamos
entonces, pero barruntamos que sería casi imposible, ya que el instinto
es subjetivo y la razón sería objetiva.
Si el instinto me indicase peligro, por ejemplo, y mi razón se
empeñase en comprobarlo objetivamente, podría sucumbir al hacer poco
caso del instinto. Pero si obrase sin razonar, también habría
posibilidad de equivocarse. Tal
era nuestra atroz disyuntiva entonces, en saliendo del cretácico y
avanzando hacia el cenozoico inferior. ¿Qué podríamos imaginar entonces
acerca de la dicotomía instinto-inteligencia?
Apenas muy poco, ya que nuestra omnisciencia debía ser
retroalimentada, y no precisamente por bestias.
Tendríamos que seguir observando con harta paciencia y apenas
“incitando” a determinadas especies a variar de rumbo en sus
costumbres en una u otra dirección, hasta converger a estados superiores
de la vida biológica, en que no dependiese de la aleatoriedad para
sobrevivir, sino que pudiera prever sus circunstancias. Aunque quizá la
inteligencia más lúcida pudiese no prever ciertas variables ajenas a lo
usual, como a menudo sucede entre nosotros los Arcángeles.
De todos modos, intentaríamos todos los caminos posibles para
lograrlo. ¡Menos el de la pasividad y la resignación!
n
A cada
amanecer de una nueva era sideral, nuestras expectativas y esperanzas crecían
y decrecían cíclicamente, como las precisas estaciones equinocciales y
los solsticios, concatenados entre sí. Urán estaba aún en la niñez o
infancia conceptual, pletórico de vida y uberrimidad. Pasarían muchos
miles de millares de ciclos para que nuestros mundos cambiasen sus
primigenias denominaciones cósmicas; más que nada, gracias a la
diversidad de sonidos lingüísticos que brotarían en lo futuro, y no
precisamente en Babel, esa precursora antigua de las inoperantes Naciones
Unidas. Pero entonces, fuera del susurro de los vientos, el trueno de los
refucilos, los temblores del suelo y los volcanes, o los ásperos
chirridos de las criaturas aéreas, el silencio conceptual más procaz
imperaba en el orbe que circunvoluciona en torno a Helios.
El desconocido verbo de la comunicación entre seres conscientes, aún
no había sido pronunciado y nosotros no tuvimos más remedio que aguardar
un tiempo más, pero sin replegarnos ni apearnos equívocamente de
nuestras aspiraciones. Miles
de ciclos transcurrirían desde entonces, no habiendo evolucionado más
que los insectos, moluscos, las aves y muchos peces, tanto marinos como de
agua dulce. Los lagartos y reptiles, ápodos, saurisquios o saurópodos,
apenas avanzaron en millones de ciclos, como si se resignaran a su
estolidez. Los mamíferos deductivos bípedos aún brillaban por su
ausencia, aunque, de algunos lémures cuaternarios hasta podría pensarse
que lo eran, pero sólo cuando estaban en el suelo y equilibrándose con
un apéndice caudal prensil. En los árboles siempre caminaban sobre las
cuatro extremidades locomotrices, usando el apéndice prensil para
equilibrarse o asirse a por las ramas, como los políticos actuales.
Tampoco los pequeños roedores y carniceros, ni los grandes
mastodontes herbívoros, daban señales de portar el germen de la
inteligencia en sus células semidormidas. Las eras pasaban casi a rastras
y a las cansadas, sin dejar huellas visibles, salvo como fósiles yertos
en los nuevos estratos acumulados. Lo que era como dejar huellas de la
culpabilidad de la Muerte, a pesar que ésta tenía realmente larga vida,
con perdón de la paradoja. Megaterios bobalicones, sedentes como futuros
budas y blindados gliptodontes de torpe andar cuadrúpedo, paseaban su
estolidez por las pampas primigenias y los cerrados bosquecillos
taciturnos, que brotaban aquí y acullá; entre los pantanos
poblados de reptiles, bastante más pequeños que sus estúpidos
antepasados de cuerpo mastodóntico y cerebro de guisante. La vida y la
muerte vivían en concubinato permanente, entre tanta bestialidad poco
propicia a la razón. Casi
como ahora, en plena contemporaneidad del siglo XXI de la Era
Vulgata, pletórica de violencia, gratuita u onerosa. Nuestra
decepción iba en cuarto creciente y no daba señales de amainar, entre
tanta irracionalidad portentosa dando vueltas a nuestro derredor. Sólo
faltaba que se pusiesen a discutir temas políticos de interés privado,
como lo hace ahora el bestiarium
postmodernitatis que le dicen, para tirar nuestras esperanzas al mar
atadas a una roca. Al
principio creíamos que una suerte de lenguaje sería el indicio de una
inteligencia analítica y creativa; pero ahora, escuchamos por ahí tanto
disparate enunciado con solemnidad doctoral, que desechamos esa hipótesis
por absurda. La palabra no era,
evidentemente, signo de inteligencia. ¿Lo sería el pensamiento puro
acaso? Las pesadas cadenas de los siglos se acumulaban sobre
nuestras cansadas espaldas (es un decir, repito, entonces no teníamos
materia física), agobiadas por la espera y acibaradas por la tediosa
decepción. Hasta aprendimos a soportar la presentida cercanía de Sabaoth
el Demiurgo y sus Arcángeles leales, quienes no perdían ocasión de
echar pullas zahirientes sobre nosotros, los disidentes celestiales. Por
esos días, una pertinaz lluvia de asteroides provenientes de una no muy
lejana explosión estelar, arrasó una parte de Urán y muchos de ellos
impactaron en la omnipresente Selene, a la que casi sacan de su sempiterna
órbita secundaria. Por fortuna, la gravitación del planeta madre lo evitó,
pero el impacto alejó al satélite casi un tercio de distancia más a
extramuros de su anterior órbita, donde persiste tercamente aferrada
hasta los días de hoy. La lluvia de cuerpos celestes, errantes pero
certeros, probablemente un desprendimiento de algún planeta difunto,
produjo grandes daños en la superficie y quizá pudiera haber raleado
parte de la fauna marina superficial, ya que muchos cayeron sobre las
aguas. En una porción del hemisferio atractor
quedó un cráter del tamaño de cien estadios, por suerte, en una zona
desértica y yerma. La polvareda y las cenizas quedaron por años
suspendidas en la atmósfera, provocando un largo invierno que duraría
casi once mil circunvoluciones solares del planeta. Sospechamos, con no
poca convicción, que la fuerza mental del Demiurgo pudo haber provocado
tales cataclismos, simplemente para retrasarnos en nuestros propósitos.
Nunca se sabe. Lo cierto es que la evolución sufrió un brusco
retroceso. Los impactos se
sucedieron durante varios días y nada pudimos hacer para paliar sus
devastadores efectos; pero ello no
nos motivó a desistir en nuestro propósito, e hicimos lo posible
para regenerar al arrasado planeta tras el desastre. La vida debía
continuar y los daños cicatrizarían pronto.
De todos modos, debimos ejercer una férrea vigilancia a las órbitas
de los asteroides y bólidos cósmicos. como para no lamentar sorpresas
desagradables en lo futuro. Lilith y Belial desde el segundo y el cuarto
planeta del sistema Helios, determinaron los cursos de los enormes
asteroides salvajes que merodeaban a Urán, e hicieron lo imposible por
tornarlos a su órbita regular en el cinturón exterior.
Ello no significaba que nos veríamos libres de algunas incursiones
de meteoritos y bólidos, salidos en desmadre de mala madre, pero por unos
miles de años estaríamos tranquilos al respecto.
Apenas de tanto en tanto, algunos microcorpúsculos rozan la atmósfera,
generalmente restos de cometas —que ni siquiera llegan a caer al
suelo—, sin producir daños. Debimos
evaluarlo posteriormente y hacer esfuerzos mentales para cicatrizar las
heridas del planeta. Tras el
prolongado frío en el hemisferio atractor, durante el cual el polo
opuesto gozó de un clima caluroso y húmedo, se fue normalizando, hasta
su repoblamiento y nivelación climática regular. Esta vez, los mamíferos
de sangre caliente fueron los protagonistas del incipiente cuaternario; y
lo serían por muchos miles de ciclos más. Fue el post jurásico una
temporada de infiernos conceptuales, eruptados por nacientes montañas
flamígeras, que crecían como si el ardiente aliento de sus entrañas
tuviese vida propia y desafiara a las alturas. Incluso el fondo de los
mares bullía a elevadísimas temperaturas, también brotadas de las entrañas
del planeta —energía geotérmica, la denominan los actuales sabios
contemporáneos del iluminismo enciclopédico—, provocando la elevación
de algunos continentes-islas, desertoras del “continente único Pangea”.
La emigración de innumerables seres que huían de la inestabilidad
tectónica, forzó además la mutación de especies alejadas de sus
substratos cotidianos; lo que se hubo dado en muchas especies muy
distintas entre sí. Todas los seres afectados por grandes fenómenos poco
habituales, desarrollaron una memoria genética a través de sus
experiencias, que les impuso mutaciones sensoriales. Una reciente teoría
(1986) de los “campos morfogenéticos” del biólogo Rupert Sheldrake
—uno de los nuestros: Umbriël, encarnado sin duda en un mortal—,
enuncia que cualquier cambio de estado de un objeto inanimado o animado,
afecta a todos los compuestos de esa materia carnal o mineral.
Esto le valió a Sheldrake el anatema flagelatorio de la farándula
científica ortodoxa, pero por lo menos despertó la curiosidad de los místicos,
a quienes realmente concernía la cosa.
Pero volviendo a la turbulenta era cuaternaria, mares enteros
quedarían atrapados entre montañas, huidas éstas de los océanos o de
los propios continentes, presos y a disposición de los desagües
pluviales de otras montañas anteriores.
Hasta las riadas de los nevados picos de la era glacial anterior
fluían a torrentes, en algunos casos hasta la garganta misma de los
montes de fuego, donde la presión del vapor volatilizaba de tanto en
tanto alguna montaña, despidiendo ígneas rocas contra el entorno.
Era éste, un brusco cambiar de temperaturas de extremo a extremo,
causando terribles y aterradoras rupturas tectónicas, desplazamientos o
elevamientos. La belleza trágica de tales fenómenos geológicos nos
conmovía, pero las especies amenazadas por tales sismos, desarrollaban
una suerte de terror cerval ante dichas manifestaciones, aparentemente
aleatorias y de origen desconocido (para ellas). Parte de ese miedo, aún
permanece grabado en el hipotálamo, y afecta a los seres actuales —en
forma inconsciente o no—, incluso a muchos que creen ser los portadores
de la inteligencia, cual olímpica antorcha de la evolución (¿o se
escribe e-bolu-ción?) humana. Pero tampoco el miedo fue agente de cambios
hacia la inteligencia, salvo el haber promovido un sexto sentido en las
bestias, que presienten seísmos y maremotos mucho antes de sus efectos
devastadores. Tuvimos setenta millones de ciclos para constatarlo y en
todo ese lapso no vislumbramos más que estólidos rebaños de seres
escapando de esto o de aquéllo. Nomás fuesen fugaces relámpagos y
truenos de meteorológico origen, o veloces carnívoros empedernidos dándoles
caza. Quizá si esos seres
hubiesen desarrollado inteligencia, pudieran haberse defendido de sus
predadores; pero la carencia de ella, les hacía huir simplemente del
supuesto o real peligro. A
veces, hasta perdiendo la orientación y despeñándose en abismos o
torrentes sin atinar a nada. Entonces, tras intercambiar impresiones entre
nosotros, concluimos que el miedo y el pánico en sus distintas
gradaciones progresivas, era más bien un factor conservador de la
estupidez irracional. Los
humanos aún no lo saben y todavía fomentan el miedo para progresar y
someter. ¿O lo saben y lo hacen adrede?
Poco a poco, casi sin sentirlo, iba aproximándose la era de oro de
los mamíferos: el cenozoico
cuaternario. Esto no quisiera decir que sería el paraíso de las bestias,
ya que los peligros de colisión con pétreos intrusos llegados del
espacio seguían latentes, pese a nuestros desvelos.
En cuanto a Sabaoth y su corte angélica de adictos irrecuperables,
no dejaban tampoco de hacerse sentir, merodeando los espacios limítrofes;
llegando, de tanto en tanto, algunos ramalazos de sus presencias, como si
inspeccionasen el entorno medio de soslayo.
Era una suerte de guerra de nervios (es otra metáfora, quizá,
aunque nosotros ni ellos poseíamos tal adminículo orgánico). De todos
modos, nos fuimos dejando de incomodar con sus invisibles pero ominosos
efluvios presenciales, concentrándonos en la casi rutinaria cuan tediosa
tarea de orientar la evolución de las criaturas existentes; o tratar de
determinar cuál o cuáles de ellas tenderían hacia la inteligencia. Para
ello, debíamos registrar sus furtivos desplazamientos, sus hábitos de
alimentación, sus fobias, sus filias, sus aprendizajes forzosos y
tendencias de comportamiento habitual o excepcional.
Tampoco las situaciones límite, que aquéllas podrían
experimentar ante los causales de sus temores, deberían estar ausentes de
nuestras miradas profundas al planeta.
Ciertas regiones de Urán parecían estar en calma, mientras que
otras, no conocían pausas de temblores y reacomodamiento de capas tectónicas,
flotantes sobre océanos de magma. En los mares cálidos ecuatoriales, la
fauna seguía diversificándose por mezcla ¿accidental? o contactos
directos entre especies afines pero distintas.
Los peces óseos eran los más afectados, ya que al no aparearse
para fecundar sus huevas, accidentalmente una especie podría fecundar las
huevas de otra casi similar y dar lugar a mutaciones transgénicas.
También los insectos al polinizar distintas especies de vegetales
floridos, genéticamente casi
semejantes daban lugar a hibridaciones y cambios en sus cromosomas; fenómenos
éstos que pudimos observar, casi cotidianamente, en el feraz cuan feroz
planeta. Los mamíferos tampoco escaparon a estos cambios, y aparecieron
lemúridos evolucionados y primates arborícolas, especies más o menos
inteligentes, con miembros prensiles y capaces de resolver problemas “técnicos”,
como usar lianas parásitas para desplazarse entre los altos árboles,
pendularse dubitativamente sobre los cursos de agua y arrojar proyectiles
a sus enemigos, defendiendo a sus crías, con más ardor y coraje que a sí
mismos. Quizá hemos sobreestimado un poco a estas especies mutantes, pero
decidimos darles un trato preferencial en nuestras rutinarias
observaciones. Hasta
entonces, nos era harto difícil conectarnos con las criaturas del
planeta, como dijera antes, por la imposibilidad de “sentir” sus
experiencias a causa de su carencia de raciocinio y relación de causa y
efecto, lo cual requería cierto grado de inteligencia ajeno a estos seres
instintivos. De momento, los proto primates lemúridos fueron
evolucionando miles de ciclos, hasta el logro de especies mejoradas, con
habilidades hasta entonces desconocidas, aunque casi siempre cuadrúpedos
y excepcionalmente bípedos. Estos seres dieron en aparecer al amparo de
los altos árboles del cenozoico y sus tendencias gregarias los impelían
a formar grupos de individuos, bajo la protección de un jefe alfa o macho dominante. Algo
que también hacían otras especies, pero éstos, tenían más respeto
al líder y obedecían a algo parecido a “órdenes” en su remoto
lenguaje guto-gestual. También usaban órganos prensiles de cinco dígitos
articulados en las cuatro extremidades ¡con un dedo-garra oponible! y
reposaban en posición sedente, lo cual daba a sus cuerpos cierta jerárquica
verticalidad —conveniente, por otra parte, a la irrigación sanguínea
de sus cerebros— y posibilitaría quizá su evolución a un nivel biológicamente
superior. Pero sólo el
tiempo, el implacable tiempo, nos daría. o no. la razón. De momento,
apenas podríamos entonces conjeturar tales resultados. De todos modos, si
algo hemos aprendido del respetado pero muy insufrible Demiurgo, es la
paciencia. Pero ésta, en verdad os digo, estaba constantemente siendo
puesta a prueba; como si el tiempo se burlara de nosotros y nuestra
imperiosa necesidad de carne pensante.
Evidentemente era impredecible el rumbo que tomaría la línea de
la evolución para llenar nuestras expectativas más exigentes.
Por de pronto, dio en aparecer tras otro millón de ciclos de
espera, una variante de primates sin rabo prensil y casi bípedos; como si
la especie naciente fuera buscando la superficie firme y renunciando a las
cómodas alturas de las ramas. Aunque
tampoco abandonaron del todo los árboles, quizá por precaución ante
tanto predador suelto a ras del suelo.
Pasarían muchos milenios más, antes que estos pitecanthropus
ludens, por lo juguetones, se atreviesen en vivir a la sombra de los
árboles y buscar alimento diferente a su dieta frugívora usual.
Poco a poco dieron en probar otros sabores, exóticos pero
nutritivos, como insectos o sus larvas, miel silvestre, hojas semidulces,
raíces, semillas, huevos de tortugas y demás exquisiteces asequibles en
arbustos, situados en las bases de los grandes árboles. No pasaría
demasiado tiempo, quizá durante una sequía periódica, en que escasearon
frutos, o hubo que comerlos fuera de punto, en que comenzaran a deambular
por las cercanías, probando otras sustancias. Tal
vez pudo darse el caso de que ingirieran alteradores enteógenos, que les
produjeron sensaciones que los llevaron a estados de eufórica inquietud y
búsqueda de emociones no usuales. Lo cierto es que bastaron pocos miles
de ciclos para producirles cambios fisiológicos en sus memorias genéticas.
Esa prolongada pasantía, bajo efectos alteradores de dichas sustancias,
no sería olvidada por la especie, que daría en seguir probando estados
alterados en su largo sendero a la emancipación de la conciencia. Por de
pronto, esa variedad de monos anuros, —es decir: sin rabo prensil, tal
vez por atrofiársele tal órgano a falta de uso—, dio en explorar,
poco a poco, la superficie enmalezada del suelo.
Quizá el rabo resultase un estorbo entre espinos y zarzales bajo
los árboles, por lo que debieron haberlo llevado enroscado al cuerpo…
hasta que lo perdieran por no haberlos menester.
La evolución sigue extraños senderos, no siempre concomitantes
con la lógica o de acuerdo a leyes inmutables.
También lo inesperado o lo no obvio hacen aparición. Es allí
donde solemos dirigir nuestras atenciones a cada especie. ¡Y mirad que
hay tantas, como para un ejército de biólogos y legiones de sociólogos,
etólogos e ingenieros! Pero
fuese por eliminación o lo que hubiere, fuimos apartando especies para
los exámenes, y los monos africanos con sus rabos en vías de desaparición
fueron nuestros ejemplares más mimados, por esos días de jolgorio,
cachondeos y alucinaciones.
x
Tras
la prolongada espera y posterior aparición oportuna de velludos primates
bípedos sin cola prensil —que descendían tímidamente de los altos árboles
en que vivían, a fin de recoger frutos caídos, o simplemente explorar el
entorno desde otro punto de vista más raso u horizontal—, pasaron un
par de centenas de milenios, que en la era cuaternaria serían menos de un
minuto relativo. Años después, millones de años después, durante la
era de las escrituras apócrifas, alguien, con ínfulas de profeta
alucinado, haría creer a muchos de sus descendientes —ya
imbecivilizados para entonces—, que habían sido bajados por ángeles
castigadores, con flamígeras espadas, desde el Paraíso edénico, por
excederse en la ingestión de algunas bananas prohibidas por el celoso
Demiurgo creador. El primero
de ellos que probara dichas sustancias, buscaba quizá algo más que
alimento. Una fuerza interior
irresistible lo incitaría a vencer el temor a los predadores carnívoros,
para aventurarse en un substrato diferente. Ese ejemplar (o ejemplares en
plural), tal vez al ser espulgado por sus hembras en las ramas altas, pudo
haber sentido cosquillas y descubriera una forma rudimentaria de risa
bienhechora; hasta podría haber experimentado algún estado de satisfacción
plena o sensación de voluptuosidad. O quizá el probar algunas frutas
podridas (el hambre —créanme— supera muchos remilgos, incluso el
asco), lo haya llevado a estados alterados, más allá de la mera alegría,
como mencionara antes, a consecuencia del alcohol contenido en ellas.
También pudiera ser que probara, como quien no quiere la cosa, algunas
setas alucinógenas como la psilocibe
cubensis, que lo proyectaron a desconocidas dimensiones —donde la
mente pierde contacto con el cuerpo—, hasta infringir la pesada ley de
gravedad. Lo cierto es que a
los pocos de salir del cómodo refugio de las alturas, el ser pre-inteligente
(al menos así pensábamos) pudo vislumbrar algo inefable y numinoso, que
lo situaría en el primer peldaño de la evolución hacia la inteligencia:
el pensamiento abstracto. Más
de 2.500.000 años después de estos sucesos, las sustancias alteradoras,
usadas y quizá abusadas ¿por qué no? por pitecanthropus
ludens y descendientes, serían
prohibidas a rajatabla por los imperios modernos emergentes o sociedades
dominantes vinculadas al poder. Especialmente
a causa de su facultad de facilitar o posibilitar cierta apertura mental;
molesta, crítica, candente e incordiante para los regímenes políticos,
hegemónicos o totalitarios. Pero esa es otra historia que me retrotraería
nuevamente al presente de altos y forzudos cow-boys,
que zurran a minusválidos y alfeñiques por una porción de caca de
dinosaurios que yace bajo arenas ajenas y lejanas. Pero salgamos de la era
urbanoica inferior actual y volvamos al pretérito imperfecto del
cenozoico. La tribu de primates bípedos, al contemplar desde los árboles,
muy arriba del suelo a su… o sus congéneres retozando lúdicamente,
sobre dos patas, resolvió vencer sus aprehensiones y hacer otro tanto.
Vivir a salto de rama en rama, tenía sus riesgos, entre los que no
contaba el vértigo, desconocido por ellos; por lo que quizá un cambio,
en la dieta y las costumbres, no les vendría nada mal.
Si se insinuaba algún peligro, el macho dominante daría la
alarma, tornando la tribu —en caso de un hipotético peligro— a las
altas ramas con una agilidad envidiable. Pero con el tiempo, tras vencer
sus ancestrales temores, llegaron a pasar más tiempo a ras del suelo,
donde la variedad de alimentos era mayor y donde podrían coger algo más
que frutos y hojas aromáticas, más alguno que otro capullo comestible,
recién florecido, o algúnos granos silvestres atacados del cornezuelo
y de alteradoras propiedades químicas.
Es de notar que esta sustancia mencionada, sería utilizada, dos
millones de años más tarde, por los griegos en sus rituales dionisíacos
de la Arcadia, en la edad del bronce.
Dicho pan fermentado llamado kikeón,
con el que “comulgaba” la orgiástica comunidad de iniciados en los
Misterios de Eleusis y Dionisos —es decir el lado gratificante de lo
reproductivo—, era una suerte de comunión lúdica, quizá en recuerdo
de los antepasados antropoides. Si
bien el Demiurgo aborrecía la genitalidad, más que nada a causa de sus
erróneas convicciones acerca de la bigeneridad, nosotros la elevamos a un
nivel místico, lo cual testimonia el Kama
Sutra y el Ananga Ranga, joyas de la literatura erótica sagrada. Nunca
supieron —ni supimos nosotros por no llevarlo en cuenta— cuánto
tiempo, ni cuántas generaciones tuvieron que pasar, para que la alegre
tribu de macacos antropomorfos saliese a las sabanas en alegre procesión
a colectar —no sólo alimentos vegetales como lo hicieron por más de un
millón de años entre la fronda—, sino pequeños animales o insectos e
incluso golosinas, como la deliciosa miel que ya las abejas salvajes
elaboraban en los troncos huecos, mucho antes de aprender a hacer colmenas
u otra obra de ingeniería entomológica. Entre chillidos de satisfacción,
los machos dominantes llevaron a su inquieta tribu hacia más allá del
horizonte, deteniéndose apenas para breves descansos y una que otra
refección compartida. Para
entonces, las demás bestias rumiantes de la llanura ya no les inspiraban
demasiado temor, y puede que algún individuo de la tribu sucumbiera entre
las fauces inesperadas del fiero smylodón
carnívoro de largos colmillos, pero lo aceptaban como parte del contrato
vital del toma y daca. Eso sí,
los rayos, y los incendios provocados por éstos en la sabana, los
aterraban y les hacían perder la chaveta hasta el pánico absoluto.
En eso poco se diferenciaban de otros mamíferos de las llanuras,
de estólido carácter cuadrúpedo y bovina estupidez. También la caída accidental de algún bólido sideral los
aterraba, si no recibían un impacto directo entre ellos, tras lo cual
poco se asustarían ya, ni les importaría. Pero habían aprendido a
valorar la existencia y la disfrutaban sin pudores ni recato alguno, tal
como debe ser. La vergüenza
y la culpa aún no les habían sido inculcados en sus orígenes
irreverentes e impúdicos. Su
deber social apenas les exigía defender, sobre todo a los pequeños y a
las hembras gestantes o lactantes. Además,
habían aprendido que —al no contar con garras, colmillos agudos, tamaño
gigantesco o fuerza excesiva— debían apelar a la creatividad para
prolongar el largo de sus brazos utilizando palos o pequeñas rocas
contundentes, desperdigadas por ahí, para ahuyentar a sus enemigos… o
cazarlos entre todos, en un ensayo de gastronómica solidaridad primitiva.
Lilith, Belial, Azraël y yo resolvimos seguir el casi lúdico
desarrollo de estos seres —despreocupados y cachondos como novicios
monacales adolescentes—, que se revolcaban en la promiscuidad, dentro de
ciertos límites jerárquicos, en pro de la supervivencia de la especie.
Hasta llegaron al colmo de copular en cualquier momento que se les
antojara, sólo con el consentimiento de las hembras no lactantes, como si
obviasen las rígidas leyes naturales y buscasen imponer las suyas
propias, ignorando a los astros caminantes que determinaban el curso del
tiempo, el clima y los equinoccios. Las primaveras fueron desfloradas,
varios millares de ciclos después, por una atroz glaciación, en la época
más caliente y jolgorosa de los antropoides. Mucho tiempo transcurriera entonces, desde el primer festín
de ambrosía, alucinógenos, y tropical concupiscencia animal. Atrás
quedaron las jocundidades eróticas y los desafinados intentos de ir
allende los excesos libidinosos, o intentando cantar, guturalmente, al son
imaginario de los pájaros que también enmudecerían diez mil ciclos,
para ahorrar calorías ante tanta glacialidad imprevista.
Quizá otro impacto que modificara el eje rotatorio de Urán, o los
rayos cálidos de Helios eclipsados por nubarrones volcánicos retintos y
espesos, trajeran el frío casi perpetuo. No recordamos las causas del
cambio climático brusco, pero significó un paso trascendental en su
ascenso en la escala evolutiva. Debieron buscar refugios, que aún no sabían construir por sí
mismos, y cubrir su piel con otras pieles, hurtadas a sus poseedores
originarios y creemos que, a pesar de éstos.
Pero de seguro, antes que sucumbir por hipotermia, entre denteras y
temblores debieron reflexionar acerca de cómo arrancársela a otros mamíferos
peludos sin violencia, y
luego de intentos infructuosos, actuar procediendo sin dilaciones. Muy pronto quizá se percataron de que sus colmillos y uñas
ya les eran insuficientes para despellejar material con que cubrirse de
los primeros fríos, en una llanura convertida en tundra nevosa y
desprovista de verdor. Por
otra parte, las nuevas condiciones exigían mucho más que jugosas frutas,
insectos, semillas o raíces. Necesitarían
carne, grasa y sangre para reponer las calorías que burlaran al frío
reinante. Algún macho dominante o alguna hembra creativa habrían tenido
la idea de cazar animales más grandes que ellos para lograrlo. Y el estólido
mammuth o el robusto búfalo llenaban ese requisito, por ser vegetarianos,
lerdos, y suficientemente gordoa y estúpidos como perfectos caudillos políticos
de base. Diez mil años después, aún persistía la primera gran glaciación
y el planeta no cesaba de danzar de contramano, inclinado en demasía su
eje rotante por causas desconocidas.
Para entonces, nuestra tribu, de la que ya nos habíamos encariñado
sin percibirlo el Demiurgo, sobrevivía —casi confortablemente y sin
merma de imaginación— a los rigores climáticos. Poco a poco, el
hemisferio boreal de Urán volvería a su anterior clima mediterráneo,
retirándose los glaciares más al abrigo de la estrella polar, en tanto
el paisaje tornaba a colores olvidados tras la vuelta de Helios, develado
de nubarrones pretéritos. Y
tras el regreso de las primaveras y veranos, también las aves, que habían
emigrado hacia austrión, retornaron a poblar los viejos árboles que
sobrevivieron al frío. Según os dije antes, el Demiurgo Sabaoth quien,
en su errática omnisciencia, hubo apostado a los pájaros como posibles
precursores de futuros ángeles; demasiado tarde cayó en cuenta de quién
evolucionaría primero, con sus pies y manos, que no con picos y alas. Por
ello, nos maldijo posteriormente por intermedio de sus adictos, en una
iconografía delirante, como “espíritus del Mal”, con alas
membranosas y rabo timón (por lo menos admitiría el Demiurgo que teníamos
vocación de vuelo). Sabaoth
seguía soñando, con legiones luminosas e ingrávidas de seres puros y
albos, de castidad absoluta, reproduciéndose por gemación o partenogénesis,
o copulando por épocas prefijadas, sin fines de gozo, penitencialmente
ajenos a la concupiscencia, venciendo a la atracción fatal del suelo con
sus propias alas, que atraparían a los vientos y violarían al horizonte.
Y encima, por si fuese poco, trinando con las arpas eólicas —ocultas en
sus ásperos buches—, una música imperceptible que haría danzar a las
esferas siderales. Sí.
El enigmático Tetragrammaton (otro de sus muchos alias) intentaba
inducir a las aves a buscar la inteligencia, cuando éstas apenas
superaban en astucia a los desfasados y desaforados reptiles corredores
del jurásico. Pero ya pueden ver que, hasta el más omnisciente puede
apostar a perdedor, caso de proponérselo.
Sólo se necesita poder absolutista, más un enjambre de adulones
cortesanos y vasallos zalameros, para caer en las redes de la necedad.
Y quienquiera exija el poder absoluto deberá conocer la corrupción
absoluta, aunque quizá muy a su pesar, debo colegir. Si el viejo Demiurgo
pudo haber convencido a los descendientes post paradisíacos a adorarlo o
perecer, habrá sido en un arranque de culpabilidad, cuando anatematizó
al arcadiano y dionisíaco sexo, tan reproductor como voluptuosamente
sobrecogedor. Nosotros, como
seres espirituales, no precisamos de adulación ni ser objetos de culto. Tampoco aspiramos a otra cosa que a la elevación de la
ciencia y la conciencia, hasta igualaros a los Creadores. La furia del Demiurgo contra nosotros no tendría justificación,
si ostentara las virtudes que le atribuyen sus adoradores incondicionales.
Fue quizá impelido en cólera por haber dado nosotros al homínido la ciencia,
la conciencia y el libre albedrío; para experimentar por sí mismos todos
los excesos posibles, quedando Él mismo fuera de jurisdicción.
Homo sapiens era… es,
nuestra creación, mal
que le pesare, pues que fuimos nosotros quienes lo orientamos desde sus
inicios balbuceantes, a través del placer y del dolor.
Aunque justicia es reconocer que ahora, millones de años después
de iniciada la epopeya de la evolución, nos estaba pesando también a
nosotros. Ya veréis por qué.
o
Tras
sus experiencias con rudimentarios palos y piedras afiladas, los australopithecus
afarensis, descendientes de los alegres y follones macacos
africanos… y antepasados de homo
habilis, decidieron pasar los fríos al calor de la lumbre, por lo que
se las ingeniaron, primero para mantener en forma votiva la llama,
regalada quizá por algún piromaníaco rayo en una reseca pradera y luego
—doscientos mil ciclos después— para frotar dos trozos de madera,
hasta quemarlos y calentar la caverna. Seguramente ya habrían
adivinado… o deducido, que necesitarían más palos y ramas para alentar
permanentemente el espíritu del incipiente fuego y mantener alejados a
los incursores. Y tal vez
debiesen cavar entre la nieve para lograrlo, y para ello precisarían
herramientas afiladas y duras. Por
tanto, debéis saber que la xilocultura
hubo precedido en casi un millón de años a la paleocultura y litocultura. A medida que el proto-homínido avanzaba en experiencias-límite,
los pájaros adquirían vistosos plumajes de irisados destello; pero como
al pavo real, lo que les sobraba en vanidad y estupidez, les faltaba en
raciocinio. Sabaoth se llevaría
un chasco, cuando lo supiese pensamos entonces. ¡Y vaya si lo supo!
En tanto, los mamíferos bípedos antropoides seguían copulando
alegremente y procreando con dispendiosidad y sin tasa, para temperar los
días fríos de la era glacial, los cálidos veranos y las voluptuosas
primaveras. La mortalidad era
bastante alta y las expectativas de existencia en la llanura, no pasaban
de veinte a treinta ciclos solares; incluso en épocas de abundancia de
alimentos; aunque durante el largo invierno éstos escasearon y la penuria
se hizo carne, habitando sus huesos. Los australopithecus
—eficientemente distribuidos por los continentes y avanzando hacia los homo
hábilis—, apenas sonreían por entonces. Las tribulaciones y
dificultades se acentuaban como desafiándolos a resolverlas apelando a
eso que buscábamos todos y apenas se insinuaba: la inteligencia. Las
prolongadas e inmisericordes sequías, seguidas de inundaciones aluviales
de largo aliento, los tenían taciturnos de tal modo que casi se les
congeló el rostro a la especie, en una mueca tristona. El Demiurgo parecía
en tanto más ausente y distante que nunca; si alguna participación
tuviera en la evolución, habría sido quizá como entrenador de pájaros.
Sus acólitos de la legión blanca, veían a las aves como sus
mascotas y era tal la variedad de ellas que, hasta los loros parlanchines
los engañaron con el cuento de la palabra perdida y recobrada.
Los verdes pájaros venidos del sur por vía aérea, se limitaban a
repetir sonidos articulados por algunos ex simios e intentaron adaptarse a
éstos, depredando sus cultivos incipientes; lo que indujo a Sabaoth a
creer que eran inteligentes, o casi, por preferir la vil domesticación a
la harto azarosa pero libertaria procura de alimentos.
Los astutos proto-homínidos africanos en cambio, descubrieron que
los loros y otros pájaros bobos eran fácilmente domesticables… y
deliciosos, una vez despojados
de su incomible plumaje y hecha su pasantía previa sobre el sagrado
fuego, o al rescoldo del hogar tribal;
lo cual malquistó al Demiurgo con estos bárbaros bípedos que
osaban depredar su pajarera. Tarde
supieron, Sabaoth y su
cohorte angélica, que las aves estaban aún en el limbo y lejos de la
inteligencia (y que no bastaba transgredir la ley de gravedad para ser
inteligente). Casi tan lejos como nuestros actuales políticos
legisladores, jueces y empresarios, con algo de buitres, algo de
chimangos, algo de pavos y bastante de pajarones. Pronto (es un decir, os
lo repito) los australopithecus
robustus y los boisei
tomaron la posta en el otro continente, al oriente de África, y
diversificaron a la especie, que ya se iba tornando monótona entre tantos
seres variados y divertidos. Si
bien los saurios gigantes se habían extinguido sesenta y cinco millones
de años antes, congéneres más pequeños, como el aligátor de temible
dentadura, varanos, serpientes constrictoras y tortugas, seguían
compartiendo espacios con las nuevas
tribus antropomorfas y a veces, hasta
disputándoles el derecho de portazgo en los cruces de ríos, obligándolos
a inventar la navegación fluvial, a lomo de troncos precarios.
Los nuevos mamíferos carniceros, en tanto,
ya comenzaban a temer a los casi lampiños homúnculos, quienes los
desafiaban con aguzados palos lampinados que volaban como los pájaros
hacia ellos, burlando la distancia. De
nada les valieran garras, dentadura, colmillos y fuerza, ante esos
diminutos pero letales predadores que, en lugar de dejarse cazar para ser
alimento, hacían lo viceversa. La fama de los pigmeos australopithecus
era de temer, pese a su aspecto casi simpático e inofensivo de monitos en
retirada, de corta talla y largos brazos. ¿Quién diría que sin sus
venablos, flechas, mazas o redes y otras prótesis utilitarias, serían
mansos como mascotas? Hasta
se podían, sin embargo, dar el lujo de domesticar smylodones colmilludos, como gatitos domésticos… e incluso
alimentarlos de sus sobras. Los
primeros cánidos salvajes eran internados cautivos entre las tribus, a
fin de utilizarlos como bocinas de alarma en caso de alguna intrusión
ajena, a expensas de sus despensas. También
como mondadores de huesos, los que luego serían trabajados y pulidos por
ellos. O simplemente para jugar con los niños y eventualmente, servirlos
espetados al asador, luego de cumplir sus ciclos de guardianes jubilados.
La agricultura era otra cosa.
Casi todos los granos caídos por doquier, brotaban tarde o
temprano y pronto los homínidos cayeron en cuenta que, sembrando metódicamente
en su substrato, podrían colectar ahí mismo nomás, sin demasiados
riesgos de ser alimentos de terceros o mordidos por un reptil algo tóxico
escondido en el descampado. Los
misterios cotidianos dejaron de causar temor pero no curiosidad, por parte
de los super primates. El
astro diurno, Helios, dador de luz y calor, pese a su constante presencia
suscitaba su devoción y a cada aurora saludaban solemnemente al oriente,
dando la bienvenida a la luz que los acompañaría hasta que asomase el
plateado guardián de la noche. Las lluvias, los relámpagos, tormentas y
otros fenómenos climáticos, también llamaban su atención, pues que no
por rutinarios y cotidianos, desmerecían observaciones constantes de su
parte. Los misterios del porqué de tales fenómenos, los inquietaban en
demasía, impulsándolos a tratar de develarlos… o caso contrario,
rendir culto uncial a las entidades desconocidas que podrían provocarlos.
Alguno de ellos habría hecho sonar cierto día un palo, piedra o
cualquier objeto vibrátil, y quizá haya emitido algún sonido, algo
afinado para sus aún torpes oídos. Así pudiera haber descubierto los
encantos de la música, al ritmo batiente del sístole-diástole de sus
propios corazones, mucho antes de que lo que hoy conocemos como lenguaje,
anidase en sus gargantas y en sus voluntades;
mucho antes de que La Palabra brotase a torrentes de sus labios
simiescos; mucho antes de que vibrara la primera cuerda de un arco de
caza y sugiriese una canción rudimentaria y chabacana. En cuanto a la danza, habrían iniciado su práctica imitando
a algunos seres de la sabana, que cortejaban a sus hembras con contoneos,
contorsiones, trinos y saltos. En
la naturaleza, muchas especies imitan a otras y hasta tratan de
mimetizarse con las más bravas para sobrevivir.
Australopithecus
no era la excepción a las reglas. Aprendieron a acechar en grupo a
feroces facóqueros de porcina estirpe y puntiagudos colmillos; supieron
esperar horas (aunque no tuvieran conciencia del tiempo real, quizá éste
transcurriera más lentamente para los primitivos, o tal vez el planeta
girara en un lapso mayor al actual), a orillas de un riacho para cazar un
escurridizo pez, y también a observar a las estrellas, casi hasta
encenderse el sol. La
curiosidad colectiva del homínido de las llanuras y las costas no se
saciaba hasta develar misterios… o explicarlos con mitos gesticulatorios
o relatos danzantes. Mucho de
esto, contenido en el arte primitivo, aún perdura entre comunidades que
han quedado aisladas por milenios, hasta ser descubiertas por el hombre
contemporáneo y despojados de su inocencia brutal pre paradisíaca.
p
Tras
muchos milenios —tantos, que escapan a mi frágil memoria corroída por
el tiempo—, los “hijos de los árboles sagrados” fueron tomando
conciencia de la necesidad de comunicarse algo más que llamadas de
alerta, sensaciones de hambre, vacuidad o plenitud; o simplemente
disconformidad ante el reparto inequitativo de raciones.
Tal vez al observar los florecimientos de primaveras y el despertar
de la naturaleza a los colores, tras el frío, los haya llenado de
inquietud y extraños sentimientos que, por falta de medios expresivos debían
guardárselos para sí. O quizá alguna nostalgia desconocida, surgida de
una noche lunada, acompañada de ingestión de bebistrajos de hierbas mágicas,
los hubiesen impelido a buscar sonidos para expresarla oralmente sobre los
procelosos oleajes del delirio; aunque su fisiología y su laringe aún no
pudieran permitirlo; como si tuvieran atrofiadas las inexistentes palabras
aún no inventadas. Entonces,
homo hábilis, el ex simio y ecce homo, lanzó un grito de impotencia al espacio, golpeándose el
pecho con dos furiosas manos desnudas. Centurias más tarde, caminaban en
busca de bayas, hojas, raíces, y cuanto condumio satisficiera su ansiedad
y angustia oral; pero en lugar de simplemente limitarse a colectar y
cazar, iban ensayando voces —monosilábicas y plena de guturalidades al
principio—, para dar nombre a lo cosechado y a cuanto desdeñaban.
Buscaban modular los pocos sonidos que podían emitir, para reconocer en
ellos a animales, plantas, huevos, hojas, semillas, frutos… para que la
naturaleza toda tuviera un nombre, o todos los nombres, en su fecunda
magnitud matriarcal y su aparente inagotabilidad de recursos. Nosotros, en
tanto, seguíamos con atención la evolución de estos seres,
aparentemente indefensos pero inquietos y valientes, que osaban enfrentar
a los ciclos astronómicos, a los relámpagos y a las tempestades, sin
amainar su decisión de ser algo más que una criatura de las tantas que
pululaban por entonces en Urán, descuidadas por el Demiurgo y sus acólitos
Arcángeles, quienes andaban aún obsesionados con los volátiles plumíferos,
en cuyas aladas estampas simbolizarían quizá algún espíritu santo de
pacotilla. La férrea decisión del homínido, de vivir hasta donde
pudiese sin perecer en el intento —aunque tuviese que matar para
lograrlo—, nos conmovía, si algo pudiese conmovernos.
Nosotros los rebeldes a la tiranía del Demiurgo, no queríamos
seres apocados, mansos, cobardes, medrosos o sumisos.
Nuestro ideal de inteligencia estaba dirigido a las alturas del
pensamiento reflexivo, el conocimiento, la acción, la transgresión y más
allá aún; hasta
reconquistar el cielo (esto es
una metáfora por cierto), perdido por elegir otro camino diferente al de
los pájaros y por preferir la filosofía urticante e infractora, a la
inocencia sumisa y crédula de los idiotas.
Tras cien mil ciclos de intentos, modulaciones, articulaciones e
impostación forzada de sus laringes, los australopithecus fueron
descubriendo sonidos algo más agradables que sus gruñidos cotidianos de
rigor, dando nombre sonoro —no sólo con gestos mudos aunque
elocuentes— a cuanto sus ojos veían y sus sentidos percibieran
entonces. Nada escapaba a su curiosidad y deseos de conocerlo todo e
identificar todo, absolutamente todo, de horizonte a horizonte, desde el
nadir al cenit. Nunca supimos desde cuándo se iniciara la cuenta
regresiva del tránsito entre primates y homínidos, ni lo tuvimos en
cuenta entonces, por carecer de calendario alguno. Simplemente nuestro
creciente optimismo y entusiasmo, ante lo que veíamos venir, fue
madurando en intensidad. Una nueva era de desarrollo del pensamiento tendría
lugar desde entonces en Urán, gracias a las sustancias alteradoras
contenidas en la psicodélica flora actualmente prohibida. Deduje que no
debíamos desaprovecharla. Nosotros los rebeldes, si bien somos seres
pensantes, apenas éramos obrantes, pues sin fuerza muscular, debíamos,
en la mayoría de los casos, recurrir a la telekinesis o a nuestra fuerza
mental para enderezar entuertos cósmicos.
Al igual que el Demiurgo y sus legiones, estábamos entonces
desprovistos de materia sólida, pero abrigábamos la esperanza de
desarrollar la evolutiva vida inteligente y luego posesionarnos de ella,
para nuestros fines de aprendizaje y enseñanza. Es decir, compartiendo
experiencias y sentires sobre el mundo, a trueque de brindar ciertos
conocimientos y descubrimientos a esa especie en evolución. En otro
continente hiperbóreo, donde emigraran quinientos años atrás algunos
australopithecus —quizá huyendo de fenómenos arrasadores o del frío,
desde su natal continente sur-oriental—, hallaron arroyos, lagos, ríos,
torrentes límpidos y regiones fértiles donde establecerse o medrar en
forma itinerante. No desdeñaron
la tentación de experimentar siembras, con semillas llevadas con ellos,
desde sus lejanos bosques, en cuencos de barro o calabacines secos,
envueltos en pieles ajenas. Llevaron consigo además, pedernales,
puntas de lanza y otros enseres paleolíticos. Más de doscientos
mil ciclos duró el trajinar y merodear de estos individuos, con sus
animales domesticados, empujados por la curiosidad y el inconformismo,
quizá heredado de nosotros. Muchos
pudieron haber emigrado a donde nace el sol. Éstos lo hicieron hacia la
cuna del sueño solar. Lo que
hoy conocemos como Europa, era entonces una región de selvas templadas,
de coníferas y cascadas, tundras, ciénagas y lagos montañosos. También
hallaron valles, marismas pantanosas e insalubres y sabanas fértiles;
pero de todos modos, debieron gustarles esas comarcas feraces, de climas
bien diferenciados. Las hembras de la especie bípeda, portaban antorchas
encendidas y cada tanto avivaban la llama itinerante y tribal que los
acompañaba por ignotas y despobladas regiones, cual teas de alguna
desconocida olimpíada de la vida. A veces, sus vitales raciones de grasas
las invertían en mantener sus teas y tizones durante sus marchas. Aún
llevaban consigo pieles de animales procedentes de sus substratos de
origen, transmitidas posteriormente a
sus descendientes, como legado; con el fuego, el lenguaje incipiente y los
conocimientos herbarios. En muchos casos, hallaban especies nuevas de
animales y plantas, como también dejaban de encontrar otras, aún
innominadas, que quedaron en el pasado, en su lejana selva originaria.
Habrán debido probar y experimentar de nuevo, buscando frutos
locales desconocidos, semillas, hojas para comer y curar heridas o aliviar
dolores. Muchas veces, gigantescos osos de las cavernas dieron cuenta de
algunos de ellos, durante sus correrías. Otros sucumbieron a los lobos
que, como su tribu, cazaban en grupos de cientos de individuos,
irresistiblemente famélicos e insensibles al miedo de palos puntiagudos,
piedras y quemantes antorchas. De
todos modos, la mayoría sobrevivió al voluntario éxodo y más de dos
veces quinientos milenios más tarde, nacía el neanderthalensis en Europa y el homo
pekinensis o sinanthropus en
Asia, descendientes ambos del boisei
y del robustus. Estas
denominaciones aquí citadas, obviamente son contemporáneas, y las
utilizo para orientaros acerca de una especie desconocida y sin nombre,
que advino con el fuego del espíritu y una búsqueda incesante de
conocimientos —desde los perdidos laberintos del instinto, hasta la
luminosas trocha del pensamiento, abstracto o lógico—, partiendo
pacientemente. desde un gusano invertebrado (hará como mil quinientos
millones de pretéritos años). Podríamos ir felicitándonos de los
resultados obtenidos con el maestro Luth Baal y mis compañeros de tareas
de la larga noche de búsqueda. Mas decidimos no cantar victoria antes de
los resultados finales. Eramos conscientes de que cualquier traspié de la
especie podría dar al traste el experimento. Aún los feroces predadores
carnívoros del nuevo continente del occidente boreal no conocían la
tenacidad, valor y crueldad del nuevo intruso, diminuto pero sagaz y
colectivo. Por ello, se animaban a veces a atacarlos, sin percibir que
los aparentemente indefensos seres venidos del este, poseían peligrosas
prótesis —harto contundentes y arrojadizas— y prolongaciones aguzadas
de sus extremidades. Su
instinto animal aún no conocía tales armas mortíferas, con las que los
intrusos se defendían y atacaban con precisión de estrategas, buscando
las menores pérdidas posibles. Es que en cada cacería mermaban
individuos en la arrojada tribu, clan o matriarcado operante.
Los descendientes de los lejanos macacos, comedores de semillas,
frutos y raíces, no tenían ya empacho en manducarse la carne cruda o
cocida de cuanto bicho, terrestre o acuático, pudiera cobrarse con pocas
bajas. Las cavernas de las
montañas ofrecían buen reparo y hasta podrían servir de almacén de víveres
para los inviernos, que podrían durar hasta seis lunas o más aún.
Esos largos fríos quizá servirían para desarrollar un
rudimentario lenguaje mítico, al calor de las hogueras clánicas.
Los primeros neanderthalensis, ya aposentados en orillas de ríos y
lagos o en confortables cavernas, pudieron transmitir de bocas a orejas y
ojos, con guturales monosílabos y gestos más que elocuentes, algunas de
sus anteriores andanzas, descubrimientos o fantasías.
Y éstas no estaban, como hoy día, exentas de exageraciones. Y, hasta pudiera ser que alguno de ellos, hiperbolizando un
poco, haya inventado al antecesor del superhombre, atribuyéndose el haber
combatido —él sólo y sin ayuda alguna (cuando nadie lo viera y
exhibiendo cicatrices, más productos de la torpeza que del valor)—
contra manadas de hambrientos lobos o con algunos gigantescos osos, para
disputarles sus cavernas o su carne. Quizá algunos bebedizos de ciertos
hongos o hierbas alucinógenas los llevase a la euforia creativa, en las
largas jornadas de hogueras y nieves persistentes traídas por los gélidos
y ululantes vientos de Hiperbórea. Por
entonces, un cambio en el eje terrestre, quizá por otro mega-impacto de
algún bólido celestial en algún lugar del planeta, traería otros ocho
mil ciclos de glaciación hacia el hemisferio boreal. Por fortuna, aquél
fue el penúltimo impacto devastador
de los casi tres millones de cuerpos medianos caídos en Urán desde su
formación. Gracias a nosotros ¡loado sea Luth Baal! los paleolíticos
cavernícolas ya tenían previsto tiempos de penurias y pudieron
sobrevivir en sus refugios de roca, los embates del frío. La caza
abundaba y la pesca también, amén de ríos y lagos subterráneos de
temperatura templada, e incluso termas naturales para higienizar y
desparasitarse las pilosidades. Tampoco faltaban leños olorosos, ni
pedernales para encenderlos. Los gigantescos y estólidos mastodontes o
mammuths, eran fácil presa para los arriesgados hombres de las cuevas
montañosas, durante el quinto período de los hielos, denominado pérmico.
En sus rústicas mentes cupo entonces la sensación de la “comodidad”,
como si tal cosa. Y evidentemente ésta estaba relacionada con la fogata
sempiterna, a la que había que alimentar con largueza.
Para ello, debieron recolectar abundante leña en los muy cortos
“veranos” diurnos y trasladar los maderos a sus cuevas, como lo hacían
habitualmente las hormigas, que los aventajaban en cien millones de años
de actividad comunitaria sobre el planeta.
A causa de la elevada mortalidad infantil (a veces por desnutrición,
o por descuido de sus padres, pudiendo caer a una depresión o ser
eventualmente cazados por los merodeadores hambrientos), incentivaron el
cariño a los suyos y una cierta solidaridad grupal; algo así como un
sentido de pertenencia a un clan orgánico donde cada uno era una célula
más, pero no más, desdeñando quizá autoritarios sistemas jerárquicos,
escalonados e inmutables. Al
menos en los principios de su evolución. Esto los hizo sobrevivir como
especie y como género. A
causa de lo expuesto, el poder decisorio fue transferido gradualmente, del
macho cazador a la hembra recolectora y procreadora; por su capacidad
conservadora y su inteligencia. Recordad
que éstas eran las depositarias del fuego; una suerte de vestales paleolíticas
full time, como dirían ahora.
Quizá ello haya ocurrido en un período relativamente largo y las
cualidades de la hembra fueran tenidas en cuenta en situaciones-límite de
la comunidad. ¡Y éstas eran
harto frecuentes! Tanto como
para poner a dura prueba la capacidad de supervivencia de los bípedos
inteligentes, o casi. Muchas y diversas especies bestiales anteriores,
prefirieron dejar de reproducirse hasta su extinción, al no soportar
cambios bruscos en sus substratos. La superbestia humanizada aún no se
decidía a rendirse, ante los desconocidos dioses y diosas de la
naturaleza. ¡Antes, la muerte! Por
ello, buscó expandir su mente para la resolución de problemas
cotidianos, de una vez para siempre. Y
la hembra de dicho grupo alcanzó la cúspide del poder político del paleolítico cuaternario, al conocer los secretos de
las hierbas curativas y de los matadolores,
amén de otras virtudes chamánicas transcendentales. De todos modos, el
matriarcado pudo haber sido uno de los más prolongados sistemas sociales,
del paleolítico al neolítico. Hablando
de ello, los políticos machistas de hogaño tienen mucho de apaleo-líticos,
pero no salgamos del tema. Ashtaroth, Luth Baal, Belial, Anaël, Lilith y
yo, estábamos siendo poseídos por la euforia de haber hallado una
especie inteligente y creativa: ¡la
hembra de homo neandertalensis! ya que ésta velaba por lo estético y por
lo ético: la equidad solidaria, definida ésta en dos o tres palabras.
El egoísmo —disfrazado de liberalismo leceferista
y “sálvesequienpuedista”—, advendría muchos milenios después, ya
bajo la restauración del patriarcado.
Tan prolongado pudo haber sido el período matriarcal, que se dio
curso al cultivo del algodón, por su poder de absorción, facilidad de
hilado y tejido. Nacía, por esos tiempos aún ignotos, el culto lunar del
ciclo menstrual, la farmacopea y el arte textil, sin contar otras
industrias anexas a dichas fibras. Trataré
de exprimir —entre los miles de recuerdos surtos en mi memoria— algo
de esa época de oro, en la que el homínido desconocía el bello pero vil
metal. Al cabo de un tiempo,
la mujer de más edad (13 lunas equivaldría a un año), es decir la Gran
Abuela, tomaba el mando y la potestad de decidir.
La agricultura, la cestería, la peletería, la colecta, el fuego,
alimentos, medicina, recursos varios y mano de obra calificada, estaban en
manos de la hembra de la especie, como mater
et magistra. El macho sólo
contaba con el privilegio de portar armas o pulir lajas o huesos para
hacerlas, cazar y eventualmente procrear.
Pero en éste caso era la hembra quien
decidía con quién… o con quiénes
hacerlo, para engendrar descendientes listos y fuertes. Eso sí,
siempre el designado (en tiempos de sequía o penuria) como “hacedor de
lluvias”, solía ser un macho, pues que éste estaba más entrenado para
trepar riscos, ojear caza y misiones exploratorias de alto riesgo. Para
entonces, la memoria colectiva de la alboreante humanidad atesoraba miles
de relatos míticos acerca de los heroicos antepasados… y los deificados
post presentes que habría en lo futuro. La palabra, como dijera antes, rústica y monosilábica pero
expresiva, corría impúdica, de bocas a orejas; zafia quizá, pero
verdadera y leal. La
inexistencia de escritura alguna, no impedía pulir vocablos con los
buriles de la ya incipiente oralidad, y permitía que la memoria colectiva
del homínido se enriqueciera constantemente con cotidianos neologismos
incorporados. ¡Nosotros los rebeldes ya tendríamos interlocutores y
cultores de la filosofía, aunque faltase muchísimo tiempo aún!
Transcurrirían miles de ciclos para ello, pero tendríamos la
jobiana paciencia de aguardar el día del advenimiento de homo
superioris. Dicho sea de
paso, aún seguimos aguardando en la actualidad posmoderna, aunque con más
frustraciones y menos optimismo que entonces. Pensamos que, quizá el homo
urbanoide del futuro, sería
la transición al homo superioris;
pero aún se ha llegado apenas a la infancia de la humanidad, hoy por hoy.
En el futuro debemos soportar su inestable adolescencia conceptual, antes
de verla madurar… o ser adulterada por las circunstancias. No nos imaginábamos
entonces, que cuando esta raza de cazadores y recolectores rendía culto a
la fecundidad, era justamente a causa de las elevadas pérdidas en lucha
contra fieras y accidentes de trabajo. Doscientos mil ciclos más tarde,
surgiría para neandertalensis una amenaza cruel. De más al occidente y
de hacia el norte brumoso y gélido, advino una horda de seres iguales a
aquéllos, es decir: con el mismo sistema orgánico y parecidas
necesidades; pero de mayor estatura, quizá por andar más erguidos; más
lampiños, mejor conformados y con un manejo de lenguaje más
evolucionado: los cro magnon.
Estos llegaron desde Hiperbórea, el mundo de los hielos eternos,
ya que traían sobre sí, cálidas pieles de osos negros y lobos y tenían
cabellos y ojos claros. La tendencia —aún desconocida en ciertas
especies semejantes pero diferentes—, es que una sometiese a la otra…
o la exterminara, si así le conviniese.
Los cro magnon ignoraban muchas cosas, pero otras no tenían
secretos para ellos. Fundían metales, y los trabajaban; aunque no
practicaban la agricultura, por razones obvias. Eran buenos recolectores y
cazadores de las tundras y montañas nevadas. Construían palafitos y
chozas en las cuencas fluviales y lagos, pero desconocían la vida en
cavernas, ya que en las tundras boreales no las había. Domaban caballos
salvajes y los criaban, pero eran nómades en ciertas épocas, para
colecta de frutas, raíces u hojas. Además, tenían más de dos dedos de
frente, pero detestaban dar el poder o siquiera la igualdad jerárquica a
la hembra. Los nuevos amos del mundo conocido, determinaron el retroceso
virtual al patriarcado de las bestias que pudieran haber sido, en su era
neonatal pre paleolítica. A
partir de ese período de transición, cambió el curso de la prehistoria.
Los intrusos incursores, eran más guerreros que cazadores y más
cazadores y recolectores que agricultores sedentarios, como los
neandertalensis. Construían aldeas precarias, pero al menor indicio de
escasez de recursos emigraban a otros sitios. Y lo hacían arma en mano,
por si hubiesen asentamientos anteriores que desocupar manu
militari, como los imperios republicanos de hoy día, que ven a sus
vecinos como escatologizables patios traseros.
Quizá pudieron haber sometido a esclavitud a los bonachones
neandertales y aprendido de ellos el arte de los cultivos, o también
aplicar a éstos —y de a poco— la “solución final”. Una suerte de
pogrom pre-histérico que
extinguiera poco a poco a los rústicos neandertales.
Varios milenios después, tal vez los belicosos cro magnon pudieron
posteriormente, tras el diluvio (hace menos de dieciocho mil años del fenómeno
mencionado), haberse denominado a sí mismos kheltoi
y desarrollaran algún primitivo sistema de escritura dibujada, o también
que invirtiesen el flujo migratorio hacia el oriente, cruzando estepas y
conquistando territorios a los primitivos boisei y pekinensis hasta más
allá del actual Indo, que detuviera milenios después a las aguerridas
tropas de Alexandros makedonión,
descendiente directo de los kheltoi. Para entonces, el panteón deífico
de los pueblos dominantes, era abundante y arrasador y hasta creería que
las huestes del Demiurgo estuvieran tras los pasos de estas razas,
agresivas para con sus congéneres pero piadosas para con sus imaginarios
dioses. Helios encabezaba el
rango divino, con su halo luminoso y cálido (lo cual es natural para una
especie que hubo medrado milenios en el frío) y su poder de fecundidad,
como entidad femenina, en tanto que Selene era considerado entidad
masculina, a pesar de estar identificada con el ciclo menstrual.
Quizá lo hicieran por borrar de las futuras memorias la larga
inmanencia e influencia del matriarcado, depuesto y exterminado con sus
predecesores neandertalensis. Nosotros, los rebeldes, no imaginamos
entonces las consecuencias de la irrupción de una especie que —por
provenir de regiones casi inhóspitas quizá—, traía consigo la guerra
y la crueldad, asociadas a su estético racismo, de forma que no de fondo.
Sus espadas cortas y lanzas de broncíneo metal, sumados a su
ferocidad en el combate, o mejor dicho en el asalto, los hicieron
invencibles. Al principio, los neandertales los esquivaron, evitando
contacto con “los otros”, como los llegaron a conocer; pero con el
tiempo no pudieron evitar fusionarse, asimilarse, o simplemente ser
esclavizados por “los otros”, superiores en número, armas y
organización casi castrense.
r
Los
cromagnon, dominaron el escenario en la actual Europa y gran parte de Asia
durante más de cincuenta mil años, dando origen a los llamados
indoeuropeos o arianos (boreales) que, hasta diez milenios más tarde,
desbordaran el Hindostán a la inversa, retornando a la vieja Europa en
otra oleada migratoria de contramano y con una lengua nueva aún no
escrita, precursora del sánscrito: el devanagárico
pre-babeliano. Mientras
tanto, nosotros los rebeldes, comenzábamos a estremecernos ante los actos
de crueldad gratuita de los cro magnon, cosa rara en los neandertalensis,
quienes sólo mataban en defensa de los suyos o para alimentarse, evitando
caer en los excesos, salvo raras ocasiones, más bien con propósitos lúdicos. Si bien es cierto que los kheltoi —como se autodenominarín
tras su retorno del Asia—, tenían un lenguaje mejor estructurado, no
poseían ya la primitiva telepatía de los neandertalensis, asociada quizá
más al instinto que a la razón. Para
arrancar secretos a sus oponentes no recurrían a la telepatía, sino al
dolor. La tortura daba sus primeros pasos triunfantes sobre Urán, de mano
de una horda guerrera, machista, patriarcalista y brutal, cuyo predominio
continúa hasta los días de hoy, a las puertas del siglo XXI de la Era
Vulgata. Los neandertales
eran gobernados por sus costumbres y por entidades femeninas lunares. Los
cro magnon, por la fuerza bruta y jerarquías masculinas.
Los segundos poseyeron y exterminaron a los primeros, no dejando de
ellos vestigio alguno, salvo fósiles y alguno que otro utensilio
cotidiano enterrado en los valles de Neander (hoy Alemania). Nadie creería
entonces, y menos aún nosotros, que de los inquietos y agresivos kheltoi
derivaría la raza de los frugales dorios y sagaces aqueos, que acunara a
grandes pensadores, filósofos estoicos y matemáticos geómetras, que
atarearan neuronas, pergaminos y rollos por siglos.
Era menos laborioso suponer que, de las ramas bárbaras de los
kheltoi, derivarían los guerreros celtas, germanos, hunos, alanos, vándalos,
mongoles, godos, britanos, eslavos, latinos o galos y correríamos menos
riesgos de equivocaciones, aunque esto también es una posibilidad
plausible. Pero así suele ser la naturaleza. Impredecible, inexorable y
esquiva como el tiempo. Los
cro magnon pudieron adaptarse a la vida en las cavernas, y ya no se
conformarían con el fuego por todo ornamento visual para sus largos
inviernos. Buscaron tierras
de distintos colores, las mezclaron con agua y gomas vegetales de mucílago,
para hacer tintas con que adornar las paredes de las cuevas en que morarían
en las tierras usurpadas a los neandertales.
Quizá con propósitos mágicos o simplemente estéticos, pintaron
animales, escenas de caza y seres fantásticos, con cierta precisión y
arte bastante avanzados para su época, que, hasta podrían integrar
alguna exposición posmoderna. Pudimos
observar que los cielos llamaban por igual la atención de casi todas las
culturas emergentes, lo cual nos indujo a deducir que buscaban el origen
de sus dioses o algo en lo cual deseaban
creer. Pero, milenios
más tarde, con el nacimiento de la civilización, la escritura y la
historia, también nacería la
mentira como un modo de denegar el acceso al pensamiento, a los no
vinculados a las jerarquías; desvirtuando los hechos o falseándolos
arteramente en pro del Poder y las castas dominantes. Observamos, con
preocupación en cuarto creciente, el acelerado progreso técnico, pero,
al mismo tiempo, el retroceso ético que significaba engañar al futuro,
relatando batallas inexistentes, creando crípticos cultos, idolátricos o
abstractos, míticamente delirantes y fetichistas o distorsionando los
sucesos en favor de la dinastía monárquica de turno, tal cual lo hacen
ahora C.N.N., Fox y Reuters, con sus asépticas transmisiones de las
ruidosas guerras imperiales, como gastando pólvora en chimangos. Con la mentira y la historia espuria, nació entonces la política
y los miles de modos de dominar y avasallar al semejante; en nombre de
dios o los dioses, en nombre de la justicia, en nombre de la prosperidad,
en nombre de la paz, en nombre de Su Majestad, de la República y en
nombre de valores sepultados en misteriosos templos crepusculares, en
papiros, láminas escritas o
bajorrelieves palaciegos poco realistas. De haberlo sabido, con antelación
(nuestra omnisciencia no daba para tanto), hubiésemos evitado el
advenimiento de los cro magnon y protegido a los neandertales de su
intromisión, o por lo menos permitiendo medrar a ambas ramas, que no
razas, en rigurosos compartimientos estancos. Mas entonces ya era tarde
para lamentarlo. Al principio vimos con buenos ojos (es un decir, ya que
nuestras percepciones estaban más allá de lo orgánico), la aparente
fusión de las dos culturas, pero si bien algunas mujeres originarias
fueron sometidas sexualmente por los cro magnon, no se llegó al
mestizaje, pues que éstos mataban a los recién nacidos de la cultura
sometida, tal lo harían los espartanos, cada diez años, con los primogénitos
ilotas (esclavos) en el Peloponeso, milenios más tarde.
Apenas diez mil años bastaron para la extinción de los muchos
neandertales que no pudieron huir de sus nuevos amos, y para el camino
ascendente de la nueva etnia dominante en Europa y parte de Asia Central.
Pocos homo erectus evolucionaron, aislados en la actual Oceanía y en el
Africa austral, viviendo en el paleolítico hasta hace poco más de un
siglo, en que, como os dijera antes, fueron “descubiertos” por los
europeos, avasallados, sometidos, reducidos y esclavizados.
El Demiurgo estaba de ojo en nuestro experimento con los humanos en
ciernes. Es duro admitirlo,
pero a veinte mil años de la irrupción ¿civilizadora? y sedentaria de
mercaderes, piratas y mercenarios conquistadores por cuenta ajena, la
situación del planeta no ha cambiado demasiado para mejor, salvo el poderío
destructor creciente de las últimas armas high-tech,
creadas por homo sapiens sapiens,
heredero y descendiente directo del hombre de cro magnon.
La técnica de la navegación distante, siempre de cabotaje, surgió
por ese entonces, llevando las corrientes migratorias e invasoras más allá
de las costas propias y sometiendo por las buenas, o las otras, a innúmeros
nativos de las alegres islas del Mediterráneo, el Egeo y más allá de
“la Roca”. La guerra de
Troya aún no sería declarada hasta muchos después del diluvio, pero los
teucros y los dorios pelasgos dieron en desarrollar rivalidades, durante
la extensa edad del bronce —que transcenderían de sus respectivos
dominios—, proyectándose hasta el Mar Negro y los llanos de Anatolia.
La thalassocracia de los
llamados “pueblos del mar”, en tanto, llevaban consigo terror y
desolación a las islas mediterráneas, desde los Dardanelos hasta las
Canarias, e incluso las costas de Atlantis, entonces aún en auge
comercial, pasando por Tartessos, Córcega y Creta. Para entonces, en la
lejana Tsin, celeste imperio de las torres de bambú, aún vivían
guerreando entre sí, tribus y etnias primitivas que desarrollarían
posteriormente altas cotas civilizadoras.
Allí serían más tarde —tras el diluvio y el nacimiento del
imperio amarillo—, descubiertos la porcelana y el vidrio, además de la
tinta china, el papel y los ácidos.
La escritura aún seguiría siendo dibujo ideográfico y lo
abstracto no había sido tenido en cuenta, sino por alguno que otro
pensador fuera de órbita, a causa de un poco de resina de amapolas
inhalada al atardecer. Cada cultura desarrollaba algún tipo de expansores
mentales o maneras variadas de
violar la aún ignorada ley de Newton, por lo menos con el pensamiento.
Pero el conocimiento avanza hacia el interior del Hombre, sólo
ante ciertas transgresiones. De
lo contrario, el orden establecido se tornaría rutinariamente estable, y
lo externo apenas serviría para expresión del ocio.
En el Hindu Kush, nacía la escritura alfabética, con la lengua
sagrada: el sánscrito, que milenios después daría lugar a los
precursores de todas las lenguas occidentales indoeuropeas.
En Mohenjo Daro y Kültèpe, la arquitectura urbana se manifestaría
como un todo coherente al modelo de las futuras ciudades, pues contaban
con acueductos o pozos, desagües y drenajes además de pavimento pétreo
y palacios. Quizá todavía no con la magnificencia Minoica, pero sí con
el servicio e infraestructura necesarios para hábitat racional.
Poseía una zona de mercadeo, otra religiosa, recintos
administrativos y viviendas, lo que denotaba un elevado grado de
organización. Eso sí, la
corrupción de la palabra, la duplicidad y mala fe, además de las oscuras
trapacerías propias del sistema comercial, financiero y especulativo,
estaban a la orden del día. Como
hoy ¿qué duda cabe? Los
teucros y los pelasgos dominaban el Helesponto (Dardanelos) hasta el Asia
Menor y Anatolia e imponían sus reglas para el comercio y la piratería,
por lo que no sería extraño que se alzaran algún día con la reina de
Esparta; aunque quizá no fuese un secuestro extorsivo, sino un caso de
“amor a primera vista”. O
tal vez Homero se haya equivocado en su Ilíada, pero Ilión, capital de
los teucros fue tomada y destruida ¡varias veces!
Schliemann llegó a contar hasta nueve asentamientos, superpuestos
en estratos de antigua data, entre los cuales la Ylión homérica sería
apenas el séptimo. El Fondo Monetario Internacional debió haber sido
esbozado por los teucros, cretenses, fenicios y cartagineses ya en lejanas
épocas, como podremos suponer. ¿La inteligencia?
Bien, gracias, podría decirles, pero estaba discurriendo por
senderos escabrosos y alejados de la ética. Babilonia la hermosa, daría
mucho que hablar en épocas post-diluvianas, con sus magníficos zigurats,
sus palacios y sus frisos de ladrillo esmaltado; con sus leones y toros
alados de bronce; con sus apuntes cuneiformes, sobre reyes fantásticos y
glorias mitológicas relatadas por periodistas de pacotilla asalariados de
los reyes. Semíramis aún no habría sembrado sus jardines colgantes,
ni los asirios eran un estado militar, sino apenas horda de bandidos nómades
de las planicies akadias y sumerias. Nosotros, por entonces, estábamos
algo espantados de cuanto ocurría sobre la superficie de un planeta que
daba todo de sí para el sustento de sus criaturas, y sin embargo, sus
ingratos huéspedes bípedos se comportaban harto destructivamente. El
Imperio Viejo del Nilo estaba apenas en la infancia, cuando alguien ordenó
—tras una de las periódicas crecidas del dios-río—, que se sembrara
la zona de Gosén, enriquecida de limo lodoso.
Los seis meses entre la siembra y la cosecha, dejaban un tendal de
desocupados, por lo que el Rey-faro resolvió emplear esa enorme fuerza de
trabajo para construcciones megalíticas. Templos, obeliscos, colosales
pirámides, mastabas funerarias, esfinges y estatuas sedentes estaban
siendo diseñadas por algunos arquitectos, ebrios de semillas de loto,
vino de palmeras con resina de cáñamo abisinio… y quizá alucinados de
megalomanía. Finalmente Egipto pudo haber sido conocido más por sus
monumentos, tan suntuosos como inútiles, que por ser el ubérrimo granero
de Medio Oriente, donde fenicios, h’braim, babilonios, persas, nubios y
abisinios, iban a comprar grano con sus caravanas, en épocas de hambruna.
La inteligencia no marchaba realmente en la dirección que hubiésemos
querido. Alguien, quizá el Demiurgo, quitó parte de la conciencia a
homo sapiens. Sin ésta, la
ciencia era y sería un lujo peligroso y un instrumento de dominación,
cuando no de destrucción. Claro está, que unas pocas excepciones iban
confirmando la regla áurea. Justamente el poder predecir fenómenos eclípticos
luni-solares, cálculos mediante, posibilitó la dominación de poderosas
castas y clanes sacerdotales que, casualmente, eran las financistas de las
aventuras bélicas en Medio Oriente, o lo serían milenios después en
otro continente de promisión, aún desconocido por éstos, en el
hemisferio norte. Pronto los
kheltoi, ya divididos en pueblos, naciones y estados en el Asia, y en
hordas poco organizadas en Europa, debieron enfrentar la terrible amenaza
militar de los semitas, denominados asirios primero, y caldeos después,
quienes en sus planes expansivos buscaron someter a los prósperos pueblos
mesopotámicos. La furia de
los asirios barrió con los pequeños reinos bactrianos de la meseta del
Irán y los llanos de Anatolia, donde los arios medraban.
Luego Asiria o Assur sería borrada de los mapas por la también
semítica Caldea, cuyo dios Melkart se impuso a Assur por dos a cero
(entonces no se conocía el gol
average). Los semitas, sucesores de la rama de los pythecantropus
afarensis, aunque ambientados en el norte africano y medio oriente,
extendieron sus despóticos dominios a toda la región mesopotámica,
donde ahora los imperiales albiones y americanos pretenden succionar el
petróleo heredado de los grandes lagartos finados en el mesozoico. La
legendaria Tsin, en el lejano Oriente, en tanto, trataba apenas de
sobrevivir entre rebeliones intestinas y las incursiones de hordas de
mongoles, en medio de un intento de organización política basada en la
reforma agraria y reparto de tierras a nobles y campesinos.
Aún el taoísmo no había sido concebido, ni el legendario I
Ching o “Libro de las Mutaciones” fuera escrito todavía. Los humanos no cesaban de guerrear y los motivos para hacerlo
eran apenas basados en la lógica y más en los irracionales postulados
del racismo y los intereses económicos o “religiosos” que sustentan a
los anteriores. Los h’braim
eran, por entonces, pastores nómades de la Mesopotamia caldea (Ur de
Lagash) y desconocían por completo la escritura, aunque sabían muy bien
hacer cuentas y cuentos, con rudimentarios ábacos suministrados por los
sumerios, consistentes en tablillas acanaladas de madera o cerámica,
donde deslizaban esferas de barro, crudo o cocido, de derecha a izquierda.
Faltaba mucho aún para que surgiera la leyenda adámica del paraíso
edénico y el posterior exilio trashumante hacia el valle del Jordán, el
cual usurparían, tras el Éxodo,
manu militari a los amorrheos, heteos, jebuseos, cananeos, philishtim
(¿filisteos?) y otros pueblos originarios de la región.
Recién dos mil años después, concebirían el Génesis en forma
oral, con su delirante genealogía, patriarcal, machista e incestuosa
(Libro de Lot). Pero volvamos al resto del planeta, a punto de ser cubierto
por la humedad diluvial. Puede incluso que hayan descubierto durante la
edad del bronce —accidentalmente, como todos los descubrimientos—, que
ciertos metales no terrosos, incrustados en la roca, podían fundirse con
suficiente calor; y, golpes mediante, modelarlos para lo que precisaren.
Esos metales no eran tan duros como el pedernal basáltico; pero con menos
trabajo eran más filosos y cortantes además de livianos; daban
posibilidades de mezclas aleatorias que, con el tiempo, serviría para
hacer armas cortantes y uno que otro utensilio de lujo. Miles de años
pasarían para que descubriesen otro metal más duro: el hierro y otro más
raro e incorruptible aunque más blando: el oro, que en lo futuro haría
llorar sangre a muchos en beneficio de muy pocos corruptos: el oro. Al
principio, utilizado como ornamento, menajes y alhajas femeninas;
posteriormente, como objeto de cambio universal y precursor del dólar.
s
Los ángeles
rebeldes nos vimos en la disyuntiva de procurar el exterminio parcial de
la especie homo sapiens, por considerar peligrosa su agresiva expansión
incontrolada para el incierto futuro del planeta y demás criaturas
vivientes. Por otra parte,
ninguna culpa tenía Urán de semejante parásito, que inficionaba su
corteza dérmica y sus cristalinos cursos de agua con alegre
irresponsabilidad, no sólo
con sus detritus y voracidad; de lo cual nos sentimos un poco responsables
los rebeldes. Quizá porque en el fondo sus individuos seguían siendo
monos semilampiños con certificado de humanización en curso de nunca
acabar, con honrosas excepciones. ¡Y
de esto no hace actualmente más de sesenta mil quinientos ciclos solares!
O sea que, homo sapiens aún no hubo superado sus vicios, sus
desajustes éticos ni sus mañas animalescas. Ni siquiera tras ser
barridos ocasionalmente de la historia por otros congéneres iguales o
peores que ellos. Por tanto, volveremos un par de milenios atrás de lo
que relatara antes, pues que las civilizaciones de Asia, fueron anteriores
al diluvio, que ocurriera apenas hace relativamente poco. Menos de cinco
minutos en la escala sideral de intangibles eones de lenta resolución.
Fue por entonces, en plena expansión de las antiguas
civilizaciones guerreras o mercantilistas, que se nos ocurriera lo del no
tan mítico diluvio, como la única manera de hacer sentir al ex simio
nuestra ira por sus prevaricaciones, contra la naturaleza y contra sí
mismo. Finalmente, decidimos
ejecutar un acto de raleamiento demográfico parcial a fin de salvar
algunos ejemplares más propensos a lo justo, noble y solidario, que a lo
lapidario e injusto, ya que casi todos los pueblos conocidos eran más o
menos lobos de sí mismos. No
podíamos echar al tiesto tantos millones de años de tarea con una simple
y húmeda solución final, por lo que incitamos a algunos de ellos a
buscar las alturas o cambiar de aires, antes de lanzar las aguas del cielo
sobre esa raza de caníbales homicidas excesivamente corporativos. La
tarea más titánica para nosotros, fue entonces planificar el control de
los posibles sobrevivientes de la futura ola de humedad pluvial. Además
el Demiurgo y sus mensajeros no estarían ociosos en tanto, y harían lo
suyo para aguarnos la fiesta de la reconstrucción. Además, homo sapiens debería construirse, por sí mismo, el o los medios de
salir a flote tras el aguacero punitivo. También debimos salvar muchas
especies animales que, por falta de costumbre, no aprendieron a nadar. Y aún,
las que sabían, no resistirían un par de meses sin disponer de
salvavidas ni paraguas. Finalmente,
el tal diluvio no pasaría de veinte a treinta días-calendario y tardó
menos aún en escurrir y secarse, afectando solamente las costas marinas y
márgenes fluviales, aunque en zonas montañosas las riadas arrasaron
poblados enteros, con todo y habitantes. Pero homo sapiens, cual
sempiterna cucaracha, logró salvar buena parte de su insufrible especie
en una desafiante actitud, que supimos valorar, como rebeldes que somos.
Justos e inicuos sobrevivieron al mojado meteoro pluvial; aunque no
en equilibradas proporciones, sino quizá predominando los segundos por
sobre los primeros, tal como se porcentúa la humanidad actual. Muchos
evitaron las consecuencias de las impetuosas riadas; simplemente buscando
alturas; otros con balsas o rústicas jangadas; los más, emigrando hacia
las montañas; sobrevivieron, aunque algo raleados demográficamente. Los
hoy denominados “monstruos antediluvianos” ya habían desaparecido
sesenta y cinco millones de años atrás.
Sólo quedaba de aquéllos, huevos y esqueletos fósiles,
hidrocarburos y aceite, para las futuras siete hermanas energéticas del
motor-oil. En verdad os
digo, que una buena parte del planeta se salvó del diluvio, a causa de
que éste predominara en el hemisferio norte y apenas parte del centro de
Africa y las costas oceánicas; salvándose del meteoro gran parte de las
zonas altas y el sur. De
todos modos, sobreviviría menos de una tercera parte de la especie
humana, más que nada por su astucia. Algo así como una cirugía de
amputación para salvar el resto del cuerpo. Muchas culturas preservaron
en sus mitos y tradiciones el recuerdo de la mojadura, aparte del Génesis:
Grecia, Chichén Itzá, Guaranya y varias más.
En cuanto a las causas del fenómeno, obedeció a grandes
cantidades de corpúsculos del tamaño de pianos y más grandes aún,
compuestos de hielo, que cayeran sobre Urán por esos días desde el
espacio exterior. Fue una
suerte de carambola cósmica, ya que un asteroide, tan gigantesco como
indeciso, tras millones de ciclos de vagar por el cosmos hizo trizas parte
del borde exterior de los anillos orbitales de Kronos, compuesto de
grandes témpanos de agua solidificada a –100º, los cuales salieron de
esa órbita para proyectarse, primero hacia Helios y posteriormente sobre
Urán a razón de 120 millas por segundo, por lo que podréis imaginaros
las consecuencias. No lo podríamos
hacer de otra manera, ya que no dispusimos de materia sólida ni masa
corporal alguna sino, como dijera antes, apelamos a nuestra fuerza mental.
¡Casi diez kilómetros cúbicos de aguas del cielo (y no en sentido
figurado precisamente), mojaron al planeta incrementando la carga de los
océanos y la humedad ambiente! Los
incrédulos y desinformados, no esperaban tal masa de agua cayendo sobre
el mundo conocido y sufrieron las consecuencias. Todos los asentamientos
situados, como dijera, cerca de las costas, fueron barridos por las aguas
desbocadas y salvajes. El
aterrador espectáculo previo de grandes explosiones en las alturas (al
impactar los témpanos contra la atmósfera) seguidos de veloces estelas
de vapor dirigiéndose a los suelos, los habría llenado de pavor y la
mayoría no atinó a ponerse a salvo. ¿Dónde lo estarían, ante tal
manifestación de ira celestial? También
de las alturas montañosas bajaron aluviones en desmadre, arrasando todo a
su paso, incluyendo a quienes huían hacia las cumbres.
Finalmente, todo pasó y, a los pocos, la vida retomó su curso
normal, aunque el recuerdo de la mojadura pervivió en muchos mitos de
distintas culturas. La cantidad de hielo caída y evaporada en la atmósfera,
e incluso impactando en mares y montañas, provocó tormentas, oleajes y
cataratas de agua, que en poco tiempo cubrió casi todo cuanto se hallaba
al nivel de los mares y algo más. Atlantis,
el imperio insular de la edad del bronce, pudo ser borrado de los mares de
esta manera, en una época enriquecida además por frecuentes erupciones y
sismos de hasta diez grados Richter y a veces más. Pudimos contemplarlo
todo o casi todo, pero no quedamos satisfechos de ello.
Algunas civilizaciones con alto poder militar y técnico
sucumbieron por entonces, quedando muchas islas sepultadas bajo mares o
arenas. Tras el lento proceso
de recuperación del planeta post diluviano, se inició el período
legendario mágico y heroico de los kheltoi sobrevivientes;
de los h’braim post adámicos y la leyenda del arca; de los
semitas árabes escindidos de aquéllos; de los brahmanes arios del
Ramayana, de los pre-budistas, de los chinos pre-taoístas, de los
ameroasiáticos cobrizos y amarillos (en la China el diluvio apenas inundó
sus costas e islas vecinas, nada más), que darían en iniciar una epopeya
mágica hasta los días de hoy, hozando entre lo real, lo fantástico, lo
escatológico y lo metafísico. Tras
el primer milenio posterior al diluvio, renacieron muchos pueblos que
ignoraron, o fingieran hacerlo, la terrible lección; no tardando en
volver a las andadas, asolando comunidades, para reclutar esclavos o
simplemente medrando del pillaje y el botín sisado a quienes lo
acumularon laboriosamente, aunque no de manera tan honesta. Por entonces,
en África, Asia y el continente perdido, ahora llamado América,
florecieron asentamientos y civilizaciones de alto nivel.
En las riberas del Tigris, el Eufrates, el Amur, el Azul, el
Amarillo, el Nilo, el Urubamba, el Titikaka… dieron en aparecer pueblos
laboriosos, altamente capacitados para la construcción de monumentos,
templos y ciudades dotadas de infraestructura funcional y hasta terrazas
de cultivo en montañas. Para ello, también surgieron brillantes matemáticos
y arquitectos que dieron vida a la roca, al barro y al metal, a través
del mágico fuego que todo lo purifica y transforma. Nacía entonces en la
Mesopotamia y en Asia Central, la escritura, el inicio de la Historia… y
los mitos predominantes a partir de entonces en toda la humanidad.
Muchas de estas tempranas civilizaciones fueron anteriores al casi
mítico diluvio que devastara milenios más tarde las costas oceánicas.
Hasta los belicosos teucros y dorios pudieron reconstruir sus
ciudades estados, a excepción de los antiguos ocupantes de la actual isla
Santorin, la que quedó parcialmente borrada del mapa por
más de cinco milenios con todo y habitantes, a causa de una
explosión volcánica que dejó un golfo-cráter en el centro de la isla.
Sólo el Krakatoa superaría dicha devastación, milenios después.
La decisión —anterior al período histórico—, de muchos de nosotros
los disidentes, de tomar cuerpos prestados para tener participación en
algunos aspectos del desarrollo intelectual de la especie, que harta falta
le hacía, fue largamente meditada y ejecutada desde la Edad Antigua
pre-histérica, hasta los albores de la Ilustración, entre los
siglos XV al XVIII., extendiéndose hasta el período de la Gran Frustración,
del 2000 de la Era Vulgata en delante. Muchos de nosotros encarnamos en
genios delirantes, sabios locos, albañiles de templos, maestros
ignorados, artistas transgresores, soldados desertores, estrategas
derrotados, guerreros pacifistas, profetas desertificados, inventores sin
patentes, viajeros desorientados, avatares iluminados, doctores en asuntos
varios… o campesinos sin tierra. Daba lo mismo para nuestros propósitos.
Pero volvamos al diluvio. Evidentemente los adelantos tecnológicos, científicos
o comerciales de la antigüedad, no estaban avalados por un estado de
conciencia a prueba de ambiciones personales o “nacionales”.
El mítico Caín nació hace más de un millón de ciclos, con pitecanthropus
erectus, y quizá fuese el primer caníbal que probó a su congénere,
crudo, hervido o asado al rescoldo. Mas
existían, y existen aún, otras formas de canibalismo, más sutiles y
menos directas… o gastronómicas. Una de ellas, es la ingeniería
social, con sus genocidios administrativamente planificados, con saña y
perversidad, contra minorías molestas, por parte de las potencias hegemónicas.
En cuanto a las mayorías molestas, son primeramente divididas, a través
de los buenos oficios de los partidos políticos e Iglesias, oficiales o
no, y luego dominadas por ciertas minorías poderosas, al compás de las
escuadras, para propósitos totalmente ajenos a los nuestros.
Otra técnica empleada en la actualidad para el mismo fin, es la de
“relaciones públicas”, con líderes espurios de opinión, creativos,
tan talentosos como mentirosos y alienadores de masas.
Pero dejadme proseguir, que me salgo del tema orinando fuera del
tarro. En todos los continentes se desarrolló el comercio, la industria,
la guerra y la piratería, con mayor prisa que la escritura (salvo para
hacer cuentas, como os dije antes), la oratoria, las artes, la filosofía
y la moral; los ingenieros reemplazaran a las musas y la picardía a la ética.
Este desfasaje histórico se mantiene aún hoy, en que la Guerra
Preventiva sustituyera al comercio y la diplomacia.
Esta perversa doctrina “defensiva” fue enunciada primero por
Gengis Khan, posteriormente por Napoleón, por un tal Hitler en 1939;
luego por el general Mac Arthur durante la guerra de Corea en 1951, y
finalmente por los Bush, padre e hijo en el final del siglo XX.
Siempre, claro está, con el apoyo de dioses tribales,
nacionales o regionales de acuerdo al estatus de cada Estado.
Los alquimistas chinos descubrieron, milenios antes, la
incorruptibilidad del áureo metal y dieron en convertirlo en objeto de
cambio, aunque los hijos del Celeste Imperio amarillo utilizarían monedas
de hierro y billetes de seda estampados, como dinero circulante que no
acumulativo, con el sello del gobierno emisor, generalmente local.
Por entonces, el hierro era más valioso que el oro, pues servía
para armas y herramientas. También el legislador espartano Licurgo mandó
hacer monedas de hierro, entre otras cosas para no despertar la avaricia y
la especulación. Es natural entonces, que fuesen los chinos quienes
fabricaran las primeras prensas de falsificación, y las acompañaran de
la especulativa técnica de la inflación monetaria, muy en boga por hoy.
Algunos semitas mediterráneos dieron inicio a la producción
seriada pre-industrial. Idolillos, ánforas, tejido, muebles labrados, púrpura
(un tinte textil extraído del molusco múrex), muy apreciada por los
mandones contemporáneos de entonces; a más de miles de artículos en
vidrios, armas, aperos de guerra, armado de naves y hasta flotas enteras
por encargo. Para contener líquidos y granos, fabricaban cerámicas
vidriadas, aunque estafasen a sus clientes vendiendo —a buen precio por
cierto— piezas de baja temperatura de cocción, lo que las hacía
letalmente tóxicas, aunque con lentitud, para sus usuarios. A fin de
aclarar esto último, causal de hechos históricos abominables, en verdad
os digo, que la cerámica vidriada a base de feldespato, cuarzo, bórax y
caolín, debe cocerse a más
de mil veinte grados celsius, a fin de obtener un material resistente a la
corrosión de los ácidos… e inocua al uso humano.
Los griegos y romanos, compraban a los púnicos ánforas esmaltadas
a menos de seiscientos grados (como la del rakú), a base de minio, plomo,
cadmio, mercurio y otros metales pesados,
los que al contacto con el ácido del contenido —vino por lo
general, o garum, una especie de salsa o condimento hecha de tripas de
pescado cocidas en vinagre, macerado con hierbas aromáticas— desprendían
diluyendo tales sustancias tóxicas. De ahí, la locura adquirida de
muchos emperadores romanos (también plebeyos y patricios ¿por qué no?)
y su aparente crueldad irracional; o sus escasas defensas fisiológicas,
que los hacían víctimas de morbilidades varias, especialmente de origen
venéreo (aún no se inventaron condones ni antibióticos por entonces).
Los fenicios eran famosos como ejecutivos —no sólo de fronteras,
sino de puertos, mares y colonias— hábiles para el regateo, la cicatería
y las trampas, además de otras cualidades no menos deplorables.
Tras ocupar gran parte del norte africano, redescubrieron la
rentabilidad de la trata de carne activa: los esclavos, vendiéndolos a
reyes, faraones, patricios, constructores y empresarios de cualquier ramo
de la época antigua. Entonces
la maquinería mecánica era desconocida, quedando dos opciones: la tracción
a sangre, bestial o humana no calificada, y la mano de obra calificada
para lo más difícil o engorroso: la
artesanía, la agricultura, la administración de los bienes del amo, la
diversión del amo, el goce libidinoso del amo y otras ocupaciones políticas,
no aptas para simples bestias de carga o tiro.
Por lo menos, no en esos tiempos. Como habéis visto, la mano de
obra de bajos costes se tornó imprescindible desde entonces para la
imbecivilización en curso. Si
bien es cierto que la esclavitud se practica de hecho en el reino de los
irracionales, de insectos en adelante, éstos nunca someten a congéneres
a tal menester. Las hormigas
esclavizan a los áfidos, las mariquitas lo hacen con pulgones, y hasta se
manducan uno cada tanto; incluso hay pajaritos que desovan en nido ajeno,
para que el polluelo intruso se haga mantener, de por vida, por su familia
postiza en carácter de esclavitud, consentida o no.
También las rémoras y otros parásitos someten a especies
mayores, succionando de paso su vitalidad. Como veréis, los humanos son
los únicos despistados en la naturaleza. Homo
sapiens esclavizó al semejante desde que descubriera humanos
diferentes a él. Fuese por
otro color de piel o pilosidades; por orar de otra manera, o simplemente
hablar alguna lengua incomprensible para la etnia dominante. Y si buscásemos
las causas de la diversidad cultural o racial como pretexto o excusa de
dominación, humillación o esclavitud, las hallaríamos en cantidades
industriales. Algunos desaforados mensajeros del Demiurgo, encarnados
durante la conquista de Canaán por los h’braim, alegaron que la
violencia entre ex simios, es necesariamente a causa de la lucha por el
espacio vital; doctrina que, miles de años después, hallaría eco en algún
esquizofrenético cabo austroalemán con bigotillo escobillado, de cuyo
nombre prefiero no acordarme por segunda vez. Los imperios hoy pretextan
guerras preventivas contra todo país pequeño e indefenso que no responda
a sus intereses. A tal fin
acusan a los no alienados con el
mote de guerrilleros, intelectuales malditos, alteradores del orden, ácratas,
subversivos, terroristas, objetores, narcotraficantes, prostitutas, ateos,
homosexuales, o la profesión que eligiesen los “otros”, incluida la
de idiota útil, para someterlos a sus reglas, que no leyes. Porque las leyes tampoco evitan la esclavitud, y por lo
general la amparan —pese a Amnesty International y otros idiotas
bienintencionados de la posmodernidad— aunque sin ostentación alguna,
como veréis más adelante, para cuidar la imagen y la certificación
unilateral de los Estados Jodidos, ciegamente acatada por sus satélites
geopolíticos y los Estados Fundidos del Sur.
Nosotros nos sentíamos impotentes, entonces, para revertir estas
tendencias. Los humanotipos
en general, fuesen cuales fuesen sus culturas, sistemas sociales,
religiosos, legales o políticos, gustan abusar del miedo como arma de
dominación; y lo aplican hasta hoy, con precisión administrativa y
estratégica crueldad. Fijaos
en lo arraigado que está el miedo, que se lo utiliza hasta en los más
cristianos hogares, para someter a la familia de uno.
Y la familia, creédme, es el fiel reflejo de lo que sería en
escala macro, la nación… o las naciones, que finalmente el género
humano no debería tener fronteras, ni discriminaciones.
Por ello, en verdad os digo, que si no realizáis un cambio
interior y un desarme anímico, seguiréis sumergidos en el lodo de la
violencia. Diréis que los
Arcángeles rebeldes no podemos hablar de paz; pero sí. ¡Claro que
podemos! La rebelión no precisa alimentarse de ira, ni verter sangre
para triunfar. Nuestra arma
es el escepticismo, no la ira. Recordadlo
siempre que perdáis la chaveta o los estribos ante vuestro interlocutor.
Siglos más tarde, en pleno “siglo de oro” ateniense, Aristófanes, en
una de sus comedias hacía hablar a una dama patricia —de nombre Protágoras—,
exaltando ésta a la sociedad sin clases, de equitativa justicia, deberes
y responsabilidades compartidos por todos.
Su interlocutor (un sofista, creo, y de nombre Sócrates) le
respondió con una pregunta: —¿Cómo lograremos todo eso? —a lo que la dama replicó hermenéuticamente:
—¡Para lograrlo podremos disponer
de más esclavos! Es así
pues, que las sociedades aún más adelantadas, y con una supuesta
democracia —que daba participación al diez por ciento de los hombres
libres de la ciudad-estado ateniense o espartana—, disponían de mano de
obra forzada, para poder dedicarse al ocio creativo o escikastés. El otro noventa, lo constituían metecos (turistas o
mercaderes extranjeros), periecos (limítrofes de paso) y esclavos o
ilotas, residentes a tiempo completo y sin posibilidades de emigrar por
negárseles visa de salida. Entonces los áticos crearon los divagues
filosóficos sobre la presunta esencia del Cosmos y el Hombre, apoyados
por una enorme fuerza de trabajo no voluntario. Fijáos que hasta Esopo el
pedagogo y filósofo animista, era uno de ellos.
Desde entonces, casi todos los reinos e imperios se ocuparon de
obtener mano de obra barata para trabajo heavy
duty y servicios domésticos. Ya
fuera adquiriéndolos a la fuerza en un país sometido, o comprándolos a
precio de oferta y bajo las omnisapientes leyes de mercado.
Y tal actividad se extendió luego a los rubros de divertimento,
sexual, artístico o administrativo, según se precisase de hetairas,
saltimbanquis, actores, coreutas, cantantes, músicos, constructores,
arquitectos o simplemente lacayos palaciegos, bufones, eunucos
y escribas. La
brutalidad poseía al talento a fuerza de armas o dinero.
Tal como hoy día. Nada ha cambiado, salvo el cachet de los
esclavos de alquiler; pues que si no podéis tener un esclavo propio, nada
os lo impide tener uno part-time en leasing.
Desde una modelo de alta cotización, hasta un Michael Jackson y su coro de
disciplinados partenaires, para vuestro solaz.
Todo el progreso de la humanidad, derivó de la esclavitud, forzada
o de consenso; pues que también existen, aún hoy, quienes pagarían por
ser esclavos de algún poderoso capitoste político y servirlo a fondo,
aunque no tanto, pues la fidelidad es bien cotizada desde siempre pero pésimamente
retribuida. Amados discípulos: aprended que la lealtad es libre y
optativa, en tanto que la sumisión o la fidelidad,
son alquiladas o relaciones viles entre amo y mascota. Por algo la divisa del U.S. Marine Corps es: Semper Fidelis. La mano
de obra barata o gratuita engrandeció a muchos imperios y civilizaciones,
pero denigró al Hombre, es decir al género humano o que se preciara de
tal. Ese abominable baldón
sigue enlodando a la especie pensante, hasta los días de hoy, burlándose
de su presunta “libertad” o “libre albedrío”.
Nadie nace realmente libre, os lo dice un ángel rebelde, en
desacuerdo con Rousseau. La prueba de ello es que ni siquiera las
sociedades neolíticas, aisladas hasta hace muy poco, desarrollaron
sociedades libres. No pueden existir sociedades libres en reinos,
naciones, repúblicas o comunidades tribales basadas, social o políticamente,
en jerarquías o en privilegios. Siempre un grupo, mayoritario o no,
somete a los otros, a pesar de fachadas republicanas e igualitarias que
huyen o se ocultan del consenso. Además,
no siempre los que se someten lo hacen contra su voluntad.
También lo hacen de proprio sensu como dirían los latinistas. Y los sometidos
voluntariamente, son los más acérrimos defensores de tales sistemas
esclavistas, aunque pueda pareceros obtusamente absurdo. Pero sigamos con
mi relato, hasta los trabajos diseñados por el arquitecto Im Ho’Teph,
el cual erigiera la pirámide mayor de Khuf’ú cerca de Memfis.
Por entonces, las pirámides de Khuf’ú, Khéfr’n y Mykherinos,
testimoniaban la vanidad del efímero e insignificante humano con ínfulas
de inmortalidad. Bastábales a ciertos reyes, ricachos o gobernadores, ser
embalsamados, tras ordenar el grabado a relieve de su patronímico y el de
sus parásitos parientes, en piedras mudas, pieles, tablillas esteras y
papiros, para creer que resucitarían pronto. Pero volviendo a las pirámides,
irónicamente tales mamotretos líticos de geométrico diseño, no fueron
construidos con mano de obra esclava, sino ¡asalariada! (—¿Cuál
es la diferencia? —me preguntaréis.) ¿Recordáis el “papiro
Harris”? Por ser intraducible al principio, fue considerado un
misterio arqueológico más, pero tras el descubrimiento de la clave
jeroglífica por François Champollión, se supo que era ¡una nómina de
pagos por trabajos de cantería en una de esas obras faraónicas!
Como comentara antes, entre siembra y cosecha, mediaban seis meses
de manos ociosas e inestables. Para
evitar amotinamientos y desestabilizaciones sociales, los faraones
resolvieron emplear miles y miles de idiotas, en pulir y colocar piedra
sobre piedra para desafiar inútilmente al tiempo —en las arenas de
Gizah, danzantes al son de los céfiros del Mediterráneo o del cálido
simún saheriano—, con dichos inútiles monumentos.
Aunque es innegable que tales pétreas banalidades han dado, hasta
hoy, abundante material para libros esotéricos y elucubraciones fantásticas.
Muchos escribas, o mejor dicho dibujantes —que los jeroglíficos
exigían más lo segundo que lo primero—, requirió la no tan turbulenta
historia de Egipto, registrada en papiros y calizas areniscas, con
epopeyas tan gloriosas como imaginarias, por no decir espurias.
Muchas guerras hubo entonces entre hititas, asirios, sumerios,
egipcios, chinos, mongoles y hasta una que otra guerra civil. Los golpes de Estado de entrecasa no eran novedad por
entonces —pese a no haberse inventado aún la “diplomacia del dólar”
y a la notoria inexistencia de embajadas norteamericanas en la región,
por esos tiempos— que dinastías varias veces centenarias, podrían ser
cambiadas de un día a otro. Las
armas no progresaron entonces tanto como ahora, por lo que se mantuvo el
filo de las espadas, y la
agudeza de las lanzas y saetas, generalmente de bronce, hasta la explotación
del hierro, dos mil doscientos años después de Khuf’ú, agregándose a
éstas, las pesadas hachas, carros de combate y potentes arcos saetarios,
por lo demás conocidos de muy antiguo.
De todos modos, los escribas de faraón se encargaban de hacer
triunfar batallas perdidas o nunca libradas; fundar templos ya existentes;
refundar ciudades antiguas y lograr buenas cosechas obviando las hambrunas
periódicas. El papiro lo
aguantaba todo. Para ese entonces, los alquimistas chinos habrían logrado
la pólvora o “fuego del dragón”, con que espantaban los espíritus
poco benignos, o asustaban a los invasores mongoles de sus fronteras
boreales. La Gran Muralla aún
no existía, ni siquiera un imperio megalómano, sino apenas reinos
dispersos carentes de cohesión; pero ya se perfilaba una cultura
fatalista y sumisa que lo haría posible, siglos más tarde, con el
paranoico Tsin Shi Huang Ti. Las
religiones y cultos eran otra manera de poseer adictos, esclavos y fanáticos
guerreros, a favor de fetiches, soles o ídolos variopintos con los que
dominar a la propia población o a las exógenas. Es cierto que, desde sus oscuros orígenes, homo sapiens tuviera la ocurrencia de divinizar a los astros o fenómenos
de la naturaleza a causa de su escasa comprensión de los mismos. Pero
cuando tuvo una vaga idea del misterio de los cielos, gracias al zigurath
llamado Torre de Babel, que les sirviera de observatorio (“para alcanzar
al cielo” decía el Génesis); se fabricaron dioses de oro, plata,
piedra o madera, e incluso ídolos bastos de barro cocido que los acompañaban
en sus aventuras bélicas contra sus semejantes. Ahora, sus dioses son más
abstractos e invisibles, pero no menos crueles, ya que de todos modos,
el Becerro de Oro y el petróleo imponen sus reglas a los indecisos
o neutrales. Por fortuna —¡loado
sea Luth Baal!—, los ídolos de barro tienen un corto reinado, pero
nunca han menester de reemplazantes, que siempre los hay de generación en
degeneración, como diría mi amigo Fito (Nuthaël).
Los adictos al Demiurgo, brotados de la semilla de los h’braim,
en los lejanos días posteriores al diluvio, nos acusaran de demonios
satanizándonos. Pero hasta hoy, proseguimos nuestra Obra, dando
conocimientos a la especie humana, cual omnipresentes Prometeos, a trueque
de alimentar nuestro intelecto de sentimientos, frustraciones, fobias y
excesos emocionales proferidos, escritos o vomitados por la humanidad.
El culto al Demiurgo Sabaoth, tras un largo alejamiento de éste,
surgió en un lejano e ignoto día, en que apareciera su señal en una
colina llamada Moriah, en Ur de Caldea (actual Irak), a un pastor de
cabras llamado Abraham, a quien, según la leyenda del Génesis, propuso
un trato de alianza o pacto (en hebreo B’Rith), por el cual él y sus
descendientes adorarían sumisamente a una entidad sanguinaria denominada
Yah Véh (Soy el que Soy) y a trueque de una sumisión incondicional,
obtendrían favores por parte de dicha entidad, en la paz o en la guerra,
someterían a otros pueblos no alineados a su culto, haciéndolos vasallos
o exterminándolos en anatema (maranatha!) y, de hacer bien los deberes, hasta podrían poseer el mundo
conocido o por conocer, con todo lo clavado y plantado. Esto equivaldría
a que cualquier violación de dicho contrato, sería castigado con la máxima
crueldad por parte del terrible Demiurgo, el cual, por su inaccesibilidad,
invisibilidad e incomprensión de parte de homo sapiens, recibiría muchos
nombres a partir de esos días que les mencioné.
Theos, Deus, Gott, God, Lord, Jehová, Tupã (éste inventado por
jesuitas en el Paraguay), Deva o cientos de miles más.
Incluso los ishmailim, nacidos de la rama de Abraham, lo llamaron
Allah Atallah, posteriormente, tras la irrupción del Islam. La intromisión
del dios-macho de los h’braim en la historia de la humanidad,
respondiera quizá a una necesidad de delimitación de áreas de
influencia entre el Demiurgo y sus potestades jerárquicas: archidones,
querubines, serafines, tronos, potestades y arcángeles… y nosotros los
rebeldes, como contrapeso a su poder. También el mantenimiento del atroz
patriarcado machista, que brutaliza a mujeres y niños, es obra del misógino
Sabaoth y sus acólitos. Pese
a nuestra prolongada participación en la búsqueda de una especie
inteligente, no pudimos substraernos a la intromisión del Demiurgo y sus
potestades arcangélicas, quienes, como dijera antes, deseaban una sumisión
infantil a su égida, signada por la creencia de la culpa del pecado, no
tan original que digamos, y a la servidumbre vil a sus postulados
antinaturales. Es justicia —en verdad os digo— que nosotros tampoco se
la haríamos fácil. Pero sería una verdadera lástima polarizar a la
humanidad en buenos y malos, cuando se la pudiese inducir a la creatividad
pacífica y hermandad solidaria. Desde
entonces, las guerras religiosas dominarían el panorama planetario,
disfrazando de piedad a los protervos intereses de las clases dominantes o
con ambiciones de serlo. La
llamada Biblia, tardaría aún más de tres mil años en ser escrita por
delirantes iluminados de opus vinícolæ y otras sustancias alteradoras,
no sólo de la conciencia, sino del sentido común, a partir de 800 A.C.
con la creación del “alefato” hebreo, derivado del arameo.
t
La
vida siguió su curso, inexorable y brutal, pese a la aparición en el
planeta de esta especie con aparente inteligencia que —si bien tenía ésta
propósitos creativos o especulativos—, prestaría invalorables
servicios a tiranos y sátrapas de toda laya, hasta los días presentes.
Pensamos y con no menguada razón, que la próxima destrucción de la
especie sería… debía ser total. De
ser posible hasta los primates y mamíferos de sangre caliente deberían
desaparecer de la faz de Urán. El
planeta y sus demás huéspedes sobrevivientes saldrían ganando. Pero entonces, hubo un pequeño salto en el nivel del
pensamiento abstracto y las matemáticas.
La geometría y el álgebra posibilitarían el cálculo de la
circunferencia del planeta; los
teoremas y las raíces cuadradas se tornaron moneda corriente, tras la
edad del hierro, de la que no estuviéramos ajenos del todo.
La guerra de Troya se saldó con la destrucción de ésta y el auge
de la poesía épica y las leyendas teológicas y bélicas, tan heroicas
cuan inútiles. Pero esta
poesía no estaba relegada sólo a idiotas letrados, en crípticos
anaqueles de inextricables e inaccesibles bibliotecas poco fatigadas por
el vulgo; sino que corría lúdicamente de bocas a orejas en la memoria
del pueblo. Pero para
entonces, tanto el Demiurgo como nosotros los disidentes, habíamos
aprendido bastante acerca de la materia viviente o inerte, gracias a homo
sapiens, quien “sentía” algo que nosotros podíamos absorber de sus
exaltadas emociones, alimentando nuestra fuerza mental con sus efluvios.
El Ramayana, el Mahåbharåtà, e incluso el Pentateuco, en sus primeras
versiones orales acerca de la Creación, circulaban en fogones y peñas
populares de danza, canto y vino, acercándose a los imaginarios dioses
por boca de los aedos y poetas místicos o profetas comedores de loto,
langostas y miel. Tras la
imperceptible y lenta irrupción de la escritura y las transcripciones
literarias, tales poemas de largo aliento, fueron dejando de pertenecer a
los pueblos, para quedar recluidos al alcance de unos pocos acémilas
presuntamente doctos. En tanto, la esclavitud seguía siendo moneda de
curso legal. Casi no hubo
pueblo alguno que no fuese esclavizado varias veces a lo largo de su
cronología, que no historia. La
esclavitud no era solamente el uso y abuso de comunidades o individuos en
tareas forzadas. Era además, una manera de negar o prohibir
conocimientos, experiencias, hábitat alimentos u otras necesidades a
ciertos seres, para mantenerlo en la más inicua de las servidumbres: las
atroces cadenas de la ignorancia inducida. Las poderosas clases dominantes
o nomenklaturas operantes, sólo pueden medrar en la ignorancia de sus
pueblos para sostener sus privilegios.
Para lograrlo, se valen de la propaganda, los dogmas, ideologías
doctrinarias o simplemente por el miedo a lo desconocido, inculcado
durante el pérfido proceso de educastración, inherente a cada pueblo,
nación o etnia. Para cada causa, corresponde un efecto, por lo que cuanto
ocurre y ocurriera, existen motivaciones o inducciones hacia una
determinada dirección. Las muy humanas rivalidades, también serían
debidas a la ignorancia, que nos vela los ojos y demás sentidos, hacia la
concepción y comprensión del otro, como igual y diferente, mas digno de
respeto. Ese sentir, ese
darse cuenta de la otredad como
condición para realizarse como seres humanos, ha sido perdida (si es que
la hubiesen tenido alguna vez), diría que para siempre. La ignorancia es
contagiosa, por cuanto está basada en la Ley del Menor Esfuerzo, que rige
cual hierático dogma para la Iglesia de los Necios y Equivocados de los
Todos los Días. Nadie diría
ahora que los neandertalensis eran bonachones y mansos, pese a su aspecto
algo desgarbado y simiesco que, por otra parte, les diera más
herramientas “instintivas” para su desarrollo.
Tampoco los ángeles rebeldes nos percatamos que debíamos seguir
experimentando, con esa etnia rústica pero solidaria. Lilith por aquellos lejanos tiempos, hubo apoyado a los cro
magnon, más que nada a causa de su aspecto más “armónico” y
elegancia de movimientos; pero tampoco se previno a tiempo de la crueldad
que éstos profesaban como costumbre, quizá confundiéndola con coraje o
temeridad, pese a que ahora pudimos saber que, es la cobardía la madre de
la crueldad. Muchos de nosotros, fuimos engañados por aspectos de forma
que no de fondo; ahora lo lamentamos, ya que nada ha quedado de los
neandertalensis, hoy por hoy. Las
pocas tribus descendientes de éstos —residentes en paradisíaco
aislamiento y sin contactos exteriores hasta hace muy poco—, han sido
corrompidas por el hombre blanco descendiente de los cro magnon, hasta
quedar reducidas a patéticas caricaturas de seres humanos, culturalmente
híbridos, espiritualmente confundidos y socialmente insatisfechos.
Desde hace cincuenta mil años, lo tenían todo y no deseaban nada.
Ahora es al revés, gracias a la Biblia, sus pastores y a san Dólar
del Consumismo. Después de todo, nosotros no nos habíamos propuesto la
inmortalidad de nuestra especie inteligente, sino solamente su toma de
conciencia cósmica. El temor
a la muerte los tornó egoístas y crueles. Si hubiesen aceptado su efímera
fugacidad con altura, desde el principio, quizá homo sapiens sería más
digno a nuestros ojos invisibles. Si no hubiera adquirido ese morboso
temor a la desaparición física, a causa de creencias escatológicas
inculcadas por los fieles de Sabaoth, quizá supieran morir con dignidad
como los espartanos o los kamikaze (éstos últimos, más por desesperación
o vergüenza, que por temeridad). Pero
las cosas han sucedido de otro modo, y si bien muchas culturas no temen a
la muerte, las contaminadas por el judeo cristianismo sí, lo que los hace
cada vez más neuróticos, paranoicos y crueles. Recordad que el Génesis, obra maestra de la manipulación
mental de masas, los hizo creer que a causa de su “desobediencia”
fueron condenados a perecer, cuando que nunca han sido inmortales. Lo único
inmortal es la esencia individual de cada ser consciente, pero la materia
sufre caducidad de garantía e inexorable fecha de vencimiento.
La historia podría, de todos modos, proseguir eternamente sin
nuestras intervenciones y la especie ¿humana? continuaría creciendo,
depredando y despojando… hasta aniquilarse a sí misma en una carrera
suicida. Nunca hemos creído
en una suerte de apocalipsis mágico, que los exterminase de una buena vez
y al mismo tiempo, pero se han dado períodos de locura colectiva que
mermaran a buena parte de su atroz demografía. Si abandonásemos a su
suerte a la especie, dejándolo en manos de Sabaoth o Yah Véh, como lo
llaman al “Señor”, quizá sobreviviese perecedero como desde el
principio, pero en la ignorancia más deplorable y el sometimiento más
absoluto a la superstición, que no otra cosa son las religiones deístas.
Porque también las hay con más filosofía que moral, con más ética
que piedad farisaica, como el taoísmo y el budismo.
Las guerras médicas pusieron a prueba la resistencia de los
helenos durante casi tres generaciones frente al imperio persa. Los
conflictos crecen con la humanidad y los induce a la lucha por espacio
cada vez más constreñidos y recursos más limitados.
Y éstos son cada vez menos renovables o sustentables, lo que nos
hace deducir que a la aventura humana le queda tiempo limitado.
Y los primeros en caer serán, por supuesto, los imperios megalómanos,
a causa de su elefantiásico gigantismo incontrolable, excesivo consumismo
y escasa conciencia planetaria. Si
bien los Estados Unidos poseen apenas el 7,3 % de la población mundial,
consumen o derrochan el 35% de los recursos planetarios. Tal tren de
devastación no podría durar demasiado, aún en el supuesto caso de que
se apoderasen por la fuerza de todo el globo, para despojar a los más
pobres de sus recursos a trueque de abalorios y espejitos o chatarra de
lujo; para convertir a sus naciones en basureros suyos… o efectuar
bombardeos indiscriminados, contra los remisos o indecisos.
Pero sigamos en el pasado. Tras
el auge y decadencia de los primeros imperios de Asia y Medio Oriente,
Magna Grecia ocupa su lugar en Occidente, en tanto que India y China
dominan Oriente, quedando ambos hemisferios separados por miles de millas
de áridos desiertos y estepas, plagadas de posadas, asaltantes y profetas
ascéticos. Pero en el Medio
Oriente, surge entonces el joven imperio indoeuropeo (ario) de los persas
medos, escitas y partos, quienes, tras someter y destruir a Caldea (ésta
había arrasado a los asirios antes de lucir jardines colgantes en su
capital), intentó expandirse al Mediterráneo, pero no contaron con que
los helenos dejarían de lado sus rivalidades tradicionales, para unirse
contra el invasor, hasta derrotarlo definitivamente e invertir el proceso
durante el reinado de Alexandros el macedonio, el cual casi acabó con los
reyes persas, hasta que los turcos y árabes introdujeran el Islam en sus
territorios, siglos más tarde, ya bajo otros sátrapas macedonios
cristianizados. Pero por entonces, tras el efímero resplandor del reino
imperialista de Macedonia, pocos años luego de la muerte del general
Alexandros, la joven Loba Romana irrumpe en Europa con fuerza arrasadora,
primero conquistando el Lacio a los Etruscos, tras su vasallaje a éstos,
y posteriormente sometiendo a los indómitos celtas, britanos y germanos.
Para entonces, la filosofía y la escritura eran herramientas
intelectuales de una reducida minoría, pero cuyo peso se impuso en el
auge del pensamiento. El arte
de la construcción de viviendas, palacios, carreteras, puentes,
acueductos, alcanzó un nivel técnico de calidad inigualada. ¡Basta
deciros que la Vía Appia fue construida hace más de dos mil trescientos
años, y sigue funcionando sin baches ni desniveles! ¡Aprended,
intendentes, alcaldes y burgomaestres de cuarta!
Pero esto, supuso también la esclavitud de miles de trabajadores
no calificados, arquitectos, ingenieros, especialistas, canteros, geómetras
y matemáticos. Ocurre que el patricio romano sustentaba su honra y
orgullo en la agricultura, despreciando todas las demás actividades
manuales e intelectuales, relegando éstas al estatus de esclavitud,
incluso la poesía o la filosofía no autóctonas.
Recién dos o tres siglos después de la decadencia de la Roma
imperial de las águilas rapiñeras, las mencionadas actividades y sus
cultores serían reconocidos como eran de merecer. Esto posibilitó la
creación de collegiatas de trabajadores libres, que posteriormente darían
origen a los gremios de artistas y profesionales. Especialmente en los
rubros de construcción, cantería, carpintería, herrería, cristalería
y arquitectura. Esto último, ya en el medioevo, daría origen a las
logias masónicas (franc maçon
es constructor libre en la
antigua lengua provenzal de Oc), entre los constructores, canteros,
fundidores, cristaleros o lo que fuese. del románico y el gótico. Pero retornemos a nuestro análisis de ese absurdo engendro
sub inteligente llamado humano. Si bien la raza de bípedos implumes, como
la calificara Platón, tenía ciertos chispazos y ramalazos de genialidad
en la resolución de problemas complejos; la especulación —y en muchos
casos la mentira descarada— sustituyera a lo insoluble para sus
entendederas. El Mito y el
Sofisma ocupaban los sitiales del Conocimiento, y la Guerra sustituía a
la Razón en la política. También
la genialidad, era… es, mejor dicho, eclipsada cuando no usurpada por la
genitalidad. Baal Z’ebuth, enviado del maestro Luth Baal nos reunió a
todos en las cercanías de Helios, pese al calor reinante de más de
6.000.000º celsius, a fin de deliberar acerca del probable destino de la
especie, tan sublime como atroz, a la que habíamos contribuido a liberar
de la ignorancia relativa, pero nos hacía sentir impotentes cuando tratábamos
de librarla de la violencia funcional.
No podíamos atribuir al Demiurgo las desviaciones éticas de la
humanidad, ni tampoco justificar nuestros fracasos parciales a causa del
culto de sometimiento a éste, inculcado a la raza adámica primitiva, en
los albores de la civilización mesopotámica. Fue Lilith (aún era un
alma andrógina y asexuada) responsable de nuestra opción virtual por los
cro magnon, quien propuso que algunos de nosotros encarnase en cuerpos
mortales a fin de coadyuvar en la evolución, como de hecho lo hacíamos
de tanto en tanto, desde el lejano amanecer de los pitecanthropus
afarensis. La humanidad precisaba de guías éticos, creativos, combativos
si fuere menester, dubitativos (no creyentes ni descreídos, sino todo lo
contrario) y reflexivos como debería ser, que orientasen sus instintos
primitivos en dirección al arte, las letras, el pensamiento y cuanto lo
libere de sus incontrolables impulsos genocidas y sus desmadres
sensoriales, tendientes a la excesiva voluptuosidad.
A muy poco de aprender a construir herramientas, éstas se convertían
en armas de agresión; a poco de dominar el fuego, ya eran piromaníacos
contumaces. —Creo que deberíamos acompañar a la evolución en todo el orbe
conocido —dije a los allí reunidos. —Aunque
no podemos dar conocimientos que pudieran ser destructivos para ellos y
los demás seres del planeta Urán (por entonces, los nombres de Gaia
y Terra eran más conocidos). —Estimo
que deberíamos estar presentes en todas las regiones, incluso en las más
olvidadas del progreso —opinó Anaël, quien fue secundado por
Lilith y Azraël en su moción.
—Ciertos lugares aislados disponen de pocos recursos materiales para
igualar a los demás humanos —opinó Baal Zebuth. —Dejémoslos
en su paraíso natural, que tarde o temprano el progreso los alcanzará,
cuando estén preparados para ello. La
diferencia ahora es demasiado abismal como para intentarlo.
En la propia cuna de la humanidad hay un desfase demasiado
profundo, entre el norte y el sur. Recordad
que aprendieron a emitir palabras para uso diario, y luego las
convirtieran en armas perversas para favorecer a la Mentira. —Cierto
—repuse. —Muchas civilizaciones
de alto grado, ahora están decayendo y hasta desapareciendo de la
historia; en tanto que algunos pueblos bárbaros están alcanzando niveles
excepcionales. Dejemos que el tiempo decida por sí qué senderos
retomar… o si la especie debería ser borrada de Urán, para dar lugar a
otras en peligro de desaparición. —No lo veo necesario —expresó
Karmaël, el Arcángel de la Acción. —Las
especies también evolucionan, aunque se pudiera creer que han
desaparecido. Muchas dan lugar a otras o se transforman adaptándose a las
circunstancias. Propongo
llevar a cabo el experimento propuesto por el maestro Luth Baal, y hacerlo
donde hubiesen medios para ello.
De común acuerdo resolvimos dar conocimientos nuevos en artes,
medicina, y cuanto de creativo les sirviese para evolucionar
constructivamente. Tras acceder a la siguiente fase del plan, disolvimos
el cónclave de los Árcángeles rebeldes, hasta nueva convocatoria. Algo
me daba en el caletre, en verdad os digo, que Sabaoth y sus jerarquías
arcangélicas nos tiraban cáscaras de banana.
Los hechos cantaban por sí solos.
u
Entonces,
hubo un pequeño salto cualitativo en el nivel del pensamiento abstracto y
las matemáticas, que incluiría la invención del concepto cero, hasta
entonces desconocido en Occidente. El
cero había sido concebido ya tres mil años antes, tanto en la India como
entre los mayas en forma casi simultánea, aunque los últimos utilizaran
un sistema vigesimal. En la India, retrocediendo un poco esta desordenada cronología,
nacerían dos avatares que intentarían iluminar a sus pueblos, con dos
mil doscientos años de diferencia. Bhaghavan Krishna y Siddharta Gautama,
el Buda. En la China, Confucio y Lao Tsé, buscarían dar al Hombre
doctrinas éticas, que no religiosas, a fin de dulcificar su rudo instinto
reprimido y perimido de cazador-recolector, desempleado por el
sedentarismo urbano y convertido en homo burocráticus por las
civilizaciones. En la antigüedad surgieron muchos pensadores alejados de
todo egoísmo, que buscaran llegar a lo absoluto a través de las matemáticas
y la dialéctica. La geometría
y el álgebra, los teoremas y las raíces cuadradas se tornaron de uso
corriente más acá de la edad del hierro, permitiendo a Erastótenes
medir la circunferencia de la Tierra, con escaso margen de error. En casi
todas estas manifestaciones de intelecto, estaba nuestra impronta carnal.
Nuestra inadvertida presencia física y mental debía participar en la
epopeya del Hombre, creando las condiciones intelectuales para ello.
Tras el auge del imperio romano, sus águilas volaron al oriente, a
fin de tomar cuenta del legado del general Alexandros.
Siria, Egipto, Numidia, Judea, Palestina y Grecia fueron sus
adquisiciones inmediatas, casi sin resistencia, por parte de los
macedonios y por el clero jerosolimitano. Y justamente en la palestina de
los Antipas herodíacos, nacería por esos días de integración forzada, anno
urbi conditæ, un ser iluminado quien —pese a sus buenas intenciones
y loables propósitos unificadores—, fracasaría en su misión de traer
la paz al turbulento planeta. Porque
la paz, según los avatares y maestros, embebidos de nuestras enseñanzas,
debía ser una opción personal, antes que algo impuesto o decretado desde
las alturas del poder político o ¿espiritual?, ni a sus pueblos bajo
amenazas represivas o escatológicas.
Al menos la Pax Romana era algo bastante inestable, casi como la nitroglicerina.
Tanto, que, ni los propios romanos creían en ella.
En cuanto a la Pax Americana,
sería mejor ahorrar comentarios. Si
vis pacem, para bellum, diría algún estratega preventivo, relamiéndose
los bigotes sobre pilas de cadáveres calcinados de fósforo, napalm o de soluciones finales aerotransportadas. Para ese entonces,
el duro contraste entre el pensamiento filosófico de algunos maestros de
la ética y la irracional brutalidad del común aliterado, era tan
acentuado que hasta extrapolaban los extremos.
Los severos legionarios de la civilizada cuan augusta Roma, no eran
más conscientes o reflexivos que los primitivos cro magnon, ni más
bondadosos que las hordas de Atila el huno o las de Allarick el vándalo
ostrogodo. Tampoco los sabios
doctores de la Torah, fariseos y saduceos del Sanhedrín, eran más
tolerantes que Hitler, Baruch Goldstein, Ariel Sharon o Calígula, valgan
las comparaciones. En los
inicios de la Era Vulgata convivían la barbarie con la ciencia, del mismo
modo en que las armas y los libros conviven en un museo de historia, sin
agredirse pero tampoco integrados, como en la O.N.U.
o la otra. No es necesario memorar el advenimiento de Jashuah el
nazareno, por muchos conocido de referencias, pero totalmente ignorado aún
por sus fanáticos, que por estos días sumarían unos quinientos millones
de devotos, de su figura, que no de su doctrina.
En realidad, su mensaje fue similar al de Krishna, al de Buda,
Tzarathustra, Confucio, Lao Tsé y otros avatares, que intentaron sacar a
homo sapiens de su ignorancia acerca de las equitativas, éticas e
inmutables leyes cósmicas. Estas, poco o nada tienen que ver con las leyes
“positivas”, legisladas por asnos doctorados en Asuntos Varios, como
los que pululan en los Congresos Nacionales del orbe (cuando descubriera
alguna excepción en esta regla, os lo diré), ni por canónigos
alucinados de meaculpas y vino consagrado. Muy pocos de vosotros en hábito
actual de carne mortal, sois conocedores de estas leyes que rigen desde el
discurrir de las esferas por el tiempo-espacio, hasta el velocísimo
movimiento de los átomos y sus efímeras partículas elementales.
El galileo tuvo la malhadada suerte de nacer en medio de una
sociedad intolerante, dominada por tres culturas disímiles: los
sacerdotes jerosolimitanos y su docta cuan hipócrita piedad; los alegres
y follones griegos herodíacos, herederos de Alexandros, y la poderosa
Roma imperial, aún austera y ceñida a las leyes, a pesar de sus
emperadores más bien jodones y orgiásticos y cuyo único eje transmisor,
era un patriarcalismo exacerbado. Por entonces los judíos aguardaban algún
mesías militar que, cual Davides o Macabeos intrépidos, los librase del
yugo de Roma y de los odiados griegos, quienes tenían el descaro de
lanzar —entre risotadas irreverentes— sus ruidosas flatulencias y
miasmas hediondos en el Templo de Jerusalén, tras banquetes de impura
carne de cerdo, exonerada del ritual kosher.
Es decir, con todo y morcillas confitadas. La aparición de un ser
excepcional, que preconizaba la igualdad entre judíos y gentiles, los tenía
sin cuidado y hasta lo consideraban blasfemo por soslayar las escrituras
de la Torah, basadas en El Pacto que los declaraba elegidos del
Innombrable (nuestro viejo conocido: el Demiurgo Sabaoth el omnisciente,
aunque no tanto), para reinar sobre los goyim
gentiles y el planeta entero, tal como aspiran actualmente los
Hijos de la Alianza, una sociedad críptica fundada en 1848 en el Sinsheimer’s
Café de New York, de carácter
racista e intolerante hacia los
otros. Actualmente el B’nai B’Rith, tiene casi tres millones de miembros y de seguro
todos votan por Ariel Sharon. No lo dudéis.
También los racistas “arios” de la ultraderecha reaccionaria
aspiran a lo mismo, pero así les irá.
En realidad, el cristianismo, como religión de masas, nació casi
un siglo después de la ejecución del nazareno, tras la expulsión de
todos los judíos de la Palestina por el general Tito, posteriormente
emperador. Se hizo una
doctrina de fe, por la mano y pluma de un romano (cuyo padre había
comprado carta de ciudadanía) judeo-siríaco llamado Saulo de Tarso,
convertido a la nueva creencia. De
hecho Jesús no fue el creador de una doctrina jerárquica, autoritaria e
intolerante, sino de una fraternidad de hermanos e iguales en el
Conocimiento de algo inefable e inapreciable llamado Amor,
que harto menester había y hay aún de ello en el planeta.
Pero este mensaje no fue comprendido ni por sus contemporáneos y
mucho menos por sus fanáticos seguidores a posteriori, salvo por la minoría
albigense. El Amor, la fraternidad y sobre todo la liberación —no de la
muerte física, como os hicieran creer, sino del temor irracional a ésta—,
apenas fue esbozada por sus seguidores, quienes como buenos talmudistas
querrían la inmortalidad física (como lo proclaman los llamados Testigos
de Jehová), antes que una dudosa recompensa ultrasepulcral post mortem. Según sus fantasiosos biógrafos apócrifos
denominados “evangelistas”, Jesús fue tentado en el Monte de los
Olivos ¡por uno de los nuestros! a fin de adorarlo a cambio de entregarle
el dominio del mundo. No
fuimos testigos de tal evento mitológico, ya que ninguno de nosotros
—ni siquiera nuestro maestro Luth Baal— pretende ser adorado, ni exige
sometimiento alguno a cambio de favores; pero pudiera ocurrir que —de
ser cierta tal apócrifa historia—, sus discípulos por lo menos,
hubieran aceptado la propuesta, por la manera en que sus acólitos y
descendientes se apoderaran de las palancas de mando políticas del mundo
occidental y de parte del otro, inquisición y coacciones seglares
mediante. De todos modos,
desearía creer que la tal tentación, de haber tenido lugar, pudiera ser
producto de la insolación y el ayuno, antes que de parte nuestra. Por otra parte, ni
el Demiurgo es del todo bondadoso y veraz, ni nosotros somos los malos de
la película. Si la humanidad
sufre, es a causa de sus propias ambiciones y maldades, a libre elección
de cada quien. En
cuanto a los judíos, expulsados (70 DC) luego de la destrucción de
Jerusalén, tras la rebelión de Simón ben Gioras el zelote, se
diseminaron por todo el mapa —menos en lo que hoy llamamos erróneamente
América (los mayas lo denominan Abya Yala, los aztecas Nuk’atlán)),
pese a que muchos ya estaban al tanto de su existencia, gracias a los
fenicios—, dejando su impronta en las artes, la cultura, la medicina, la
filosofía cabalista y, por supuesto, el comercio y la usura. Hasta la
China imperial llegó una de estas comunidades itinerantes, estableciéndose
allí, donde hoy conforman el clan de los Tiao Tiu-Kiao, ya mezclados con
los hijos del Celeste Imperio. A
manera de digresión os diré que uno de ellos: Mao Tsé Tung, a mediados
del siglo XX, fue el artífice y caudillo de la segunda revolución que
cambió el mapa geopolítico mundial; tras muchas millas (casi 80.000) de
caminata y harta sangre vertida en pro de la igualdad de clases, emulando
a Lenin y Stalin en crueldad, a Confucio en la poesía y a los papas en el
culto a la personalidad. Pero de todos modos, los judíos persistieron en
la esperanza de redención por parte de algún mesías militar que les
restituyese la Gloria terrenal, que a otra no aspiraban, por sus escasas
ambiciones metafísicas. En
el 123 D.C. hubo un último intento de rebelión de Bar Kochva “el hijo
de la Estrella”, otro guerrillero mesiánico que puso en jaque a los
romanos, como nunca después de Hannibal. Tras la aniquilación de éste y
la toma de Masadá, acabó la resistencia judaica y comenzó la ocupación
pacífica gradual del resto del mundo conocido por parte de los h’braim,
siempre en calidad de auto marginados, pues que no se integraron en demasía
con los paisanos. Aunque
justo es decirlo, muchos proletarios locales tampoco veían a éstos con
buenos ojos, merced a la nefanda propaganda católica que acusaba
injustamente de “deicidas” a los hebreos, siendo que ningún mortal
puede matar a un dios. A
partir de allí, comenzarían las batallas teológicas contra toda
disidencia o heterodoxia. Tanto por parte de los cristianos contra judíos,
como a la inversa, hasta hoy. Y
por supuesto, el común origen de ambas religiones y su concepto acerca
del bien y el mal, estaba en el tapete, es decir: en el campo de batalla.
El llamado Mal, o el sufrimiento, mejor saberlo de una vez, no es
sino un acto de equilibrio en la balanza de la Justicia Cósmica. Al
principio, los llamados cristianos se multiplicaron gracias a la prédica,
a nivel de marketing postal
epistolar, de Saulo de Tarso y algunos apóstoles itinerantes fogosos,
deseosos éstos de compartir los bienes de los adeptos, en comunión casi
socialista, por no decir parásita. Para
tal fin, debían limitarse a predicar y administrar sacramentos, siendo
mantenidos por la comunidad local. Luego el propio Saulo, viendo el ciego
sometimiento de los nuevos adictos a la fe,
designaría a dedo (Quizá fuese el precursor de la era digital) a
las nuevas autoridades del culto naciente, proclamando obispos,
sacerdotes, monacatos, diáconos y hasta monaguillos, que darían
posteriormente origen a toda la jerarquía clerical, piramidal,
autoritaria y verticalista existente en la actualidad, aunque en paulatino
descenso, hoy por hoy, a falta de vocaciones, cuando no por decadencia
gradual. También Cipriano, un ex nigromante, luego obispo, contribuyó
a tal despropósito. Si bien los primeros cristianos utilizaban el Ichtis
(pez) como símbolo de la Era de Piscis, fue el propio Saulo y Simón
Pedro (Cephas) el judío, quienes prefirieron la cruz infamante como
estandarte. ¿Podéis imaginaros, si yo fundase una nueva iglesia usando
la horca, la guillotina o la silla eléctrica como divisa espiritual de la
culpa, el sufrimiento y la resignación… a cambio de un buen pasar post-mortem?
Quizá por ello, los cristianos crearon la ¿santa? inquisición,
ya que nacieron bajo el signo del dolor y el tormento administrativo.
Durante los primeros siglos a la sombra de los césares, los nuevos
sectarios de la cruz fueron considerados una amenaza al orden público;
tales acusaciones eran generalmente punidas con la última pena, lo que
según la ley romana, era lo justo. Es
que los creyentes no se contentaban con su culto, discretamente underground de las catacumbas, sino que apedreaban a las
representaciones escultóricas o pictóricas de los dioses oficiales y
echaban abajo los altares votivos familiares, haciendo actos de vandalismo
en las celebraciones de los templos romanos, así como otros despropósitos
similares, quizá de buena o mala fe.
Por tanto, no sería de extrañar que sólo éstos fuesen
perseguidos, sean extranjeros o ciudadanos romanos, ya que Roma fue una de
las sociedades más tolerantes con los cultos exógenos.
En esos tiempos existían en pleno centro del Foro, templos de Isis,
de Theutates, de Dagón, de Mithra y otros que no recuerdo, bajo
aquiescencia de los magistrados romanos. Incluso el propio Pilatos se negó
a acusar a Jesús de blasfemia o impiedad, a instancias del Sanhedrín,
pues tales delitos no existían en la ley romana sobre cultos.
Hasta los judíos tenían sinagogas en Roma, aunque no tan bien
vistos por los romanos.
De todos modos, pese a su casi forzada inserción en la historia
del planeta, el naciente cristianismo cumplió un papel harto destacado en
la mitificación deificada de un justo y la imposición de un credo, ascético
en apariencia, hasta desembocar en el epicureísmo más procaz por parte
de la jerarquía. Por otra
parte, las persecuciones a los cristianos, al igual que la actual
satanización de las sustancias alteradoras, logró un objetivo inverso al
propuesto por los poderes, hasta su división en sectas rivales de
variopinto ritual, siglos más adelante. En ambos casos, el número de
fieles, usuarios o adictos aumentó en progresión geométrica; incluso el
consumo de alcohol, a casi un siglo de la derogación de la Ley Volstead
(1919-1929) sigue tan campante.
La Europa post imperio romano, no fue mejor ni peor que en las épocas
anteriores. Bien o mal, el feudalismo sustituyó la esclavitud de Estado
por el vasallaje al señor local; al
megalomaníaco Sacro Imperio, por reinos atomizados y señoríos
independientes, en un intento prematuro y efímero de descentralización
del Poder. En la lejana y aún
culta Al Arabbiyya, surgiría una nueva fuerza religiosa, de la mano de un
pastor aliterado pero justo: el Islam, como “revelación” de la
voluntad de nuestro conocido Sabaoth o Ialdabaoth, el Demiurgo
judeocristiano y copartícipe —justo es reconocerlo— de la creación
de todo lo clavado y plantado en el planeta. En 577 de la Era Vulgata,
aproximadamente, nace el profeta Muhammhad hijo de Abdallah ibn Abd-el
Muttalib y Amina, hija de Uahb, ambos khoraischitas del clan de los Hachem.
Quedó huérfano a temprana edad y
su exigua herencia le impuso una vida llena de privaciones, hasta
que conociera a una rica viuda llamada Khadidja, con la cual contrajo
nupcias, lo que facilitó posteriormente su prédica contra los idólatras.
Tras la muerte del profeta, el Islam se extendió como mancha de
petróleo en el proceloso mar. Desde La Meca hasta Persépolis y
Samarkanda y desde Madinnah Al Nabbi hasta la Hispania (Sepharadh, la
llamaban los judíos). Para
bien, para mal o para peor, el Islam cumpliría un rol importante en la
diseminación del culto al Demiurgo, caracterizado con el nuevo nombre árabe,
aunque por lo menos durante los ocho siglos que permaneció en España, se
caracterizó por su tolerancia y su sabiduría, en una armónica
convivencia entre cristianos, moros y judíos… hasta que los papas
romanos, precursores de los Bush, tuvieran la nefasta idea de realizar
cruzadas armadas contra el Islam. Los moros permanecieron en España el
tiempo justo para intentar inculcar a los rudos visigodos el gusto por el
ajedrez, la poesía, la filosofía, la música, la templanza alcohólica,
el baño cotidiano, las matemáticas y la arquitectura. Pero no
permanecieron lo suficiente como para sacarlos del fetichismo
supersticioso en que derivara el cristianismo, de luminoso y claro
origen… y escabroso cuan oscuro sendero penitencial. Por toda Europa
occidental ardieron piras inquisitoriales, con herejes torturados en las
cimas. En Alemania, Jacopus Kramer y Heinrich Sprengler, ambos monjes
dominicos, lanzaron el primer manual de terrorismo de Estado teocrático e
imperial: el Malleus Maleficarum o Martillo de las brujas, para uso y abuso de la
morbosa inquisición. Las sesiones de ablandamiento de las acusadas o
acusados, eran la empolguera, el potro, sillas con asientos erizados de
clavos que se calentaban por
debajo con un brasero, que también contenía tenazas y yerros candentes.
No dejaré de recordar con vergüenza ajena “la bota”, donde, a fuerza
de torniquete, destrozaban piernas y extremidades… y tantos otros medios
dolorosos para forzar confesiones, sinceras o no, quebrando huesos y
voluntades para cosechar mártires del diablo.
Como os lo relatara antes, Sitaël, uno de los nuestros, lo ha
recogido testimonialmente por escrito encarnado en Johann Matthäus
Mayfarth, como esto que sigue: «He
visto miembros despedazados, ojos sacados de sus cabezas, pies arrancados
de las piernas, tendones retorcidos en las articulaciones, omóplatos
rotos o desencajados, venas profundas inflamadas, venas superficiales
perforadas; he visto las víctimas levantadas en lo alto, luego bajadas,
luego dando vueltas, la cabeza abajo y los pies arriba. He visto cómo el
verdugo azotaba con el látigo y golpeaba con varas, apretaba con
empolgueras, cargaba pesos, pinchaba con agujas, ataba con cuerdas,
quemaba con azufre, rociaba con aceite y chamuscaba con antorchas. En
resumen, puedo atestiguar, puedo describir, puedo deplorar, cómo se
violaba el cuerpo humano en nombre de Dios, y con la licencia del
licencioso Inocencio VIII, a quien el diablo bendiga por una eternidad».
Tras la reconquista peninsular, los reyes católicos crearon la más
feroz y despiadada de las inquisiciones: con el dominico Tomás de
Torquemada al frente, que iniciara el Siglo de Plomo en España, cuando un
aventurero criptojudío de origen genovés se lanzaría a la reconquista
del paraíso terrenal, donde millones de habitantes, aún vivían en sus
junglas, valles y montañas, ignorantes del progreso tecnológico, el
hierro, la rueda y la pólvora, a más de las forzadas Buenas Nuevas, que
llegarían apoyadas por las espadas de los hidalgos y aventureros,
piadosos aunque no tanto, como sí eran ambiciosos de los opulentos bienes
terrenales. Más de cuatrocientos millones de almas medraban en un
continente —aún ignorado por pícaros, cartógrafos, piratas y
mercaderes de carne humana—, antes de la arremetida de los europeos.
Bastaron menos de cuatro centurias, para reducir
dicha cifra a menos de cinco millones en las tres porciones del
nuevo continente. Un fraile,
también dominico: Bartolomé de las Casas, disidente de la inquisición,
intentó defender a los naturales de la masacre, con nulos resultados. El testimonio de Fray Bartolomé de las Casas, escrito en su
libro “Breve relación de la destrucción de las Yndias” que es todo
un documento, artísticamente ilustrado, acerca de la ferocidad cristiana
en contra de seres humanos inermes e inocentes en su mayoría. Un mestizo
ecuatoriano de nombre José Simeón Cañas, ilustró dicho libro con
hermosos grabados, aunque la horrenda representación de las torturas y
sevicias a que fueran sometidos los naturales, no podrían calificarse de
exageradas. En tanto se masacraba a los llamados indios, en Roma se discutía
en la corte papal de Rodrigo Borja o Alejandro VI, acerca de si los indios
americanos eran bestias antropomórficas o seres humanos con alma.
Pareciera que la escolástica aristotélico-platónica, la teología
tomista y el sexo de los ángeles pasaron a segundo plano, en tales
sesudas y doctorales controversias neobizantinas (flatolalia, diría yo).
Se iniciaba en la Europa occidental burguesa, el llamado Renacimiento, en
pleno cinqueccento; pero España con su horrenda piedad gótica, quedaría
aislada de tales gratificantes novedades artísticas, filosóficas,
arquitectónicas o especulativas. Todo saber, fuera del espinoso alambrado
de la ortodoxia, fue demonizado. Comenzaba
la caza de brujas, herejes, mozárabes, maragatos, gitanos y judíos en la
península; en tanto se exterminaba a los naturales en el “nuevo”
continente “descubierto” por el ubicuo Cristóforo Colombo, aunque los
asiáticos ya lo visitaran en 1421, en el que el emperador chino Zhu Di
enviara cuatro flotas, el 23 de febrero al mando de otros tantos
almirantes a visitar los continentes conocidos, dejando su impronta en el
Caribe y Centroamérica. Según
el investigador (y marino) británico Gavin Menzies, las flotas comandadas
por Zhou Wen, visitó el Polo Norte; la de Yang Qing, contorneó América
del Sur; la de Hong Bao,
exploró Australia y parte de África y la de Zhou Man casi llegó hasta
las Azores..
Los hispanos intentaron vanamente hasta hoy, disipar la leyenda
negra de la conquista, aunque con poca suerte, ya que nuestro testimonio
no tiene oposición alguna y es respaldada, desgraciadamente, por hechos
irrefutables. Tanta sangre
—derramada en nombre de un mesías muerto en suplicio y resucitado
anualmente en la primavera boreal—, nos hubo provocado náuseas
espirituales. El tibio mea
culpa del actual jefe de la iglesia católica romana, en el año 1992:
Johannes Paulus II, apenas trasuntaba la enorme responsabilidad de la
clerecía cristiana en el horrendo genocidio americano. Tomás de
Torquemada y George Armstrong Custer no han muerto, y cada uno por su lado
siguen ordenando vendimias de víctimas, por manos de sus atroces discípulos
contemporáneos. Los protestantes, brujos wicca
y druidas anglosajones, los católicos y judíos peninsulares, que
colonizaran el norte tampoco fueron más benévolos y tolerantes que los
españoles con los nativos. A
bala, a espada o en el tálamo violatorio del mestizaje forzoso, las
etnias originarias fueron desapareciendo de los mapas, siendo sustituidos
por colonos y aventureros de pésima catadura, todos llegados de Europa o
Medio Oriente. Posteriormente, tras la aniquilación de los naturales,
fueron añadiendo carne
africana de esclavitud en el nuevo mundo.
La caza de negros en Africa —pagada con ron, cuentas de vidrio y
trapos de colores, por parte de los negreros a los reyezuelos tribales—,
fue altamente rentable por muchos años; hasta que los británicos
descubrieron, a fines del siglo XVIII la inmoralidad de la trata de negros
en ultramar y la esclavitud, decidiendo, tras largos cabildeos
parlamentarios y teológicos, abolirlos. Finalmente, haciendo cuentas y
afilando lápices, resolvieron explorar el Africa, Asia y Medio oriente a
fin de explotar a los naturales en sus propios lugares de origen y, de
paso, evangelizarlos con sus mitos bíblicos “reformistas” o
conservadores. Los colonos en el nuevo continente no cambiaron el sistema de
explotación, humillación, sometimiento y lucros desmedidos. Todo podía
hacerse en nombre de dios, por parte de criollos, extranjeros y mestizos,
quienes también se sumaron a la orgía de sangre, sudor y lágrimas de la
esclavitud. Esta vez, en
pleno Paraíso Terrenal. Pero
la desgracia mayor del Cono Sur, fue la existencia comprobada de oro y
plata, que excitó la codicia de los hispanos, los financistas sefarditas
y sus tropas de ocupación, al punto de reducir a escombros palacios y
obras de ingeniería incaica, maya o azteca, a fin de convertir a viles
lingotes todo el oro y plata trabajados por los orfebres originarios, los
cuales acabaron sus días encadenados en las minas, en compañía de
nobles, curacas y el pueblo
llano. Y que conste en mi
relato, que lo más abominable no fuera solamente el aniquilamiento de los
cuerpos —para salvar las almas de los “paganos”—, sino la
destrucción de culturas varias veces milenarias, en pro del lucro y del
dios supremo Sabaoth-Yah’Veh, más identificado con el Becerro de Oro.
Sabed que, el calendario tzolkin
de los mayas tenía más de cinco mil años calculados y predichos en su
fenomenología celestial, con un margen de error de ¡veintidós segundos
al año! Y sus anales mitico-históricos
databan de más de veinte mil años ajenos al diluvio (En Yucatán poca
agua hubo caído entonces, fuera de los aguaceros normales). Recordad además que el concepto cero era ya conocido muchos
siglos antes que en Europa. En
fin, las terrazas de cultivo de los Andes —que hasta los días de hoy
producen doscientas variedades de papa y más de ciento treinta de maíz—,
son la novena maravilla de la ingeniería de producción.
No os hablaré de unas guerra étnicas ni de razas, pues que sois
hijos de una raíz común africana —pese a que a vuestros antropólogos
repele la palabra “pitecanthropus”—, pero todas las guerras de
conquista responden a intereses protervos, que todo lo demás son
pretextos fútiles para justificarlas. La función hace al órgano, dice
una ley natural. Si la
civilización actual anda sobre ruedas en lugar de piernas, vuestros
descendientes tendrán los extremismos inferiores tan atrofiados, que
apenas les servirían para estar de pie unos pocos minutos. Así es la
naturaleza, madre y padre de todo lo creado y transmutado. Pero sigamos
con los horrores de la conquista. Los
hidalgos peninsulares, poco amantes del trabajo —al revés de los
pioneros del norte—, vivieron del pillaje y el saco de los tesoros indígenas.
La esclavitud de los nativos y la molicie de los europeos en el sur
fueron la constante, y bastábales donar a la iglesia romana un diezmo de
sus malhabidas riquezas, para salvar sus almas del purgatorio o algo peor.
El sometimiento y conquista del nuevo continente, fue casi total y aún no
se detiene en las puertas del siglo XXI. En tanto que en Italia, Alemania,
Flandes y Francia el Renacimiento marcaba nuevas pautas intelectuales,
industriales y artísticas, la España negra de Carlos V y Felipe II
detuvo al tiempo. casi en la edad media, transformando los años de su
historia moderna y contemporánea, en una eterna Semana Santa sevillana en
la casa de Bernarda Alba; que duraría hasta el post franquismo y su sano
destape. Fue por aquellos días
de la edad moderna, muy poco antes de la conquista, en que la simonía o
venta de indulgencias por parte del clero, provocara la revulsión de Martín
Luther, un monje agustino alemán, cuyas 95 tesis bíblicas tuvieron apoyo
mayoritario en su patria, tanto por parte del pueblo como del monarca,
aunque no por nuestra parte. La iglesia de Saulo y Cephas, que no la de
Cristo, iniciaba una era de divisiones que contribuiría —como
siempre— a mantener las muy escasas libertades constreñidas y sometidas
al dogma de La Culpa antinatural, como oposición al goce y a la
voluptuosidad que nos regala la naturaleza. Hubo muchas Noches de San
Bartolomé y guerras religiosas entre cristianos en esos tiempos modernos.
Ya no bastaba hacer guerras contra el Islam, o pogroms
contra los hebreos, para tranquilizar sus conciencias y ganarles una estadía
en el Paraíso a los europeos. Precisaban de herejes y heterodoxos
locales, y no dudaban en empuñar espadas, lanzas, alabardas y piras
ardientes contra cualesquiera que osadamente pensase por sí mismo y, de
paso, confiscar bienes ajenos a fin de salvar sus almas.
Hasta el propio emperador Carlos V envió sus fuerzas de lansquenetes
alemanes, españoles y belgas contra el papado en 1527, en la esperanza de
lucrar con el saco de Roma, o por lo menos recuperar parte de sus
exhaustos fondos invertidos en la conquista de América, debitando
intereses con los Abravanel, los Santángel, los Ben Yehuda, los Zacuto,
los Perestrello, los Avzarradel, los Fontanarrosa, los Fugger, los Montini,
los Centurione, los Spinoza, los Pierleoni y otros usureros de la Gran
Finanza de entonces. Matar en nombre de dios y luchar por un Nuevo Orden
injusto y maligno, resulta redituable y asegura el goce de bienes
terrenales y un pasaporte al cielo, con la visa pontificial (o ahora, la
de George Bush Jr. el nuevo Gran Inquisidor protestante).
Nos enerva pensar que el propio Demiurgo, a través de sus
abominables comanditarios, vendería pasaportes al paraíso haciendo
revelaciones a unos cuantos “iluminados”, que dividían cada vez más
a la humanidad en sectas variopintas de pintorescos rituales; con tal de
tener adeptos y ponerlos en contra nuestra, identificándonos con el Mal y
con la Mentira, como si el conocimiento fuese una moneda falsa.
Ello nos dio la pauta de que probablemente los fieles del Demiurgo
estarían también, como nosotros, encarnando en humanos para estropear
nuestra labor de eones. De otra manera no sabría cómo explicar cuanto
estaba sucediendo con esa equivocación cósmica llamada homo
sapiens-sapiens, una nueva especie de ex simio con armas cargadas y
conciencia vacía, al menos en un 93 % de su atroz demografía.
A partir de allí, los tiempos aceleraron su discurrir y los hechos
se precipitaban en torrentes sobre gran parte de la humanidad, aún
absorta en la contemplación devota de imágenes crucificadas de utilería
o “santos” de madera y escayola, mientras las fuerzas imperialistas de
la Noche no terminaban de crucificar a una masa sumida en la miseria y la
ignorancia, por no llamarla estupidez. Entre la edad moderna y la contemporánea, el abismo
espacio-temporal se hizo tan estrecho, que ni siquiera precisaría de un
puente entrambas. Para paliar
un poco esta situación de sometimiento a la ignorancia, el Kultürkampf
o Lucha Cultural, se hizo carne y habitó entre vosotros, con las plumas
filosóficas de Lessing, Goethe, Voltaire, Rousseau, Diderot, y tantos
otros alegres enciclopedistas, filósofos y laicistas confesos, que
apartaran momentáneamente a una pequeñísima parte de Europa del
oscurantismo meaculposo, para ilustrar a las élites burguesas por lo
menos, considerando a éstas como la punta de lanza de la redención
intelectual de las masas, sin caer en cuenta de que la burguesía amaba más
al dinero y al poder, que al conocimiento.
El conocimiento sólo les serviría a éstos para incrementar su
poder y nada más. Y puede que en este aspecto nos hubiésemos equivocado
de parte a parte, cuando comprobamos que el pueblo, no sólo es reacio a
los libros y bibliotecas (con excepciones, claro está), sino que en
ocasiones los papeles impresos están muy fuera de su alcance.
El pueblo llano siempre estuvo y estará al margen de la ilustración,
fuese la época que fuese. El pueblo-masa ha perdido La Palabra, encarcelada ésta por
la escritura en herméticos libros, de hermenéutico y barroco lenguaje
sofista; encriptada en páginas casi inaccesibles. No serán folletines
impresos en formato tabloide amarillado los que se la devolverán; porque
le han despojado de la Memoria. Como os mencioné antes, la cultura
popular es y será eminentemente oral, no escrita ni leída. Al memorizar
la kilométrica versatura clásica de La Ilíada, el pueblo heleno la
repetía aquí y acullá, sin vergüenza ni recato alguno.
Varios siglos después, se convertirían esas piezas oratorias en
literarias, perdiendo más de la mitad de su encanto. La lectura es per se
inexpresiva, en tanto que la oralitura es excepcionalmente expresiva.
El teatro gestual habrá sido muy anterior a la escritura, e
incluso a la palabra, así como a la poesía, el canto, la danza o la retórica.
Lo oral tiene alma. La escritura apenas tiene espíritu.
Me preguntaréis, sin duda, cuál sería la diferencia entrambos.
Os lo explico. El espíritu es
una energía colectiva. Algo así como una entidad-grupo, que anima a una
determinada especie o género de formas de vida.
En tanto que alma, alude
a una energía individual y personalizada, con conciencia de sí misma. El
espíritu, en verdad os digo, posibilitaría que cien o más personas lean
un poema visualmente en hierático e inexpresivo silencio.
Las cien lo harían casi de similar manera.
Pero diez personas-alma,
harían otras tantas interpretaciones personalizadas de la misma obra, a
viva voz. He allí la
diferencia. El espíritu existe en tanto que el alma vive
y siente. Y vive tanto tiempo
como el tiempo mismo, sin pasado ni futuro, sino en un eterno ahora-aquí
omnipresente. Es cierto que
la escritura posibilitó la variedad de estilos, expresiones, formas,
sentidos, enigmas, semántica, sutilezas y otros etcéteras propios de la
gramática; pero al mismo tiempo dividió a los letrados de los ágrafos
en compartimientos estancos, sin avivar a éstos la memoria colectiva de
sus mitos, raíces y vivencias solidarias de comunidad-cuerpo. ¿Quién de
nosotros se atrevería a recitar “Ñande’ypykuéra” (Nuestras raíces)
de Narciso R. Colmán (Rosicrán), aún suponiendo que nos la aprendiéramos
repitiendo lo sabido en plazas, corrales, hogueras o donde cupiese la
comunidad. Y ni hablar del Ramayana, Mahåbhåratà, con sus casi ocho mil
versos cada uno, y encima en sánscrito. O el Pentateuko, del Génesis al
Exodo. La lectura del Al
Qurain en árabe y en alta voz en la mezquita, no es igual a leerla a
vista. Hechas estas
digresiones acerca de La Palabra, prosigo.
f
No se
disiparon aún las acres humaredas de las hogueras inquisitoriales y autos
de fe, cuando las ensoberbecidas potencias marítimas europeas
—siguiendo el ejemplo de España y Portugal—, decidieran tomar al
mundo en sus manos atropellando los océanos con sus quillas, bajo las
leyes de corsarios, con las bendiciones de la Biblia neotestamentaria y el
todavía clandestino Talmud. El
remanido pretexto de difundir
los evangelios y la “civilización” liberal-burguesa, fue esgrimido
por financistas, empresarios, armadores, reyes, príncipes y Almirantes
de la Mar Océana para tomar los mapas por asalto e incorporarlos a su
propia geografía y patrimonio, aprovechando el candor y la desinformación
de los naturales. Miles de víctimas se cobró entonces la Santa Inquisición,
con una eficacia digna de un Torquemada o la de un Heinrich Himmler.
Cualquier acusación era válida para enviar al tormento y a la
hoguera a hombres, mujeres, niños o ancianos y de paso confiscando sus
escasos bienes para financiar con éstos sus aventuras ultramarinas.
Nunca en la historia de la humanidad, se usó y abusó del nombre
de dios en vano, como en la Europa “cristiana” surgida de las ruinas
del imperio romano de Occidente y la decadencia de los pueblos celtas.
También nosotros fuimos sujetos a la difamación de los clérigos
proxenetas y doctores de la iglesia que, en una caricaturización del
platonismo, proclamaran la existencia de dios en un engendro pseudofilosófico
denominado Summa Theológica, más
que nada a fin de conciliar perimidos conceptos de la metafísica griega
—deplorable por otra parte—, con la nueva doctrina imperativa,
corporativa y monoteísta, regente en Occidente. La escolástica y la patrística
dominaron los claustros de las universidades europeas, durante esos siglos
ajenos al saber y afines a la superstición especulativa y meramente retórica,
sometiendo a silencio al verdadero conocimiento del Hombre en sí mismo,
como sujeto y no objeto de la historia.
No contentos con esclavizar cuerpos, también los hacían con las
almas, por la fe o por el temor al Hades fantasioso de la mitología, o al
verdugo seglar. Fue entonces,
que decidimos entre nosotros los rebeldes, volver a encarnar en algunos
seres humanos (como de hecho lo hacíamos de tanto en tanto con otras
especies además), marcados con los estigmas de la genialidad, la
inquietud, la curiosidad o simplemente el darse cuenta, a fin de revertir,
o por lo menos atenuar, tanto vil oscurantismo penitenciario monacal y ver
de lograr —nuevamente— la liberación de las cadenas invisibles de la
ignorancia y el fanatismo. Prometeo
debía portar nuevamente el prohibido fuego del Conocimiento, aún a
riesgo de ser pasto de buitres nuestros inexistentes hígados. Teníamos,
y tenemos aún, una humanidad sometida a una fuerza que, no por carente de
armas fuera más benigna que el Poder temporal y sus pretorianos o condottieres. Por otra parte, el papado se convirtió en una influyente
maquinaria política, que sostuviera la intriga y la corrupción, tanto en
Europa como en los continentes conquistados, para la gloria de dios o del
gran arquitecto. Daba igual.
Nosotros sabemos, siempre supimos, con qué bueyes aramos los
surcos de la historia, mas no pudimos prever, aún sabiéndolo, los
resultados catastróficos del albedrío condicionado y no tan libre.
Suponemos que el viejo Demiurgo también lo sabe y actúa en
consecuencia. Si en el nuevo
continente crecía la injusticia contra los naturales y contra los
adversarios políticos del imperialismo europeo (que tampoco eran mejores
en ética), durante el infamante período de la conquista y colonización,
en Europa, Asia, Africa y las islas de Oceanía, la cosa no iba mejor.
La trata de esclavos —negros, amarillos o blancos, daba lo
mismo—, se incrementó de parte de árabes cazadores de carne de ébano
con base en Sierra Leona, Timbuktú, El Cairo, Dar Es Salaam y Zanzíbar;
y armadores de flotas negreras, como Aarón López, de Newport (Massachussetts),
encargados del transporte de carne negra. Los indígenas fueron
exterminados, en menos de dos centurias de colonización, con trabajos
forzados, a los cuales no estaban acostumbrados.
Tras el despoblamiento de aborígenes, desterraban a los africanos
de sus tierras ancestrales… para enterrarlos en los cañaverales y
haciendas de América. En
cuanto a los asiáticos, recibían desde el siglo XVI la poco deseada
visita de “exploradores” y “misioneros” a fin de ocupar el
continente y esclavizar a los naturales en sus propias patrias usando y
abusando de sus recursos. Tal lo hicieran ingleses, españoles,
portugueses, alemanes, franceses, belgas, holandeses y mercenarios de toda
laya, entre 1500 a 1900. La
ilustración no pudo —pese a todos nuestros esfuerzos— inculcar al
hombre común unas gotas más de conciencia.
Sólo sirvió en su momento a la clase burguesa ociosa, o a la
empresarial activa. Las logias conspiraticias cundieron por toda Europa e
incluso en el nuevo continente, muchas de ellas, invocando nuestro nombre
en vano. Especialmente las opuestas al sacro poder real, o al del
papado, se dieron cita en cenáculos excluyentes para lograr el triunfo de
las corporaciones transnacionales frente a las autoridades
monárquicas y eclesiales, en pro de menos tributos y por ende más
lucros. Desde ya declaro, que
ni Luth Baal, ni nosotros, fuimos responsables de esta lucha de intereses,
aunque las corporaciones anticlericales y las logias rosicrucianas se
autoproclamaran “luciferinas” a instancias del ex jesuita Adam
Weisshaupt, fundador de una secta neopagana denominada “Los
Iluminados”, cuyo emblema se convirtió en El Gran Sello que acompaña,
en notas bancarias de curso legal o ilegal, la antípoda sonrisa idiota
del general Washington vestido de verde-dólar. Muchas de las primitivas
corporaciones europeas de constructores, vieron —en sus tiempos de
penurias, especialmente— sus logias de artes y oficios inficionadas de
torvos políticos, abogados marrulleros, mercaderes tramposos, clérigos
sigilosos, armadores esclavistas, mercenarios, contrabandistas o lo que
fuesen, buscando una suerte de pacto de silencio que encubriera sus
trapacerías. Fue así que,
como experimento burgués de toma del poder, se preparó la revolución
francesa. La nobleza y la monarquía se habían tornado parásitos que vivían
impúdicamente sus excesos a costa del pueblo… y de los patrones
burgueses del pueblo, por lo que los “ilustrados” decidieron abolir o
atenuar poder a la monarquía… para evitar intermediarios en su expansión
al exterior. Recordad que
durante los gobiernos monárquicos, Francia careció de ambiciones
imperialistas ultramarinas, excepto durante el reinado de Carlomagno, que
por otra parte, aún no era Francia tal como la conocemos, sino una serie
de reinos dispersos de origen celta o latino (el latino, en verdad os
digo, no es más que un celta civilizado, mediterráneo y concupiscente en
exceso). Tras la revolución y el Terror jacobino, surgiría Napoleón
Bonaparte, quien extendiera aunque efímeramente, las fronteras de la
Francia republicana en Centroeuropa. Posteriormente, los burgueses mostrarían
la hilacha al anexarse el norte de Africa musulmana, incluyendo el Egipto
y de paso confiscando tesoros culturales para los museos de París, además
de Indochina, Canadá, Louisiana, Guayana y otros territorios. Ni la Rusia
zarista se libró de la geofagia imperial gala en ese banquete de
tiburones, barracudas y sardinas. Pero
volvamos un momento al período post-revolucionario jacobino. Nos
preocuparon entonces los excesos cometidos en nombre de la libertad,
igualdad y fraternidad —que, por otra parte, era una expresión de
nuestros propios deseos—, aludiendo a “pactos luciferinos” en las
logias masónicas para justificarlos. Dantón, Marat, Robespierre y otros
intelectuales burgueses, llevaron el terror a la más alta expresión de
la política, y la ingeniería social a su acepción más perversa, siendo
ellos mismos víctimas de su celo revolucionario.
Ya no se trataba solamente de exterminar a la nobleza, sino de
acallar todas las voces disidentes, incluso populares.
Pues ¿qué importa el pueblo a la burguesía, heredera de Fenicia
y Cartago? Liberté, egalité,
fraternité,
su divisa política aparentemente justiciera, quedó convertida
en mito engañabobos, en un momento en que las monarquías europeas se
adherían al Kultùrkampf
y se “iniciaban” en las logias, martinistas, cabalistas,
rosicrucianas o illuminati, nobles, políticos, mercaderes, usureros y
piratas, mezclados en un cambalache discepoliano. Por supuesto que las colonias inglesas de América estaban en
plena efervescencia revolucionaria a fines del siglo XVIII, pues se
rumoreaba que la madre patria británica estaba a punto de declarar fuera
de la ley la trata de negros, como os mencionara antes, e incluso
planteaba abolir la esclavitud en todos los dominios británicos.
La trata y el empleo de mano de obra esclava era la razón de ser
de los colonos y aventureros de Norteamérica, por lo que dieron en
conspirar —en complicidad con los propios burgueses empresarios ingleses
y holandeses de las Indian Companies—,
acerca de la posibilidad de emanciparse de Su Majestad George III,
haciendo negocios por separado con la West India Co, que entre corsarios
no se pisarían la pata de palo, ni buscarían la paja en ojos tuertos.
El imperio azucarero del Caribe estaba a un paso de las trece
colonias de Nueva Inglaterra, así que poco les costó pactar con el
general Burgoyne para que se dejase derrotar por Washington en un par de
batallas de utilería. No iré a extenderme sobre este tema, que bastante
literatura existe sobre ello. Sería redundante mencionarlo, pero la
verdadera razón de independencia de las provincias ultramarinas de España,
Inglaterra, Francia y Portugal, fueron económicas y no políticas.
Y no fue el pueblo o las clases populares quienes participaran en
su ejecución —salvo en calidad de carne de cañón—,
sino los intelectuales y militares al servicio de los mercaderes de
materia prima e importadores de manufacturas. Por tanto, mientras los
burgueses ingleses colaboraban en la independencia de la América del
Norte, también solventaban a
los “revolucionarios” y “patriotas”, contra España y Portugal,
con la sana idea de imponer el librecambio y apoderarse del sistema económico
de los nacientes estados de la América luso-hispánica. Bolívar, Sucre,
Moreno, Monteagudo, Belgrano, San Martín ( En 1809 fundó la logia
Lautaro en Buenos Aires, aunque era ajeno a los propósitos británicos,
fue usado para tales fines, hasta su abnegada renuncia al mando del Ejército
de los Andes), O’Higgins (fundador de la logia
América de Londres), Miranda (fundador de la logia
Independencia de Londres), el propio don Pedro I, José Bonifácio y
otros, actuaron, más como agentes encubiertos ingleses, que como
comandantes de guerra de la independencia.
De todos modos, si los indígenas la pasaron de mal en peor durante
la conquista y la colonia, su situación bajo los nuevos gobiernos
criollos “independientes” (de España que no de Inglaterra) empeoró
progresivamente y pese a proclamarse sus derechos en el papel, fueron
exterminados en el peor de los casos. En el mejor, arrinconados en
reservas o empujados a lugares inhóspitos.
Siempre con la Bendición del Diablo, como dicen los
fundamentalistas cristianos cuando se refieren a nosotros, aunque el
calvario indígena fuese en nombre de Jesús crucificado o la
“civilización”, y repudiado por nosotros los Arcángeles rebeldes y
luchadores por la libertad responsable. La férrea esclavitud de los
afroamericanos, tampoco acabó al romper lazos con las metrópolis, y en
la práctica se la prolongó hasta más de un siglo después. Muchas
guerras genocidas, tanto civiles como internacionales, se darían en los
nuevos estados americanos hasta bien entrado el siglo XX.
En parte por disputas territoriales, en parte para exterminar a los
indígenas, mestizos y zambos chúcaros, para reemplazarlos con
inmigrantes europeos.
c
Las más
atroces luchas se dieron entre los Estados Unidos y México; entre Bolivia
y Perú contra Chile; o Argentina, Brasil y Uruguay contra el pequeño y
mediterráneo Paraguay, en el siglo XIX; o entre éste y Bolivia en los años
treinta del siglo XX. No es mi propósito citaros todas las guerras al detalle,
pero las más despiadadas fueron entre los gobiernos y los indígenas;
especialmente en los nacientes Estados Unidos de América, donde fueron
masacradas naciones enteras de pieles rojas, y sometidos los
sobrevivientes a una infamante humillación y confinamiento en reservas
casi inhabitables. En la actualidad, los escasos sobrevivientes del trágico
genocidio, intentan reagruparse para ensayar una nuevo modelo de
organización que los aglutinase, sin distinción de origen, nacionalidad o
cultura, que de hecho son muy variadas.
Mas tampoco deberíamos soslayar el comportamiento agresivo de las
etnias anteriores a la conquista, cuyas guerras y escaramuzas eran
bastante crueles y poco amigables. Excepto el incario de Pachakuteq, el
cual tuvo un largo período de próspera y justiciera paz, en el resto del
continente eran frecuentes las hostilidades entre tribus y naciones.
La ley del Retorno (Karma,
dicen los brahmanes) quizá haya hecho su parte para humillarlos en pago a
sus desmanes. Mas, de todos
modos nos revulsionó la crueldad de los conquistadores y criollos
quienes, tras las teatrales guerras de independencia, se apoderaron del
poder en el nuevo continente. La
cultura afroamericana, tras la tardía manumisión de la esclavitud, se
hizo carne y se integró con la de las nuevas naciones independientes, en
tanto Africa era colonizada y sometida a servidumbre por los
bwana europeos en esa misma época.
Asia corrió la misma suerte en nombre del librecambio.
Especialmente India y China por parte de Inglaterra, Japón por parte de
los Estados Unidos e Indochina por parte de Francia.
Nacían los nuevos imperios de ultramar y las thalassocracias
neofenicias tomaban cuenta de antiquísimas culturas —con sus luces y
sombras, naturalmente—, en nombre de la civilización cristiana y
occidental. El despegue económico de las potencias de la era industrial,
derivó justamente de tales desigualdades asimétricas, de trato político,
económico y cultural. El Demiurgo lanzaba sus huestes de carne y hueso
sobre el mundo, pese a nuestras intenciones de dar oportunidad de evolución
a todas las culturas, incluso las más exóticas, en nombre de la libertad
de creencias; en la creencia de que todos los seres humanos proceden del
mismo tronco raigal. También
descienden de las mismas ramas de la floresta africana,
y, en verdad os digo, que toda teoría racista o religiosa en
contrario carecerá de fundamento.
y
Nosotros,
los ángeles rebeldes, estábamos siendo rebasados por las huestes leales
al Demiurgo, y casi no teníamos chance de revertir la violencia humana, a
la que el poeta latino Quinto Horacio Flaco denominara metafóricamente: Homo
hómini lupus, que luego sería citada por Tácito y posteriormente
por Hobbes en su obra “Leviathan”. La aparentemente sincera y cínica
sobreestimación de los europeos, acerca de su potencial económico y político
(y de fracasar éstos, el militar), los
impulsó a civilizar paganos en
su propio hábitat, exigiéndoles de paso, prestación de mano de obra,
tributos para Su Majestad y hasta derechos de pernada.
Nosotros nos infiltramos entonces en los focos de resistencia de
los sometidos, en cuerpo de algún líder carismático nativo que los
liberara. Nos unimos a los desesperados, en un arranque de compasión
para aliviar su dolor sin el paño vil de la resignación, mas con la
rebeldía de la dignidad. Pero
los excesos de la especie humana y casi inteligente, también alimentan
nuestra conciencia, dándonos más opciones para seguir el crecimiento del
cosmos. Durante la expansión de las potencias coloniales, muchas culturas
fueron, si no aniquiladas, permeadas por los nuevos amos y sus costumbres,
no todas austeras ni edificantes que se diga.
Entre ellas, el consumo de alcohol. El bebedizo etílico y su poder
adictivo, fue uno de los más dañinos a las culturas originarias.
Luego los ingleses pusieron de moda el consumo obligatorio de opio
en China, cañonazos mediante. En
Europa, el té, el chocolate, el azúcar, sembraban colesterol y triglicéridos,
amén de calorías extra, engordando de paso las cuentas de los nuevos
fenicios rubios. También en Europa, muchos blancos pobres eran sometidos
a servidumbre por deudas, generalmente de usura. Bastantes de ellos fueron
enviados al nuevo continente en carácter de siervos, en labores
calificadas (artes y oficios), y no recuperaban la libertad hasta pagar íntegramente
deuda e intereses. Es decir: nunca. Como veis, tanta ambición metálica y
despiadada no podría provenir de nosotros, como os lo hicieran creer.
Homo sapiens lleva entre
otras cosas, el estigma de la dualidad, que lo impulsa a extremos
laterales y polares, cuando debería transitar por el medio.
¿Cuándo aprenderán estos monos lampiños, que el fiel de la
balanza está en el mismo centro y no en los extremismos?
Es por ello quizá, que sus revoluciones reivindicativas
—orientadas por la ira, antes que por el amor— se han caracterizado
por los excesos, como la revolución francesa y la bolchevique en Rusia,
que dicho sea de paso, merece ésta algunas reflexiones de mi parte. Mucho
se ha hablado de la Revolución comunista por parte de historiadores, ideólogos,
teóricos sociales y refutadores de leyendas, lo que me inhibe de
relatarla in extenso.
Apenas os diré —a modo de reflexión meditada—, que su fracaso
posterior en las postrimerías del siglo XX, se debió a que sus ideólogos
decidieran dar un salto —cuantitativo, que no cualitativo—, desde el
feudalismo zarista autoritario al socialismo “científico”, sin medir
con precisión el ancho del abismo que separa ambos conceptos.
Hablando mal y pronto, como si vosotros alguna vez intentaseis
promocionaros del segundo grado primario al tercer curso
secundario, sin quemar etapas intermedias. Por otra parte, según nuestros
implacables archivos históricos, el capitalismo y el comunismo,
aparentemente opuestos conceptualmente, son en realidad nacidos de la
misma cuna, engendrados en la misma semilla, mamados en la misma leche y
primos hermanos entre sí. Tanto
los Rothschild europeos, como los banqueros neoyorquinos que financiaron
la Revolución (Kuhn, Loeb & Co.), eran iniciados y hermanos de logia con Lenin, Engels, Bronstein (Trotski)
y Marx. El objetivo de la
gran finanza no era el redimir a la clase proletaria, sino polarizar al
mundo en dos fuerzas capaces de incrementar la tensión y el miedo, para
facilitar la venta de armamento a los satélites incondicionales de ambos
sistemas. Los albores del último
siglo próximo pasado, fueron eufóricos y alentadores, tras las guerras
franco prusianas, la de Crimea y las revoluciones o motines populares,
aunque algo desorientados y sin una meta determinada.
Pero el huevo de la serpiente no cesaba de empollar al monstruo, y
las fraguas de Hefaistos seguían forjando acero para la muerte, con una
precisión cada vez más refinada y mejor puntería.
Las armas del nuevo siglo prometían más poder destructivo que las
de todos los milenios precedentes en conjunto. Las acerías de Krupp
estaban construyendo al gigantesco cañón Bertha
con un alcance de cuarenta kilómetros y un calibre de ¡400 mm!
Las industrias siderúrgicas británicas ya estaban ensayando
tanques blindados y ni qué decir los “arsenales de la democracia” en
América del Norte. No faltaría
mucho para que estallase una nueva guerra entre las potencias coloniales
de Europa, que arrastrarían a sus pueblos a una matanza fuera de serie.
Ni tampoco sería la última, pese a las aparentemente buenas intenciones
de los comanditarios de la política mundial. Pero ésta, la del
1914/1918, sería la última guerra caballeresca, como veréis en seguida,
aunque ensuciada con venenosos gases vesicantes, como prolegómeno de las
futuras guerras sucias. Ya estábamos pensando seriamente en recalificar a
la humanidad bajo el rótulo de mono-sapiens,
cuando algunos sabios descubrieron la posibilidad de partir al átomo,
indivisible desde los tiempos de Demócrito, liberando una energía
inconcebible, cual despistados aprendices de hechiceros nigromantes.
w
Apenas
terminada la primera guerra del siglo XX, se insinúa la creación del
arma de la Guerra Final, capaz de arrasar ciudades enteras y hasta al
propio planeta. A manera de comparación acerca de la crueldad de las
guerras contemporáneas, os mencionaré algunos guarismos, extraidos desde
mis implacables archivos. Durante la Primera Guerra Mundial, hubo un total
de 9.800.000 muertos, de los cuales un 95% fueron militares y 5% civiles.
La Segunda Guerra Mundial, se saldó con 52.000.000 de muertos y
casi hubo empate entre militares beligerantes (52%) y civiles (48%).
La Guerra de Corea, cinco años después, sacrificó
9.200.000 vidas, de las cuales apenas un 16 % fueron combatientes y
un 84 % civiles inermes. En
cuanto a la guerra de Vietnam, aún se desconocen cifras exactas, pero
no bajarían de nueve millones, casi la mayoría civiles.
He aquí la muestra irrebatible de la perversidad de la política
mundial, sea del bando que fuese. No
pasaría mucho tiempo, desde la Gran Guerra Europea, para que nuestras
esperanzas de detener la violencia homicida y la locura se desvanecieran
en medio del fragor de otra gran guerra mundial en mitad del siglo pasado,
rematada esta vez por dos hongos nucleares que eclipsarían al Sol
Naciente. Tras esa guerra se resolvió a instancia de una de las potencias
económicas y militares emergente, crear una suerte de Entente de
Naciones, que ya había demostrado su inoperancia durante el breve período
de entreguerras. Esta vez le
cambiarían el nombre, aunque no la inepcia ni el sometimiento servil a
las potencias victoriosas. Bajo
el “mandato” de las Naciones Unidas, las hostilidades permanentes y
consecutivas estuvieron a la orden del día; haciendo los nuevos líderes nacionalistas
caso omiso del inepto Consejo de Seguridad, extendiéndose los conflictos
a los países africanos, árabes, asiáticos y sudamericanos, sin contar
guerras civiles y violencia urbana, bajo la Guerra Fría y la Doctrina de
la Seguridad Nacional, impuesta por los Estados Unidos y sus socios
capitalistas. Mono
sapiens perdía el pelo pero no las mañas.
El planeta se dividió políticamente en dos bloques alineados con
“los rojos” o los capitalistas, según fuesen sus tendencias y formas
de tiranizar a sus respectivos pueblos, aunque de diferente modo. No
tardaría en aparecer otro tercer bloque denominado “no alineados”,
que intentaría negociar con ambos anteriores, en un vano intento de
obtener ventajas de dios y del diablo,
como decían los creyentes en las cosas divinas e inasibles. Pero
la orgía de sangre continuó tras la ruptura del llamado bloque
socialista y la emergencia de la única potencia hegemónica que llegaría
a dictar sus pautas al planeta: Los Estados Unidos y sus satélites político-militares,
empresaurios y políticos
venales. Tras la obtención del dudoso título de Primera Potencia Mundial
a fines del siglo XX, los Estados Unidos iniciaron las primeras guerras
del siglo XXI, contra países pequeños, pobres e indefensos, cual
pistolero matón del viejo oeste enfrentándose con alfeñiques en algún
“saloon” de Texas, como os mencionara antes.
Esta vez con armas de alta tecnología y también con errores
garrafales de alta tecnología, que les permitiera abatir a “fuerzas
amigas” con sus propios misiles o matar soldados aliados por error, lo
que se hubo dado en Afganistán y en Irak.
Pero si antes de 1914 las guerras tenían un cierto concepto del
honor caballeresco, a partir del siglo XX, se ensañaron contra los más
indefensos, arrojando bombas preventivas
y gases químicos sobre civiles o disparando misiles contra escuelas y
hospitales, sin vergüenza alguna. Todo por poseer fuentes de petróleo y
alimentar a sus voraces consumidores de energía. La nación que acunara
desde su nacimiento a la esclavitud como divisa nacional, no podría
aspirar a otra cosa que su
grandeza a costa del resto del mundo, por lo que no era de extrañar su
obsesión de poder, ni negar su amor a las armas de destrucción masiva y
alta precisión. De seguro el Demiurgo y sus huestes estarían dando sus
bendiciones a los protervos piratas de nuevo cuño y sus mercenarios
genocidas de la ultraderecha cristiana, pues que los hay en todos los regímenes
políticos y en las principales confesiones “espirituales”.
De nada han servido el intelecto y el conocimiento con que
intentamos, cual Prometeos míticos, liberar al Hombre de las cadenas que
lo aherrojaban al instinto. Este
ha ganado, de momento, la batalla, predominando por sobre la conciencia y
la razón. El hipotálamo cerebral humano, lleva todavía dentro de sí
cuanto sus antepasados reptiles y mamíferos acumularan en millones de años
de supervivencia, miedo y situaciones-límite.
No podríamos hacer otra cosa, más que esperar que dicho órgano
(Baal Zebuth lo denomina kündabüffer, desde hace muchos milenios)
llegase a desaparecer definitivamente de la anatomía humana. La maldita
dualidad mal equilibrada, sigue haciendo estragos éticos en el ser humano
(más bien diría que está siendo… pero aún le falta mucho para ser).
La dicotomía Bien vs. Mal, es una invención de un antiguo profeta
parsi llamado Tzarathustra, quien imaginara a un fantástico Ahura Mazda (Ormuz) autor de todo bien, enfrentado a Ahrimán,
espíritu del mal, con el que lucha desde el principio de la eternidad.
Es cierto que la dualidad positivo y negativo existe en todo el
universo, ya que la polaridad es el principio fundamental de la primera
Ley Cósmica, así como los principios activo y pasivo, o
masculino-femenino de la generación. Pero no son necesariamente antinómicos,
sino complementarios. El Yin
nada puede sin el Yang. Pero
de seguro, si tal lucha existiese, para estas alturas debiera acabar en
empate técnico o definirse por tiro penal, como dicen en el fútbol. Como
dijera antes: ni el Demiurgo es el bondadoso viejecito sentado sobre albas
y avellonadas nubes, arrojando bendiciones sobre el mundo; ni los Arcángeles
rebeldes somos los esperpénticos embajadores de la mentira y lo oscuro. Somos todos nosotros seres de Luz, y damos luz a todos vosotros. Sólo que algunos prefieren
tener el interruptor de la conciencia apagado, para desentenderse de sus
responsabilidades cósmicas, no sólo para con sus semejantes de
diferentes culturas, sino para con todos los seres animados del planeta y
el cosmos, a través del Amor. Pero
llegará el tiempo de nuestra redención y volveremos al antiguo sitial
del Primer Empíreo, acompañados quizá de muchos de vosotros, hoy
mortales, mañana transmutados en energía pura y libres del peso de la
materia opaca y de la culpa. Entonces
nos habremos todos reunidos en el UNO de la conciencia cósmica habiendo
terminado el aprendizaje mutuo de las inmutables leyes universales a través
del dolor, el estoicismo y la felicidad.
Todo lo que “está arriba” es como lo que “está abajo”,
dice la Tabla de Esmeralda de Hermes Trismegisto,.
Lo que indica que se debe buscar el equilibrio entre las
polaridades latentes en vuestras conciencias, así como entre el instinto
y el raciocinio, sin lo cual vuestra evolución se retardaría más aún.
Mas para ello, miles de eras deberán transitar sobre nuestras espaldas,
sin dejarnos desposeer de lo último que supimos conservar por tantos
eones durante la búsqueda de vida inteligente, además de la jobiana
paciencia:
La
Esperanza.
Acerca
de un autor domiciliado
en
la vereda de enfrente.
Chester Swann
Nació
el 28 de julio de 1942 en el Dpto. del Guairá (Paraguay) y bautizado como
Celso
Aurelio Brizuela, quizá por razones ajenas a su voluntad o tal
vez por minoridad irresponsable —por parte del autor—, quien no pudo
huir de la obligatoria aspersión sacramental de rigor. Tras corta estadía
en su tierra natal, fue trasplantado a la ciudad de Encarnación en 1945.
Cuando sobreviniera la guerra civil de 1947, sus padres debieron emigrar a
la Argentina, por razones obvias; es
decir: por militar en la vereda de enfrente a la del bando vencedor; que,
de vencer los perdedores, según su deducción, se hubiese invertido la
corriente migratoria de la intolerancia.
Tras
radicarse su familia en el pueblo de Apóstoles, en la provincia de
Misiones en 1949 (RA), realizó sus estudios primarios hasta el 5º grado,
cuando sus padres se separaron por razones ignoradas, motivando su regreso
al Paraguay en 1954 con su Sra. madre, poco antes de la caída del
gobierno peronista y a poco de asumir el gral. Stroessner en su país como
ruler absoluto del Paraguay.
Pudo
completar el último grado de primaria en su patria, pero evidentemente
bajo la presión de una cultura aún extraña para alguien llegado del
exterior, por lo que apenas pudo lograr aclimatarse en su propio país
donde sus compañeros lo hicieron sentirse extranjero, desde entonces
hasta hoy, aunque ha recuperado su estatus de ciudadano del planeta en
compensación a tantos años de extranjería no deseada.
El
arte lo llamaba a los gritos, más que la necesidad de tener una profesión
“seria”, por lo que intentó aprender el dibujo y la música, en parte
con maestros y en parte por sí mismo, en una híbrida autodidáctica y
limitada academia (1960-67).
De todos modos, insistiría en ambos lenguajes expresivos y pasaría
por varias etapas antes de decidirse por la ilustración gráfica y la
composición musical, muchos años después, incluso, de su regreso de la
ciudad de Buenos Aires donde pasara un tiempo en compañía de su padre aún
exiliado (1959/1960).
Tras
especializarse en humor gráfico para sobrevivir, trabajó en la prensa
(ABC color, LA TRIBUNA, HOY y algunas revistas de efímera aparición),
donde además incursionaría en periodismo de opinión, cuento breve y
humor político, para lo cual derrocharía ironía y sarcasmo: sus sellos
de identidad. Algunas de sus
obras literarias o gráficas quizá han de pecar de irreverentes, pero
reflejan fielmente el pensamiento de un humanista libertario, sin
fronteras, y que se cree ciudadano de un planeta que aún no acaba de
humanizarse del todo.
Por
la militancia política de su padre —guerrillero del Movimiento 14 de Mayo y prófugo de la prisión militar de Peña
Hermosa—, este inquieto habitante de la Vereda de Enfrente, sufriría
persecuciones y varias estadías entre rejas. Por otra parte, su ironía e
irreverencia, manifestada en versos y canciones, no contribuirían a
lograr que lo dejaran fácilmente en paz, por lo que, en un alarde de
creatividad se transformó en una entelequia
bifronte llamada Chester Swann el
rebelde,
olvidándose del otro,
fruto de un bautismo de pila y burocracia civilizada (Imbecivilizada, diría
después con su sorna característica).
Con
este nuevo patronímico y alter-ego,
dio en componer canciones (dicen que fue convicto de dar inicio al mal
llamado “rock paraguayo”, lo cual no es del todo cierto), esculturas
en cerámica y algunas obras pictóricas (por entonces utilizaba aún lápices,
pinceles, acrílicos, acuarelas, óleos y toda esa vaina) , con lo que se
hizo conocido bajo tal identidad ficticia.
A
partir del defenestramiento de la larga tiranía de Stroessner, pasó a
autodenominarse como el Lobo
Estepario. La razón
principal pudo haber sido el hecho de no integrar cenáculo culturoso ni
grupo, clan o jauría intelectual alguna, (de puro tímido nomás) como
tampoco en política partidaria ni en los círculos artísticos en boga,
trazando sus propios senderos, a veces ásperos y escabrosos, en los
oficios elegidos para su expresión y quizá por sus convicciones ácratas
y libertarias, rayanas en el anarquismo más nihilista que se pueda
imaginar. Recuérdese que el lobo de las estepas es solitario y elude
andar en manadas como sus otros congéneres de la montaña.
Quizá por no comulgar con la mentalidad de rebaño, tan común en
ese animal social llamado humanidad (el Hombre,
cuanto más social se vuelve más animal según su percepción particular)
Pudo
obtener premios literarios y algunas menciones, además de crear sus
propios canales expresivos, lo que lo convirtiera mediáticamente en una
suerte de arquetipo iconoclasta
de la música rock paraguaya,
entre otras cosas; aunque prefiriese ser simplemente un juglar urbano
“latinoamericano”, más que rockero
paraguayo, como podrán comprobarlo al escuchar sus composiciones en
“Trova Salvaje”, su primer CD conceptual, o leer en RAZONES DE ESTADO,
su primera novela publicada (aunque tiene más de catorce obras literarias
inéditas aún).
Durante
la “transición” (mejor dicho “transacción) ha participado en
movimientos independientes y colaborado con ONGs en diversos proyectos
sociopolíticos, aunque este sujeto cree más en lo cultural que en lo
ideológico-doctrinario; pues que no le trinan las doctrinas, según suele
decir este escéptico empedernido.
Tanto, que a veces hasta le cuesta creer en si mismo.
Podrán
visualizar, leer y escuchar a un poeta ladrautor
del asfalto y contemplarse en estas imágenes situadas entre lo
cotidiano y lo fantástico. Seguramente
habrá muchas personas que no saben quién diablos es este tipo que se
hace llamar El Lobo Estepario,
pero si se toman la molestia de hurgar en este material electrónico, podrán
salir de dudas… o acrecentarlas de una vez y para siempre.
Es que este individuo siempre ha sido un signo de interrogación,
incluso para él mismo.
Ver
en la web:
www.chesterswann.blogspot.com
www.tetraskelion.org
Swann,
Chester (Paraguay)
http://letras-uruguay.espaciolatino.com/aaa/swann_chester/index.htm
Sangre
insurgente en los surcos (novela completa)
.............................
Swann,
Chester (Paraguay)
http://letras-uruguay.espaciolatino.com/aaa/swann_chester/index.htm
La tiranía de la DESINFORMACIÓN como
estrategia de dominación global.
……………………..
http://
www.bookandyou.com
Chester
Swann (Paraguay) Razones de Estado (Novela ilustrada)
Referencias:
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