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Algo ajeno y lejano |
A Isaac Asimov y Carl Sagan, in memoriam |
La doctora Xenia Zverdlova apartó,
casi asqueada, sus negros ojos eslavos de curvilíneas pestañas, del
monitor del microscopio de barrido electrónico con el que exploraba
muestras proveídas por los científicos de Baikonur.
Poco le faltó para vomitar sobre su albo guardapolvo de fajina,
pero tuvo tiempo limitado para correr al lavabo antes de hacerlo allí,
como desandando de contramano lo ingerido en la semana.
Sus colegas del Laboratorio de Exobiología de la Academia de
Ciencias de Moscú, se extrañaron ante su repentina y poco previsible
reacción. No tardó la
doctora en regresar, con el rostro demudado por una fuerte impresión y
los ojos dilatados, que delataban al desgaire su malestar. Su natural expresión de serenidad neo soviética, se hallaba
extrañamente ajena, como si hubiera trocado su personalidad en menos de
un minuto. El doctor (quien más, quien menos,
tenía dos o tres doctorados allí) y biólogo molecular Yevgeny Feodorov
la miró sorprendido, acercándose para asistirla por si se sintiera mal
por algún motivo lógico… y además, para no perder la oportunidad de
abrazarla, cosa poco frecuente en el aséptico instituto.
Ella, se echó sollozando en los
brazos de su colega, mientras repetía entre hipos:
“—¡No puede ser cierto, no… es imposible!” —¿Qué le ocurre, doctora
Zverdlova? —preguntó, sospechosamente solícito el colega, apretándola
fuertemente como al descuido—. ¿Se siente mal?
¿Necesita algo?
—¡Es horripilante, doctor Feodorov!
¡Nunca he visto algo similar! —respondió ella, tras recobrar
lentamente la compostura habitual en los fríos científicos del
prestigioso Instituto moscovita. Hasta pudo zafarse nuevamente de la solicitud de los brazos
de Feodorov, quien hesitó en soltarla, pero lo hizo, aún a pesar suyo a
causa de la agradable y tibia sensación de tenerla abrazada.
—¿A qué se refiere, doctora?
—volvió a interrogar el científico, con cara de
indulgencia autoconcedida, tras el caballeresco gesto de muro de
lamentos de la dama.
—¡Esa cosa horrenda, que nos la
enviaron de Baikonur…!
—¡Ah! Se refiere sin duda a esos
microorganismos que trajeran nuestros cosmonautas del casquete polar norte
de Marte. ¿Los estuvo
estudiando usted?
—Comencé a hacerlo ayer —dijo la
doctora con voz aún entrecortada—, y me sorprendió la manera en que
han evolucionado hasta hoy, tras descongelarlos.
Y, no sólo se han multiplicado en proporción geométrica… sino
que han aumentado diez veces su tamaño original… y no sé hasta qué
dimensiones seguirán creciendo. Por el momento, son bastante más pequeños
que los tardígrados, aunque sus dimensiones originales eran poco mayores
que las de una bacteria común del tipo “helicobacter pylori”, unos
diez nanómetros.
—Hasta ahí, todo más o menos
normal —dijo Feodorov, todavía sin dar muestras de preocupación—.
Pero… ¿Qué la ha puesto en este estado?
—Esas… cosas, o lo que fueren…
las vi… al principio parecían microorganismos monocelulares ordinarios
—respondió la bióloga—. Pero,
al ir creciendo en tamaño… están mutando extrañamente a formas casi
antropomórficas, aunque lejos de parecerse a… humanos. ¿Comprende?
¡No hay que permitir que sigan creciendo y multiplicándose sin
control, aunque lo ordene el Kremlin por intermedio del KGB!
—¿No podríamos aislarlas en lugar
de destruirlas? —volvió a preguntar Feodorov—.
Sería una lástima tener que hacerlo por simples sospechas de que
podrían ser peligrosos. Miles
de millones de euros fueron invertidos en esta expedición a Marte.
Nuestro deber es verificar todo el material que trajeran nuestros
astronautas desde un planeta lejano y ajeno a nosotros.
Somos científicos, no policías.
Además, tampoco la policía, al menos la de ahora, arremete a
priori con simples sospechas. El
camarada Stalin ha muerto, y espero que para siempre ¡Dios nos libre!.
—Eche una ojeada, y no de vista
gorda, doctor Feodorov, a esos bicharracos, antes que sea demasiado tarde.
Y lo que es peor, parecen tener algo de… inteligencia… y, hasta
juraría que ellos
me estaban observando.
Esto
último sorprendió sobremanera al citado, al punto de hacerle abandonar
su fría actitud, casi normal en los científicos, exonerados académicamente
de la capacidad de asombro ante lo insólito.
No demoró éste en precipitarse frente al visor del artefacto
ampliador de imágenes. Si
llegó a ver algo inusual, no lo demostró a primera vista, pero ya no
despegó la mirada del monitor por un buen rato. Observó
unas formas casi gelatinosas que parecían moverse, como burbujas que se
inflan y, efectivamente, pudo percibir que estaban adoptando formas casi
humanoides, aunque de menos de 0,005 milímetros cúbicos.
El doctor Feodorov no pudo reprimir un estremecimiento casi
lindante con el pánico, aunque intentó disimularlo con una terca máscara
de indiferencia casi estoica. ¡Y
seguían aumentando de tamaño! La
doctora Zverdlova lo alentó a seguir observando los especímenes venidos
de otro mundo que, no por limítrofe y, casi del vecindario como quien
dice, dejaba de tener ese aire de ancestral misterio.
Por algo los antiguos relacionaron a Marte con la guerra, la
violencia y… el hierro forjado para matar (siempre es comprensible echar
la culpa a otros de nuestras debilidades y vicios). Casi
una hora más tarde, ya los diminutos seres disponían de un complejo
organismo multicelular, y parecían moverse en torno a una forma
indefinida, aunque sin agredirla. Más
bien como si temieran acercarse a ella, la que tenía un tamaño algo
mayor, aunque de parecida configuración y morfología… o como si
mantuviesen una actitud de respeto. De
seguro, aún serían invertebrados, pero ¿y si continuaban desarrollándose
y evolucionando a esa velocidad? Todo
pronóstico era impredecible por el momento, como el curso de la política
mundial. El
doctor Feodorov apartó por fin sus ojos del monitor electrónico y miró
a la doctora, como interrogándola al respecto.
Mas ésta, tampoco las tenía todas consigo y su estupefacción
delataba una carga de interrogantes, muy superior a la que planteaba la
inquisidora mirada de su colega. La
doctora, reprimiendo su frenética ansiedad, casi fuera de cauce, preguntó
a su vez: —¿Dejarán de crecer en algún
momento? Creo que habrá que montar una guardia permanente aquí, para
controlar que estos… no sabría cómo denominarlos… sigan creciendo
indefinidamente hasta colapsar la capacidad del laboratorio, si no del país
entero. Aún no tenemos idea acerca de su constitución biológica,
preferencias alimenticias, ciclo de vida, morfología, etcétera. Y por la manera de transmutarse y por su capacidad de
supervivencia, deben ser muy evolucionados… o muy primitivos.
—Creo que tiene razón, doctora.
Pero, de momento, no nos dejemos invadir por el pánico.
Disponga usted misma las acciones a tomar y las precauciones
debidas. No creo que sean gérmenes
o alguna forma patógena agresiva. Tampoco han hecho intento de atacarnos… hasta el momento,
pero, si continúan su crecimiento, dejarán de ser microorganismos
simples. Establezca una
guardia permanente de biólogos profesionales expertos y anoten cada
minuto u hora de observación y, de ser posible, hagan una secuencia
fotográfica de esas… formas vivientes.
Si sobrepasan ciertos límites, los someteremos de nuevo a
tratamiento de frío, similares a las condiciones en que fueron hallados.
—Lo
haré, doctor Feodorov. Ahora
mismo. Una semana más tarde, el laboratorio
de exobiología de la Academia de Ciencias de Moscú, era un hervidero de
científicos cada vez más curiosos y, cosa insólita, parecían disfrutar
del espectáculo de esas aún diminutas criaturas, casi visibles a simple
vista, aunque aparentaban todavía una masa amorfa y gelatinosa en
movimiento, lento, pero sospechosamente amenazante.
Una parte de esa masa casi informe había sido aislada en otras
probetas, procurando de alimentarla con lactobacilos u otras formas orgánicas,
aunque a los alienígenas parecía no llamar la atención… ni excitar su
apetito, si es que lo tuvieran. Simplemente
crecían… y se individualizaban. Ya eran visibles individualmente, en
un microscopio óptico de 800 x, y daba para suponer que no tardarían en
serlo a ojo desnudo en poco tiempo más.
El agua destilada parecía facilitar su desarrollo, y la exigua
cantidad de ésta había sido asimilada por los seres en una de las
probetas. Hasta ahí, era ya
una certeza hermenéutica. Deberían continuar haciendo cambios
en la “dieta” de esos seres, para descubrir qué les gustaba y qué
parecía no importarles. Evidentemente,
no eran del todo ajenos a una suerte de inteligencia grupal, aunque no
se podía suponer si disponían de sentidos o alguna manera de
percibir su entorno, pese a contar con cilios ambulacrales y
“miembros” motrices. A
medida que aumentaban su tamaño, perdían ese aspecto de gusanos
gelatinosos y espásticos, como de nematodos. Pronto descubrirían que esas formas
de vida no precisaban de órganos de percepción y daba para deducir que
se hallaban a sus anchas en inmersión de agua destilada, pues, para
entonces, a un mes y medio del descubrimiento de la doctora Xenia
Zverdlova, eran observables a simple vista y parecían diminutos
esferoides elásticas, individuales con movilidad propia, merced a
extremidades filiformes articuladas o flexibles, con las cuales se
desplazaban a cierta velocidad en el agua o por el fondo de las
probetas… como si pudiesen caminar sin resistencia. Los hasta entonces escépticos —y,
si se prefiere, cínicos— científicos, no pudieron evitar que se les
amotinara su casi olvidada capacidad de asombro, ante el fenómeno,
aparentemente incontrolable, de la multiplicación y desarrollo de esa o
esas, formas de vida exterior. Los especímenes, no sólo se multiplicaban en proporción
geométrica, sino que, además, iban aumentando de tamaño y adoptando
formas insospechadas. Algunos hasta jurarían que los habían
visto desplazarse sobre dos o tres extremidades, como si tal cosa,
mientras agitaban ¿nerviosamente? Sus cilios superiores, que remedaban
rudimentarios “brazos”, aunque carecían de una “cabeza”, salvo
que todo su cuerpo cumpliera tal función de centro nervioso y procesador
de “sensaciones”. Por entonces, ya eran miles, y, por
la cuenta, irían en aumento demográfico por lo que, en un alarde de
creatividad, los científicos moscovitas dieron en aislar a las colonias
en distintos contenedores, enviando muchos de ellos, debidamente
congelados con helio líquido, a Akademgorodok, una pequeña ciudad
situada en los páramos de la taigá
siberiana, donde viven unos treinta mil científicos de elite y
estudiantes becarios a fin de hacerse cargo éstos, de los especímenes.
Así, en animación suspendida, eran más fáciles de controlar, ya
que su ciclo se detenía, sin evolucionar.
Poco más tarde, miles de ellos
fueron reduciendo nuevamente su tamaño, hasta casi volver a su estado
primitivo, gracias al frío. Tres meses más tarde, los diminutos homúnculos (alguna denominación debían tener, aunque los científicos
no estaban del todo seguros, acerca de qué venía la cosa), obrantes en
Moscú, ya alcanzaban el tamaño de medio dedo meñique… pero su
desarrollo no tenía trazas de estacionarse.
Para entonces, los científicos descubrieron que sólo el agua
destilada, carente de minerales, era la sustancia que los “alimentaba”
por así decirlo; la carencia total del vital líquido los deshidrataba,
hasta reducirse de tamaño en forma involutiva, tal como habían llegado
desde el planeta rojo, en forma de microorganismos congelados y en animación
suspendida. Pero vayamos al origen del caso,
iniciado dos años antes, específicamente un 22 de abril de 2034, en
Baikonur, Kazakstán. En esa fecha se lanzó una
espacionave “Krasnaya Zvedsda” (Estrella Roja) con seis cosmonautas,
con destino al planeta rojo. Los
americanos y chinos habían intentado un par de expediciones años antes;
pero, a los problemas técnicos poco previstos, se les sumaron problemas
humanos. Debieron retornar
sin haber puesto pie en el planeta rojo y, con algunas bajas por
negligencia. La convivencia en condiciones de
enclaustramiento celular, la alimentación casi sintética, la escasez de
agua y los problemas de higienización y reciclaje de residuos orgánicos
de los expedicionarios, se tornaron intolerables y, tras ataques de locura
y claustrofobia de los responsables, se les ordenó regresar, aunque
varios quedaron por el camino, sin aclararse nunca las causas de sus
decesos. Los científicos soviéticos —tras
la restauración del socialismo por la vía
suave de las elecciones parlamentarias, a causa del fracaso económico
y cultural de los anteriores sistemas “liberales”—, resolvieron
instalar bases espaciales intermedias en una suerte de trabajo de
hormigas, a fin de que sus cosmonautas en tránsito pudieran descansar,
distenderse y disfrutar de intimidad, al estilo de las antiguas “postas
jacobeas” del llamado Camino de Santiago.
Para tal menester, debieron construir
varias estaciones espaciales e instalarlas pacientemente a lo largo de las
posibles rutas a Marte. Cada
una de ellas era autosuficiente y disponía, no sólo de científicos,
sino hasta de mecánicos y jardineros hidropónicos, amén de biólogos
para la crianza de animales pequeños para fuente de proteínas.
Nada parecía librado al albur, pero no faltarían imponderables e
imprevistos, que no son siempre vistos, por más científicos que fuesen
los proyectistas y organizadores, aunque en apariencia nada fallaría.
Hasta decidieron liberar la convivencia sexual entre astronautas de
ambos géneros, para evitar el aburrimiento y la agresión, principales
factores de fracaso de periplos espaciales prolongados. Un día soleado de abrileña
primavera, partió la “Krasnaya Zvedsda”, impulsada por los potentes
motores de la lanzadera “Energía”, ahora remotorizada con nuevos
impulsores de antimateria y combustible sólido.
La primera estación los aguardaría a una distancia media entre la
Tierra y la Luna, donde podrían pasar unos días de relax y ejercicios,
antes de recluirse nuevamente en los estrechos cubículos de su nave.
Para entonces ya habían prescindido
de la lanzadera principal y sólo les quedaba el impulsor de la etapa
final, cuyos motores podían ser accionados o apagados según las
exigencias de su trayectoria. La inercia espacial, más que los
impulsores, era la que movería la nave hacia la órbita de Marte, tomando
impulso desde la órbita de Júpiter, por extraño que parezca, ya que el
planeta rojo se hallaba casi al otro lado del sol respecto a la Tierra,
por lo que unas circunvoluciones jovianas la acelerarían al punto de unos
ciento setenta mil kilómetros por minuto, debiendo encontrarse con la
segunda estación espacial que orbitaba a Europa (satélite de Júpiter)
por entonces. Otros días de descanso allí, los
pondría en estado anímico para el salto final.
Las demás estaciones estarían disponibles en la ruta de regreso,
ya que el propósito de la expedición era traer especímenes minerales y
organismos, si los hubiere, considerando la poca amistosidad —por no
decir hostilidad, del clima marciano—, al menos para con organismos terrícolas
poco preparados. Los seis meses de travesía inicial
los pasaron, si no demasiado bien, sin problemas técnicos considerables.
Pero, como se dijera antes, los problemas de relacionamiento
interpersonal eran todo un desafío, aún para curtidos cosmonautas
no sólo entrenados técnicamente, sino con yoga, psicofísica, artes
manuales y otros conocimientos que reforzarían sus mentes para la misión.
Un día, a finales de setiembre del
mismo año, pudieron entrar en la órbita marciana y contemplar a ojo
desnudo lo que sólo conocían por fotografías de sondas espaciales del
siglo anterior. El planeta se veía en cuarto creciente y no aparentaba tan
hostil. Phobos aún estaba
orbitando velozmente, aunque a no más de diecinueve mil quinientos kilómetros
del planeta. Deimos ya se había
estrellado cinco años atrás y el enorme cráter de su impacto en Valle
Marineris, era ominosamente visible desde la nave.
Quizá haya entrado en pérdida de velocidad hasta ser atraído por
la gravedad marciana. Entre los seis expedicionarios había
tres mujeres, por razones obvias: La
bióloga Irina Barishnikova, la ingeniera Vanya Yevtushenkova, la geóloga
Valentina Alekseieva, quien se ocuparía de las muestras con la primera. Los otros eran, en este orden Jules
Alexandrov, ingeniero y responsable de las comunicaciones; Piotr
Yevtushenko, esposo de la ingeniera de a bordo y también ingeniero, y
Yuri Tchernenko, piloto del orbitador.
Sólo cuatro de ellos bajarían hasta la superficie marciana,
debiendo los dos restantes mantenerse en órbita para retransmitir a la
Tierra cuanto ocurriera en Marte. La zona escogida era el casquete polar norte, por suponer que
allí habría hielo y, por ende, agua.
Para el descenso utilizarían un módulo aterrizador que, tras las
operaciones, quedaría definitivamente abandonado en el planeta, debiendo
regresar al orbitador con un módulo extra, llamado eufemísticamente
“el salvavidas”, el cual acoplarían a la nave principal para el
retorno. No tardaron en posicionar el
orbitador para el descenso de los que explorarían el planeta: Irina
Barishnikova, Valentina Alekseieva, Piotr Yevtushenko y su esposa Vanya,
quienes deberían explorar los hielos polares y tomar muestras para
estudiarlas en la Tierra. Horas
más tarde, el módulo aterrizador (o amartizador, si se prefiere) se
desprendía de la nave para dirigirse al polo norte del planeta rojo.
La maniobra fue bien sucedida y, a los pocos, los cuatro
expedicionarios, tras un suave descenso en paracaídas y globos
amortiguadores, pudieron poner pie en el sitio previsto. Tras buenas horas de exploración y
recolección de hielo, en forma de agua y Co2 congelado, amén de rocas y
otros elementos, introdujeron sondas para explorar los estratos del
subsuelo hasta unos veinte metros de profundidad a fin de estudiar su
contenido. Allí,
descubrieron lo que parecían ser microorganismos en suspensión vital,
que fueron debidamente depositados en herméticos envases para su traslado
a otro mundo… ajeno y lejano. Tras
la exploración y recolección de muestras, los cosmonautas dieron fin a
la visita al planeta rojo, aunque quizá con la esperanza de un no lejano
retorno al mismo. Días más tarde, ya acoplados al
orbitador, emprendieron el regreso a su añorada Tierra, dejando atrás un
mundo solitario, frío y hostil. Por
si acaso, los microorganismos o
lo que fuesen, fueron puestos en un freezer
de helio líquido. Los especímenes obrantes en el
laboratorio del Instituto de Exobiología, dependiente de la Academia de
Ciencias de Moscú, estaban asombrando a los científicos por la velocidad
con que crecían y se multiplicaban.
La doctora Xenia Zverdlova intentó frenar su crecimiento
reduciendo la provisión de agua destilada en que medraban, lográndolo a
medias. Es decir, dejaron de
multiplicarse, pero no aminoraron su crecimiento. Para entonces, cada uno de estos especímenes tenía su
probeta de cristal blindado, pero cada dos días había que congelar a
unos cuantos para frenar su atroz demografía exponencial.
Los que iban quedando en observación,
debieron ser sometidos a bajas temperaturas casi cercanas a –100º C, a
fin de poder estudiar su organismo. Solamente
congelados podían serlo, pues se movían velozmente y parecían
percatarse del interés que suscitaban, en esos gigantescos bicharracos
que los observaban a través de sofisticados instrumentos, secuestrando
cada tanto a varios de ellos con destino ignorado.
Aún ignoraban, los especímenes, en qué mundo se hallaban.
Su memoria genética conservaba brumosamente el recuerdo de un
pasado remoto en que, al estallar su mundo originario por la explosión de
su estrella central, fueron proyectados al espacio exterior, reduciéndose
paulatinamente su tamaño y sus funciones vitales por las bajas
temperaturas y nulas presiones interestelares. Mas no perdieron la noción de ser o
existir, excepto que, poco podían hacer, salvo esperar.
Su mundo originario se había fragmentado en millones de partículas
y cada una de ellas se radió al espacio profundo.
La que los transportara, se estrelló en un planeta extraño muerto
hacía eones, y allí permanecieron otro lapso de tiempo en suspensión,
hasta que, al aumentar la temperatura exterior y ser sumergidos en ese
elemento, comenzaron a recuperar conciencia de sí.
Ahora, tenían el tamaño y desarrollo suficiente para percibir que
estaban en otro mundo, muy alejado en años-luz del suyo… y rodeados de
seres gigantescos que los observaban con casi malsana curiosidad, tal vez
con temor, pero no hostiles y, llegado el caso, hasta podrían ser
amistosos, salvo que… tuviesen temor de ellos. Cuando comenzaron a dejar de ser
colonia de esporas e individualizarse, dieron en dividirse para poder
recuperar su forma originaria y sobrevivir en donde se hallasen… a como
diera lugar. Fueron separados
y depositados en muchas sustancias, casi todas líquidas, pero sólo una
de ellas les fue útil para medrar: agua destilada; es decir, carente de
minerales y oligoelementos en suspensión.
Allí, se sintieron a gusto, pero cuando eran demasiados, muchos de
ellos fueron sometidos a frío intolerable y sacados de allí con rumbo
desconocido. Ahora quedaban sólo unos cuantos
individuos y en medio de agua congelada a –30º Vahr
de su escala de mediciones (aproximadamente –100º celsius),
cayeron en cuenta de que estaban siendo estudiados por otras formas de vida ajenas y lejanas, aunque no tenían
muy claro para qué. Sabían
o tenían conciencia de que deberían seguir desarrollándose, hasta
adquirir su forma definitiva; pero sólo podrían hacerlo a temperatura
normal, lo que para ellos equivalía a 23º Vahr
(aproximadamente –12º Celsius), aunque podrían tolerar y
adaptarse a temperaturas más altas o más bajas, hasta cierto límite. En el estado en que se hallaban,
sumergidos en hielo sólido, no podían moverse ni desarrollarse… pero sí,
podían sentir y pensar. De
momento, se limitarían a seguir esperando, hasta que algunos de ellos
pudiese romper su encierro forzoso y huir de allí.
Luego verían qué hacer… para tomar cuenta del nuevo mundo en
que se hallaban. La doctora Zverdlova y el doctor
Feodorov pudieron finalmente examinar con rayos X, ecógrafos y resonancia
magnética, a los extraños organismos que tenían aún cautivos en
congelamiento. Aparentemente no precisaban de oxígeno, aunque tampoco lo
desdeñaban. Tenían un
liviano exoesqueleto flexible que crecía con ellos, o se estacionaba según
el caso. De momento, los
especímenes aparentaban reproducirse por división simple no sexuada.
Además, no requerían aparentemente de alimento alguno, salvo que
medraban más libremente en soluciones de agua destilada.
Pero la carencia de ella sólo limitaba su multiplicación, no así
su crecimiento y desarrollo, aún en seco. Ambos
biólogos estaban intrigados por esos organismos que, pequeños y todo,
aparentaban tener una forma rudimentaria de raciocinio o inteligencia,
aunque no sabían de momento cómo entablar comunicación con esos seres.
De pronto Xenia Zverdlova sugirió la posibilidad, no del todo
descabellada, de llamar a los estudiantes del Esalen Institut para el
desarrollo de facultades Y
(psi). —Creo que podemos intentarlo, doctora. Estos seres son aparentemente pequeños y rudimentarios, pero asombra su capacidad de desarrollo y, sobre todo, de organización. Habrá notado que la única manera de controlarlos es recurriendo al congelamiento o al… digamos, genocidio, aunque suene cruel. Si conseguimos comunicarnos con ellos, sabremos a qué atenernos. —Sí, doctor Feodorov.
Y hasta creería que, a partir de un momento dado, ellos nos están
observando a nosotros. Tal
vez sólo sea mi imaginación, pero no puedo evitar esa sensación de ser
espiada… por algo lejano y ajeno.
—Ahora que lo dice, creo que podría
ser. Y hasta juraría que estas formas de vida no son precisamente
originarias de Marte, aunque las hubieran colectado allí.
—¿En que basa tal hipótesis,
doctor? —preguntó preocupada Xenia, que ya intuía algo semejante royéndole
incisivamente la imaginación.
—En que sólo se han ido
transmutando aquí, tal vez por hallarse casi
en su ambiente. Probablemente
llegaron a Marte desde algún mundo demasiado lejano, en épocas muy
remotas y se mantuvieron allí en estado de suspensión animada, hasta ser
recogidos por nuestros exploradores.
¿Recuerda la explosión de lo que ahora conocemos como Cancer
Nebula? Nuestros antepasados
pudieron verla, pero dadas las distancias cósmicas, es probable que tal
evento hubiera ocurrido miles de años antes.
Quizá alguna supernova haya destruido su mundo originario. ¿No lo
cree posible?
—En el cosmos todo es posible,
hasta lo imposible —exclamó Xenia, ligeramente esperanzada—. A partir
de ahora no deberíamos desdeñar ninguna hipótesis, por disparatada o
absurda que pudiera parecer. Hasta
creería que son aún más antiguos de lo que suponemos ahora. Y tal vez,
hasta diría que… extra galácticos, si me permite la idea.
Tal vez a veces pecamos de excesivamente antropocéntricos, pero
nunca hay que desechar probabilidades. El
mooluk comenzó a sentir que su cuerpo se dilataba, pero no pudo romper la
caja de cristal blindado en que se hallaba aislado.
La capa de hielo que lo cubría comenzaba a licuarse, gracias a la
progresiva aceleración molecular que liberaba energía desde su mente.
Pronto podría dilatarse hasta quebrar el contenedor en que se
hallaba aprisionado, recuperando su libertad de movimientos. A
estas alturas, ya estaba consciente de dónde se hallaba.
Podía “sentir” los latidos mentales de sus captores y así
penetrar en sus mentes. No
perdería mucho tiempo para adoptar alguna forma que le sirviese de
escondite y mimetizarse de la vista de los demás seres extraños que
pululaban por doquier. Era casi seguro que, de hallar su prisión violentada, lo
buscarían por todos los recovecos del enorme complejo en que se hallaba. Los
alienígenas que lo tenían prisionero, quizá con fines de análisis de
su organismo, no tenían idea de sus capacidades polimórficas y telepáticas.
Hasta podría perderse visualmente en los tantos equipos o máquinas
que había por allí, desde donde espiaría a sus captores en procura de
liberar a sus congéneres. Pronto
el mooluk pudo quebrar el duro cristal, tras recalentar el agua destilada
con su energía vibratoria. No
demoró en verse libre y, liberar a los demás congéneres encerrados en
similares contenedores, procurando hacer el menor ruido posible para no
alertar a la guardia que, sin duda, estaría por allí. —Debemos
mimetizarnos con el entorno
—pensó uno de ellos, aún innominado y el primero en liberarse, dirigiéndose
a los demás, que comenzaban a llenar el estrecho laboratorio—.
De lo contrario nos someterán
de nuevo con su arma del frío.
—No
será difícil
—pensó uno de ellos—. Podemos
camuflarnos con las paredes y el techo, hasta poder salir de aquí.
Pero siento que tienen una atmósfera muy rica en nitrógeno y oxígeno.
Tal vez podamos convertirnos en esos elementos y pasaremos
totalmente desapercibidos, hasta que abran puertas y podamos salir afuera
entre su propia atmósfera.
—Sugerencia
aceptada
—pensó el primero—. Podríamos
reducirnos a partículas no visibles para ellos y proyectarnos por los
conductos de ventilación, una vez que estén abiertos.
Así
lo hicieron. La
doctora Zverdlova no demoró en notar los restos curubicados de la hermética
caja de cristal blindado y, las demás, abiertas y totalmente vacías.
La alarma cundió por los fríos y asépticos pasillos del
laboratorio moscovita, aunque no se hallaron rastros de los alienígenas
cautivos. Xenia ordenó
cerrar todos los conductos, puertas y aberturas posibles.
Tenía una idea clara de que los intrusos podían tomar formas
insospechadas y poseían un alto poder de adaptación a situaciones-límite
y condiciones hostiles, pero no podría dejarlos ir así nomás, con las
imprevisibles consecuencias que ello deparase a la aún desinformada
humanidad. Llamó
al doctor Feodorov para concertar alguna estrategia de recuperación de
sus especímenes, con la urgencia requerida para Emergencia Uno. No
tardó el biólogo en hacerse cargo de la situación, sugiriendo la
presencia de sensitivos del Esalen Institut para intentar localizar a los
fugitivos. —Creo que hemos cometido un error
al subestimar la capacidad e inteligencia de estos seres, doctor —dijo
compungida Xenia Zverdlova—. Ahora
estamos en un serio aprieto, pues ignoramos si estos seres son o no
hostiles y si podremos llegar a comprenderlos.
Ya les hicimos bastante daño con nuestros estudios y eliminando a
muchos de ellos, sólo por temor. —Tiene razón, doctora —respondió,
no menos contrito, el doctor Feodorov—.
Y tengo la leve sospecha de que no han salido de aquí.
Probablemente están mimetizados en el entorno. Debimos tener en cuenta su increíble capacidad de adaptación
e intentar comunicarnos con ellos, antes que usarlos como cobayos. No
tardaron en llegar diez jóvenes adolescentes con altas capacidades Y,
enviados del Esalen de Moscú.
Pronto se diseminaron por el entorno y concentraron sus mentes para
transmitir un mensaje, previamente redactado por la doctora Zverdlova. “Queremos comunicarnos con ustedes. No abrigamos intenciones hostiles, sino tan sólo conocerlos
y determinar vuestro origen y morfología física.
No queremos haceros daño, repito.
Queremos comunicarnos con ustedes, seres de las estrellas.” Todo
el día los sensitivos, a una, estuvieron “pensando” dicho mensaje,
tanto en el idioma ruso, como con símbolos gráficos y aguardando, en
vano respuesta de los alienígenas “marcianos”.
Cuando ya comenzaba a cundir el desaliento, la doctora Xenia
Zverdlova sintió cosquillas en su mente, en forma de diminutos ecos,
hasta que éstos fueron haciéndose inteligibles. “—Nosotros no queremos ser
hostiles, pero estamos a la defensiva y queremos libertad de acción.
No estamos armados y sólo queremos sobrevivir.
¿Por qué nos tienen aquí y qué mundo es este?” “—Los hallaron nuestros exploradores en un planeta de nuestro
sistema y los trajeron aquí para estudiar otras formas de vida ajenas y
lejanas” —pensó Xenia,
dirigiendo su mente a la señal—.
“Estábamos en la creencia de que podrían ser microorganismos
alienígenas, los primeros en ser descubiertos fuera de nuestro planeta,
pero no esperábamos que tuvieran inteligencia, al principio.
Debo reconocer que estábamos equivocados.
No tenemos intenciones de dañarlos, sino sólo conocerlos y
comunicarnos, además de estudiarlos en vivo para determinar sus funciones
orgánicas y capacidad de regeneración, de la que aquí carecemos los
terrícolas”. “—Y después, ¿qué irán a
hacer con nosotros? Necesitamos
un mundo donde subsistir, y éste, si bien reúne algunas condiciones,
sigue siendo hostil, aunque en varias generaciones podríamos adaptarnos.
Pero debemos suponer que ustedes ya están rebasando la capacidad
de este mundo, degradándolo y nosotros no queremos luchar para sobrevivir
en un planeta en vías de extinción”. “—Podría manifestarse uno de ustedes, de ser posible el líder,
para mantener un intercambio con nosotros?” —prosiguió la doctora Zverdlova con ansiedad mal contenida.
¿Y después, qué?… “—No tenemos líderes tal como
ustedes lo interpretan. Todos
somos uno y cada uno de nosotros somos todos.
Ustedes deben demostrar que no nos crearán problemas e indicarnos
posibles mundos no habitados, para nosotros”. “—Creo que tienen razón.
El universo es demasiado vasto para luchar por espacio vital.
Quizá podríamos ayudarlos a colonizar un planeta de nuestro
sistema o alguno de por ahí, pero necesitamos conocer vuestro organismo
para determinar dónde podréis desarrollaros en paz.
Tenemos medios para un viaje, pero debemos saber hacia dónde.” No
tardó en materializarse un mooluk ante ellos, en su tamaño normal y
forma real, poco más voluminoso que un humano corriente.
Realmente era casi
humano, aunque sus miembros poseían cientos de articulaciones y órganos
prensiles tentaculares. Poseía
una suerte de caparazón dorsal articulada como la de un armadillo y sus
miembros ambulatorios eran tres, igualmente articulados y con extremos
prensiles, quizá para mejorar su estabilidad en un planeta con escasa
gravedad. Su cuerpo, casi
translúcido y polimorfo, no demoró en hacerse visible, opaco y
transmutarse hasta ser bastante similar a los humanos, al menos en
apariencia externa. Quizá
adoptó esa forma para no asustar a los captores, que el miedo es el padre
de la crueldad gratuita. Finalmente,
ya frente a frente con los científicos terrestres, el extraño ser pudo
exponer telepáticamente (no poseía boca ni órganos sensoriales
visibles) sus orígenes y explicar cómo funcionaba su organismo.
Señaló un mapa cósmico de la Vía Láctea que estaba fijado a
una de las paredes, expresando que la región que aquí se conoce como Pleidæ,
un cúmulo de estrellas muy brillantes, era su hogar eones atrás.
Una violenta explosión de su sol moribundo desintegró su mundo,
aunque ya estaban preparándose para tal contingencia, reduciendo al mínimo
su tamaño y vitalidad. Tras
la desintegración de su planeta, vagaron por el espacio, en uno de sus
incontables fragmentos por un tiempo inmensurable, hasta estrellarse en el
que se hallaban cuando fueron sacados de allí.
Sobrevivieron al impacto, pero no pudieron desarrollarse a causa
del clima hostil y la temperatura, muy inferior a la que estaban
acostumbrados. Por tanto,
permanecieron allí en estado de vitalidad suspendida, hasta que tomaron
nuevamente conciencia de sí en ese lugar al que fueron traídos hacía
poco. De
pronto, el mooluk señaló un mapa del sistema solar, que cubría otra
pared del laboratorio, como indicando que quizá les convendría retornar
a Marte, aunque precisarían de la ayuda de los terrícolas para ello.
Luego, se encargarían de hacerlo habitable. —Es muy árido y frío y les costará
alimentarse allí —exclamo la doctora Zverdlova—. ¿O es que ustedes
no precisan de alimentos? “—Nos nutrimos con la energía de
los rayos cósmicos y neutrinos y sólo precisaremos adaptarnos a las
temperaturas de ese mundo… ¿cómo dicen que se llama? Bueno. No
importa. Podemos, una vez allí,
lograr agua pura y cuanto necesitamos. Además, podremos controlar nuestra
demografía fácilmente. Como
dije, todos somos uno, y cada uno de nosotros somos todos.
Podemos reducirnos de tamaño hasta destino, y, una vez allí… ya
veremos” —terminó el mooluk. Dos
meses más tarde, una nave “Protón XXV”, impulsado por un cohete
lanzadera “Energía”, enfilaba hacia Marte, sin escalas, con un
cabezal autoguiado, desde el cosmódromo de Baikonur. Por primera vez en
muchos años, desde los días de la Guerra Fría, los soviets no hicieron
mucha bulla o propaganda acerca del suceso, ni del portentoso
descubrimiento de inteligencias extrasolares en suelo marciano.
La
carga no era pesada en demasía, ya que portaba apenas algunas
herramientas básicas, diminutos robots exploradores, amén de
microorganismos alienígenas, en solución –abundante, eso sí— de
agua destilada, con instrucciones precisas de descenso suave en el ecuador
marciano, con temperaturas más suaves que su polo.
Los “pasajeros” harían el resto.
En Moscú, Baikonur y Akademgorodok, los aún asombrados científicos, por esta vez, dejarían de lado su escepticismo recalcitrante. Nunca sabrían la denominación de origen del planeta de esas extrañas criaturas que, accidentalmente, recalaran incontables años atrás, en un planeta del sistema. Quizá hasta decidieran rezar a alguna invisible providencia, por la salud de los nuevos colonos de Marte, curiosamente reenviados desde la Tierra en una extraña operación de triangulación de insospechables aristas. |
Chester
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