Estación División del Norte |
Viernes de dolor |
Comimos juntos, como todos los viernes. Ese día me acompañó a casa pues fue la fiesta de su oficina y no tenía que regresar. Dijo que le parecía bellísimo el departamento. Sentí una gran vergüenza al escuchar sus palabras, yo lo veía tan feo como siempre; el viernes, peor que los demás días, pues dejé todo aventado tratando de salir a tiempo. Se
sentó en el único sillón decente. Le
preparé un nescafé. Lo
serví en la taza de plástico rosa, la menos fea que tengo. Con gran
cuidado, observó hasta el último detalle a su alrededor. Hicimos el amor
en mi recámara. A la siete en punto sonó el despertador, le recordé que
la vecina me cuidaba al niño y había que ir por él.
Pasaron
ocho días sin que me llamara. Durante toda una semana se formó un gran
nudo en mi garganta y un dolor en mi vientre iba en aumento conforme
caminaban los días. Esta mañana ya tenía un galón de llanto listo para
derramarse. No quería llorar frente al niño, ni frente a los vecinos, ni
frente al portero. Mi familia y amigas no lo entenderían, así que dejé
al niño como los otros viernes, saqué mi gabardina negra y me dirigí a
la Agencia.
No
sabía cuál capilla elegir, para el caso daba lo mismo. Mientras el
sacerdote exaltaba las cualidades de marido, padre y jefe del difunto, yo
sollocé a mis anchas, para la Comunión, lloraba tanto, que una señora
me abrazó con ternura. El final de la misa, mis hondos suspiros sobresalían
entre los demás lamentos.
Miré el reloj, salí y tomé un taxi pensando que llegaría justo a tiempo por el niño, celebrando que los acongojados concurrentes a la Capilla Tres de la Funeraria hubiesen podido acompañar mi dolor. |
Mariluz
Suárez Herrera
De "Una mañana cualquiera"
Ediciones Luna de Papel, Monterrey, N. L. México 2006
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