Estación Tlatelolco |
De cómo Benito Matela fue y tomó |
La
familia Matela se estableció en ese escondido pueblo de la Mixteca desde
la época del Plan de la Noria. Benito nació en una casa baja, de un solo
piso, muy simple de fachada, maciza de muros con aspecto de fortaleza.
Igual que todas las demás, no era por defenderse de los enemigos sino de
lo implacables terremotos. Era una casa incómoda y fea con un gran zaguán
y patio, elemento característico de las casas viejas, sin faltarle el
grueso baño de cal a todos los muros. Gruesa cal que al llegar la tarde
se mezcla con el calor y éste con vapores fétidos, sudor y mugre. Las
construcciones de este pueblo se acomodan una a una sin sombra que se
pegue a los muros. La invariabilidad del panorama hacía monótono el
paisaje y monótona la vida. Ese
día que nació hacía fresco
y las pocas personas que se encontraban en la calle limpiaban rápida y
eficazmente las deterioradas banquetas, consecuencia de la noche anterior
que habían pasado calientitos, en una celda, después de la acostumbrada
borrachera. Durante
su niñez Benito fue poseedor de una sonrisa amable, que tuvo la
desventura de desaparecer con el tiempo. Sus andanzas juveniles, las
jaladas de la escuela y los desahogos de la pubertad también pasaron. Su
pequeño cerebro no podía explicarse la descarada acción del hacha que
como cruel verdugo de práctica se hizo costumbre. Ya adulto, la
incomodidad de su vivienda, la promiscuidad y su escuálido salario
ayudaron a su afición. Estaba fuera de su casa el mayor número de horas,
su carácter alegre y dicharachero era bien conocido pero su existencia
fue pobre, fea y triste. De la misma manera en que sufrió la tala que le
proporcionaba un salario, sin que él mismo se diera cuenta, así surgió
ese hábito con el que hizo camino. Paulatinamente se fue desarrollando en
él una tendencia a la destrucción y al daño. Adoptó conductas
negativas y se cerró por completo a cualquier ayuda. Compartía su afición
con la pena de los pequeños delincuentes, con la miseria de los
menesterosos y con la vergüenza de los exconvictos. Junto con ellos, en
esas noches de libertad fingida manifestaba su dolor sumiso. Muchos
prejuicios había contra los de su clase, el pueblo, sin embargo, lo
toleraba y lo aceptaba como personaje molesto que indiscutiblemente ofendía
al recato. Soñó
con cambiar el mundo, al no poder conseguirlo, su enojo lo levó a
comprometerse con ese cosmos donde las abejas zumbaban y el agua
borboteaba iluminada por el agridulce sabor de la bebida. Cada vez que
tomaba licor, sentía que esa primera gota maravillosa, gota de oro, lo
volvía a la vida, remplazaba a la sangre que le corría por las venas en
licor de bienaventurada alegría. Su angustiada existencia se transformaba
paulatinamente en un templo de paz y tranquilidad por el que suavemente
posaba los pies. Se
transformó en un ser solitario. Bebía siempre a sorbos pequeños, su
respiración se había vuelto difícil, su esquelético cuerpo a duras
penas sostenía un rostro enrojecido. La noche que murió se hizo un
silencio absoluto cuando el propietario de local lo notificó con un
penoso y largo sonido gutural. No se sabe si le embargó el dolor de la
noticia o la pérdida de un salario semanal, que íntegro pasaba del
pagador a su bolsillo por intermediación de Benito Matela. |
Mariluz
Suárez Herrera
De "Una mañana cualquiera"
Ediciones Luna de Papel, Monterrey, N. L. México 2006
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