El
presente es
el primero
de un
conjunto de
artículos dedicados
a la comprensión
histórica de la reforma educativa que Martín Lutero impulsó en
Alemania a
principios del
siglo XVI.
Luego de
ofrecer algunos
indicios preliminares acerca de la vinculación entre el
pensamiento de Lutero y la crisis del
orden de
sentido medieval,
se procede
a tratar
en detalle
las ideas educativas
de este pensador. Se muestra, en primer lugar, de qué modo el tema
educativo se le presenta a Lutero como problemático y digno de atención.
En segundo lugar se despliega la propuesta educativa que Lutero formula
en vista de la problemática que tiene entre manos.
Palabras claves:
reforma educativa,
Lutero, orden
medieval, comprensión
histórica
This
is the first of two papers devoted to the historical comprehension of
the educational reform
promoted by
Martin Luther
in the
early 16th
century Germany. After
showing some
preliminary connections
between Luther’s
thought and
the crisis
of the
medieval order,
Luther’s educational
ideas are treated in
detail. First, it is shown in what way education is an issue for Luther,
and why it seems to demand closer attention. Second, Luther’s
proposals for an educational reform are unfolded as a response to the
wider problems confronted by his thought.
Key
words: educational reform, Luther, medieval
order, historical
comprehension
1. Introducción
1.
Introducción
El
presente trabajo despliega un camino inquisitivo que busca comprender a
fondo el pensamiento
de Martín
Lutero en
el campo
de la
educación. La
expresión “comprender a
fondo” debe
ser entendida,
aquí, en
un doble
sentido. En
primer lugar, se trata de superar (ir más allá de) el enfoque
usualmente adoptado en esta clase de
trabajos. Podríamos
caracterizar tal
enfoque diciendo
que éste
supone dogmáticamente que las ideas educativas de un pensador
del pasado forman parte de un
proceso histórico
de continuo
progreso del
saber humano
en esa
materia; progreso que culmina —al menos por ahora— en
nuestras presentes convicciones acerca de cómo y por qué debe educarse
a los jóvenes de una cierta manera. Desde esta
perspectiva, lo
que interesa
del pensamiento
educativo de otras
épocas es
en qué medida y de qué forma éste hizo “avanzar” esa “área”
particular del saber —de la cual se presume que está, y siempre ha
estado, en continuo perfeccionamiento. Por eso esta clase de investigación
busca detectar aquellas ideas del pensador que resultan
novedosas para
su época,
y que parecen ser
precursoras de
las nuestras actuales,
y distinguirlas
de aquellas
otras que
lucen como
conservadoras o retrógradas. Nótese que esto implica ver la obra
del pensador como una especie de colección
de ideas
independientes entre
sí, donde
cada una
de ellas
puede perfectamente sostenerse por sí sola, sin necesidad de
acudir a las demás. Más aún, de acuerdo con esa misma lógica, el
conjunto de ideas educativas de un pensador forma un “área”
de conocimiento auto-subsistente,
es decir,
fundamentalmente independiente de cualquier otra área en la cual
haya podido trabajar ese pensador.
Es
por ello
que las
investigaciones realizadas bajo
ese enfoque
pocas veces
necesitan recurrir a temas
ajenos al
estrictamente educativo para
construir sus
explicaciones.
Lo
que el
presente trabajo
pretende “superar”
con respecto
a ese enfoque dominante es, en pocas palabras, la ingenuidad histórica
en la que éste incurre. Por “ingenuidad
histórica” entiendo
la falta
de conciencia
crítica acerca
del carácter históricamente
contingente de
los presupuestos
sobre los
cuales se
basa ese
(o cualquier otro)
enfoque. Tal
ingenuidad permite
suponer que
la problemática
educativa de
nuestra época
particular fue
el tema de
fondo al
que trató de
dar respuesta el pensamiento
educativo desde
sus mismos
inicios, y
que nuestras
convicciones actuales en ese campo fueron, desde siempre, el gran
objetivo que ese pensamiento se
propuso alcanzar
—aunque ciertamente
de manera
defectuosa y
balbuceante. Esta posición parece olvidarse de una de las mayores
ganancias que, en términos de conocimiento crítico, nos ofrecieron la
antropología y la filosofía del siglo XX: la noción de “relativismo
cultural”, es decir, la idea de que toda realidad percibida y/o
comprendida depende (y se da sobre la base) del sustrato cultural en el
que ella aparece y
del cual
forma parte.
Bien conocidos
son, en ese campo, los
trabajos filosóficos
de pensadores
de la
talla de
Heidegger, Foucault,
Lyotard, MacIntyre y otros similares. De ellos se deduce,
claramente, que el tratamiento que una
cierta época
da a
una determinada
temática sólo
puede ser
comprendido adecuadamente —es decir, “a fondo”— si logra
comprenderse el sentido que dicha temática
tenía en
su contexto
original. El
despliegue de
ese contexto
de sentido epocal
torna a
ser, entonces,
una tarea
de vital
importancia para
el investigador (Fuenmayor,
1991).
Así
arribamos al
segundo significado
de nuestro
afán por
“comprender a
fondo” el pensamiento educativo de Lutero. Se trata de un tipo de
comprensión que busca destapar
el “fondo”
de ese
pensamiento —o,
mejor dicho,
su “tras-fondo”.
Ese trasfondo no
es otro
que la
época particular
en la
que Lutero vive,
y que constituye el
contexto fundamental e inseparable de su trabajo. La inseparabilidad de
ambos puede ser pensada en términos de la relación figura-fondo de la
Gestalt: cada uno
de los lados
de dicha
relación implica
al otro,
al punto
que intentar
prescindir de uno de ellos es destruir al otro. De hecho, el
procedimiento utilizado por el enfoque dominante que antes describimos
no hace más que tratar de separar la “figura” de su
“trasfondo”, obteniendo como resultado un conjunto inconexo de
elementos —en
este caso:
ideas educativas
o “áreas”
independientes entre
sí— carentes de un
sentido unitario que
los englobe
a todos.
Como veremos
más adelante, lo particular
del pensamiento
educativo de
Lutero es
que éste
parece responder a un cambio de fondo en la cultura occidental.
En efecto, a lo largo de nuestro camino
inquisitivo iremos
mostrando cómo
este pensamiento
nace de
la necesidad histórica de develar un nuevo orden de sentido para
Occidente, capaz de sustituir al declinante
orden de
sentido medieval.
Veremos, también,
que ese momento histórico
particular parece constituir el umbral de la Modernidad, es decir,
prefigura el
orden de
sentido al
que aún
hoy nos
hallamos sometidos,
al menos
parcialmente.
2. El rechazo del orden medieval
Cuenta
la tradición que el día 31 de Octubre de 1517, Martín Lutero clavó
en la puerta de la Iglesia de Todos los Santos, en Wittenberg, un
escrito que pasaría a la historia
como el
punto de
ignición de
la Reforma
Protestante. En
dicho documento —conocido
como las
“Noventa y
Cinco Tesis”—
Lutero atacaba
la práctica eclesiástica de la
“indulgencia”, un procedimiento
mediante el
cual el pecador
quedaba eximido de sus pecados a cambio del pago de una cierta cantidad
de dinero a la Iglesia.
Aunque
la indulgencia había sido practicada por la Iglesia cristiana desde la
temprana Edad Media, en su forma original no era más que la conmutación
de una pequeña parte
de la
penitencia por
la donación
de una suma
de dinero para
fines religiosos. Tal donación en ningún caso podía ser vista
como mérito suficiente para el perdón
de los
pecados, pues
ello exigía,
además de
la penitencia, la
confesión ante un sacerdote, el arrepentimiento sincero y la
absolución. A partir del siglo XII, sin embargo, las indulgencias se
transformaron en algo más atractivo para los fieles y más lucrativo
para la Iglesia. En ese su momento de mayor poder y esplendor, la
Iglesia medieval estaba en pleno proceso de expansión, lo que
implicaba, entre otras cosas, tener que multiplicar cargos eclesiásticos,
construir todo tipo de edificaciones (catedrales, iglesias, monasterios,
universidades, hospitales)
e involucrarse
en expediciones militares
(como, por
ejemplo, las
Cruzadas). Las
indulgencias se transformaron en
la principal
fuente de
financiamiento de
tales actividades
y progresivamente empezaron
a ser
presentadas como
el medio
de expiación
más seguro y
expedito, sustituyendo
incluso el
acto de
confesión. Con
el paso
del tiempo, el uso abusivo de las indulgencias se hizo notorio, y
para la época de Lutero adquirió unas dimensiones francamente
escandalosas. Así, por ejemplo, en 1476 el papa
Sixto IV
extendió la
autoridad de
las indulgencias
al purgatorio,
lo que significaba
que gracias a una donación en efectivo era posible lograr la liberación
inmediata de un alma que permaneciese atrapada en dicho sitio.
Más
tarde llegaron a ofrecerse
indulgencias válidas
para pecados
futuros y
otras que
abiertamente eximían al pecador de la necesidad de arrepentirse
por sus pecados. El tráfico de indulgencias
llegó a
convertirse en
un negocio tan
extenso y
lucrativo que
los banqueros más
poderosos en
la Europa de
aquel entonces
(los Fugger
de Augsburgo) terminaron por encargarse de su manejo.
Las
indulgencias fueron, pues, la causa inmediata de la protesta que Lutero
hizo pública
en aquellas
célebres circunstancias. Al igual
que muchos
otros hombres educados
de la época, Lutero
vio en
el tráfico de
indulgencias la manifestación más
cruda y
descarnada del
extremo de
degradación al
que había llegado la Iglesia para ese momento. Quizás por ello
mismo las “Noventa y Cinco Tesis”,
sin que
nadie se
lo propusiese
intencionalmente, se
difundieron por
toda Alemania con
inusitada rapidez
y pronto
levantaron una
polémica que
habría de incendiar
a Europa entera. Pero las indulgencias no eran, ni mucho menos, la única
situación percibida
por Lutero
como irregular
dentro de
la Iglesia. Tampoco
constituían la
causa de
fondo que
impulsaba el
aún incipiente
movimiento de
Reforma. Muchas
otras prácticas
de la Iglesia estaban
siendo puestas
en tela
de juicio: La opulencia y suntuosidad de la que vivían rodeados
los altos jerarcas de la Iglesia (y
cuyo punto
cúspide lo
representaba la
corte del
papa en
Roma), contrastaban con su pretendido papel de guías
espirituales. La posesión de ejércitos propios
por parte
del papa,
su continuo
involucramiento en
diversas guerras,
su intromisión en asuntos
de política,
el nepotismo
patente en
los nombramientos
eclesiásticos, todo esto hacía ver al “Vicario de Cristo” como
alguien preocupado más por
asuntos mundanos
que espirituales. A esto
se le
sumaba, además,
un sinnúmero de prácticas que, como en el caso de las
indulgencias, a todas luces no buscaban otra cosa que aumentar el
drenaje de recursos materiales hacia la Santa Sede.
Ahora
bien; Lutero
veía estos
males no
como un
alejamiento accidental
y pasajero de lo que el discurso oficial de la Iglesia planteaba
como ideal, sino como el resultado
inevitable de
una concepción totalmente
errada del
papel que
debía jugar la Iglesia
en el
mundo. Las
indulgencias, precisamente
por llevar
la depravación eclesiástica hasta su
límite, revelaban
con claridad
cuál era
ese problema de fondo que constituía la raíz de todos los
males. En primer lugar, en la práctica de las indulgencias se hallaba
implícita la suposición de que la Iglesia tenía el poder de influir
en los juicios y en las decisiones divinas —si es que no gozaba de
control completo
sobre ellos.
Sólo así
podía explicarse
que el perdón de
los pecados (en principio, un acto libre de Dios) pudiese ser
garantizado por decisión del papa
o de alguno
de sus
agentes.
Las
implicaciones que
esto tenía
eran sumamente graves:
si estaba
en manos
de los
jerarcas eclesiásticos
asegurar el perdón
de los pecados, entonces de ellos dependía también la salvación del
alma, que era el fin último de la vida humana y de la existencia de
este mundo. La Iglesia parecía desplazar a Dios de su sitial de honor y
atribuirse ella misma sus facultades. Por
otra parte, la
práctica de
las indulgencias
suponía y
promovía un
modo de relacionarse
con Dios que se reducía a una simple negociación comercial. A Dios
parecía no importarle otra cosa que el pago en efectivo que un pecador
le pudiese hacer por
concepto de los
pecados cometidos.
No importaba
si el pecador se
arrepentía o no de sus pecados, si estaba genuinamente dispuesto a
enmendarse, ni siquiera importaba si tenía fe o no, lo único que le
importaba a Dios, lo único que aseguraba
la salvación, era
cuánto dinero
podía pagar
esa persona.
En pocas palabras,
dejaba de tener importancia la disposición interna de cada individuo
hacia Dios, su
apertura hacia
El, la
experiencia personal
que se
pudiese tener
de su presencia.
Claro está,
la imagen
de Dios
como un
usurero universal
difícilmente podía servir de inspiración para esta clase de
experiencias.
El
problema de
fondo que
las indulgencias
ponían al
descubierto era,
entonces, el
que los
jerarcas de
la Iglesia se
habían elevado
por encima
de los hombres
comunes para convertirse en una especie de elite de “allegados” a
Dios, un grupo de privilegiados que tenía acceso directo al Creador,
que podía influir en sus decisiones
y que se
arrogaba el
derecho exclusivo
de hablar
en su
nombre.
Esta
elevación, a la vez, rebajaba a Dios a la condición propia de un príncipe
terrenal: incapaz de
gobernar el
mundo sin
el apoyo
permanente de
sus funcionarios,
eternamente rodeado
de su séquito
de cortesanos
y alejado
de las grandes masas,
siempre ávido por acumular riquezas materiales para preservar su
gobierno. De este modo entre el hombre
común y
Dios se abría
un abismo
insalvable. El
contacto directo entre ambos, sin la intermediación de la
Iglesia, resultaba impensable. Y lo único que los hombres le debían a
Dios era una obediencia incondicional a sus leyes (so
pena de
tener que
“pagar” las
transgresiones en
esta u otra vida),
sin que importasen
en lo más mínimo los móviles internos de esa obediencia.
Pero,
¿qué había llevado a la Iglesia a elevarse de esa manera por encima
de los demás seres humanos? Para Lutero la causa estaba muy clara: la
Iglesia había caído presa
del pecado
más abominable
de todos:
la soberbia.
Desde la
época de San
Agustín la
soberbia era
entendida como
el vicio
fundamental del
cual fluían todos
los demás pecados (MacIntyre, 1998, p. 155). Era lo que hacía que el
hombre se olvidara
de Dios
y concentrara todos
sus deseos
en torno
a sí mismo, en
el engrandecimiento de su propio ego. Por el contrario, la
humildad, entendida como la sumisión y obediencia a Dios, era
considerada como la virtud fundamental del buen cristiano. La soberbia
ya se había hecho presente en los mismos orígenes de la humanidad,
cuando Adán
y Eva
probaron el
fruto del
Arbol del
Conocimiento movidos por el deseo de ser iguales a Dios. Ese
primer acto de soberbia fue lo que desencadenó
su expulsión
del Paraíso
y todos
los males
que sobrevinieron
a consecuencia de eso. Del mismo modo, de acuerdo con Lutero, la
soberbia de papa
y sus acólitos parecía haberlos llevado a pensar que eran algo más
que simples seres humanos, que
estaban más
cerca de
Dios que los
demás y
que las limitaciones
propias de la condición
humana (como
la imperfección del conocimiento
y la debilidad de
carácter) no los afectaban. El lujo, el esplendor mundano, las ansias
de poder y todos las demás abusos en los que había incurrido la
Iglesia de la época no eran para
Lutero sino
manifestaciones de
esa gran
soberbia. Por
eso, cuando
en 1520 Lutero
hace su
primer llamado
público a
romper definitivamente
lazos con Roma, lo
que denuncia en primer lugar es esa soberbia:
Es
algo horrible
y aterrador
el que
el líder de
la Cristiandad,
que se
presume Vicario de
Cristo y
sucesor de
San Pedro,
viva en
un esplendor mundano
tan grande que en este aspecto ningún rey ni emperador pueden
igualarlo o, siquiera, acercársele, y que aquel que pretende el título
de “más sagrado” y “más espiritual” sea más mundano que el
mundo mismo. Lleva sobre su cabeza una triple corona, cuando los más
grandes reyes usan una sola; si esto se parece a la pobreza de Cristo y
de San Pedro, entonces se
trata de un nuevo tipo de
parecido . . . . Si
el papa rezara con
lágrimas a
Dios, tendría
que dejar
de lado
esas coronas,
pues nuestro Dios no
tolera la soberbia; y su cargo no consiste más que en esto: llorar y
rezar a diario por
la Cristiandad,
y dar
un ejemplo de
toda humildad.
(Lutero, 1520,
Abuses to be discussed in Councils; traducción y énfasis míos).
Más
adelante, en
el mismo
texto, Lutero
denuncia prácticas
como la
de besarle los
pies al
papa, cargarlo
como un
ídolo sobre
los hombros,
permitirle recibir la comunión
sentado en
vez de arrodillado,
y otras.
Pero su
critica no
se limita a estas cuestiones de carácter más superficial, sino
que toca también asuntos de mucha
mayor gravedad
y trascendencia. Lutero pone
en duda
dos pilares
fundamentales sobre
los que
descansaba el
poder del
papa en
aquella época:
su potestad exclusiva
para interpretar
normativamente la Biblia
y su
supremacía política sobre las autoridades temporales. Ambas
pretensiones se basaban en la idea de la superioridad del “estado
espiritual” (al que pertenecía todo el clero) sobre el “estado
temporal” (al que pertenecían todos los
laicos). Lutero
rechaza categóricamente tal superioridad argumentando lo
siguiente:
Es
pura invención que el papa, los obispos, los sacerdotes y los monjes
deban ser llamados “estado
espiritual”, mientras
que los
príncipes, señores,
artesanos y
campesinos deban llamarse “estado temporal”. Esto es, en verdad, una
buena pieza de mentira
e hipocresía.
Pero nadie
debería sentirse
atemorizado ante
esto, y
he aquí la razón: todos los cristianos verdaderamente
pertenecen al “estado espiritual”, y no hay diferencias entre ellos
que no sean las del cargo, como dice Pablo en I Corintios
12:12. Todos
somos un
cuerpo, aunque
cada miembro
tenga su
propio trabajo, mediante el cual sirve a todos los demás, y esto
porque tenemos un mismo bautismo, un mismo Evangelio, una misma fe y
todos somos igualmente cristianos; pues el bautismo, el Evangelio y la
fe de por sí nos hacen un pueblo “espiritual” y cristiano. (Lutero,
1520, The Three Walls of the Romanists; traducción mía)
Nótese
que Lutero
parte aquí
de una
idea de
igualdad fundamental
entre todos los seres humanos (o, al menos, los cristianos) ante
los ojos de Dios. Por ello nadie puede alegar, en virtud del cargo que
detenta, que tiene un acceso privilegiado al Creador, y que esto lo
autoriza a gobernar en la Tierra.
Tan
extravagantes, presuntuosas y torcidas obras del papa han sido
concebidas por el demonio,
con el
fin de que
bajo su
amparo pueda
éste con
el tiempo
traer al Anticristo
y elevar al papa por encima de Dios, como muchos están dispuestos a
hacerlo y lo han hecho. No es propio de un papa exaltarse a sí mismo
por encima de las autoridades temporales, excepto en labores
espirituales tales como predicar o absolver. En otras cosas él debe ser
súbdito . . . . Sus nobles están en el deber de impedir y castigar tal
tiranía. El no es Vicario de Cristo en el Cielo, sino de Cristo tal como éste
caminó sobre
la Tierra.
(Lutero, 1520,
The Three
Walls of
the Romanists; traducción y énfasis míos)
Vemos,
entonces, cómo el problema
aparentemente simple de las indulgencias escondía en su seno una
problemática de mucho mayor peso. Lo que Lutero
estaba cuestionando era
la posición
que la
Iglesia pretendía
ocupar en
el mundo, y
por tanto
el papel
que le
correspondía desempeñar
ante Dios
y los hombres.
Pero no
sólo eso.
Si examinamos
con cuidado
las citas
anteriores, notamos que
el problema
del papel
de la
Iglesia estaba
llevando a
Lutero a plantearse
cuestionamientos aún más radicales, tales como: ¿cómo debe
practicarsela virtud
cristiana de
la humildad?
¿en qué
consiste nuestra
condición como
cristianos ante los ojos de Dios? ¿cuál es la naturaleza de una
comunidad cristiana? ¿cómo debe
ejercerse en ella la autoridad? Eran preguntas que interrogaban por la
condición humana, por el papel que nos correspondía jugar dentro de la
Creación, por el
modo como
debíamos conducir
nuestras vidas
y los
bienes que
debíamos perseguir. Pero, yendo aún más a fondo, la protesta
de Lutero estaba poniendo sobre la mesa preguntas
estrictamente teológicas, como
por ejemplo:
¿Cómo gobierna
Dios al mundo
y por
qué necesita
a un Vicario? ¿En
qué consiste
la dualidad
“espiritual” vs. “temporal”? ¿Qué es el bautismo? ¿De qué
depende el perdón de los pecados y
la salvación
del alma?
Las respuestas
que Lutero
estaba empezando
a formular a todas estas preguntas entraban en conflicto con las
doctrinas establecidas por la Iglesia —de hecho, con gran parte del
acervo teórico acumulado durante los últimos siglos. Estas doctrinas
dominantes, a los ojos de Lutero, no eran más que producto
de la soberbia que
había cegado
a la
Iglesia y
que le
había impedido
atender e interpretar con el debido cuidado la palabra de Dios. La única
función de tales doctrinas era justificar, legitimar y promover esa
misma soberbia que las había originado.
No
es de extrañar, entonces, que una de las reformas que Lutero vio como más
urgente fue la de las Universidades. Las Universidades, por la
naturaleza de su actividad, eran el lugar más indicado para llevar a
cabo el tipo de debate que Lutero estaba proponiendo y para comprobar la
legitimidad de sus planteamientos. De estas instituciones, por tanto,
podía y debía partir un movimiento de profunda reforma de toda
la cristiandad.
Pero las
Universidades eran,
precisamente, los
principales centros de
elaboración, difusión
y defensa de aquellas concepciones
erróneas que Lutero
estaba combatiendo:
Los
asuntos de
los que
hablo son
de domino público,
y sin
embargo carezco
de palabras para contarlos. Los obispos, los sacerdotes y, sobre
todo, los doctores en las Universidades,
que cobran
sus salarios
para tales
fines, debieron
haber cumplido con su deber y haber escrito y gritado contra
estas cosas; pero han hecho todo lo
contrario. (Lutero,
1520, Abuses
to be
discussed in
Councils; traducción
mía.)
El
que las Universidades hayan podido ponerse al servicio de los errores y
abusos de
la Iglesia
le indicaba
a Lutero
que estas
instituciones también
habían caído presa
de la
generalizada decadencia
espiritual y
se habían
olvidado de
la misión original
que les
dio su
sentido: defender
la verdadera
fe cristiana
de todo error,
pecado y herejía. Hacía falta, entonces, encaminarlas nuevamente hacia
esa misión, lo
que implicaba
depurar el
currículo universitario de gran
parte del material
de estudio
que con
el tiempo
allí se
había acumulado
hasta obstruir
por completo el acceso a la Palabra de Dios.
¿Qué
otra cosa
son las
Universidades, si su
condición presente
permanece inalterada, que, como dice 2 Macabeos 4:9,12, Gymnasia
Epheborum et Graecae gloriae (“lugares para entrenar a los jóvenes en
la gloria de los griegos”), donde prevalece la vida disoluta, las
Sagradas Escrituras y la fe cristiana poco se enseñan y el ciego y
pagano maestro Aristóteles reina por doquier, incluso más que Cristo?
(Lutero,
1520, Proposals for Reform, Part III; traducción mía)
El
cambio curricular planteado por Lutero en ese mismo texto distaba mucho
de ser superficial. Pedía la eliminación inmediata de toda la filosofía
natural y moral de Aristóteles
(Física, Metafísica,
Del Alma,
Etica Nicomaquea),
que para
aquel momento constituía el tronco central de la formación
universitaria. En los estudios de teología
proponía disminuir
o eliminar
la lectura
de los
Cuatro Libros
de Sentencias de Pedro Lombardo y de los escritos de los Padres
de la Iglesia, textos entonces considerados como
básicos e
indispensables para
esa disciplina.
En el campo del
Derecho, Lutero abogaba por abandonar el estudio del derecho canónico,
lo que para la gran mayoría de los juristas de la época debía
significar, simplemente, la destrucción
del objeto
de estudio
de su
disciplina. En
resumen, con
estas propuestas Lutero estaba desmantelando no sólo el currículo
universitario medieval —tal como éste había sido concebido y
practicado al menos desde el siglo XIII—, sino las bases mismas de
todo el cuerpo de conocimientos desarrollado en los siglos precedentes.
Todo
lo anterior pone en evidencia uno de los aspectos del pensamiento de
Lutero que resulta de la mayor importancia para la investigación que
aquí estamos adelantando. Se trata de que, más allá de los asuntos
circunstanciales que ocupaban la atención
de Lutero
de manera
explícita —como,
por ejemplo,
el caso
de las
indulgencias—, su
pensamiento parecía
estar destinado
a cuestionar
a fondo
la totalidad del orden que hasta ese momento había regido a las
sociedades europeas.
Lo
que Lutero
estaba poniendo
en tela
de juicio,
quizás sin
ser plenamente
consciente de ello, eran las bases mismas de las instituciones, de la
religiosidad y del saber medievales. El terreno fértil en el que cayó
tal cuestionamiento muestra que su llegada se dio en el momento
oportuno, y que una nueva humanidad pugnaba ya por emerger de las ruinas
del orden medieval.
Vale
le pena detenernos un momento en torno a este último comentario sobre
el carácter “arruinado” del orden medieval para la época de Lutero.
Como hemos visto, Lutero
estaba convencido
de que
los múltiples
abusos de
la Iglesia de
su época se debían, en gran medida, a las falsas doctrinas que
se habían impuesto en los siglos precedentes y que aún seguían
dominando en sus tiempos. Parece claro, sin embargo, que
ninguno de
los pensadores medievales
que contribuyeron
a dar forma
a tales
doctrinas habría
estado dispuesto
a justificar
o legitimar
aquellos vergonzosos procederes que Lutero enfrentaba en su época.
Ninguno de ellos habría esperado que su pensamiento
algún día
fuese a
servir sistemáticamente
como sustento para unas
prácticas a
todas luces
perversas y
viciadas. Cabría
suponer, entonces, que
el uso que se
le daba
a tales doctrinas
a principios
del siglo
XVI constituía una degeneración del sentido que ellas tenían
en su contexto original. Al parecer,
entonces, ese
contexto original,
ese orden
medieval que
les había
dado sentido, estaba ausentándose ya en la época de Lutero. Más
aún, sólo de ese modo podemos explicar el hecho de que el pensamiento
de Lutero haya podido poner en duda
aspectos fundamentales del
orden medieval.
Si Lutero
aún hubiese
estado sometido a su poder,
no habría sido capaz de distinguir
esos aspectos fundamentales, de hacerlos tema, de planteárselos como
problema. Por el contrario, habría permanecido aprisionado dentro de
ellos: su pensamiento, sin él saberlo, los habría asumido como dogmas
incuestionables.
Algunos
acontecimientos históricos que tuvieron lugar durante los dos siglos
precedentes al comienzo de la Reforma parecen corroborar la idea de que
el declive del orden medieval estaba en marcha desde hacía ya un bien
tiempo.
No
hay duda de que la corrupción y la decadencia en el seno de la Iglesia,
con la consiguiente caída de su prestigio y autoridad, habían
comenzado ya desde principios del siglo XIV.
El período
conocido como
el “Cautiverio
Babilónico de
la Iglesia”
(1309- 1377), durante el cual el papado cambió su tradicional
residencia en Roma por la ciudad francesa de Avignon, inauguró una época
de creciente confusión en torno a la legitimidad del papa de turno,
precipitando, finalmente, la crisis conocida como el
Gran Cisma
de Occidente
(1377-1417), cuando Europa
tuvo que
presenciar el insólito
espectáculo de tres papas rivales disputándose la silla de San Pedro.
Poco tiempo después
el primero
de los
Borgia asumía
el cargo
de Sumo
Pontífice (Calixto III),
dando inicio
a uno
de los periodos
más tristemente
célebres en
la historia de la Iglesia católica.
Pero
no sólo
el liderazgo
espiritual, sino
también el
liderazgo temporal
de Europa estaba
atravesando por
un proceso
de fragmentación
y desmoronamiento.
Desde la coronación de Carlomagno como emperador, en el año 800,
Europa había soñado con
la unificación
política de
toda la
cristiandad bajo
un único
gran Imperium Christianum
(llamado posteriormente
“Sacro Romano
Imperio”). Este
proyecto, aunque encontró siempre enormes dificultades a su paso y
nunca llegó a realizarse de
manera plena,
siguió vigente
como proyecto
por lo menos hasta
el siglo XIII.
A partir
de ese momento, sin
embargo, pese
a que el
título formal
de Emperador del
Sacro Romano
Imperio continuó
siendo utilizado
(de hecho
hasta 1806), las pretensiones
territoriales se hicieron
cada vez
más modestas,
llegando finalmente a
cubrir sólo
el área
correspondiente hoy
día a
Alemania. Al
mismo tiempo Europa se dividía y fragmentaba en una serie de
monarquías independientes que entablarían
una multitud
de prolongados
conflictos armados
en los
siglos venideros.
Lo
anterior muestra que las dos principales instituciones que reflejaban,
en diferentes planos, el orden, la unidad y la armonía del mundo
medieval, entraron en un proceso de franco deterioro después del siglo
XIII. Dicho deterioro, junto con los conflictos y dilemas que traía
para la sociedad europea, lo encontramos reflejado, por
ejemplo, en
una de
las obras literarias
más emblemáticas
del siglo
XIV: el Decamerón
de Giovanni Boccaccio (1353). En ella su autor nos dibuja la imagen de
una ciudad —Florencia— que, ante la expansión vertiginosa de la
peste bubónica, se sumerge
en el caos absoluto.
Tanto las
autoridades temporales
como las
espirituales abandonan sus cargos y deberes, dejando a la sociedad a la
intemperie del “¡sálvese
quien pueda!”.
El
egoísmo humano
empieza a
desbordarse y
a producir innumerables horrores, ante lo cual aparecen no sólo
difíciles decisiones morales sino también la necesidad de re-evaluar
globalmente el sentido de la vida humana. En particular el valor de la
vida monástica, con su ascetismo y desprecio por
lo mundano,
queda en
entredicho: las
difíciles circunstancias
hacen que
esa máscara hipócrita
de elevación
espiritual ruede
por el
suelo, revelando
la ignorancia, la avaricia y la lujuria que reina en aquellos
recintos. Por oposición, otro modo de vida, más condescendiente con
las necesidades y los placeres del mundo natural, empieza a abrirse
camino.
La
imagen del monasticismo que nos presenta Boccaccio se ve reforzada por
algunos datos
historiográficos que dan
cuenta de
la decadencia intelectual
que empieza a sufrir el clero desde fines del siglo XIII, y que
se profundiza aún más en los siglos
siguientes. Diversos
documentos de
la época revelan
una creciente
preocupación de
algunos jerarcas
eclesiásticos por
el manifiesto
desconocimiento del latín que reina
en la
mayoría de
los monasterios.
Cada vez
más sacerdotes
y monjes son
incapaces de
leer y
entender correctamente el
latín, mucho
menos de hablarlo
y escribirlo.
Este problema
sólo puede
ser comprendido
en toda
su magnitud al
recordar que, a
lo largo
de toda la Edad
Media, el
latín fue
el único idioma de la cultura y del saber, al punto de que su
desconocimiento cerraba por completo el acceso a cualquier tipo de
formación intelectual. Quien no conocía el latín, ni siquiera podía
leer la Biblia en su versión estándar (conocida desde el siglo VI como
la Vulgata), y mucho menos interpretarla y exponerla de manera acertada.
Obviamente esta situación tenía que traer consecuencias nefastas para
la educación que se
impartía en
los monasterios de
la época
—que de hecho era
la única educación
pre-universitaria existente— donde la ignorancia de los profesores
crecía a la par de la brutalidad de sus métodos (Bowen, 1975, Vol. 2,
p. 239).
Vale
la pena
observar que
el problema
de la
desaparición del
latín no constituía
sólo un problema de la Iglesia y de la educación que ésta impartía
en sus instituciones. Entre los siglos VI y IX el latín dejó de
hablarse en su forma clásica y se transformó gradualmente en una serie
de lenguas vernáculas que dieron origen a los
idiomas modernos
de Europa.
Para el
siglo X
el latín
ya no
era el idioma de ningún
pueblo en particular, y desde el siglo XI todo el que estudiaba latín
no tenía más remedio que enfocarlo como una lengua extranjera. En los
siglos XIII y XIV la pérdida del latín en
el conjunto
de la
población ya
era manifiesta
(Bowen, 1975, Vol.
2, p. 234). Ahora bien; como ya hemos dicho, el latín era el idioma en
el que estaban contenidos todos los conocimientos y toda la tradición
literaria de la Europa de aquel entonces. Era, por tanto, el idioma
portador de la cosmovisión propia de aquellas
sociedades medievales,
el depositario
de su orden de
sentido. Sólo
por intermedio del latín este orden podía subsistir, dominar y
reproducirse en la cultura europea.
Incluso las
clases más
bajas e
incultas podían
ser penetradas
por esa cosmovisión
gracias a que podían comprender lo que se decía en las misas a las que
asistían regularmente (que hasta
bien entrado el siglo XX se
oficiaron exclusivamente en latín). Podemos imaginar, entonces, los
efectos que debió haber tenido la pérdida del latín en el común de
la sociedad, seguida de su pérdida hasta en las clases más cultas.
Este evento no consistió, simplemente, en la sustitución de un
“sistema de signos” por otro, como pensaríamos hoy en día. La pérdida
del latín necesariamente tuvo que significar la pérdida del poder que
aquel orden de sentido ejercía sobre
la cultura
europea. Por
ello no
sería descabellado
afirmar que
el desmoronamiento del
orden medieval
tuvo que
estar estrechamente
asociado a
la pérdida del latín como idioma básico de la civilización
europea.
Sea
como fuere,
todos estos
acontecimientos sin duda
eran testigos
del proceso de declive del mundo medieval. A ellos habría que
sumarles, también, dos importantes
eventos históricos que
tuvieron lugar en vida de Lutero:
el descubrimiento de América
(1492), y
la aparición del
modelo copernicano
del universo (1543). Es bien conocido que ambos eventos chocaban
abiertamente con la imagen medieval del mundo, e incluso con algunos de
los supuestos más básicos sobre los
que se fundaba el
saber de
la Edad Media.
En términos
generales, entonces, podemos
decir que
para la
época de
Lutero el
orden medieval
ya no parecía capaz
de seguir dándole sentido ni a la vida humana en su totalidad, ni a los
asuntos particulares que los seres humanos enfrentaban a su paso por esa
vida. Pero tampoco había surgido aún un orden nuevo y diferente que
fuese capaz de sustituir al anterior.
En
tales circunstancias
era inevitable
que la vida humana
perdiese su sentido
de trascendencia y, por consiguiente, fuese dominada por un afán egoísta
de satisfacer deseos
inmediatos. Esto,
quizás, podría
explicar el
mar de
excesos y vicios en
los que parecía estar ahogándose la sociedad europea de aquel
entonces.
3. La problemática educativa
Hasta
ahora hemos estado bosquejando someramente la situación en la que
se encontraba
Lutero al
momento de
emprender su
proyecto de
Reforma, a
principios del siglo XVI. Tal bosquejo constituye un primer intento por
desplegar el contexto que impulsa y le brinda sentido a dicha Reforma y
al proyecto educativo que la acompaña. Sin embargo, antes de pasar a
examinar ese proyecto educativo debemos advertir que el mencionado
contexto de sentido aún no ha sido desplegado por
nosotros con
suficiente profundidad. Se han
anunciado algunos
de los
principales temas que la Reforma pone en juego, y se ha mostrado que
dichos temas apuntan hacia una
transformación de la
cosmovisión o
el orden de
sentido de
la cultura europea. Pero todavía no se ha hecho claramente
visible en qué consiste esta transformación
de fondo,
cuál es
el orden
que cede
y cuál el que
avanza. Como veremos
más adelante,
la discusión
en torno
al proyecto
educativo de
Lutero nos ayudará
a completar
el despliegue
en profundidad
de ese
gran contexto
histórico que le da sentido.
Hemos
visto que
ya en 1520, cuando
Lutero llama
por primera
vez a la nobleza alemana
a rebelarse
contra el
papado en
Roma, una
de las reformas
que más le
preocupa es
la de las Universidades.
A partir
de ese
momento, la
preocupación por el tema de la educación será una constante en la
vida de Lutero y de sus
más cercanos
colaboradores. Uno
de ellos,
Philip Melanhtchon, jugará un papel
de tan crucial importancia en el establecimiento de escuelas y la
reforma de universidades, que
aún en
vida será
conocido como
Praeceptor Germaniae (“Maestro de Alemania”). Las voces de
estos hombres no fueron desoídas por los gobernantes
de su época, y
bajo su
patronazgo pronto
se inició
un proceso
de transformación de
las instituciones
educativas alemanas.
Dicha transformación
rindió su fruto más maduro en 1537, cuando Johannes Sturm creó en
Estrasburgo el primer Gymnasium
alemán, institución
que sería
copiada en
todo el
resto del continente
europeo, especialmente en los
países que
habían adoptado
la Reforma
protestante (Kimball, 1995. p. 93).
La
mayor parte de las ideas educativas de Lutero se halla contenida en dos
de sus obras:
La primera
de ellas,
compuesta en
1524, tiene
la forma
de una carta abierta A los regidores de todas las ciudades de
Alemania, para que establezcan y mantengan
escuelas cristianas
(“An die
Radsherrn aller
Stedte deutsches
Lands: Das sie
Christliche Schulen
auffrichten und
hallten sollen”).
La segunda
es el sermón
De mantener
a los
niños en
la Escuela
(“Dass man
Kinder zur
Schulen halten solle”), escrito
en 1530.
En ambos escritos
el pensamiento
de Lutero
está combatiendo, una y otra vez, a un mismo enemigo que se
presenta bajo diferentes formas: la
sujeción de
la educación
al poder
de “Mammón”
—el demonio
que personifica la avaricia,
la búsqueda desenfrenada de
riquezas materiales. Consideremos la
opinión de
Lutero acerca
del estado
en el
que se encuentra
la educación en sus tiempos:
En
primer lugar, hoy estamos presenciando, en todas las tierras alemanas, cómo
por doquier
las escuelas
están siendo
abandonadas y van
a la
ruina. Las
universidades se
están debilitando
y los
monasterios van
en declive.
. .
. Pues ahora se está
poniendo en evidencia, por medio de la Palabra de Dios, cuán poco
cristianas son
estas instituciones
y cómo
ellas están
dedicadas únicamente
a las barrigas de
los hombres. (Lutero, 1524, p. 348; traducción mía)
El
que dichas instituciones fuesen “poco cristianas” y estuviesen
“dedicadas únicamente a la barriga de los hombres” significaba para
Lutero dos cosas. Primero, que quienes
enviaban a
sus hijos
a aquellas
instituciones educativas
no tenían
en mente ponerlos
al servicio
de Dios,
sino sólo
hacerlos partícipes
del bienestar
material que normalmente brindaba la carrera eclesiástica. Prueba de
ello es que, en el mismo momento en que el flujo de riquezas hacia los
monasterios fue cerrado por
la Reforma, los padres dejaron de enviar a sus hijos a estudiar en esas
instituciones.
Las
masas volcadas hacia lo carnal están empezando a darse cuenta de que ya
no tienen la obligación o la oportunidad de empujar a sus hijos, hijas
y familiares a los claustros y
fundaciones, y
de echarlos
de sus
propias casas
y propiedades
para establecerlos en las propiedades de otros. Por ese motivo ya
nadie desea que sus hijos obtengan una educación. “¿Por qué”,
dicen ellos, “debemos preocuparnos por enviarlos a las escuelas si no
se van a convertir en sacerdotes, monjes o monjas? Mejor que aprendan a
ganarse el sustento.” (Lutero, 1524, p. 348; traducción mía)
[Satanás]
engaña a la gente común haciendo que no quieran mantener a sus hijos
en las escuelas ni exponerlos a la instrucción. Pone en sus mentes la
idea mezquina de que, dado que el monacato y el sacerdocio ya no ofrecen
la esperanza que una vez brindaron,
entonces ya
no es
necesario estudiar
ni hace
falta que
haya gente educada, y que
en vez
de eso tenemos
que pensar
sólo en
cómo ganarnos
el sustento y hacernos ricos. (Lutero, 1530, p. 217; traducción
mía)
Pero
estas instituciones también eran “poco cristianas” y estaban
“dedicadas a las barrigas de los hombres” por el modo como
funcionaban, el tipo de enseñanza que se impartía en ellas y, sobre
todo, por lo que animaba su misma existencia.
[El
estado espiritual] tal como
lo conocemos
hoy en
los monasterios
y fundaciones . . . . no es más que un estado fundado por la
sabiduría mundana con el propósito de obtener dineros y rentas. No hay
nada espiritual en él, excepto el hecho de que los miembros del clero
no están casados . . . . aparte de esto todo lo demás es mera pompa
externa, temporal y perecedera. Ellos no prestan atención a la Palabra
de Dios ni al oficio de predicar —y donde la Palabra no se usa, el
clero tiene que ser malo. (Lutero, 1530, p. 220; traducción mía)
Las
escuelas no eran para los monasterios sino otra forma de asegurar que el
dinero siguiese fluyendo a sus insaciables arcas. Pero, a pesar de las
grandes sumas de dinero que los padres debían donar por la educación
de sus hijos, el resultado de esta dicha educación era nefasto:
Los
niños podían
ser conducidos,
empujados y
confinados a
los monasterios,
iglesias, fundaciones
y escuelas
a un
costo inexpresable
—todo lo
cual era
una pérdida total. (Lutero, 1530, p. 256; traducción mía)
En
verdad, ¿qué es lo que los hombres han estado aprendiendo hasta ahora
en las universidades y monasterios excepto cómo convertirse en asnos,
brutos y tarugos? Durante veinte, incluso cuarenta años estudiaban
minuciosamente sus libros, y aún así
fallaban en
dominar el
latín o
el alemán, sin
hablar de
la vida inmoral
y escandalosa allí reinante, donde muchos buenos jóvenes fueron
vergonzosamente corrompidos. (Lutero, 1524, p. 351-352; traducción mía)
Pero
la avaricia también gravitaba sobre la educación por otra vía: era
debido a ella que las autoridades temporales tampoco se afanaban
demasiado en promover el establecimiento
de escuelas.
En vez de ello
sólo tenían
puesta la
mira en
su propia riqueza y poder, o, en el mejor de los casos, en la
riqueza y el poder de sus países. Por eso Lutero tiene que recordarles:
Los
príncipes y
señores deberían
estar adelantando
[esta labor
educativa] .
. .
. pero sus inaplazables necesidades consisten en pasear en
trineo, beber y desfilar en bailes de disfraces. Cargan con el peso de
sus elevadas e importantes funciones en
la bodega,
en la cocina y
en el
dormitorio. Y
los pocos
que podrían
estar dispuestos a adelantarla permanecen temerosos de los otros,
no sea que los tomen por tontos o herejes. (Lutero, 1524, p. 368;
traducción mía)
Mis
queridos señores,
si debemos
gastar cada
año sumas
tan considerables
en cañones, caminos,
puentes, represas
e innumerables
cosas de
ese tipo para
asegurar la paz temporal y
la prosperidad de una ciudad, ¿por qué no deberíamos destinar mucho más
a la pobre juventud desatendida —al menos lo suficiente para emplear a
uno o dos hombres competentes para enseñar en las escuelas? (Lutero,
1524, p. 350; traducción mía)
El
bienestar de
una ciudad
no consiste
únicamente en
acumular vastos
tesoros, construir poderosas murallas
y magníficos
edificios, y
producir una
buena provisión de cañones
y armaduras.
De hecho,
cuando tales
cosas abundan y
se apodera de ellas algún tonto temerario, es tanto peor, y la
ciudad sufre una pérdida tanto mayor. (Lutero, 1524, p. 356; traducción
mía)
Pero
esta concentración de riquezas materiales, esta avaricia que conducía
a un descuido
de la
educación, formaba
parte, según
Lutero, de
una actitud más
general: la
de no agradecer a
Dios los
bienes que
éste nos
dispensa. En
efecto, Lutero hace
ver a sus lectores
el importante
papel que
juega la
educación en
la preservación de dos oficios creados por Dios para nuestro
bien: el llamado “estado espiritual”
y el
gobierno terrenal.
El primero
de ellos
permite que
los hombres
alcancemos nuestro fin supremo en cuanto seres espirituales: la salvación
del alma.
El
segundo nos permite alcanzar nuestro bien máximo en cuanto seres
dotados de cuerpo: la
protección de
nuestras vidas.
Lutero presenta
la naturaleza
de ambos oficios del
siguiente modo:
Espero
que los creyentes, aquellos que desean ser llamados cristianos, sepan
muy bien que el estado espiritual ha sido establecido e instituido por
Dios, no con oro y plata, sino
con la
preciosa sangre
y la amarga muerte
de su
único hijo,
nuestro Señor Jesucristo [I Ped. 1:18-19] . . . . El pagó caro
para que los hombres pudieran tener
por doquier
este oficio
de predicar,
bautizar, desenlazar,
vincular, dar
el sacramento, confortar, advertir
y exhortar
con la
Palabra de
Dios y
todo lo que
pertenezca al
oficio de
pastor. Pues
este oficio
no sólo
ayuda a
continuar y mantener
esta vida temporal, y todos los estados mundanos, sino que también da
vida eterna
y libera
del pecado
y de
la muerte, lo
que constituye
su labor
más propia y principal. (Lutero, 1530, p. 220; traducción mía)
El
gobierno terrenal es una ordenanza gloriosa y un don espléndido de
Dios, quien lo ha
instituido y establecido
y desea
que éste
se mantenga
como algo
indispensable para
los hombres.
Si no
hubiese gobierno
terrenal, un
hombre no podría
mantenerse en pie frente a otro; cada uno necesariamente devoraría al
otro, como las bestias irracionales se devoran entre sí. Así, pues,
del mismo modo como es función y honor del oficio de predicar
hacer santos a los pecadores, vivos a los muertos,
salvos a
los condenados
e hijos
de Dios
a los
hijos del
demonio, así también
es función y
honor del
gobierno terrenal
hacer hombres
de las
bestias e impedir
que los hombres se conviertan en bestias . . . . ¿No pensáis que si
las aves y las bestias pudieran ver el gobierno terrenal existente entre
los hombres dirían —si pudieran
hablar— “¡Oh,
humanos! ¡Comparados
con nosotros
no sois
humanos sino dioses!
¡Qué seguridad
tenéis, tanto
vosotros como
vuestras pertenencias,
mientras que, entre nosotros, ninguno está a salvo del otro ni por un
momento, en cuanto a la vida, al hogar y a la provisión de alimento se
refiere! (Lutero, 1530, p. 237-238; traducción mía)
Ahora
bien; estos magníficos dones de Dios —de los que dependen los dos
bienes más
importantes de
la vida humana—
sólo pueden
ser mantenidos
por nosotros por
medio de
la educación de
nuestros hijos.
En otras
palabras, sólo
gracias a
una buena
educación podremos
formar a
los buenos
pastores y
a los buenos gobernantes
que Dios
desea que
tengamos. De
manera que,
cuando descuidamos la educación, no sólo estamos condenando
nuestras almas y nuestros cuerpos a
un infierno
en ésta
y en la
otra vida,
sino que,
sobre todo,
estamos despreciando esos dones maravillosos que nos ha otorgado
el Creador en su infinita bondad.
Despreciamos
vergonzosamente a Dios cuando nos negamos a entregar a nuestros hijos
para este
glorioso y
divino trabajo
y, en
vez de ello, los
sumimos en
el servicio exclusivo de la barriga y de la avaricia, haciéndoles
aprender nada más que a buscar
el sustento,
como puercos
revolcando por
siempre sus
narices en
el estiércol . . . . (Lutero, 1530, p. 241; traducción mía)
Descuidáis
este servicio como si no fuese asunto vuestro, o como si fueseis más
libres que otros hombres y no tuvieseis que servir a Dios, sino que
pudieseis hacer con vuestros hijos y vuestras propiedades exactamente lo
que os place, aún cuando Dios y su reino mundano y espiritual tengan
que caer al abismo. Pero, al mismo tiempo,
queréis hacer
uso diario
de la
protección, la
paz y la ley
del imperio; queréis
tener el oficio de predicador y la palabra de Dios disponibles y a
vuestro servicio. Queréis
que Dios
os sirva
de gratis,
tanto con
el predicar
como con
el gobierno terrenal, de manera que vosotros podáis
tranquilamente alejar a vuestros hijos de El y enseñarles a servir sólo
a Mammón. ¿No pensáis que Dios algún día lanzará una condena
definitiva a vuestra avaricia y a vuestra preocupación por la barriga y
os destruirá a vosotros, a vuestros hijos y a todo lo que tenéis aquí
y en el más allá? Estimados amigos,
¿no se
aterra vuestro
corazón ante
esta abominable
abominación —vuestra idolatría, desprecio a Dios e ingratitud,
vuestra destrucción de ambas instituciones y ordenanzas de Dios, la
injuria y ruina que infligís a todos los hombres? (Lutero, 1530, p.
243; traducción mía)
Así,
pues, una abominable ingratitud domina a los hombres haciendo que se
olviden de Dios y no vean más allá de sus barrigas. Pero esta
ingratitud luce aún mayor ante una nueva observación de Lutero: Dios
no sólo ha ordenado, en general, la existencia de muchas cosas buenas
para los seres humanos, sino que, además, en ese momento histórico
particular, ha hecho aparecer
ciertas condiciones especialmente propicias en Alemania para fomentar la
buena educación. Entre tales condiciones Lutero destaca la presencia de
muchos hombres cultos y educados que podrían brindar un gran servicio
como educadores:
No
debemos aceptar la gracia de Dios en vano y descuidar el tiempo de
salvación. Dios todopoderoso
graciosamente nos
ha visitado
a nosotros
los alemanes
y proclamado un verdadero año de jubileo. Hoy tenemos el grupo
de los mejores y más educados hombres, adornados con las lenguas y
todas las artes, que podrían también
rendir un
verdadero servicio
si sólo
nosotros los
utilizáramos como
instructores de la juventud. ¿No es evidente que ahora somos capaces de
preparar a un muchacho en tres años, de modo que a la edad de los
quince o dieciocho sabrá más que lo que han sabido todos los
monasterios y universidades? . . . . Ahora que Dios
nos ha bendecido
tan ricamente,
y provisto
con tantos
hombres capaces
de instruir y entrenar bien a la juventud, sin duda es imperativo
que no arrojemos tal bendición
al viento
ni desoigamos su llamado.
(Lutero, 1524,
p. 351-352;
traducción mía)
Pero
la aparición
de estos hombres
“adornados con las lenguas y
todas las artes” sólo
forma parte de un acontecimiento histórico de aún mayor envergadura
que Dios
ha dispuesto
para beneficio
de la educación y
de la
Reforma: el
renacimiento de las lenguas latina, griega y hebrea. En efecto, Lutero
dice:
Ahora
que las
lenguas has
sido revividas,
están trayendo
consigo tanta
luz y logrando cosas
tan grandes, que el mundo entero se maravilla y tiene que reconocer que
tenemos el evangelio tan
puro y inmaculado como lo
tuvieron los apóstoles, que ha sido completamente restaurado en su
pureza original, mucho más que en los tiempos de San Jerónimo y San
Agustín. (Lutero, 1524, p. 361; traducción mía)
Para
comprender la
importancia de
este punto
debemos recordar
que la Biblia
fue escrita
en hebreo
(el Antiguo
Testamento) y
en griego (el
Nuevo Testamento) y que
se difundió
por todo
el antiguo
Imperio Romano
gracias a
su traducción al latín. Este hecho histórico no es visto por
Lutero como algo casual, sino como prueba de que estas tres lenguas
fueron escogidas intencionalmente por Dios
para difundir
su Palabra
entre los
hombres. No
se trata,
por tanto,
de tres “sistemas
de signos” cualesquiera que podrían ser sustituidos por cualquier
otro sin que se
vea afectada nuestra
comprensión de
la Palabra de
Dios. Muy
por el contrario, Lutero sugiere
que la
decadencia espiritual de la
Iglesia empezó,
precisamente, en el momento en que empezaron a declinar las lenguas, lo
que trajo como consecuencia la pérdida del evangelio en su pureza:
Tan
pronto como las lenguas, luego de la época apostólica, declinaron
hasta casi esfumarse, el evangelio, la fe y la cristiandad declinaron más
y más hasta que, bajo el papa,
desaparecieron por
completo. Luego
del declive
de las
lenguas, la
cristiandad presenció pocas cosas de valor; en su lugar emergieron
muchas terribles abominaciones a
causa de
la ignorancia de
las lenguas.
(Lutero, 1524,
p. 361; traducción
mía)
Efectivamente,
desde los mismos inicios de la Edad Media el conocimiento del griego y
del hebreo desapareció casi por completo en Europa. Un pensador de la
talla de
San Agustín,
por ejemplo,
cuyo obra
dominó por
siglos a
la teología
medieval, tenía sólo un conocimiento muy rudimentario de ambos
idiomas. En los escritos que
estamos discutiendo,
Lutero indica,
de hecho,
explícitamente, varios
errores de interpretación cometidos por San Agustín en su exposición
de la Biblia, mostrando que éstos provienen de un dominio deficiente
del hebreo. El latín, por su parte, como ya lo mencionamos
anteriormente, fue perdiendo el carácter de lengua básica
de la
civilización europea
para convertirse
paulatinamente en
el lenguaje
especializado de una minoría de estudiosos.
Esta condición
de lenguaje
técnico o
especializado inevitablemente fue restándole al latín la vitalidad y
el vigor propios de una lengua viva. A esto hay que agregarle, además,
el hecho de que gran parte de las obras clásicas de la antigüedad se
perdieron al principio de la Edad Media, razón por la cual durante
siglos escasearon buenos ejemplos de un uso excelente de estas lenguas.
Fue apenas en el siglo XIV, con el trabajo de Petrarca, que ciertos círculos
intelectuales se dieron a la tarea de recuperar el legado discursivo de
la antigüedad, explorando sistemáticamente los sótanos olvidados y
las bibliotecas polvorientas de muchos
monasterios, iglesias y
conventos. Esta
fue la
labor que
dio origen
al humanismo renacentista y que
trajo consigo,
también, el
“renacimiento de
las lenguas” del que habla Lutero.
Esta
situación duró
hasta que,
como hemos
visto, las
lenguas y
las artes
fueron recuperadas laboriosamente —aunque de
manera imperfecta—
de pedazos
y fragmentos de viejos libros, ocultos entre polvo y gusanos. Los
hombres aún los buscan
penosamente cada
día, como
gente que
escarba entre
las cenizas de una ciudad
arruinada, buscando tesoros y joyas. (Lutero, 1524, p. 374; traducción
mía)
Nótese,
sin embargo,
que este
Renacimiento tampoco podía
ser visto
por Lutero como un hecho fortuito:
Anteriormente
nadie sabía
por qué
Dios había
revivido las
lenguas, pero
ahora vemos, por
primera vez,
que esto
fue hecho
por el bien del
evangelio; El
se propuso traerlo a la luz y utilizarlo para exponer y destruir
el reino del Anticristo.
(Lutero,
1524, p. 359; traducción mía)
Ahora
bien; retomado
el hilo
de nuestro
argumento, nótese
que esta
ingratitud que Lutero identifica como la causa de fondo de los males que
aquejan la educación de
sus tiempos,
está estrechamente
vinculada con
la incapacidad
para apreciar el orden global en el que se inserta la vida
humana. “Apreciar” en el doble sentido
de ver
dicho orden
y de reconocer su
valor, su
bondad. Los
hombres, en lugar
de “apreciar”
tal orden,
lo han estado “despreciando”,
han estado
viviendo como si no hubiese nada “más allá de sus propias
barrigas”. Hemos visto que esta situación
en buena
medida se
debe a
la pérdida de
las lenguas,
que trajo
como resultado una
comprensión deficiente
de la
Biblia. Ahora,
gracias a
que Dios ha
“revivido las
lenguas”, tenemos
la oportunidad
de recuperar
la Biblia
en toda
su pureza y, a través de ella, aprender nuevamente a apreciar el
orden de la Creación.
Es
por eso que todos los esfuerzos de Lutero van dirigidos a lograr que sus
lectores puedan apreciar ese orden global y, gracias a ello, reconocer
la terrible ingratitud en la que han estado sumidos.
Sólo
pensad cuantas cosas buenas Dios os ha dado y os sigue dando todos los días
de manera completamente gratuita: cuerpo y alma, casa y hogar, esposa e
hijo, paz terrenal, el
servicio y
uso de todas las
criaturas en
el Cielo y
en la
Tierra; y, además,
el evangelio
y el
oficio de
predicar, el
bautizo, el
sacramento y
todo el tesoro de Su Hijo y Su Espíritu. Y todo esto no sólo sin
ningún mérito de vuestra parte, sino además sin costo ni
inconveniencias para vosotros . . . . Lo tenéis todo, y todo
de manera
gratuita, y
sin embargo no
mostráis ni
una partícula
de agradecimiento. En
vez de
ello dejáis
que el reino de
Dios y
la salvación de
las almas de los hombres vayan a la ruina; incluso ayudáis a
destruirlos. (Lutero, 1530, p. 254; traducción mía)
Vale
la pena hacer tres observaciones en relación con esto. La primera es la
estrecha relación
que aquí
se establece
entre la
capacidad o
incapacidad para
entender globalmente el
sentido de
las cosas y
la actitud
o el
humor bajo
el cual vivimos
nuestras vidas. Cuando no logramos ver “más allá de nuestra
barriga” —es decir, cuando no vemos aquello que nos trasciende,
aquello que da “lugar” a nuestra existencia—
no podemos
preocuparnos por
otra cosa
no sea
nuestra barriga:
sólo atendemos nuestras necesidades
inmediatas, nuestros
deseos inmediatos,
nuestro entorno inmediato,
nuestro futuro
inmediato, etc. Nuestra
vida no
se debe
a nada más allá
de sí
misma, no
se debe
a nada
más que
a ella misma, en
una palabra, carece
de trascendencia. Por el contrario, cuando vemos que, más allá de
nosotros, hay un orden que le ofreció espacio a nuestra existencia, y
que nos sigue acogiendo para que
podamos seguir
siendo en
su seno,
nuestra vida
se transforma
en un interminable
gesto de agradecimiento que se realiza cuidando y preservando dicho
orden para que éste pueda seguir siendo. Se trata de una vida que no se
vive para sí misma, sino para algo que va más allá de ella misma. Es
una vida que eternamente se debe a (está en deuda con) el Todo en el
que se inserta. En pocas palabras, se trata de una vida con sentido de
trascendencia.
La
segunda observación
es que ahora, a
la luz
de lo anterior,
podemos entender mejor por qué en los momentos históricos de
debilitamiento de un orden de sentido pueden cobrar fuerza la avaricia,
el egoísmo, la ingratitud y todas estas actitudes que Lutero resume
bajo la idea de “no ver más allá de la propia barriga”.
Se
trata de
síntomas de
pérdida de
trascendencia de
la vida
humana. Y
son esos síntomas, precisamente, los que está enfrentando
Lutero al momento de lanzar su proyecto
de Reforma
de la cristiandad. Esto
parece corroborar
la idea
de que el problema de fondo al que responde el pensamiento de Lutero
es la pérdida del poder del orden
medieval de
sentido, con
su consiguiente
incapacidad para
brindarle trascendencia a la vida humana. Recuperar tal
trascendencia requiere desplegar un nuevo orden de sentido que pueda
establecerse como dominante. Los esfuerzos de Lutero por lograr que los
hombres puedan apreciar el orden de la Creación en todo su esplendor
—y de un modo que, según él, había sido inaccesible a lo largo de
toda la Edad
Media— podemos
interpretarlos, precisamente, como un
intento por
desplegar ese
nuevo orden,
diferente al
medieval. El
punto de
partida para
este despliegue, según lo entiende Lutero, es la recuperación
de la Palabra de Dios en toda su pureza, lo que implica remover todos
los obstáculos que hasta ese entonces habían estado obstruyendo el
acceso a la Biblia.
Y
esto nos trae a la tercera observación: dado que el despliegue de ese
nuevo orden de
sentido requiere
que los
seres humanos
lleguen a
apreciarlo como
tal, resulta claro
que el
tema de
la educación
tiene que
jugar un
papel central
en el pensamiento de
Lutero. Sólo por medio de la educación los hombres pueden llegar a ver
“más allá de sus barrigas” y aprehender ese orden trascendente que
los aloja. De hecho, podría decirse que la educación constituye la
forma más básica e importante de agradecer y velar por el orden, pues
cualquier otra forma de cuidado presupone y requiere que éste sea
apreciado como tal. Este papel central de la educación en la preservación
del orden
también se
hace manifiesto
en el
argumento que
Lutero construye para establecer la importancia de la educación.
Recordemos que el punto central de
dicho argumento
es que
la educación
permite mantener
dos oficios
de enorme importancia:
el “estado
espiritual” y
el gobierno
terrenal. Pero
la importancia de estos oficios radica en que ambos están
directamente relacionados con la
preservación del
orden que
hace posible
nuestra existencia
como seres dotados
de cuerpo
y alma.
En efecto,
por una
parte, los
teólogos y
predicadores tienen la misión de comprender la Palabra de Dios y
enseñársela a los demás seres humanos. Con ello contribuyen a que
Dios gobierne las almas de los hombres, y que todos sus dones sean
debidamente cuidados y preservados:
Por
medio de su trabajo se mantiene en este mundo el reino de Dios; el
nombre, el honor y
la gloria
de Dios;
el conocimiento
verdadero de
Dios; la
fe y el conocimiento rectos
de Cristo;
los frutos
del sufrimiento,
de la
sangre y
de la muerte de
Cristo; los dones, las obras y el poder del Espíritu Santo; el
verdadero y salvador uso
del bautismo
y de
los sacramentos;
la pura
y recta enseñanza
del evangelio. (Lutero, 1530, p. 228; traducción mía)
Más
allá de esto, sin embargo, el [predicador] hace grandes y maravillosas
obras para el mundo. Informa e instruye a los diferentes estados acerca
de cómo deben conducirse externamente en sus diferentes oficios, de
manera que puedan hacer lo que está bien a los ojos de Dios. . . . El
refrena al rebelde; enseña la obediencia, la moral, la disciplina y el
honor; instruye a los padres, madres, hijos y sirvientes en sus deberes;
en una palabra, da orientación a todos los estados y oficios
temporales.
(Lutero,
1530, p. 226; traducción mía)
Por
otra parte,
los gobernantes,
cancilleres, consejeros y
sobre todo,
los juristas, son
los encargados
de comprender
y dar
vigencia al
orden temporal
— codificado en
leyes— al
que deben
plegarse las
acciones humanas
en esta
vida. Ellos constituyen los principales pilares del gobierno
terrenal, y, por tanto, de la paz en
el mundo.
De modo
que los
juristas cumplen,
en el plano material,
un papel similar al
que los teólogos cumplen en el plano espiritual. Los primeros protegen
el “reino terrenal”, mientras que los segundos protegen el “reino
de Dios”:
Los
juristas y estudiosos en este reino terrenal son las personas que
preservan esta ley, y por tanto mantienen dicho reino. Y así como en el
reino de Cristo un devoto teólogo y sincero predicador es llamado un ángel
de Dios, un salvador, un profeta, un
sacerdote, un
sirviente, un
maestro, .
. . . así
también un
devoto jurista
y verdadero académico
puede ser
llamado, en
el reino
terrenal del
emperador, un
profeta, un sacerdote, un ángel, un salvador. (Lutero, 1530, p. 240;
traducción mía)
Si
no hubiese educación, no habría buenos teólogos y juristas, y sin
ellos el orden instituido por Dios para nosotros iría a la ruina,
trayendo como consecuencia la total
degradación de
nuestra condición
humana, tanto
a nivel
espiritual como
material.
Nosotros,
los teólogos
y juristas
debemos permanecer
o todo
lo demás
irá a
la destrucción con
nosotros; podéis
estar seguros
de ello.
Cuando los
teólogos desaparecen, la Palabra de Dios también desaparece, y
no quedan sino paganos y demonios.
Cuando los
juristas desaparecen, desaparece la
ley, y
con ella la
paz; entonces sólo queda el robo, el asesinato, el crimen y la
violencia, de hecho sólo quedan bestias salvajes. (Lutero, 1530, p.
251; traducción mía)
4. Las propuestas educativas de Lutero
La
discusión adelantada
en la sección anterior
ha permitido
revelar la
importancia y el sentido que Lutero le atribuye a la educación, así
como también su explicación de
por qué
la mayoría
de los
hombres de
su época
no logra
ver la educación
de esa
manera. En
pocas palabras,
educar a
los jóvenes
es uno
de los mejores modos
que tenemos
para agradecer
a Dios por el
orden que
éste nos
ha dado para que podamos ser lo que somos. Es uno de los mejores
modos porque sólo gracias a
la educación
ese orden
puede ser
apreciado, lo
que constituye una
condición fundamental para su preservación. Claro está, cuando no
somos capaces de apreciar ese orden, tampoco podemos entender el papel
que la educación juega dentro de él, lo que hace que entonces la
pongamos al servicio exclusivo de nuestra barriga.
Esta visión
de la educación es
el elemento
fundamental establecido
por Lutero en
sus escritos
y, por
consiguiente, el
punto de
partida para
todas sus propuestas
de reforma
en este
campo. Pero
veamos en
qué consisten
tales propuestas.
La
consecuencia más
obvia de
las ideas
de Lutero
es la necesidad de
un cambio en el currículo de la educación básica y
universitaria. En la sección 2 de este artículo ya habíamos mostrado
que Lutero descarta una gran parte del material de estudio que, hasta
entonces, había formado parte del currículo universitario. Desde su
punto de
vista, la
mayor parte
de estas
obras surgían
de una comprensión deficiente de la Biblia o, incluso, eran
completamente contrarias a la fe cristiana. De manera que, en
vez de
perder el tiempo
estudiando esos
libros perniciosos,
había que dedicarse
a estudiar
las lenguas,
pues sólo
mediante ellas
podía lograrse
un auténtico acceso a la Biblia.
Es
una empresa
estúpida intentar
ganar una
comprensión de
las Escrituras
escarbando entre
los comentarios
de los
padres [de
la Iglesia]
y una
multitud de libros y
glosas. En vez de ello los hombres deben dedicarse a las lenguas. . . .
Dado que es de
cristianos hacer
un buen uso
de las Sagradas Escrituras,
nuestro único
libro, y es un pecado y una vergüenza no conocer nuestro propio libro,
ni entender el lenguaje
ni las
palabras de
nuestro Dios,
es un
pecado y
una pérdida
aún mayores no
estudiar las
lenguas, especialmente
en estos
días en
que Dios
está ofreciéndonos hombres, libros y todas las facilidades y
estímulos para el estudio, pues desea que
su Biblia
sea un
libro abierto.
(Lutero, 1524,
p. 364;
traducción mía)
No
es necesario
que tengamos
todos los
comentarios de
los juristas,
todas las sentencias
de los
teólogos, todas
las quaestiones
de los
filósofos y
todos los sermones
de los monjes. De hecho, yo descartaría todo este estiércol y llenaría
mi biblioteca con el tipo adecuado de libros, consultando con los
estudiosos para hacer mi selección. (Lutero, 1524, p. 375-376; traducción
mía)
¿Cuáles
son los libros que Lutero recomienda cultivar y preservar? En primer
lugar, claro está, la Biblia —en latín, griego, hebreo, alemán y
cualquier otro idioma al que
haya sido
traducida— y
una selección
de los
mejores comentarios
que se puedan hallar
sobre ella, preferiblemente los más antiguos. Luego libros que sean útiles
para aprender las lenguas, como los de los poetas y oradores de la antigüedad:
Homero, Ovidio,
Virgilio, etc.
También libros
referentes a
las llamadas
“artes liberales” —gramática, retórica,
lógica (conocidos
como el
“trivium”), aritmética,
geometría, astronomía y música (conocidos como el “cuadrivium”)—
que proporcionaban un entrenamiento básico en lengua latina y matemáticas.
Además, buenos libros sobre derecho y medicina —que, junto con la
teología, conformaban las tres facultades
superiores de las universidades. Y,
finalmente, Lutero recomienda estudiar
y conservar
crónicas e
historias, en
cualquier lengua
que se consigan,
pues “ellas son una magnífica ayuda en la comprensión y la dirección
del curso de los eventos, y especialmente para observar las maravillosas
obras de Dios”
(Lutero,
1524, p. 376).
De
manera que
lo que Lutero despliega
como plan
de estudios
para las
universidades está en perfecta consonancia con su proyecto de hacer
accesible a los hombres el verdadero orden de la Creación, tal como éste
se halla contenido en la Biblia.
En cuanto a
la educación
básica, ésta
no constituye
más que
un entrenamiento preparatorio para acceder a esa clase de
estudios universitarios. Así, según
lo establecen las
Instrucciones para los
Visitadores de las
Escuelas Parroquiales (“Unterricht der Visitatoren an die
Pfarherrn im Churfürstenthumb zu Sachsen”) —documento escrito
conjuntamente por Lutero y Melanchthon en 1528 con
el fin
de normar el
funcionamiento de estas
escuelas—, la
educación básica
debía constar de tres etapas. En la primera de ellas los niños
aprenderían a leer y escribir en
latín, enriquecerían
su vocabulario
y se
les dictaría
los primeros
rudimentos de
gramática. La
segunda etapa
estaría dedicada
por completo
a la gramática y a
las primeras lectura de obras de autores clásicos (como, por ejemplo,
las fábulas de Esopo).
Finalmente,
en la tercera etapa se les daría a los estudiantes obras de autores
como Virgilio, Ovidio, Cicerón y se les introduciría al estudio de la
lógica y de la retórica. Vale la pena destacar que durante las tres
etapas a los niños se les haría leer y memorizar fragmentos de la
Biblia, empezando por los pasajes más sencillos y fáciles de explicar,
y luego siguiendo con los de mayor dificultad. Pues recordemos que,
Por
encima de
todo, el
más importante
y general
objeto de
estudio, tanto
en las escuelas superiores como
en las
inferiores, deben
ser las
Sagradas Escrituras,
y para los niños, el Evangelio . . . . ¿No debería todo
cristiano, a los nueve o diez años
de edad,
conocer todo
el Santo
Evangelio, del
que deriva
su nombre
y su vida? Una
hilandera o una costurera le enseña a su hija el oficio en sus años
mozos; pero ahora
ni siquiera
los grandes
y doctos
prelados y
obispos conocen
el Evangelio. (Lutero, 1520, Proposals for Reform, part III;
traducción mía)
Esta
última cita
nos lleva
a un
segundo y
muy importante
aspecto de
la reforma educativa de Lutero: la idea de que la educación debe
alcanzar a todos los niños, independientemente de su
condición social.
En efecto,
la tarea
de la educación,
según Lutero, no se reduce únicamente a formar doctores en teología y
derecho. Estos, sin duda, representan la cúspide del proceso educativo
y los niños más talentosos
deben ser
educados para
estos oficios.
Pero el
mundo también
necesita hombres
de menor
preparación para
ocupar una
multitud de
importantes cargos.
Los
niños de gran habilidad deben ser mantenidos en sus estudios,
especialmente los hijos de los pobres . . . . Pero también los demás
niños deben estudiar, aún los de
menores habilidades. Ellos deben,
cuando menos,
leer, escribir
y entender
el latín, pues
no sólo
necesitamos doctores
altamente instruidos
y maestros
de las Sagradas
Escrituras, sino también pastores ordinarios que enseñen el Evangelio
y el catecismo al
joven y
al ignorante, bauticen
y administren
el sacramento.
No importa que sean incapaces de batallar con los herejes. En una
buena construcción no sólo hacen falta finos revestimientos, sino
también piedras rústicas que le sirvan
de apoyo. Del mismo modo debemos tener, también, sacristanes y
otras personas que sirvan y apoyen el oficio de predicar la Palabra de
Dios. (Lutero, 1530, p. 231; traducción mía)
Cuando
hablo de juristas no me refiero sólo a los doctores, sino a toda la
profesión, incluyendo cancilleres, secretarios, jueces, abogados,
notarios y todos aquellos que tienen que ver con los aspectos legales
del gobierno; también los consejeros de las cortes, pues ellos también
trabajan con la ley y ejercen la función de juristas . . . . Todos
los condes,
señores, ciudades
y castillos
necesitan síndicos,
empleados y toda
clase de gente estudiada. No existe un noble que no requiera de un
secretario. También los necesitan
los mineros,
los comerciantes y los
hombres de
negocios.
(Lutero,
1530, p. 240-244; traducción mía)
La
educación, incluso, les servirá a aquellos que se van a dedicar a
cualquier otra clase de oficio, pues gracias a ella podrán conducirse
mejor en su trabajo y en su hogar:
Aún
cuando un
niño que
haya estudiado
latín deba
luego aprender
un oficio
y convertirse en artesano, siempre estará disponible en caso de
ser requerido como pastor o para algún otro servicio a la Palabra. Por
otra parte, en ningún caso este conocimiento
dañará su
capacidad para
ganarse el
sustento. Al
contrario, podrá
gobernar su casa mucho mejor gracias a él. (Lutero, 1530, p. 231;
traducción mía)
Esta
sola consideración sería suficiente
para justificar
el establecimiento por doquier de las mejores escuelas para niños y niñas: que
el mundo tiene que tener buenos y
hábiles hombres
y mujeres,
hombres capaces
de gobernar
bien sobre tierras y
gentes, mujeres capaces de administrar la casa y entrenar correctamente
a los niños y a los sirvientes. (Lutero, 1524, p. 368; traducción mía)
Todo
esto no hace sino confirmar que, en la visión de Lutero, mientras más
y mejor educación haya, mejor será preservado el orden en todos sus
aspectos, tanto a nivel de la sociedad como un todo, como a nivel de la
familia, el trabajo y la vida privada. Tómese en cuenta, además, que
en las circunstancias históricas que vivía Lutero la extensión de la
educación se hacía aún más urgente debido a la necesidad de enraizar
sólidamente el nuevo orden de sentido en aquella cultura. Sin embargo,
la necesidad de
extender la
educación a
todos no
obedecía únicamente
a la necesidad
de imponer y
preservar un
orden. Había
un asunto
más de
fondo que presionaba
en esa dirección independientemente de las bondades que pudiera traer
el disponer de muchos hombres y mujeres bien educados.
Recordemos
que, según Lutero, la incapacidad para apreciar el orden de la Creación
nos conduce a una vida en la que lo único que apreciamos son nuestras
propias barrigas.
Cuando no
logramos apreciar
ese orden
nos hacemos
soberbios, avaros, egoístas
y terminamos
sirviéndole a
Mammón. Por
el contrario,
cuando apreciamos ese orden en todo su esplendor, nuestra vida es
poseída por la humildad, la generosidad,
el agradecimiento
y el
servicio a
Dios. Pero
resulta que
sólo podemos ser buenos cristianos si vivimos nuestras vidas de
este último modo. En caso contrario
nos convertimos,
como ha
dicho Lutero,
en paganos,
demonios, bestias salvajes,
puercos escarbando
por siempre
en el
estiércol. Cuando
nuestras almas se corrompen
de ese
modo, no
sólo dejamos
de ser
cristianos, sino
que dejamos de
ser seres
humanos y
nos convertimos
en seres
infrahumanos. De
esa manera perdemos
nuestro ser
distintivo dentro
de la Creación, por
lo que,
en esencia, dejamos de ser.
De
lo anterior resulta que la educación es absolutamente indispensable
para que un niño pueda llegar a ser (humano, cristiano). La condición
humana es algo que se
desarrolla a
lo largo de
la vida
en la
medida en
que se
va apreciando y
agradeciendo más el orden que permite nuestra existencia. Ser un ser
humano es un oficio que hay que empezar a aprender desde temprano —al
igual que las hilanderas y las
costureras aprenden
su oficio
desde temprano.
No basta
con haber
sido bautizado, asistir a misa, obedecer las leyes humanas y
divinas, ser caritativo, etc., sino que hace falta aprender a ver el
mundo y a disponerse hacia él de una cierta manera. Sólo por medio de
la educación, entonces, es posible avanzar hacia la plena realización
de nuestra humanidad. Y es por eso que todos los hombres estamos en la
obligación de
proporcionarle a
todos los
niños encomendados por Dios
a nuestro cuidado,
la oportunidad
de llegar
en su
educación tan
lejos como
puedan, lo
que equivale a desarrollar su humanidad tanto como les sea
posible.
Ahora
bien; la
idea de
que cada
recién nacido
estaba llamado
por Dios
a apreciar el orden global de la existencia no sólo era
contraria a lo que se pensaba y se practicaba en los tiempos de Lutero,
sino que rompía por completo con el legado de la tradición medieval en
ese aspecto. En efecto, a lo largo de toda la Edad Media se había dado
por sentado que el tipo de educación que conducía a la posibilidad de
contemplar el
orden del
universo era
dominio exclusivo
de un
grupo social
particular: el clero.
No es
que los demás
grupos sociales
careciesen de
toda educación. Al contrario, cada uno de ellos mantenía en su
seno el tipo de educación que le
era propio.
Pero, aparte
del clero,
ningún otro
grupo social
cultivaba sistemáticamente
la lectura,
la escritura
y la
oratoria en
latín, y
mucho menos
la filosofía, la teología, el derecho, la medicina y las demás
artes en las que se hallaba comprimido
el conocimiento del orden
del mundo.
Así, por
ejemplo, entre
la nobleza dominaba
el ideal
del caballero
de armas,
y sus
hijos recibían
un entrenamiento orientado hacia
las proezas
militares —manejo
del caballo,
de la lanza, de la
espada, código de conducta caballeresca, etc. Por su parte, los
artesanos y comerciantes
solían preparar
a sus hijos para
los oficios
que ellos
mismos ejercían, por
lo que
cada gremio
o cofradía
mantenía escuelas
dedicadas a
la formación de sus miembros. Finalmente, los campesinos
formaban a sus hijos en el seno de sus propias familias y comunidades a
través de su participación cotidiana en las
labores del
campo y
del hogar,
sin que
mediara ninguna
clase de
educación formal. Como
resultado de
esto, la
inmensa mayoría
de la población europea
se mantuvo completamente
analfabeta a
lo largo
de toda
la Edad
Media, y
no era infrecuente
que hasta los mismos emperadores, reyes y príncipes fuesen iletrados.
Esta
diversificación de
la educación
medieval muestra
que aquella
época estaba lejos de dar por sentado que todos los seres
humanos estaban destinados a contemplar el orden global del universo.
Por el contrario, diferentes grupos de seres humanos
estaban destinados
a diferentes
tipos de
vida y
a diferentes clases
de bienes. El destino de cada quien estaba determinado por la
clase social en la que había nacido, lo que imponía límites precisos
e intransgredibles a lo que la persona podía ser y hacer. Por ese
motivo, la clase social tenía que formar parte fundamental de la
identidad básica de cada quien: era aquello que uno no podía dejar de
ser a lo largo de
toda su
vida. En
otras palabras,
la pertenencia
a una
determinada clase
social no podía ser vista como un hecho accidental o una circunstancia
externa al individuo.
Por
el contrario, el ser de cada individuo su hundía profundamente en su
pertenencia a esa clase social. Al punto que para el campesino (al igual
que para el noble o
el artesano), dejar
de ser
campesino debía
significar algo
muy cercano
a dejar de
ser en general. Perder
esa identidad
básica significaba
perder toda
orientación con respecto a las acciones, actividades y bienes que se
debían realizar o perseguir. Más aún, dado que las diferentes clases
sociales representaban diferentes tipos
de oficios
por medio
de los
cuales los
individuos contribuían
con el
funcionamiento armonioso de su sociedad, dejar de pertenecer a
cualquiera de ellas tenía que implicar una grave pérdida de
trascendencia de la propia vida.
Podríamos
decir, en resumidas cuentas, que la diversificación social de la
educación medieval obedecía a
una situación
en la
que el lugar
que cada
quien ocupaba
dentro de
la sociedad le era consustancial a su identidad individual.
Podemos
ver, ahora,
que cuando
Lutero plantea
la necesidad
de brindar
a todos el
tipo de
educación que
antes estaba
reservado para
el clero,
entra en conflicto
con ciertos aspectos muy básicos del orden medieval. Bajo la
perspectiva medieval tal
expansión de
la educación resulta
completamente innecesaria, tanto
desde el punto de vista de la preservación del orden, como del logro de
la plenitud humana de cada quien. Para vivir una vida plena de sentido
en la Edad Media no hace falta ser capaz de apreciar el gran orden de la
Creación. Basta con realizar de manera excelente la tarea que nos ha
sido encomendada dentro de ese orden. Esto, ciertamente, requiere que
vivamos dicha tarea como “encomendada”, es decir, que experimentemos
su carácter
trascendente, pero
tal experiencia
no necesariamente
requiere de una aprehensión directa del orden. Puede ocurrir, por
ejemplo, que el proceso de entrenamiento para un oficio particular no
simplemente forme destrezas técnicas (como lo pensamos hoy en día),
sino que, en el mismo acto, enseñe una cierta actitud hacia el trabajo,
y, en general, hacia la vida, sin la cual todas aquellas destrezas
perderían sentido. Es lógico suponer que en una cultura en buen
estado, el orden de
sentido en
gran medida
ejerce su
poder por
vías invisibles
y poco explícitas
como ésta. Tal invisibilidad, de hecho, constituye un elemento esencial
de su poder. Sólo cuando ese poder se deteriora, como ocurre en la época
de Lutero, aparecen la
necesidad urgente
y generalizada de buscar
el orden
y el
afán por
contemplarlo directamente.
Por
otra parte, debemos recordar que todos los individuos de esta sociedad
estaban sujetos a una educación regular, aunque informal, ejercida por
la Iglesia por medio de las misas y de la confesión. Como mencionábamos
en la sección 2 de este artículo, en la
medida en
que el latín
era comprendido
por todos,
la Iglesia,
por medio de
estas prácticas,
podía instruir
a la
población acerca
del mundo
en que vivía, y cuáles
eran sus deberes dentro de él. Se trataba, muy probablemente, de una
enseñanza de carácter dogmático, enfocada más en aspectos cotidianos
de la vida que en temas generales. Más que comprensión, exigía
obediencia a las autoridades establecidas. Pero este hecho resultaba
perfectamente natural en un mundo en el que de antemano se suponía que
los únicos capaces de ganar claridad acerca del orden del mundo eran
los clérigos, quienes se encontraban en una situación de cercanía al
Creador, y, por tanto, eran directamente iluminados por esa fuente
suprema de toda luz y toda verdad. Los demás grupos sociales sólo podían
recibir una luz tenue de esa fuente —y ello sólo gracias al papel
mediador que jugaba la Iglesia. Más allá de eso se abría ante ellos
un misterio insondable con el que debían convivir hasta el fin de
sus días.
No era
de esperar,
entonces, que
estos “legos”
ganasen mayor
comprensión acerca de temas de trascendencia,
sino que obedeciesen respetuosamente a quienes sí eran capaces
de esa clase de conocimiento. Sobre la base de tal obediencia se sostenía
todo el orden social medieval.
La
propuesta de
Lutero, entonces,
no sólo
resultaba innecesaria
dentro del orden
medieval, sino que era, inclusive, altamente peligrosa para él. Lo que
Lutero estaba proponiendo no podía significar allí más que una grave
confusión de papeles sociales, un caos en el que las funciones de unos
serían usurpadas por otros, lo que aparentemente sólo podía conducir
a una situación en la que ya nadie sabría cual es su rol en la
sociedad y cómo debía conducir su vida. Además, era de suponer que al
expandir de
ese modo
la educación,
todos se
sentirían autorizados
para debatir acerca del orden
de la
Creación, lo
que resultaría
destructivo para aquella
obediencia respetuosa a las autoridades sobre la que se sostenía el
mundo medieval.
En
pocas palabras,
la propuesta
de Lutero
“des-ordenaba” el
orden medieval
al deshacer la jerarquía de roles sociales que le era
constitutiva.
No
en vano Lutero abogaba por incluir a todos los cristianos en el llamado
“estado espiritual”
(véase la
sección 2
del presente
artículo). Con
ello pretendía
mostrar, precisamente, que todos los hombres estamos llamados a
comprender y a predicar la Palabra de Dios. Esa igualdad fundamental no
sólo implicaba que todos podían poner
en duda,
cuestionar y
discutir lo
que decían
y hacían
quienes ocupaban algún
puesto de autoridad, sino que, yendo más a fondo, modificaba la idea
misma de
autoridad que
había dominado
a lo largo de
la Edad
Media. En efecto,
como ya hemos visto, la autoridad de la Iglesia medieval se derivaba de
una presunta cercanía que mantenían los miembros de ésta con el
Creador.
Esa
cercanía hacía que los clérigos formaran una clase aparte, claramente
separada de los demás hombres y jerárquicamente superior con respecto
a ellos. Los clérigos se distinguían de las demás clases sociales por
una serie de poderes particulares (recordemos, por ejemplo,
la infalibilidad
del papa)
o por marcas particulares
en su
ser (como el
character indelebilis que Dios
le imprimía
al sacerdote
al momento
de su
ordenamiento). En
todo caso
eran algo
más que
hombres comunes.
Pero si
se aceptaba la
igualdad fundamental
que postulaba
Lutero, ningún
tipo de
autoridad podía seguir derivándose de esa fuente, pues era
inadmisible la existencia de seres sobre-humanos que gozaran de un
acceso privilegiado a Dios. Quienes ocupaban un puesto de autoridad no
podían hacerlo, entonces, en virtud de algún poder especial que les
fuese consustancial, sino simplemente porque tenían el consentimiento
de sus pares: los demás miembros de la comunidad, cada uno de los
cuales también estaba facultado
para ejercer
ese puesto.
Debido a eso,
además, quien
ocupaba algún puesto de este tipo era responsable ante la
comunidad y podía ser removido por ella cuando fuese necesario.
Mediante
el bautismo todos somos consagrados al sacerdocio . . . . Así que,
cuando un obispo
consagra [a
un sacerdote] es
como si
él, en nombre
de toda
la congregación, cuyos miembros tienen todos igual poder,
escogiese a uno de entre ellos y
lo encargase
de usar
ese poder
en nombre
de los
demás .
. . . Ahora;
precisamente porque todos somos igualmente sacerdotes, nadie debe
colocarse por encima de los demás y encargarse, sin nuestro
consentimiento ni elección, de hacer
lo
que está en poder de todos. Pues lo que es común a todos, nadie debe
atreverse a arrogarse a sí mismo sin la voluntad y el mandato de la
comunidad; y si ocurriese que alguien escogido para tal cargo fuese
depuesto por malos manejos, pasaría a ser exactamente lo que era antes
de asumir el cargo. De manera que un sacerdote en
la Cristiandad
no es
más que un
funcionario. Mientras está
en el cargo, tiene
precedencia; cuando es depuesto, es un campesino o un citadino como los
demás.
(Lutero,
1520, The Three Walls of the Romanists; traducción mía)
Así
que, del mismo modo como aquellos que ahora son llamados
“espirituales” — sacerdotes,
obispos o
papas— no
son diferentes de
los demás
cristianos ni
superiores a ellos
(excepto por
el hecho
de que
se les
ha encargado
la administración de la Palabra de Dios y los sacramentos, que
es su trabajo y oficio), así también ocurre con las autoridades
temporales —ellas detentan la espada y la vara
con la
que se castiga al
malvado y
se protege al
bueno. Un
zapatero, un
herrero, un granjero: cada uno tiene la labor y el cargo de su oficio, y
sin embargo todos ellos son
sacerdotes y
obispos consagrados, y cada
uno, por
medio de
su propio trabajo u oficio debe beneficiar y servir a todos los
demás, de manera que muchos tipos de trabajo puedan hacerse para el
bienestar corporal y espiritual de la comunidad, del mismo modo como
todos los miembros del cuerpo se sirven entre sí. (Lutero, 1520, The
Three Walls of the Romanists; traducción mía)
Como
vemos, el cargo, oficio, puesto o, en general, el lugar particular que
alguien ocupa en la sociedad no le añade nada adicional a lo que la
persona ya es antes de
asumirlo y
lo que seguirá
siendo luego
de abandonarlo. El que
alguien juegue un papel social determinado no hace que sea otra
cosa que un hombre como los demás. En pocas palabras, lo que la persona
es —su ser— no depende del oficio particular que desempeñe. Por el
contrario, desde el nacimiento y el bautizo hasta la muerte todos somos
lo mismo: seres con cuerpo y alma llamados a alabar a Dios y predicar su
Palabra. Esa es nuestra identidad fundamental; con respecto a ella todas
lo demás
en nuestras
vidas es
circunstancial y
contingente. Y
en ello
consiste la igualdad
fundamental que hay entre nosotros.
Esto,
evidentemente, significa
negar ese
aspecto fundamental
del orden social
medieval que mencionábamos antes: la suposición de que cada ser humano
pertenece de
manera necesaria
y esencial
a una
determinada clase
social, que
constituye el eje central de su identidad como individuo. Bajo esta visión
medieval, el orden social era algo que fundaba lo humano, en la medida
en que sólo dentro de él los hombres podían ganar su ser individual.
Puesto de otro modo, el ser humano sólo
podía fluir
por los
cauces que
le ofrecían
las clases
sociales. En
ese sentido podría
decirse que las jerarquías sociales medievales tenían un carácter
ontológico. Pero, en la visión luterana, el orden social es secundario
con respecto a lo que los hombres
son. La jerarquías
sociales y
la división de
labores sin
duda son
indispensables para
que los
hombres puedan
llegar a
ser hombres
en el
pleno sentido de
la palabra.
Pero son
indispensables no
porque sean
el lugar
donde se realiza lo
humano sino sólo porque constituyen un mecanismo para la producción de
ciertos bienes fundamentales —educación, seguridad, etc. Tales
jerarquías, por tanto, tienen un carácter operativo: los seres humanos
asumen los diferentes puestos que las conforman sin que su ser, su
pensamiento y su acción se vean confinados a ellas.
Vemos,
entonces, que la idea luterana de extender la educación a todos traía
consigo una idea de sociedad muy distinta a la medieval. Una de las
consecuencias de esta nueva visión de la sociedad era que los hombres
no podían limitar el campo de sus preocupaciones a sólo una pequeña
parcela dentro de la totalidad del orden social. Nuestra vocación
a apreciar
y cuidar
la totalidad
del orden
exigía que estuviésemos
permanentemente atentos al funcionamiento de toda la sociedad. Cada
quien debía
vigilar y
contribuir con
el buen
desempeño de
todas las
funciones sociales. En pocas palabras, todos éramos responsables
de mantener en buen estado cada una de
las actividades
necesarias para la buena
convivencia.
Esta
idea novedosa, de que todos eran responsables por todo,
obviamente tenía que modificar sustancialmente
la concepción acerca de
quién y
cómo debía
encargarse de
mantener los procesos educativos en la sociedad. Como veíamos antes,
los diversos procesos educativos
de la
Edad Media
no eran
instaurados, supervisados
ni coordinados por ninguna institución en particular. Cada clase
social, cada tipo de oficio estaba encargado de darse continuidad a sí
mismo. Dado que cada oficio era algo “encomendado” a nuestro
cuidado, educar a las futuras generaciones tenía que formar
parte esencial
de cada
oficio, pues
sólo de
ese modo
evitábamos que éste
pereciera. El oficio de clérigo, y su correspondiente tipo educación,
estaban, claro está, a
cargo de
la Iglesia.
La Iglesia
medieval, en
otras palabras,
tenía total
exclusividad en lo
referente al
mantenimiento y
la orientación
de la
clase de educación
que Lutero pretendía extender a todos.
Esta
situación necesariamente tenía que
cambiar. Había
dos razones
de carácter circunstancial para ello y otra de fondo. La primera
razón circunstancial era que el
tipo de
educación que
para la
época se
brindaba en los establecimientos
controlados por
la Iglesia
era considerado
como pernicioso
por los
reformadores. Hacía falta
sustraer todos
aquellos establecimientos
al control
eclesiástico para
poder imponer
en ellos
los nuevos
programas educativos.
La segunda
razón circunstancial era
que, en
las regiones
que adoptaban
la Reforma,
uno de
los primeros actos
de las autoridades era
cortar inmediatamente
el flujo
de dinero,
donaciones, tierras y otros bienes que habían estado alimentado la
actividad de los monasterios, conventos y demás fundaciones de dicha
región. Esto obviamente traía como resultado el cierre de tales
instituciones, así como también de las escuelas que éstas solían
mantener. De modo que algún otro agente social tenía que encargarse
de mantener escuelas. Lutero vio a las autoridades temporales como las
indicadas para llevar
a cabo
esta labor.
En esto,
precisamente, consistió
el tercer
aspecto importante de su reforma educativa.
Las
razones de
fondo que
llevaron a
Lutero a
postular como
deber de
las autoridades temporales el mantener escuelas gratuitas para
todos los niños, eran las mismas que lo habían llevado a ver a tales
autoridades como las más indicadas para luchar contra el poder de la
Iglesia y promover, en general, la causa de la Reforma.
En
la sección 2 de este artículo vimos que, en la visión luterana del
orden social, las autoridades temporales
no están
sometidas o
gobernadas por
las autoridades
espirituales —como era lógico que sucediese dentro del orden jerárquico
medieval. Por el
contrario, dentro
de la
organización global
de la sociedad, las
autoridades temporales tienen
una función
propia y
claramente diferenciada en la
que son plenamente
soberanas —debiendo
sometérseles, en
ese campo,
incluso la
Iglesia misma. Esa función consiste, como ya hemos visto, en
preservar el “reino terrenal”, es decir, el orden social que le
permite a todos realizar su vocación como cristianos. Con
el fin
de preservar
ese orden
las autoridades
temporales ejercen
un poder coercitivo
sobre los hombres, obligándolos a hacer (o dejar de hacer) todo cuanto
sea necesario
para alcanzar
dicho objetivo.
Si bien
las autoridades
espirituales también cumplen un importante papel en la
preservación del orden, su función es predicar,
exhortar, traer
las almas
hacia Dios
por medio
de la Palabra, pero
no tienen facultades
para obligar
a nadie
por la
fuerza, pues
no les corresponde gobernar
sobre las
acciones humanas.
De modo
que es
prerrogativa de las
autoridades temporales refrenar a todo aquel que atente contra el orden,
incluso si se trata de un alto jerarca eclesiástico:
El
poder temporal
es un miembro del
cuerpo de
la cristiandad, y
pertenece al
“estado espiritual”,
aunque su
trabajo sea
de naturaleza
temporal. Por
tanto, su trabajo
debería extenderse libremente y sin obstáculos hacia todos los
miembros de todo el
cuerpo; debería
castigar y
usar la fuerza
siempre que
la culpabilidad lo
merezca o la necesidad
lo exija,
sin detenerse
ante papas,
obispos o
sacerdotes.
(Lutero,
1520, The Three Walls of the Romanists; traducción mía)
Dado
que la
educación de
todos los
niños lucía,
ahora, como
uno de
los principales modos
de preservar
el orden,
parecía evidente
que las
autoridades temporales debían asegurarla, incluso por la fuerza.
Este era uno de estos casos en los
que “la
necesidad lo
exigía”. Ciertamente
a lo
largo de
la Edad Media
las autoridades temporales también tenían por misión preservar
el orden social. Pero su condición
de subordinación
a la
Iglesia hacía
que fuese
impensable que
ellas pudiesen encargarse
de una
labor que
era dominio
exclusivo de
su superior jerárquico. Eso
sería una
escandalosa usurpación
de funciones,
algo tan
absurdo como proponer que los artesanos se encarguen de la
educación de la nobleza y de los hijos de la familia real. Por otra
parte, como hemos visto, la preservación del orden medieval no requería
extender a todos el tipo de educación brindado en las instituciones
eclesiásticas. Era suficiente con asegurar la obediencia de todos a la
autoridad de
la Iglesia.
El
papel de
los reyes
y príncipes
en la
preservación del
orden se limitaba, entonces, a servir de brazo armado para afianzar la
autoridad de la Iglesia en el mundo. De aquí que las expediciones
militares en defensa del papa, de la Santa Sede o del Santo Sepulcro,
fuesen un ejemplo paradigmático del tipo de actividad que era
considerado como más propio de un gobernante medieval. No en vano
los reyes
medievales eran
coronados por
la Iglesia, juraban
obedecerla y
protegerla, y se
comprometían a
combatir a
los infieles. Por
eso, precisamente,
cuando Lutero exhorta a las autoridad temporales a que funden escuelas,
compara esta labor con la de mantener ejércitos, y muestra que esto último
no es suficiente para preservar el orden.
Mantengo
que es deber de las autoridades temporales obligar a sus súbditos a que
mantengan sus hijos en las escuelas, especialmente a los más
prometedores. Pues verdaderamente es deber del gobierno mantener los
oficios y estados que hemos mencionado,
de manera
que siempre
haya predicadores, juristas, pastores,
escritores, médicos,
maestros, etc.,
pues no
podemos prescindir
de ellos.
Si el gobierno puede
obligar a los súbditos aptos para el servicio militar a cargar lanzas y
mosquetes, proteger
murallas y
hacer otras
clases de
trabajos en
tiempos de guerra,
cuanto más puede y debe obligar a sus súbditos a mantener sus hijos en
las escuelas. Pues aquí enfrentamos una guerra peor, una guerra contra
el demonio.
(Lutero,
1530, p. 257; traducción mía)
Lo
distintivo del
nuevo papel
que Lutero
le estaba
asignando a
las autoridades temporales era, por tanto, no sólo su
independencia de la Iglesia, sino también el hecho de que la preservación
del orden debía lograrse no tanto por vía de la
fuerza, sino
haciendo que
todos los
súbditos pudieran
apreciar ese
orden, se
responsabilizaran de
su mantenimiento
y participaran activamente en
su cuidado. Esto nos
hace volver a un punto que dejamos abierto unos párrafos atrás: la
idea de que todos somos responsables por todo y las consecuencias que
esto traía para el campo de la educación. En efecto, estrictamente
hablando, la responsabilidad por la educación recaía en todos los
miembros de la sociedad. Cada quien debía hacer su aporte a ella del
mejor modo que se lo permitiera su posición en la sociedad. Así, en
las autoridades temporales recaía la responsabilidad de recoger
impuestos, construir escuelas e imponer como ley la asistencia
obligatoria de todos los niños a ellas. En los
predicadores y
sacerdotes recaía
la responsabilidad de exhortar
a todos,
por medio de la Palabra, a asumir su responsabilidad en el
mantenimiento de escuelas (como, por
cierto, lo
hace Lutero
en sus
escritos). Y
en los
padres recaía
la responsabilidad de enviar a sus hijos a las escuelas, así
como también de contribuir económicamente con su mantenimiento en la
medida de sus posibilidades.
5. Transición
Con
esto cerramos nuestra discusión en torno a los principales aspectos de
la reforma educativa impulsada por Lutero. Dicha discusión nos ha
permitido ver que tras esta
reforma se
perfilaba ya
un nuevo
modo de
concebir a
la sociedad
y al individuo.
Vimos que ella apuntaba hacia una transformación del modo de ser del
ser humano
en el
mundo, lo
que necesariamente
tenía que
estar en
estrecha correspondencia con el modo de ser de todas las cosas en
general. De manera que no podemos seguir postergando la pregunta por la
naturaleza exacta del orden de sentido que parecía estar retrocediendo
en la época de Lutero, así como también por la
naturaleza de
aquel otro
orden que
parecía estar
emergiendo. A
este tema
nos dedicaremos en el segundo artículo de este ciclo.
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