Cuando Chopin vivía en Polonia... por Gitta Sten
|
Suelen decir los músicos que no es posible encerrar en palabras la belleza de la música. Los escritores, por el contrario, se empeñan en describir y analizar todo lo humano, incluyendo la música. El "caso Chopin”, sobre el cual intentaré hacer un poco de nueva luz, me plantea ese problema. Tarea difícil e ingrata si no fuera porque en la conciencia de México existe un amor profundo hacia cuanto se relaciona con la memoria del "Ariel del piano”. No podré hablar de su música. ¿Cómo explicar con palabras el contenido de sus sonatas o de sus baladas, de sus estudios o sus nocturnos? Se necesitaría para ello la pluma de un poeta, y no de un poeta cualquiera. Sin embargo, esta música nació de algo, tuvo raíces en la vida concreta no sólo del pianista, sino también de sus parientes y amigos; raíces que se ahondan en su país, en su época, en acontecimientos históricos bien definidos, en la pintura de Delacroix, en la poesía de Mickiewicz, en la amistad de Chopin con Liszt, en el movimiento revolucionario de Polonia y de Europa, que anunciaba ya su próxima "Gran Primavera”. No bastan las palabras para describir la música de Chopin, pero buscando sus orígenes y tratando de redescubrir el ambiente en el cual brotó, quizás —además de gozar su belleza en la sala de conciertos—, comprenderemos su grandeza. Don Nicolás Chopin, padre del artista, contaba 36 años cuando casó con la señorita Justina Krzyzanowska, de 25 primaveras. El casamiento del modesto preceptor de lengua francesa con la empobrecida Justina, ama de llaves de la aristocrática familia Skarbek, no tendría para el mundo importancia alguna si no fuera porque, cuatro años después, la joven pareja tuvo un hijo: un varón llamado Federico Francisco. Pero tampoco el hecho de tener un hijo, tan normal entre jóvenes matrimonios, había conmovido al mundo. Nadie, aparte los parientes más cercanos, se preocupó por el nacimiento del niño. Pocos años pasaron, sin embargo, para que el mundo comenzara a fijarse en la casita campestre de Zelazowa-Wola, ahora convertida en Museo Nacional y envuelta en el cariño del pueblo polaco, que la estima su más preciada joya. Cuenta una leyenda que el marido de la nodriza de Miguel Angel era cantero, y que con la leche de aquella mujer el niño bebió la pasión por tallar piedra. La leyenda tejida en torno a los primeros días de Federico Francisco cuenta que durante el parto de Justina Krzyzanowska una orquesta campesina tocaba mazurcas bajo la ventana... ¿Fue una simple casualidad o es una invención? En realidad, poco importa. Alrededor de los genios se crean tantas fantasías... Stendhal, no recuerdo en dónde, preguntaba un día por qué la mayoría de los grandes pintores nacieron hacia 1510. Y por qué la Fontaine, Corneille, Moliere, Racine y Bossuet se dieron cita alrededor del año 1660. Algo semejante podríamos preguntar acerca de la época en que nació Chopin. Cuando las cuidadosas manos de doña Justina mecían la cuna del pequeño Federico, apenas hacía 19 años de la muerte de Mozart, y solamente uno de la de Haydn. ¿Cuáles fueron las leyes por las cuales Mendelssohn fue solamente un año mayor que Chopin? El mismo destino caprichoso ordenó a Héctor Berlioz que aprendiera a leer entonces, cuando tenía siete años, y a Bellini, que acababa de cumplir los nueve, que jugara a las canicas cuando se cansaba de cantar. Meyerbeer, de 19 años; Schubert, de 21 años y Weber de 24, no sospechaban que pronto tendrían un peligroso rival en aquel chico nacido en una aldea desconocida... Es poco probable que Beethoven, ocupado en pulir su inmortal Sinfonía Pastoral, se preocupara por los niños que nacían en el mundo... El bondadoso destino decidió que nuestro muchacho tuviera también buena compañía en el campo de las letras. En aquellos días Víctor Hugo, de 8 años, paseaba apaciblemente por la plaza de San Quintín, en Besanson; Heine, Balzac y Adam Mickiewicz, de 11 años, entraban en la peligrosa edad de la adolescencia, y Dyron, de 22 años, contagiaba al mundo con una grave enfermedad llamada "nostalgia”. Decididamente, las buenas hadas que se agruparon en torno de la sencilla cuna de Federico pensaron en cómo hacer más agradable la corta vida del Ariel polaco. Y ¿qué puede ser más agradable que una buena compañía? Así, cuatro meses después que él nació Robert Schumann, al año siguiente su futuro gran amigo Liszt, dos años más tarde el gran poeta polaco Zygmunt Krasiñski —con el tiempo tristemente enamorado de la misma Delfina Potocka que amó Chopin—, en 1813 nacieron Verdi y Wagner, y en 1820 el padre de la ópera polaca, Estanislao Moniuszko. La pregunta de Stendhal es, pues, difícil de contestar. ¿Cuáles fueron las causas de que tantos genios se dieran cita en los cincuenta años que van de 1770 a 1820? No es tarea nuestra la de contestar a esta pregunta del autor de Rojo y negro. Sin embargo, quiero hacer notar que en esta extraña cita de los inmortales Polonia ocupó un lugar importante: primero en el campo de las letras, con Mickiewicz, el 150 aniversario de cuyo nacimiento conmemora el mundo entero con admiración; con Julián Slowacki, otro gran poeta contemporáneo de Chopin, y con Zygmunt Krasiñski, que fueron los famosos "tres grandes" del romanticismo polaco. Aunque oscurecido por la gloria de Chopin, Estanislao Maniuszko creó las primeras óperas. Groettger y Matejko enriquecían para siempre la pintura polaca. Tal era el panorama en que el destino colocó a Federico Francisco. Algo semejante ocurría también en el orden político. En 1807 el "pequeño caporal”, dueño de Europa, creó el Ducado de Varsovia, de dos millones y medio de habitantes. Pero la buena suerte de Napoleón no duró mucho; pronto llegó su tremenda derrota en los campos rusos, cubiertos de nieve, y desde entonces un desastre tras otro, hasta llegar a la catástrofe final de Waterloo. Las esperanzas de liberación de Polonia quedaron defraudadas una vez más. En 1815 los representantes de Inglaterra, Austria, Prusia, Rusia, España, Suecia, Portugal y Francia, reunidos en el Congreso de Viena, aceptaron la proposición de Rusia de formar con Polonia un Estado similar al Gran Ducado de Varsovia, pero bajo la tutela del "angélico" zar. Así nació lo que durante muchos años habría de llamarse "la Polonia del Congreso", que sólo recobraría su independencia, tras de continuas rebeliones, después de la Primera Guerra Mundial. La niñez de Federico transcurrió en un período de calma superficial, con su país gobernado por Novosilcow, cuyo carácter y métodos sólo pueden ser comparados con los de los nazis de la última contienda, y por el gran duque Constantino, hermano del Zar, despótico y adusto gobernador, cuyo rostro se suavizó cuando oyó tocar al niño prodigio de Zelazowa-Wola. Pero aquella calma era aparente. Las organizaciones secretas de los polacos se extendían a pesar de la vigilancia de la policía rusa, y la mayoría de sus dirigentes eran estudiantes de las universidades, intelectuales y miembros de¡ ejército polaco (porque Polonia guardaba las apariencias de un Estado libre, con una miniatura de ejército propio). El alma de una de aquellas organizaciones era el famoso poeta Adam Mickiewicz, con quien Chopin se reunió años después en París, cuando ambos estaban en el exilio. Federico y George Sand fueron asiduos asistentes a sus conferencias en el Colegio de Francia, en el cual era profesor de literatura eslava; a su vez el gran poeta polaco, hoy llamado el profeta de Polonia, visitaba a menudo la casa de George Sand o del pianista, en la plaza Vendóme, para escuchar allí la voz de la patria, sometida, después del levantamiento de 1830, más cruelmente que nunca... La insurrección de ese año, que comenzó 27 días después cuando ya Federico había salido de Varsovia hacia París, fue un doloroso fracaso. Los rebeldes, capitaneados por el joven oficial Piotr Wysocki, querían capturar al Gran Duque Constantino en su palacio. Lograron, efectivamente, entrar en Bellvedere, pero el duque, prevenido a tiempo, pudo huir. El zar Nicolás I libró una guerra sin cuartel contra los insurrectos, cuyas fuerzas, notablemente inferiores, hubieron de rendirse. La causa principal del fracaso de la revolución de noviembre fue la inhibición de las fuerzas populares, principalmente de los campesinos que, a pesar de la Constitución de 1794, habían seguido esclavizados, y a quienes les daba lo mismo trabajar para los rusos que para los nobles polacos. Una vez más la historia demostró que la justicia sólo pueden imponerla las masas populares, el pueblo entero, y que sin la participación de los campesinos y los obreros no hay revoluciones triunfantes. La insurrección de noviembre fue un sangriento fracaso que segó la flor de la juventud polaca y llenó de patriotas las cárceles de Siberia. Cuando Federico tenía cuatro años, monsieur Nicolás abrió una pensión en Varsovia. Por cierto que todavía se discute el origen de este personaje; hay quienes dicen que era hijo de un comerciante de vinos de Nancy o de Marainville, y otros que descendía de un emigrante polaco apellidado Szop. El caso es que, según el relato del escritor polaco Nowaczyñski, la idea de fundar una pensión en Varsovia tuvo un origen bastante curioso. Un emigrante francés, el coronel Neuman, establecido en Varsovia después del desastre de Napoleón, considerando a Polonia como nación poco culta escribió un libro titulado Planes de regeneración de la nación polaca, en el cual decía que para elevar el nivel cultural del país era preciso educar a los niños solamente en francés, y que, en general, se debía imitar en todo a la gran Francia. El ex patrono de Nicolás Chopin, el conde Skarbek, en cuya casa conoció el francés a su futura esposa, era persona de mente clara, conocido economista y hombre de letras. Contestó, pues, al coronel Neuman en otro libro, y convenció al señor Chopin de que debía fundar una pensión para niños, a fin de demostrar cómo era posible educar a los jóvenes en un espíritu puramente polaco. Por tales razones pintorescas y otras más serias, de índole económica, el matrimonio Chopin abrió su pensión y acogió en ella a unos ocho o diez muchachos de buena familia. Con estos muchachos, entre los cuales encontró el joven Federico sus mejores amigos, y con sus tres hermanas, sus padres y la famosa Zuska, más los maestros Zywny y Elsner, pasó aquél los años de su primera juventud. En la casa se hablaba una curiosa mezcla de idiomas: polaco, francés, italiano y alemán (monsieur Nicolás, muy antinapoleónico, no soportaba que se hablara francés... en su casa). Los domingos por la tarde monsieur Chopin jugaba a la baraja con los maestros Zywny y Elsner y con otros dos profesores del Conservatorio, bebiendo un ligero vino tinto. Mientras tanto, la señora Justina preparaba a los muchachos para el acostumbrado paseo fuera de la ciudad. Y hay que decir que los domingos no estaba la señora de muy buen humor: católica creyente, nunca llegó a convencer a su marido para que la acompañara a la misa dominical, pues mónsieur Nicolás era francmasón y no había modo de hacerlo ir a la iglesia. ¡Pobre señora! ¡Cuántos domingos la vieron llorar! ... Pero ni siquiera tenía tiempo bastante para las lágrimas: los muchachos la esperaban impacientes ante la puerta, y mónsieur Nicolás, bastón en mano, paseaba nerviosamente. Entre aquellos muchachos, que caminaban uno tras otro, iba Federico, con pantalones cortos, de paño claro. Iba riendo, rebosante de buen humor, con la cabeza al aire; quizás un poco más pálido que los otros y cansándose un poco más que sus colegas; pero no era cosa de cuidado. Los domingos por la noche se celebraban las famosas representaciones teatrales, en las que Federico reinaba en tres aspectos: como compositor, autor y actor. ¡Qué sorpresas daba el chico en estas veladas dominicales, improvisando sobre las composiciones que oía diariamente a Zuska, la sirvienta que amenizaba con melodías polacas su trabajo de limpiar alrededor de veinte pares de zapatos diariamente! Aquí debemos rendir homenaje a esta mujer, que ya tiene grandes posibilidades de pasar a la historia y ocupar un buen puesto entre las mujeres célebres de su época. Así describe a Zuska el escritor Eduardo Noch: "Natural de las regiones centrales, era Zuska una mujer robusta y sana, grande y atrayente, aunque afeada por las cicatrices de la viruela. Es difícil imaginarse la casa del profesor Chopin sin esta cariátide devota y fiel que de todo se ocupaba, y que al fin llegó a ser casi miembro de la familia. Se ocupaba, sobre todo, del joven Federico. Jamás se sabrá cuánto debe la música a esta mujer, por cuanto sin duda prolongó la vida enclenque del joven pianista, gracias a la casi maternal ternura de que cálidamente le rodeó”. "Su influencia psicológica no fue menos importante. Si los críticos y los historiadores del arte buscan actualmente todo cuanto pudo contribuir a la formación de la personalidad de Chopin, es necesario pensar también en Zuska. Sí. Zuska —escribe el mismo crítico Noch— desempeñó papel importantísimo. Su espíritu sano y bien equilibrado de campesina, su buen sentido siempre alerta eran lo que necesitaba Federico. Cuando niño, sensible por naturaleza, hasta el más alto grado de la hiperestesia, sufría de tiempo en tiempo crisis psíquicas y manías, sobre todo estados depresivos que se manifestaban en forma tan excéntrica como cómica. Era entonces cuando Zuska aparecía como un ángel guardián. En esos momentos Federico se imaginaba, por ejemplo, que tenía una nariz horrible, orejas viles, dedos demasiado cortos, y era capaz, desdichado y abatido, de contemplarse horas enteras en un espejo, buscando toda suerte de defectos físicos en su persona. Zuska estaba siempre dispuesta a consolarlo y socorrerle. Zuska era para él, también en la música, una fuente de energía y esperanza. Tenía voz agradable y le gustaba cantar. Fue la primera persona que cantó a Chopin todas las canciones del pueblo, nostálgicas y alegres, rudas y amables. Posteriormente, esos mismos temas musicales, ennoblecidos, poderosos, serían los temas de la música de Chopin”. De acuerdo con el estilo de la época, Zuska, como cualquier heroína romántica, se suicidó en las tranquilas aguas del Vístula. Quizá aquel niño delicado y frágil habría corrido la suerte trágica de su hermana Emilia, sin las compresas y las botellas de agua caliente que Zuska aplicaba devotamente a sus pies fríos. Los cuidados de Zuska los prosiguió más tarde George Sand, quien, años después, pudo decir de él: "Era algo así como esas Criaturas ideales que la poesía de la Edad Media hacían servir de ornamento en los templos cristianos. Un ángel bello de rostro, como una mujer, triste, puro y esbelto; de forma pura como un joven dios del Olimpo y, para completar este conjunto, de una expresión a la vez tierna y severa, casta y apasionada”. Para que al correr de los años pudieran llamarlo las mujeres "joven dios del Olimpo” hubo otra causa: el campo polaco. Invitado a menudo por los padres de los muchachos que estaban en la pensión de los señores Chopin, Federico pasaba sus vacaciones en las ricas mansiones de Mazovia. De aquellas tierras, como de Zuska, recibía una inyección de salud y de inspiración inmortal. Allí se impregnó para siempre de los murmullos de los ríos polacos, del susurro de los vientos de la campiña. Allí oyó las orquestas campestres, la música y los cantos de las bodas, las canciones de cuna, las del herrero, las melodías de las muchachas en las fiestas aldeanas, y las notas quejumbrosas de los pastorcitos. . . Debe decirse que, a pesar de su corta edad, Federico era recibido en los palacetes veraniegos de los nobles como un príncipe, si no de la sangre, sí del arte, y que estuvo muy relacionado con las más altas esferas aristocráticas de Varsovia. Bien sabían los Radziwill, los Potocki y los Skarbek que el Gran Duque Constantino lo había invitado a tocar para él, y que la princesa Luisa (de los Radziwill) se detenía a menudo ante la casa de los modestos profesores Chopin. Hospedar en su casa al niño prodigio de Polonia era un privilegio... Allí, en aquellos campos, llanos y anchos, que a lo lejos se unían con el horizonte, Federico se sentaba un poco cansado, abandonando a sus camaradas, para "oír”. Oír ¿qué? El viento, los mosquitos zumbando en el aire, las mariposas posadas en las flores, las abejas, las bandadas de cigüeñas, el gorjeo de las alondras y el olor de los lirios del valle... Algunas veces, los amigos que regresaban de sus exploraciones por el bosque lo encontraban llorando. ¿Por qué lloraba? No había razones aparentes para ello. Era fácil imaginar la cara de los hijos de los terratenientes, sanos y robustos, al ver a aquel muchacho, con el rostro hundido en los brezos, escuchando cómo crecía la hierba o cómo caían los pétalos de una rosa. A quienes pretenden saber algo de cómo se forman los genios, hay que preguntarles qué habría sido de este genio polaco si no hubiera respirado el campo de la patria, si no hubiera hundido la cara en los pastos cuajados de amapolas y lirios del valle, si no hubiera escuchado a las muchachas que reían mientras ordeñaban las vacas, si no hubiera oído los violines y contrabajos en las hosterías. Pero ¿y Varsovia? preguntará alguien. ¿Cómo era la Varsovia en que el músico vivió veinte años? ¿Qué influencia ejerció esa capital que apenas salía de la Edad Media? Varsovia era una mezcla de campo y ciudad, en la que difícilmente podía decirse dónde comenzaba la capital y dónde la aldea. Había en ella torres y murallas, puertas y fosos, palacios y casas de departamentos, hierbazales sin cultivos y preciosos parques. En cuanto a su nivel artístico, a pesar de que apenas comenzaba a formarse como una bella ciudad, Varsovia era ya la tercera después de Viena y París. Varsovia amaba la música; tenía salas de conciertos y fábricas de pianos, entre éstas una muy conocida en Europa, la de Buchcholz. Actuaba allí Paganini y la famosa Catalani, que regaló a Federico un reloj de oro con la inscripción: De madame Catalani a F. Chopin, de 10 años. Varsovia, 3 de enero de 182O. Así pudo Federico oír música en su amada capital. Si Zuska la sirvienta y el campo polaco le ayudaron a conservar la salud y a conocer las canciones del pueblo, la capital con su ambiente culto y musical le permitió desarrollar sus dotes geniales. Desde temprana edad, el muchacho, a los catorce años premiado en el Liceo de Varsovia con un libro dedicado Por su buena conducta y aplicación a Federico Chopin, se acostumbró a la vida de los salones, al trato con la aristocracia, con condes y príncipes. Las mujeres más bellas y ricas le acarician; el frufrú de tafetas, terciopelos y encajes le son muy familiares. Convertido en ídolo del público de Varsovia, conocía los palacios, los lujosos carruajes y los salones repletos de riquezas. De entonces datan su gusto por la buena ropa, su necesidad de ver constantemente a la gente, de divertirse; y como tenía buen sentido del humor y mucho encanto personal, su niñez —excepto cuando la muerte de Emilia, su hermana mayor—pudo estar llena de alegría y felicidad. A los siete años publicó su primera composición —una Polonesa—; a los ocho dio su primer concierto público. Después toda su juventud abunda en composiciones y conciertos, y cuando no compone o toca va a los teatros, a los conciertos o al carrousel, que se ponía de moda, procedente de Viena, o navega en lancha por el Vístula. Probablemente admira, con los demás, a la joven francesa que en el jardín Saski demostraba cómo sube por el aire el famoso globo. Federico va adonde va la juventud de Varsovia, pero más frecuentemente a la calle del Borrego, a un lugar poco descrito hasta hoy por sus innumerables biógrafos. Según Broskiewicz, chopinólogo polaco, se ha dedicado demasiado espacio al análisis de la rosa seca de María Wodzinska encontrada entre las cartas de Federico, a los bordados y miniaturas de la plaza Vendóme. Demasiado lugar se dió a sus guantes amarillos y a su pantalón bien planchado, olvidando lo que era la Polonia de aquella época, llena de organizaciones secretas, de ideas liberales y una juventud guiada por hombres de la talla de Mickiewicz, Slowacki y Staszic; este último gran hombre de estado y escritor; olvidando que Federico Chopin no podía de ninguna manera escapar a ese ambiente. No es importante, dice el citado Broskiewicz, saber en qué cuartos y en qué casa vivió Chopin, sino en qué Polonia y en qué Europa vivió. Nadie piensa hacer de Chopin un político, porque no lo era; sin embargo nadie puede negar el hecho de que el silencioso Federico, que vivió rodeado de la flor de su país, emigrada a Francia, y cuya única preocupación era cómo devolver su libertad a Polonia, este Federico Chopin no podía pensar solamente en sus guantes amarillos o en las recepciones de los Rotschild o de los Czartoryski. Demasiadas ideas fermentaban en Europa y entre el círculo internacional del "pálido ángel" para que éste no se impregnara de ellas. Nadie puede negar hoy que el Estudio No. 12, el llamado "revolucionario”, no fue escrito por un hombre cuya atención se fijaba solamente en la vida de los salones, sin pensar profundamente en lo que pasaba en el mundo. Nadie podrá decir hoy que el "aristócrata del piano", que "supo levantar lo popular a la más alta dignidad de lo humano", como caracterizó su música el poeta polaco Cipriano Norvid, dedicó toda su obra a sus diversos alumnos, a las bellas damas de su medio, y no a un solo símbolo llamado Patria. Precisamente en la calle del Borrego, en Varsovia, aprendió Federico lo que significan las palabras Patria, libertad y opresión. Allí, con Tytus Wojciechowski, con Julián Fontana, con Matuszewski, con los tres hermanos Kohlberg, nuestro joven se encuentra en su sitio. Después de los palacios (en fin de cuentas, bastante aburridos) y después de las temporadas en las casas de los nobles, en el campo (en realidad gente poco refinada), ¡qué placer estar con los amigos en el café! ¡Todos desbordantes de fantasía, escritores, compositores, pintores, redactores, periodistas! Allí fermentaban las ideas liberales, de allí salían las noticias y allí llegaban las novedades de lo que pasaba en el mundo. Allí, probablemente, aprendió Federico, por boca de sus ricos amigos Radziwill, Sowiñski y Wolowski, lo que era París. El incomparable París, con la sala Pleyel, con Donizetti, cuya fama comenzaba a oscurecer la del incomparable Bellini y la del violinista Kreutzer. Allí, probablemente, oyó por vez primera el nombre de la señora Dudevant. ¿Quién es? —preguntaban los jóvenes del café del Borrego. "Una escritora de poco talento”, contestaban los visitantes del "gran mundo", pero una "magnífica mujer”, que no teme los escándalos y que abandonó a su esposo. Usa pantalones, fuma cigarros... En una palabra, una "gran mujer’’, de quien medio París está enamorado. .. Sin hablar del Barrio Latino... Federico oía con atención: París, ciudad de ensueño, la ciudad de su destino. ¿Aurora Dudevant? Después, el tempestuoso idilio con Aurora tuvo para el delicado poeta del teclado muy poca semejanza con la calma y el aire puro de las auroras... Mientras tanto, otra mujer ocupa su corazón: Constancia Gladkowska, joven cantante, compañera de estudios en el Conservatorio. La muchacha era pretenciosa y Suska no podía soportarla; además, con serios pretendientes a su disposición, poco se preocupaba por el tímido muchacho que sólo expresaba su amor con su música. La separación de los dos jóvenes no afectó profundamente al uno ni a la otra, a pesar de que habían cambiado anillos de noviazgo. Constancia, que vivió cuarenta años más que Chopin, parecía sorprendida al leer la biografía de su adorador, en la que se subrayaba la importancia que ella había tenido en su vida... Por fortuna, cuando lo supo Constancia era ya una matrona de sesenta años, estaba ricamente casada y era dueña de grandes fincas rurales. Es probable que el arte haya perdido poco con este corto, tímido y nunca acabado idilio juvenil. Comenzó entonces para Federico la época de los conciertos en Viena, en Dresde y otras ciudades extranjeras. Aquellos conciertos, dados con mucho éxito, le abren nuevos horizontes y perspectivas. Además, durante su estancia en Viena, Federico, de apenas 19 años, se hizo amigo con sorprendente facilidad, de algunas destacadas personalidades de la época, conquistando relaciones y cosechando admiración. Sus encuentros con Schu-mann —desgraciadamente muy cortos— le valieron un admirador devoto, uno de los primeros que reconocieron su genio, y quien escribió: "Su música son cañones escondidos entre rosas". Otra bella amistad unió a Federico con Vincenzo Bellini, el compositor italiano. Estas dos almas sutiles se comprendieron inmediatamente. A la amistad con Bellini se une la de la señora Delfina Komar de Potocka. Los tres pasaron juntos unas cortas vacaciones. Esta amistad dejó en los tres huellas que duraron hasta el último momento de su vida: llamada junto al lecho de muerte de Chopin, Delfina cantó un aria de Bellini... Cuando en París conoció a Liszt, éste quedó maravillado de su arte. Los Estudios de Chopin no solamente le sorprendieron, sino que le obligaron a encerrarse durante algunas semanas en lugar solitario, para aprender a tocarlos como el mismo Federico y, según algunos testigos, quizás mejor que el propio compositor. Liszt llegó a decir que daría cuatro años de su vida por haber compuesto algo semejante. Después de Viena, Federico regresó por un año a Varsovia. Un año de trabajo intenso, en la cumbre de la celebridad. Federico era entonces el ídolo del público varsoviano, de la Varsovia que pronto abandonaría para siempre. Su último concierto lo dio allí el 11 de octubre: el concierto del adiós... El organizar un concierto en aquella época, en Varsovia, exigía bastantes esfuerzos y planes bien elaborados, si se quería evitar un fracaso. Además se trataba de un artista nacional, lo que en aquellos tiempos entrañaba las mismas dificultades que hoy. Los preparativos —como dice el escritor Nowaczynski— exigían un cuidado especial porque nuestro joven se opuso decididamente a que el concierto fuera patrocinado por las damas de la alta sociedad, como era costumbre. No; él quería saber cuál era su verdadera popularidad, cuál el interés real del público por su arte. No habrá condesas ni baronesas, fue su decisión irrevocable, y nadie se atrevió a contradecirle, como tampoco nadie se opuso cuando Federico decidió que Constancia cantara en el concierto. La capital estaba sembrada de carteles. Cubrían éstos los muros de las casas, las hosterías, el correo central, hasta los grandes pozos de los suburbios. Nadie podía equivocarse: el 11 de octubre Franciszek Fryderyk Chopin daría un concierto en Varsovia. La venta de los boletos comenzó seis días antes, en las dos librerías de la ciudad, cuyos dueños eran muy admiradores de Chopin. Las señoritas Chopin y sus amigas se encargaron de visitar todas las tardes los dos establecimientos, para tomar el pulso de la venta de boletos. Y parece que este cuidado era muy necesario, porque al principio la venta no iba muy bien; sin embargo mejoró notablemente al quinto día, y se vendieron todos los palcos y las butacas, y todo el tercer piso se agotó. La noche del concierto la sala estaba pletórica. El público —cosa muy rara— fue puntual. A la luz de los candiles se notaba en las caras, sorprendentemente animadas, cierta nerviosidad. En vez de ocupar sus asientos, la gente se agrupaba murmurando algo. Seamos sinceros: la causa de esto no era solamente nuestro pianista, sino el que la noche anterior la policía rusa había detenido a algunos estudiantes y obreros, y había visitado varias casas de familias conocidas. Había habido también dos incendios en los suburbios de Varsovia. Minutos antes de que comenzara el concierto corrió por la sala una noticia electrizante: el carruaje del general Trebicki y el del teniente Nowicki —ambos zaristas y amigos del príncipe Constantino— habían sido apedreados cuando se dirigían al palacio del gobernador ruso. La sublevación de 1830 se acercaba a pasos rápidos. Sin embargo, el concierto comenzó a la hora fijada. Federico tocó su primer concierto para piano, y la Fantasía Polaca. Dirigía el profesor Soliva, y como solista cantaba Constancia Gladkowska. Al final hubo en la escena coronas de flores y un ramo de las meseras del café de la calle del Borrego... A la salida del Teatro Nacional, la gente, aglomerada, se amontonaba para ver a la luz de las linternas la pálida cara de Federico. Después del concierto, desde el 11 de octubre hasta el 2 de noviembre, Varsovia se dividió en dos campos, que discutían enconadamente si para perfeccionar sus estudios Chopin debía ir a París o a Italia. En las discusiones participaba todo el mundo: la aristocracia, los nobles en cuyas casas Federico pasaba sus vacaciones, los amigos y los profesores del Conservatorio, los asiduos del café de la calle del Borrego, el maestro Zywny, los papás de Chopin. En una palabra, todos los que conocían a Federico, los que solamente iban a sus conciertos, los que sabían algo de música, y los que nada sabían. El escritor Adolf Nowaczyñski describe así los dos campos: ''Los mayores de 40 años estaban por Italia (naturalmente, soñaban que Federico, en el clima propicio de Italia, crearía una ópera nacional polaca); las mujeres y los jóvenes estaban por París; el clero votaba por Italia; los bonvivant, los dandies y los aficionados a bailar, por París; el maestro Kurpiñski —el mismo que compuso la Varsoviana—prefería Roma: Elsner, cuyas relaciones con Kurpiñski eran tirantes, trataba de convencer a su alumno de que solamente en París podría encontrar la fama; y el amigo Wolynski (el que en el café del Borrego había citado el nombre de Aurora Dudevant) votó, naturalmente por París. Y así todo el mundo. Por fin, París comenzó a ganar terreno en Varsovia... Para el día 2 de noviembre se apartó en la diligencia el asiento número 7 (cerca de la ventanilla), para las 6.30 de la mañana. El día anterior lo pasó Federico en visitas de despedida. En un fiacre alquilado visitó a sus innumerables amistades, a sus profesores, las dos librerías, a Elsner y a Kurpiñski. A las 11 de la mañana, en una senda apartada del jardín Saski, cambió los anillos de compromiso con Constancia. Los dos se juraron amor eterno, un amor cuya suerte ya conocemos. Empezaba a hacer frío en Varsovia. El jardín, con las últimas hojas en los árboles, se veía triste. Al atardecer, cuando Federico regresó, ya cansado, la luz de noviembre se opacaba rápidamente. Sin embargo es probable que Federico hubiera podido leer, en las paredes, los letreros que decían Muera el Gran Duque Constantino; El poder para el pueblo; ¡Viva el pueblo polaco! Al día siguiente, a las 6.30 de la madrugada, Federico Chopin dejó para siempre Polonia y comenzó su viaje hacia la inmortalidad. |
Publicado el 31 dic. 2012 |
Lo mejor de Chopin - The best of ChopinPublicado el 12 mar. 2018 |
por Gitta Sten
Publicado, originalmente, en revista "Cuadernos
Americanos" Nº 5
setiembre/ octubre de 1949 - Año XVI Vol. XLVII
Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM)
Link de la publicación: http://www.cialc.unam.mx/ca/CuadernosAmericanos.1949.5/CuadernosAmericanos.1949.5.pdf
Editado por el editor de Letras Uruguay
Email: echinope@gmail.com
Twitter: https://twitter.com/echinope
Facebook: https://www.facebook.com/letrasuruguay/ o https://www.facebook.com/carlos.echinopearce
Linkedin: https://www.linkedin.com/in/carlos-echinope-arce-1a628a35/
Círculos Google: https://plus.google.com/u/0/+CarlosEchinopeLetrasUruguay
Métodos para apoyar la labor cultural de Letras-Uruguay
Ir a índice de ensayo |
Ir a índice de Gitta Sten |
Ir a página inicio |
Ir a índice de autores |