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A ti |
Era
una tarde gris de viernes. Llovía. Tanta agua y tan poca luz, la hicieron
llorar. En el desayuno había roto para siempre su noviazgo de dos meses
con Paco, así que cualquier cosa le hacía saltar las lágrimas. Si seguía
así, encerrada en su oficina, sería ella la que saltaría, ¡pero por la
ventana! Entonces huyó. ¡De compras! Era lo que mejor sabía hacer. Vagó
por las joyerías de Chapinero, buscando aquel anillo Boucheron
de plata, con el raro zafiro amarillo en la corona, que creía haber visto
en otra de sus muchas escapadas. No lo encontró. La
pesquisa infructuosa de la joya le sirvió para probarse todo lo nuevo que
había llegado a las otras tiendas. Entró al recién inaugurado Donna Karan y ahí pasó dos horas en la sección de pantalones. Se
miraba en el espejo del cubil mientras, en equilibrio sobre la punta de
las zapatillas, movía las rodillas en exquisito vaivén ¾derecha
adelante, izquierda atrás, y viceversa¾,
test imprescindible para detectar anomalías en la costura de los muslos y
el tiro. Dedicó
mucho tiempo a girar de lado a lado para juzgar sin contemplaciones cómo
se entendía el pantalón con sus problemáticas nalgas, y la imagen que
rebotaba del cristal la deleitó. Te
queda regio, marni. Después de quince minutos de análisis sobre
punzadas, botones y textura, pasándose las manos por las caderas, el
vientre, la entrepierna; agachándose, sugestiva, para constatar cómo se
le vería cuando hiciera lo mismo en la oficina, donde volvería locos de
lujuria pasiva a los muchachos; maravillada con lo bien que se le pegaba a
la piel esa suave tela neoyorquina, y del perfecto engarce en el talle a
pesar de sus veintiocho años; cuando se sentía a gusto con todo, incluso
con el precio, dejó caer los brazos con falso cansancio, arrugó la nariz
en gesto de desdén, y suspiró la sentencia: ¡pucha!,
pero ese color no te va. Entonces pidió que le pasaran otro de los
diez que había traído del perchero, y volvió a iniciar la operación. En
todos los locales que visitó hizo lo mismo con decenas de blusas,
camisetas, cinturones, bufandas y piezas de lencería. Casi muere con unos
zapatos incomprables Bottega Veneta
que se hizo probar en seis modelos y cuatro colores diferentes: negros,
cafés, crema y azules. En
la perfumería de los Stanzza
sucumbió con lo que ella llamaba “el aroma caro de las tristezas”.
Tenía siete frascos diferentes sobre el escaparate. El que más le
comunicó algo a su piel, como siempre, fue el Lolita
Lempicka: es suave, mañanero (...) me recuerda la hora del baño antes de ir a
trabajar. Frente a la despachadora nunca demostró sus emociones. Fría,
calculadora, casi insensible. “¿Y el Anais
Anais de Cacharel no te iría bien con ese blusón azul que compraste
la semana pasada?”, le preguntó la muchacha al otro lado del mostrador.
Ella miró con desaire el frasco, y no dijo lo que pensó; Sí, pero la gardenia del envase me parece cursi. Aleteaban sus
manos como si fueran mariposas por encima de las botellas. Colocó la
punta del dedo índice sobre Bolero,
de Sabatini, y se le antojó otra vez “vulgar, para gente corriente”.
Esto sí lo dijo en voz alta cuando tuvo la redoma entre las manos, para
que la escuchara el gerente, quien unas semanas atrás insistía en
venderle uno. Fendi la
aguijoneó muy adentro con su Fantasía, pero el que
en definitiva engatusó su nariz y, más que eso, sus ojos, por la
sugestiva botellita adiamantada con el tapón en forma y color del corazón,
fue el ll Bacio. Se le quedó el
frasco entre las manos y lo llevó hacia la caja. Pero antes de llegar se
volteó hacia la vendedora y le susurró al oído: “guárdamelo
aquí, Dabeyba, hasta que termine de dar mis vueltas”. Dicho esto giró como lo hacen en la opera, y salió del
establecimiento para nunca más volver. Iba
pensando en Paco, en lo pedregoso que fue el cest fini. Golpes, portazos y hasta gritos. ¿Por qué no te detienes a escoger mejor tus hombres, Maryluz, como lo
haces con las carteras? ¾Miraba
sin mirar de veras un escaparate donde exhibían un delicado bikinito
rojo-sangre de Andrés Sardá¾.
Ojalá lo supiera. No
le había ido muy bien con ellos. En el último año había tenido cuatro,
cada cual peor que el otro. Eso la deprimía. ¡Ah,
qué lindo ese brazalete! Entró
y salió de otras cuatro tiendas en la última cuadra. En ninguna compró
nada. Al volver al carro, las manos vacías. El reloj de la cabina
derramaba una tristona luz verdusca: las ocho de la noche. A
casa, marni. Estaba exhausta. Helado
(...) necesito un robusto y húmedo helado de chocolate. Cuando pensó
en el cremoso manjar dentro de su boca, le cruzó como un relámpago la
imagen por la mente: sexo. Siempre le ocurría. Oral. Iba tamborileando en
el timón al ritmo de un merengazo de Eddy Herrera, que hablaba del amor
entre un hombre y una chiquilla de trece años, pero mezclaron la música
con una propaganda chillona y trivial sobre la carrera de carros del
domingo. ¡Bah!, cambió de emisora, a
ver a ver, el botón número 3. Empezó a cantar José Luis Perales
eso de “Me llamas para decirme que te marchas”. Se secó una lágrima.
Paco. Cuando
llegó al apartamento había terminado la telenovela, qué fastidio. Comió
algo: el helado (hmmm). Caminó
hacia el cuarto y se topó con su doble en el espejo grande del fondo. Eres hermosa, Maryluz, ¿de qué te quejas? Entró al dormitorio y
lo primero que vio fue su tarjeta visa en la cama, y a un lado el dinero
que dejó olvidado al salir cabreada y sin esperanzas por la pelea con
Paco. ¡Ja!, ¿Quién necesita plata
para quitarse una depresión? La
puerta del armario estaba abierta: vestidos, pantalones, camisas. A la
mayoría le colgaban las etiquetas con los altos precios, señal inequívoca
de que nadie los había usado todavía. Pronto,
mis amores, pronto. El
teléfono. “¿Aló?”. Era Frank. “Me enteré de lo de Paco (...) Te
lo dije (...) Podríamos vernos mañana (...) ¿Qué? ¿Esta noche? (...)
¿Hacer el amor? ¿Estás segura?” Ella llora. Él acepta. Él siempre
acepta. Ojalá traiga condones. Se
quitó la ropa. Miró el cuerpo en el espejo. Cabello suelto. Seguían
invisibles las cicatrices por los implantes de seno. ¿De
dónde salieron esas llantitas? Volvió a fijarse en el armario y ahí
estaban en el suelo, relucientes, veintidós pares de zapatos siempre
fieles, nuevecitos, que le decían a coro: “hola, Maryluz, no estás
sola”. Entró al baño, y echó en el pequeño cesto de la basura la foto en la que se besaba con Paco. |
Eduardo
A. Soto Pimentel
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