Blues del inodoro freudiano relato de Luis Soto
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Los pies descalzos provocaron la distracción. Cuando se entrega a la lectura, Arístides Pescia enfurece si algo quiebra la paz de ese universo que ha aprendido a valorar. En lugar tan poblado no son pocos los tipos que pasan a la par del hueco que hay entre el borde sur de la puerta y el suelo. Sobre todo si el habitante de un gabinete se queda más de media hora sentado en el inodoro. Pero nadie anda sin calzado por el baño del Teatro San Martín, y no sólo porque el piso suele estar chorreado. Cuando Pescia atina a ocupar el modesto simulacro de trono, la estada nunca es breve. Sea en su casa, el bar El Motivo, o un oasis del desierto de Gobi, siempre entra al recinto con algún texto para leer. Esta vez se metió en el baño del teatro con una biografía de Ludan Freud y una serie de reproducciones de sus pinturas. Heredó de su padre -Pescia, no Freud, que era nieto de Sigmund- la convicción de que el baño es el más intimo templo de lectura. De las tres ocasiones en que llegó a convivir con una mujer, la única en que aceptó el trámite de la libreta de matrimonio se derrumbó por las “extensas temporadas” (así las sigue definiendo ella) que Arístides permanecía en el baño. “¿Te sentís Isaac Stern?”, planteó la mujer, tarde de un junio lluvioso. “Sabés que cada día estoy más sordo. Esperá a que salga”, quiso eludir Aris la interrupción. “No entiendo para qué necesitas un atril...”, remató su discurso Delia O. de Pescia, sin tener en cuenta la excusa de la sordera. Demoró en salir Aris, uno de sus métodos de muda rebelión. Sin saber que ella venía diciéndose: “en cuanto llegue a batir su récord de 47 minutos, me voy". Esa tarde ya orillaba los 49. Delia lo estaba esperando, la puerta del departamento abierta, una valija en el fondo del ascensor. “Si no usás forro, un día le vas a hacer un hijo al inodoro”, fue la frase de despedida. “¿Esta es manera de abandonar a un miembro de la Academia de Ciencias Exactas?”, el tibio, endeble reproche de Aris -así le gusta que lo nombren- no tuvo respuesta. Se separaron y el académico le quitó límites al tiempo que dedicaba al culto del inodoro leído y los ejercicios matemáticos. Según sus cálculos, a lo largo de una sesión de un cuarto de hora en un gabinete del San Martín, por el hueco desfilan entre diecinueve y veintidós hombres. Un 51,3 por ciento llevan zapatillas, un 39,4, mocasines, y el 9,3 restante, los clásicos zapatos con cordones. Cómo no le iban a llamar la atención los únicos pies descalzos, que después de pasar un par de veces seguidas, al rato se detuvieron a apenas unos centímetros de sus zapatos. Aris sintió que no contenía la respiración, se la tragaba. Una lombriz solitaria que se alimenta de aire, fantaseó. Ningún sonido sugería que hubiera alguien más en la zona de gabinetes. De pronto el tipo descalzo quedó en puntas de pié, como si estuviera por escalar la pared. A Aris le pareció advertir un movimiento en la parte alta del tabique que separaba a su gabinete del vecino. Como si se hubiera asomado fugazmente una cabeza. El retorno de los pies descalzos lo inclinó a pensar que el tipo podía tener un cómplice con la misión de controlarlo desde arriba, o lograr que se distrajera, mientras el ofidio iba a actuar a través del hueco. ¿Por qué ofidio?, se preguntó sin que la razón del apodo le inquietara demasiado. En el momento en que descartaba la idea de gritar, cuatro dedos de una mano avanzaron, pegados al zócalo, reptando sobre los mosaicos. Se deslizaban con la cautela de una araña. Sus reflejos funcionaron con rapidez: de un tirón alejó el bolso de cuero del hueco y guardó el dinero en el bolsillo del saco, colgado de un soporte. Se escucharon pasos que iban de la puerta vaivén hacia los gabinetes. Por el eco de las pisadas había entrado más de una persona. El ofidio podía ser un arrebatador, pero también marica, o voyeur. Eso, voyeur. Pensó que a Lucian Freud le hubiera encantado la escena: un hombre montado en el inodoro, los pantalones caídos, pene y testículos flameando muy airosamente encima del estanque, y el ofidio arrastrándose para gozar la intimidad robada. En cuanto se fueron los recién llegados regresaron los pies descalzos. La mezda de temor y sorpresa amenazaba paralizar a Aris. Sensación que se acentuó al descubrir la ausencia del quinto dedo de la mano corsaria. En el sitio del meñique asqueaba un muñón. Una escena armada por algún dios desahuciado (dirían en España), para feroz deleite de Freud. Los cuatro invasores alternaban avances y retrocesos, procurando mantenerse a la vera del zócalo para pasar desapercibidos. Cuando se atrevieron a incursionar en los primeros mosaicos situados dentro del gabinete, volvió a asomar la cabeza del cómplice, gorra con visera y anteojos oscuros. Aris se planteaba cuánto tiempo iba a resistir sin reaccionar. “¿Por qué justo éste, Enzo?”, oyó susurrar al de gorra. “Tiene que ser uno que ande con corbata y zapatos de gamuza con hebilla dorada. Fue lo único que aclaró”, dijo Enzo. “Desde aquí lo reviento”, aseguró el otro. “Tranquilo, Johnny. Lo tenemos. Ni se anima a gritar, habló Enzo, con voz de hoja seca, amarillenta. Aris considero que si Johnny decidía pegarle con una piedra, o envolver su cabeza con una manta, no tendría espacio para defenderse. Nuevos pasos alentaron el suspenso, pero no fueron más allá de los meaderos y los espejos. Necesitaba recuperar el equilibrio emocional. También podían usar un proyectil inesperado: gato, huevo, lagartija, granada..., convocó a su humor. Ya no importaba si el ataque sería aéreo o terrestre. Había aumentado la velocidad de desplazamiento de la infantería. Fijó la vista en los dedos: ¿habían creado las uñas?, le pareció que ahora terminaban en un filo saliente y encorvado. Se le cruzó la imagen de un óleo: una fuente de langostinos y una botella panzona, inconfundible, de whisky Old Parr, componían una naturaleza muerta, pero en un segundo vistazo, en lugar de langostinos la fuente ofrecía una rueda de pies descalzos mutilados, riachos de sangre seca surcando los empeines. ¿Obra de este Pescia confinado en el gabinete número 6, discípulo de Freud? Bajó la cabeza, la mirada fija en los mosaicos. Calculó las medidas del gabinete: 1,20 por 0,80. El inodoro ocupaba más de la mitad del calabozo. En ese agujero no podría afrontar una pelea. Lo mejor era liberar la única salida: Aris entornó la puerta sintiendo que el acoso no iba a prolongarse. Admitió que estaba sometido a lo que resolvieran Enzo y Johnny, la cabeza se desmoronó sobre el pecho. “¡Ahora!”, tronó desde el pasillo un grito mordido y sin darle tiempo a que cambiara de posición, la embestida del cuerpo de Johnny incrustó la puerta entre la sien izquierda y la frente de Aris. Una pierna seguía ensartada en los pantalones caídos, el tronco y la testa quedaron volcados sobre la base del inodoro. “Metete, yo te cubro”, ordenó Enzo. “¿Nada más que eso, entonces? En el saco veo una billetera”, arrimó Johnny. “Es un laburo bien pago. No toqués un mango. Dijimos que esto se liquidaba en tres minutos, ya se fueron casi dos”, apuró Enzo. Masticando bronca, luego de observar a los bajeles que rondaban el estanque Johnny empezó a seleccionar a los que valseaban con mayor gallardía y con la pala los fue echando adentro del baldecito. |
relato de Luis Soto
Publicado, originalmente, en
Suplemento
Literario Telam - Reporte Nacional Año 2 Numero 74 / Jueves 2 de mayo de
2013
El primer lanzamiento de SLT, el Suplemento Literario Télam
fue el 21 de noviembre de 2011 en versión digital, y desde el 8 de diciembre, en
papel, cada jueves, junto al Reporte Nacional, el periódico de
la Agencia de Noticias, por decisión del por entonces presidente de Télam,
Carlos Martín García.
Link: https://ahira.com.ar/ejemplares/slt-n-74/
Gentileza de Ahira. Archivo Histórico de Revistas Argentinas que es un proyecto que agrupa a investigadores de letras, historia y ciencias de la comunicación,
que estudia la historia de las revistas argentinas en el siglo veinte.
Ver, además:
Editor de Letras Uruguay: Carlos Echinope Arce
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