Una
Aproximación “Homenaje” a Bobby Darin Por Fernando Jorge Soto Roland |
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A
mi hija Florencia que a sus escasos 8 años de edad |
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“La
vida es un largo camino hacia el olvido”. Álvaro Mutis Escritor
mexicano. “Algo
es bello en relación con
su contexto”. Roman Jakobson¿Cómo
escribir una Novela? Yo
tenía escasos diez años cuando Bobby Darin falleció, el 20 de
diciembre de 1973. Por ende, no recuerdo haberlo escuchado nunca en
aquellos lejanos días y debieron pasar más de tres décadas para que,
casi accidentalmente, descubriera a quien fue, sin duda, unos de los
mejores cantantes de la segunda mitad del siglo XX. Walden
Robert Cassotto
nació el 14 de mayo de 1936 en el barrio del Bronx, Nueva York, en plena
época de la Gran Depresión. Fue un niño enfermizo y débil a
causa de un ataque de fiebre reumática; que le dejó por herencia una muy
seria afección cardiaca, que lo acompañó a lo largo de sus cortos 37 años
de vida. Conocedor
de los riesgos que corría su salud, y siendo consciente de que tenía
poco tiempo, puso toda su energía y ambición en llegar a ser lo que
tanto deseaba: un gran cantante e intérprete de canciones populares.
Supongo que conoció la diferencia entre ser mortal y moribundo; y quizá
por ello alcanzó la lucidez —que escasas personas tienen o quieren
tener— respecto de la inevitabilidad de la muerte. Si como escribiera
Oscar Wilde, “El
mundo es un cementerio y todos nosotros, como un ataúd, llevamos dentro
un esqueleto”;
Bobby Darin supo mantener una charla interesante y sin miedo con ese
futuro manojo de huesos que se le aparecía todas las mañanas, cada vez
que se miraba en el espejo del baño. Determinado
a salir de la pobreza que lo acogió en su infancia, se puso en marcha
teniendo como modelos a Grandes Monstruos de la canción
internacional, como Al Jolson (de quien admiraba su timbre de voz e
insuperable garganta), Frank Sinatra (a quien imitó y tuvo
siempre como arquetipo), Elvis
y The Beatles (de los que rescató
su originalidad y valentía para imponer nuevos ritmos y melodías), sin
olvidar a Perry Como, Bing Crosby, Dean Martin y Nat King Cole.
De cada uno tomó lo mejor y creó un nicho propio, diferente,
incomparable. Se nutrió de la calidad, se esforzó por conquistar los
escenarios mitológicos de esos ídolos —por ejemplo el legendario Club
Copacabana o célebres hoteles en Las Vegas— y apoyándose en
su propio estilo y voz llegó a brillar tanto como ellos.
Camaleónico
y tolerante ante los nuevos ritmos que empezaban a ganar espacio en el
mercado discográfico a fines de los ’50, Darin incursionó en el Rock
and Roll, convirtiéndose en un ídolo de los adolescentes,
especialmente tras sus exitosos temas Splish Splash y Dream
Lover, en 1959. Pero apostó a más. No dejó de lado el Country
y menos aún el Swing y el Jazz, en los que—en mi opinión
personal— más se destacó. Así pues, con semejante abanico de géneros
cubiertos, se ganó la admiración de muchas generaciones y el margen de
edad de sus seguidores se extendió desde los 15 a los 90 años. Más
allá de sus cualidades como artista, todos aquellos que lo conocieron
personalmente nunca dudaron en destacar su “Don de gente”, su
amabilidad para con los fans, su generosidad y buen humor (del que hizo
gala en la televisión de los ’60 con El Show de Bobby Darin). Participó
en trece películas y en 1963 fue nominado al Oscar como mejor actor de
reparto por su participación en el film Captain Newman MD.
Pero tres años después, en 1967, una noticia lo desbastó y desestructuró
su historia personal. Un viejo secreto familiar, celosamente guardado por
sus allegados, fue develado. Polly (ya fallecida), y a quien Bobby
siempre había creído su madre, resultó ser su abuela; y su “hermana”
mayor Nina, la verdadera madre biológica del cantante. Se
dice que nunca se recuperó de aquel trauma; aunque supo perdonar y
reconocer que la vida le había dado la dicha de disfrutar no de una sino
de dos madres adorables y protectoras. De todos modos, su afectado
corazón soportó como puedo el embate de la realidad, manteniéndolo de
pie sólo seis años más. Por otro lado, el asesinato de Robert Kennedy
en 1968 (de quien era amigo y seguidor), la Guerra de Vietnam, el racismo
y demás miserias del siglo XX lo afectaron en su fuero interno. Perdió
parte de su optimismo y tras una alejamiento de los escenarios volvió
para darle al público sus últimos recitales y presentaciones, antes de
morir en 1973 en una sala de operaciones, mientras le realizaban una
intervención a corazón abierto. Dejó
como herencia más de 150 canciones grabadas, muchas de ellas con la
famosa Capitol Records, sello editor de
aquellos artistas que él tanto había admirado. Pero por sobre todo dejó
su emoción verbal, su entonación perfecta, su capacidad de hacernos
volar con cada una de sus baladas o intentar ser remedos de Fred Astaire
al escucharlo cantar swing o temas de jazz. Para
muchos fue mejor que Sinatra.
Su
“madre”, Polly, así lo creyó hasta el día de su muerte.
Aunque, más allá de cualquier subjetivismo intencionado (en especial
aquel propio de un familiar), no cabe dudas de que Darin alcanzó los
mismos niveles de calidad interpretativa que “La Voz”. Bobby,
de igual modo que Frank, llegó a constituirse en una leyenda en el mundo
del espectáculo. Fue una figura destacada en los grandes hoteles de Las
Vegas, en los Night-club y en los escenarios mejor conceptuados
de su país. Pero las circunstancias de su temprana muerte hicieron que su
leyenda fuera injustamente olvidada durante por lo menos dos generaciones,
en especial más allá del territorio de los Estados Unidos. Por ese
motivo yo tardé más de cuarenta años en conocerlo. RENACER CON UNA ESTRELLA“Si
no es para hablar de uno mismo, para qué escribir? ¿Para
hablar de los demás? No merece la pena, (...). Hay
que escribir de lo que uno se conoce”. E. M. CioranAdiós
a la filosofía
Hay
un cierto momento en la vida en que uno suele creer que ya lo ha visto
todo y que cualquier renovación es imposible. Es como alcanzar una meseta
en donde la capacidad de asombro se debilita casi hasta desaparecer y la
adrenalina se licua en un torrente de cinismo y apatía, impidiendo el
surgimiento de esa sensación de descubrimiento que, tiempo atrás, nos
mantenía entusiasmados, ávidos de experiencias nuevas; con la esperanza
y la ansiedad que nacían ante un mundo que creíamos inacabado. No
hay nada nuevo bajo el sol. La vida es un circo de tres pistas. Todo es
apariencia, teatro, escenografía. Todo es cartón. La
seriedad de las cosas no es más que una camuflaje de ironía inconsciente
que nosotros mismos construimos para dotar de legitimidad ciertos actos
que, en esencia, carecen de importancia. Todo está dicho, masticado,
digerido. Como dice el tango, “Verás que todo es mentira, / verás
que nada es amor. /Que al mundo nada le importa. /Yira...Yira...”. Frente
a esta ola de revelaciones es imposible que uno siga siendo el mismo. Las
transformaciones son inevitables y nada vuelve a ser lo que antes era. La
existencia se convierte en una mera variación de temas ya conocidos. La
novedad es cada vez más difícil de encontrar y el rostro adusto, de mandíbulas
apretadas y ceño fruncido, del agónico compromiso adolescente, trasmuta
en una sonrisa descreída y escéptica frente a una cultura atiborrada por
espejismos fabricados en serie. Es
como despertar ante la inexistencia de las certezas, ante la muerte de ese
entusiasmo bestial que ahora sabemos nos hundía en la ficción, la
mitología y el ridículo. Pero, como escribe Cioran, “la verdadera
fuerza se regenera y templa en la llama trágica”. Es cuando nos
damos cuenta que los falsos absolutos han desfilado a lo largo de la
historia, justificándola en vano; elevando las ideas y las creencias a un
pedestal que no ensalza otra cosa que trivialidades infladas. Los
dioses han muerto ante nuestros ojos. Nos sentimos desnudos, pero al mismo
tiempo fuertes, lúcidos y un cierto aire de superioridad ante la
banalidad de todo. El orgullo de la caída, curiosamente, nos eleva y
despierta. Nos volvemos intolerantes y combativos ante los dogmas. Nos
inclinamos hacia la herejía, rechazando la mediocridad de aquellas cosas
estatuidas, que nos dijeron nos salvarían. ¡Cuánta
tontería! ¡Cuántos rostros llenos de estúpida importancia! ¡Cuánta
ortodoxia criminal y frívola! Quizás
las líneas anteriores sean el mejor síntoma de la llamada “crisis de
los 40”. Una etapa ideal para la renovación y el cambio. Un instante
perfecto para que la mística de antaño se convierta en caricatura y uno
pueda aprender a reírse del mundo y de sí mismo. Un tiempo en el uno
acepta y comprende que vivir es mentirse a uno mismo, construyéndose un
personaje, resignado desde el vamos por el desenlace previsto de la
muerte. Sabiendo que, como las estrellas y los continentes, nuestro
destino no es otro que el de pudrirnos en la fatalidad del olvido. Recién
cuando uno es realmente consciente de ello, las pequeñas cosas cobran su
real dimensión y el hallazgo de una nimiedad —como la de un buen intérprete
de canciones populares, sencillas y llanas— alcanza una importancia
personal tal que se vuelve una necesidad escribir ciertas palabras, casi
de agradecimiento. Es
que resucitar parte de esa ingenua fantasía optimista de años idos, no
es poca cosa. Reconocer que es posible renovar el decorado de fondo que
nos encandila —aún sabiendo que es sólo eso, un decorado— y que la
posibilidad del descubrimiento no está opacada del todo, es mucho decir.
Es reencontrar una excusa en la que se proyecta cierta profundidad. Es
advertir aún a costa de equivocarnos, que únicamente lo afectivo
es lo efectivo; y que la música (el swing, el jazz) es el sutil canal que
nos conduce a la originalidad del misterio; de creer que sabemos quiénes
somos. En mi caso, ese canal (en este preciso momento de mi vida) tiene el
nombre y apellido artístico de una cantante muerto hace treinta y tres años:
Bobby Darin. |
EL ARTISTA Y SU MÚSICANo
siempre la voz de un buen cantante se luce como debiera. Necesita,
invariablemente, de una buena orquesta; de un acompañamiento instrumental
inmejorable que la eleve técnicamente y convierta en una parte integrada,
armónica y perfectamente constitutiva del resto. Cuando algo de todo ella
falla lo que primero sale perdiendo es la calidad interpretativa.
Con
Bobby Darin la sincrónica conjunción de todos esos ingredientes
se combinaba de un modo exquisito; y las hermosas composiciones a las que
les dio vida no pudieron seguir otro camino que el de convertirse en clásicos. Tanto
en Mack The Knife, Lazy River, Artificial Flowers y
Beyond The Sea, por citar sólo algunos de sus temas más
representativos, la naturalidad, simpatía y falta de esfuerzo aparente
con las que cantaba se hacían evidentes. El perfecto fraseo, la elegancia
y ritmo de su pronunciación, como así también el manejo de los graves y
los agudos, convirtieron a Darin en una personalidad destacada de los
escenarios internacionales. Su elegancia y profesionalismo, sólo
comparable con Sinatra o Dean Martin, es difícil de
encontrar a diario. Pulió
su técnica y recreó una coreografía unipersonal que no necesitaba de
anexos espectaculares. Él era el espectáculo. Su estampa
acaparaba hipnóticamente la atención de todos. No había despliegues
rimbombantes, ni bengalas, ni animales exóticos o alambicados juegos de
luces. No hacía falta. Bastaba un piano, la orquesta, un foco apuntando
directamente al intérprete y el humo de sus cigarrillos, para que se
creara ese clima tan especial que convierte a un momento en algo
inolvidable. Divertía.
Nos hacía soñar. Era el catalizador de situaciones románticas. Volvía
al amor algo concreto e iluminaba las circunstancias de la vida con una
luz indecible. No en vano filmes modernos toman prestados sus melodías
para recrear situaciones que las canciones de hoy no pueden —o no
saben, o no quieren— captar con la profundidad necesaria. Por
lo antedicho, este Monstruo Sagrado es eterno. Leyenda del siglo
que pasó. Mojón de una época y de las estructuras emocionales de
millones de personas. Su muerte lo inmortalizó. Su obra perdura. Su
impronta nos marcan aún el camino a muchos; o al menos lo hacen más
entretenido. Con
Bobby Darin uno puede facilitarse el acto de mentirse a sí mismo y
construir ese personaje que siempre se soñó ser. Porque si la vida, tal
como lo señala un filósofo, no es otra cosa que creer y esperar,
mentir y mentirse, la música —y en especial Bobby— ayuda a que
elaboremos mejor esa novela de la materia que es la existencia. |
Fernando
Jorge Soto Roland / Febrero de 2006
Profesor
en Historia
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