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U-530
Fernando Jorge Soto Roland y Carlos M. Ortiz

El viernes amaneció nublado con precipitaciones aisladas y frías provenientes del sector sur. Las aguas del Atlántico estaban algo turbulentas. A ocho millas del puerto marplatense, mar adentro, se encontraban haciendo maniobras los rastreadores “Py”, “Seguí” y el submarino “Salta”. Las instrucciones de la operación eran llevadas a cabo con total normalidad. Esperaban hacer contacto visual hacia media mañana.

A las 9:20 emergió entre una vaporosa neblina el submarino alemán U-530. Estaba en pésimas condiciones materiales. La nave ingresó en la Dársena Norte escoltada por las embarcaciones argentinas.

Horas después, la Marina de Guerra Argentina alertaba a todas sus unidades. Desde Londres habían llegado noticias alarmantes. Era muy posible que el U-530, uno de los cuatro submarinos germanos que todavía no se había rendido ante las fuerzas aliadas, pudiera traer a Hitler y a Eva Braun a las costas bonaerenses.

La información que durante la semana se había manejado, era que existía una posibilidad real de evacuación del líder nazi, su mujer, y quien sabe, tal vez otros nefastos personajes. Según los servicios de inteligencia británicos, Hitler podría haber escapado rumbo a la Antártida. Allí, una supuesta expedición polar llegada de Alemania en 1938  había construido un refugio similar al de Berchtesgaden, obra del demoníaco Martin Bormann.

 El submarino que se había entregado al gobierno argentino, tenía setecientas toneladas. La tripulación normal no debía superar los treinta hombres. Sin embargo, según trascendidos, el U-530 arrojaba en el muelle local a cincuenta y cuatro personas.

Nadie conocía la respuesta a ese interrogante.

Nacieron más suposiciones. Era muy posible que antes de entregarse hubieran desembarcado contingentes en cualquier sitio de la costa.

Además, y según se supo más adelante, dos días antes de la rendición, por alguna extraña razón, los alemanes hundieron otra nave militar y trasbordaron a los tripulantes.

Los detalles se sucedían y configuraban anormales hipótesis de todo tipo.

En el puerto de Mar del Plata el comandante no entregó el libro de navegación (se supone que lo arrojó al mar) y faltaba un poderoso cañón que había sido desmontado en alta mar cuatro la noche anterior al arribo.

Ya estaban instalados en la ciudad desde el pasado miércoles los funcionarios de la Policía Federal para revisar la documentación de la tripulación que se entregaba en el puerto local. Cerca del Golf, sobre la costanera, el gentío acudía a presenciar el inusitado espectáculo.

La tripulación toda descendió del submarino y fue alineada. El personal naval procedió entonces a incautar los bolsos que contenían los efectos personales de cada uno de los marinos alemanes.

El estado de salud de los alemanes era, en general, bueno.

Momentos después de intercambiarse las primeras órdenes y retirar el material, comenzó a despertarse un  malestar entre los marineros rendidos.

Los argentinos procedieron a revisar las pertenencias. Los muchachos alemanes le rogaban a su comandante que intercediera por ellos. Imploraban con temor y resignación poder conservar las fotografías de sus familiares. Sin embargo, a juicio de oficiales locales, esas fotos constituían documentación que sería analizada por expertos, al igual que los demás objetos. Se suponía que en algunos trazos o imágenes pudiera haber claves escondidas.

Mientras tanto, la gente comentaba y sacaba conclusiones acerca de la embarcación. Uno de los famosos “tiburones de acero” que hicieron estragos en todos los mares del mundo, descansaba manso y pasivo en los muelles marplatenses.

Alrededor de las dos de la tarde de ese día memorable arribaron los agregados navales de Estados Unidos y Gran Bretaña. En la base naval se realizarían los primeros interrogatorios que continuarían la semana entrante en las delegaciones diplomáticas de la capital.

Profundo júbilo y gran excitación se produjeron en la pequeña multitud cuando la bandera argentina fue izada en el U-530 el día trece..

Eran las 16 horas. En esos instantes, el comandante firmaba los términos y cláusulas de la rendición.

Un periodista porteño atestiguó en su columna que el oficial alemán realizó trazos firmes y seguros con la estilográfica.

Los tripulantes fueron interrogados de dos en dos. Las declaraciones se sucedieron por espacio de unas cuantas horas. Los detenidos testimoniaron que habían destruido moderno material bélico que tenía la nave.

Los delegados extranjeros estaban interesados en las características del misterioso cañón de cinco mil toneladas. Detalles que fueron aclarados por el comandante y el primer oficial de artillería. Además faltaban los modernos equipos de radiocomunicaciones y radiadores eléctricos, arrojados al mar en las coordenadas que las embarcaciones argentinas constatarían en días próximos.

Los testimonios estaban en regla y los discursos de toda la tripulación carecían de lagunas interpretativas. El asunto estaba muy claro para ellos; no deseaban continuar peleando. La guerra estaba perdida. Buscaban un asilo y eligieron Argentina.

Sin embargo, los oficiales navales a cargo de la detención suponían que existía algo muy extraño en esta aparición del submarino. Se les preguntó en varias ocasiones sobre el supuesto desembarco de personas en las costas bonaerenses y los alemanes lo negaron una y otra vez sin alterar sus rostros. Según ellos, nadie había abandonado la nave hasta el arribo al puerto local.

Pero el acontecimiento era extraño por demás. Ninguna autoridad aliada estaba conforme con la versión germana de los hechos. Navegar de una punta a otra del globo y por las zonas más peligrosas para entregarse en la Argentina parecía un plan descabellado o una ingeniosa trama que no acababan desentrañar.

El comandante Heins Schaffer, de tan sólo veinticuatro años, explicaba en una extensa carta que formaba parte de su documentación: “Salimos de Kiel diez días antes de la rendición alemana. En Noruega desembarcaron los tripulantes casados. Después bordeamos la costa de Francia, nos internamos en el Atlántico y llegamos a Sudamérica. Sabíamos que el único país donde seríamos tratados correctamente, a pesar de haber perdido la guerra, era la Argentina.”

El domingo 15, los alemanes fueron trasladados a Buenos Aires, para ser encarcelados posteriormente en la isla Martín García. El gobierno argentino puso entonces a disposición de Estados Unidos el U-530, que estaba aparentemente muy desgastado por falta de mantenimiento.

 

El 2* grupo de infantería de la 6ta Brigada, el comando Puma, había desplegado alrededor de quinientos hombres desde el ala sur de Santa Clara del Mar hasta el canal 5, límite natural del partido con Mar del Tuyú. La operación de rastrillaje exigía una pormenorizada revisión de las poblaciones costeras, en la búsqueda afanosa de personas extranjeras sin documentación argentina.

Los desconcertados vecinos de las localidades involucradas despertaron esa madrugada de viernes sobresaltados por el despliegue militar pomposo y estrafalario. La policía colaboraba con el ejército en el primer contacto con los habitantes y en la inspección de los documentos y certificados necesarios. Decenas de camiones descargaban soldados por todas partes y unos cuantos blindados arrasaban las dunas, franqueando los alambrados de las estancias.

Las fuerzas de seguridad no daban mayores explicaciones sobre las razones del patrullaje pero la gente medianamente informada suponía de qué se trataba.

Los residentes con apellidos extranjeros fueron los que más sufrieron el azote de la inspección. Luego de urgentes averiguaciones, algunos tranquilos vecinos de San Clemente del Tuyú fueron llevados en calidad de sospechosos rumbo a Mar del Plata.

Las orugas y los camiones se retiraron alrededor de las tres de la mañana. Esa noche ya nadie pudo dormir en paz.

Lo que habían escuchado por la radio esa noche, hasta la llegada de los soldados, no dejaba de ser una hipótesis un tanto increíble, un rumor que despertaba mucho la imaginación y estremecía a los más crédulos.

Todos lo sabían y lo leerían en el periódico local por la mañana: la rendición en Mar del Plata de un submarino alemán.

La compañía de patrullas no encontró a nadie.

Pasados algunos días crecería la expectativa popular. Los comentarios circularían con interés durante algún tiempo. Pero el gobierno abandonó la hipótesis de la misteriosa visita luego del operativo comando.

Sin embargo los testimonios de vecinos de la zona alimentaron la curiosidad de la población. Uno de ellos fue el del oficial de policía Pedro Longhi, quien aseguraba que había visto dos submarinos frente a la costa del Tuyú la noche anterior al desembarco en Mar del Plata. Lo mismo atestiguó un campesino. Otra versión hablaba de un bote de goma abandonado cerca de Necochea. El intendente de esa localidad envió entonces algunos efectivos municipales para formar un cordón de vigilancia desde Santa Elena hasta Las Brusquitas. Jamás encontraron el mencionado bote pero la presencia de pingüinos sucios de petróleo estableció una posible vinculación con los submarinos.

El periodismo pronto colaboró con la intriga. El miércoles 18 de julio de 1945 se difundió una inquietante información. En el diario “El tribuno” de Dolores se aseguraba que eran tres las naves que navegaban hacia el sur. Habitantes del Partido de General Lavalle fueron más precisos al respecto: “Había dos, uno desapareció de noche y el otro estaba cerca de la orilla con los motores en marcha. Parecía encallado.” Una campesina de Verónica, pequeño poblado cercano a Punta del Indio, informaba a los corresponsales: “Esta mañana vi un submarino. Estuvo más de una hora sobre el agua y luego se sumergió”.

 

Don Anselmo salió rumbo a la fogata que los chicos habían encendido para tomar unos mates. El viejo puestero habitaba una humilde casita a unos metros de la costa y solía invitar a comer un asadito a los hijos de los vecinos más cercanos. Esa noche disfrutaba de la compañía de Federico Denigo y su íntimo amigo Pedro, el hijo del almacenero Fritz.

La noche era templada y estaba estrellada. La luna bañaba con su plateado resplandor la superficie del mar. Constituía un verdadero placer trasnochar sobre la arena alrededor del fuego acogedor de los leños ardiendo en la oscuridad.

Don Anselmo se sorprendió cuando, después de caminar unos cincuenta metros por el sendero escarpado que conducía a la playa, no encontró a los chicos. Los increpó con su voz en alto pero los mocosos traviesos no contestaban. ¿Dónde se habrían metido? El puestero les había advertido que no se metieran en los arbustos espinosos de las dunas y que no visitaran el pequeño embarcadero, pues sus tabiques estaban demasiado gastados por la acción del mar.

Recorrió la costanera llamándolos y haciendo señas con su pequeña linterna portátil.

Nada.

Luego recordó las bromas que los pibes acostumbran a hacer y trató de calmarse. Pero no pudo. Después de todo,  eran su responsabilidad y, si bien no corrían ningún peligro en los alrededores, ya era un poco tarde para que anduvieran sueltos por allí.

Alcanzó la punta de un médano justo en el borde oriental de la ensenada más próxima a su casa y observó dos bultos pardos recostados sobre el montículo de arena más alto. Se tranquilizó. Los chicos estaban abstraídos contemplando la costa. Algo parecía capturar su atención, de forma que no escucharon cuando el viejo se acercó por atrás.

—¿Qué andan haciendo por acá, gurises? —les preguntó el anciano, agitado por la caminata nocturna.

—¡Mire Don Anselmo! Allá, en el codo rocoso donde nos rescató papá el verano pasado. ¿Ve?

El viejo estaba algo aturdido por el nerviosismo inicial y deseaba regresar a su rancho cuanto antes.

—Chicos, yo ya estoy un poco grande para jugar a los misterios. Se vienen conmigo inmediatamente o no los invito más... ¡Vamos!

El puestero se incorporó sin prestar atención a la referencia de los muchachos, pero inconscientemente sus ojos capturaron una silueta extraña que se acercaba a la playa a gran velocidad. Luego percibió el ruido sordo, lejano y apagado de un motor y se agachó sobre el montículo a compartir la curiosidad.

—Esa lancha emergió de la oscuridad y la venimos observando desde hace un buen rato. Ha dado varias vueltas en círculo y no sabemos si tiene intenciones de alcanzar la costa —comentó Pedro.

—¡Déle, déle, Don Anselmo! Acerquémonos a ver de qué se trata —imploraba Federico, tironeando la camisola del gaucho.

 Don Anselmo se preocupó entonces de veras y calculó los peligros. Recordó viejas épocas cuando los contrabandistas asolaban las costas del partido y amenazaban la tranquilidad y seguridad de los pobladores locales.

—¡Chicos, se dejan de joder y se vienen conmigo! No quiero más problemas con ustedes...

Pedro fue el primero en interrumpir el reto del viejo:

—¡Espere, espere! ¡Mire! ¡Están desembarcando!

En efecto, la lancha se había decidido finalmente y ahora su quilla rozaba la húmeda arena de la playa. Las luces de unos reflectores zigzaguearon por el perímetro circundante. Cuatro hombres pusieron pie en tierra y corrieron a toda carrera hasta perderse en los arbustos que cubrían los médanos.

Dos más ellos parecían portar rifles en sus espaldas. Sujetaron la embarcación y descargaron una caja liviana, para depositarla sobre la arena con extremo cuidado.

No había duda para Don Anselmo: eran contrabandistas. Se enojó y refunfuñó:

—¡Otra vez volvemos a lo mismo! Le avisaré al comisario.

Los chicos no comprendían lo que realmente sucedía y el viejo se asustó realmente por la seguridad de ellos. Había más de doscientos metros hasta la casita de la playa y de allí al pueblo unos tres kilómetros. Era urgente ponerse en camino con las criaturas.

Don Anselmo se incorporó con cierta agilidad y agarró a los muchachos de las solapas y los levantó en el aire con sus curtidos brazos que no habían perdido del todo la fuerza.

Se encaminaron por el sendero, de regreso.

—Por acá no vinimos, don Anselmo. Nosotros descubrimos un camino que está lleno de lagartijas y escarabajos... Es por acá a la vuelta... Venga que le muestro —insistía Federico mientras el puestero apuraba el paso con intranquilidad.

El chasquido inconfundible de una pistola al ser cargada se recortó en el aire nocturno. El viejo la sintió muy cerca de su nuca pero se había engañado. Un hombre corpulento vestido con gabán de marinero le había cortado el paso a pocos metros más adelante, justo en el ascenso de una cuesta.

Unas órdenes pronunciadas en lengua extranjera no fueron comprendidas por el gaucho que instintivamente había colocado a los niños detrás suyo.

El desconocido avanzó con paso firme y resuelto en dirección de los asustados  pueblerinos. Apuntó con el arma al puestero. El viejo estaba paralizado y aferraba a los niños a sus caderas.

Fueron unos segundos de tremenda excitación. El viejo temió por la vida y levantó los brazos en señal de  rendición.

Dos hombres más aparecieron por detrás e iluminaron con reflectores los rostros de los atemorizados vecinos.

—¿Qué andan haciendo por acá, ustedes?

La voz resonó apacible y familiar. Los prisioneros giraron sus cabezas en dirección de su procedencia.

—Don Anselmo, ¿no le parece un poco tarde para andar husmeando por allí? —volvió a articular la voz.

—¿Papá?¡Papá! —gritó con desesperación Federico quien trataba de ubicar a su padre.

El viejo se atrevió entonces a contestarle a su vecino, pero con cierto recelo:

—Mire que me ha hecho asustar, señor Deniego —decía mientras intentaba recomponer la situación en su cabeza.

Los marineros extranjeros formaban una medialuna muda y compacta. Las luces cesaron y la claridad de las estrellas aportó cierta naturalidad al inesperado encuentro.

Deniego abrazó a su hijo y acarició la cabellera de Pedro. Luego articuló unas palabras y los misteriosos hombres lo dejaron a solas.

Don Anselmo conocía la política de los contrabandistas y el pobre viejo consideró su inminente suerte. De todas formas atinó a aclarar con resignado tono:

—No quiero mezclarme en asuntos que me son ajenos —musitó y sus palabras empezaban a adquirir un tono de súplica.

Deniego lo tomó del brazo y le imprimió un apretón para despertar confianza en el paisano:

—¡Déjese de joder, don Anselmo, no pasa nada! —aclaró y posó su mano encima del hombro del viejo.

Caminaron todos hasta la casa del puestero. Allí aguardaron unos minutos. Los hombres de Deniego esperaban a otros que llegarían de un momento a otro.

No se encendieron las luces; sólo los faros portátiles y la luna aportaban la necesaria claridad.  Los niños fueron sentados en el suelo. Federico se sentía algo asustado por las personas desconocidas pero veía a su padre y parecía tranquilizarse. Ya habría tiempo para formularle las dudas a papá. En cambio, Pedro observaba a don Anselmo cuya silueta petisa y ancha se recortaba en la penumbra, al lado de un guardia que le sujetaba un brazo.

Nadie emitió una sola palabra. El ruido del mar y el viento que azotaba las chapas sueltas de la vivienda, se escuchaban en la noche serena.

Parecían aguardar algo. Cada tanto, revisaban los relojes. Deniego fumaba un cigarrillo mientras salía y entraba constantemente. Empezaba a intranquilizarse.

Pasó una media hora.

Por la ventana que daba al camino, se divisaron finalmente contornos humanos. Uno de los hombres procedió a realizar las señales convenidas y las manchas a la distancia devolvieron el mensaje. Eran las personas que aguardaban.

Unos segundos después, el galopar de un caballo se sintió en la lejanía. El sonido de los cascos que horadaban la tierra provenía del pueblo. El animal resopló por la fatiga del andar. El jinete descendió con apuro.

—¡Deniego! ¡Deniego! ¿Está todo en orden? —preguntó el jinete desde el exterior.

Pedro reconoció la voz de su padre. ¿Qué ocurría entonces? Demasiadas sorpresas para poder elaborar una conclusión.

Deniego salió al encuentro del almacenero e intercambiaron palabras.

—¿Por qué no te llevás a los chicos a casa? ¡No tienen nada que hacer aquí! —dijo el señor Fritz.

Deniego asintió y preguntó en voz baja:

—¿Qué hacemos con don Anselmo?

Fritz se acarició la barba y adoptó una postura pensativa. Miró de reojo hacia la casa y resolvió con rapidez:

—Después vemos... —concluyó en forma dubitativa.

Deniego retiró a los niños y abandonó la casucha rumbo al pueblo. Antes de subir al carro, Pedro miró a su padre con desconfianza. Éste le sonrió con exigida simpatía y se desentendió del muchacho. Su mente estaba en otra cosa. Era un desconocido para el chico que observó la llegada del segundo contingente mientras se alejaba en dirección a su casa.

Bruscos y enérgicos saludos con brazos erguidos y en alto se produjeron en el interior de la morada.

—¡Heil, Hitler!—resonó con estridencia y confirmó la presencia del líder en la costa bonaerense, acompañado de un seco redoblar de tacones.

Adolfo desabrochó su gabardina y cruzó las manos detrás de la espalda. Estaba en el centro de la escena con las piernas abiertas y el mentón elevado. Un soldado le acercó una silla de mimbre pero el hombre rechazó el ofrecimiento.

Los rayos de luz de las portátiles enfocaron la cara de don Anselmo que contemplaba el suelo y comprendía su desgraciada suerte. Hitler observó con desprecio al paisano y desvió su mirada hacia Fritz, quien pareció entender que el anciano no debía vivir por mucho más tiempo.

El Fürher destrabó sus manos, alzó una de ellas y chasqueó los dedos. Dos hombres tomaron al viejo con insolencia y se lo llevaron al exterior.

Luego ordenó que depositaran el maletín sobre la mesa. Los soldados alumbraron de forma conveniente y la valija de cuero negro brilló en la oscuridad. Un oficial accionó la combinación. Después de un chirrido electrónico, la tapa se desplegó. En su interior, un panel contenía dos luces rojas y una serie de botones.

Fritz entregó entonces una llave plateada de curioso formato que portaba en su chaqueta.

Hitler la recibió y brillaron sus ojos como si se tratara de una valiosísima reliquia perdida. La observó con delicioso interés y la introdujo en una ranura sobre el costado derecho de la consola.

Su mano hizo girar la llave con delicadeza.

Un nuevo silbido eléctrico se escuchó. Las luces rojas parpadearon y cambiaron a un verde que reflejaba su intensidad sobre el macabro rostro del líder nazi.

Éste movió las comisuras como si esbozara una risa contenida y nerviosa. Su bigote rapado bailó sobre el labio superior hasta que las señas de satisfacción se hicieron evidentes en su cara.

Se alisó el mechón de pelo lacio y llevó su otra mano al corazón. Una exhalación de aire salió de sus pulmones. La tensión disminuía en su cuerpo. El largo viaje había valido la pena.

No había mucho tiempo.

Todos estaban alertados de una posible operación de captura.

Hitler cerró la valija y la entregó a sus hombres.

Saludó cordialmente al almacenero con un apretón de manos e intercambió algunas frases de despedida mientras la tropa evacuaba el lugar.

Como fantasmas que deambulan por la noche, el comando alemán en su totalidad se evaporó en la negrura de la arenosa penumbra marina.

Fernando Jorge Soto Roland y Carlos M. Ortiz 
Historias apócrifas de Mar del Plata

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