U-530 |
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El
viernes amaneció nublado con precipitaciones aisladas y frías provenientes
del sector sur. Las aguas del Atlántico estaban algo turbulentas. A ocho
millas del puerto marplatense, mar adentro, se encontraban haciendo
maniobras los rastreadores “Py”, “Seguí” y el submarino
“Salta”. Las instrucciones de la operación eran llevadas a cabo con
total normalidad. Esperaban hacer contacto visual hacia media mañana. A
las 9:20 emergió entre una vaporosa neblina el submarino alemán U-530.
Estaba en pésimas condiciones materiales. La nave ingresó en la Dársena
Norte escoltada por las embarcaciones argentinas. Horas
después, la Marina de Guerra Argentina alertaba a todas sus unidades. Desde
Londres habían llegado noticias alarmantes. Era muy posible que el U-530,
uno de los cuatro submarinos germanos que todavía no se había rendido ante
las fuerzas aliadas, pudiera traer a Hitler y a Eva Braun a las costas
bonaerenses. La
información que durante la semana se había manejado, era que existía una
posibilidad real de evacuación del líder nazi, su mujer, y quien sabe, tal
vez otros nefastos personajes. Según los servicios de inteligencia británicos,
Hitler podría haber escapado rumbo a la Antártida. Allí, una
supuesta expedición polar llegada de Alemania en 1938
había construido un refugio similar al de Berchtesgaden, obra del
demoníaco Martin Bormann. El
submarino que se había entregado al gobierno argentino, tenía setecientas
toneladas. La tripulación normal no debía superar los treinta hombres. Sin
embargo, según trascendidos, el U-530 arrojaba en el muelle local a
cincuenta y cuatro personas. Nadie
conocía la respuesta a ese interrogante. Nacieron
más suposiciones. Era muy posible que antes de entregarse hubieran
desembarcado contingentes en cualquier sitio de la costa. Además,
y según se supo más adelante, dos días antes de la rendición, por alguna
extraña razón, los alemanes hundieron otra nave militar y trasbordaron a
los tripulantes. Los
detalles se sucedían y configuraban anormales hipótesis de todo tipo. En
el puerto de Mar del Plata el comandante no entregó el libro de navegación
(se supone que lo arrojó al mar) y faltaba un poderoso cañón que había
sido desmontado en alta mar cuatro la noche anterior al arribo. Ya
estaban instalados en la ciudad desde el pasado miércoles los funcionarios
de la Policía Federal para revisar la documentación de la tripulación que
se entregaba en el puerto local. Cerca del Golf, sobre la costanera, el gentío
acudía a presenciar el inusitado espectáculo. La
tripulación toda descendió del submarino y fue alineada. El personal naval
procedió entonces a incautar los bolsos que contenían los efectos
personales de cada uno de los marinos alemanes. El
estado de salud de los alemanes era, en general, bueno. Momentos
después de intercambiarse las primeras órdenes y retirar el material,
comenzó a despertarse un malestar
entre los marineros rendidos. Los
argentinos procedieron a revisar las pertenencias. Los muchachos alemanes le
rogaban a su comandante que intercediera por ellos. Imploraban con temor y
resignación poder conservar las fotografías de sus familiares. Sin
embargo, a juicio de oficiales locales, esas fotos constituían documentación
que sería analizada por expertos, al igual que los demás objetos. Se suponía
que en algunos trazos o imágenes pudiera haber claves escondidas. Mientras
tanto, la gente comentaba y sacaba conclusiones acerca de la embarcación.
Uno de los famosos “tiburones de acero” que hicieron estragos en todos
los mares del mundo, descansaba manso y pasivo en los muelles marplatenses. Alrededor
de las dos de la tarde de ese día memorable arribaron los agregados navales
de Estados Unidos y Gran Bretaña. En la base naval se realizarían los
primeros interrogatorios que continuarían la semana entrante en las
delegaciones diplomáticas de la capital. Profundo
júbilo y gran excitación se produjeron en la pequeña multitud cuando la
bandera argentina fue izada en el U-530 el día trece.. Eran
las 16 horas. En esos instantes, el comandante firmaba los términos y cláusulas
de la rendición. Un
periodista porteño atestiguó en su columna que el oficial alemán realizó
trazos firmes y seguros con la estilográfica. Los
tripulantes fueron interrogados de dos en dos. Las declaraciones se
sucedieron por espacio de unas cuantas horas. Los detenidos testimoniaron
que habían destruido moderno material bélico que tenía la nave. Los
delegados extranjeros estaban interesados en las características del
misterioso cañón de cinco mil toneladas. Detalles que fueron aclarados por
el comandante y el primer oficial de artillería. Además faltaban los
modernos equipos de radiocomunicaciones y radiadores eléctricos, arrojados
al mar en las coordenadas que las embarcaciones argentinas constatarían en
días próximos. Los
testimonios estaban en regla y los discursos de toda la tripulación carecían
de lagunas interpretativas. El asunto estaba muy claro para ellos; no
deseaban continuar peleando. La guerra estaba perdida. Buscaban un asilo y
eligieron Argentina. Sin
embargo, los oficiales navales a cargo de la detención suponían que existía
algo muy extraño en esta aparición del submarino. Se les preguntó en
varias ocasiones sobre el supuesto desembarco de personas en las costas
bonaerenses y los alemanes lo negaron una y otra vez sin alterar sus
rostros. Según ellos, nadie había abandonado la nave hasta el arribo al
puerto local. Pero
el acontecimiento era extraño por demás. Ninguna autoridad aliada estaba
conforme con la versión germana de los hechos. Navegar de una punta a otra
del globo y por las zonas más peligrosas para entregarse en la Argentina
parecía un plan descabellado o una ingeniosa trama que no acababan desentrañar. El
comandante Heins Schaffer, de tan sólo veinticuatro años, explicaba en una
extensa carta que formaba parte de su documentación: “Salimos de Kiel
diez días antes de la rendición alemana. En Noruega desembarcaron los
tripulantes casados. Después bordeamos la costa de Francia, nos internamos
en el Atlántico y llegamos a Sudamérica. Sabíamos que el único país
donde seríamos tratados correctamente, a pesar de haber perdido la guerra,
era la Argentina.” El
domingo 15, los alemanes fueron trasladados a Buenos Aires, para ser
encarcelados posteriormente en la isla Martín García. El gobierno
argentino puso entonces a disposición de Estados Unidos el U-530, que
estaba aparentemente muy desgastado por falta de mantenimiento. El
2* grupo de infantería de la 6ta Brigada, el comando Puma,
había desplegado alrededor de quinientos hombres desde el ala sur de Santa
Clara del Mar hasta el canal 5, límite natural del partido con Mar del Tuyú.
La operación de rastrillaje exigía una pormenorizada revisión de las
poblaciones costeras, en la búsqueda afanosa de personas extranjeras sin
documentación argentina. Los
desconcertados vecinos de las localidades involucradas despertaron esa
madrugada de viernes sobresaltados por el despliegue militar pomposo y
estrafalario. La policía colaboraba con el ejército en el primer contacto
con los habitantes y en la inspección de los documentos y certificados
necesarios. Decenas de camiones descargaban soldados por todas partes y unos
cuantos blindados arrasaban las dunas, franqueando los alambrados de las
estancias. Las
fuerzas de seguridad no daban mayores explicaciones sobre las razones del
patrullaje pero la gente medianamente informada suponía de qué se trataba.
Los
residentes con apellidos extranjeros fueron los que más sufrieron el azote
de la inspección. Luego de urgentes averiguaciones, algunos tranquilos
vecinos de San Clemente del Tuyú fueron llevados en calidad de sospechosos
rumbo a Mar del Plata. Las
orugas y los camiones se retiraron alrededor de las tres de la mañana. Esa
noche ya nadie pudo dormir en paz. Lo
que habían escuchado por la radio esa noche, hasta la llegada de los
soldados, no dejaba de ser una hipótesis un tanto increíble, un rumor que
despertaba mucho la imaginación y estremecía a los más crédulos. Todos
lo sabían y lo leerían en el periódico local por la mañana: la rendición
en Mar del Plata de un submarino alemán. La
compañía de patrullas no encontró a nadie. Pasados
algunos días crecería la expectativa popular. Los comentarios circularían
con interés durante algún tiempo. Pero el gobierno abandonó la hipótesis
de la misteriosa visita luego del operativo comando. Sin
embargo los testimonios de vecinos de la zona alimentaron la curiosidad de
la población. Uno de ellos fue el del oficial de policía Pedro Longhi,
quien aseguraba que había visto dos submarinos frente a la costa del Tuyú
la noche anterior al desembarco en Mar del Plata. Lo mismo atestiguó un
campesino. Otra versión hablaba de un bote de goma abandonado cerca de
Necochea. El intendente de esa localidad envió entonces algunos efectivos
municipales para formar un cordón de vigilancia desde Santa Elena hasta Las
Brusquitas. Jamás encontraron el mencionado bote pero la presencia de pingüinos
sucios de petróleo estableció una posible vinculación con los submarinos.
El
periodismo pronto colaboró con la intriga. El miércoles 18 de julio de
1945 se difundió una inquietante información. En el diario “El
tribuno” de Dolores se aseguraba que eran tres las naves que navegaban
hacia el sur. Habitantes del Partido de General Lavalle fueron más precisos
al respecto: “Había dos, uno desapareció de noche y el otro estaba cerca
de la orilla con los motores en marcha. Parecía encallado.” Una campesina
de Verónica, pequeño poblado cercano a Punta del Indio, informaba a los
corresponsales: “Esta mañana vi un submarino. Estuvo más de una hora
sobre el agua y luego se sumergió”. Don
Anselmo salió rumbo a la fogata que los chicos habían encendido para tomar
unos mates. El viejo puestero habitaba una humilde casita a unos metros de
la costa y solía invitar a comer un asadito a los hijos de los vecinos más
cercanos. Esa noche disfrutaba de la compañía de Federico Denigo y su íntimo
amigo Pedro, el hijo del almacenero Fritz. La
noche era templada y estaba estrellada. La luna bañaba con su plateado
resplandor la superficie del mar. Constituía un verdadero placer trasnochar
sobre la arena alrededor del fuego acogedor de los leños ardiendo en la
oscuridad. Don
Anselmo se sorprendió cuando, después de caminar unos cincuenta metros por
el sendero escarpado que conducía a la playa, no encontró a los chicos.
Los increpó con su voz en alto pero los mocosos traviesos no contestaban.
¿Dónde se habrían metido? El puestero les había advertido que no se
metieran en los arbustos espinosos de las dunas y que no visitaran el pequeño
embarcadero, pues sus tabiques estaban demasiado gastados por la acción del
mar. Recorrió
la costanera llamándolos y haciendo señas con su pequeña linterna portátil.
Nada. Luego
recordó las bromas que los pibes acostumbran a hacer y trató de calmarse.
Pero no pudo. Después de todo, eran
su responsabilidad y, si bien no corrían ningún peligro en los
alrededores, ya era un poco tarde para que anduvieran sueltos por allí. Alcanzó
la punta de un médano justo en el borde oriental de la ensenada más próxima
a su casa y observó dos bultos pardos recostados sobre el montículo de
arena más alto. Se tranquilizó. Los chicos estaban abstraídos
contemplando la costa. Algo parecía capturar su atención, de forma que no
escucharon cuando el viejo se acercó por atrás. —¿Qué
andan haciendo por acá, gurises? —les preguntó el anciano, agitado por
la caminata nocturna. —¡Mire
Don Anselmo! Allá, en el codo rocoso donde nos rescató papá el verano
pasado. ¿Ve? El
viejo estaba algo aturdido por el nerviosismo inicial y deseaba regresar a
su rancho cuanto antes. —Chicos,
yo ya estoy un poco grande para jugar a los misterios. Se vienen conmigo
inmediatamente o no los invito más... ¡Vamos! El
puestero se incorporó sin prestar atención a la referencia de los
muchachos, pero inconscientemente sus ojos capturaron una silueta extraña
que se acercaba a la playa a gran velocidad. Luego percibió el ruido sordo,
lejano y apagado de un motor y se agachó sobre el montículo a compartir la
curiosidad. —Esa
lancha emergió de la oscuridad y la venimos observando desde hace un buen
rato. Ha dado varias vueltas en círculo y no sabemos si tiene intenciones
de alcanzar la costa —comentó Pedro. —¡Déle,
déle, Don Anselmo! Acerquémonos a ver de qué se trata —imploraba
Federico, tironeando la camisola del gaucho. Don
Anselmo se preocupó entonces de veras y calculó los peligros. Recordó
viejas épocas cuando los contrabandistas asolaban las costas del partido y
amenazaban la tranquilidad y seguridad de los pobladores locales. —¡Chicos,
se dejan de joder y se vienen conmigo! No quiero más problemas con
ustedes... Pedro
fue el primero en interrumpir el reto del viejo: —¡Espere,
espere! ¡Mire! ¡Están desembarcando! En
efecto, la lancha se había decidido finalmente y ahora su quilla rozaba la
húmeda arena de la playa. Las luces de unos reflectores zigzaguearon por el
perímetro circundante. Cuatro hombres pusieron pie en tierra y corrieron a
toda carrera hasta perderse en los arbustos que cubrían los médanos. Dos
más ellos parecían portar rifles en sus espaldas. Sujetaron la embarcación
y descargaron una caja liviana, para depositarla sobre la arena con extremo
cuidado. No
había duda para Don Anselmo: eran contrabandistas. Se enojó y refunfuñó: —¡Otra
vez volvemos a lo mismo! Le avisaré al comisario. Los
chicos no comprendían lo que realmente sucedía y el viejo se asustó
realmente por la seguridad de ellos. Había más de doscientos metros hasta
la casita de la playa y de allí al pueblo unos tres kilómetros. Era
urgente ponerse en camino con las criaturas. Don
Anselmo se incorporó con cierta agilidad y agarró a los muchachos de las
solapas y los levantó en el aire con sus curtidos brazos que no habían
perdido del todo la fuerza. Se
encaminaron por el sendero, de regreso. —Por
acá no vinimos, don Anselmo. Nosotros descubrimos un camino que está lleno
de lagartijas y escarabajos... Es por acá a la vuelta... Venga que le
muestro —insistía Federico mientras el puestero apuraba el paso con
intranquilidad. El
chasquido inconfundible de una pistola al ser cargada se recortó en el aire
nocturno. El viejo la sintió muy cerca de su nuca pero se había engañado.
Un hombre corpulento vestido con gabán de marinero le había cortado el
paso a pocos metros más adelante, justo en el ascenso de una cuesta. Unas
órdenes pronunciadas en lengua extranjera no fueron comprendidas por el
gaucho que instintivamente había colocado a los niños detrás suyo. El
desconocido avanzó con paso firme y resuelto en dirección de los asustados
pueblerinos. Apuntó con el arma al puestero. El viejo estaba
paralizado y aferraba a los niños a sus caderas. Fueron
unos segundos de tremenda excitación. El viejo temió por la vida y levantó
los brazos en señal de rendición. Dos
hombres más aparecieron por detrás e iluminaron con reflectores los
rostros de los atemorizados vecinos. —¿Qué
andan haciendo por acá, ustedes? La
voz resonó apacible y familiar. Los prisioneros giraron sus cabezas en
dirección de su procedencia. —Don
Anselmo, ¿no le parece un poco tarde para andar husmeando por allí?
—volvió a articular la voz. —¿Papá?¡Papá!
—gritó con desesperación Federico quien trataba de ubicar a su padre. El
viejo se atrevió entonces a contestarle a su vecino, pero con cierto
recelo: —Mire
que me ha hecho asustar, señor Deniego —decía mientras intentaba
recomponer la situación en su cabeza. Los
marineros extranjeros formaban una medialuna muda y compacta. Las luces
cesaron y la claridad de las estrellas aportó cierta naturalidad al
inesperado encuentro. Deniego
abrazó a su hijo y acarició la cabellera de Pedro. Luego articuló unas
palabras y los misteriosos hombres lo dejaron a solas. Don
Anselmo conocía la política de los contrabandistas y el pobre viejo
consideró su inminente suerte. De todas formas atinó a aclarar con
resignado tono: —No
quiero mezclarme en asuntos que me son ajenos —musitó y sus palabras
empezaban a adquirir un tono de súplica. Deniego
lo tomó del brazo y le imprimió un apretón para despertar confianza en el
paisano: —¡Déjese
de joder, don Anselmo, no pasa nada! —aclaró y posó su mano encima del
hombro del viejo. Caminaron
todos hasta la casa del puestero. Allí aguardaron unos minutos. Los hombres
de Deniego esperaban a otros que llegarían de un momento a otro. No
se encendieron las luces; sólo los faros portátiles y la luna aportaban la
necesaria claridad. Los niños
fueron sentados en el suelo. Federico se sentía algo asustado por las
personas desconocidas pero veía a su padre y parecía tranquilizarse. Ya
habría tiempo para formularle las dudas a papá. En cambio, Pedro observaba
a don Anselmo cuya silueta petisa y ancha se recortaba en la penumbra, al
lado de un guardia que le sujetaba un brazo. Nadie
emitió una sola palabra. El ruido del mar y el viento que azotaba las
chapas sueltas de la vivienda, se escuchaban en la noche serena. Parecían
aguardar algo. Cada tanto, revisaban los relojes. Deniego fumaba un
cigarrillo mientras salía y entraba constantemente. Empezaba a
intranquilizarse. Pasó
una media hora. Por
la ventana que daba al camino, se divisaron finalmente contornos humanos.
Uno de los hombres procedió a realizar las señales convenidas y las
manchas a la distancia devolvieron el mensaje. Eran las personas que
aguardaban. Unos
segundos después, el galopar de un caballo se sintió en la lejanía. El
sonido de los cascos que horadaban la tierra provenía del pueblo. El animal
resopló por la fatiga del andar. El jinete descendió con apuro. —¡Deniego!
¡Deniego! ¿Está todo en orden? —preguntó el jinete desde el exterior. Pedro
reconoció la voz de su padre. ¿Qué ocurría entonces? Demasiadas
sorpresas para poder elaborar una conclusión. Deniego
salió al encuentro del almacenero e intercambiaron palabras. —¿Por
qué no te llevás a los chicos a casa? ¡No tienen nada que hacer aquí!
—dijo el señor Fritz. Deniego
asintió y preguntó en voz baja: —¿Qué
hacemos con don Anselmo? Fritz
se acarició la barba y adoptó una postura pensativa. Miró de reojo hacia
la casa y resolvió con rapidez: —Después
vemos... —concluyó en forma dubitativa. Deniego
retiró a los niños y abandonó la casucha rumbo al pueblo. Antes de subir
al carro, Pedro miró a su padre con desconfianza. Éste le sonrió con
exigida simpatía y se desentendió del muchacho. Su mente estaba en otra
cosa. Era un desconocido para el chico que observó la llegada del segundo
contingente mientras se alejaba en dirección a su casa. Bruscos
y enérgicos saludos con brazos erguidos y en alto se produjeron en el
interior de la morada. —¡Heil,
Hitler!—resonó con estridencia y confirmó la presencia del líder en la
costa bonaerense, acompañado de un seco redoblar de tacones. Adolfo
desabrochó su gabardina y cruzó las manos detrás de la espalda. Estaba en
el centro de la escena con las piernas abiertas y el mentón elevado. Un
soldado le acercó una silla de mimbre pero el hombre rechazó el
ofrecimiento. Los
rayos de luz de las portátiles enfocaron la cara de don Anselmo que
contemplaba el suelo y comprendía su desgraciada suerte. Hitler observó
con desprecio al paisano y desvió su mirada hacia Fritz, quien pareció
entender que el anciano no debía vivir por mucho más tiempo. El
Fürher destrabó sus manos, alzó una de ellas y chasqueó los dedos. Dos
hombres tomaron al viejo con insolencia y se lo llevaron al exterior. Luego
ordenó que depositaran el maletín sobre la mesa. Los soldados alumbraron
de forma conveniente y la valija de cuero negro brilló en la oscuridad. Un
oficial accionó la combinación. Después de un chirrido electrónico, la
tapa se desplegó. En su interior, un panel contenía dos luces rojas y una
serie de botones. Fritz
entregó entonces una llave plateada de curioso formato que portaba en su
chaqueta. Hitler
la recibió y brillaron sus ojos como si se tratara de una valiosísima
reliquia perdida. La observó con delicioso interés y la introdujo en una
ranura sobre el costado derecho de la consola. Su
mano hizo girar la llave con delicadeza. Un
nuevo silbido eléctrico se escuchó. Las luces rojas parpadearon y
cambiaron a un verde que reflejaba su intensidad sobre el macabro rostro del
líder nazi. Éste
movió las comisuras como si esbozara una risa contenida y nerviosa. Su
bigote rapado bailó sobre el labio superior hasta que las señas de
satisfacción se hicieron evidentes en su cara. Se
alisó el mechón de pelo lacio y llevó su otra mano al corazón. Una
exhalación de aire salió de sus pulmones. La tensión disminuía en su
cuerpo. El largo viaje había valido la pena. No
había mucho tiempo. Todos
estaban alertados de una posible operación de captura. Hitler
cerró la valija y la entregó a sus hombres. Saludó
cordialmente al almacenero con un apretón de manos e intercambió algunas
frases de despedida mientras la tropa evacuaba el lugar. Como
fantasmas que deambulan por la noche, el comando alemán en su totalidad se
evaporó en la negrura de la arenosa penumbra marina. |
Fernando
Jorge Soto Roland y Carlos M. Ortiz
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