Siberia |
Soplaba
el viento constantemente. Era
un viento frío, gélido, capaz de congelar cualquier cosa en minutos. Sólo
el espeso manto de coníferas conseguía mantenerse verde durante el año
entero. Todo aquello que tuviera vida debía migrar cuando llegaba el
invierno siberiano, el crudo invierno de la taiga; ése que sólo algunos
renos podían soportar, al menos durante el primer mes. Después, únicamente
los pinos, las rocas y la nieve se convertían en los dueños absolutos de
la región. Desde
1898 no se registraban expediciones en la zona. El todopoderoso Imperio de
los Zares prohibía el acceso a esas latitudes, generando así la atracción
que todo lo prohibido produce. Tres incautos exploradores, salidos de la
nobleza moscovita, habían desobedecido el mandato imperial en enero de
1901 y jamás se había vuelto a saber de ellos. Después sobrevinieron
los problemas, menos románticos, de la revolución de octubre y para 1923
los entusiastas
bolcheviques decidieron trasladar la burocrática tarea de acondicionar
a los opositores a las altas regiones, cercanas al Círculo Polar Ártico. Milosevic
Gascanov era un traficante de pieles, un hombre ya entrado en años, hábil,
astuto y conocedor, como pocos, de los muchos senderos vacíos que conducían
al norte. El Partido lo había
contratado para que fijara una ruta provisional hacia Siberia. Su trabajo
debía ser practicado durante los meses de verano, pero la naturaleza no
conoce de cronogramas humanos y mil inconvenientes lo retrasaron más de
lo planeado. El
invierno se adelantó. Los
achaparrados pastos se cubrieron de nieve casi un mes antes de lo normal,
y para cuando Gascanov decidió pegar la vuelta —suspendiendo hasta el año
entrante su tarea exploratoria— ya era demasiado tarde. Aquella
frígida noche, intentando rescatar del fogón la mayor cantidad de calor
posible con sus manos abiertas, el viejo cazador supo que no vería la
salida del sol. Las ráfagas de viento eran lacerantes y semejaban
cuchillos que le rasgaban el rostro descubierto. Sentía el ruido de las
hojas sobre su cabeza y los mil y un sonidos de ramas quebrarse,
arrastrarse, chocar entre ellas, desplomarse desde las puntas dobladas de
los pinos. Se
acurrucó dentro del grueso saco de piel de oso que tenía puesto y miró
con resignación su antigua carpa de campaña, destruida a unos tres
metros de él. Recién entonces fue consciente de las veces que ese simple
tendal le había salvado la vida. Lo acompañaba desde hacía veinte años,
y ahora permanecía inservible, totalmente deshecha, pisoteada por algún
animal iracundo, que no podía identificar. Esas
huellas no se parecían a nada que antes hubiera visto. Hizo
un balance de su larga vida. Ya no quedaba otra cosa por hacer. Faltaban más
de doce horas para que el sol surgiera detrás del horizonte, caldeando débilmente
el ambiente. Para entonces estaría muerto. Ya conocía esa manera de
dejar la vida. La había visto en más de una docena de oportunidades.
Primero aparece el sueño, luego la resistencia a dormirse; algo más
tarde la resignación y, finalmente, una de las más agradables manera de
abandonar este mundo. Sólo lamentaba no poder ser testigo de la gran obra
de la Revolución bolchevique,
que él había ayudado para que tuviera éxito. Sus
párpados se aflojaron. Ya
no tiritaba como al principio. Todo su cuerpo se mantenía tenso, firme en
su sitio. Ni siquiera sacudía las rodillas. Sus articulaciones, artríticas,
se estaban congelando. Miró
hacia el cielo. Las estrellas brillaban como diamantes, al tiempo que
remolinos de niebla muy blanca dibujaban extrañas figuras abstractas
sobre un telón de fondo majestuoso. Entonces,
lo escuchó. Sus
pasos semejaban tambores de guerra. Con cada metro que avanzaba el suelo
temblaba, sacudiendo los carbones agonizantes del fogón. Estaba muy cerca
de Gascanov. Podía olerlo. Era un tufo penetrante, agrio. El
cazador se reincorporó con dificultad y giró su cabeza en redondo. La
oscuridad era completa más allá de la lumbre que daban las brasas. Eso
no era un reno, tampoco una manada. Él sabía cómo sonaban. Aquello era distinto. El
silencio volvió a reinar. La bestia
se había detenido. Gascanov le quitó el seguro a su escopeta y la levantó a la altura de la cintura. Su dedo índice derecho rozó el gatillo. “La última presa”, pensó. Moriría
como todo un cazador. De
pronto, una nube de nieve envolvió lo que quedaba del campamento. Todo se
hizo confuso. No podía verse a más de diez centímetros y el fuego
terminó por apagarse. La negrura de la taiga se tragó todos los
contornos y la perspectiva desapareció. Era
como estar dentro de las fauces de un lobo. Disparó
a ciegas. El relampagueante fogonazo de la escopeta iluminó por un
instante un perímetro no mayor a los dos metros, y fue entonces cuando
finalmente creyó verlo. Observó
una mole inmensa, de casi tres metros de altura, desplazándose delante
del bosque que crecía a escasos pasos de él. Un atajo de greñas sucias
que caían como cataratas desde lo alto. Un gigantesco felpudo
móvil con sólo una extremidad, muy larga, que sacudía por delante con
furia. Ésta también estaba revestida con pelos, aunque más cortos.
Parecía una culebra excitada. Escuchó
un resoplido a escasos centímetros de su cuerpo. Volvió a disparar y la
luz del fogonazo permitió que lo observara. Era
un ojo enorme, rojo, profundo, irritado. Brilló a casi dos metros por
encima de la cabeza de Gascanov. El
ruso dio un grito de terror, se tambaleó y cayó de espaldas sobre la
nieve. Cuando
aquel extraño tentáculo le aprisionó la pierna derecha, supo que también
había fallado con el segundo disparo. Jamás
pudo imaginar el destino de su Revolución.
Pudo
haber muerto en la Segunda Guerra Mundial o haber sido asesinado en las
purgas stanilistas; pero, no. Falleció solo, aterrado y con el
desconcierto propio de aquellos que, en el último segundo, ven
desmoronarse todo el modelo de realidad, construido a lo largo de la vida. Si
hubiera existido el proceso tecnológico de poder descifrar la imagen
grabada en la retina del incauto Milosevic Gascanov —esa que lo
despidiera de la tierra de los vivos— los miembros del Comisariato
del Pueblo podrían haber identificado los rasgos inequívocos de su
victimario: un desgreñado, sucio e inmenso mamut lanudo. |
Cuentos bizarros - Tomo I
Fernando
Jorge Soto Roland y Carlos M. Ortiz
Email: sotopaikikin@hotmail.com (Fernando Jorge Soto Roland)
Ir a índice de América |
Ir a índice de Soto Roland, Fernando Jorge |
Ir a página inicio |
Ir a mapa del sitio |