Serenos |
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Parte 1
Armados con velas, faroles o linternas, según la época, los serenos son los depositarios de una larga tradición en la que la imaginación, cebada por la noche, se transforma se una factoría de historias inverosímiles, que sólo adquieren ese carácter cuando el turno de trabajo termina al amanecer.
La oscuridad, el silencio, la soledad y el miedo contextúan a este oficio. No es de extrañar entonces que sus desconfiadas miradas estén teñidas de conspiraciones imposibles, de misterios que transforman en realidad creencias populares y supersticiones que, únicamente de noche y bajo la trémula luz de una linterna, adquieren un status ontológico que sólo el sol puede borrar.
Los serenos se mueven en un universo alternativo al común de los mortales. En principio, desempeñan sus tareas rompiendo con la herencia evolutiva que nos ha convertido en animales diurnos, pretendiendo, con la rudimentaria tecnología que les brinda una lamparita y un par de pilas, combatir el desconcierto que a los humanos nos producen los espacios oscuros. Sin luz. Es una lucha constante por erradicar el “miedo a la oscuridad” y el “miedo en la oscuridad”, que es el más común de sus temores.
Los serenos son los guardianes de la noche que, finalizado su horario de trabajo, devienen en trovadores de la oscuridad. En difusores convencidos de historias que trascienden la creación individual y pasan a ser parte del acervo colectivo de una comunidad. Sin saberlo, ellos solidifican temores y prejuicios, valores y consejos que, enmascarados detrás de sus fantasmagóricas experiencia, mantienen (o al menos intentan mantener) el orden moral de una localidad. En el fondo, sus fábulas nocturnas pretenden dejar una enseñanza olvidada por la propia sociedad que los contiene.
Traductores de temáticas ancestrales (tales como la muerte, el olvido, la memoria, el amor y el dolor), los serenos son personajes ideales a la vera de un fogón. Oradores envidiados y sospechados. Expertos autodidactas en leyendas urbanas que empujan la línea fronteriza que separa la realidad de la ficción, volviéndola endeble, poco rigurosa y móvil.
Capaces de convivir con esos dos mundos sin inconvenientes ni contradicciones, el serenazgo naturaliza lo fantástico transformando el universo en algo maravilloso, casi medieval, en donde todo resulta posible sin conflictos racionales, y en donde lo material y lo inmaterial se dan la mano conviviendo sin problemas.
Gremio de vigilantes (no en vano se los conoce también como “vigilantes nocturnos”), los serenos acechan a las sombras y éstas los acechan a ellos en cementerios, grandes hoteles, hospitales, fábricas y escuelas, ruinas arqueológicas, dependencias públicas y edificios modernos de última generación. Todos éstos convertidos en verdaderas usinas de leyendas gracias a las intervenciones de los personajes que nos ocupan. |
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Proveniente del latín “serénum”, término que a su vez deriva de “serum” (tarde, noche), la palabra sereno alude, según la Real Academia Española, a los encargados de rondar por las noches con el objeto de velar por la seguridad de vecinos y propiedades. Es por lo tanto, etimológicamente, una actividad ligada a las penumbras. A esas horas en que los contornos se desdibujan y la percepción se vuelve incierta, abriendo mil interpretaciones capaces de romper o alterar la cosmovisión dominante. Como oficio, el de sereno no requiere mucho más que resistencia al sueño y el manejo, más o menos ducho de un arma de fuego, usada como elemento de intimidación, disuasión o defensa. No se necesita un alto nivel educativo y es, por ende, un trabajo no demasiado calificado. Ajeno a los paradigmas científicos que rigen nuestros días, el serenazgo, en principio, conllevaría la condición de extrema credulidad, volviéndose susceptible a interpretar ciertos “sucesos” de un modo un tanto heterodoxo. De este modo, los serenos se acercan a la herejía, al error, a una desviada lectura de la realidad según lo marca la ortodoxia, tanto científica como religiosa. Pensemos en las interminables historias de fantasmas que este gremio nos ha legado, y sigue legándonos a diario. |
Claro que sería ésta una lectura sesgada si no agregamos que la falta de una educación formal prolongada no basta para explicar el fenómeno de la difusión de “historias extrañas”. Muchas personas educadas, aún con títulos otorgados por universidades de prestigio, creen a pie juntillas en cuestiones referentes al “Más Allá” y demás tópicos esotéricos (ovnis, telepatía, precognición, telequinesia, etc.) de los que carecemos –a pesar del tiempo transcurrido- de pruebas irrefutables que certifiquen su existencia. Es una mera cuestión de fe y, como tal, requiere de testimonios que la avalen. De testigos. De profetas incomprendidos a los que inútilmente se los puede convencer de lo contrario; al punto de acentuar sus convicciones cuanto más se los refuta o se les pide una explicación racional. |
Es más fácil creer que pensar. Y este es un caso emblemático. Síntoma de un cambio de época y refugio de la desazón y falta de confianza a una ciencia que prometió el paraíso y, a la postre, trajo muy poco. Alguien dijo que el fin del mundo no sobrevendría con una explosión, sino con una largo gemido. ¿No serán las historias de serenos parte de ese lánguido sollozo, anunciando la vuelta al pensamiento mágico de antaño y el fin de un positivismo engreído que creyó poder explicarlo todo?
Probablemente le estemos diciendo decir a los serenos
más de lo que dicen en realidad; pero vale la pena pensar unos minutos
en el tema. De otro modo quedaría sin explicación el motivo por el cual
docenas de programas de televisión con temática paranormal los tienen
como principales protagonistas e informantes. |
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El contexto de trabajo de los serenos es de por sí muy particular. La noche sigue siendo un territorio que no dominamos completamente. Un simple corte del fluido eléctrico bastaría para reconocer nuestra electrodependencia e incapacidad para lidiar covenientemente con las sombras. Tras la destrucción permanente de toda fuente de energía eléctrica nos bastaría apenas unos días para retrotraernos al siglo VIII. Volver al medioevo sin posibilidades de adaptación. Basta con observar el comportamiento de la gente cuando se corta la luz: las leyes se diluyen y el comportamiento antisocial se impone. El miedo desplaza todos los derivados de la luz artificial, y los serenos conocen a la perfección dicha situación. De alguna manera viven entre las sombras que engendran sus creencias y alimentan sus nutridas anécdotas.
Crípticas historias emergen de las supuestas “raras” experiencias que los serenos viven. Pero ellos mismos suelen ser tan crípticos como los relatos que cuentan y dicen protagonizar. No es sencillo acceder a sus testimonios. Un mundo de temores y sospechas se levanta, en principio, entre el entrevistador y el entrevistado, conduciendo muchas veces a no poder consignar con todas las letras el nombre y apellido de éstos.
Sostienen que no quieren ser “escrachados”, ni correr el riesgo de perder el trabajo por comentarios fuera de lugar o infidencias propias del oficio. Pretenden que el anonimato los proteja y que las burla irónicas no los alcancen. La historia queda así resguardada y flotando en un anodino limbo de incertidumbre. Tal vez en esto último resida el encanto de sus relatos. En la incertidumbre. En la vacilación que provocan. En la difícil tarea (por no decir imposible) de confirmarlas sin ninguna duda.
Cuestión de fe. De confianza.
Pero eso no basta, a menos que se evite probar la existencia objetiva de esos hechos y se salte al campo del simbolismo y de la historia de mentalidades, para empezar a desentrañar el imaginario de la sociedad que los produce (que es donde debemos bucear para darles el sentido que nos permita considerarlos partes del patrimonio intangible de la sociedad).
Cuando de historias de fantasmas se trata, no nos cabe la menor duda, los serenos constituyen la punta de un ovillo que nos conduce a un universo cultural rico e interesante que nos habla de aquellas cuestiones que, desde siempre, nos quitan el sueño. Parte 2 Damas de todos los colores rondan por las noches en diversas partes del mundo. Hoteles, hospitales, cementerios y castillos las tienen por conspicuas moradoras.[1]
Las hay etéreas y gráciles, inmutables ante los sucesos y “testigos” que las rodean, como si desearan expresar una histeria femenina, sobrenatural, aún después de muertas. Pero también están las otras. Más concretas, corpóreas e interactivas, capaces, según las leyendas, de asustar, e incluso atacar, a sus circunstanciales espectadores.
Adoptan diversos nombres según los países. Toman características locales y expresan, con su eterno y agónico deambular, los problemas propios de una comunidad que, normalmente, suelen ser problemas de carácter universal, adaptables a cualquier contexto histórico y geográfico. En suma, revelan cuestiones propias de los seres humanos, y no tanto de los fantasmas, que es el grupo al que estas damas pertenecen. Espectros que protagonizan decenas de rumores e historias, en más lugares de los que uno imagina.
Novias abandonadas en el altar, viudas que no terminan de procesar nunca su duelo, maestras que extienden sus responsabilidades docentes más allá de la vida biológica o compungidas niñas de la alta sociedad que mueren en la flor de la vida, alimentan el folklore, asustándonos cuando baja el sol, denunciando pecados, reclamando atención o cumpliendo tareas y promesas inconclusas durante su paso por la tierra.
Estos fantasmas son también la expresión de conflictos sociales y de tabúes imposibles de ser exteriorizados directamente. Enuncian problemáticas y temores que necesitan metamorfosearse en historias verosímiles, construidas colectivamente. Por eso son importantes. Los fantasmas, en nuestro caso concreto, las “damas de blanco”, dicen mucho más de lo que a primera vista puede parecer. |
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Hubo una época (allá por la década de 1960) en que los “especialistas” en fenómenos paranormales sostenían que los cementerios eran sitios inocuos, lugares carentes de manifestaciones fantasmales, sin “actividad residual” y, menos que menos, almas en pena que interactuaran con serenos y vigilantes nocturnos. Por entonces se preferían las mansiones victorianas, los hoteles antiguos o los consabidos castillos medievales, por ser éstos los más susceptibles a convertirse en los indispensables escenarios de tragedias y dramas; que, como indica la costumbre, son necesarias para que se generen fantasmas. No hay que olvidar una larga tradición que nos informa que los asesinatos, accidentes, suicidios y muertes violentas de todo tipo, tienen un efecto especialísimo (y misterioso) sobre el contexto del drama y el alma del difunto; obligando, al primero, a quedar “encantado” y reduciendo, al segundo, a ser un espíritu descarnado y deambulante que cruza, una y otra vez, la línea que separa a los vivos de los muertos. De esta manera, lo fantástico se convierte en una categoría maravillosa de la realidad. Una realidad en la que todo es posible.[2] |
Pero, ¿por qué, entonces, no sucedería lo mismo con los cementerios?
La respuesta se desprende de un prejuicio nunca comprobado (y durante algún tiempo considerado como algo “lógico” por los obispos de lo irracional). Según los cazafantasmas de los ’60, al cementerio se llega hecho cadáver. El espíritu del muerto ha quedado en otro lado (en el de la tragedia). Por ende, los camposantos sólo serían un reservorio de generaciones de cuerpos más o menos olvidados. Cuerpos secos. Vacíos.
Pero la tradición oral (tan llena de elementos irracionales como la anterior) contradijo esta tajante afirmación de la “academia paranormal”; y son los testimonios de serenos y vigilantes de cementerios los que la refutaron. Ellos afirman, sin dudar la mayor parte de la veces, que “cosas raras” ocurren en nuestras necrópolis, especialmente por la noches. Y que esas rarezas son posibles porque, si bien no es lo más común, ha habido crímenes y suicidios en los cementerios. Esto habilitaría al alma de las víctimas a rondar por el lugar e identificarse con él. Pero el lado morboso del asunto no se queda sólo en tragedias de ese tipo. Hay otra, muy explotada por la imaginación: un accidente que, como veremos, alimentó uno de los temores más extendidos (y exagerados) que tiene la cultura occidental: el ser enterrados con vida.
De las muchas historias protagonizadas por damas espectrales, abundantes y variopintas, de carácter continental, nacional y hasta barrial, decidimos en este trabajo elegir una muy poco conocida, de la que tuvimos noticia hace un mes en el cementerio de la Chacarita de la ciudad de Buenos Aires. En aquella oportunidad, mientras recorríamos un sector abandonado y aislado de la necrópolis porteña, conocimos a un miembro del servicio de vigilancia que no tuvo inconvenientes en relatarnos, escuetamente, una historia que concuerda con muchas de las que circulan en distintas partes del mundo.
He aquí la transcripción completa de esa escueta entrevista.
“Esto hace «miles de años» que está abandonado. Hace rato”, exageró un miembro del servicio privado de vigilancia del cementerio de la Chacarita al verme deambular por un sector apartado del camposanto. “No está permitido caminar por acá. Es peligroso”, alertó no bien estuvo a mi lado. “Hay afanos y saqueos. Gente que se esconde y queda dentro del cementerio después de que éste cierra. Inclusive roban de día. Hace unos días a una viejita que traía flores. No es conveniente que ande por acá”. Afanan de todo y no se puede hacer gran cosa. Esto después de que cierra es tierra de nadie. Pero yo estoy en el turno mañana. De noche no me quedo ni loco…”.
Entonces me animé a preguntar por los consabidos fantasmas de la tradición oral.
“Sí que hay fantasmas”, respondió. “Los muchachos cuentan que los ven caminando. Ven a alguien por delante de ellos y cuando con las linternas los alumbran, desaparecen… Además, te llaman por tu nombre. En este sector y en todos lados. En tierra mucho más. Por ejemplo, en el sector donde está la tumba de los padres del gobernador Scioli hay una garita y, ahí, te llaman por tu nombre. También ven pasar, entre las bóvedas, mantos negros, sombras. Y después está una viuda que la enterraron viva, y más tarde falleció acá adentro. Esa se pasea de blanco todas las noches. Aparece entre las dos y tres de la mañana. Una hora. Todas las noches se pasea. Todos los días la ven. Dicen que vos la ves y, de pronto, no la ves más y se te aparece al lado tuyo. Le han sacado fotos, pero salen todas borrosas. Sólo el dibujo (silueta) de la mujer. Pero adentro no se ve nada. Tiene los ojos brillantes como los gatos. Pero ya ni miedo le tienen. Algunos la invitan a tomar mate: ¡Che, vení a tomarte unos mates! ¡Haceme compañía!, le dicen… Pero acá los peligrosos son los chorros, no los fantasmas. De noche afanan de todo, sobre todo bronce. A los vivos hay que tenerles miedo”.[3]
En el universo nocturno de los serenos de la Chacarita, los incidentes sobrenaturales que, según los testimonios acontecen en el predio, se insertan (a la hora de construir qué es lo real) en lo que Algirdas Greimas y Joseph Courtés llaman “un acuerdo intersubjetivo”.[4] En ese pacto el valor de la verdad queda condicionado por los discursos concordantes que los serenos transmiten y retroalimentan noche tras noche. De este modo el rumor se va consolidando y, pasado un tiempo, puede que se solidifique y convierta en una leyenda, que la larga duración mantendrá vigente cada vez que el sol se ponga detrás de los muros del cementerio. Pero para que el “acuerdo” pueda concretarse deben darse una serie de condiciones en las que, “la forma del relato”, el arte de narrar y de escuchar, como así también el contexto de la narración, constituyen variables más que importantes a tener en cuenta.
La primera condición que se observa es la necesaria mezcla de realidad y fantasía que el relato debe tener. No basta referir al fantasma. En lo posible hay que darle un marco geográfico e histórico (o pseudo-histórico) concreto, para que el efecto sea contundente.
En otros lugares de Buenos Aires, como en el cementerio de la Recoleta o la Iglesia de Santa Felicitas del barrio de Barracas, las “damas de blanco” que allí deambulan tienen nombre y apellido: Rufina Cambaceres, en el primer ejemplo (afectada, según el relato, por un ataque de catalepsia y muerta en su ataúd tras despertarse en la cripta donde habían depositado su cuerpo, en 1902); y Felicitas Guerrero, en el segundo (asesinada por un celoso pretendiente en 1872). Estos datos precisos, tanto en la identidad, época y lugar de las tragedias (fácilmente determinados en la narraciones más completas), tal vez sean la clave del éxito para que hayan sobrevivido en la tradición oral porteña, y sean repetidas día tras día por legiones de guías de turismo en sus tours nocturnos (o de los otros).
La situación de la ambigua “Viuda-Dama de Blanco” de la Chacarita es un tanto diferente.
Ella es un ser anónimo. Carece de prosapia. No tiene un linaje específico. No hay apellido de renombre, ni apodo. No hay nada. Es sólo una mera presencia sin rostro. Una figura, “un dibujo sin nada adentro” (cuentan los serenos), idéntico a los que se pintan para representar y recordar a los muertos-desaparecidos de la dictadura genocida de los años ´70. Posiblemente éste sea el aspecto más importante, ya que puede relacionarse con los denominados “tópicos de quiebre”[5], tan comunes en muchas historias de fantasmas y que expresan los valores dislocados de una sociedad; como la mentira, la violencia, la tortura y la mismísima violación de los derechos humanos.
¿Es, acaso, la viuda blanca, un solapado reclamo por la(s) identiad(es) perdida(s)? ¿Una metáfora inconciente del intento de asesinato de la memoria, perpetrado por los gobiernos militares y ciertos sectores civiles?
Tal vez.
No creo que sea ésa una lectura descabellada, si el propósito del folklore es expresar, espontáneamente, las características propias de la identidad de un grupo. Y la falta de memoria ha sido (hasta hace muy poco) una nota esencial de los argentinos. En este sentido, las apariciones espectrales en el cementerio, constituirían una verdadera paradoja puesto que las necrópolis han sido (y son), por excelencia, los espacios simbólicos más representativos de la preservación de la memoria (individual y social). Por otra parte, en una época como la nuestra, donde cada vez menos gente visita los cementerios, sería lógico suponer que la “viuda blanca” no es más que un grito de culpas colectivas. Un resabio de viejos rituales olvidados. Lo poco que queda de un culto a los antepasados que, a través de una historia de fantasmas, reclama una urgente actualización.
La soledad y el olvido se transfiguran en damas espectrales. Por eso, en el relato del vigilante, los serenos toman la posta y dicen con voz propia lo que en definitiva ellas mismas reclaman: “Vení, haceme compañía”. |
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En un cementerio, en gran parte olvidado, una residente fantasmal demanda un recuerdo cariñoso. Somos nosotros mismos luchando contra el miedo a la nada y a la tendencia de no visitar más a nuestros muertos.[6] Una condición necesaria para que historias como la de la Dama de la Chacarita perdure en el tiempo es su verosimilitud. El relato tiene que ser creíble. Pero en una trama protagonizada por un fantasma, la empresa puede volverse un tanto complicada. No es lo mismo crear verosimilitud con un relato que refiere a ratas mutantes o cocodrilos en las alcantarillas (leyendas urbanas extendidas en muchas partes) que construirla a partir de un alma en pena que, taciturna, vaga por un cementerio. De todas maneras, los relatos de los serenos marchan en esa dirección. Pretenden ser verosímiles; y el mencionado efecto se consigue por medio de una serie de técnicas propias de la oralidad.
En primer lugar, haciendo referencia a que “todos” los empleados la han visto “todas” las noches y “siempre” a la misma hora (“entre las dos y tres de la madrugada”). En segundo lugar, contextualizando la aparición en sectores específicos, reconocibles (“cerca de la tumba de los Scioli”), del cementerio.[7] Y por último, convirtiendo el “hecho” en algo que se ha vuelto de lo más común y al que ya muy pocos le tienen miedo. |
Hay mucho de trasgresión en estas historias . De rebeldía al paradigma vigente. Y también una matriz original (o unidad semántica básica) que algunos investigadores creen encontrar en antiguas leyendas coloniales, como es el caso de “la llorona”; que arrastran una enmascarada y larga tradición de misoginia que hace que los fantasmas de blanco sean, precisamente, damas. |
El fantasma de la Viuda Blanca se incorpora así a la realidad cotidiana. Se naturaliza. Borra las fronteras que deberían existir entre lo real y lo irreal, entre la historia y la ficción, que se mezclan en un pastiche creíble, alimentado por aspectos culturales propios de un determinado sector socio-educativo, una difundida y mediática “New Age” (que nos trae de vuelta un pensamiento mágico) y, por supuesto, la necesidad de aferrarse a algo trascendente al alcance de la mano, sin elucubraciones teológicas o demonológicas demasiado sutiles y complicadas. Horror antológico a ser enterrados vivos. Empecinamiento por ser recordados. Exaltación de un individualismo censurado por el olvido. Miedo a la muerte y un aparente odio/temor a las mujeres (vistas como brujas vengativas, espectros solicitantes, sirenas libidinosas, etc.), son algunos de los tantos aspectos que la Dama de Blanca de Chacarita trasunta a través de la voces, muchas veces anónimas, de esos trovadores nocturnos que llamamos serenos. |
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FJSR MAYO 2012 Buenos Aires, Argentina,
Bibliografía
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Notas: [1] Véase: Soto Roland, Fernando Jorge, La Dama del Viena. La permanencia de los fantasmas. El caso del Gran Hotel Viena. Disponible en Web: http://letras-uruguay.espaciolatino.com/aaa/soto_fernando/la_dama_del_viena.htm [2] Véase: Soto Roland, Fernando Jorge, Casas encantadas. Disponible en Web: http://www.monografias.com/trabajos91/casas-encantadas/casas-encantadas.shtml [3] Informante: vigilante diurno, sin datos, c. 40 años. Fecha: abril de 2012. Lugar: cementerio de la Chacarita. Archivo oral del autor. [4] Véase: Greimas, Algirdas y Courté, Joseph, Semiótica. Diccionario razonado de la teoría del lenguaje, Editorial Gredos, 1982. [5] Véase: Terrón de Bellomo, Herminia y Angulo Villán, Florencia (directoras), Fantasmas de Jujuy, Apóstrofe Ediciones, Jujuy, 2011, Pág.18. [6] Véase: Soto Roland, Fernando Jorge, El Cementerio de la Chacarita. Abandono, tumbas y fantasmas. Disponible en Web: http://letras-uruguay.espaciolatino.com/aaa/soto_fernando/el_cementerio_de_la_chacarita.htm [7] Nota: Hace unos años, un canal de televisión de Buenos Aires, pasó una filmación de una supuesta “dama de Blanco” en la Chacarita, visitando la tumba del General Juan D. Perón. |
por Fernando
Jorge Soto Roland
Profesor en Historia por la Facultad de Humanidades de la Universidad Nacional de Mar del Plata.
Abril 2012
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Fernando
Jorge Soto
Editor de Letras Uruguay:
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