El
reglamento |
Cuentan
los cronistas que fue Cecilia Peralta Ramos, la hija del fundador de Mar
del Plata, una de las primeras bañistas que disfrutó de unos agradables
chapuzones en la Playa del Bajío —luego Playa Bristol—, allá por el
año 1870. Antes de ser fundado el pueblo y cambiándose de ropa dentro de
una carpa improvisada con un resto de velamen de una nave encallada, la señorita
se refrescaba en el Atlántico. Aunque
los primitivos habitantes del Saladero preferían las mansas y dulces
aguas del arroyo “Las Chacras”, cuando el asentamiento humano no
pasaba de quinientas almas, lo cierto es que ya en 1886 se iniciaba, la
costumbre y, a la vez, el placer de tomar baños en el mar. Las mil
cuatrocientas personas que, favorecidas por las ventajas del tren,
llegaron ese verano, conocían la existencia de “estaciones de baños”
en Europa. Pertenecían a las familias más adineradas del país y traían
muchas ganas de imitar lo que habían visto en sus viajes a la ribera del
Mediterráneo. En
aquella época, unos se bañaban junto a otros, hombres y mujeres, si
pertenecían a la misma familia. De lo contrario, lo hacían en grupos
separados. Nadie iba más allá de donde rompían las olas. Las señoras
apenas se mojaban los pies hasta los tobillos. Usaban trajes de baño
muy largos y capas que recién se sacaban a orillas del mar. Y sobre todo,
no permitían que hombres ajenos a la familia las miraran de cerca. Desde
ese verano de 1886, el cambio de ropas comenzó a efectuarse dentro de
pequeñas casillas rodantes, “casetas”, que eran trasladadas de un
lado al otro en la arena, hasta que llegó un momento en que fueron
estacionadas en lugares fijos. Además,
se inició un mayor contacto entre las familias. Los bañistas se
trasladaban de una caseta a otra por intermedio de unos que tablones
estaban a más de medio metro del suelo. Tablón
a tablón nació la primera rambla. Para
1890, ésta ya respondía a un plan prefijado. Su construcción,
proyectada y costeada por los veraneantes, se extendía por más de cien
metros. Pequeños locales, una confitería y un largo corredor por donde
pasear en las tardes aspirando el salino aire marino, integraban la
construcción. Fue
en el caluroso verano de 1895 que llegó Evert Romero, proveniente de la
capital. Era un hombre de unos treinta años, había nacido en el estado
de Río Grande, en Brasil, y desde los quince años trabajaba en
diferentes empleos en el barrio porteño de Barracas. Fascinado por los
comentarios, se decidió a probar suerte en la pujante ciudad balnearia
vendiendo chucherías. Sus
ventas se desarrollaron con tranquilidad durante dos veranos, hasta que
decidió comercializar unas lentes con aumento. El
incidente ocurrió en enero de 1897. Un
grupo de señoras bañistas se quejó por la insolencia de un
“cambalachero” que alquilaba largavistas. Las ofendidas damas
manifestaron que con esos aparatos, hombres desconocidos admiraban sus
piernas con insolente desfachatez. La comisión encabezada por la señora
Dolores Hurlingham de Altamirano presentó una denuncia formal al jefe
municipal y pidió audiencia con el Juez de Paz para dar rienda suelta a
la alarmante situación de las mujeres decentes que pretendían
refrescarse y disfrutar del sol, como acostumbraban hacerlo en los
balnearios de Europa. El
municipio no atendió sus reclamos debidamente. El intendente estaba por
aquellos días preocupado en solucionar una cuestión relativa al
remodelado de la rambla, que había sido fuertemente dañada por un
vendaval. Por otro lado, la situación laboral de los portuarios era un
tema pendiente y escabroso que no dejaba mucho margen para hacerse cargo
de unos cuantos mirones. Sin embargo, las autoridades prometieron instruir
al jefe policial para que tomara cartas en el asunto. Pasaron
los días y la situación continuó sin ninguna novedad. La
señora de Hurlingham no era de quedarse con los brazos cruzados. Al no
ser atendidos sus reclamos por el poder político, decidió llevar la
queja al periodismo. En
la edición del 3 de febrero, la crónica de un diario porteño recogía
la denuncia bajo términos muy severos: “Un
grupo de señoras bañistas se queja amargamente contra la impudicia de un
cambalachero, comerciante de baja estofa, apellidado Romero, instalado en
la playa, cuya única y atrevida ocupación consiste en alquilar o vender
anteojos de larga vista a los curiosos impertinentes”. Y el
periodista agregaba: “La playa, del lado de las rocas, se convierte en una suerte de
apostadero donde no se ven más que tubos de anteojos alineados en dirección
a las inocentes bañistas. Dado que las aguas marinas son tan
transparentes, eso es una grave complicidad en beneficio de los
mirones”. El artículo, extenso por cierto, reproducía una
entrevista a la señora Hurlingham quien testimoniaba con elocuente enojo:
“Bajo ningún punto de vista, las
señoras de respetable apellido y posición, podemos permitir que las
miradas de los hombres invadan nuestra integridad corporal. Es increíble
que tengamos que apresurarnos a darnos un merecido baño para evitar así
las impúdicas observaciones masculinas. Creo que este desacato a la moral
debería interesar al gobierno, única arma que el pueblo tiene para hacer
valer sus derechos.” Los
larga vistas terminaron por invadir la costa esa temporada y todos
hicieron la “vista gorda” al asunto. Pero
las mujeres eran influyentes y, ante la insistencia de los mirones, al año
siguiente, viajaron algunas de ellas e interesaron al Presidente de la
Nación. El
doctor Juárez Celman ordenó entonces, mediante un decreto presidencial,
la redacción y sanción de un reglamento en el cual se fijaran las pautas
de conducta que los bañistas debían seguir en las playas marplatenses.
Era evidente que el pudor de las mujeres preocupaba al presidente de los
argentinos. Con
asombrosa celeridad, el 5 de enero de 1898 ordenó un inmediato Reglamento
de Baños. Hilario Rubio Medina, jefe de la Receptoría Nacional de
Rentas, fue el encargado de elaborar el documento prescriptivo. Muy pronto
apareció y en él se determinaba: “
Es prohibido bañarse desnudo. El traje de baño admitido es todo aquel
que cubra el cuerpo desde el cuello hasta la rodilla. No podrán bañarse
los hombres mezclados con las señoras, a no ser que tuvieran familia o lo
hicieran acompañando a ellas. Es prohibido a los hombres solos
aproximarse durante el baño a las señoras, debiendo mantenerse por lo
menos a una distancia de 30 metros. Se prohíbe en las horas del baño el
uso de anteojos de teatro u otro instrumento de larga vista, así como
situarse en la orilla del agua cuando se bañen señoras.” Contando
con instrucciones precisas, el poder policial procedió a detener a jóvenes
que espiaban con los catalejos, larga vistas o cualquier otro instrumento
óptico de largo alcance. En
cuatro días, la acción había resultado efectiva; el decoro femenino
estaba a salvo y conforme. Según
establecía el reglamento, los infractores debieron pagar la suma de cinco
pesos en concepto de multa. Ocurrió el caso de un chico de dieciséis años
quien, luego de incurrir tres veces en la infracción, fue expulsado de la
playa por todo el resto del verano. El caso tuvo resonancia porque era el
hijo de un senador porteño. Otros, de menos recursos, entregaban las
lentes. Al negarse a pagar la multa, eran arrestados por un período de
veinticuatro a cuarenta y ocho horas. Las
voces de protesta se levantaron contra la medida. No faltaron quienes
argumentaron que la sanción disciplinaria atentaba contra las libertades
individuales y era una arbitrariedad
constitucional. Mientras tanto, el periodismo recogía sustanciosas
ganancias al incrementar la nómina de lectores. Una
de las personas que estaba bien informada al respeto era justamente Evert
Romero. La pérdida del negocio de los catalejos no lo afectaba
comercialmente de manera definitiva. Ya buscaría la forma de salir a
flote. Pero las denuncias de las ricachonas del balneario y la sanción
del reglamento le molestaban. Se sintió herido en su orgullo y decidió
jugar el desquite. Era
un caso excepcional el brasileño. El encarcelamiento de algunos cuantos
curiosos fue la gota que colmó su paciencia y lo que motivó sus acciones
posteriores. Antes de ser expulsada o arrestada una persona —se dijo a sí
mismo—, debían atraparla. Al año siguiente, todo parecía haber vuelto a la normalidad. El
engorroso incidente del cambalachero estaba definitivamente solucionado.
Ya las mujeres podían disfrutar del mar con total tranquilidad. La policía
había incautado los anteojos con aumento y estaba prohibida su
comercialización en todo el balneario. La
población empezaba a olvidar el asunto. Pero
Evert Romero, no. Y no satisfecho con espiar a las hermosas mujeres jóvenes
que tomaban baños, decidió acercarse un poco más a ellas. Esta
vez su osadía iría más lejos. La
temporada de 1899 había resultado alarmante para la seguridad de las
damas que deseaban bañarse. El
cambalachero había vuelto con más saña que nunca y asaltaba a las jóvenes
en medio del agua para escapar ingeniosamente cuando los guardavidas o la
policía intentaban detenerlo. Las
quejas de las señoras influyentes se incrementaron con mayor virulencia.
El intendente municipal se encontraba de viaje por Europa por ese
entonces. El Concejo Deliberante, temeroso de la reputación del
balneario, había expedido una cédula en la cual facultaba al cuerpo
policial a tomar “las medidas necesarias”. En consecuencia, toda la
responsabilidad recaía en la autoridad máxima de la fuerza: Inspector
Mayor Francisco Molinari. Los
gritos se sucedían por los pasillos de la comisaría y los portazos
retumbaban en las paredes. El
Inspector Mayor Francisco Molinari, jefe interino del cuerpo policial
local, estaba desesperado esa tarde de enero. Leía y releía las cartas y
comunicados que la gobernación y la presidencia le habían mandado en los
últimos dos días. Constituían una especie de ultimátum. No podía
entender cómo el asunto
“Evert Romero” se le había ido de las manos. Desorientado
ante la inminente posibilidad de perder su trabajo, recordó el momento en
que el problema se había iniciado, dos temporadas atrás con la venta de
larga vistas para curiosear las siluetas de las bañistas. Era consciente
que cuando se produjeron las quejas de algunas damas, el intendente y él
se habían burlado de la señora Dolores Hurlingham acusándola de pacata,
a ella y a todas sus amigas. De una cosa cabía estar seguro: esas mujeres
tenían una influencia a prueba de todo. La obstinación femenina y los
resortes de la Administración Pública estaban acabando con su carrera
que, tan sólo la temporada pasada, gozaba de una relativa y duradera
tranquilidad. Ofuscado
y temeroso del anónimo que portaba en sus manos, se decidió a darle
batalla al pícaro que amenazaba con destruir su trabajo en ese caluroso
mes de vacaciones. El
anónimo indicaba claramente la fecha en la que Evert Romero asaltaría la
playa con su satírica desfachatez por última vez.. El
desafío estaba sellado. El
miércoles 17, tan sólo dentro de dos días, el cambalachero pondría en
estado de alerta a las mujeres que se atrevieran a pisar las aguas del
mar. Ya estaba advertido el inspector; si no lo atrapaba en esa ocasión,
su relevo sería inminente. Convocó
a una reunión general de oficiales para buscar la solución al problema. Por
aquellos días, dio la casualidad de estar en la ciudad tomando un corto
descanso un personaje que había despertado admiración y recelo en los círculos
porteños, debido a su profesión de dudosa reputación y caros
honorarios. El
Inspector Mayor pertenecía al bando detractor de las actividades de este
curioso personaje, a raíz de un dudoso incidente con la hermana de su
mejor amigo, el comisario Prudencio Formento de la ciudad de Balcarce.
Formento se había irritado de manera insolente y sin motivo al encontrar
a su hermana menor conversando con el detective en un café de la calle
San Martín la temporada pasada. Ante
la gravedad de los actuales acontecimientos, Molinari no lo pensó más y
se decidió a concertar una entrevista. Era posible que un detective
privado tuviera la clave para atrapar a Romero. La
presión de la prensa no se quedaba atrás. Por su parte, no paraba de
acosar y responsabilizar a la dirigencia política de neto corte roquista
por los bochornosos incidentes playeros. En realidad, los periodistas
anarquistas hubieran limado asperezas en un caso como el de Romero; pero
los intereses políticos estaban primero y usaban el caso del cambalachero
para ejercer la lucha ideológica. No
quedaba otro remedio pues, que consultar los servicios profesionales del
detective Gaspar Furlon. Este
cuarentón era un dandy porteño que tenía ademanes muy soberbios y
pedantes. Su actividad profesional giraba en torno a investigar “asuntos
de alcoba”. Esposos celosos y muchas veces cornudos le consultaban para
que ventilara las infidelidades conyugales. En otras ocasiones, su tarea
consistía en buscar personas desaparecidas voluntaria o
involuntariamente.. Reunidos
en el despacho de la comisaría Furlon observaba: —Sin
lugar a dudas tenemos un caso de singular picardía entre las manos.
Parece desafiar la inteligencia y el grado de previsión de todo el cuerpo
policial marplatense. Molinari
se paseaba de un lado a otro e intentaba encender un habano. El cigarro se
le resbalaba entre los dedos y no podía sujetarle. Furlon
gustaba de incomodar a los policías para que se sintieran incompetentes.
Dijo con aire distraído: —Me
cuesta admitir que una sola persona tenga en vilo a toda la sociedad por
la osadía y la desvergüenza... ¿de mirar a las mujeres, no? El
cabo Fernández se sonreía cabizbajo. Molinari no aguantó más la presión
del detective y aclaró: —Mire...
hay que reconocer que el hombre tiene ingenio y muy buen humor. He estado
hablando con unas cuantas señoritas que están deseando ser sorprendidas
por el “cambalachero”. Es el colmo de los colmos. Ese tipo alimenta el
morbo y las fantasías eróticas de las adolescentes. —Y
por qué no de las maduritas —interrumpió con cara lasciva el detective
Furlon—. Lo que sucede es que no lo reconocen. ¿No cree, inspector? Molinari
se cruzó de brazos y se dirigió a su escritorio. Sobre él había unos
expedientes mecanografiados donde se registraban las
picardías más sobresalientes de Romero en las últimas semanas. —Mirar
es una cosa. Pero molestar verbal y físicamente a las personas es otra.
Este señor Evert Romero parece hacer muy buenas migas con la gente del
puerto. Ya ha logrado fugarse nadando hasta una de las lanchas de
pescadores aguardándolo a unos cuantos metros de la playa. —¿Pudieron
identificar al pescador? —preguntó Furlon interesado. —No.
Los portuarios se protegen mutuamente y apoyan al cambalachero. Además
sostienen que las lanchas pasaban circunstancialmente por la Bristol y
recogieron a personas que se estaban ahogando. ¡Y no hay forma de
rebatirles el argumento! Furlon
encendió un cigarro y exhaló con exquisitez el azulado humo. Molinari
se sentó y lo propio hizo Furlon. El cabo servía café. —Este
tipo es muy hábil. La última treta fue la más ingeniosa. ¿No la leyó
en el periódico? —No. —Pues
el muy sotreta se hizo enterrar en la arena durante la noche dejando una
pequeña abertura para respirar y espiar a los ingresantes al mar. En esa
oportunidad yo había distribuido de forma conveniente varios agentes por
distintos sectores. ¡Hasta convoqué por un fin de semana a treinta
hombres de Balcarce y formé una patrulla de ciclistas! Furlon
reía tímidamente. Molinari
lo reprimió pero rió también al final: —¡Y
resulta que el tipo éste estaba en la arena! ¡Increíble! Por suerte, la
municipalidad nos ha prestado un par de tractores para rastrillar todas
las mañanas la arena de casi un kilómetro de costa. Molinari
levantaba los brazos y sus gestos elocuentes descubrían la sensación de
impotencia que lo embargaba. —Pasemos
al grano inspector mayor—indicó el detective para darle ánimos—.
Sabemos cuándo atacará. Y sabemos también que es la última vez que lo
hará. Este dato me parece sincero. Por el tono de la carta deduzco que
busca desafiar a la autoridad; lo de las mujeres ha pasado a un segundo
plano en su accionar. Molinari
escuchaba las palabras de Furlon y tomaba algunas notas. Levantó la vista
y aclaró: —Unas
embarcaciones que hemos contratado evitarán la fuga por el mar. Pero en
tierra, no tengo tanto personal. No podemos formar una muralla humana que
encierre toda la playa. Podemos controlar las entradas y salidas, pero una
cadena humana... sería ridículo. Además quiero que la gente no sospeche
nada. Golpearon
la puerta. Cinco
mujeres ingresaron en el
despacho. Algunas
fueron reconocidas por los hombres que empezaron a disimular. —No,
no, no... —se negaba Molinari —, no quiero tener problemas con la
Iglesia y la Sociedad Cristiana Moralista. A la playa concurren chicos y
gente que no toleraría semejante espectáculo. Además, llamarían mucho
la atención. Oiga, Furlon ¿qué pretende? El
detective ejecutó un rápido movimiento de manos y todas evacuaron el
despacho. Fue entonces cuando convocó a los agentes más jóvenes, todos buenos nadadores, a formar una fila. Tres costureras los acompañaban. —Plan B, señor Inspector. Con profunda y severa seriedad el inspector permitió el ingreso de sus subalternos. Los seleccionados se cuadraron. Furlon eligió a los cinco más pequeños y menuditos. Luego le indicó a Molinari: —Me
gustaría contar con estos más corpulentos pero no creo que nuestro amigo
se chupe el dedo. Miró
en dirección a las mujeres allí presentes, quienes asintieron con un
gesto afirmativo. Ante una orden del detective, ellas abrieron las
canastas y extrajeron unas cintas métricas y trajes de baño femenino. La
intención empezaba quedar clara. Los muchachos se disfrazarían de bañistas
e integrarían como carnada los eventuales contingentes de chicas. —Estoy
de acuerdo con el plan—argumentó el inspector —, aunque no deja de
resultarme gracioso. Pero ¿usted cree que las señoras mayores aceptarán
bañarse en presencia de algunos de estos muchachos? El
detective se tomó el mentón y luego de unos minutos concluyó: —No
niego que muchas no se prestarán a esta charada. Por lo tanto, le toca a
usted, señor, convencer a las damas mayores argumentando razones de
fuerza mayor. —O
sea que tengo que enfrentarme con Dolores Hurlingham. ¡Dios mío! Amaneció un día espléndido el diecisiete de enero. La temperatura
superaría los veinticinco grados alrededor del mediodía. Los primeros
turistas comenzaban a congregarse en el café de la Rambla. Era una mañana
digna de ser aprovechada desde temprano y varios eran los que habían
decidido desayunar frente al mar. La
curiosidad flotaba en el ambiente. El panorama de la costa era
agradable y la policía disimulaba la formación de sus hombres a lo largo
del paseo. Las patrullas iban y venían. El
reloj había dado las dos de la tarde y no había señales de Romero por
ningún lado. El calor era ya abrazador. Un
tercer contingente de damas se aprestaba a abandonar las casetas y
formaban un pequeño corrillo que se internaba lentamente en el agua. Los
bañeros estaban alerta y divisaban la bahía. No había ni una sola
lancha de pescadores que importunara el sabroso baño de las mujeres. Las
capas y demás accesorios de los trajes eran recogidos por la servidumbre.
Las
mujeres se enfrentaban a las torrentes y traviesas olas. Reían y
chapoteaban en el agua. Los hombres, por suerte, bien, bien lejos, como lo
estipulaba el reglamento. Una
de ellas trajo una pequeña loneta inflable y pronto todas querían
subirse a ella. Los
agentes encubiertos formaban parejas de “señoritas” y controlaban muy
de cerca la diversión femenina. El
cielo estaba diáfano. Hacia
las tres de la tarde, cuando el sol atormentaba con rigor, una pelota grisácea
se recortó en el espacio celeste proveniente de las sierras vecinas. El
globo aerostático que publicitaba la bebida “Campari”, circulaba por
la costa desde hacía unos cuantos días. Ya casi nadie le prestaba atención;
sencillamente, había pasado la novedad. Sobrevolaba a una altura
relativamente alta y el italiano que lo conducía se había hecho famoso
en la ciudad por deleitar al público con la simpática invención. El
globo pasó sobre el cerco policial; viró en dirección sur y aprovechó
la relativa calma del viento para describir una parábola en diagonal y
disminuir considerablemente la altitud en contados minutos. Varias
personas pudieron ver cómo se desprendía una escalerilla de cuerdas con
escalones de madera pero nadie imaginó la identidad de la persona que
descendería en unos instantes más. Todo
el sistema policial vigilaba minuciosamente el frente costero por tierra y
mar; pero las autoridades habían descuidado el aire. Tal vez el detective
fue el único que advirtió ese error estratégico cuando el paso del
aerostático oscureció su sombrilla, mientras disfrutaba una deliciosa
limonada en compañía de la señora Hurlingham y el inspector mayor. Se
miraron perplejos ante lo inminente y salieron corriendo
hacia la playa. Ya
era tarde para modificar los planes. Una
silueta con traje de baño blanco a rayas rojas se recortó sobre el cajón
del globo. Saludó a toda la concurrencia y emprendió el descenso por la
escalinata que se sacudía al compás de la brisa marina. Con gran
agilidad sus pies llegaron hasta el último escalón. Arqueó su cuerpo
sosteniéndolo con un solo brazo y se dispuso a arrojarse al vacío. Era
el intrépido Evert Romero que desafiaba nuevamente las prescripciones del
reglamento. El
piloto descendió hasta los cuarenta metros. Entonces, Evert se zambulló
al agua en un clavado perfecto y apareció sobre la cresta de las olas
barrenando una de ellas. El
grupo elegido para el asalto había sido el de las jóvenes más intrépidas,
quienes, luego de rogarles permiso a sus madres y tías, se habían
internado en el mar hasta una relativa profundidad. Algunas habían notado
la presencia del globo e incluso, habían levantado la vista hasta
reconocer a un hombre que se preparaba a descender por la escalerilla.
Pero ninguna hubiera imaginado que alguien se arrojaría desde esa altura. La
caída de Evert desde los cielos las apabulló. —¡Hola,
hermosas! —saludó el cambalachero mientras se precipitaba sobre una
joven alta y desgarbada que había quedado paralizada ante la presencia
del moreno. El
griterío fue infernal y desde la Rambla la gente se apiñó para
contemplar el espectáculo. —¡El
cambalachero! ¡El cambalachero! —gritaban desesperadas todas las
mujeres presentes en la playa, estuvieran o no en el agua. Las
campanillas de alerta sonaron desaforadas y varios oficiales apostados en
la arena comenzaron a internarse en el mar. Sucedía que lo hacían con
mucho miedo, dado que ninguno de ellos sabía nadar y el temor al agua era
reverencial. Evert
disfrutaba de su osadía. —¡Ah...
cómo mueven sus cuerpitos, preciosas! ¡Corran o les toco la colita!
—intimidaba jocosamente al grupillo mientras las chicas le arrojaban
agua a la cara para ahuyentarlo. De
repente, una de ellas se acercó al moreno con aire agresivo e intentó
enfundar su cabeza con una capa. Era un oficial disfrazado. Evert
esquivó el latigazo de la tela y se sumergió, alejándose unos tres
metros. El
muchacho desenredó una soga a modo de lazo que portaba en la cintura y
exclamó: —¡En
nombre de la ley, señor Romero, ríndase! Evert
escuchó las palabras del muchacho y rió para sus adentros al tiempo que
manifestaba: —Resulta
que ahora me copian. ¡Fantástico! El
agente tenía dificultades para soportar el embate de las olas mientras,
sin querer, el mar lo alejaba de su presa. Con mucho esfuerzo se acercó a
Evert y éste retrocedió con cautela. Era difícil hacer pie pues las
olas elevaban su nivel. El mar tragaba demasiado ese día y resultaba
peligroso seguir internándose. Sin embargo, la destreza del brasileño
era notable. Utilizó el envión del oleaje para atacar a su oponente por
uno de los costados. El muchacho carecía de fuerza y habilidad
suficientes para flotar y luchar con Evert. De manera que arrojó el lazo
al agua y huyó con la correntada rumbo a la orilla.
Entretanto,
las damas permanecían en el agua esperando ser salvadas y estaban histéricas.
Incluso, muchas de ellas que se encontraban en otros grupos más alejados.
Era evidente que varias deseaban ser asaltadas por el misterioso personaje
pero otras experimentaban un genuino terror. Unas
lloraban y pedían auxilio sin moverse, aterradas y presas del movimiento
del mar. El agua les llegaba a la cintura pero ellas no coordinaban sus
movimientos. El pánico, la ansiedad y los nervios las dominaban. Otras ya
ganaban la orilla arrastrándose como náufragos de ultramar al borde de
la muerte. Los
policías se detenían a socorrer a las mujeres que desfallecían en sus
brazos y muchos de ellos pronto olvidaron al cambalachero, seducidos por
las jóvenes que les pedían ayuda. La
confusión se adueñó de la playa. Una veintena de hombres y mujeres que
descansaban y tomaban sol comenzaron a correr de un lado para otro como si
un maremoto se precipitara sobre la costa. Los niños gritaban por sus
madres, asustados por el desorden general. Los
agentes disfrazados internados en el mar bracearon con ímpetu y ya
estaban realmente muy cerca de atrapar a Romero. Habían formado una pinza
imaginaria que amenazaba a Evert por ambos lados. Era
el momento de abandonar la escena. La
escalerilla se había internado unos metros más adentro. Evert debería
nadar con rapidez si deseaba atraparla a tiempo. De lo contrario, la
fuerza del viento empujaría al globo a lo profundo del mar y el bromista
quedaría librado a su propia suerte. —Apúrate,
Evert se levanta la ventisca y no puedo sujetarlo por más tiempo
—gritaba el piloto desde la altura. El
cambalachero comprendió que su humor había sobrepasado los límites en
esta ocasión. Lo sintió por primera vez; pero no había tiempo para
lamentaciones. Debía escapar. Ya los agentes, nadando a toda carrera, le
pisaban los talones. El
moreno se dirigía hacia la escalerilla cuando descubrió sobre la
superficie del mar unos brazos que se agitaban sin sentido. Un cuerpo
pugnaba por emerger, al tiempo que se hundía como una boya enloquecida
por el oleaje. Una
de las muchachas se había asustado y el impulso por escapar la había
llevado hacia adentro, en lugar de alcanzar la orilla. Era una niña que
apenas podía gritar pues ya tenía sus pulmones cargados de agua. En
segundos más se ahogaría. Evert
no lo dudó un instante. Abandonó la dirección del globo que se perdía
definitivamente y braceó en dirección de la chica para rescatarla. Una
ola lo ayudó a desplazarse con vertiginosa celeridad hasta toparse con la
camilla flotante que estaba a la deriva, perdida en el océano. El
hallazgo fortuito de la goma lo reconfortó. No
estaba lejos de la muchacha pero debía darse prisa. En
un abrir y cerrar de ojos la perdió de vista. Evert
enloqueció. La
niña se había hundido inexorablemente. Nadó
en semicírculo para poder ubicarla. Tomó
aire y se sumergió. Tanteó con sus brazos la profundidad y en un golpe
de suerte asió de la cabellera a la muchacha. Fueron unos segundos de
desesperación total. Depositó
a la niña sobre la camilla cuando sintió un tirón brusco sobre su
cintura y dos recios golpes en la espalda. Los agentes lo capturaban en
ese momento, mientras dos guardavidas interceptaban a la niña. Evert no ofreció resistencia y fue conducido hasta la orilla, tomado del cuello y los pies por cuatro hombres. |
Fernando
Jorge Soto Roland y Carlos M. Ortiz
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