El
patio |
Liberto
Hurtega ingresó en la mansión con ansiedad. Sabía que lo esperaba una
gran sorpresa. Su amigo Coco se lo había anticipado en confidencia, con
la única condición de que se mostrara realmente maravillado cuando
recibiera la buena noticia. Sus compañeros de trabajo le habían
organizado una fiesta de despedida. Liberto viajaba para Estados Unidos en
pocos días más y, por ser su primer viaje al exterior,
seguramente sus colegas habían decidido despedirlo con bombos y
platillos. Atravesó
el zaguán con paso decidido y desembocó en un florido patio cuadrangular
de estilo claramente español. Los
balcones de madera tallada rodeaban todo el predio a más de tres metros
de altura. Macetas rojas, verdes y amarillas colgaban por encima de la
cabeza de Liberto, desplegando un sin fin de flores, helechos y
enredaderas, que le brindaban a ese patio cerrado un toque de intimidad y
belleza, muy apreciado por los todos los turistas que llegaban al Cusco. Casas
como esa habían sido construidas hacía siglos. Esa mansión en
particular databa del año 1699 y, según constaba en los registros del
municipio, había pertenecido a un sabio almirante portugués, que
intentara, sin mucha fortuna, hacerse rico en el Perú de los españoles.
Su muerte, a principios del siglo XVIII, desencadenó un largo litigio
entre sus herederos terminando finalmente la propiedad en manos de un tal
Oliverio Jiménez Goulan, amigo personal de Liberto y principal
organizador de la fiesta de despedida. Todo
estaba en silencio y en plena quietud, ni siquiera los audaces brotes de
las plantas trepadoras, que caían desde el primer piso, se movían.
Liberto dio un par de pasos, expectante, dirigiéndose a la glamorosa
fuente de mármol, que expedía claros chorros de agua en el centro mismo
del patio. Giró
en redondo tratando de detectar algún sonido, alguna voz. Miró hacia el
cielo, recuadrado por tejas color marrón, y observó que el sol estaba a
punto de esconderse detrás del horizonte. El matiz rojizo de las nubes así
parecía indicarlo. Entonces
el portón de madera de roble, que daba acceso a la propiedad, se cerró
de golpe. Seguramente la fiesta estaba a punto de comenzar. Liberto sonrió. Pasaron
un par de minutos. Era evidente que sus compañeros no manejaban bien los
tiempos de la sorpresa. Ya deberían haber aparecido; además, Liberto
empezaba a tener hambre. ¿Qué broma estúpida le habían preparado? Sólo
esperaba no tener que regresar a su casa embadurnado de harina, huevos y
agua. Aún recordaba su fiesta de graduación y lo mucho que le había
costado quitarse el engrudo del cabello. Pero ahora no se graduaba. Era sólo
un viaje a Estados Unidos, cuyo propósito último era presentar su tesis
al departamento de Folclore de una universidad poco conocida de la costa
este. Además, sus compañeros y colegas no tenían con él gran
confianza. Se conocían desde hacía sólo seis meses y, por lo general,
jamás le habían dado muestras de real camaradería y amistad sincera. No
se iba a engañar a él mismo: la invitación a la fiesta, organizada para
su persona, lo extrañaba. Miró
hacia el portón y creyó observar una sombra parada en uno de los
rincones del zaguán. —¿Oliverio,
es usted? - preguntó, tratando de agudizar su vista para perforar las
sombras densas del pasillo de entrada. Nadie
respondió, aunque lo que parecía ser una silueta, rígidamente parada en
las sombras del pasillo, permaneció fija en su lugar. —Vamos,
Oliverio, déjese de bromas y salga a la luz. Su
voz se multiplicó por el eco que el patio producía y, por un segundo, la
sintió con un extraño timbre de temor. Cuatro
puertas laterales se abrieron sorpresivamente. Todas deberían dar a
algunas de las muchas habitaciones que tenía la mansión. Liberto siguió
el sonido de la madera chocar contra los muros e inmediatamente reconoció
a cuatro de sus colegas y compañeros. Se
veían extraños. Lo miraban con los ojos entornados y todos parecían
tener los cabellos mucho más canosos que de costumbre. Vestían trajes
oscuros y caminaban lentamente hacia él. En
eso, la figura en tinieblas del zaguán se recortó debajo del último
rayo de sol del día y Liberto reconoció, en ese patio en penumbras, el
rostro extrañamente demacrado de su director de beca, Oliverio Jiménez
Goulan. Curiosamente,
se sintió inseguro. Esos hombres que se le acercaban no eran los mismos
de siempre. Algo había cambiado en ellos. Incluso Coco, su ayudante en el
archivo, no parecía Coco. —¿Qué
clase de fiesta es ésta, doctor Jiménez?—exclamó Liberto, mientras
retrocedía hasta el centro del patio—. Si es una broma, ya está bien:
me asustaron. —Usted
es quien nos asusta, profesor—respondió Jiménez Goulan, enarcando sus
cejas—Usted y sus trabajos de investigación. Liberto
se sintió aturdido. El tono de voz de su interlocutor sonaba amenazante. —¿A
qué se refiere? —A
su tesis, compañero. Ese trabajo no debe llegar a manos de nadie. Rebelaría
mucha cosas. —Es
una simple investigación folclórica sobre la creencias en seres
sobrenaturales... —Precisamente
por eso. Liberto
sintió que Coco le tomaba el hombro desde atrás. Volteó la cara y
observó estupefacto el rostro desencajado de su ayudante. —¡Coco!
¿Qué pasa? ¿Qué es esto?—preguntó helado de terror. —Supervivencia. Apenas
sintió dolor cuando la garra, áspera y filosa, le atravesó el abdomen
hasta alcanzar casi la columna vertebral. Cayó
de rodillas sobre las baldosas del patio, aferrado al saco oscuro de su
asesino. Tres segundos después, los otros cuatro individuos se lanzaron
sobre su sangrante cuerpo. La fiesta acababa de comenzar. |
Cuentos bizarros - Tomo II
Fernando
Jorge Soto Roland y Carlos M. Ortiz
Email: sotopaikikin@hotmail.com
(Fernando Jorge Soto Roland)
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