Amigos protectores de Letras-Uruguay

El patio
Fernando Jorge Soto Roland y Carlos M. Ortiz

Liberto Hurtega ingresó en la mansión con ansiedad. Sabía que lo esperaba una gran sorpresa. Su amigo Coco se lo había anticipado en confidencia, con la única condición de que se mostrara realmente maravillado cuando recibiera la buena noticia. Sus compañeros de trabajo le habían organizado una fiesta de despedida. Liberto viajaba para Estados Unidos en pocos días más y, por ser su primer viaje al exterior,  seguramente sus colegas habían decidido despedirlo con bombos y platillos.

Atravesó el zaguán con paso decidido y desembocó en un florido patio cuadrangular de estilo claramente español.

Los balcones de madera tallada rodeaban todo el predio a más de tres metros de altura. Macetas rojas, verdes y amarillas colgaban por encima de la cabeza de Liberto, desplegando un sin fin de flores, helechos y enredaderas, que le brindaban a ese patio cerrado un toque de intimidad y belleza, muy apreciado por los todos los turistas que llegaban al Cusco.

Casas como esa habían sido construidas hacía siglos. Esa mansión en particular databa del año 1699 y, según constaba en los registros del municipio, había pertenecido a un sabio almirante portugués, que intentara, sin mucha fortuna, hacerse rico en el Perú de los españoles. Su muerte, a principios del siglo XVIII, desencadenó un largo litigio entre sus herederos terminando finalmente la propiedad en manos de un tal Oliverio Jiménez Goulan, amigo personal de Liberto y principal organizador de la fiesta de despedida.

Todo estaba en silencio y en plena quietud, ni siquiera los audaces brotes de las plantas trepadoras, que caían desde el primer piso, se movían. Liberto dio un par de pasos, expectante, dirigiéndose a la glamorosa fuente de mármol, que expedía claros chorros de agua en el centro mismo del patio.

Giró en redondo tratando de detectar algún sonido, alguna voz. Miró hacia el cielo, recuadrado por tejas color marrón, y observó que el sol estaba a punto de esconderse detrás del horizonte. El matiz rojizo de las nubes así parecía indicarlo.

Entonces el portón de madera de roble, que daba acceso a la propiedad, se cerró de golpe. Seguramente la fiesta estaba a punto de comenzar. Liberto sonrió.

Pasaron un par de minutos. Era evidente que sus compañeros no manejaban bien los tiempos de la sorpresa. Ya deberían haber aparecido; además, Liberto empezaba a tener hambre. ¿Qué broma estúpida le habían preparado? Sólo esperaba no tener que regresar a su casa embadurnado de harina, huevos y agua. Aún recordaba su fiesta de graduación y lo mucho que le había costado quitarse el engrudo del cabello. Pero ahora no se graduaba. Era sólo un viaje a Estados Unidos, cuyo propósito último era presentar su tesis al departamento de Folclore de una universidad poco conocida de la costa este. Además, sus compañeros y colegas no tenían con él gran confianza. Se conocían desde hacía sólo seis meses y, por lo general, jamás le habían dado muestras de real camaradería y amistad sincera. No se iba a engañar a él mismo: la invitación a la fiesta, organizada para su persona, lo extrañaba.

Miró hacia el portón y creyó observar una sombra parada en uno de los rincones del zaguán.

—¿Oliverio, es usted? - preguntó, tratando de agudizar su vista para perforar las sombras densas del pasillo de entrada.

Nadie respondió, aunque lo que parecía ser una silueta, rígidamente parada en las sombras del pasillo, permaneció fija en su lugar.

—Vamos, Oliverio, déjese de bromas y salga a la luz.

Su voz se multiplicó por el eco que el patio producía y, por un segundo, la sintió con un extraño timbre de temor.

Cuatro puertas laterales se abrieron sorpresivamente. Todas deberían dar a algunas de las muchas habitaciones que tenía la mansión. Liberto siguió el sonido de la madera chocar contra los muros e inmediatamente reconoció a cuatro de sus colegas y compañeros.

Se veían extraños. Lo miraban con los ojos entornados y todos parecían tener los cabellos mucho más canosos que de costumbre. Vestían trajes oscuros y caminaban lentamente hacia él.

En eso, la figura en tinieblas del zaguán se recortó debajo del último rayo de sol del día y Liberto reconoció, en ese patio en penumbras, el rostro extrañamente demacrado de su director de beca, Oliverio Jiménez Goulan.

Curiosamente, se sintió inseguro. Esos hombres que se le acercaban no eran los mismos de siempre. Algo había cambiado en ellos. Incluso Coco, su ayudante en el archivo, no parecía Coco.

—¿Qué clase de fiesta es ésta, doctor Jiménez?—exclamó Liberto, mientras retrocedía hasta el centro del patio—. Si es una broma, ya está bien: me asustaron.

—Usted es quien nos asusta, profesor—respondió Jiménez Goulan, enarcando sus cejas—Usted y sus trabajos de investigación.

Liberto se sintió aturdido. El tono de voz de su interlocutor sonaba amenazante.

—¿A qué se refiere?

—A su tesis, compañero. Ese trabajo no debe llegar a manos de nadie. Rebelaría mucha cosas.

—Es una simple investigación folclórica sobre la creencias en seres sobrenaturales...

—Precisamente por eso.

Liberto sintió que Coco le tomaba el hombro desde atrás. Volteó la cara y observó estupefacto el rostro desencajado de su ayudante.

—¡Coco! ¿Qué pasa? ¿Qué es esto?—preguntó helado de terror.

—Supervivencia.

Apenas sintió dolor cuando la garra, áspera y filosa, le atravesó el abdomen hasta alcanzar casi la columna vertebral.

Cayó de rodillas sobre las baldosas del patio, aferrado al saco oscuro de su asesino. Tres segundos después, los otros cuatro individuos se lanzaron sobre su sangrante cuerpo.

La fiesta acababa de comenzar.

Cuentos bizarros - Tomo II

Fernando Jorge Soto Roland y Carlos M. Ortiz 
Email: sotopaikikin@hotmail.com  (Fernando Jorge Soto Roland)

Ir a índice de América

Ir a índice de Soto Roland, Fernando Jorge

Ir a página inicio

Ir a mapa del sitio